viernes, 7 de agosto de 2015

Mujeres

Mujeres en La isla del tesoro
El joven Lloyd Osbourne, hijastro de Stevenson, tenía entonces 12 años, y pasaba los días lluviosos pintando con acuarelas. Para cuando la historia llegó a manos de Lloyd, los personajes estaban en una isla desierta.
Lloyd, por ejemplo, insistió en que no hubiera mujeres en la historia.

Señora Hawkins:
Dícese que la cobardía se contagia y que la discusión enardece y así, cuando [los aldeanos] hubieron manifestado su egoísta voluntad, mi madre les dijo, sin tapujos, la opinión que en conjunto le merecían. Podían quedarse tranquilamente en el caserío, declaró, pero ella no estaba dispuesta a perder el dinero que le correspondía a su hijo.
-Si ninguno de vosotros se atreve a acompañarnos, Jim y yo iremos solos-prosiguió. Volveremos allá sin tener que agradacerles nada a unos hombres que merecían haber nacido gallinas, pues como gallinas mojadas se comportan. Abriremos ese cofre, aunque en ello nos vaya la vida. […]
-Les demostraré a esos bribones que soy una mujer honrada -dijo mi madre-. Quiero coger únicamente lo que me pertenece y ni un solo ochavo más...[...]
Aunque mi madre estaba tan asustada como yo, no quiso tomar más de lo que le correspondía y al mismo tiempo no podía irse con menos dinero del que se le debía. […]
-Hijo mío -murmuró mi madre-; coge todo el dinero y ponte a salvo. Temo que voy a desmayarme...
Lo cual, pensé, sería nuestra muerte; en aquel momento, maldije con mayor vehemencia la cobardía de los vecinos y le eché en cara a mi madre la codicia que había demostrado, después de hacer tantos sacrificios, reprochándole tanto su pasada temeridad como su actual desfallecimiento.

Dice el ciego Pew: ¿Sabiendo que están por aquí cerca y preferís quedaros hechos unos pasmarotes, temblando como mujeres asustadas?...Ninguno de vosotros se atrevió a hacerle frente a Billy [Bones] y tuve que hacerlo yo, ¡un ciego!

Carta de John Trelawney donde se refiere a John Silver El Largo:
Su salud se había quebrantado en tierra y buscaba una plaza de cocinero a bordo de cualquier barco para volver a navegar. […] Olvidaba también deciros que, aunque Silver no es aficionado a hablar de eso, he sabido que tiene dinero en el banco. Está casado y dejará a su esposa aquí o para que regente la taberna durante su ausencia; su mujer es una negra, y en confianza, creo que embarca para huir no sólo de sus achaques terrestres, sino también de ella. - J.T.
P.P.S.- Hawkins no debe pasar más de una noche junto a su madre.

Capitán Smollett: Le había tomado cariño al barco y decía que se ceñía al viento una cuarta más de lo que a la mujer propia podría exigírsele.

-Nada bueno puede producir esta manera de tratar a la gente -solía gruñir Smollett-. Mimar a un marinero es echarle a perder.

John Silver el Largo:
-Efectivamente; allí estaba cuando levamos anclas [el dinero ahorrado, en los Bancos de Bristol], pero a estas horas ya lo tiene en su poder mi vieja. La Taberna del Catalejo está vendida, con material y clientela y mi mujer se ha ido de la ciudad para reunirse conmigo; te diría donde, pero no quiero provocar envidias entre vosotros.
[Dick] -¿Y tenéis confianza en vuestra mujer?
-Los caballeros de fortuna acostumbran a fiarse muy poco de los demás, pero yo tengo mi sistema: cuando un amigo leva anclas y me deja plantado, no respira mucho tiempo el aire de este mundo. Algunos compañeros temían a Flint, otros a Pew; pero ambos y todos juntos, me tenían miedo a mí. Flint lo confesaba sin avergonzarse.

Ben Gunn: He vivido tan duramente aquí, que te daría vergüenza saberlo. ¿Tú podrías creer, por ejemplo, viéndome reducido a tan miserable condición, que tuve una madre buena, cariñosa, una verdadera santa?
-La verdad es que resulta un poco dudoso...-reconocí [Jim].
-¡Ah! Sin embargo, es verdad: fue una santa. Yo era entonces un chiquillo limpio y piadoso que sabía recitar el catecismo […] ¡Mi desgracia empezó el día en que por primera vez jugué a las chapas sobre las losas del cementerio! Mi madre me advertía constantemente que por aquel camino no podría hacer nunca nada bueno y tuvo razón; no hice caso de sus consejos y la Providencia me ha traído a esta isla para que purgue en ella las innumerables faltas que he cometido.

Doña Francisca en Trafalgar, Benito Pérez Galdós

Mis ángeles tutelares fueron D. Alonso Gutiérrez de Cisniega, capitán de navío, retirado del servicio, y su mujer, ambos de avanzada edad. Enseñáronme muchas cosas que no sabía, y como me tomaran cariño, al poco tiempo adquirí la plaza de paje del Sr. Don Alonso, al cual acompañaba en su paseo diario, pues el buen inválido no movía el brazo derecho y con mucho trabajo la pierna correspondiente. No sé qué hallaron en mí para despertar su interés. Sin duda mis pocos años, mi orfandad y también la docilidad con que les obedecía, fueron parte a merecer una benevolencia a que he vivido siempre profundamente agradecido. Hay que añadir a las causas de aquel cariño, aunque me esté mal el decirlo, que yo, no obstante haber vivido hasta entonces en contacto con la más desarrapada canalla, tenía cierta cultura o delicadeza ingénita que en poco tiempo me hizo cambiar de modales, hasta el punto de que algunos años después, a pesar de la falta de todo estudio, hallábame en disposición de poder pasar por persona bien nacida. [...]

-No, no irás... te aseguro que no irás a la escuadra. ¡Pues no faltaba más!... ¡A tus años y cuando te has retirado del servicio por viejo!... ¡Ay, Alonsito, has llegado a los setenta y ya no estás para fiestas!
Me parece que aún estoy viendo a aquella respetable cuanto iracunda señora con su gran papalina, su saya de organdí, sus rizos blancos y su lunar peludo a un lado de la barba. Cito estos cuatro detalles heterogéneos, porque sin ellos no puede representársela mi memoria. Era una mujer hermosa en la vejez, como la Santa Ana de Murillo; y su belleza respetable habría sido perfecta, y la comparación con la madre de la Virgen exacta, si mi ama hubiera sido muda como una pintura.
D. Alonso, algo acobardado, como de costumbre, siempre que la oía, le contestó:
«Necesito ir, Paquita. Según la carta que acabo de recibir de ese buen Churruca, la escuadra combinada debe, o salir de Cádiz provocando el combate con los ingleses, o esperarles en la bahía, si se atreven a entrar. De todos modos, la cosa va a ser sonada».
-Bueno, me alegro -repuso Doña Francisca-. Ahí están Gravina, Valdés, Cisneros, Churruca, Alcalá Galiano y Álava. Que machaquen duro sobre esos perros ingleses. Pero tú estás hecho un trasto viejo, que no sirves para maldita de Dios la cosa. Todavía no puedes mover el brazo izquierdo que te dislocaron en el cabo de San Vicente.
Mi amo movió el brazo izquierdo con un gesto académico y guerrero, para probar que lo tenía expedito. Pero Doña Francisca, no convencida con tan endeble argumento, continuó chillando en estos términos:
«No, no irás a la escuadra, porque allí no hacen falta estantiguas como tú. Si tuvieras cuarenta años, como cuando fuiste a la tierra del Fuego y me trajiste aquellos collares verdes de los indios... Pero ahora... Ya sé yo que ese calzonazos de Marcial te ha calentado los cascos anoche y esta mañana, hablándote de batallas. Me parece que el Sr. Marcial y yo tenemos que reñir... Vuélvase él a los barcos si quiere, para que le quiten la pierna que le queda... ¡Oh, San José bendito! Si en mis quince hubiera sabido yo lo que era la gente de mar... ¡Qué tormento! ¡Ni un día de reposo! Se casa una para vivir con su marido, y a lo mejor viene un despacho de Madrid que en dos palotadas me lo manda qué sé yo a dónde, a la Patagonia, al Japón o al mismo infierno. Está una diez o doce meses sin verle, y al fin, si no se le comen los señores salvajes, vuelve hecho una miseria, tan enfermo y amarillo que no sabe una qué hacer para volverle a su color natural... Pero pájaro viejo no entra en jaula, y de repente viene otro despachito de Madrid... Vaya usted a Tolón, a Brest, a Nápoles, acá o acullá, donde le da la gana al bribonazo del Primer Cónsul... ¡Ah!, si todos hicieran lo que yo digo, ¡qué pronto las pagaría todas juntas ese caballerito que trae tan revuelto al mundo!»
[…]

Era Doña Francisca una señora excelente, ejemplar, de noble origen, devota y temerosa de Dios, como todas las hembras de aquel tiempo; caritativa y discreta, pero con el más arisco y endemoniado genio que he conocido en mi vida. Francamente, yo no considero como ingénito aquel iracundo temperamento, sino, antes bien, creado por los disgustos que la ocasionó la desabrida profesión de su esposo; y es preciso confesar que no se quejaba sin razón, pues aquel matrimonio, que durante cincuenta años habría podido dar veinte hijos al mundo y a Dios, tuvo que contentarse con uno solo: la encantadora y sin par Rosita, de quien hablaré después. Por éstas y otras razones, Doña Francisca pedía al cielo en sus diarias oraciones el aniquilamiento de todas las escuadras europeas.
En tanto, el héroe se consumía tristemente en Vejer viendo sus laureles apolillados y roídos de ratones, y meditaba y discurría a todas horas sobre un tema importante, es decir: que si Córdova, comandante de nuestra escuadra, hubiera mandado orzar a babor en vez de ordenar la maniobra a estribor, los navíos Mejicano, San José, San Nicolás y San Isidro no habrían caído en poder de los ingleses, y el almirante inglés Jerwis habría sido derrotado. Su mujer, Marcial, hasta yo mismo, extralimitándome en mis atribuciones, le decíamos que la cosa no tenía duda, a ver si dándonos por convencidos se templaba el vivo ardor de su manía; pero ni por ésas: su manía le acompañó al sepulcro.
Pasaron ocho años después de aquel desastre, y la noticia de que la escuadra combinada iba a tener un encuentro decisivo con los ingleses, produjo en él cierta excitación que parecía rejuvenecerle. Dio, pues, en la flor de que había de ir a la escuadra para presenciar la indudable derrota de sus mortales enemigos; y aunque su esposa trataba de disuadirle, como he dicho, era imposible desviarle de tan estrafalario propósito. Para dar a comprender cuán vehemente era su deseo, basta decir que osaba contrariar, aunque evitando toda disputa, la firme voluntad de Doña Francisca; y debo advertir, para que se tenga idea de la obstinación de mi amo, que éste no tenía miedo a los ingleses, ni a los franceses, ni a los argelinos, ni a los salvajes del estrecho de Magallanes, ni al mar irritado, ni a los monstruos acuáticos, ni a la ruidosa tempestad, ni al cielo, ni a la tierra: no tenía miedo a cosa alguna creada por Dios, más que a su bendita mujer.








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