Entrevista a Rafael Chirbes por Alfonso Armada, [ABC, 28 de mayo de 2013]
Entrevista a Rafael Chirbes por Gabriel Ruiz Ortega [Siglo XXI, 29 de octubre de 2009]
Rafael Chirbes (Tavernes de la Valldigna, 1949) vive solo con dos perros, Tomás y Ramonet, en una casa que le compró a un camionero jubilado hace diez o doce años a las afueras de Beniarbeig, en la carreterita que se aleja sinuosa de las tapias del cementerio, en una región tan hermosa como degradada por urbanizaciones y puticlubs como buena parte de los personajes, endiabladamente humanos, de su paisaje literario. Nos cita en su bar, El Moss de Segaria, donde saluda a los vecinos por su nombre. Nada distingue al escritor, salvo su vida interior. Segaria es el macizo que se ve desde la casa donde se desentiende de las pompas del mundo, pero no de sus entrañas, como demuestra en sus novelas. Su penúltima obra «Crematorio» (premio de la Crítica, éxito editorial en Alemania, de la que Canal Plus hizo una celebrada serie protagonizada por Pepe Sancho), un aguafuerte del que no puedes salir una vez que empiezas a leer, la situó, justo por detrás de «La fiesta del chivo», de Mario Vargas Llosa, como la mejor novela española de lo que va de siglo, según una encuesta que ABC convocó hace diez días. «En la orilla», publicada también por Anagrama, como prácticamente toda la obra de este autor imprescindible si alguien quiere saber de verdad qué ha pasado en esta península europea en lo que va de siglo, desde las cimas del ladrillo a la escombrera moral y económica posterior, es más que una secuela. Por eso elegimos un marjal, el de Pego, para retratarle, porque es el de su último libro, el que ahonda en las dudas y certezas de este hombre que cree que «no hay riqueza inocente».
Desde los ocho
años estudió en colegios de huérfanos de ferroviarios, estudió
Historia Moderna y Contemporánea, fue profesor de español en
Marruecos y durante años escribió en la revista
«Sobremesa». Dice que por culpa de unos análisis ha pasado de
tomarse diez gin tónics diarios y fumarse tres paquetes de tabaco «a
nada», de ser «un adolescente inconsciente» a un «anciano
enfermo», de un epicúreo a un estoico.
Junto a su trasteado ordenador, una leída y releída edición de San
Juan de la Cruz, obras de Peter Handke y de Gracián,
botellas de agua y una cama sin hacer. Hablamos entre plato y plato
en Un cuiner a l'escoleta, en Sagra, entre Pego y Beniarbeig, un
restaurante donde saben cautivar el paladar de este escritor
exquisito, pero sin pelos en la lengua.
—Una
cosa que fascina es la forma como construye las grandes tiradas de
prosa, por ejemplo en «Crematorio», que son como bloques de texto,
recuerda una imagen de Kafka: que el texto fuera precisamente eso, un
bloque compacto en el que el lector debía sumergirse, con muy pocos
puntos y aparte, muy poco diálogo...
—Yo
creo que tanto la vista como el ritmo de lectura, la atmósfera, te
vienen marcado por esas cosas. Por qué por ejemplo novelas como
«Mimoun» o «La buena letra» son novelas de párrafos cortos,
novelas cortas. De «Mimoun» yo siempre decía que era un sorbo de
flautines, un poema, en donde cada capítulo está tratado como una
estrofa, cada frase como un verso, de algún modo. Y yo creo que es
verdad que el impulso de la prosa está en
el ritmo de la puntuación, en la música, que es muy
importante. Yo creo que el lenguaje por sí mismo no es nada, si no
es contenedor de cosas, pero tienes que jugar con ese contenedor,
cómo lo distribuyes. El ritmo de un libro es muy importante, su
respiración, la tensión. En libros como
«Crematorio» o «En la orilla», se busca, dado que el lector se
enfrenta a cosas que no le hacen ninguna gracia, y que le hablan de
sí mismo de un modo no muy gratificante, que el lector no te deje.
«En la orilla» es un libro totalmente centrífugo, como
un pulpo que quiere tocar todas las cosas. No quiere ser un libro de
personajes sino de un tiempo. Me viene a la cabeza la trilogía de
John Dos Passos («USA»), o «Manhattan Transfer». Eso quiere decir
que es un libro que lo mismo te habla de comida como del aceite, de
las putas, de la crisis económica, de pederastia... Yo que sé, está
todo. Se quiere hablar de todo. Si además de estar todo y en un tono
que al lector no le hace gracia, sobre todo identificarse con algunas
cosas, la única forma que tienes para tratarlo es el ritmo de la
prosa, meterle en una túrmix de la que no pueda salir...
—Incluso
visualmente. Aparte de la prosa en sí, de la cadencia de cada frase,
de la forma de pensamiento, de la forma física...
—Esto
es cazón seco (dice señalando el plato que acaba de llegar a la
mesa) y tostado. Salazón.
—Decía
que me impresiona el aspecto físico de la página en sí. Un bloque
de texto. Una vez que entras, te quedas dentro...
—Sí,
yo creo que es así. El proyecto es así. Atrapar al lector y no
dejarle salir.
—Ahí
voy. No puedes dejar esa frase porque viene otra a continuación. El
punto y aparte te marca un respiro. «En la orilla» te deja respirar
algo más que «Crematorio».
—De
hecho comentó que después de «Cremación» quedó agotado, vacío.
¿Fue «En la orilla» una especie de desagüe lógico?
—Me
pasa con cada libro, y los amigos me lo dicen, y a fuerza de
repetírmelo, he acabado por creérmelo también. Yo no soy un
novelista profesional, no tengo plano de mis
novelas...
—No
sé qué va a pasar. En ese sentido yo siempre digo que soy
proustiano: aprendes de lo que escribes al tiempo que lo escribes. La
propia escritura es el aprendizaje de lo que estás escribiendo, y
esto yo creo que hace que cuando termines una novela no has contado
una historia ajena a ti, sino que de alguna manera te has exprimido
tú mismo. Por ejemplo, cuando la gente me decía acerca
de «La buena letra», que es una
historia que cuenta una mujer: "Ah, es la voz de una mujer. Es
literatura oral". Mentira. Es un artificio. Es la voz de una
mujer que yo he inventado, un artilugio que recoge parte de mi
memoria, mi formación literaria, recoge mi idea como historiador, y
sobre todo es un libro escrito desde el presente, es decir, que
recoge mi enmienda a la totalidad –por así
decirlo- a mi generación en el año 90, 91, que es cuando está
escrito el libro. Es un libro sobre la España de la
Olimpiada y la Expo, y en todos los libros pasa igual. Como tú no
eres un ilustrador de historias en realidad en todos los libros eres
tú mismo en tus preocupaciones distribuido por una serie de
personajes. Y si me preguntas quién es cada
uno de los personajes que aparecen en «Crematorio», diré: "Soy
yo".
—Veo
una voluntad clara de evitar el maniqueísmo, y desde el soliloquio
que abre «Crematorio», de Rubén en el coche, de meterse dentro de
la cabeza de cada personaje y no juzgarlo, tratar de hablar desde
toda su complejidad.
—Claro,
es que yo creo que esa es la principal diferencia de la novela con
cualquier otro género, que es lo que plantea Bajtín con respecto a
la epopeya o a la poesía. ¿Cuál es la posición del novelista?
Pues búscala. La posición del novelista es esa incertidumbre de
correr de un personaje a otro. ¿Pero tú con cuál estás? Estoy
en la dinámica de moverme entre unos y otros, escuchar todas las
razones, y cada cual que se forme su opinión. Me decían:
"Hombre, es que el protagonista de «Crematorio» qué malísimo
es, es un especulador, es horroroso, y tal". A mí no me parece
un personaje tan malo. Es un personaje, un individuo que tiene una
historia, y siento hacia él una especie de piedad... En alguna
novela he hablado de la tercera persona compasiva.
—Eso
es. La tercera persona compasiva.
—Sí,
están estos personajes que se manchan para comprarle su inocencia a
otros. En «En la orilla» hay un momento en que se dice que si
el dinero sirve para algo es para comprarle inocencia a tus
descendientes.
—¿Es
un proceso de muchas sociedades, de blanqueamiento, que se ha vivido
en Estados Unidos y en muchas partes...?
—Es
un proceso que hemos vivido aquí mismo. ¿Tras
la guerra civil hay alguna fortuna legítima? Ninguna. Porque las que
las han mantenido ha sido por connivencia y los que se han
enriquecido a la primera ha sido por expropiaciones, por
contratas, por subcontratas. No hay riqueza inocente. En cambio sus
hijos sí que son inocentes. Sus hijos son mis contemporáneos.
—Pero
gozan de ellos.
—Es
un poco la conciencia que tiene Silvia en «Crematorio», que sí
sabe de dónde viene ella, de dónde viene su buena vida...
—Sin
pararme a pensar cuál es la mejor novela, de construcción y eso,
creo que son seguramente «La buena letra» y «Los disparos del
cazador». Me gustan más las novelas cortas porque puedes manejar
mejor las cosas, jugar con el material literario, quitar las comas...
—Sin
embargo en las novelas largas hay también un gran trabajo de
depuración, de corrección. No sé si corrige mucho...
—Se
hace lo que se puede.
—En
una entrevista hablaba de «cocer y cocer el plato de la novela hasta
que tenga un sabor determinado»...
—Hay
una empatía con estos personajes. Siempre me cae mejor el cazador
que el que se come la caza y denuncia al cazador, que son los hijos
de los disparos del cazador. La metáfora es quizá la muerte, que
está esperando, pero que él es cazador, es
un especulador de la posguerra, y sus hijos son mi generación,
arquitectos, que enseguida dicen que ellos están haciendo
arquitectura social...
—Eso
es. Si oyen hablar de dinero: no, no, por Dios. Siempre me acaba
gustando más Torquemada. El personaje que
me inspira a todos estos es el Torquemada de Galdós.
Siempre me cae mejor Torquemada con sus
contradicciones, sus trampas y sus barullos, que no toda la familia
del Águila, impoluta, pero que vive a espaldas y a costa suya, y
encima se avergüenza de él. Me parece eso bastante más
deleznable y repulsivo. Es Torquemada el que está detrás de «Los
disparos del cazador», el que está detrás de Rubén Bertomeu [el
protagonista de «Crematorio»], el que está detrás de todos los
malvados estos. Me gusta mucho Vautrin, de Balzac...
—Hay
una frase que mencionaba en una entrevista, y que no sé si es de
Balzac, de que «la novela es la vida privada de las naciones». ¿Se
reconoce ahí, es uno de sus afanes?
—Sí,
yo creo que es mi manera de ver el mundo. Vamos a ver. A mí la vida
interior me aburre como una ostra.
—Sí,
pero San Juan de la Cruz en su tiempo. Yo creo que, como
soy materialista, el alma que tenemos es la que nos toca en nuestro
tiempo.
—Ahí
voy, fruto de nuestras lecturas, experiencia, todo eso. Y entonces,
dado eso, cuando yo me pongo a analizarme a
mí mismo no me entiendo si no entiendo mi tiempo. Yo no
me entiendo a mí mismo si no entiendo que parte de mi generación
acabó como yonkis, que parte de mi generación gestionó el poder,
se lió a tiros, que vivimos un momento en el cual cuando
yo entré en la universidad apenas había hijos de obreros, y diez
años después estaba repleta, y treinta años después los hijos de
obreros protestan porque les piden un seis para tener una beca. Son
universitarios y parados, esa es otra contradicción.
¿Para qué quieres ir a la universidad si luego te vas a ir al paro?
Eres el nudo de contradicciones de tu época. Como historiador yo no
puedo entender esto si no lo tengo en cuenta...
—Veo
que le gusta mucho el término historiador, ¿tal vez porque estudió
Historia y por devoción hacia Heródoto y todo lo que vino después?
—Es
que somos historia. Es que no somos más que historia. ¿Por qué nos
vestimos así? ¿Por qué si ves una foto y sabes si es de los años
veinte o treinta? Y las caras. Cuando ves por ejemplo «Tierra y
libertad», esa película malísima de Ken Loach, esos que saltan por
las trincheras te das cuentas de que son actorcillos. ¿Qué hacen
estos muchachos de la facultad haciendo esos papeles?
—Tú
ves las fotos de los años treinta, ves las caras rugosas, la manera
de llevar una camisa, un pantalón. No tienen nada que ver. Pues
porque somos alimentación, somos cultura, somos trabajo. Una de las
cosas que me gustan de haber trabajado en una revista gastronómica
[«Sobremesa»] es la historia de la cocina. Saber la historia del
té, de los espías que entraban a analizar qué planta era esa. La
independencia de Estados Unidos tiene en su origen la guerra del té,
en que no querían pagar impuestos. Saber cómo los
tópicos que hay detrás de expresiones como "me gusta la
tortilla española". Pero usted qué dice, si las patatas vienen
de América. Me gusta el gazpacho andaluz. Pero desde cuándo ha
habido pimiento y tomate aquí. La cocina mediterránea, esa Sicilia,
con esos tomates. Que vienen de allá. La
historia pone en cuestión la permanencia de las cosas, que algo sea
eterno. La historia te lleva a lo de Walter Benjamin: que todo es
encubrir el crimen originario. Toda fortuna procede de una
injusticia originaria, cuando no de un crimen, que es lo más
probable, y eso es la novela, además. Eso es la esencia de la
novela. La novela que está fuera de la historia es lírica. No es
novela. La novela es el cambio, la transformación. Que
empiezas a leer acerca de un personaje y cuando terminas es otro,
lo miras desde otro punto de vista. Transforma al lector, y
transforma al escritor también. No te consuela.
—La
literatura que no es conocimiento no es nada. El más
admirable de todos me parece Broch. ¿Cómo alguien describe la
muerte de Virgilio? Es, diríamos, pura belleza, y se caga en la puta
madre de la belleza. Yo no sé si en «El novelista perplejo» o en
«Por cuenta propia» hablo de eso, pero los partidarios de la
belleza por la belleza son como los traficantes de armas en la
guerra, porque la literatura es aprendizaje.
Si estás leyendo «La muerte de Virgilio» ves que es una
aprendizaje sobre el poder, la relación de la cultura con el
poder... Que luego te dé gusto leerla... Porque la belleza qué es.
La belleza es el ajuste entre una idea y una palabra, una
concatenación de palabras. La floritura a mí no me interesa para
nada, me aburre. Me parece prosa cascabel, que diría Marsé. Que por
cierto, Marsé ha sido el padre de gran
parte de mi generación. Yo creo que «Si te dicen que caí» es una
novela que cambia la perspectiva de lo que es la literatura social,
de lo que es el realismo. De repente es esa especie de
unión perfecta entre fondo y forma, donde no hay ninguna duda de que
un texto literario es una construcción y al mismo tiempo tiene toda
la verdad del mundo, eso me parece extraordinario.
—¿De
todos modos a usted le incomoda especialmente esas actitudes
despectivas hacia el realismo español, hacia Galdós y todo lo que
vino después?
—Es
que para empezar eso es una tontería, es una falsa polémica que
crearon en los setenta simplemente porque había un grupo de
escritores señoritos, o delicados, que no querían pringarse con el
franquismo, querían estar por encima de él sin enfrentarse a él.
Lo cual era imposible.
—Ahí
voy. De todo eso hablo en «Por
cuenta propia», en el capítulo dedicado a Galdós.
Se inventan algo que es mentira: que el realismo es un garbanceo
español, y ¿qué me dice usted de Dos Passos, u hoy mismo qué me
dice usted de Roth, qué me dice usted de Mailer, qué me dice usted
de Capote, qué me dice usted de Updike? ¿Es es garbanceo? Vamos a
ver. ¿O qué me dice uste de Laurent Mauvignier, autor de una novela
tan extraordinaria como «Hombres», que habla de la presencia de la
guerra de Argelia en la Francia contemporánea? Para empezar,
mentira. No es un fenómeno español. ¿Qué me dice uste de Solojov,
el de «El Don apacible», con todo lo que ustedes pueden despreciar
eso? Primero se crea esa ficción. Creo
que es querer superar el franquismo sin enfrentarse a él. Y eso no
es posible.
Cómo puedes decir que Max
Aub
es el garbancero español. Para empezar es tan poco garbancero que
prácticamente no escribe ninguna novela aquí, las escribe todas en
México. Y además está en contacto con todos los intelectuales
europeos, habla cuatro o cinco idiomas. No para de hacer
experimentos. Lee «El correo de Euclides», que te mueres de risa.
Mira las obras de teatro, que son de un vanguardismo y de una
actualidad rabiosa... Galdós. O Clarín. O la Pardo Bazán. Son de
los escritores más cultos de su tiempo, están en contacto con
Europa, viajan a París, a Londres. Saben lo que se está publicando.
Es todo mentira. Recuerdo una encuesta en los años ochenta de por
qué no había novela española. No teníamos esa cosa inglesa del
«plot», del no sé qué. ¿Cómo no va a haber novela española en
el país del que ha salido «El Quijote», «El lazarillo», la
novela picaresca, «La Regenta»... «La Regenta» es de una
modernidad... Donde todas las metáforas son cubistas, es decir, se
ponen de perfil y es un triángulo. Y Blasco Ibáñez, te lees «La
horda», «Arroz y tartana», o El intruso», sobre el País Vasco,
una novela excelente. Es todo una pura fantasmagoría. Dime
tres novelas que hayan quedado de aquel movimiento de los setenta...
—Acusada
de realismo, aunque en realidad se dijo que era un sainete. ¿Qué
más?
—«Señas
de identidad» es realismo en estado puro, y tiradas
enteras de «Tiempo de silencio»... Al
final, en la resolución, que se quiere poner más moderno, la novela
se te viene abajo. La volví a leer hacia siete u ocho
años, y al final, que se quiere poner un poquito rarito, se te cae
la novela en picado. Es una falsa polémica que ha servido para que
alguno hable de Galdós sin habérselo leído. ¿Cómo puedes quitar
del diccionario a Eça de Queiroz en Portugal, a Balzac y Zola en
Francia, y a Galdós en España, que es lo mismo?
—No
sé si forma parte de nuestra dificultad para asumirnos, para asumir
nuestra propia historia, del paradójico auto-odio, que luego es
capaz de pasar a la exaltación desaforada...
—Yo
creo que es confundir lo que se oponía a la
autarquía con la autarquía, y lo que se oponía al casticismo con
el casticismo. Decir que Galdós es un escritor castizo
cuando justamente es un escritor cosmopolita que se está enfrentando
a la España conservadora por tierra, mar y aire. Tú te coges los
últimos «Episodios nacionales» y se los puedes leer en la Puerta
del Sol a los indignados y se rebelan los indignados. Yo tengo un
amigo que se está leyendo ahora los «Episodios» y está
deslumbrado. "¡Pero si está todo lo
que está pasando ahora!", me dice. Hace tres o
cuatro noches me llamó, que estaba acabando «Prim», que es un
episodio cojonudo. Pero si es que está lleno de episodios cojonudos.
«Aita Tettauen»: la alianza de civilizaciones, el relativismo del
punto de vista, la misma historia contada por un moro, por un
cristiano, por un judío, por uno que no se sabe si es moro o
cristiano, porque se ha pasado al otro lado. Está Torquemada, en los
monólogos interiores. Luis Cernuda lo decía muy bien: hay
tanto idiota que se cree moderno despreciando cuanto ignora,
despreciando a Galdós, y cómo el manejo del monólogo interior está
en Galdós.
—En
«Crematorio», un personaje dice «me he cansado de buscarle sentido
a lo que lo tiene». ¿Es el novelista hablando por boca de su
personaje? ¿Una fatiga de intentar aplicar la razón a todo lo que
existe?
—Es
el novelista. El novelista es otro personaje. Me gusta autoflagelarme
un poco en todas las novelas.
—Y
porque creo que está muy bien reírte de ti
mismo. En «En la orilla» sale un gastrónomo, que se
supone que es un hijo de puta, que es un poco chirbesco. ¿Qué
hubiera ocurrido con Chirbes si hubiera sido tan consecuente con su
destino como Anson con el suyo, por ejemplo?
—Matías
Bertomeu busca en «Crematorio» viejos libros perdidos, por ejemplo
de Angela Davis, y de Victor Hugo, y no los acaba de encontrar, y se
pregunta ¿qué ley biológica dice que la madurez sólo se alcanza
cuando uno entierra definitivamente ideas como la justicia? ¿No sé
si vuelve a hablar el autor por boca del personaje?
—En
«En la orilla», el protagonista, en un momento determinado, dice
que él también ha buscado en los estantes de su casa libros de Rosa
Luxemburgo. Y se dice, «a lo mejor es que no me los había leído.
Estaban en el ambiente».
—Un
servidor.
—Ahí
arriba está subrayado [dice, como si estuviéramos en su casa, con
las librerías abarrotadas de libros leídos y releídos,
desordenados, con un orden muy chirbesco]. No entendí nada. A partir
del tomo primero, luego de los otros no entiendes nada. No sólo me
leí eso, sino también el Cornu, que era un libro así de gordo, que
tenía como mil páginas, y era la biografía de juventud de Marx y
Engels, que acababa con los manuscritos del 48. Yo quería saber, no
como ahora. Yo he tenido muy mala memoria y
luego muy mala cabeza para el saber abstracto.
—Mi
pensamiento es que, como no tengo nada dentro, me caben los
personajes.
—Como
estoy hueco, pues ahí dentro entran personajes.
—No
tienes nada dentro y cabe todo.
—Pero
en filosofía y todo eso soy muy malo,
porque no soy capaz de creerme las teorías ni de entrar en ellas.
—Pero
visto el resultado práctico de las teorías es como para desconfiar
de cuando se aplican en la realidad. Porque los resultados son
devastadores, sobre todo las que venían con las mejores
intenciones...
—Jemeres,
y compañía. Yo sí que creo, cosa que yo no tengo, es que hay que
tener una visión del mundo. Lo que yo no sé es hacia dónde.
—Tengo
muchas.
—¿Se
ha vuelto más piadoso hacia la condición humana, o más despiadado,
o más implacable con los corruptores de almas y de cuerpos?
—Más
piadoso y más implacable. Odio más a los que más saben.
—A
los que más saben.
—No,
descreído, no. Me gustaría que hubiera
justicia. Una idea muy simple. Que el que más trabaje más gane, que
el tenga más responsabilidad responda. Hay cuatro ideas que son muy
simples, pero que son dificilísimas de aplicar. Lo que sí
que sé es que no puedes cambiar las cosas porque desde el siglo XIX
han cogido mucho poder. No es aquello de que hacen los bulevares
anchos para que los caballos del ejército puedan entrar. Una de las
ideas que Haussmann [el que, con Napoleón III, renovó París] tenía
en la cabeza era acabar así con las barricadas. Pero es que ahora no
es así. Es que ahora no tenemos un arma
para oponernos a sus armas. El poder se ha vuelto mucho más astuto y
más poderoso. Es que cuando lo pillas te bombardea, y se
queda tan tranquilo. Y además no sabemos ya quién representa a
quién. ¿Por ejemplo? Está reunida la oposición a Al Asad en
Madrid en estos momentos. ¿Son mejores que Al-Assad? Yo solo sé que
si leo en el periódico un accidente que ha
ocurrido aquí en la esquina, que yo he presenciado, descubro que
todo lo que cuenta es mentira. Que la mujer no iba por la
acera...
—Pero
yo no sé si es un problema que tenemos aquí, agravado, y que es el
problema de la prensa española con la verdad.
—Esa
es una. El desprecio absoluto por los
hechos. Si esto que está cerca se ve así, imagínate qué podemos
pensar de Siria... Luego, cómo puede ser que yo ponga la
televisión a la hora de las noticias y todas las cadenas den como
gran noticia la misma, que a lo mejor es que han rescatado a una niña
china de un terremoto.
—Ferlosio
se preguntaba por qué todos los días había, pongamos por ejemplo,
80 páginas de noticias. ¡Será por la publicidad, no por las
noticias!
—Y
además las mismas noticias, que si salen cuatro griegos, quién
maneja mi barca. Prueba, prueba esto.
—Alcachofa.
—Está
muy buena. Dice un personaje de «Crematorio» que cree que lo
peor que le pasó fue descubrir que la democracia acaba con la
política. ¿Es un
descubrimiento del personaje o del autor?
—Mío
y de cualquiera. Es decir, la política
desaparece porque lo que nos dan son otras cosas, lo que
vemos todos los días.
—No
lo sé. Los principios son muy elementales. Como además estás
escarmentado, cuando ves un movimiento ya ves quién anda por detrás
enredando. Hemos perdido la inocencia. Lo que pasa, como se cuenta en
«La larga marcha», la suerte es que la
derrota no se hereda genéticamente. Cada generación tiene derecho a
combatir la injusticia y a experimentar su propia derrota.
—Ahí
voy. Hay un personaje en «La larga marcha» que dice que el mal
triunfa siempre, y entre los malos los peores. Si viene uno después
será peor que el que había antes. Pero claro, el mal absoluto es la
muerte, y esa sí que triunfa siempre. ¿Está bueno el arroz o no?
—Por
esa regla de tres cuando nace un niño casi es mejor que se muera
enseguida la criatura. Le evitas 80 años de sufrimiento. Pues no, el
niño nace, le operan de fimosis, y luego de anginas, y luego le
quitan la tos que tiene, y luego le quitan un riñón que tiene...
—Ahí
voy, ahí voy. Se enamora. Pero y de viejo todavía le ponen una
sonda, y le están cambiando los pañales. La
dignidad de la persona es oponerte al mal y mantenerlo a la puerta de
tu casa aunque sea un minuto. Y ya has cubierto tu vida y
ya te puedes sentir tranquilo, y el que le abre las puertas al mal es
el que vive con indignidad y muere con indignidad.
—¿Y
usted ha intentado hacerlo al menos como novelista, aparte de
vitalmente? Ha sido honesto con su propio oficio.
—¿Como
novelista? Sí. Para empezar es que no me ha atraído nunca la pasta.
—Y
luego que no me gusta que me tomen por tonto, aunque quizá lo sea.
—Eso
es algo que alguien comentaba acerca de cómo trata a sus personajes.
No
le gusta ponerse por encima de ellos, escuchar sus razones, y hacerlo
de buena fe.
—Cuando
escribo lo que procuro es contar algo que ahora llaman el relato. Un
relato paralelo al que ellos han contado, que es el que yo he visto.
Cuando me dicen: "Usted ha querido...". No, yo no he
querido... En cada novela he tocado algo que me desazonaba en ese
momento. Como historiador he vuelto siempre atrás para poder
entender lo de delante. La novela sale de una necesidad vital. Es
verdad que si ahora lo miro se han ido encadenando una serie de
episodios, de relato paralelo. Cuando salían las primeras novelas me
decían los amigos: "Ya era hora de que alguien contara eso",
como en «La larga marcha», desde el punto de vista de los
que perdieron en la transición. O no participaron en ello. Eso
ocurre desde «Mimoun», que es la historia de un tipo que se va a
Marruecos, y se va buscando un paraíso, se supone, y al final se
vuelve a su país. Es una novela escrita el año 85, 86, por ahí,
que es cuando España miraba a Europa, la narrativa era como comedia
ligera, se buscaba europeización, y tal, y esta novela miraba a
Marruecos. Era una novela sólida, de perdedores, y curiosamente
cuando se publicó en Alemania hicieron una
lectura política del libro, cosa que en España nadie hizo. Es
verdad que desde entonces, «En la lucha final» era contar lo de
Roldán veinte años antes de Roldán. El que ha guardado el
romanticismo de la juventud y luego es un impostor, y todo el mundo
huye de él.
—Ha
dicho que «en España los que llegan al poder pierden la memoria y
si no vendieron su alma es porque no la tenían». ¿Hemos cultivado
ese fenómeno con delectación aquí?
—Yo
creo que seguramente ocurre en todas partes, pero es que aquí se ha
producido una cosa que no ha ocurrido en ningún otro país europeo,
quizás en Nicaragua sí, en sitios así. Que de
repente la generación que estaba tirando piedras en la calle dos
años después esté dirigiendo las prisiones del país.
Eso creó una velocidad de ascenso social que no es muy frecuente,
tan rápida y tan deslumbrante, y al mismo tiempo digamos de suicidio
como pensamiento. Porque todo eso suponía
negar radicalmente todo lo que habías afirmado dos años antes.
No había habido un proceso.
—Creo
que es Silvia, en «Crematorio», quien hablando de su promoción
dice que «en
las facultades españolas de letras no se había enseñado jamás
pensamiento, orden en la mente, sino retórica, variante de la
escolástica». No
sé si eso forma parte de nuestros males históricas, de tener unas
bases filosóficas y educativas tan endebles.
—Eso
es muy importante. Nos hemos educado sin un
sentido cívico de la moral. Nos hemos educado con una moral
teológica, y eso no lo acabamos de perder. La mala conciencia tiene
que ver, y no con un hecho concreto, objetivo. Y todos los
valores que se llevan los republicanos a México. En «Por cuenta
propia» hay un capítulo que cuenta cómo la generación que debía
haber restituido, o reimportado, o reconstruido esos valores y esa
agitación de la España de la República, en la que había multitud
de prensa, ateneos obreros, grupos de teatro, todo eso, lo que hace
es al revés. Acabar con lo poco de eso que funcionaba durante el
franquismo, es decir, asociaciones de vecinos... O se hacen del PSOE
o se eliminan...
—Yo
recuerdo que además nos acostumbraron muy
pronto a las barbaridades. Después de eso, ¿qué se
podía hacer? Si tú a los pocos meses de llegar haces el peinado del
Barrio de Pilar, que hizo Barrionuevo, cuando el secuestro de
Villaescusa y Suñén, peinas sin orden judicial las casas de 120.000
personas, entras, patada en la puerta cuando no te abren, a partir de
ahí has dado barra libre para justificar lo injustificable, y de ahí
lo "gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones",
"la codicia no es mala"... Pues hasta hoy.
—Salvo
excepciones, como la suya, la novela española ha intentado estéticas
escapistas, aparentemente modernas...
—La
crisis lo que ha hecho es evidenciar la debilidad de todas estas
propuestas entre psicologistas, o bien tragedia psicológica o
comedia psicológica flotante. Porque aquí es curioso que a
algunos novelistas poner el primer nombre en español les ha costado
cinco o seis novelas, ¿no? Que un personaje se llamara
Paco o Manolo les ha costado. Y ya cuando lo han metido ha sido por
oportunismo porque ha cambiado la onda y de repente la república se
había puesto de moda y las actrices querían ser fusiladas contra
una tapia, libertarias, revolucionarias... Eso es así, como que en
la novela española no comía nadie, nadie se sentaba a comer... Cada
sociedad tiene la novela que toca. Porque es curioso que "La
buena letra» sale en el 92 y precisamente como reacción al 92. Yo
la escribo en el año 90, estaba viviendo en Extremadura, en un
pueblo pequeño, y eso estaba lleno de referencias, olores, a mi
infancia, al pueblo que yo había conocido, y eso había
desaparecido, y además todo lo que tuviera que ver con eso. En los
últimos años de la muerte de Franco se publicaron algunas cosas de
Max Aub, como «Las buenas intenciones», «Vida y obra de Luis
Álvarez Petreña» y «La calle Valverde», y creo que la revista
«Primer Acto» se publicó alguna de ellas. Inmediatamente después
de la muerte de Franco se publicaron los «Campos», en la colección
azul, de Alfaguara, y se agotaron, y se agota «Las buenas
intenciones». Y nos pasamos doce años en España hasta que aquí,
en la Diputación de Castellón, se decidió a reeditar las obras.
Pero nos pasamos doce años sin Max Aub y no
pasa nada. Imagínese que en Francia se pasaran doce años sin
Proust, o sin Balzac. ¿Dónde está esto en los colegios, en los
institutos, en la formación de nuestros alumnos? ¿Dónde
cojones está, ahora que dicen que en nuestra generación no saben
quién era Franco? Ahora dicen que es un escándalo que los chavales
de 18 y 19 años no conocen la historia de España. Pero es que la
quitásteis de los planes de estudio. Si no queríais que se supiera
la historia de España.
—Esa
es otra, que de un río nos interesa la margen derecha, que es la que
da a nuestra comunidad, y la margen izquierda son ranas manchegas,
porque son del otro lado del Júcar.
—Es
evidente que la España contemporánea le interesa mucho, pero no le
gusta nada. Le interesa como sujeto narrativo...
—No
son valores que comparta, en general, porque ni me va el fútbol ni
me va el mamoneo este de la cultura, este ir de aquí para allá, de
cóctel en cóctel...
—Por
eso no le gusta aparecer con frecuencia en los periódicos, ni como
columnista ni como entrevistado...
—Si
digo esto puede parecer cinismo puro, porque hace dos meses que no
paro. No sé a quién se lo decía, que parezco una cotorra
ambulante, pero se está muy bien uno en casa y yo creo que las
opiniones del novelista cuando las dices en una entrevista lo que
haces es ponerles una tapia y un cinturón y cerrarla. ¿De qué
trata su libro? Empieza así, sigue y termina. ¿Y
qué piensa usted sobre la España contemporánea? Lea
«Crematorio»...
—Todo
lo que sea explicar eso es ponerlo peor.
—Tiene
que ver con el esfuerzo, porque leer a fin de cuentas, aunque pueda
ser placentero, es un esfuerzo, y estamos siempre buscando el
picadillo, el potito...
—No,
la gente opina si un escritor es bueno o malo porque le ha visto en
la tele. No ha leído ningún libro de él. Oye, Gala es estupendo.
¿Usted ha leído algún libro de ese hombre? No, pero es tan
simpático, habla tan bien, es tan poético cuando habla... Muy bien,
señora.
—Aunque
Valle-Inclán forma parte de su tradición y de su espíritu, sin
embargo menciona junto a la estética del esperpento, de que España
necesita una estética sistemáticamente deformada, la figura de
Bacon, para mostrar cosas que incluso con esa deformación no es
suficiente para mostrar lo que está por debajo...
—Bacon
me gustaba más que me gusta, porque la edad te va volviendo más
tranquilo, y ahora me parece un poco demasiado gesticulante. También
hay un artículo sobre Bacon en «La buena letra». Me gustaba sobre
todo por su valor de seguir con una pintura raramente figurativa y al
mismo tiempo, sin coger el camino más sencillo, que es hacer
estampados para las paredes y para los sofás me esfuerzo en buscar
una salida para la pintura que no sea la salida fácil, de pasarme al
expresionismo abstracto, como ha hecho todo el mundo. Me parece que
hace un esfuerzo muy grande. Hay una penetración en el alma humana
contemporánea muy aguda, que levanta muchas ronchas, porque es un
pintor que está claro que ha salido después de la II Guerra
Mundial, después de todo lo que hemos visto, de que la libertad
sexual nos ha llevado a ver ese tren de la bruja, que decía la
Gaite, que es esa libertad sexual que es placer y horror juntos. Todo
eso lo tiene Bacon, que es un pintor muy contemporáneo y al mismo
tiempo extremadamente clásico. Sus espacios son muy clásicos, las
atmósferas te dan la sensación de estar contemplando a Velázquez,
por el aire que tiene el cuadro...
—¿En
sus últimas dos novelas se reconoce en una estética que podía
entroncar de alguna manera con Bacon, o se siente más cerca de
Faulkner?
—Más
cerca de Faulkner.Lo que pasa que Faulkner tiene más carga retórica,
yo creo, y más esfuerzo no sé si a veces gratuito. Aunque me gusta
mucho. He vuelto a leer, no hace mucho tiempo, «Absalón, Absalón»
y «Las palmeras salvajes», y «Las palmeras salvajes», que me
había parecido una obra menor, me ha dejado asombrado.
—Yo
creo que soy más faulkneriano que baconiano. Ninguno de mis
personajes está despellejado. Lo que tiene de bodegón barroco «En
la orilla», tiene mucho de faisandé, los pájaros siguen con las
plumas y los individuos están vestidos, o con piel, no tienen esa
cosa de vísceras fuera de Bacon. Y de Faulkner... ya quisiera el
gato lamer el plato. Me suena impúdico decir, pues di, de Faulkner,
y también de Cervantes. Nos ha jodido. Me
gusta mucho «La Celestina», por lo del materialismo. Me parece la
mejor crítica del lenguaje que se ha hecho en lengua castellana
jamás. No deja un valor en pie, se carga toda la retórica y
en el fondo, mire usted, de lo que se trata es si despluma a la
gallina o no despluma a la gallina.
—Ahí
voy. Calixto despluma o no despluma. Mete o no mete. Remata o no
remata, y todo lo demás, verborrea, verborrea, verborrea. Es un
libro que tengo mucho en la cabeza. Desde «Los viejos amigos» a
«Crematorio», donde no sé si se nota la presencia celestinesca,
pero aquí en «En la orilla», creo que más aún. «En
la orilla» es una especie de repaso de todos los tópicos
contemporáneos, alejándose un pasito de ellos y manejándolos con
un poco de ironía o de sarcasmo.
—¿«En
la orilla» es, respecto a «Crematorio», un paso siguiente después
de la burbuja inmobiliaria, los escombros de la burbuja, o eso sería
una simplificación? ¿En esto hemos desembocado?
—No,
yo diría que es lo que había detrás de la burbuja, eso que parecía
intocado pero que ha ido acumulando estratos de desperdicio y en
realidad haces una excavación, como hacen los arqueólogos, y te vas
encontrando la basura de diferentes épocas, desde los que se
refugiaron ahí en el 36 y fueron cazados y tiroteados por unos hasta
el que tiró tiras asfálticas en la época del progreso, hasta el
que tiró escombros, hasta los mafiosos que han tirado armas, incluso
algún coche que han enterrado ahí dentro.
—Ahí
voy. Es una novela pulpo y hay en todo ello un uso del lenguaje
tópico y buenista con un pasito de distancia convertido en ridículo.
Ah, la soledad y tal, ay, te vas a quedar solo. El
único mal terrorífico y la única enfermedad de verdad es la
pobreza.
—Dice
en «Crematorio»: «En cuanto te descuidas tres o cuatro días sin
hacer limpieza, lo oscuro, lo sucio, lo prehumano empieza a
acometerte». ¿La escritura es también una forma de luchar contra
eso?
—Es.
Es y luego hay también una ironía sobre los códigos. Por qué
hemos decidido que los escritores son la cultura, que hemos decidido
que es estupenda, y ser un fontanero es una mierda. Pues no, mire,
usted, sin «El Quijote» puede usted vivir, pero sin un fontanero
que le arregle la casa cuando se le escape la tubería, no. Estos son
códigos que vienen desde los bisontes de Altamira y que año tras
año repetimos. Nosotros somos los que sabemos explicarlo bien, pues
seguimos manteniendo esos códigos. Uno de los temas de mi novela es
el respeto al trabajo. De hecho
«En la orilla» termina con una especie de glorificación oculta de
las manos...
—Que
me parece una forma de redención, de eso que hablamos. Es una mierda
la apropiación del trabajo, pero saber hacer esto y hacerlo. Es tan
hermoso saber hacer mesas y sillas. ¿Qué haríamos si no hubiera
trabajo? El trabajo te salva. A mí me salva y a ti te salva. Gracias
al trabajo tienes la sensación de que esto no te ha devorado del
todo. Si no escribiera, qué haría en este mundo. Yo no
sirvo para ir de alterne, de restaurantes y de no sé qué, no sirvo
para hacer negocios y frotarme las manos porque le acabo de mangar a
uno 2.000 euros. No sirvo para jugar a las cartas porque digo: si
pierdo soy un idiota y si gano soy un hijo de puta. Prefiero no
jugar.
—¿No
tiene la sensación de que en España hemos acabado por hacer parques
temáticos de antiguas minas, de antiguos puertos, de antiguas
metalúrgicas? ¿Entonces qué hacemos? Aparte de algunos viñedos,
de atender a los turistas, de hacer restaurantes, casinos, parques de
atracciones, qué hacemos? ¿No estamos perdiendo el sentido del
propio trabajo y de la propia vida?
—Sí.
Era convertirte en un país de jubilados, pero no hay quien pague la
jubilación. Yo creo que ahí hubo la esperanza de que los rumanos y
tal vinieran y nos pagaran, pero lo que están haciendo es limpiando
el cobre, si no declaran a hacienda...
—El
enriquecimiento súbito y superficial nos hizo a los españoles
olvidar la historia
que no habíamos estudiado y quiénes somos y de dónde venimos, con
raíces aéreos.
—Sí,
la vergüenza de donde veníamos, de tener el pantalón
remendado y medio culo al aire. Eso lo hemos llevado los niños de
nuestra generación. La dignidad era llevarte limpio y que estuvieran
bien cosidos los rotos y estuviera todo perfecto. Todo eso se ha
olvidado. Cuando yo lo pienso a veces, nosotros veíamos las
películas neorrealistas y los críticos decían: retratan un
ambiente y tal... No, nosotros éramos los protagonistas de las
películas neorealistas. No es que retrataran un ambiente, es que
éramos nosotros. No nos apiadábamos o nos reíamos por gente más
pobre que nosotros, nos reíamos y nos
apiadábamos de nosotros mismos. Eso desaparece en los sesenta, y ya
a partir de los ochenta todo eso pasa a ser voluntariamente olvidado.
Había que olvidar todo eso. Éramos Europa y todo eso lo que hace es
impedirnos ser Europa. Bueno, esto termina con el capítulo
descabellado del especulador que sale ahí y dice: "Ahora
vivimos valores más franciscanos". Pues sí, hemos entrado en
la fase de ir a nuestro sitio. Lo malo es que ya no quedan
carpinterías ni fontanerías ni fábricas de nada ni minas. Ahora
somos unos parados sin oficio.
—También
señala en algún momento que del sufrimiento y del dolor no se saca
nada bueno. ¿Comparte la idea de Ferlosio que en un libro decía
«Vendrán más años malos y nos harán más malos»? ¿Vamos a
aprender algo de esta vuelta a la pobreza?
—Sí,
sí, yo creo que aprendes cosas peores. La mayoría de los mortales
se convierte en más desconfiados, cada buena obra que has querido
hacer te han engañado (eso me ha pasado a mí, le ha pasado a
todos). Sobre mi mesa tenía «El criticón», de Gracián, que no
había vuelto a leer desde que tenía 30 años, y he descubierto que
había frases enteras metidas en «En la orilla». Cuando
Gracián dice que el ser humano es un saco de porquería pues así
es. Y me he dado cuenta de que incluso la
media distancia, ese apartamiento del código oficial, leído un poco
sarcástica o irónicamente, es la base de todo «El criticón».
El lenguaje popular sacado de contexto y mirado desde un lado. Es
divertidísimo, te ríes como una fiera, y el libro es cojonudo,
porque es demoledor, pero de un pesimismo tremendo. Esto es lo que
hoy. Un crítico ha dicho que «En la orilla» carece de humor, y eso
me sentó como un tiro, porque todos los libros los he escrito medio
de coña.
—¿No
le estará pasando como a Kafka, que todo el mundo lo leía al pie de
la letra y no vio el humor que había detrás?
—Yo
creo que tanto «Crematorio» como «En la
orilla» están llenas de sarcasmo. Me gustaría saber contar mejor,
con más humor, que yo creo que es lo que te salva: la perspectiva
desde donde ves las cosas. Que a veces escribir es también
una forma de librarte de eso, porque es reírte de ti mismo un poco,
hacer un auto-análisis y darte cuenta de que tampoco tienes ninguna
importancia en el cosmos este en el que nos movemos. Y por eso todos
los libros míos siempre aparezco yo por tres o cuatro lados, y
amigos que me conocen dice: "Joder, en esta novela todos los
personajes eres tú". Y es verdad. Juegas con eso. Y es una
manera de hacerlo soportable, porque si no, lo que te digo: ¿En qué
podíamos trabajar, empleado en un banco, en una fábrica? Yo de
carpintero, con estas manos, fatal.
—Ha
dicho en alguna ocasión que cada vez le interesa menos la trama, que
la trama, como decía Benet, es una dictadura.
—Vamos
a ver, la trama en el sentido tradicional, que tiene que haber un
desenlace, un muerto, un asesino que se descubre, todo eso... En «En
la orilla» salen las voces despegadas, cada una a su aire. ¿Por
qué? Porque yo creo que hay otras formas literarias que no lo
necesitan. Porque aquí los personajes que hablan están todos
relacionados con el taller del protagonista, así si los hilas y
entra... Pero, ¿para qué, para qué? Tenemos otros recursos
narrativos que no son los de planteamiento, nudo y desenlace en el
sentido tradicional. Sí, ¿pero de qué? No de algo que se descubre,
de algo que ocurre, de algo que se levanta. Yo creo que «Crematorio»
tiene ese planteamiento en la tensión del lenguaje y en esa especie
de crescendo que te va llevando hasta el final. Hay como una especie
de purificación del lector en ese momento. Porque yo siempre digo
que para mí la literatura tiene algo de
ejercicio ignaciano, de ejercicio espiritual, ascenso al monte
Carmelo. Escribes y te salvas, no de una manera muy cínica, sino
como experiencia de conocimiento. Me gusta que el lector
con ese juego de párrafos cortos o de párrafos largos viva una
experiencia paralela a la tuya, que para el lector sea también un
ascenso al monte Carmelo o un ejercicio espiritual ignaciano, y que
cuando termina el personaje en el último
camino llorando por sí mismo el lector se tenga pena a sí mismo
porque en definitiva se ha visto en ese paseo.
—Eso
me gusta.
—Ahí
voy. Yo siempre digo que una novela es lo
que quitas y no lo que pones. Cuando tú terminas una
novela no tienes nada, tienes el mundo entero. Solo cuando empiezas a
darte cuenta de qué trata la novela ya la estás terminando, es
cuando tienes que hacer la novela: quitar todas las adherencias para
ir dejándola en ese camino que hace que una novela sea una frase que
empieza en la primera página y termina en la última sin hacerle
ninguna trampa al lector por medio. Y las trampas se pagan siempre.
Yo sé si he metido tres o cuatro frases en
un libro porque sí, porque me sonaban bien o me parecía que eran un
guiño a algo ajeno al libro y cuando pasa un año y las lees se te
caen al suelo. Y esa es la estructura del libro, no si
muere la chica y luego descubren que la ha matado su primo. En ese
sentido es en lo que cada vez me da más igual la trama. Me gusta que
el libro se mantenga en el sonido, en la música, pero siempre
sabiendo que el sonido y la música no son sonido y música, es una
carga, que las palabras son contenedores. Y lo que me gusta es que
todo ese juego de contenedores vayan bombardeando al lector y lo
vayan llevando sin necesidad de que sienta la curiosidad si se va a
quedar cojo de la herida o no se va a quedar cojo de la herida.
—Una
de las críticas que se hacían a la novela realista era a su
voluntad de novela social. ¿Sus novelas tienen la voluntad de
intervenir en el momento y tratar de sacudir al lector?
—No.
—Cuento
lo que veo y si tiene consecuencias es sobre mí mismo y
en la medida en que otros se parecen a mí lo que a mí me emociona
quizá les emocione a ellos.
—Hombre,
totalmente, porque yo creo que si estuviera cómodo no escribiría.
Me dedicaría a follar o a pescar. Hay escritores gozosos, que me dan
mucha envidia. Pero yo creo que toda mi
literatura sale de la grieta que hay entre el relato dominante y el
relato personal que no se ajusta, entre las aspiraciones que te pide
las sociedad (qué quieres ser de mayor) y tus imposibilidades
o tu falta de ganas. Y ahí en esa grieta es donde sale la
literatura, o al menos en mi caso. Yo sé que hay gente que es feliz
escribiendo, que goza. Yo a veces me río con alguna maldad que
escribo, pero en general lo paso mal, porque no me sale, porque a
veces es un coñazo.
—Ha
dicho también que las novelas tienen la capacidad de mantenerlo todo
en presente, son una especie de fresco que te está interpelando en
este momento.
—Es
que tú abres «Gargantúa y Pantagruel» y los tienes ahí. Abre «El
Quijote» o un libro de Balzac, y están ahí. Son como esas
florecitas chinas que las metes en agua y se abren, pues esto es
igual. ¿Está vivo Torquemada? Pues sí. Fijese, el último libro
que ha ganado el Herralde, el de Luis Goytisolo, no me ha gustado
nada, pero al final dice una cosa que está muy bien, que es eso de
la verdad de la literatura. Es decir, que en la ciencia una verdad
sustituye y entierra a otra. En la filosofía, un sistema, gira, y
todo se va. La literatura está ahí para
siempre. La literatura posterior no ha expulsado a Homero.
Eso es acojonante.
—Ningún
personaje es mejor que la Celestina, no ha salido ninguna puta mejor
que esa. Es esa. Y la pícara Justina es la pícara Justina, pero la
Celestina es la Celestina. Y Torquemada es Torquemada.
—No,
que la novela está muerta hasta que sale una novela buena y la
resucita.
—Claro.
Pero eso pasa con toda. Está muerta la novela francesa, pues sí,
pero te lees la de Mauvignier («Hombres») y menudo novelón. La
novela revive con un libro. ¿Está muerta la novela española? Pues
no, descubres novelas que están muy bien. Eso de que como estoy
viejo la novela se muere conmigo eso es una tontería.
—Ahí
voy.
—Ni
él lo sabe. Yo que sé.
Entrevista
a Rafael Chirbes por Alfonso Armada, [ABC, 28 de mayo de 2013]
Entrevista
a Rafael Chirbes por Gabriel Ruiz Ortega [Siglo XXI, 29 de octubre
de 2009]
¿Desde cuándo venía gestando CREMATORIO?
No sé, soy muy lento antes de empezar a escribir, antes de sentir que tengo la pila cargada. Ahora mismo llevo dos años y medio sin escribir, pero dándole vueltas a algo, intentando descubrir el sitio para mirar desde donde no he mirado aún, dar un paso más en el conocimiento del sentido de nuestro tiempo. Con CREMATORIO me pasó algo igual.
¿Y cuánto tiempo le demandó escribir la novela?
Estuve unos cuatro años cociendo, los últimos dos y medio de los cuales escribiendo con irregularidad; o sea, días en los que apenas tocaba el texto, y días en los que me tiraba quince horas.
CREMATORIO podría ser una metáfora de la liberación a través del dolor.
Algo de eso hay, la escritura es –entre otras cosas- una forma de purificación, de convertir los fantasmas íntimos en algo de uso público, como es la literatura. Conviertes lo de dentro en algo que tiene vida propia –una novela- y te es ajeno. No sé si es una visión muy actual, pero creo que el novelista aprende sus contradicciones a medida que escribe, algo paralelo a lo que ocurre con el psicoanálisis (aunque yo soy bastante poco freudiano). Hay que entender que las contradicciones de dentro siempre están tejidas con las del tiempo en que se vive. No hay alma que flote, que esté fuera de la historia.
La novela es también una reivindicación de la importancia de la configuración de los personajes. Se lo comento porque desde vengo notando en no pocos novelistas un mayor apego por la trama, la atmósfera y la experimentación, aspectos evidentemente válidos, mas a las grandes novelas las sostienen precisamente los personajes.
Sí, a mí lo de la trama no me interesa mucho, creo que lo que cuenta es la sensación de que a medida que lees vas aprendiendo, que el libro te va colocando en un sitio que tú no has pisado antes y que te va iluminando, te va haciendo entender, gracias a una maquinaria pequeña (el libro) cómo funcionan las cosas en la máquina grande del mundo. Para eso es imprescindible que haya personajes de peso, porque cuando decimos el mundo queremos decir la red de relaciones entre los individuos, así que unos personajes frágiles sólo pueden dar una mirada sin complejidad, de la que poco aprenderemos. Un personaje de un libro es un peso pesado en la medida en que tiene una red compleja de puntos de vista, de relaciones, de actitudes, un modelo artístico que nos permite descifrar los comportamientos de los seres de carne y hueso.
Se suele creer que hay que depender de la realidad para dar vida a un personaje, muchos de estos ya están perfilados.
Recuerdo que cuando escribí LA LARGA MARCHA, muchos amigos me decían que el personaje de Vicente Tabarca estaba sacado de su padre. Yo te he contado la historia de mi padre, me decían. Y no. Ninguno de ellos me había contado nada de su padre. Era un modelo que yo había sacado, pero que valía para definir a mucha gente. Eso es estupendo. Por eso, vemos el comportamiento de un tipo y pensamos es un Rastignac, es un Raskolnikov, o un Torquemada, porque los libros han definido tan bien el tipo que se ajustan a muchos individuos.
Un personaje ausente, pero que a la vez es el aliento del libro, es Matías Bertomeu, quien se refugia en la agricultura contra los embates de la “modernidad” y “desarrollo”, representados por su hermano Rubén, que ha hecho fortuna en el negocio de la construcción. La decisión de Matías podría también ser vista como una decisión motivada por un interno pulso romántico.
Matías ha muerto (como han muerto las utopías del siglo XX), no sabemos exactamente cómo fue en realidad. Cada uno lo usa para justificarse a sí mismo. Los buitres descarnan al muerto. Siempre ocurre así. Los vivos se apropian de la historia, interpretan a su conveniencia lo que el otro hizo. A ratos, oyéndolo hablar en bocas de otros, uno piensa que fue un buen tipo, en otros momentos nos parece un imbécil, o un miserable. Mientras el lector busca quién fue Matías, se hace el análisis a sí mismo. En realidad, toda la novela está escrita para obligar al lector a ponerse él mismo bajo el microscopio. Me hablabas antes de la trama. Fíjate que la novela no tiene trama, ni tiempo, etc..., se sostiene sobre un lenguaje que obliga al lector a avanzar: quería que el libro fuera una trituradora que pusiera al lector en cuestión y que lo obligara a leer a pesar de que lo que leyera le hiciese daño, fueran cosas que preferiría no saber. Por eso medí mucho el ritmo.
Muchos han calificado a CREMATORIO como una visión lacerante de la España contemporánea. Sin embargo, por el alcance moral de la novela esta fácilmente es una disección del mundo de hoy, en el que las personas son esclavas de un razonamiento elemental y dependientes en extremo del dinero.
Cuando me decían que es una novela sobre la corrupción inmobiliaria o sobre la destrucción del paisaje, yo me cansaba de repetir que lo que había querido contar era el estado de nuestra alma a principios del siglo XXI, cuando todos los dioses han muerto, se han caído las utopías, y nos enfrentamos a nuestras vidas solos, sin encontrar ningún sentido, sólo el narcisismo de mirarse y cuidarse uno mismo. Eso es demoledor, porque una vida es poca cosa para hacer nada, hay que tener idea de continuidad, de que eres parte de algo que viene de alguna parte y va a alguna parte. Sin ese sentido de continuidad, no se hubiera hecho ninguna catedral, cuyas obras duraban tres o cuatro generaciones; pero tampoco los viñedos de Burdeos, que para dar los grandes vinos necesitan decenios. Un mundo egoísta acaba siendo absolutamente destructivo: toma el dinero y corre, folla y corre, esnifa y corre, bebe y corre. ¿Con qué idea puedes mirar desde esa actitud la cara de la muerte? Toda vida vivida así se estrella en el fracaso de la muerte.
En la página 46 se lee: “el dinero lo es todo cuando no lo tienes, pero, cuando lo tienes, vuelve más evidente lo que te falta”.
Sí, eso de lo que hablaba antes, la falta de sentido. Cuando falla el sentido del conjunto, todo falla estrepitosamente.
Los personajes Mónica y Silvia son de temer. Para muchos narradores es muy difícil plasmar el mundo femenino.
Me fue mucho más difícil encontrar el tono y la voz en una novelita corta, LA BUENA LETRA, contada por una mujer. Me pasé un año en el que me salía un travesti. De repente, un buen día me di cuenta de que era ella la que hablaba, y todo empezó a hilvanarse. En realidad, todos los personajes, sean del sexo que sean, siempre salen de intentar ponerte tú en el sitio que ellos van a ocupar, captando todos los matices. Por eso, el policía malo, o el mafioso asesino, o la prostituta o la mujer violada de mis novelas son yo. ¿Te acuerdas de lo de Flaubert “Madame Bovary soy yo”?
Claro.
Pues algo así.
Especulo que uno de sus referentes es el cine, en especial el gangsteril. Me fue imposible no pensar en ello con el matón Ramón Collado y el mafioso ruso Traian.
Me ha gustado casi desde la cuna el cine. De pequeño, con seis o siete años, no me perdía una película y conocía a todos los actores. Imagino que eso se notará, pero en CREMATORIO quería huir de lo policíaco, no quería apartar al lector de esa autodestrucción a la que me refería antes.
Por el aliento de época, tengo la seguridad de que también es tributaria de la novelística decimonónica.
Por supuesto. Soy un alumno (malo) de Balzac, Galdós, Eça de Queirós, Tolstoi, etc, etc… También me gusta mucho la literatura que se hizo entreguerras (Musil, Proust, Doblin, Mann, Dos Passos, etc.) y los vanguardistas rusos (Pilniak, Biely).
¿Los autores que menciona en los agradecimientos influyeron?
Los nombres que cito al final no son los que me han influido, sino aquellos de los que he tomado frases más o menos textuales, ideas, etc., porque CREMATORIO tiene mucho de antología de textos.
Me dicen que usted es una persona ajena al sarao literario, ¿Cómo tomó el hecho de que CREMATORIO haya sido considerada hace un par de años, por la crítica y lectores, como la mejor novela en España?
Bueno, que reconozcan tus libros te salva del peligro de pensar que estás loco; luego, vuelves a estar solo ante la hoja en blanco. Los novelistas no aprendemos como los mecánicos o los carpinteros: haber hecho un libro que está bien (y que, cuando pasan dos meses, ya te parece que está lleno de defectos) no te ayuda a escribir el siguiente. Esto es como lo de los jugadores de ruleta. Van al casino todas las noches y siempre empiezan de cero, tienen las mismas posibilidades que el que ha ido por primera vez en su vida. Además, no tienes que dejarte llevar por las alabanzas, tienes que saber que cuando te dicen que tienes “estilo” se refieren a aquello de lo que tienes que huir, porque si sigues por ahí te repetirás, harás retórica, mirarás desde el mismo sitio. Cada libro hace su estilo mientras se escribe. Lo que te digo, siempre estás a cero. Lo que ya has hecho te pesa más que te ayuda.
Entrevista
a Rafael Chirbes por Blanca Berasátegui, [El cultural, 1 de marzo de
2013]
Que
sólo escribe de lo que ven sus ojos ya lo sabíamos, pero es que
ahora “ya ni anoto en mis cuadernillos”, dice Rafael Chirbes para
confirmar su estado de narrador anárquico. Lo
que ven esos ojos sabios de lecturas y descreídos de tanto mirar es
obsesivamente desolador y huele a fracaso.
Sí, Chirbes ha vuelto a hacerlo: se
ha pasado estos seis últimos años plantado en el marjal, mirando y
mirando, y ha escrito En
la orilla.
Al pantano lo ha hecho protagonista y por sus aguas fangosas ha
lanzado a un coro de hombres y mujeres para que vivan sus pobres
vidas sórdidas y desoladas, al borde del desahucio. La novela es de
una densidad literaria y una carga simbólica apabullantes. Retumban
las voces desde el estercolero, y en ese patio trasero que teníamos
olvidado todo son sueños rotos.
Chirbes sabe bien que un escritor se carga mirando y leyendo. “Digamos que entre novela y novela, lo que hago es... novela. Últimamente me cuesta cada vez más escribir, e incluso dar mi opinión sobre las cosas. Yo antes escribía en unos cuadernitos y apuntaba lo que leía, ahora ni siquiera. Porque todo me da la impresión de estar ya dicho, de que todo está trillado. Además, no tengo suficientes datos, no sabemos casi nada de las cosas... Desconocemos los intereses que hay detrás de casi todo... Libia, Mali...las maniobras de los servicios secretos... ¿Qué hay detrás? Nadie lo sabe. Así que ya sólo escribo de lo que veo y no a través de lo que me cuentan, claro que, según se mire, porque siempre escribo de lo que me cuentan los distintos modelos literarios. De esos no te puedes escapar nunca. Cuando escribía Mimoun (1988) tenía en la cabeza Otra vuelta de tuerca, de Henry James; cuando La buena letra (1992), pues siempre andaba por ahí el Lazarillo, con su peculiar ingenuidad y sabiduría. Con cada libro, una referencia. Con Crematorio (2007), tenía a Lucrecio y La Celestina.
Chirbes sabe bien que un escritor se carga mirando y leyendo. “Digamos que entre novela y novela, lo que hago es... novela. Últimamente me cuesta cada vez más escribir, e incluso dar mi opinión sobre las cosas. Yo antes escribía en unos cuadernitos y apuntaba lo que leía, ahora ni siquiera. Porque todo me da la impresión de estar ya dicho, de que todo está trillado. Además, no tengo suficientes datos, no sabemos casi nada de las cosas... Desconocemos los intereses que hay detrás de casi todo... Libia, Mali...las maniobras de los servicios secretos... ¿Qué hay detrás? Nadie lo sabe. Así que ya sólo escribo de lo que veo y no a través de lo que me cuentan, claro que, según se mire, porque siempre escribo de lo que me cuentan los distintos modelos literarios. De esos no te puedes escapar nunca. Cuando escribía Mimoun (1988) tenía en la cabeza Otra vuelta de tuerca, de Henry James; cuando La buena letra (1992), pues siempre andaba por ahí el Lazarillo, con su peculiar ingenuidad y sabiduría. Con cada libro, una referencia. Con Crematorio (2007), tenía a Lucrecio y La Celestina.
-¿Y En la orilla...?
-No lo sé. Es un libro que no tiene trama, porque cada vez me interesa menos la trama. La trama es una dictadura, lo decía Benet... En esta novela hay voces, luego un río central, que es el personaje, y yo quise desde el principio que fuera como un concertante, donde las distintas voces tuvieran el mismo tono y formaran un coro que contara lo único que me interesa contar, que es lo que está pasando. Es un libro discursivo, un libro que se me va constantemente hacia los lados, pero bueno, pensaba, si eso me sirve para abarcar más y consigo que se mantenga la tensión.... y me acordaba mientras escribía de la Historia de una barrica, de Swift, que es pura digresión. ¿Por qué no se puede contar yéndose uno por las ramas, y que éstas formen parte del tronco? Esa era la idea.
La
novela sale el próximo día 5, y Chirbes se nota expectante y hasta
temeroso. Inseguro. Es lo menos petulante que he visto en mi vida. Y
vean qué sincero: “Ayer
recibí el primer ejemplar, me abalancé sobre él, empecé a ponerme
colorao colorao, y me llevé un berrinche tremendo.
Yo
antes terminaba las novelas en estado de éxtasis, y, en cambio,
últimamente me siento abatido y digo ‘no es esto, no es esto'”.
Las espléndidas páginas de En
la orilla
las ve más tarde, ya retirada la ansiedad y sobrevenida la cordura.
Han pasado seis años desde Crematorio y todo este tiempo ha tenido En la orilla cociendo en la caldera. “No todos somos Galdós, que en dos meses escribe un libro y ya quisiera el gato lamer el plato; otros escritores sólo podemos escribir cuando cocemos de tal manera las cosas que ya el plato parece que tiene otro sabor. ¿Que cómo lo preparo? Muy lentamente. De repente oigo voces, me llegan flashes, y escribo un diálogo, y lo dejo ahí, luego escribo un esbozo como de cuento, hasta que veo que esas cosas se van relacionando, y voy uniéndolas. Luego llega la etapa de las dudas, porque como todo lo hago a trozos, mezclando, como un rompecabezas...”
Han pasado seis años desde Crematorio y todo este tiempo ha tenido En la orilla cociendo en la caldera. “No todos somos Galdós, que en dos meses escribe un libro y ya quisiera el gato lamer el plato; otros escritores sólo podemos escribir cuando cocemos de tal manera las cosas que ya el plato parece que tiene otro sabor. ¿Que cómo lo preparo? Muy lentamente. De repente oigo voces, me llegan flashes, y escribo un diálogo, y lo dejo ahí, luego escribo un esbozo como de cuento, hasta que veo que esas cosas se van relacionando, y voy uniéndolas. Luego llega la etapa de las dudas, porque como todo lo hago a trozos, mezclando, como un rompecabezas...”
-Dice que hasta el final no conoce el final de la novela.
-Es cierto. Si lo tuviera en la cabeza, creo que no lo escribiría. Y si tuviera en la cabeza de lo que trata el libro... tampoco. Qué envidia me dan esos escritores que lo tienen todo tan claro. Yo nada. Sigo creyendo que me salen las cosas por puñetera casualidad y nunca sé si voy a volver a escribir otro. Soy un escritor amateur, sigo siéndolo.
Hace años Chirbes aseguraba que Crematorio le acabó resultando antipática, porque le ha tenido en un pozo oscuro. Pero En la orilla nace de las pavesas de Crematorio, del mal olor que deja la especulación y una crisis que trasciende lo económico.
-Digamos que Crematorio es la primera línea de playa, y ésta es el pantano. Crematorio es el esplendor, y ésta es la caída. Crematorio es el fuego que arde deprisa, y en ésta es el rescoldo, porque detrás de esta falsa modernidad que hemos vivido, hay un pozo y hay un pantano que siguen estando ahí, cada vez están más podridos. Porque todos somos ahora muy modernos pero aquí siguen funcionando los mismos esquemas, los viejos tópicos franquistas. No tengo la impresión de que haya cambiado tanto el nervio de la sociedad. Enseguida ves cómo, por debajo, los comportamientos tienen una continuidad con la España que conocí a los diez años. Esta novela tiene el afán de, además de que el pantano sirva como metáfora, ser una narración en la que estén imbricados el pasado y el presente, la guerra y la posguerra, porque los mecanismos por los que unos se enriquecieron siguen funcionando y todo es como una pasta espesa y pringosa.
Y entonces el escritor dice sentir miedo. Habla y habla, discursivamente, yéndose continuamente por las ramas, como las gentes de su novela, y ve que muchas de las cosas que ha escrito, que parecían exageraciones novelescas, luego han ido sucediendo y la gente las asume.
-Y
eso me da miedo, porque aunque todo parece que cabalga desbocado, por
otro lado veo
a un país puritano, exigente, veo que nos vamos convirtiendo en un
coro inquisitorial y eso me asusta. Un
mundo de delatores,
como si aquí nunca hubiéramos cobrado en dinero negro, como si
nadie hubiera hecho trabajos sin factura...
Y si a este espíritu inquisidor le acompañara una gente que se ha
leído Las
Tormentas del 48
de Galdós y entiende lo que es un movimiento, una revolución....
pues bueno. Pero no, aquí
no tenemos formación política,
y todo es improvisación y gamberreo. “Las
redes sociales arden” oigo por ahí. Bueno, pues a mí las redes
sociales me dan pánico.
Para mí son como esas “tricoteuses” de la revolución francesa,
esperando ver rodar cabezas, desde el anonimato, desde la cobardía
más absoluta y esperando a ver qué cabeza cae para celebrarlo: ¡Ha
caído la del rey!, ¡ha caído la de la princesa! ¡Uff! Todo eso me
espanta. Y desconfío, sí, porque veo que todo se está volviendo
muy judicial, y cuando se pone en marcha la justicia me echo a
temblar. Yo
veo que hay una lucha entre el modelo protestante y el católico, que
no es sólo política y económica, también moral, entre el norte y
el sur, ricos y pobres... y
están las kikas esas que cortarían la cabeza a cualquier mujer que
decide abortar, y está la sección femenina del PSOE que te
fusilaría por mirarle las tetas a la que pasa.
Me dan pánico unas y me dan terror las otras. Y me da terror
Rubalcaba, y Cayo Lara persiguiendo con celo inquisitorial a sus
camaradas extremeños que le fastidian sus pactos con Alfredo.
-Está claro que no le gusta la España de hoy.
-No me gusta nada y además, me da miedo, ya digo. Por eso estoy en mi casa, solo, dueño de mis palabras y de mis silencios. Y ... no sé por qué digo estas cosas.
Su fe en la capacidad de transformación de las cosas es cada vez menor, pero Chirbes admira a los que se esfuerzan en cambiarlas. Él no lo hace. No quiere dar falsas esperanzas, no quiere mentir, así que En la orilla resulta agobiantemente triste. Dice uno de sus protagonistas: “Con la edad, aumentan los conocimientos sobre lo desagradable de la vida”.
-¿Y no es así? ¿A ti no te pasa?
O “Encerrados en casa, cocían su tristeza en silencio”.
-Ese sería yo, sí.
O “Espero del ser humano solo lo peor”.
-Bueno, eso no tanto. ¿Sabes que pasa? Hay dos cosas terribles en la vida que no hay manera de despegarse de ellas: el sexo y el dinero. Y En la orilla es un libro sobre estas dos cosas. En realidad, casi todos los libros lo son. ¿Qué es La Celestina?
O “Los impagados apagan el amor”. Los impagados, es decir, las dificultades, ¿sacan lo peor del ser humano?
-En la vida privada es así, sale lo peor del hombre, “el depredador originario”, que dice el libro.
En
la vida pública, se esfuma la retórica que lo envuelve todo y
disimula la cruel mecánica de la lucha de clases. La
miseria devuelve la lucha de clases al primer plano.
Queda
a la vista que alguien se lleva la presa y nos deja con la barriga
vacía.
El entorno, la degradación del paisaje que envuelve a los personajes y su denuncia son elementos sustanciales de la novela. Pero cree Chirbes que tenemos una idea romántica del paisaje que nos viene “de esa mentira de que los paisajes son eternos, y no lo son, muchas veces duran menos que nuestras propias vidas”. También denuncia el escritor a esos ecologistas que priman la naturaleza sobre el mismo hombre.
-Sí, ellos buscan el bien, caiga quien caiga. Cada día hay más leyes que supuestamente nos protegen y en cambio nos dejan más desamparados. Fíjate que, en tiempos de Franco, creo que había unos quince mil presos. Ahora me parece que he leído que hay más de cien mil, y no sé cuántos más en libertad provisional o a las puertas de cumplir condena. Crece el control, el lenguaje benevolente y políticamente correcto como una espada de Damocles. Se tipifican nuevos delitos, al mismo ritmo que se apodera de todo una violencia ambiental y se instala un sutil clima de sospecha. Todos nos sentimos culpables, todos parece que tenemos algo que esconderles a los nuevos inquisidores que se envuelven en el progresismo. Florecen los ejércitos de salvación. Líbrenos Dios de quienes quieren protegernos.
El
que mejor definió a Rafael Chirbes fue Vázquez Montalbán, con el
que tenía tantas afinidades. “Chirbes,
una isla que se esfuerza por serlo”,
escribió. Ciertamente Chirbes es un solitario, ajeno a modas y
generaciones: “El
escritor lo que tiene que hacer es escribir y si
tienes que hablar mucho de tus libros es que tus libros no hablan por
ti. Mala cosa”.
Lee a sus colegas contempóraneos, pero tiene poco que ver con ellos.
“Los
escritores que reniegan de la función de la literatura -capturar
verdades, moldear sensibilidades-
fingiendo hacerla un homenaje, y la convierten en una casa de
muñecas, no me interesan”, dice sin ánimo de molestar. También
dice que se siente próximo a Aramburu, que le ha gustado la última
novela de Trapiello... Pero sobre todo lee a los alemanes, a los
rusos, a los franceses... “¿Te
das cuenta, dice, de lo mal que envejecen los libros literarios y qué
bien se sostienen los libros que tienen voracidad por el exterior?
La
literatura sale cuando no la pretendes,
si la pretendes, en lugar de un adorno sale una grieta. Pero si
capturas eso que no existe, que es la verdad, resiste”.
-¿Por qué la narrativa española, con excepciones, rehúye hablar de la realidad con una crudeza similar a la suya y prefiere modelos americanos, tal vez más inofensivos?
-Quizá sigue existiendo cierto temor al realismo, herencia de los años en que se lo despreció: parece poco literario contar lo que pasa, como si la literatura fuera algo ajeno, un juguete aparte. Se olvida que la novela es una parcelita de eso que pasa, testigo de su tiempo. Los libros de historia la bajan al suelo y acaban poniéndola en su sitio.
En Alemania, donde Chirbes es leído y muy respetado (el gran crítico Reich-Ranicki le dedicó dos veces buen espacio en su programa de televisión, algo insólito) la novela mantiene su puesto y participa en debates sobre la construcción del país. ¿Por qué es impensable que eso ocurra aquí?
- No sé. Quizá porque Kant y Bach no nacieron en Tavernes de la Valldigna o en Castellón de la Plana.
Pero
Galdós nació aquí...
Sí,
sin Galdós no sabríamos casi nada del XIX ¿Es que se puede
aprender de alguien mejor que de Galdós? Es que es maravilloso.
¡Qué pandilla de imbéciles supuestamente modernizadores hemos
tenido aquí que han despreciado a Galdós!
Lo de Las
Tormentas del 48,
que he leído mucho con esto de los indignados, es inmejorable. Ese
Sebo intrigando, esos confidentes de la policía, ese pueblo
pagándolo siempre como víctima entre militares y políticos, esa
lucidez política... Esa
capacidad para tocar a los personajes. ¿Te
has fijado que a todos los personajes de Galdós los puedes
pellizcar? Si eso no es escribir bien...
Le ha pasado igual a Blasco Ibañez, que ha corrido todavía peor
suerte, pero léete El
intruso,
sobre el País Vasco.
-¿Qué me dice, por cierto, de los indignados?
-¿Qué me dice, por cierto, de los indignados?
Que
desconfío mucho porque en realidad no sabemos quién es el sujeto
histórico de nuestro tiempo, y eso produce mucha confusión. Uno
se ha lanzado a la calle porque está cabreado, el otro porque le
resulta un entretenimiento; otros porque son confidentes de la
policía, o infiltrados de partidos políticos; los otros se han
lanzado porque han ganado los del PP...
En fin, un tótum revolútum. Yo no firmo ya manifiestos ni acudo a
manifestaciones. ¿Cómo me voy a creer a estas alturas a Cándido
Méndez? ¿Y al otro, a su pareja? ¿A qué vienen esos aspavientos
con la financiación de los partidos si ya lo dijo Alfonso Guerra:
‘Señores, el dinero de Europa se ha acabado. Ahora los
ayuntamientos tienen que financiarse'? Y, por supuesto, no me creo
al PP, que está en las antípodas de lo que pienso.
»Esta
situación - continúa Chirbes- me recuerda a la descomposición de
la época de la primera Restauración, cuando se daban esas alianzas
tan contra natura entre carlistas y republicanos, y eso que entonces
había un movimiento obrero sólido.
No, lo de ahora es un régimen podrido, porque nació de los
oportunistas de un bando y de otro. Aquí
socialdemócratas no había ni uno. Aquí había comunistas y
anarquistas por un lado, y fascistas por otro.
¿Cómo se formaron los partidos? Se trataba de poder comer de la
tarta europea
y si para ello había que renunciar a la camisa azul y a la bandera
roja pues se renunciaba. Todos los que entraron lo hicieron para
comer de la tarta. Y vino el pelotazo, y
toda esa gente del sindicalismo que acaba convirtiéndose en clase
media y burguesía del nuevo régimen, y que es, por ejemplo, la que
ha controlado todos estos años Andalucía.
En los años ochenta empezó todo. Lo dijo Solchaga: “España es
el país en el que se puede ganar más dinero en menos tiempo”.
¿Y
ahora?
Con
estos mimbres no creo que se puede hacer gran cosa. Yo veo ahora
mucha desenvoltura para dictar las obligaciones ajenas, para
denunciar
a la mínima y la gente se encuentra poco dispuesta a asumir sus
culpas. Además, vivimos la cultura de la lástima.
Todo
el mundo quiere mostrar sus llagas. Hemos convertido en héroes a
los pobres desgraciados.
Esa moda que empezó con Callejeros
de exhibir los despojos para entretener al personal me parece
repugnante.
Otra
vez En
la orilla.
Pese a la cordialidad de la conversación, a Rafael Chirbes no le
gusta hablar de sus libros. Ya lo ha dicho. “Cuando me pregunten
de qué trata el libro voy a decir: ‘Pues mire usted, empieza con
una cita de Diderot y acaba poniendo Beniarbeig. De eso trata mi
libro'. Porque, dime, ¿trata sobre la corrupción? No. ¿Sobre el
crimen? No. ¿Sobre el suicidio? No. ¿De sexo? Tampoco. Al
final, insistirán: ‘pero, estaban enamorados, o no'? Pues yo qué
sé, contestaré. Si lo supiera, lo hubiera dicho.
La
literatura trata de la complejidad de la vida”
.


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