A mí lo que me hace falta es que tú estés bien. O medio bien. O no tan mal.
«Tú
serás quien eres. Y lo mismo seré yo», le escribía Heinrich
Blücher a Hannah Arendt poco antes de casarse con ella, para decirle
que su vida en común no sería nunca un
obstáculo para la libre maduración de su persona.
Valiente luchador en las filas espartaquistas y hombre de gran
generosidad, Blücher, segundo marido de Hannah Arendt, fue para ella
un compañero leal, pero no fue esta relación mantenida bajo el
signo del respeto y la paridad personales la que determinó la vida
de Hannah, quizás porque, como escribe Dostoievski,
para nosotros cuentan sólo las personas que amamos, mientras que las
que nos aman es como si no existieran.
Blücher
la amaba, pero ella tenía la desgracia de amar a Heidegger y
probablemente no fue el genuino y libre amor que demostraba esa carta
de Blücher de septiembre de 1936 lo que le conmovió, sino la
primera carta que le escribió Heidegger el 10 de febrero de 1925
—una carta untuosa y falsamente profunda en la que el gran profesor
de la Universidad de Friburgo, uno de los maestros de la filosofía
del siglo, empezaba a seducir a la alumna de diecinueve años
elogiando su inteligencia y su alma, ofreciéndose como un guía
paterno para ayudarla a permanecer fiel a sí misma, asegurando
comprender las inefables inquietudes de su juventud y pidiéndole que
comprendiera la tremenda soledad de su vida ascéticamente
sacrificada al estudio y a la conciencia.
Con
esa carta —que es un modelo de cómo se
pueden simular incluso con uno mismo sentimientos aparentemente
atormentados y utilísimos para tiranizar a los demás,
poniéndolos al servicio de la pretendida hipersensibilidad de uno—
da comienzo una penosa historia de amor, que ha sido rigurosamente
reconstruida por Elzbieta Ettinger. Tras una primera fase pasional,
después transformada en una tierna amistad, la historia se prolongó
a lo largo de toda la vida de ambos, con grandes vacíos e
interrupciones ligadas a trágicos acontecimientos históricos como
la llegada del nazismo, el exilio de la judía Hannah, la Segunda
Guerra Mundial, la Alemania dividida y abochornada obligada a ajustar
cuentas con su pasado y con los horrores del exterminio.
Martin
Heidegger y Hannah Arendt fueron y continúan siendo dos
protagonistas del «terrible siglo Veinte», dos personalidades cuya
grandeza y cuyo significado no pueden ser menoscabados por una
relación sentimental en la que la única
grandeza fue la valentía de Hannah Arendt y sobre todo la fidelidad
de su afecto, que no logró borrar ni el tiempo ni los
espantosos lutos y delitos acaecidos en ese tiempo. Es sobre
Heidegger —por supuesto el más
grande de los dos, una figura central en la
historia de la civilización— sobre quien este avatar
arroja una luz ora torva ora mezquina, entrelazándose a su
compromiso con el nazismo.
Fue
Heidegger quien transformó esta relación en un episodio que va más
allá de la esfera afectiva privada y afecta a su
objetiva responsabilidad política y moral —y de la cultura que
representa— puesto que él mismo mezcló el nivel personal con el
público, instrumentalizando cínicamente, muchos años después, su
historia de amor con Hannah para
ocultar las huellas más sórdidas de su pasado nazi y promover su
rehabilitación o incluso su ensalzamiento como víctima más que
cómplice del Tercer Reich. La historia de la genial judía
alemana que se enamora del genial profesor y obtuso antisemita alemán
es, entre otras cosas, un símbolo incluso demasiado socorrido del
trágico encuentro de la cultura alemana con
la judeoalemana, que fue el alma de Alemania, antes de ser
asesinada.
El
comienzo del asunto no es demasiado original. Hannah se siente
fascinada por el filósofo y por la extraordinaria filosofía alemana
que éste encarna y que ha profundizado y vivido tal vez como ninguna
otra el giro epocal de la historia
contemporánea, la radical transformación del mundo, el exilio y la
búsqueda de la verdadera vida, de la autenticidad existencial.
Sin esta filosofía, lo mismo que sin la cultura judía y su
tragedia, no habrían nacido más tarde los grandes libros de Hannah
Arendt, desde el que versa sobre el totalitarismo al que trata la
banalidad del mal.
La
estudiante se enamora, con arrebato y plena disponibilidad, del
profesor, al cual le agrada pero no se enamora, ni siquiera cuando
vive una experiencia erótica que hace que se le tambaleen sus
metódicas costumbres —que él por lo demás protege
escrupulosamente, fijando la hora y el minuto de las citas y
prohibiéndole a la muchacha que le escriba. Ella
acepta todas las reglas y cautelas impuestas por el maestro, pero no
es una frágil Margarita seducida por Fausto, sino una persona libre
y decidida, que sabe lo que quiere.
Amar
significa amar al otro, respetarlo, querer su bien y querer, aun
cuando ello pueda ser doloroso, que sea él mismo. Hannah Arendt sabe
amar, no pretende nunca manipular a Heidegger e intenta
no darse cuenta de que él la manipula. Heidegger,
encantado de que lo gobierne férreamente Elfride, la inflexible y
eficiente mujer teutónica y nazi, conoce
solamente el amor a sí mismo; necesita ser el ídolo de
la joven y necesita de ella como de un «estimulante» —por citar
sus palabras— que le haga sentir la intensidad de la vida. Alterna
con ella ternuras, órdenes, melancolías, halagos, tomas de
distancia, sentimentalismo, algún que otro poemita
kitsch como sólo la cultura alemana, en sus peores
aspectos, que constituyen una involuntaria autoparodia, es capaz de
generar.
Esa
cultura es grande por su horizonte filosófico-poético-religioso,
que le permite descender al fondo de la vida y la historia, abrirse a
ese sentido de lo divino y del absoluto del que nace una
excelsa poesía, por ejemplo la ardiente lírica de Hölderlin.
Pero basta salirse un poco de ese absoluto, aunque sólo sea en una
cuestión de matiz, para caer en un pathos redundante y chabacano, en
el mal gusto del énfasis y de la unción pseudorreligiosa, que es a
la religión como lo falso a la verdad. De
esa cultura alemana ha nacido no sólo una extraordinaria
espiritualidad, sino también su caricatura, la pretensión
de una asiduidad con lo divino tan regular como la de quien toma
todos los días el té en su compañía, y la
pretensión también del monopolio de lo sagrado,
degradándolo al nivel de la pacotilla —incluso el pastor del Ser,
al que Heidegger aspiraba, puede descender a la categoría de su
administrador delegado, de la misma forma que la absorta interioridad
que resuena en los Lieder acaba
distorsionada en una retórica pseudolírica.
Kitch y pasión. Hannah Arendt y Martín Heidegger, por Claudio Magris, 28 de julio de 2015
HANNAH ARENDT: HEIDEGGER EL ZORRO (1953). ARENDT: ENSAYOS DE COMPRENSIÓN, Madrid: Caparrós Editores, 2005; pp. 435-436. Trad. Agustín Serrano de Haro. El texto hace referencia a un cuento de Kafka que según parece era del agrado de Heidegger.
Interpretación del relato por Maite Larrauri
Las voces de Hannah Arendt, Antonio Muñoz Molina [El País, 29 de abril de 2016]
Hannah Arendt y la búsqueda del arraigo, José Antonio Marina [ El Cultural, 12 de octubre de 2006]
Sobre la historia de amor entre Hannah Arendt y Heidegger pesa, por causa de éste, ese sensiblero infinito al por mayor que parece sublime y que sirve —como habría dicho Broch, a quien también amó Hannah Arendt más tarde— para falsificar la realidad y el auténtico sentido del infinito. Al leer esta historia de amor tan —demasiado— alemana, se advierte la falta de esa sobria laicidad que requiere el verdadero sentimiento, capaz de mirar cara a cara a la vida en su maraña de seducción y fealdad, de verdad y engaño.
Se
siente la falta de esa vehemente y desencantada lucidez
con la que los grandes escritores franceses —de Madame
Lafayette a Laclos y de Flaubert a Proust— escrutaron los infiernos
de la pasión, el enredo de perdición
amorosa y rapaz crueldad, sin dorar la píldora y sin fingir una
imposible inocencia del corazón.
Como
recuerda Ernestina Pellegrini en su estupendo libro sobre la
representación de la muerte en la literatura del siglo XIX,
Necropoli immaginarie [Necrópolis imaginarias], Flaubert salda sus
cuentas con las que él mismo denomina «las letrinas del corazón»
y es justamente esta capacidad de
enfrentarse también con la miseria de Eros lo que le
permite captar sin retórica todo su encanto, el abandono y el
temblor.
La
relación sentimental, interrumpida por
voluntad de Heidegger en 1928, se recorta sobre el fondo
de la Alemania de aquellos años, con su prodigioso florecimiento
intelectual y su creciente crisis política. La vida de los dos
amantes se entrelaza a la de figuras como Husserl o Jaspers, que
también se sintió fascinado por Heidegger
a pesar de los agravios sufridos.
He
llegado a conocer, decenios más tarde, ese extraordinario ambiente
académico de Friburgo, en el que todavía se podía ver a alguno de
esos grandes personajes, y a conocer personalmente a algunos de los
que aparecen en las páginas del libro de Ettinger: Hans Jonas, el
joven estudiante que le facilita a Heidegger la dirección de Hannah
y al que conocí ya cuando era un maestro venerable; Benno von Wiese,
ligue juvenil de Hannah (que le dio a
Heidegger, cuando lo supo, el alivio típico del egoísmo masculino
en tales circunstancias) convertido más tarde en un papa
del germanismo. Lo recuerdo en Turín, gordo y presumido, durante una
conferencia a la que tuvimos que llevar también a nuestros
familiares que no entendían una palabra de alemán para que no se
indignara por la escasa asistencia de público. Aquel
universo cultural era grande pero endogámico y, como todas las
endogamias —sectas religiosas, clanes artísticos, grupos
políticos, salones literarios, clubs exclusivos o camarillas
académicas— era posesivo y paralizante para quien
formaba parte de él, inducía a sus componentes a estar esclavizados
por sus jerarquías y a adorar como ídolos a sus autoridades. Para
ser libres, para no dejarse seducir por los maestros deseosos de
someter almas a su poder y troquelar seguidores, es
necesario ser intelectualmente polígamos y politeístas; si Hannah
hubiese cultivado otros intereses y frecuentado otros mundos
y otras amistades, habría sido más libre y más feliz.
La
relación entre ambos se vuelve endiablada muchos años más tarde,
cuando reanudan sus relaciones tras la guerra, el exilio, Auschwitz.
Hannah vive en los Estados Unidos, se ha convertido en una gran
ensayista, testigo e intérprete de los infiernos del siglo.
Heidegger ha sido apartado de la enseñanza
—a la que luego será reintegrado gracias también a ella— por su
compromiso con el nazismo. No ha cometido ningún delito, pero sí
numerosas pequeñas y vergonzosas infamias respecto a maestros (como
Husserl), colegas y estudiantes judíos e incluso católicos.
Otros grandes del siglo comprometidos con el nazismo, como Céline y
Hamsun, asumieron comportamientos mucho más graves —y menos
cautos— pero pecharon con sus responsabilidades, mientras que
Heidegger quiso hacerse pasar casi por
víctima del nazismo, faltando penosamente a la honestidad y a la
dignidad.
En
este sentido su conducta durante el nazismo no es sólo un
comportamiento privado, moralmente censurable pero irrelevante en el
plano cultural, sino que está ligada al
papel global ejercido por él y por su pensamiento, en tantos
aspectos especulativamente tan elevado. Incluso en el
filósofo hay a veces un elemento de mezquindad que se aviene mal con
un pastor del Ser o un lugarteniente de la Nada, por citar dos
definiciones suyas, y se aviene mejor con el profesor que, embutido
en el traje folclórico campesino de la Selva Negra que le gustaba
vestir, se parece, en algunas fotografías, a uno de los siete
enanitos.
Hannah,
que le fue siempre fiel en el fondo de su corazón, le
ayuda a ser rehabilitado, no quiere ver sus gestos más malévolos y
ruines, quiere creer en las mentiras en las que —con
perfidia y sentimentalismo, escribe Elzbieta Ettinger— se envuelve
y la envuelve. Para ella, Heidegger es todavía el hombre que ama,
con un desinterés que la lleva a ayudar también a su familia; para
él, Hannah es un instrumento excelente —habida cuenta de su
prestigio internacional y su pasado de judía perseguida— para ser
rehabilitado y volver a las filas del honor y la
autoridad.
Hannah se empeña en creer en sus falsificaciones. Sólo en dos ocasiones admite para su fuero interno que él «miente siempre» y que es «un potencial asesino». La claridad le dura poco y enseguida vuelve a caer en el sometimiento, a él y a su imagen conservada durante tantos años en el corazón, y se hace casi cómplice —una amante tan intrépida de la verdad como era ella— de sus falsificaciones, que no mistifican sólo una existencia privada, sino una página de la historia del mundo. Heidegger le está agradecido, incluso con ternura, pero cuando ya no la necesita la mantiene a distancia y no permite que le distraiga de sus estudios, según el estereotipo del hombre de genio al que le gusta la vitalidad que le da una mujer, pero luego le dice que se haga a un lado y le deje trabajar.
Nació en 1889
En
un memorable libro suyo sobre el proceso a Eichmann, Hannah Arendt
descubrió la banalidad del mal, que, con su halo infernal, es
también estúpido y kirsch. No tuvo el
valor, ella, humana e intelectualmente tan atrevida, de
descubrir que también un amor puede ser al mismo tiempo estremecedor
y banal, que nos podemos enamorar también de una persona
llena de bajezas. ¿Dónde podemos encontrar una respuesta a estas
contradicciones? «En el corazón, dicen», responde un personaje de
Vento sottile de Stefano Jacomuzzi, «pero allí reina una gran
confusión y no hay que fiarse.»
Kitch y pasión. Hannah Arendt y Martín Heidegger, por Claudio Magris, 28 de julio de 2015
HANNAH
ARENDT: HEIDEGGER EL ZORRO (1953)
Dice
Heidegger, todo orgulloso: «Las gentes dicen que este Heidegger es
un zorro».
He
aquí la verdadera historia del zorro Heidegger.
Había
una vez un zorro tan falto de astucia que
no sólo caía en trampas constantemente, sino que ni siquiera podía
percibir la diferencia entre una trampa y una no-trampa. Este zorro
tenía además otro defecto: algo le pasaba en la piel, de suerte que
carecía de toda protección natural contra
las inclemencias de la vida zorruna. Tras haberse dejado
toda su juventud de aquí para allá en las trampas de otros, y
cuando ya no le quedaba, por así decir, ni un jirón de piel sana,
el zorro resolvió retirarse por completo
del mundo de los zorros y se aprestó a construirse
una madriguera. En su espeluznante ignorancia acerca de
trampas y no-trampas, y dada su increíble familiaridad con las
trampas, dio él en un pensamiento
enteramente nuevo e inaudito entre zorros: se construyó
como madriguera una trampa, se aposentó en ella y se las dio de que
su trampa era una madriguera normal (y esto no por astucia, sino
porque siempre había tomado las trampas de
los otros por sus madrigueras). Pero él resolvió
volverse astuto a su manera y aparejar como trampa para otros la
trampa que se había hecho para sí y que sólo a él mismo se
acomodaba. Esto atestiguaba de nuevo gran ignorancia acerca de la
trampería: en realidad nadie podía caer en
su trampa, porque él mismo la ocupaba.
Lo
cual no dejó de enojarle; pues es cosa sabida, desde luego, que, aun
con toda su astucia, todos los zorros caen
ocasionalmente en trampas. ¿Por qué no habría de
competir una trampa de zorro, y una construida por el
más experto en trampas de todos los zorros, con las
trampas de los hombres y cazadores? Obviamente, porque esa
trampa no se daba a conocer como tal con la suficiente claridad.
Así que a nuestro zorro se le ocurrió decorar con la máxima
belleza su trampa y fijar en ella por todos lados señales
inequívocas que decían a las claras: «Vengan, vengan todos, que
aquí hay una trampa que es la más bella del mundo». A partir de
ese momento estaba ya clarísimo que ningún
zorro podría nunca extraviarse y sin proponérselo caer en esta
trampa. Pero, así y todo, fueron muchos los que
acudieron. Y es que esa trampa servía de madriguera a nuestro zorro,
y quien quisiera visitarlo en su casa, tenía que caer en su trampa.
Claro que todo el mundo podía luego salir
tranquilamente de la madriguera, todos excepto él mismo;
pues la trampa estaba enteramente cortada a la medida de su cuerpo.
Más el-zorro-que-habitaba la trampa decía con orgullo: «Son tantos
los que me visitan en mi trampa que me he convertido en el mejor de
todos los zorros». Y también en esto había algo de verdad, pues
nadie conoce la trampería mejor que quien
se pasa toda la vida sentado en una trampa.
Hannah
ARENDT: ENSAYOS DE COMPRENSIÓN, Madrid: Caparrós Editores, 2005;
pp. 435-436. Trad. Agustín Serrano de Haro. El texto hace referencia
a un cuento de Kafka que según
parece era del agrado de Heidegger.
Maite
Larrauri interpreta así el texto: En
un artículo que escribió acerca de Heidegger, Arendt señala que el
pensamiento es para este filósofo no sólo su morada sino también
su madriguera. Y por ello acaba siendo finalmente su trampa.
Dentro del pensamiento, Heidegger está atrapado, su
retiro del mundo no es momentáneo,
pasajero, sino definitivo y le sucede como ha pasado ya en tantos
otros casos de filósofos: sabedores de su aislamiento pero queriendo
demostrar lo contrario, cuando
se deciden a participar de este mundo que también es el suyo, meten
la pata, hacen el ridículo.
Platón hizo el ridículo en Siracusa haciendo de consejero del
tirano Dionisio. Heidegger hizo el ridículo durante el nazismo,
aceptando el puesto de rector de la universidad de Friburgo.
Presenta a Heidegger como un genio del pensamiento abstracto pero también como víctima del mismo, porque lo convierte en una calamidad desde un punto de vista práctico. Un ídolo al que no conviene mover del terreno especulativo (Ontología, Metafísica, Historia de la Filosofía) porque se desmorona y es víctima de su propia trama especulativa en el terreno de los saberes prácticos (ética, política, economía).
La pregunta es si conviene tener genios así. En Alemania, donde, por otro lado, se persigue y ensalza la figura del “hombre total”
Hannah
Arendt no
olvidó nunca los años de su vida en los que no tuvo un país,
en los que anduvo de un lado a otro con documentos provisionales o
inseguros y estuvo a cada momento a merced de un policía que se los
reclamara o de un guardia fronterizo que se negara a sellarlos. Tenía
27 años cuando salió huyendo de Alemania en 1933 y
se refugió temporalmente en París. Como contó amargamente nuestro
Manuel Chaves Nogales, los
expatriados y los fugitivos de los regímenes dictatoriales de Europa
llegaban a Francia atraídos por los ideales universales de libertad
y ciudadanía de la Tercera República, pero en vez de un refugio
encontraron una trampa,
porque en la Francia de mediados de los años treinta se espesaba una
atmósfera de xenofobia en la que las
víctimas
de las dictaduras y las persecuciones eran
vistas como enemigos emboscados,
apátridas peligrosos que traían consigo su miseria y ofendían la
buena conciencia de las gentes de orden con sus avisos de desastres.
Hannah
Arendt, como Chaves Nogales o Walter Benjamin o tantos otros, pasó
años sobreviviendo malamente en París, despojada de su nacionalidad
alemana por el Gobierno hitleriano e incapacitada para adquirir
cualquier otra. En su propio país era una extranjera indeseable
porque era judía: pero en Francia era sospechosa por ser alemana.
Cuando
los alemanes invadieron Francia en 1940 y se lanzaron a la cacería
de todos los disidentes que habían escapado del fascismo en los años
anteriores, encontraron que la República francesa les había hecho
ya una parte del trabajo.
A Hannah Arendt, que había sido una apátrida desde 1933, los
franceses la encerraron en un campo de concentración en 1939 por ser
alemana y por lo tanto enemiga. Si no hubiera escapado a tiempo los
alemanes la habrían mantenido presa y probablemente ejecutado por
ser judía.
En
sus fotos de juventud Arendt tiene en la mirada una expresión de
inteligencia y apasionamiento. En medio de la intemperie hostil del
exilio conoció al amor de su vida, un compatriota antifascista
alemán que no era judío, Heinrich
Blücher. En 1941, cuando toda Europa se derrumbaba en la negrura,
lograron escapar a Estados Unidos.
Yo he visitado el pequeño cementerio en un bosque cerca del río
Hudson, en la parte alta del Estado de Nueva York, en el que están
juntas sus dos lápidas, planas sobre la tierra, entre la hierba y
las hojas.
Arendt
murió en 1975. En
Estados Unidos logró por fin una ciudadanía segura, y en Nueva York
la posición académica e intelectual que merecía,
pero la experiencia de sus años sin país y por lo tanto sin
derechos la marcó para siempre, y se convirtió en el eje vital de
sus convicciones políticas y sus tempestuosas posiciones públicas.
Las
calamidades del totalitarismo y de la II Guerra Mundial, estaba
convencida, habían tenido su origen no tanto en las matanzas
industrializadas de la I como en las muchedumbres de desplazados,
refugiados y apátridas desatadas por ella. Nada
crea tan rápido tantos extranjeros como un proceso de construcción
nacional.
Gracias
a la devastación de la guerra y al invento de los Estados nacionales
que ocuparon el espacio de los imperios vencidos, millones de
personas tuvieron que abandonar a toda prisa sus lugares de origen, y
se encontraron despojados de identidad civil. Y también hubo
millones que no tuvieron que desplazarse para convertirse en
extranjeros: bastó que algún comité patriótico cambiara las
fronteras en un mapa, o que se
decidiera que la identidad tenía que ver ahora con el origen o el
idioma,
o que un judío no podía ser ciudadano del país en el que su
familia llevaba viviendo durante generaciones.
Hannah
Arendt vio todo eso. En sus cartas y en sus ensayos la
reflexiones políticas sobre la condición del refugiado
tienen una urgencia de relatos autobiográficos. En un documental que
acaba de estrenarse en un pequeño cine de Nueva York, Vita
Activa. The Spirit of Hannah Arendt,
su directora, Ada Ushpiz, logra unir el rigor histórico y biográfico
con la plena expresividad del lenguaje del cine. Pocas cosas me
parecen hoy en día tan atractivas estética e intelectualmente como
un documental muy bien hecho.
En
la película se oye la voz ronca y fumadora de Hannah Arendt en sus
últimos años, pero otra voz de mujer lee las cartas de su juventud
y de su destierro, y mientras la escuchamos estamos viendo la hermosa
caligrafía casi taquigráfica de Arendt, las palabras que escribiría
tan rápido en un papel que se ha vuelto amarillo, y también
imágenes intercaladas de aquellos años, como un contrapunto a veces
de barbarie y a veces de trivialidad. En una película casera, unos
oficiales alemanes hacen una burla de los rezos judíos, cubriéndose
las cabezas con cortinas o cojines, muriéndose de risa. En otra, dos
militares en camiseta bailan a las puertas de un barracón. Un
operario instala una chimenea en un edificio de un campo: a
continación se pone otra chimenea como un gorro, y marca el paso
alegremente.
Hannah
Arendt fue tan valerosa y tan desafiante cuando acertaba como cuando
se equivocaba. Y como les pasa a veces a las personas muy adiestradas
en el pensamiento abstracto y en los debates de ideas, no parece que
tuviera mucha perspicacia para juzgar a los seres humanos reales.
Su lucidez ante el totalitarismo no la ayudó a comprender los
procesos mentales ni la vileza íntima de gente que lo había apoyado
y ejercido. Nunca llegó a aceptar que su venerado maestro y amante
de la primera juventud, Martin Heiddeger, no fuera otra cosa que un
nazi, un cínico miserable que después de la guerra se disfrazó de
viejo ermitaño filosófico para eludir su colaboracionismo con los
matarifes.
Curioso que AMM encuentre que el punto débil de Arendt sea el mismo que ella encuentra en su maestro: lúcidez en el terreno especulativo y falta de perspicacia en el terreno práctico.
No puede ser sano -tiene que pasar factura a la salud mental- respirar el aire viciado de un encierro y dedicarse exclusivamente al estudio de un área muy específica del pensamiento, por grande que ésta sea.
Y,
extrañamente,
no supo o no quiso ver
detrás de la máscara de mediocridad y mansedumbre que adoptó Adolf
Eichmann cuando estaba siendo juzgado en Jerusalén. Acertó
parcialmente, a mi juicio, en un concepto, el de la banalidad del
mal,
que ya está asociado para siempre a ella: los
mayores horrores, los más terribles sufrimientos pueden ser causados
por personas superficiales y mediocres, en nombre de razones
estúpidas,
de ideas de quinta fila, o ni siquiera eso, por obediencia, por
inercia, por moda, por el qué dirán. Adolf Eichmann no era muy
inteligente, pero tampoco era ese burócrata más bien aséptico
que organizó la logística formidable de la Solución Final porque
se lo encargaron, igual que habría organizado una red de
distribución de alimentos, o los suministros de gasolina de los que
se ocupaba, sin ningún brillo profesional, antes de ingresar en el
Partido nazi. Como sabía mucha gente ya entonces, y como han
aclarado investigaciones posteriores en Argentina, Eichmann era un
nazi convencido, un verdugo plenamente consciente
de la magnitud sanguinaria de su tarea.
Pero
hay una parte del legado de Hannah Arendt que se vuelve más
relevante cada día. Su voz suena contemporánea cuando identifica
el totalitarismo con la negación sistemática a aceptar la realidad,
y
elegir la fantasía ideológica o la pura ficción por encima de la
racionalidad y el empirismo.
Y quien ve ahora cómo Europa rechaza a los fugitivos de la guerra y
el fanatismo se acuerda de aquellos ríos de refugiados entre los
cuales caminó en su juventud Hannah Arendt.
Las
voces de Hannah Arendt, Antonio Muñoz Molina [El País, 29 de abril
de 2016]
¿Por qué defendió Hannah Arendt a Heidegger hasta el final?
Igual tendría que haber separado su gratitud y fascinación por su obra de su admiración en un terreno personal y afectivo.
Una cosa es cuestionar a Heidegger como filósofo, figura central en la historia de la tradición occidental [¿fue realmente el pensador más importante en el siglo XX? ¿o el más influyente? ¿por qué?] y otra como rector de la Universidad de Friburgo, lo que Magris llama su objetiva responsabilidad política y moral —y de la cultura que representa.
Pero por amor, defendemos lo indefendible. Y esto casa muy mal con el saber que, según Aristóteles, es una disposición para estar en la verdad.
“Lo
esencial del hombre” -escribió Arendt- reside en su “talento
para realizar milagros”, es decir, “en su capacidad de iniciar,
de realizar lo improbable”. Consideraba que la gran creación, el
gran invento, era la libertad, y que la libertad sólo se alcanza a
través de la política. […]
Consideraba
la acción política como fuente de la libertad. El ser humano no
nace libre, sino que se hace tal en la ciudad. De repente, la
política intervenía en la propia definición de la naturaleza
humana. “El
individuo, en su aislamiento, nunca es libre. Lo puede ser solamente
si pisa el terreno de la polis, y allí actúa”.
El
hecho de que el hombre sea capaz de actuar significa que cabe esperar
de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo infinitamente
improbable. […]
El
acceso a los derechos depende de la pertenencia a un Estado, de la
ciudadanía, de la posibilidad de establecer lazos con otras
personas.
En un momento de la historia en que los desplazados, los apátridas,
los refugiados, los sin papeles aumentan dramáticamente, las
palabras de Arendt resuenan muy actuales.
Al
elegirla como amante, Heidegger cumplía un sueño de la joven
intelectual judía: ser definitivamente aceptada por un representante
insigne de la cultura alemana. […]
En
1960, Hannah Arendt escribió una dedicatoria que pensaba mandar a
Heidegger, acompañando la traducción al alemán de una de sus
obras. Decía así: “Queda este libro sin dedicatoria. Cómo
debería dedicártelo, amigo del alma, al que he permanecido fiel e
infiel y siempre enamorada”. No envió esa misiva. En su lugar,
mandó una fría nota que enfureció a Heidegger.
Hannah
Arendt y la búsqueda del arraigo, José Antonio Marina [ El
Cultural, 12 de octubre de 2006]
Der Hühnerdieb, Béatrice Rodriguez |
Este
es un cuento sin palabras que les encanta a mis hijas.
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