viernes, 13 de mayo de 2016

Patriotismo constitucional

Las diversas religiones que existían en Roma eran todas consideradas por el pueblo como igualmente verdaderas, por el filósofo como igualmente falsas y por el político como igualmente útiles.
Edward Gibbon, Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, I,II.


El historiador sabe muchas veces que “la tradición” es la historia falsificada y adulterada. Pero el político no solamente no lo sabe o no quiere saberlo, sino que se inventa una tradición y se queda tan ancho.
Julio Caro Baroja, El laberinto vasco


Nacionalismo: España no es eterna, Álvarez Junco [El País, 30 de abril de 2016]
Entrevista a Álvarez Junco, José Andrés Rojo [El País, 6 de abril de 2016]
Álvarez Junco desmonta los mitos del nacionalismo, Rodríguez Marcos [El País, 29 de abril de 2016]
La nación, artefacto moderno, Moreno Luzón [El País, 30 de abril de 2016]
Una conversación con Santos Juliá, Manuel Morales [El País, 7 de octubre de 2016]
El patriotismo constitucional, Habermas 2006, 112

Durante mucho tiempo, las naciones fueron consideradas realidades naturales. El ensayista británico Walter Bagehot escribió que eran “tan viejas como el mundo” y algo así creían los mejores pensadores del siglo XIX y primera mitad del XX, incluido Marx, que hizo de las clases los sujetos de la historia, pero nunca cuestionó seriamente a las naciones. En plena era de las naciones, sin embargo, Ernest Renan se planteó la dificultad de su definición y, tras descartar todos los factores “objetivos” —raza, lengua, religión, historia—, acabó anclándolas en un elemento subjetivo, misterioso, una “voluntad de ser nación”, que se traducía en un “plebiscito cotidiano” a su favor.
La fase nacional de la historia humana condujo a las dos guerras mundiales y los fascismos. Y en 1945, al fin, tras descubrirse los crímenes y las locuras nazis, la reflexión sobre estos problemas inició un giro.
El politólogo norteamericano Carlton Hayes fue quizás el primero que defendió que las naciones eran un fenómeno moderno, debido a la secularización de las sociedades. Ante el descreimiento, la nación satisfacía la necesidad de permanencia, de anclaje de las vidas individuales en entes que trascendieran su finitud. Hayes estudió, a partir de ahí, los altares de la patria, las banderas y símbolos nacionales como objetos sagrados y hasta esa moral que permite —exige— matar para defender los intereses patrios, a diferencia de la moral individual, que veta matar a tu prójimo.
Retomando las reflexiones de Renan, el historiador y politólogo británico Elie Kedourie explicó que lo esencial en la nación era, sí, el plebiscito cotidiano, la adhesión de sus miembros, pero observó que los plebiscitos se convocan para ganarlos y que, no pudiendo vivir en la incertidumbre de una votación diaria que cuestione su existencia, los Estados se aseguran de que los ciudadanos se sientan nacionales educándolos de mil maneras en esa dirección. Kedourie convertía así la educación en el factor clave del nacionalismo y el Estado en el gran muñidor del proceso.
Ernest Gellner vinculó más tarde el surgimiento de las naciones con la modernización socioeconómica, que exige movilidad geográfica, división del trabajo y mercados amplios. El Estado favorece la cultura común, base de todo ello, alfabetizando a la población en la lengua oficial. El nacionalismo no era, pues, sólo una invención moderna sino algo funcional.
Benedict Anderson añadió su definición de la nación como una “comunidad política imaginada”. Comunidad, al concebirse como compuesta de miembros que, pese a las múltiples desigualdades sociales, son hijos de la misma madre y están dispuestos a sacrificarse por el conjunto. Política, porque es el nuevo sujeto de la soberanía y genera derechos políticos para sus miembros. E imaginada porque, a diferencia de la familia, la mayoría de sus miembros no se conocen ni se conocerán nunca personalmente, pese a lo cual comparten un mundo mental de mitos y valores comunes (gracias a la literatura “nacional”, que les ha hecho identificarse con los mismos héroes y odiar a los mismos villanos).
Eric Hobsbawm añadió a estas reflexiones una célebre obra, La invención de la tradición, y completó así un giro en nuestra comprensión de los fenómenos nacionales que ha sido llamado modernista, historicista o constructivista. Frente a la anterior manera de entender el asunto —esencialista, naturalista o perennialista—, ahora se da por supuesto que las naciones no son realidades naturales, estables y antiquísimas, como los ríos y las montañas, sino creaciones político-culturales, relativamente recientes, fruto de acontecimientos contingentes, que han surgido en algún momento del pasado (no fechable ni repentino, sino incierto y lento), han tenido y tendrán vigencia a lo largo de un cierto lapso de tiempo (durante el cual su significado evoluciona) y acabarán por desaparecer algún día, pues nada, y menos aún las identidades colectivas, es eterno en la historia.
De esta manera, el fenómeno nacional quedó relativizado. Pertenecer a una nación dejó de ser un rasgo permanente y esencial de la especie humana para localizarse en un cierto lugar y momento en la historia: Europa, a partir de las revoluciones liberales. Fue entonces, al derribar las monarquías absolutas, cuando se hizo de la nación la colectividad soberana, triunfó el principio de igualdad entre sus miembros, se reescribieron las historias y se reformuló la cultura en torno al sujeto nacional, haciendo al fin de la lealtad a la patria el principio legal y el anclaje ideológico supremo. La nación triunfó sobre cualquier otra identidad colectiva, las sociedades se homogeneizaron y se eliminaron o marginaron las culturas minoritarias. Fue un cambio crucial de las identidades políticas que Europa exportó al resto del mundo.

[Desde el siglo X, los territorios alemanes formaron una parte central del Sacro Imperio Romano Germánico que duró hasta 1806. Durante el siglo XVI, las regiones del norte del país se convirtieron en el centro de la Reforma Protestante.
Como un moderno estado-nación, el país fue unificado en tiempos de la guerra franco-prusiana en 1871. Hace 145 años. Goethe nació en 1749 y falleció en 1832 ]


Pero en épocas anteriores, durante la inmensa mayoría del pasado humano conocido, nuestros antecesores han vivido dentro de las más diversas organizaciones políticas —unidades tribales, feudales, ciudades-Estado, monarquías patrimoniales, imperios— cuyas fronteras no coincidían con sociedades culturalmente homogéneas. Como tampoco era única la identificación de los súbditos, que se sentían miembros de comunidades mucho más pequeñas que la nación (parroquias, aldeas, comarcas, linajes, gremios, estamentos), insertas a su vez en mundos culturales mucho más grandes (cristiandad, islam). Al revés de lo que ocurriría en el mundo contemporáneo, no se consideraba contrario al orden natural de las cosas que el monarca que les regía fuera “extranjero”.


Las naciones no sólo vieron reducido su espacio en la historia, sino que, además, se comprendió que su construcción servía a ciertos fines, que desempeñaba funciones integradoras del cuerpo social y legitimadoras de la autoridad política. Las naciones son sistemas de creencias y de adhesión emocional que surten efectos políticos de los que se benefician ciertas élites locales. Y esas élites, bien busquen reforzar un Estado existente o construir uno nuevo, fomentan los sentimientos nacionales. Lo cual no significa que debamos caer en una visión instrumentalista y conspiratoria de este tipo de fenómenos. Que las naciones beneficien a los nacionalistas, como las religiones al clero, no quiere decir que desde el principio una secta malévola haya planeado la seducción de un público incauto. Religiones y naciones son fenómenos mucho más complejos, surgidos originariamente alrededor de profetas iluminados y generosos, capaces de satisfacer necesidades de sus seguidores muy dignas de respeto.
El estudio de las identidades nacionales exige, por tanto, partir de la premisa de que estamos tratando de entes construidos históricamente, en constante cambio, perecederos y manipulables al servicio de fines políticos. Lo cual no hace del sujeto nacional una excepción en el mundo de las identidades colectivas. Porque todas las identidades, incluyendo algunas tan arraigadas en datos fisiológicos como las de género, tienen mucho de cultural o construido. Harold Isaacs lo explicó bien en su Ídolos de la tribu.
La nueva visión historicista o constructivista de las naciones tuvo un enorme éxito y llegó un momento en que todo el mundo denunciaba “invenciones” y disolvía la realidad social en “discursos”. Excesos que han llevado a una reacción en los últimos años, con críticas que en muchos casos merecen ser escuchadas aunque en otros sean sospechosos retornos al esencialismo, aplaudidos por el nacionalismo militante. Muchos historiadores han subrayado la existencia de identidades colectivas, que incluso eran llamadas “naciones”, en épocas muy anteriores a la contemporánea. Pero la diferencia es que no se les atribuía la soberanía sobre un territorio, que es lo que define al nacionalismo moderno. También se ha observado, con razón, que este nacionalismo se alimenta siempre de tradiciones e identidades culturales procedentes de épocas anteriores. El hecho de que una identidad sea sobre todo cultural, y no natural, no quiere decir que sea un “invento” arbitrario. En el terreno de las naciones no se puede predicar el “todo vale”. Construir un proyecto nacional que tenga posibilidades de éxito entre el público requiere, como mínimo, hacerlo sobre rasgos culturales preexistentes y creíbles.
Pero ningún autor serio defiende hoy que la humanidad ha vivido dividida en naciones de forma natural e inmemorial. La visión constructivista del nacionalismo sigue vigente. Como otras identidades colectivas, las naciones son creaciones culturales perecederas. Y son especialmente absurdas las explicaciones de los procesos históricos a partir de la existencia de mentalidades, caracteres colectivos o “formas de ser” de los pueblos. Por ejemplo, la existencia de repetidas guerras civiles en España hasta 1939 se debería al violento “carácter español”, un carácter sólo demostrado por las muchas guerras civiles vividas en el país. Explicación circular e inútil. Cuando el general Franco tuvo a bien morirse, además, no estalló ninguna guerra civil en España, contra lo que auguraban los creyentes en estereotipos. No se entiende cómo y por qué puede alterarse algo tan profundo como la “manera de ser” de un pueblo.
Concluyamos, pues. Lamento comunicar a los no expertos en estos temas —pues los expertos lo saben de sobra— que, contra lo que nos enseñaban de niños, España no es eterna. Espero que nadie necesite asistencia psiquiátrica. Para calmar los ánimos, añadiré que los rivales y competidores de España (Cataluña, Euskadi, Portugal, Francia, Marruecos) también desaparecerán algún día. Aunque este, me temo, es un magro consuelo para un creyente.
Nacionalismo: España no es eterna, Álvarez Junco [El País, 30 de abril de 2016]




¿Por qué ha titulado Dioses útiles un libro sobre naciones y nacionalismo? “Se explica en la cita que abre el libro”, responde José Álvarez Junco. “Es de Edward Gibbon y dice que los dioses en la antigua Roma eran verdaderos para la plebe, falsos para el filósofo y útiles para el político. ¿Y qué son las naciones sino dioses útiles? ¿Existe España? La Real Academia de la Historia puede publicar El ser de España, pero ¿qué es eso? España es un invento, solo existe en la medida en que nos la creamos. Igual que Cataluña”.
En Dioses útiles Primero, reconstruye las visiones críticas que desde hace ya décadas están minando la salud de hierro del nacionalismo. Luego hace historia comparada: cómo fueron surgiendo las grandes naciones europeas, qué pasó con España y qué sucedió con las otras identidades en la península ibérica.
Junco ya había abordado la idea de España en el siglo XIX en Mater dolorosa (2001) y el asunto de las identidades en Las historias de España (2013), que elaboró con Gregorio de la Fuente, Carolyn Boyd y Edward Baker.
¿Por qué relaciona la nación con la religión?
Porque la principal función de una religión es la identitaria, y por eso es comparable con una nación. Te da una identidad, te dice quién eres y te da autoestima.
Pero existen también otras identidades colectivas. ¿Por qué tiene tanta fuerza la nación?
Tiene, a partir de las revoluciones democrático-liberales, una importante peculiaridad y es que se convierte en el sujeto de la soberanía. Cuando Luis XVI, muy asombrado por lo que le estaban haciendo sus súbditos, pregunta “¿quién manda aquí? y afirma “yo soy el soberano”, le contestan: “No, perdone, el soberano somos nosotros: la nación”.
¿Cuál es la diferencia frente a lo que había antes?
El ser humano ha tenido gran afición por matarse y lo hizo por las religiones durante muchos años. Luego se impuso la nación, que fue una especie de pensamiento único durante el siglo XIX y la primera mitad del XX. Nadie (ni Stuart Mill, ni Tocqueville, ni Marx), dejó de creer en la nación. Y eso llevó a las barbaridades de las dos guerras mundiales, de los fascismos. Es en 1945 cuando surge la reflexión y la distancia: no está tan claro que las naciones existan. Es una invención moderna.
¿Qué diferencia hay entre Estado y nación?
El Estado es una estructura político administrativa que controla un territorio y a sus habitantes y que da unas normas de convivencia y que tiene la capacidad coercitiva para hacerlas cumplir. La nación, en cambio, es un sujeto etéreo que justifica la existencia del Estado. Es algo imaginario que está en nuestras mentes, al que se supone que pertenecemos porque somos una comunidad cultural (compartimos una lengua común o lo que sea) y el hecho de pertenecer a ese sujeto imaginario permite que se legitime la existencia del Estado.
¿Se podría hablar hoy del ocaso del Estado nación?
En Europa estamos haciendo un experimento muy interesante, el de crear una estructura supraestatal y supranacional. Y ya vemos las dificultades que atraviesa. En cuanto hay una crisis grave, como la de los refugiados de ahora, la gente vuelve a sus viejos nacionalismos. La fórmula de la Unión Europea está llena de elementos liberadores: no hay fronteras, hay una moneda común. Pero vivir en un espacio tan ajeno a los Estados nación puede tener problemas. Puede ser una estructura de los burócratas de Bruselas a la que no controlemos. La solución pasaría por reforzar el Parlamento Europeo, que sea de verdad la expresión de la soberanía europea.
¿Qué pasa con España?
Estamos en un momento muy complejo. El nacionalismo español tiene un pecado original que lo lastra: su conexión con el franquismo, que monopolizó todos sus símbolos. Mal asunto si eso no se revierte. Los otros nacionalismos les convienen mucho a las elites locales, especialmente a la catalana. El nacionalismo catalán es muy potente, más que el vasco, y está vinculado con una carga muy emotiva a la lengua. Pero ha hecho una apuesta demasiado potente y se la ha creído. Y no tiene futuro, Europa no va a permitir que se independice.
¿Y en el resto del mundo?
En la política democrática pueden ganar los demagogos. Y el mayor riesgo es que surjan otro tipo de populismos. Ahí está Trump en Estados Unidos. Eso no es fascismo ni es comunismo, pero en su discurso sigue siendo esencial la afirmación identitaria.

Al margen de los parentescos, la lengua y la religión

Junto a los excesos de uniformización que reclamó el Estado nación a lo largo del siglo XIX estuvieron los viejos imperios (como el austrohúngaro o el otomano) que consiguieron tolerar en su interior la pluralidad, ya fuera étnica, religiosa o cultural. “Ya no nos podemos agarrar a que formamos parte de una etnia”, comenta al respecto José Álvarez Junco y apunta: “No vivimos en una época en la que un croata no se puede casar con una serbia”. ¿Entonces? ¿Qué hacer ante el regreso de los discursos que reclaman un peso mayor de los elementos identitarios? “La única realidad hoy es que somos individuos”, explica. “Y tenemos que renunciar a las identidades intermedias, como las naciones. No sirve decir que ‘como mujer’ o ‘como homosexual’ o ‘como católico’ tengo estos y aquellos derechos. No; los tengo como ciudadano. Y por eso tenemos que partir de lo que se llama nacionalismo cívico o de lo que [Jürgen] Habermas llamó patriotismo constitucional”. ¿Y no surgirán nuevas distorsiones también en esta fórmula? “Quién sabe, pero lo importante es que se trata de una identidad a la que cualquiera se puede incorporar porque consiste tan solo en respetar las leyes: todos tenemos los mismos derechos y da igual tu lengua, tus parentescos, tu religión”.
Entrevista a Álvarez Junco, José Andrés Rojo [El País, 6 de abril de 2016]


Dioses útiles —que estudia los casos europeo y americano antes de adentrarse en el laberinto español— analiza el pasado para demostrar que “el futuro no está escrito” al tiempo que advierte de las consecuencias que pueden tener las actuales disputas identitarias.
Se remontó al origen latino de la palabra nación para recordar que empezó utilizándose para designar a los extranjeros. Moldeada por los siglos, llegó hasta el XIX, momento en que el Romanticismo decretó que los pueblos, no solo los individuos, tienen una voluntad, un alma.
[El Espíritu del pueblo (en alemán, Volksgeist) es un concepto propio del nacionalismo romántico, que consiste en atribuir a cada nación unos rasgos comunes e inmutables a lo largo de la historia.
Aunque algunos pensadores ilustrados compartían la idea de que distintas naciones tienen distintas personalidades, el origen del concepto de Volksgeist nace con el prerromanticismo alemán, en especial en las obras de Johann Gottlieb Fichte y sobre todo de Johann Gottfried Herder. Frente al cosmopolitismo ilustrado, Herder defiende la existencia de naciones independientes y diferenciadas, a cada una de las cuales les corresponden unos rasgos constitutivos inmutables (culturales, raciales, psicológicos...) que por lo tanto son ahistóricos, anteriores y superiores a las personas que forman la nación en un momento determinado. [Que se llevan en la masa de la sangre ;-))))]
La idea del Volksgeist de Herder fue posteriormente adoptada por el movimiento romántico, en especial por los hermanos Friedrich y Wilhelm von Schlegel, quienes adaptaron esta idea al estudio de las lenguas, la literatura y el arte. Como resultado, los hermanos Schlegel negaron la existencia de unas normas artísticas y literarias universales, como defendía el Neoclasicismo, y dieron importancia a aquellos géneros y elementos en los que, según su punto de vista, se observaba con mayor claridad el espíritu propio de cada nación. A ellos se debe, por ejemplo, la revalorización de la épica medieval, así como del teatro de Shakespeare o Calderón de la Barca, rechazados durante el siglo anterior por no atenerse a las normas aristotélicas.]

Cuanta más historia, menos mito patriótico

Como escribió Jon Juaristi en Auto de terminación, ya que los historiadores y los científicos sociales no tenemos fuerza suficiente como para desactivar el potencial destructivo del nacionalismo, nuestro deber es, al menos, desacralizar la nación, ‘obligándola a descender del cielo de los mitos’ y sumergiéndola en la temporalidad”. Esa es la intención de Dioses útiles según su propio autor, que dice tener “la firme creencia de no ser nacionalista” pero sabe que los españolistas desconfiarán de él porque nació en el Valle de Arán y los catalanistas porque vive en Madrid. “Pero, créanme”, afirma, “me gustaría imaginar un futuro posnacional”.
En su particular labor de arqueología política, el historiador explicó que durante mucho tiempo las naciones fueron consideradas realidades naturales. Por eso destacó el trabajo de Ernest Renan, que en 1882 descartó factores “objetivos” como la raza, la lengua o la religión comunes —que no siempre lo eran— para anclar la idea de nación en un elemento subjetivo, la “voluntad” de un grupo humano “de ser nación”. Álvarez Junco destacó también al politólogo norteamericano Carlton Hayes como uno de los primeros que defendió que las naciones eran un fenómeno reciente nacido de “la debilidad de las creencias religiosas en las sociedades modernas”. Los útiles dioses de la patria pasaron a garantizar la necesidad de trascendencia minada por el escepticismo contemporáneo.
Huyendo de la brocha gorda ideológica, el historiador advirtió: el hecho de que los nacionalismos sean “entes históricos” que “benefician” a una élite —como las religiones benefician al clero— no significa que sean producto de la conspiración de una minoría empeñada en seducir a los incautos. Como escribe en su libro, son “fenómenos complejos capaces de satisfacer necesidades de sus seguidores muy dignas de respeto”. No obstante, destacó, el hecho de reconocer que las naciones pertenecen a la cultura y no a la naturaleza tiene consecuencias inevitables para un historiador. “No somos meros testigos objetivos”, dijo, porque “la Historia nunca ha estado exenta de funciones políticas”. Por ejemplo, la función de controlar el pasado. De ahí una de sus propuestas: hacer un esfuerzo por “historizar” el trabajo del historiador, es decir, “por no proyectar hacia el pasado los sujetos políticos que hoy dominan la escena, como si fueran permanentes”. “Hoy el nacionalismo es el gran prisma deformador el pasado”, remachó. A la Historia no le queda otra, apuntó, que trabajar con los matices para plasmar la complejidad de su objeto de estudio: “No podemos decir que Viriato luchaba por la independencia de España porque no entendería términos como España o como independencia”, ironizó. Hablar, pues, de una España, una Cataluña o un Portugal “romanas” carece de sentido histórico. Le pese a quien le pese.
Álvarez Junco desmonta los mitos del nacionalismo, Rodríguez Marcos [El País, 29 de abril de 2016]


Los principales actores de los procesos de construcción nacional se hallan entre las élites políticas e intelectuales, no en las económicas, pues la burguesía, tan ponderada por el marxismo, aportó poco. […]
Pero en él se perfilan algunos factores fundamentales para el éxito nacionalista: antiguas monarquías y parlamentos corporativos, lenguas y tradiciones culturales, empresas imperiales y guerras, grandes ciudades e iniciativas nacionalizadoras claras. Asimismo, Álvarez Junco desmonta sin piedad los discursos míticos sobre la edad, las glorias y el espíritu de las patrias, leyendas que alimentan la incansable renovación identitaria.
La nación, artefacto moderno, Moreno Luzón [El País, 30 de abril de 2016]

A pesar de sus dos licenciaturas, fue en Inglaterra donde descubrió que en España había habido anarquistas gracias al libro El laberinto español, de Gerald Brenan. “Cuando regresé a España tenía claro que quería entender este movimiento y la Guerra Civil”.
En sus comienzos se interesó sobre todo por la clase obrera. “Queríamos hacer la contrahistoria. No hablar de los grandes líderes, pensábamos que el futuro era el socialismo y por eso intentamos en mi generación hacer historia de los movimientos sociales, cómo se movilizaban, sus líderes…”.
Lerroux: el emperador del paralelo, “el primer político español al que siguieron las masas, la gente quería ser enterrada con una foto de él. Llegó a ser presidente del Consejo de Ministros durante la Segunda República y me interesaba fundamentalmente saber cómo seducía su retórica”.
Haciendo gala de buen humor, Álvarez Junco habló de cómo al estudiar la figura de Lerroux tuvo que sumergirse en la prensa de la época. “Él llegó a ser director del entonces periódico El País porque era el que se batía en duelo, era un hombretón”. Junco recordó que “entonces, cuando los periódicos se insultaban, luego sus periodistas se batían en duelo y Lerroux ganó seis duelos y por eso ascendió hasta ser director de esa publicación”.
También hubo tiempo para el nacionalismo, que nació a raíz de la Guerra de Independencia contra Francia. “Antes, la identidad de España estaba ligada a la monarquía y al catolicismo. Pero eso no es nacionalismo. El nacionalismo defiende que el territorio es propiedad de sus habitantes. Eso llegó con la Constitución de Cádiz”, señaló el historiador.
Una conversación con Santos Juliá, Manuel Morales [El País, 7 de octubre de 2016]

Alejandro Lerroux.


El patriotismo constitucional es un concepto ideológico acuñado por el politólogo alemán Dolf Sternberger en 1979 y difundido con notable éxito por el filósofo Jürgen Habermas durante los años 1980. Inicialmente fue concebido como respuesta a la necesidad de dotar de un contenido democrático a la identidad alemana en su reconstrucción posterior a la Segunda Guerra Mundial, tras haber quedado "contaminada" por el nacionalismo totalitario y xenófobo del III Reich; pero su formulación carga de significado la construcción de modelos de sociedad civil post-nacionales una vez advertidas y reconocidas las deficiencias del concepto tradicional de nación.
La noción de patriotismo constitucional entronca directamente con la tradición política del republicanismo y, como este, requiere de una concepción participativa de la ciudadanía, volcada en la promoción del bien común. Por eso, la ciudadanía que hace suyo el patriotismo constitucional no se remite en primera instancia a una historia o a un origen étnico común, sino que se define por la adhesión a unos valores comunes de carácter democrático plasmado en la Constitución.
El patriotismo constitucional se apoya en una identificación de carácter reflexivo no con contenidos particulares de una tradición cultural determinada, sino con contenidos universales recogidos por el orden normativo sancionado por la constitución: los derechos humanos y los principios fundamentales del Estado democrático de derecho (cf. Habermas 1989, 94). El objeto de adhesión no sería entonces el país que a uno le ha tocado en suerte, sino aquel que reúne los requisitos de civilidad exigidos por el constitucionalismo democrático; sólo de este modo cabe sentirse legítimamente orgulloso de pertenecer a un país. Dado su destacado componente universalista, este tipo de patriotismo se contrapone al nacionalismo de base étnico-cultural.
Frente a esta forma de identidad, en el patriotismo se integran personalidad colectiva y soberanía popular y se reconcilian identidad cultural y ley democrática. Representa, en definitiva, una forma integradora y pluralista de identidad política, en la medida en que las identificaciones básicas que mantienen los sujetos con las formas de vida y las tradiciones culturales que les son propias no se reprimen, ni se anulan, sino que, por el contrario, "quedan recubiertas por un patriotismo que se ha vuelto más abstracto y que no se refiere ya al todo concreto de una nación, sino a procedimientos y a principios" formales (Habermas 1989, 101).
No obstante, los motivos que concitan el sentimiento patriótico no resultan etéreos ni, menos aún, inanes: "Para nosotros, ciudadanos de la República Federal, el patriotismo de la Constitución significa, entre otras cosas, el orgullo de haber logrado superar duraderamente el fascismo, establecer un Estado de derecho y anclar éste en una cultura política, que, pese a todo, es más o menos liberal" (Habermas 1991, 216). Se torna así evidente que, en cada situación histórica concreta, las motivaciones para adherirse al contenido universalista de dicho sentimiento patriótico pueden ser muy diversas, pero a la postre siempre tendrán que estar vinculadas de algún modo a las formas culturales de vida ya existentes y a las experiencias de cada sociedad (cf. Velasco 2002, 34-35).
En un texto acerca de los fundamentos prepolíticos del Estado democrático, Habermas insiste en el carácter históricamente situado de esta forma de identidad colectiva postnacional que representa el patriotismo constitucional: "que los ciudadanos hagan suyos los principios de la constitución no sólo en su contenido abstracto, sino de manera concreta en el contexto histórico de sus respectivas historias nacionales. Si el contenido moral de los derechos fundamentales debe convertirse en profundas convicciones, no basta con el mero proceso cognitivo. Posiciones morales y coincidencias a nivel mundial en la indignación ante violaciones masivas de derechos humanos sólo bastarían para fomentar una tenue integración de los ciudadanos de una sociedad mundial constituida políticamente (si es que algún día llegara a existir). Entre ciudadanos, sólo puede surgir una solidaridad, como siempre, abstracta y mediada jurídicamente, si los principios de justicia encuentran acomodo en el entramado, más denso, de orientaciones axiológicas de carácter cultural" (Habermas 2006, 112).




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