Mujeres
en La isla del tesoro
El
joven Lloyd Osbourne, hijastro de Stevenson, tenía entonces 12 años,
y pasaba los días lluviosos pintando con acuarelas. Para cuando la
historia llegó a manos de Lloyd, los personajes estaban en una isla
desierta.
Lloyd,
por ejemplo, insistió en que no hubiera mujeres en la historia.
Señora
Hawkins:
Dícese
que la cobardía se contagia y que la discusión enardece y así,
cuando [los aldeanos] hubieron manifestado su egoísta voluntad, mi
madre les dijo, sin tapujos, la opinión que en conjunto le merecían.
Podían quedarse tranquilamente en el caserío, declaró, pero ella
no estaba dispuesta a perder el dinero que le correspondía a su
hijo.
-Si
ninguno de vosotros se atreve a acompañarnos, Jim y yo iremos
solos-prosiguió. Volveremos allá sin tener que agradacerles nada a
unos hombres que merecían haber nacido gallinas, pues como gallinas
mojadas se comportan. Abriremos ese cofre, aunque en ello nos vaya la
vida. […]
-Les
demostraré a esos bribones que soy una mujer honrada -dijo mi
madre-. Quiero coger únicamente lo que me pertenece y ni un solo
ochavo más...[...]
Aunque
mi madre estaba tan asustada como yo, no quiso tomar más de lo que
le correspondía y al mismo tiempo no podía irse con menos dinero
del que se le debía. […]
-Hijo
mío -murmuró mi madre-; coge todo el dinero y ponte a salvo. Temo
que voy a desmayarme...
Lo
cual, pensé, sería nuestra muerte; en aquel momento, maldije con
mayor vehemencia la cobardía de los vecinos y le eché en
cara a mi madre la codicia que había demostrado, después de hacer
tantos sacrificios, reprochándole tanto su pasada temeridad como su
actual desfallecimiento.
Dice el ciego Pew:
¿Sabiendo que están por aquí cerca y preferís quedaros hechos
unos pasmarotes, temblando como mujeres asustadas?...Ninguno
de vosotros se atrevió a hacerle frente a Billy [Bones] y tuve que
hacerlo yo, ¡un ciego!
Carta de John
Trelawney donde se refiere a John Silver El Largo:
Su salud se había
quebrantado en tierra y buscaba una plaza de cocinero a bordo de
cualquier barco para volver a navegar. […] Olvidaba también
deciros que, aunque Silver no es aficionado a hablar de eso, he
sabido que tiene dinero en el banco. Está casado y dejará a su
esposa aquí o para que regente la taberna durante su ausencia; su
mujer es una negra, y en confianza, creo que embarca para huir no
sólo de sus achaques terrestres, sino también de ella. - J.T.
P.P.S.- Hawkins no
debe pasar más de una noche junto a su madre.
Capitán Smollett:
Le había tomado cariño al barco y decía que se ceñía al viento
una cuarta más de lo que a la mujer propia podría exigírsele.
-Nada bueno puede
producir esta manera de tratar a la gente -solía gruñir Smollett-.
Mimar a un marinero es echarle a perder.
John Silver el
Largo:
-Efectivamente;
allí estaba cuando levamos anclas [el dinero ahorrado, en los Bancos
de Bristol], pero a estas horas ya lo tiene en su poder mi vieja.
La Taberna del Catalejo está vendida, con material y clientela y mi
mujer se ha ido de la ciudad para reunirse conmigo; te diría
donde, pero no quiero provocar envidias entre vosotros.
[Dick] -¿Y tenéis
confianza en vuestra mujer?
-Los caballeros de
fortuna acostumbran a fiarse muy poco de los demás, pero yo tengo mi
sistema: cuando un amigo leva anclas y me deja plantado, no
respira mucho tiempo el aire de este mundo. Algunos compañeros
temían a Flint, otros a Pew; pero ambos y todos juntos, me tenían
miedo a mí. Flint lo confesaba sin avergonzarse.
Ben Gunn: He
vivido tan duramente aquí, que te daría vergüenza saberlo. ¿Tú
podrías creer, por ejemplo, viéndome reducido a tan miserable
condición, que tuve una madre buena, cariñosa, una verdadera
santa?
-La verdad es que
resulta un poco dudoso...-reconocí [Jim].
-¡Ah! Sin
embargo, es verdad: fue una santa. Yo era entonces un chiquillo
limpio y piadoso que sabía recitar el catecismo […] ¡Mi desgracia
empezó el día en que por primera vez jugué a las chapas sobre las
losas del cementerio! Mi madre me advertía constantemente que por
aquel camino no podría hacer nunca nada bueno y tuvo razón; no hice
caso de sus consejos y la Providencia me ha traído a esta isla
para que purgue en ella las innumerables faltas que he cometido.
Doña Francisca en Trafalgar, Benito
Pérez Galdós
Mis
ángeles tutelares fueron D. Alonso Gutiérrez de Cisniega, capitán
de navío, retirado del servicio, y su mujer, ambos de avanzada edad.
Enseñáronme muchas cosas que no sabía, y como me tomaran cariño,
al poco tiempo adquirí la plaza de paje del Sr. Don Alonso, al cual
acompañaba en su paseo diario, pues el buen inválido no movía el
brazo derecho y con mucho trabajo la pierna correspondiente. No sé
qué hallaron en mí para despertar su interés. Sin duda mis pocos
años, mi orfandad y también la docilidad con que les obedecía,
fueron parte a merecer una benevolencia a que he vivido siempre
profundamente agradecido. Hay que añadir a las causas de aquel
cariño, aunque me esté mal el decirlo, que yo, no obstante haber
vivido hasta entonces en contacto con la más desarrapada canalla,
tenía cierta cultura o delicadeza ingénita que en poco tiempo me
hizo cambiar de modales, hasta el punto de que algunos años después,
a pesar de la falta de todo estudio, hallábame en disposición de
poder pasar por persona bien nacida. [...]
-No,
no irás... te aseguro que no irás a la escuadra. ¡Pues no faltaba
más!... ¡A tus años y cuando te has retirado del servicio por
viejo!... ¡Ay, Alonsito, has llegado a los setenta y ya no estás
para fiestas!
Me
parece que aún estoy viendo a aquella respetable
cuanto iracunda señora con su gran papalina, su saya de
organdí, sus rizos blancos y su lunar peludo a un lado de la barba.
Cito estos cuatro detalles heterogéneos, porque sin ellos no puede
representársela mi memoria. Era una mujer hermosa
en la vejez, como la Santa Ana de Murillo; y su belleza respetable
habría sido perfecta, y la comparación con la madre de
la Virgen exacta, si mi ama hubiera sido
muda como una pintura.
«Necesito
ir, Paquita. Según la carta que acabo de recibir de ese buen
Churruca, la escuadra combinada debe, o salir de Cádiz provocando el
combate con los ingleses, o esperarles en la bahía, si se atreven a
entrar. De todos modos, la cosa va a ser sonada».
-Bueno,
me alegro -repuso Doña Francisca-. Ahí están Gravina, Valdés,
Cisneros, Churruca, Alcalá Galiano y Álava. Que machaquen duro
sobre esos perros ingleses. Pero tú estás hecho un trasto viejo,
que no sirves para maldita de Dios la cosa. Todavía no puedes mover
el brazo izquierdo que te dislocaron en el cabo de San Vicente.
Mi
amo movió el brazo izquierdo con un gesto académico y guerrero,
para probar que lo tenía expedito. Pero Doña Francisca, no
convencida con tan endeble argumento, continuó chillando en estos
términos:
«No,
no irás a la escuadra, porque allí no hacen falta estantiguas como
tú. Si tuvieras cuarenta años, como cuando fuiste a la tierra del
Fuego y me trajiste aquellos collares verdes de los indios... Pero
ahora... Ya sé yo que ese calzonazos de Marcial te ha calentado los
cascos anoche y esta mañana, hablándote de batallas. Me parece que
el Sr. Marcial y yo tenemos que reñir... Vuélvase él a los barcos
si quiere, para que le quiten la pierna que
le queda... ¡Oh, San José bendito! Si
en mis quince hubiera sabido yo lo que era la gente de mar...
¡Qué tormento! ¡Ni un día de reposo! Se
casa una para vivir con su marido, y a lo mejor viene un despacho de
Madrid que en dos palotadas me lo manda qué sé yo a dónde,
a la Patagonia, al Japón o al mismo infierno. Está una diez o doce
meses sin verle, y al fin, si no se le comen los señores salvajes,
vuelve hecho una miseria, tan enfermo y amarillo que no sabe una qué
hacer para volverle a su color natural... Pero pájaro viejo no entra
en jaula, y de repente viene otro despachito de Madrid... Vaya usted
a Tolón, a Brest, a Nápoles, acá o acullá, donde le da la gana al
bribonazo del Primer Cónsul... ¡Ah!, si
todos hicieran lo que yo digo, ¡qué pronto las pagaría todas
juntas ese caballerito que trae tan revuelto al mundo!»
Era
Doña Francisca una señora excelente, ejemplar, de noble origen,
devota y temerosa de Dios, como todas las hembras de aquel tiempo;
caritativa y discreta, pero con el más arisco y endemoniado genio
que he conocido en mi vida. Francamente, yo no considero
como ingénito aquel iracundo temperamento, sino, antes bien, creado
por los disgustos que la ocasionó la desabrida profesión de su
esposo; y es preciso confesar que no se quejaba sin razón, pues
aquel matrimonio, que durante cincuenta años habría podido dar
veinte hijos al mundo y a Dios, tuvo que contentarse con uno solo: la
encantadora y sin par Rosita, de quien hablaré después. Por éstas
y otras razones, Doña Francisca pedía al
cielo en sus diarias oraciones el aniquilamiento de todas las
escuadras europeas.
En
tanto, el héroe se consumía tristemente en Vejer viendo sus
laureles apolillados y roídos de ratones, y meditaba y discurría a
todas horas sobre un tema importante, es decir: que si Córdova,
comandante de nuestra escuadra, hubiera mandado orzar a babor en vez
de ordenar la maniobra a estribor, los navíos Mejicano,
San
José,
San
Nicolás
y San
Isidro
no habrían caído en poder de los ingleses, y el almirante inglés
Jerwis habría sido derrotado. Su mujer, Marcial, hasta yo mismo,
extralimitándome en mis atribuciones, le decíamos que la cosa no
tenía duda, a ver si dándonos por convencidos se templaba el vivo
ardor de su manía; pero ni por ésas: su manía le acompañó al
sepulcro.
Pasaron
ocho años después de aquel desastre, y la noticia de que la
escuadra combinada iba a tener un encuentro decisivo con los
ingleses, produjo en él cierta excitación que parecía
rejuvenecerle. Dio, pues, en la flor de que había de ir a la
escuadra para presenciar la indudable derrota de sus mortales
enemigos; y aunque su esposa trataba de disuadirle, como he dicho,
era imposible desviarle de tan estrafalario propósito. Para dar a
comprender cuán vehemente era su deseo, basta decir que osaba
contrariar, aunque evitando toda disputa, la firme voluntad de Doña
Francisca; y debo advertir, para que se tenga idea de la obstinación
de mi amo, que éste no
tenía miedo a los ingleses, ni a los franceses, ni a los argelinos,
ni a los salvajes del estrecho de Magallanes, ni al mar irritado, ni
a los monstruos acuáticos, ni a la ruidosa tempestad, ni al cielo,
ni a la tierra: no tenía miedo a cosa alguna creada por Dios, más
que a su bendita mujer.
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