Las diversas religiones que existían en Roma eran todas consideradas por el pueblo como igualmente verdaderas, por el filósofo como igualmente falsas y por el político como igualmente útiles.Edward Gibbon, Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, I,II.
El historiador sabe muchas veces que “la tradición” es la historia falsificada y adulterada. Pero el político no solamente no lo sabe o no quiere saberlo, sino que se inventa una tradición y se queda tan ancho.Julio Caro Baroja, El laberinto vasco
Nacionalismo: España no es eterna, Álvarez Junco [El País, 30 de abril de 2016]
Entrevista a Álvarez Junco, José Andrés Rojo [El País, 6 de abril de 2016]
Álvarez Junco desmonta los mitos del nacionalismo, Rodríguez Marcos [El País, 29 de abril de 2016]
La nación, artefacto moderno, Moreno Luzón [El País, 30 de abril de 2016]
Una conversación con Santos Juliá, Manuel Morales [El País, 7 de octubre de 2016]
El patriotismo constitucional, Habermas 2006, 112
Durante
mucho tiempo, las
naciones fueron consideradas realidades naturales.
El ensayista británico Walter Bagehot escribió que eran “tan
viejas como el mundo” y algo así creían los
mejores pensadores del siglo XIX y primera mitad del XX, incluido
Marx,
que hizo de las clases los sujetos de la historia, pero nunca
cuestionó seriamente a las naciones. En plena era de las naciones,
sin embargo, Ernest Renan se planteó la dificultad de su definición
y, tras descartar
todos los factores “objetivos” —raza, lengua, religión,
historia—,
acabó anclándolas en un elemento subjetivo, misterioso, una
“voluntad
de ser nación”,
que se traducía en un “plebiscito cotidiano” a su favor.
La
fase nacional de la historia humana condujo a las dos guerras
mundiales y los fascismos. Y en 1945, al fin, tras descubrirse los
crímenes y las locuras nazis, la reflexión sobre estos problemas
inició un giro.
El
politólogo norteamericano Carlton
Hayes
fue quizás el primero que defendió que las
naciones eran un fenómeno moderno, debido a la secularización de
las sociedades.
Ante el descreimiento, la nación satisfacía la necesidad de
permanencia, de anclaje de las vidas individuales en entes que
trascendieran su finitud. Hayes estudió, a partir de ahí, los
altares de la patria, las
banderas y símbolos nacionales como objetos sagrados
y hasta esa moral que permite —exige— matar para defender los
intereses patrios, a diferencia de la moral individual, que veta
matar a tu prójimo.
Retomando
las reflexiones de Renan, el historiador y politólogo británico
Elie Kedourie explicó que lo
esencial en la nación era, sí, el plebiscito cotidiano, la adhesión
de sus miembros,
pero observó que los plebiscitos se convocan para ganarlos y que, no
pudiendo vivir en la incertidumbre de una votación diaria que
cuestione su existencia, los
Estados se aseguran de que los ciudadanos se sientan nacionales
educándolos
de mil maneras en esa dirección. Kedourie convertía así la
educación en el factor clave del nacionalismo y el Estado en el gran
muñidor del proceso.
Ernest
Gellner vinculó más tarde el surgimiento
de las naciones con la modernización socioeconómica, que
exige movilidad geográfica, división del trabajo y mercados
amplios. El Estado favorece la cultura común, base de todo ello,
alfabetizando a la población en la lengua oficial. El nacionalismo
no era, pues, sólo una invención moderna sino algo funcional.
Benedict
Anderson
añadió su definición de la
nación como una “comunidad política imaginada”.
Comunidad, al concebirse como compuesta de miembros que, pese a las
múltiples desigualdades sociales, son hijos de la misma madre y
están dispuestos a sacrificarse por el conjunto. Política,
porque es el nuevo sujeto de la soberanía y genera derechos
políticos para sus miembros.
E imaginada porque, a diferencia de la familia, la mayoría de sus
miembros no se conocen ni se conocerán nunca personalmente, pese a
lo cual comparten
un mundo mental de mitos y valores comunes (gracias a la literatura
“nacional”, que les ha hecho identificarse con los mismos héroes
y odiar a los mismos villanos).
Eric
Hobsbawm añadió a estas reflexiones una célebre obra, La
invención de la tradición,
y completó así un giro en nuestra comprensión de los fenómenos
nacionales que ha sido llamado modernista, historicista o
constructivista. Frente
a la anterior manera de entender el asunto —esencialista,
naturalista o perennialista—,
ahora se da por supuesto que las naciones no son realidades
naturales, estables y antiquísimas, como los ríos y las montañas,
sino creaciones
político-culturales, relativamente recientes, fruto de
acontecimientos contingentes,
que han surgido en algún momento del pasado (no fechable ni
repentino, sino incierto y lento), han tenido y tendrán vigencia a
lo largo de un cierto lapso de tiempo (durante el cual su significado
evoluciona) y acabarán por desaparecer algún día, pues nada,
y menos aún las identidades colectivas, es eterno en la historia.
De
esta manera, el
fenómeno nacional quedó relativizado.
Pertenecer a una nación dejó de ser un rasgo permanente y esencial
de la especie humana para localizarse en un cierto lugar y momento en
la historia: Europa,
a partir de las revoluciones liberales. Fue entonces, al derribar las
monarquías absolutas, cuando se hizo de la nación la colectividad
soberana, triunfó el principio de igualdad entre sus miembros, se
reescribieron las historias y se reformuló la cultura en torno al
sujeto nacional,
haciendo al fin de la lealtad a la patria el principio legal y el
anclaje ideológico supremo. La nación triunfó sobre cualquier otra
identidad colectiva, las sociedades se homogeneizaron y se eliminaron
o marginaron las culturas minoritarias. Fue un
cambio crucial de las identidades políticas que Europa exportó al
resto del mundo.
[Desde
el siglo X, los territorios alemanes formaron una parte central del
Sacro
Imperio Romano Germánico que duró hasta 1806.
Durante el siglo XVI, las regiones del norte del país se
convirtieron en el centro de la Reforma Protestante.
Como
un moderno estado-nación, el país fue unificado
en tiempos de la guerra franco-prusiana en 1871.
Hace 145 años. Goethe nació en 1749 y falleció en 1832 ]
Pero
en épocas anteriores, durante la inmensa mayoría del pasado humano
conocido, nuestros antecesores han vivido dentro de las más diversas
organizaciones políticas —unidades tribales, feudales,
ciudades-Estado, monarquías patrimoniales, imperios— cuyas
fronteras no coincidían con sociedades culturalmente homogéneas.
Como tampoco era única la identificación de los
súbditos, que se sentían miembros de comunidades mucho más
pequeñas que la nación
(parroquias, aldeas, comarcas, linajes, gremios, estamentos),
insertas
a su vez en mundos culturales mucho más grandes (cristiandad,
islam).
Al revés de lo que ocurriría en el mundo contemporáneo, no se
consideraba contrario al orden natural de las cosas que el monarca
que les regía fuera “extranjero”.
Las
naciones no sólo vieron reducido su espacio en la historia, sino
que, además, se comprendió que su construcción servía a ciertos
fines, que desempeñaba
funciones integradoras del cuerpo social y legitimadoras de la
autoridad política. Las naciones son sistemas de creencias y de
adhesión emocional que surten efectos políticos de los que se
benefician ciertas élites locales.
Y esas élites, bien busquen reforzar un Estado existente o construir
uno nuevo, fomentan los sentimientos nacionales. Lo cual no significa
que debamos caer en una visión instrumentalista y conspiratoria de
este tipo de fenómenos. Que las naciones beneficien a los
nacionalistas, como las religiones al clero, no quiere decir que
desde el principio una secta malévola haya planeado la seducción de
un público incauto. Religiones
y naciones son fenómenos mucho más complejos, surgidos
originariamente alrededor de profetas iluminados y generosos, capaces
de satisfacer necesidades
de sus seguidores muy dignas de respeto.
El
estudio de las identidades nacionales exige, por tanto, partir de la
premisa de que estamos tratando de entes construidos históricamente,
en constante cambio, perecederos y manipulables
al servicio de fines políticos.
Lo cual no hace del sujeto nacional una excepción en el mundo de las
identidades colectivas. Porque todas las
identidades,
incluyendo algunas tan arraigadas en datos fisiológicos como las de
género, tienen
mucho de cultural o construido. Harold Isaacs lo explicó bien en su
Ídolos
de la tribu.
La
nueva visión historicista o constructivista de las naciones tuvo un
enorme éxito y llegó un momento en que todo el mundo denunciaba
“invenciones” y disolvía la realidad social en “discursos”.
Excesos que han llevado a una reacción en los últimos años, con
críticas que en muchos casos merecen ser escuchadas aunque en otros
sean sospechosos retornos al esencialismo, aplaudidos por el
nacionalismo militante. Muchos historiadores han subrayado la
existencia
de identidades colectivas, que incluso eran llamadas “naciones”,
en épocas muy anteriores a la contemporánea. Pero la diferencia es
que no se les atribuía la soberanía sobre un territorio, que es lo
que define al nacionalismo moderno.
También se ha observado, con razón, que este
nacionalismo se alimenta siempre de tradiciones e identidades
culturales procedentes de épocas anteriores.
El hecho de que una identidad sea sobre todo cultural, y no natural,
no quiere decir que sea un “invento” arbitrario. En el terreno de
las naciones no se puede predicar el “todo vale”. Construir un
proyecto nacional que tenga posibilidades de éxito entre el público
requiere, como mínimo, hacerlo sobre rasgos culturales preexistentes
y creíbles.
Pero
ningún autor serio defiende hoy que la humanidad ha vivido dividida
en naciones de forma natural e inmemorial. La visión constructivista
del nacionalismo sigue vigente. Como otras identidades colectivas,
las naciones son creaciones culturales perecederas. Y son
especialmente absurdas las explicaciones de
los procesos históricos a partir de la existencia de mentalidades,
caracteres colectivos o “formas de ser” de los pueblos.
Por ejemplo, la existencia de repetidas guerras civiles en España
hasta 1939 se debería al violento “carácter español”, un
carácter sólo demostrado por las muchas guerras civiles vividas en
el país. Explicación circular e inútil. Cuando el general Franco
tuvo a bien morirse, además, no estalló ninguna guerra civil en
España, contra lo que auguraban los creyentes en estereotipos. No se
entiende cómo y por qué puede alterarse algo tan profundo como la
“manera de ser” de un pueblo.
Concluyamos,
pues. Lamento comunicar a los no expertos en estos temas —pues los
expertos lo saben de sobra— que, contra lo que nos enseñaban de
niños, España no es eterna. Espero que nadie necesite asistencia
psiquiátrica. Para calmar los ánimos, añadiré que los rivales y
competidores de España (Cataluña, Euskadi, Portugal, Francia,
Marruecos) también desaparecerán algún día. Aunque este, me temo,
es un magro consuelo para un creyente.
¿Por
qué ha titulado Dioses
útiles
un libro sobre naciones y nacionalismo? “Se explica en la cita que
abre el libro”, responde José Álvarez Junco. “Es de Edward
Gibbon
y dice que los
dioses en la antigua Roma eran verdaderos para la plebe, falsos para
el filósofo y útiles para el político. ¿Y
qué son las naciones sino dioses útiles? ¿Existe España? La Real
Academia de la Historia puede publicar El
ser de España,
pero ¿qué es eso? España es un invento, solo existe en la medida
en que nos la creamos. Igual que Cataluña”.
En
Dioses
útiles
Primero, reconstruye las visiones críticas que desde hace ya décadas
están minando la salud de hierro del nacionalismo. Luego hace
historia comparada: cómo fueron surgiendo las grandes naciones
europeas, qué pasó con España y qué sucedió con las otras
identidades en la península ibérica.
Junco
ya había abordado la idea de España en el siglo XIX en Mater
dolorosa
(2001) y el asunto de las identidades en Las
historias de España
(2013), que elaboró con Gregorio de la Fuente, Carolyn Boyd y Edward
Baker.
¿Por
qué relaciona la nación con la religión?
Porque
la
principal función de una religión es la identitaria, y por eso es
comparable con una nación.
Te da una identidad, te dice quién eres y te da autoestima.
Pero
existen también otras identidades colectivas. ¿Por qué tiene
tanta fuerza la nación?
Tiene,
a partir de las revoluciones democrático-liberales, una importante
peculiaridad y es que se convierte en el sujeto de la soberanía.
Cuando Luis XVI, muy asombrado por lo que le estaban haciendo sus
súbditos, pregunta “¿quién manda aquí? y afirma “yo soy el
soberano”, le contestan: “No, perdone, el soberano somos
nosotros: la nación”.
¿Cuál
es la diferencia frente a lo que había antes?
El
ser humano ha tenido gran afición
por matarse y lo hizo por las religiones
durante muchos años. Luego
se impuso la nación, que fue una especie de pensamiento único
durante el siglo XIX y la primera mitad del XX.
Nadie (ni Stuart Mill, ni Tocqueville, ni Marx), dejó de creer en
la nación. Y eso llevó a las barbaridades de las dos guerras
mundiales, de los fascismos. Es en 1945 cuando surge la reflexión y
la distancia: no está tan claro que las naciones existan. Es una
invención moderna.
¿Qué
diferencia hay entre Estado y nación?
El
Estado es una estructura político administrativa que controla un
territorio y a sus habitantes y que da unas normas de convivencia y
que tiene la capacidad coercitiva para hacerlas cumplir. La nación,
en cambio, es un sujeto etéreo que justifica la existencia del
Estado.
Es algo imaginario que está en nuestras mentes, al que se supone
que pertenecemos porque somos una comunidad cultural (compartimos
una lengua común o lo que sea) y el hecho de pertenecer a ese
sujeto imaginario permite que se legitime la existencia del Estado.
¿Se
podría hablar hoy del ocaso del Estado nación?
En
Europa estamos haciendo un experimento muy interesante, el de crear
una estructura supraestatal y supranacional.
Y ya vemos las dificultades que atraviesa. En cuanto hay una crisis
grave, como la de los refugiados de ahora, la gente vuelve a sus
viejos nacionalismos. La fórmula de la Unión Europea está llena
de elementos liberadores: no hay fronteras, hay una moneda común.
Pero vivir
en un espacio tan ajeno a los Estados nación puede tener problemas.
Puede ser una estructura de los burócratas de Bruselas a la que no
controlemos. La solución pasaría por reforzar el Parlamento
Europeo, que sea de verdad la expresión de la soberanía europea.
¿Qué
pasa con España?
Estamos
en un momento muy complejo. El
nacionalismo español tiene un pecado original que lo lastra: su
conexión con el franquismo, que monopolizó todos sus símbolos.
Mal asunto si eso no se revierte. Los otros nacionalismos les
convienen mucho a las elites locales, especialmente a la catalana.
El
nacionalismo catalán es muy potente, más que el vasco,
y está vinculado con una carga muy emotiva a la lengua. Pero ha
hecho una apuesta demasiado potente y se la ha creído. Y no tiene
futuro, Europa no va a permitir que se independice.
¿Y
en el resto del mundo?
En
la política democrática pueden ganar los demagogos. Y el mayor
riesgo es que surjan otro tipo de populismos.
Ahí está Trump en Estados Unidos. Eso no es fascismo ni es
comunismo, pero en su discurso sigue siendo esencial la afirmación
identitaria.
Al margen de los parentescos, la lengua y la religión
Junto
a los excesos de uniformización que reclamó el Estado nación a lo
largo del siglo XIX estuvieron los viejos
imperios (como el austrohúngaro o el otomano) que consiguieron
tolerar en su interior la pluralidad, ya fuera étnica, religiosa o
cultural. “Ya no nos podemos agarrar a que formamos
parte de una etnia”, comenta al respecto José Álvarez Junco y
apunta: “No vivimos en una época en la que un croata no se puede
casar con una serbia”. ¿Entonces? ¿Qué hacer ante el regreso de
los discursos que reclaman un peso mayor de los elementos
identitarios? “La única realidad hoy es que somos individuos”,
explica. “Y tenemos
que renunciar a las identidades intermedias, como las naciones. No
sirve decir que ‘como mujer’ o ‘como homosexual’ o ‘como
católico’ tengo estos y aquellos derechos. No; los tengo como
ciudadano. Y por eso tenemos que partir de lo que se
llama nacionalismo cívico o de lo que
[Jürgen] Habermas llamó patriotismo constitucional”.
¿Y no surgirán nuevas distorsiones también en esta fórmula?
“Quién sabe, pero lo importante es que se trata de una identidad
a la que cualquiera se puede incorporar porque consiste
tan solo en respetar las leyes: todos tenemos los mismos derechos
y da igual tu lengua, tus parentescos, tu religión”.
Entrevista
a Álvarez Junco, José Andrés Rojo [El País, 6 de abril de 2016]
Dioses
útiles —que estudia los casos
europeo y americano antes de adentrarse en el laberinto
español— analiza el pasado para demostrar que “el futuro no
está escrito” al tiempo que advierte de las consecuencias que
pueden tener las actuales disputas identitarias.
Se
remontó al origen latino de la palabra nación
para
recordar que empezó
utilizándose para designar a los extranjeros.
Moldeada por los siglos, llegó hasta el XIX, momento en que el
Romanticismo decretó que los pueblos, no solo los individuos,
tienen una voluntad, un alma.
[El
Espíritu
del pueblo
(en alemán, Volksgeist)
es un concepto propio del nacionalismo romántico, que consiste en
atribuir a cada nación unos rasgos comunes e inmutables a lo largo
de la historia.
Aunque
algunos pensadores ilustrados compartían la idea de que distintas
naciones tienen distintas personalidades, el origen del concepto de
Volksgeist
nace con el prerromanticismo
alemán,
en especial en las obras de Johann Gottlieb Fichte y sobre todo de
Johann Gottfried Herder. Frente
al cosmopolitismo ilustrado,
Herder defiende la existencia de naciones independientes y
diferenciadas, a cada una de las cuales les corresponden unos
rasgos constitutivos inmutables
(culturales, raciales, psicológicos...) que por lo tanto son
ahistóricos, anteriores y superiores a las personas que forman la
nación en un momento determinado. [Que se llevan en la masa de la
sangre ;-))))]
La
idea del Volksgeist
de Herder fue posteriormente adoptada por el movimiento romántico,
en especial por los hermanos Friedrich y Wilhelm von
Schlegel,
quienes adaptaron esta idea al estudio de las lenguas, la literatura
y el arte. Como resultado, los hermanos Schlegel negaron
la existencia de unas normas artísticas y literarias universales,
como defendía el Neoclasicismo,
y dieron importancia a aquellos géneros y elementos en los que,
según su punto de vista, se observaba con mayor claridad el
espíritu propio de cada nación. A ellos se debe, por ejemplo, la
revalorización
de la épica medieval, así como del teatro de Shakespeare o
Calderón de la Barca,
rechazados durante el siglo anterior por no atenerse a las normas
aristotélicas.]
Cuanta más historia, menos mito patriótico
“Como
escribió Jon Juaristi en Auto
de terminación,
ya que los historiadores y los científicos sociales no tenemos
fuerza suficiente como para desactivar el potencial destructivo del
nacionalismo, nuestro
deber es, al menos, desacralizar la nación, ‘obligándola a
descender del cielo de los mitos’
y sumergiéndola en la temporalidad”. Esa es la intención de
Dioses
útiles
según su propio autor, que dice tener “la firme creencia de no
ser nacionalista” pero sabe que los españolistas desconfiarán de
él porque nació en el Valle de Arán y los catalanistas porque
vive en Madrid. “Pero, créanme”, afirma, “me gustaría
imaginar un futuro posnacional”.
En
su particular labor de arqueología política, el historiador
explicó que durante mucho tiempo las naciones fueron consideradas
realidades naturales. Por eso destacó el trabajo de Ernest Renan,
que en 1882 descartó factores “objetivos” como la raza, la
lengua o la religión comunes —que no siempre lo eran— para
anclar la idea de nación en un elemento
subjetivo, la “voluntad” de un grupo humano “de ser nación”.
Álvarez Junco destacó también al politólogo norteamericano
Carlton Hayes como uno de los primeros que defendió que las
naciones eran un fenómeno reciente nacido de “la debilidad de las
creencias religiosas en las sociedades modernas”. Los útiles
dioses de la patria pasaron a garantizar la necesidad de
trascendencia minada por el escepticismo contemporáneo.
Huyendo
de la brocha gorda ideológica, el historiador advirtió: el hecho
de que los nacionalismos sean “entes históricos” que
“benefician” a una élite —como las religiones benefician al
clero— no significa que sean producto de la conspiración de una
minoría empeñada en seducir a los incautos. Como escribe en su
libro, son “fenómenos complejos capaces de satisfacer necesidades
de sus seguidores muy dignas de respeto”. No obstante, destacó,
el hecho de reconocer que las naciones
pertenecen a la cultura y no a la naturaleza tiene
consecuencias inevitables para un historiador. “No somos meros
testigos objetivos”, dijo, porque “la Historia nunca ha estado
exenta de funciones políticas”. Por ejemplo, la
función de controlar el pasado. De ahí una de sus
propuestas: hacer un esfuerzo por “historizar” el trabajo del
historiador, es decir, “por no proyectar
hacia el pasado los sujetos políticos que hoy dominan la escena,
como si fueran permanentes”. “Hoy el nacionalismo es el gran
prisma deformador el pasado”, remachó. A la Historia
no le queda otra, apuntó, que trabajar con los matices para plasmar
la complejidad de su objeto de estudio: “No podemos decir que
Viriato luchaba por la independencia de España porque no entendería
términos como España o como independencia”, ironizó. Hablar,
pues, de una España, una Cataluña o un Portugal “romanas”
carece de sentido histórico. Le pese a quien le pese.
Álvarez
Junco desmonta los mitos del nacionalismo, Rodríguez Marcos [El
País, 29 de abril de 2016]
Los
principales actores de los procesos de
construcción nacional se hallan entre las élites políticas e
intelectuales, no en las económicas, pues la burguesía,
tan ponderada por el marxismo, aportó poco. […]
Pero
en él se perfilan algunos factores
fundamentales para el éxito nacionalista:
antiguas monarquías y parlamentos corporativos, lenguas y
tradiciones culturales, empresas imperiales y guerras, grandes
ciudades e iniciativas nacionalizadoras claras. Asimismo, Álvarez
Junco desmonta sin piedad los
discursos míticos sobre la edad, las glorias y el espíritu de las
patrias, leyendas que alimentan la incansable renovación
identitaria.
La
nación, artefacto moderno, Moreno Luzón [El País, 30 de abril de
2016]
A
pesar de sus dos licenciaturas, fue en Inglaterra donde descubrió
que en España había habido anarquistas gracias al libro El
laberinto español,
de Gerald Brenan. “Cuando regresé a España tenía claro que
quería entender este movimiento y la Guerra Civil”.
En
sus comienzos se interesó sobre todo por la clase obrera.
“Queríamos
hacer la contrahistoria. No hablar de los grandes líderes,
pensábamos que el futuro era el socialismo y por eso intentamos en
mi generación hacer historia de los movimientos sociales,
cómo se movilizaban, sus líderes…”.
Lerroux:
el emperador del paralelo,
“el primer político español al que siguieron las masas, la gente
quería ser enterrada con una foto de él. Llegó a ser presidente
del Consejo de Ministros durante la Segunda República y me
interesaba fundamentalmente saber cómo
seducía su retórica”.
Haciendo
gala de buen humor, Álvarez Junco habló de cómo al estudiar la
figura de Lerroux tuvo que sumergirse en la prensa de la época. “Él
llegó a ser director del entonces periódico El
País
porque era el que se batía en duelo, era un hombretón”. Junco
recordó que “entonces, cuando
los periódicos se insultaban, luego sus periodistas se batían en
duelo y
Lerroux ganó seis duelos y por eso ascendió hasta ser director de
esa publicación”.
También
hubo tiempo para el nacionalismo, que nació a
raíz de la Guerra de Independencia contra Francia. “Antes, la
identidad de España estaba ligada a la monarquía y al catolicismo.
Pero eso no es nacionalismo. El
nacionalismo defiende que el territorio es propiedad de sus
habitantes. Eso llegó con la Constitución de Cádiz”,
señaló el historiador.
Una
conversación con Santos Juliá, Manuel Morales [El País, 7 de
octubre de 2016]

El
patriotismo
constitucional
es un concepto ideológico acuñado por el politólogo alemán Dolf
Sternberger en 1979 y difundido con notable éxito por el filósofo
Jürgen Habermas durante los años 1980. Inicialmente fue concebido
como respuesta a la necesidad
de dotar de un contenido democrático a la identidad alemana en su
reconstrucción posterior a la Segunda Guerra Mundial,
tras haber quedado "contaminada" por el nacionalismo
totalitario y xenófobo del III Reich; pero su formulación carga de
significado la construcción
de modelos de sociedad civil post-nacionales
una vez advertidas y reconocidas las deficiencias del concepto
tradicional de nación.
La
noción de patriotismo constitucional entronca
directamente con la tradición política del republicanismo y, como
este, requiere de una concepción participativa de la ciudadanía,
volcada en la promoción del bien común.
Por eso, la ciudadanía que hace suyo el patriotismo constitucional
no se remite en primera instancia a una historia o a un origen étnico
común, sino que se
define por la adhesión a unos valores comunes de carácter
democrático plasmado en la Constitución.
El
patriotismo constitucional se apoya en una identificación de
carácter reflexivo no con contenidos particulares de una tradición
cultural determinada, sino con contenidos universales recogidos por
el orden normativo sancionado por la constitución: los
derechos humanos y los principios fundamentales del Estado
democrático de derecho
(cf. Habermas 1989, 94). El objeto de adhesión no sería entonces el
país que a uno le ha tocado en suerte, sino aquel
que reúne los requisitos de civilidad exigidos por el
constitucionalismo democrático;
sólo de este modo cabe sentirse legítimamente orgulloso de
pertenecer a un país. Dado su destacado componente universalista,
este tipo de patriotismo se contrapone al nacionalismo de base
étnico-cultural.
Frente
a esta forma de identidad, en el patriotismo se
integran personalidad colectiva y soberanía popular y se reconcilian
identidad cultural y ley democrática.
Representa, en definitiva, una forma integradora y pluralista de
identidad política, en la medida en que las identificaciones básicas
que mantienen los sujetos con las formas de vida y las
tradiciones culturales que les son propias no se reprimen, ni se
anulan, sino que, por el contrario, "quedan recubiertas por un
patriotismo que se ha vuelto más abstracto
y que no se refiere ya al todo concreto de una nación, sino a
procedimientos y a principios" formales (Habermas 1989, 101).
No
obstante, los motivos que concitan el sentimiento patriótico no
resultan etéreos ni, menos aún, inanes: "Para nosotros,
ciudadanos de la República Federal, el patriotismo de la
Constitución significa, entre otras cosas, el orgullo de haber
logrado superar duraderamente el fascismo, establecer un Estado de
derecho y anclar éste en una cultura política, que, pese a todo, es
más o menos liberal" (Habermas 1991, 216). Se torna así
evidente que, en cada situación histórica concreta, las
motivaciones para adherirse al contenido universalista de dicho
sentimiento patriótico pueden ser muy diversas, pero a la postre
siempre tendrán que estar vinculadas de algún modo a las formas
culturales de vida ya existentes y a las experiencias de cada
sociedad (cf. Velasco 2002, 34-35).
En
un texto acerca de los fundamentos
prepolíticos del Estado democrático,
Habermas insiste en el carácter históricamente situado de esta
forma de identidad colectiva postnacional que representa el
patriotismo constitucional: "que los ciudadanos hagan suyos los
principios de la constitución no sólo en su contenido abstracto,
sino de manera concreta en el contexto histórico de sus respectivas
historias nacionales. Si el contenido moral de los derechos
fundamentales debe convertirse en profundas convicciones, no basta
con el mero proceso cognitivo. Posiciones morales y coincidencias a
nivel mundial en la indignación ante violaciones masivas de derechos
humanos sólo bastarían para fomentar una tenue integración de los
ciudadanos de una sociedad mundial constituida políticamente (si es
que algún día llegara a existir). Entre ciudadanos, sólo puede
surgir una solidaridad, como siempre, abstracta y mediada
jurídicamente, si los principios de justicia encuentran acomodo en
el entramado, más denso, de orientaciones axiológicas de carácter
cultural" (Habermas 2006, 112).
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