Algunas divagaciones sobre el oficio de la novela, Antonio Muñoz Molina
La santa de la espada, Antonio Muñoz Molina [El País, 21 de diciembre de 2018]
Contemplación de las imágenes, Antonio Muñoz Molina [El País, 13 de mayo de 2016]
Un viaje a Caravaggio, Antonio Muñoz Molina [El País, 1 de junio de 2013]
I
Dice
Philip Roth: «Cada vez que empiezo una novela me veo confrontado con
el aprendiz dentro de mí». La novela es un
extraño oficio en el que la maestría, si llega, tiene mucho de
hallazgo y de azar, y en el que, en cualquier caso, la experiencia de
un libro no se transfiere más allá de él. Aprendes,
con suerte, a escribir la novela que tienes entre manos mientras
estás escribiéndola, y cuando la terminas lo aprendido
se esfuma, y con el alivio del final se deshace también cualquier
rastro de destreza. Si hay otra novela, vendrá al precio de un nuevo
aprendizaje. Y si lo aprendido a lo largo de la que se terminó con
tanto esfuerzo se intenta aplicar en la próxima, el resultado será
una falsificación. Bien es verdad que no hay a veces falsificador
más experto que el autor de la obra original, cuyos
vicios expresivos, si hay suerte, se considerarán rasgos de estilo,
y sus rutinas y mañas inventivas recibirán el título de nobleza de
obsesiones. De modo que casi tanto esfuerzo
como a aprender hay que dedicarlo a desaprender: o a
lograr que la acumulación de la experiencia no se convierta en
seguridad y arrogancia; algo parecido a lo que en la práctica zen se
llama espíritu de principiante: un saber
que solo es beneficioso en la medida en que es olvidado.
II
Hay
temas que están volviendo siempre;
hay tonos que no se borran porque forman parte del metal de la voz.
Yo tengo la sensación casi física de haber escapado cuando termino
un libro y de haberlo escrito para corregir
o incluso desmentir el anterior. Pero al final, según
acaba de apuntar mi querido Ángel Loureiro, parece que las
semejanzas acaban siendo mucho más persistentes que las novedades,
y que la morada en la que uno busca refugio es una repetición de
aquella de la que se había escapado. El problema es saber dónde se
encuentra el punto de equilibrio, el camino intermedio entre esa
mezcla de fatalidad y elección con la que se inventa el mundo propio
de cada uno y la monotonía consentida por la
autoindulgencia. Es una cuestión engañosa porque muchas veces una
poética del laconismo puede admitir sin fatiga una casi infinidad de
variaciones sutiles. Pienso en Chéjov, en Emily Dickinson. Un rumor
monótono de reconocimiento nos acoje desde la primera línea. En
media página cabría la lista de los recursos usados. Y,
sin embargo, las variaciones no se agotan. Pienso en las novelas
de George Simenon, no solo las del comisario Maigret. El tono,
la extensión, el estilo, apenas varían entre unas y otras, a lo
largo de muchos años. Simenon tiene dentro un reloj infalible que
determina la duración máxima de cada historia, un principio
riguroso de economía que rige el número de los personajes y el de
las pasiones que sienten. Pero esa semejanza es compatible con una
extraordinaria diversidad de escenarios, que además en ningun caso
son neutrales, porque en Simenon siempre es muy poderosa la sugestión
del lugar, la percepción del espacio. Una calle de Nueva York o una
plantación en Tahití o una casa de vecinos en una ciudad portuaria
y petrolífera del mar Negro o un paisaje provincial de Holanda o de
Francia. El tema ronda siempre los mecanismos del deseo, el
trastorno, la soledad y la desgracia. De un modo u otro los
personajes de Simenon siempre están perdidos. Y, sin embargo, esa
reiteración de lo que es casi lo mismo nunca cansa. Las pequeñas
variaciones son tan significativas porque las percibimos en el
interior del patrón general, como en una pieza de música que
siempre es la misma y siempre cambia en cada interpretación. Los
que tendemos a la invención expansiva admiramos a los maestros de la
concisión: a Paul Klee, a Dickinson, a Thelonious Monk, a
William Carlos Williams, Alice Munro. Si, como decía Cyril Connolly,
dentro de un hombre gordo hay un hombre muy delgado que grita
pidiendo ayuda, dentro de las novelas muy largas quizás haya una
novela corta o un cuento comprimido en un grado de síntesis cercano
al del haiku, al de la greguería. Pero algo pasó que provocó una
explosión, una reacción en cadena. Volveré sobre ella un poco más
tarde.
III
Pero
Simenon es un caso especial. Algunos no consideran que pertenezca a
la gran literatura. Busco sus novelas en una librería de París y ha
desaparecido del orden alfabético: De Semprún, Jorge, se pasa a
Simon, Claude. En las librerías americanas tampoco suele encontrarse
a Raymond Chandler o a Patricia Highsmith en los estantes llamados de
Fiction and Literature. Están en Crime. En
España, como apenas hemos tenido tradiciones, tampoco hemos tenido
clasificaciones demasiado severas, menos aún en los años
en los que mi generación de lectores y de novelistas estaba
formándose, allá por la mitad de los años setenta. Borges era un
modelo poderoso. Borges y Bioy habían fundado en Buenos Aires la
colección policial del Séptimo Círculo, poniendo en práctica una
premisa estética que el propio Borges había esbozado en su prólogo
a la primera novela sólida de Bioy, «La invención de Morel». Las
formas breves, el cuento fantástico, el enigma policial eran
antídotos contra la proliferación indisciplinada de la novela
realista o las efusiones verbales de la novela experimental.
A algunos de nosotros esa llamada al orden nos resultó muy
atractiva, y creo que también muy beneficiosa durante un cierto
tiempo. Nos permitió leer sin prejuicios,
saltándonos las divisiones estrictas entre lo que era gran
literatura y lo que no lo era, y también forzándonos a
valorar por encima de todo no los contenidos y los
mensajes tan abrumadores en una época de
gran intoxicación ideológica, sino el puro acto de contar.
Tardíamente, al abrirnos a los géneros de la literatura popular,
con su parte de construcción artificiosa y de descaro sentimental,
podíamos acercarnos al arte narrativo con la benéfica desenvoltura
con que la explosión visual del pop libró a la pintura americana de
los rigores del expresionismo abstracto. Después del
experimentalismo inflexible, de la pesadumbre de lo social y de lo
vernáculo, la afición a los géneros nos incitaba a una necesaria
ligereza. Ligereza, se ha dicho, no es lo contrario de seriedad, sino
de pesadez. La novela realista,
decía Borges, se permite indulgencias y descuidos de organización
que serían inaceptables en el cuento
policial o fantástico. Algunos imaginábamos la
posibilidad de reunir lo mejor de los dos mundos. Yo me preguntaba
cómo habría sido el Viaje al centro de la Tierra si en vez del
tosco Julio Verne lo hubieran escrito Rimbaud o Baudelaire. Soñaba
una novela policial perfecta en la que cupiera al mismo tiempo la
densidad de las vidas reales y el flujo de los hechos históricos.
Hubiera querido escribir en el mismo libro La educación sentimental
y El Fantasma de la Ópera, El Gran Gatsby y Cosecha roja, El sueño
de los héroes y la historia de secreto e infamia de Ramón Mercader.
Hubiera deseado que en el salón de la duquesa de Guermantes se
cometiera un crimen y que el narrador indolente de Proust consagrara
toda su inteligencia y su capacidad de observación a resolverlo.
IV
Era
útil esa fascinación con los géneros para inventar novelas, igual
que imagino que es útil la disciplina de la métrica y de la rima
para domar las efusiones emocionales y verbales de los aprendices de
poetas. No hay arte en el que no sea
imprescindible la interiorización de una forma. Lo cual
me recuerda ese aforismo de Juan Ramón Jiménez según el cual en
poesía la forma va por dentro. A diferencia
de lo que ocurre en las novelas, en la vida real no hay
principios claros ni finales rotundos, no hay simetría, no hay
selección ni organización de los materiales, no
hay una lógica interior.
El
tale of sound and fury told by an idiot signifying nothing de
Shakespeare es bastante literal, con solo que ampliemos un poco el
catálogo de las cosas de las que trata el cuento, aparte de sonido y
de furia. Uno creía tener una buena
historia, pero se exasperaba al descubrir que ese
conocimiento no le servía de nada. Entre la historia imaginada y el
papel, en aquellos tiempos anteriores a las pantallas de cristal
líquido, había un espacio en blanco, un cortocircuito, una
imposibilidad del mismo orden de la que nos impide hablar a voluntad
en los sueños o encontrar de pronto una palabra o una frase trivial
en un idioma extranjero. Uno tenía ráfagas de historias, docenas de
ellas, relatos escuchados a los mayores y situaciones inventadas a
partir de la propia vida, uno tenía libros que le daban el impulso
urgente de escribir pero que solo servían para anularlo con el
resplandor de su ejemplo. Se escribían unas páginas como en un
vendaval de inspiración y al día siguiente se comprobaba que no
valían nada o quizás que conducían a un callejón sin salida o a
una espesura en la que no había el menor indicio de orientación.
Queriendo haber avanzado se encontraba uno de vuelta en el principio.
Pero el problema era que no se tenía una
sensación indudable de eso, de un principio. Qué envidia
de tantas primeras frases, casuales en apariencia, como surgidas sin
esfuerzo, imponiéndose sin dificultad, a veces con una promesa
inmediata, otras con un aire de irrelevancia, casi de vulgaridad.
«Mucho
tiempo he estado acostándome temprano.»
«Pues
sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de
Tormes.»
«La
candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió...»
«A
lo largo de tres días y de tres noches del carnaval de 1927 la vida
de Emilio Gauna logró su primera y misteriosa culminación.»
«Quisiera
no haber visto del hombre (...) nada más que las manos.»
«La
primera vez que puse la mirada en Terry Lennox...»
«Lolita,
luz de mi vida, fuego de mis entrañas...»
Había
que tener un principio, el cabo de un hilo. ¿Y cómo se podría
llegar a él, tirar y sentir que resistía, que procuraba
un impulso desde el cual se hiciera más seguro el avance?
Pero
además había que sujetar todos los
materiales de orígenes tan diversos a una forma que permitiera
gobernarlos, que les diera una cierta unidad. La novela de
aventuras y la novela de misterio ofrecían un
esquema sólido, que en el fondo era el de las narraciones
más primitivas: el héroe que abandona su lugar de origen para salir
en busca de algo o de alguien, del vellocino de oro o del padre
perdido o del cofre del tesoro; el que para lograr lo que busca ha de
resolver una serie de enigmas, de todos los
cuales el más radical es el de la muerte. La primera vez
que yo me puse a escribir una novela anduve perdiéndome durante
meses y años en un bosque de historias y poco a poco comprendí que
la única manera que tenía de organizarlas era sometiéndolas a un
esquema de investigación más o menos policial, aunque también de
viaje de búsqueda. Me ayudaron Ross McDonald y Henry James,
escritores de dos mundos en apariencia incompatibles. En algún
momento de su carrera Ross McDonald dio con un argumento tan
admirable que ya nunca dejó de repetirlo, novela tras novela, y que
venía en parte de Conan Doyle. Alguien se pone a investigar un
crimen recién cometido y descubre otro que ha permanecido oculto
durante veinte o treinta años; alguien que parecía llevar muerto
mucho tiempo resulta que estaba vivo y había cambiado de identidad:
durante veinte o treinta años un cadáver tuvo un nombre que no le
pertenecía porque quien se creyó que llevaba todo ese tiempo en la
tumba siguió vivo, escondiéndose. El muerto que vuelve es Laura en
la película de Otto Preminger y Sherlock Holmes en El Misterio de la
casa cerrada, de Conan Doyle. En realidad, se trata de una
versión secular de un cuento mucho más antiguo, el de la aparición
de Cristo ante los discípulos después de su muerte y su entierro,
ese caminante que revela su identidad durante la cena en Emaús.

Lucas 24:13-35 Reina-Valera 1960 (RVR1960)
En el camino a Emaús
(Mr. 16.12-13)
Y he aquí, dos de ellos iban el mismo día a una aldea llamada Emaús, que estaba a sesenta estadios de Jerusalén.
Y les dijo: ¿Qué pláticas son estas que tenéis entre vosotros mientras camináis, y por qué estáis tristes?
Respondiendo uno de ellos, que se llamaba Cleofas, le dijo: ¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no has sabido las cosas que en ella han acontecido en estos días?
Entonces él les dijo: ¿Qué cosas? Y ellos le dijeron: De Jesús nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo;
y cómo le entregaron los principales sacerdotes y nuestros gobernantes a sentencia de muerte, y le crucificaron.
Pero nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel; y ahora, además de todo esto, hoy es ya el tercer día que esto ha acontecido.
Aunque también nos han asombrado unas mujeres de entre nosotros, las que antes del día fueron al sepulcro;
y como no hallaron su cuerpo, vinieron diciendo que también habían visto visión de ángeles, quienes dijeron que él vive.
Y fueron algunos de los nuestros al sepulcro, y hallaron así como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron.
Entonces él les dijo: !!Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho!
Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían.
Mas ellos le obligaron a quedarse, diciendo: Quédate con nosotros, porque se hace tarde, y el día ya ha declinado. Entró, pues, a quedarse con ellos.
Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió, y les dio.
Y se decían el uno al otro: ¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?
Y he aquí, dos de ellos iban el mismo día a una aldea llamada Emaús, que estaba a sesenta estadios de Jerusalén.
Y les dijo: ¿Qué pláticas son estas que tenéis entre vosotros mientras camináis, y por qué estáis tristes?
Respondiendo uno de ellos, que se llamaba Cleofas, le dijo: ¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no has sabido las cosas que en ella han acontecido en estos días?
Entonces él les dijo: ¿Qué cosas? Y ellos le dijeron: De Jesús nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo;
y cómo le entregaron los principales sacerdotes y nuestros gobernantes a sentencia de muerte, y le crucificaron.
Pero nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel; y ahora, además de todo esto, hoy es ya el tercer día que esto ha acontecido.
Aunque también nos han asombrado unas mujeres de entre nosotros, las que antes del día fueron al sepulcro;
y como no hallaron su cuerpo, vinieron diciendo que también habían visto visión de ángeles, quienes dijeron que él vive.
Y fueron algunos de los nuestros al sepulcro, y hallaron así como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron.
Entonces él les dijo: !!Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho!
Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían.
Mas ellos le obligaron a quedarse, diciendo: Quédate con nosotros, porque se hace tarde, y el día ya ha declinado. Entró, pues, a quedarse con ellos.
Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió, y les dio.
Y se decían el uno al otro: ¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?
A
Henry James aún lo copié con más descaro, incluso con
remordimiento. O lo copié de una manera parcialmente involuntaria,
porque tuve una hermosa historia delante de mí y cuando ya estaba
enamorado de ella caí en la cuenta de que
era la de Los papeles de Aspern y no supe renunciar a escribirla.
Una historia de búsqueda del tesoro: el erudito que viaja a Venecia,
a un palacio lúgubre en el que habitan dos señoras ancianas como
espectros buscando los manuscritos inéditos de un poeta que se
parecía a Lord Byron o a Keats y que murió hace mucho tiempo,
dejando tras de sí una leyenda más duradera que su obra, Geoffrey
Aspern. Ahora me doy cuenta de que la
elección de modelos no era del todo arbitraria, aunque esas
decisiones raramente se hacen visibles a la conciencia en el momento
en el que las estamos tomando: en lo que yo quería contar
estaba la tentativa de reconstruir las
conexiones entre el presente y el pasado después de una
época de oscuridad y de silencio obligatorio. Perteneciendo a una
generación que no podía ni quería encontrar a sus maestros
–literarios, intelectuales, o políticos– en la esterilidad y la
degradación del pasado inmediato de la dictadura, yo tenía que
saltar en el tiempo hacia mucho más atrás, hacia
la última generación española que había respirado en libertad:
los tesoros que buscaba habían sido escondidos en lugares
inaccesibles hacía muchos años; los
muertos venerables, dotados menos de vidas reales que de mitologías,
llevaban enterrados muchísimos años, a veces en tumbas sin nombre.
E incluso algunos de los que se dieron por muertos resultaron estar
vivos de diversas maneras, a veces en la integridad de una obra que
había resistido la prohibición y el desconocimiento, a veces vivos
de verdad, respirando, testigos lúcidos
de lo que para nosotros era el drama novelesco del desgarro civil.
V
Nada
de esto lo pensaba yo entonces, desde luego. Bastante tenía con
intentar darle forma a una novela. Pensaba, para darme ánimos,
cuando me vencía la dificultad: «Esto me
pasa porque tengo al mismo tiempo que escribir una novela y que
aprender cómo se escribe». Era más inocente, o más
optimista. Un novelista de verdad no podía avanzar así, dando
tumbos, encontrando cosas con las que no sabía qué hacer, juntando
fragmentos de aquí y de allá, como un aprendiz de inventor absurdo
que tiene el sótano lleno de tuercas, de ruedas de bicicleta, de
motores viejos, de varillas de paraguas. Me ponía a escribir
creyendo que tenía claro lo que iba a contar y a las pocas líneas
ya estaba yéndome en otra dirección, y continuaba unas veces
resignadamente y otras con un brío del todo inesperado, y lo que
había encontrado no cuadraba en ninguna parte. No era posible que se
escribieran así las novelas. En las novelas había un principio de
organización inflexible, una disciplina como la que según Mario
Vargas Llosa había practicado Flaubert para escribir Madame Bovary.
Qué libro, La orgía perpetua. Unas veces te reforzaba la vocación
de escritor y otras te amargaba la vida. ¿Harían falta al menos
cinco años de ascetismo, misantropía y sufrimiento, para lograr una
novela? Aún me acuerdo de una frase que citaba Vargas Llosa: «Amo
la literatura como ama el ermitaño el cilicio que le daba placer».
En el fondo de mi corazón yo tenía serias dudas de que mi amor por
la literatura llegara tan lejos.
VI
Y
además había una parte rara del oficio de la que ni Vargas Llosa ni
Flaubert decían nada, creo, y que yo empezaba a intuir. Que trabajar
y trabajar día tras día es necesario, pero que a veces
el empeño en el trabajo no lleva a ninguna parte, y, sin embargo,
aparece algo venido de no sabe uno dónde que tiene todos los
síntomas de una iluminación, casual y gratuita. En mi caso, el
hallazgo súbito de conexiones orgánicas que vinculan materiales,
pormenores e hilos narrativos muy distantes entre sí. Con la primera
claridad del amanecer una mujer en camisón se asoma a una ventana.
Un hombre al que conocían mis abuelos y mis padres huyó por los
tejados de los milicianos anarquistas que habían ido a buscarlo. Al
padre de mi protagonista lo habían fusilado sin que se supiera el
motivo al final de la guerra. Como un latigazo eléctrico que une las
sinapsis de tres neuronas hasta ese momento separadas entre sí, los
tres elementos narrativos que no habían tenido nada que ver en su
origen se ordenaron en una sola peripecia. El manillar de
una bicicleta y el sillín de otra se juntan un día y sin que salte
un chispazo se han convertido en la cabeza de un toro.
Si
la disciplina importa tanto, ¿por qué algunas
de las mejores ocurrencias vienen de improviso, y no cuando estamos
amarrados al escritorio, sino en un momento de abandono en
el que nos hemos apartado de él, en el que estábamos pensando en
otra cosa, o hablando con alguien, o enterándonos por casualidad de
un chisme que al cabo de los años va a fructificar convirtiéndose
en una parte fundamental de una historia? Durante un verano yo
escribía con desesperación esta novela de
los manuscritos perdidos, el crimen antiguo y el muerto que no lo era
y que regresa. Tenía medido el tiempo por una razón
puramente exterior: si no terminaba la novela antes de octubre no era
improbable que ya no la terminara nunca, porque en octubre tenía que
irme al servicio militar.
Porque la novela se escribe con el material de la vida y mientras escribimos no estamos viviendo propiamente sino dentro de la novela. La novela no se puede alimentar de sí misma, de la pura imaginación. Es necesario tomar distancia, darle un respiro, guardar un tiempo de silencio, mezclar lo que se escribe con lo que nos está pasando. Por eso no valen los encierros. Hay que hacer compatible la vida con el trabajo. Si nos centramos exclusivamente en el trabajo y lo tomamos como un sacrificio, a la novela le faltará algo. ¿Cómo va a deleitar un libro que en sí no se ha producido con gozo? Seguramente resultará un material pesado.
Al mismo tiempo, sin disciplina, sin esa parte de esfuerzo y labor artesanal, sin ese apartamiento del ruido en esas horas de estar pegado a la silla, la novela tampoco saldrá.
Porque por muy buenas historias que uno tenga que contar, es necesario hallar la manera, quizá la única manera que esa historia está pidiendo para ser contada.
Eso es lo que interpreto de este texto.
Y
así fue. No la terminé. No porque me hubiera reclamado el ejército,
sino por una causa más profunda, en la que el ejército actuó como
agente exterior. No la terminé porque no podía terminarla, o
porque, si la hubiera terminado, esa novela, aunque hubiera tenido el
mismo argumento, no se habría parecido demasiado a la que años más
tarde sí pude escribir. En el abandono es
posible que el libro mantenga intacta su capacidad de germinación:
que sea mejor el retraso para que cuando la semilla se abra encuentre
una tierra y un clima más propicios. En
algún momento la mejor manera de escribir un libro es dejarlo
interrumpido. Personas ansiosas, nos cuesta creer que a
veces el mejor curso de acción es no hacer nada. Nos hace falta que
una circunstancia exterior suplante nuestras decisiones ineptas,
nuestra urgencia, nuestro miedo al vacío. La
distancia necesaria hacia lo que no estamos en condiciones de
terminar nos la impone el azar. En el laboratorio del
doctor Fleming, el experimento que daría lugar al hallazgo de la
penicilina continuó haciéndose por sí solo durante unas
vacaciones.
La necesaria paciencia. Ciertamente algunas veces, en el cuidado de las plantas, lo mejor es la no intervención. Me acuerdo con cierta tristeza de las buganvillas de mi patio, que están ahora mucho más florecientes y alegres que cuando las regaba.
Hay momentos en los que, si uno no está preparado y seguro, es mejor que no tome una decisión. Porque las posibilidades de error son demasiado altas y no vale la pena arriesgarse. Es como tomar una decisión relevante mientras se atraviesa una depresión.
VII
A
un libro concluido y publicado se le atribuye una inevitabilidad
ilusoria, parecida a la que tiende a verse en los hechos
históricos. Porque algo ha sucedido, imaginamos absurdamente que era
imposible que no sucediera. Pero si miramos el proceso de invención
y escritura de nuestros libros nos pasa
igual que si examinamos los hechos cruciales de nuestra vida
o si leemos con algo de atención y sin mixtificaciones ideológicas
los hechos de la Historia. A mí ese pensamiento me hace sentir por
una parte gratitud, y por otra pavor. Agradezco
las casualidades y las ocurrencias que me llevaron a
encontrar los materiales de cada novela que he escrito; y me
da un cierto pavor pensar que, con pequeñas variaciones
circunstanciales, esos libros podían no haber existido o
haber sido de otra manera o haber sido mucho
mejores. En 1982 me echaron de la oficina en la que
trabajaba y, como tenía mucho tiempo libre, volví sobre la carpeta
de hojas manuscritas y mecanografiadas que no había vuelto a abrir
desde antes de irme al ejército. El material me pareció sumergido
en una confusión desoladora: sin
orden ni concierto, sin principio ni fin. Como la vida misma. En el
reverso de un póster dibujé un esquema aproximado con anotaciones
de episodios, fechas, nombres,
líneas de puntos que iban de un sitio a otro. Volvieron a
contratarme en la oficina y la novela quedó olvidada aunque no
llegué a desclavar de la pared el póster invertido, con sus fechas
y sus listas de cosas, con su tentativa en suspenso de encontrar
una forma.
Me pareció que Beatus Ille estaba llena de fechas muy precisas y pensé que, detrás de esas fechas, habría un significado. Fechas como símbolo de algo y no elegidas al azar.
Un
año después, creo que en la terraza del hotel Palace de Granada, le
conté a una amiga el argumento de la historia. Las historias de las
que uno no está muy seguro a veces es bueno contárselas a alguien
que preste atención y sea receptivo, porque cuando las contamos, de
manera inconsciente, les ponemos un orden, y porque las preguntas y
las incertidumbres del interlocutor pueden llevarnos a improvisar
soluciones. Al fin y al cabo, en el origen del oficio está la
tentativa de despertar y sostener la atención de alguien durante el
tiempo de un relato, observando sus reacciones, utilizando
la entonación de la voz como parte del hechizo, según sabe
cualquiera que haya contado cuentos a sus hijos.
Mi
amiga escuchó la historia y pareció que la daba por supuesta; si yo
se la había contado con tanto detalle –alguno improvisado sobre la
marcha–, era porque de algún modo ya existía. Lo único que
faltaba era escribirla, esta vez de principio a fin, y quizás ahora
con la ayuda de experiencias de las que yo
carecía cuatro años atrás: entre ellas, el
hábito cultivado desde hacía un año de escribir artículos
en un periódico local, es decir, de ejercitarme en una variedad de
la literatura sujeta a una disciplina inflexible: un cierto número
de líneas, un día y una hora de entrega, sin margen para las
vaguedades y los caprichos de la inspiración; y también el hecho de
ver que lo que yo escribía cobraba una existencia objetiva, ajena a
mí, al aire viciado de la intimidad del escritor que no publica.
VIII
Y,
sin embargo, todavía no hice nada de inmediato. Solo había avanzado
en la cálida seguridad de que al menos había alguien fuera de mí
para quien mi novela ya casi existía.
Pero
seguía faltándome algo: un punto de vista
y una voz, un vértice seguro sobre el que pudiera girar
el caleidoscopio desordenado de tantas escenas, lugares y personajes:
como el punto de fuga que unifica con tan artificiosa eficacia todas
las líneas y los planos de profundidad en una pintura o en un
bajorrelieve del Quattrocento. No había ejemplos de lecturas que me
sirvieran de nada. Tampoco un proceso de resolución de problemas de
orden técnico como el que lleva a cabo un artesano. Abrí los ojos
una mañana y antes de despertarme del todo vi
en la imaginación la clave que estaba buscando, el punto de vista y
el punto de partida, la primera línea de la que habrían
de ir desprendiéndose todas, con un impulso a la vez cauteloso y
seguro –es muy fácil que el hilo se rompa– que iría
estableciendo el orden en el que cada uno de los elementos dispares
iba a encontrar el lugar exacto que le correspondía. Desde
la primera línea el lector escucharía una voz que hablaba en
primera persona, pero a la que no se identificaba; que parecía
desaparecer de vez en cuando, convertida en tercera persona del
singular, como un narrador neutro y situado fuera de los hechos que
cuenta; que regresaba al final para revelar el rostro de quien había
estado hablando a lo largo de todo el relato, el personaje a la vez
central e invisible, el muerto que vuelve, el falso cadáver de las
novelas de Ross McDonald, el falsificador de los
manuscritos que él mismo habría podido escribir y que utiliza como
cebo. Pero ya se me olvidaba otro modelo fundamental, otra presencia
invisible cuya aparición inesperada me había hechizado de niño
leyendo mis dos novelas favoritas de entonces, Veinte mil leguas de
viaje submarino y La isla misteriosa. La primera línea decisiva
surge sin esfuerzo y de manera imprevista y como venida de ninguna
parte, pero ha requerido toda la experiencia
de la vida, todo lo que se recuerda y todo lo olvidado, todos los
libros que se han leído y todos los esfuerzos en apariencia
estériles por escribir. El castillo parecía inaccesible
y cerrado a cal y canto y, sin embargo, al cabo de muchas vueltas
resulta que había una puertecilla de entrada que ni siquiera había
que derribar o que abrir, porque estaba entornada y bastaba
empujarla. Pero esa puertecilla también podía perfectamente no
haberse encontrado.
Proust. En busca del tiempo perdido. ;-))) La latencia de lo que se está buscando y permanece en suspenso. Lo que no se sabe que se sabe o recuerda porque aún no lo hemos traído a la consciencia o porque aún no nos lo hemos apropiado, no hemos sabido interpretarlo, las intuiciones
X
Leí
por última vez esa novela cuando tuve que corregir las pruebas para
su publicación, hacia finales de 1985. Y no volví a mirarla hasta
hace ahora unos dos años, no por gusto, sino porque tenía que
revisar su traducción al inglés. Volvía en otro idioma a una
novela que era indudablemente mía y cuyos detalles habían
permanecido frescos en mi memoria a pesar del tiempo, y el hecho de
leerla en inglés en una hermosa traducción de Edith Grossman
acentuaba la sensación de que la había escrito otro. No solo el
otro que yo fui cuando tenía veintitantos años; alguien todavía
más ajeno o más desconocido para mí, porque quien yo era
entonces
podía contar con los dedos de una mano las cosas memorables que le
habían pasado en la vida, tan escasas que de ningún modo podían
haber alimentado el caudal denso de
experiencia que parecía desbordar la novela: demasiado
denso, en realidad, tal vez con un exceso de dramatismo que
denunciaba su origen abrumadoramente
literario, con una vehemencia que no era tanto la de la
pasión como la de ese vibrato de los pianistas de escuela romántica
que abusan del pedal.
Fue
un tiempo curioso el de esa relectura. Coincidió, por esos azares
del oficio, con las primeras tentativas de otra novela en la que me
encontraba, como de costumbre, completamente a ciegas, desalentado,
perdido, con raptos de ilusión y largos trechos de abatimiento, con
un escepticismo sombrío acerca de mis propias capacidades:
literalmente, del valor de mi trabajo. Estaba en Nueva York y no en
Úbeda ni en Granada, había publicado
muchos libros, probablemente demasiados, no tenía ninguna
incertidumbre acerca del porvenir editorial de mi novela si llegaba a
escribirse. Y, sin embargo, la confusión era la misma, la
sensación de no tener un solo indicio al que agarrarme, la intuición
de una historia que unas veces me parecía que ya estaba
completa en alguna parte aunque yo no supiera casi nada de ella y
otras veces hasta me repelía por su dificultad.
El
aprendiz era el mismo, aunque estuviera sentado frente a la pantalla
de un Macintosh portátil. Bien es verdad que el cuarto de trabajo
también se parecía mucho, la morada idéntica al final de tantos
viajes. Una mesa contra la pared, un espacio desnudo. Una vez, a
principios de los años noventa, un amigo fue a casa a visitarme y me
dijo: «Siempre estás mudándote y siempre
estás viviendo en la misma habitación». Viajo en taxi
por autopistas desoladas, atravieso controles de seguridad y
vestíbulos de aeropuertos, vuelo ocho o nueve horas en una u otra
dirección a través del Atlántico y el resultado es que me
encuentro en un cuarto de trabajo muy parecido al que dejé.
A Manuscript of Ashes, Hardcover – August 4, 2008. Creo que estaba escribiendo entonces La noche de los tiempos, publicada en 2010
X
Volver
a aquella otra morada, la primera novela, o más bien encontrármela
de manera imprevista, me tocó de una manera singular. Me intrigaba
no solo el origen de todo aquel desbordamiento tan
apasionado y construido sobre bases vitales tan débiles,
sino también, casi más aún, el de la energía que me había
sostenido durante los años de la escritura. Porque esas páginas
eran solo el resultado final de muchas otras de borradores y
fracasos, y porque el impulso que me llevaba a seguir empeñándome
en ellas no procedía de ningún aliento ni compromiso exterior.
Ningún editor estaba esperando esa novela. Yo no conocía a nadie
relacionado con los libros fuera de Granada. Crecía y yo me dejaba
llevar por ella y de vez en cuando me preguntaba vagamente qué haría
cuando la tuviera terminada. Pero el sueño de terminarla alguna vez
era en sí mismo demasiado irreal para dejar sitio a otras
expectativas. La novela, simplemente, tenía
que escribirse. La ambición de inventar una maqueta de un
fragmento del mundo, un edificio de palabras y tiempo, era
inapelable. La posibilidad del fracaso o de
la irrelevancia no amortiguaba la certeza gradual de que las cosas
iban cobrando una forma necesaria. Esa forma que va por
dentro, según Juan Ramón. Había que escribir dejándose llevar por
un cierto grado de sonambulismo. Es a la hora de corregir cuando los
ojos han de estar muy abiertos, cuando no bastan los propios ojos
para encontrar debilidades, repeticiones, errores, malezas
arrastradas por el poderío mismo de la primera inspiración.
Puede que con bases vitales débiles (¿qué experiencia vital se tiene con veintipocos años?) pero con una formación muy sólida. Unos más que otros se apropian de aquello que leen y esa experiencia no vital también les enriquece.
XI
He
dicho inspiración. Lo siento pero no encuentro una palabra más
adecuada, y no tengo ganas de buscar eufemismos más honorables.
Puede que haya técnicas narrativas independientes y anteriores al
acto de ponerse a escribir, pero yo no conozco ninguna, aparte de la
paciencia, o de una cierta disciplina que solo acaba
imponiéndose cuando el libro ya va cobrando forma y exige su tiempo,
sus horarios, su rutina. Pero a veces, cuando no sale nada, más que
quedarse atornillado a la silla conviene irse a dar un paseo o a
tomar el fresco o a preparar la cena. A Max Planck la idea de la
mecánica cuántica le sobrevino como una inspiración poética
mientras se daba un paseo por el bosque. No
tanto buscar como esperar. La única técnica que conozco
es la que le ayuda a uno a reconocer el desaliento sin dejarse
derribar por él, diciéndose que al final acabará surgiendo algo, y
que si no surge tal vez es que uno estaba equivocado, o perdido, o
empeñándose en escribir un libro que en realidad no era suyo.
Siempre me llama la atención la cantidad de
novelas magistrales que no son el resultado de un plan,
sino de un cambio de rumbo accidental e
inesperado, de esa implosión repentina de la que hablaba al
principio. Cervantes estaba escribiendo una novelita
satírica y de golpe sucedió algo con lo que no contaba y se
encontró atrapado en la invención gozosa de una novela que crecía
sin límites. Después de años peleando con un material mil veces
manipulado y ya intratable, Proust encontró el hilo de À la
recherche du temps perdu mientras escribía un ensayo sobre
Sainte-Beuve. Onetti contaba que un día, en el pasillo de su
apartamento de Buenos Aires, en 1948, le vino de golpe La vida breve,
y se puso, dice, desesperadamente a escribirla. En un momento abismal
de aislamiento y fracaso literario y de ruina económica William
Faulkner recibió como una visión la imagen de la niña que se sube
por una rama para asomarse a una habitación en la que muere alguien
y la voz silenciosa del personaje más desvalido y más tierno y
trágico entre todos los suyos, Benjy, el idiota de The Sound and The
Fury.
La vida inesperada. La novela inesperada que se nos impone.
Ahora sé que seré un principiante por muchas novelas más que escriba, y que si tengo alguna seguridad demasiado sólida será porque me estoy equivocando. Algo muy poderoso debe de haber en las novelas para que a pesar de todo uno siga queriendo aprender a escribirlas y haya un cierto número de personas aficionadas a leerlas, dispuestas a encontrar en ellas un viaje y una morada para la que tal vez no hay sustitutos. Frente a las especulaciones y las incertidumbres provocadas en estos tiempos por el porvenir del libro en la edad de Internet y de las nuevas tecnologías de la comunicación, tenemos una certeza irrefutable: no hay cultura humana del pasado o del presente en la que no ocupen un lugar relevante las historias de ficción, igual que no hay ninguna en la que no existan la música o las representaciones visuales. Antes de la novela fue la épica, y antes todavía los cuentos orales y los mitos en los que se vienen repitiendo desde hace milenios unos pocos argumentos en los que muy probablemente está cifrado un conocimiento muy profundo de la naturaleza humana.
Y
como todo en la ficción es en gran medida fruto del azar, también
ha de ser así en estas divagaciones sobre la novela.
Permítanme
que las termine traduciendo una cita de Joseph
Conrad que encontré por casualidad en el viaje en tren
hacia Santillana, el domingo pasado. Conrad habla
del artista en general, pero yo creo que está hablando sobre todo de
quien se dedica al oficio en el que él sí que mereció,
sin exageración ni halago, ser llamado maestro:
«Convoca
nuestras capacidades menos obvias: esa parte de nuestra
naturaleza que, por culpa de las condiciones belicosas de la
existencia, es necesario mantener apartada
de la vista en el interior de nuestras cualidades más
duras y resistentes –como el cuerpo vulnerable dentro de una
armadura de acero. El artista apela a esa
parte de nosotros que es regalo y no adquisición– y que por lo
tanto dura con mayor permanencia. Le
habla a nuestra capacidad de delicia y de asombro, al sentido de
misterio que rodea nuestras vidas; a nuestro sentido de la
piedad y de la belleza y del dolor; a la sensación latente de
hermandad con toda la creación –a la sutil pero invencible
convicción de solidaridad que
teje juntas las soledades de innumerables corazones: la solidaridad
que mantiene unida a toda la especie humana,
a los muertos con los vivos y a los vivos con los aún no
nacidos».
Algunas
divagaciones sobre el oficio de la novela, Antonio Muñoz Molina
El artista apela a aquello que nos conmueve (deleita) y nos despierta curiosidad (enseña). Es un camino de conocimiento (también de autoconocimiento) que despierta nuestras emociones (básicas): ira, alegría, tristeza, miedo, sorpresa, culpa, amor y aversión. Las emociones no se aprenden, son innatas. Podemos aprender a identificarlas y controlarlas, pero no podemos suprimirlas porque dependen de nuestro sistema nervioso autónomo. Quizá la emoción tenga que ver con esa parte de nosotros incontaminada, el niño que todos llevamos dentro, insobornable, que no puede dejar de sentir agrado o desagrado ante determinadas cosas. Aquello que nos une con otras especies (capacidad de sentir placer o dolor), aquello que es específico del ser humano pero que no nos distingue a unos de otros.
Noche
Sin
descanso la noche
Avanza y se difunde
Sobre el mundo que duerme,
Mientras un aviador asciende entre las nubes;
Se adentra en el oleaje
Fluctuante de la niebla,
Se vuelve una inicial sobre una sábana,
Una pequeña cruz bordada en tela.
Allá abajo los bares
Nocturnos, los cuarteles,
Ciudades extranjeras y estaciones,
Maquinistas y trenes.
Una sombra de ala se recorta
En toda su extensión contra una nube.
Los astros por lo negro, silenciosos,
Vagan en muchedumbre.
Y quién sabe hacia cuáles
Desconocidos universos,
Con terrible, terrible inclinación,
La Vía Láctea extiende su sendero.
En espacios sin fin los continentes
Incesantes llamean.
En las calderas, en los sótanos,
Los fogoneros velan.
En París, bajo el filo de los techos
Venus o Marte
Se asoman para ver qué nueva farsa
Proclama el manifiesto.
Y allá, en un resplandor de lejanías,
Hay quien no puede conciliar el sueño
En la antigua buhardilla
Recubierta de tejas.
Él contempla el planeta
Como si el firmamento
Fuese el único objeto
Del afán de sus noches.
No te adormezcas, no duermas, trabaja,
No hagas un alto en tu tarea,
No duermas, lucha contra el sueño,
Lo mismo que el piloto, o que la estrella.
No duermas, artista, no duermas,
No te entregues al sueño.
Que de lo eterno tú eres el rehén
En la prisión del tiempo.
Avanza y se difunde
Sobre el mundo que duerme,
Mientras un aviador asciende entre las nubes;
Se adentra en el oleaje
Fluctuante de la niebla,
Se vuelve una inicial sobre una sábana,
Una pequeña cruz bordada en tela.
Allá abajo los bares
Nocturnos, los cuarteles,
Ciudades extranjeras y estaciones,
Maquinistas y trenes.
Una sombra de ala se recorta
En toda su extensión contra una nube.
Los astros por lo negro, silenciosos,
Vagan en muchedumbre.
Y quién sabe hacia cuáles
Desconocidos universos,
Con terrible, terrible inclinación,
La Vía Láctea extiende su sendero.
En espacios sin fin los continentes
Incesantes llamean.
En las calderas, en los sótanos,
Los fogoneros velan.
En París, bajo el filo de los techos
Venus o Marte
Se asoman para ver qué nueva farsa
Proclama el manifiesto.
Y allá, en un resplandor de lejanías,
Hay quien no puede conciliar el sueño
En la antigua buhardilla
Recubierta de tejas.
Él contempla el planeta
Como si el firmamento
Fuese el único objeto
Del afán de sus noches.
No te adormezcas, no duermas, trabaja,
No hagas un alto en tu tarea,
No duermas, lucha contra el sueño,
Lo mismo que el piloto, o que la estrella.
No duermas, artista, no duermas,
No te entregues al sueño.
Que de lo eterno tú eres el rehén
En la prisión del tiempo.
Boris
Pasternak
Traducción
de Pablo Anadón
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“Probablemente de forma inconsciente, estaba pintando la soledad de una gran ciudad” |
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