miércoles, 8 de julio de 2015

La vida está en otra parte


Fragmentos de El pozo, Juan Carlos Onetti
Fragmentos de Como la sombra que se va, Antonio Muñoz Molina





Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en lugar de los vidrios. […]
Después me puse a mirar por la ventana, distraído, buscando descubrir cómo era la cara de la prostituta. Las gentes del patio me resultaron más repugnantes que nunca. […]
Seguí caminando, con pasos cortos, para que las zapatillas golpearan muchas veces en cada paseo. Debe haber sido entonces que recordé que mañana cumplo cuarenta años. Nunca me hubiera podido imaginar así los cuarenta años, solo y entre la mugre, encerrado en la pieza. Pero esto no me dejó melancólico. Nada más que una sensación de curiosidad por la vida y un poco de admiración por su habilidad para desconcertar siempre. Ni siquiera tengo tabaco. […]
Encontré un lápiz y un montón de proclamas abajo de la cama de Lázaro, y ahora se me importa poco de todo, de la mugre y el calor y los infelices del patio. Es cierto que no sé escribir, pero escribo de mí mismo. […]
Lo difícil es encontrar el punto de partida. Estoy resuelto a no poner nada de la Infancia. Como niño era un imbécil: sólo me acuerdo de mí años después, en la estancia o en el tiempo de la Universidad. […]
Pero ahora quiero algo distinto. Algo mejor que la historia de las cosas que me sucedieron. Me gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no. O los sueños. Desde alguna pesadilla, la más lejana que recuerde, hasta las aventuras en la cabaña de troncos. […]
Lo curioso es que, si alguien dijera de mí que soy "un soñador”, me daría fastidio. Es absurdo. He vivido como cualquiera o más. Si hoy quiero hablar de los sueños, no es porque no tenga otra cosa que contar. Es porque se me da la gana, simplemente. Y si elijo el sueño de la cabaña de troncos, no es porque tenga alguna razón especial. Hay otras aventuras más completas, más interesantes, mejor ordenadas. Pero me quedo con la de la cabaña porque me obligará a contar un prólogo, algo que me sucedió en el mundo de los hechos reales hace unos cuarenta años. También podría ser un plan el ir contando un "suceso” y un sueño. Todos quedaríamos contentos. […]

Lolita, Nabokov, Humbert Humbert, Annabel Leigh


Aquello pasó un 31 de diciembre, cuando vivía en Capurro [un barrio de la ciudad de Montevideo]. No sé si tenía 15 o 16 años; sería fácil determinarlo pensando un poco, pero no vale la pena. La edad de Ana María la sé sin vacilaciones: 18 años. 18 años, porque murió unos meses después y sigue teniendo esa edad cuando abre por la noche la puerta de la cabaña y corre sin hacer ruido, a tirarse en la cama de hojas. […]
yo estaba triste o rabioso, sin saber por qué, como siempre que hacían reuniones y barullo. Después de la comida los muchachos bajaron al jardín. (Me da gracia ver que escribí bajaron y no bajamos.) Ya entonces nada tenía que ver con ninguno. […]
Puede parecer mentira: pero recuerdo perfectamente que desde el momento en que reconocí a Ana María —por la manera de llevar un brazo separado del cuerpo y la inclinación de la cabeza— supe todo lo que iba a pasar esa noche. Todo menos el final, aunque esperaba una cosa con el mismo sentido. […]
Me levanté y fui caminando para alcanzarla, con el plan totalmente preparado, sabiéndolo, como el se tratara de alguna cosa que ya nos había sucedido y que era inevitable repetir. Retrocedió un poco cuando la tomé del brazo; siempre me tuvo antipatía o miedo. […]
Le dije la mentira sin mirarla, seguro de que iba a creerla. Le dije que Arsenio estaba en la casita del jardinero, en la pieza del frente, fumando en la ventana, solo. […]
Pero entonces yo no la miraba con deseo. Le tenía lástima, compadeciándola por ser tan estúpida, por haber creído en mi mentira, por avanzar así, ridícula, doblada, sujetando la risa que le llenaba la boca por la sorpresa que íbamos a darle a Arsenio. […]
Ahora estaba seria y vacilaba, con una mano apoyada en el marco, como para tomar impulso y disparar. Si lo hubiera hecho, yo tendría que quererla toda la vida. Pero entró; yo sabía que iba a entrar y todo lo demás. Cerré la puerta. Había una luz de farol filtrada por la ventana que sacaba de la sombra la mesa cuadrada, con un hule blanco, la escopeta colgada en la pared, la cortina de cretona que separaba los cuartos. […]
Yo creo que comprendió todo de golpe, sin proceso, de la misma manera que yo lo había concebido. Dio media vuelta y vino corriendo, desesperada, hasta la puerta. […]
Ana María era grande. Es larga y ancha todavía cuando se extiende en la cabaña y la cama de hojas se hunde con su peso. Pero en aquel tiempo yo nadaba todas las mañanas en la playa; y la odiaba. Tuvo, además, la mala suerte de que el primer golpe me diera en la nariz. La agarré del cuello y la tumbé. […]
No tuve nunca, en ningún momento, la intención de violarla; no tenía ningún deseo por ella., Me levanté, abrí la puerta y salí afuera. Me recosté en la pared para esperarla. Venía música de la casa y me puse a silbarla, acompañándola. […]
En el mundo de los hechos reales, yo no volví a ver a Ana María hasta seis meses después. Estaba de espaldas, con los ojos cerrados, muerta, con una luz que hacía vacilar los pasos y que le movía apenas la sombra de la nariz. Pero ya no tengo necesidad de tenderle trampas estúpidas. Es ella la que viene por la noche, sin que yo la llame, sin que sepa de dónde sale. Afuera cae la nieve y la tormenta corre ruidosa entre los árboles. Ella abre la puerta de la cabaña y entra corriendo. Desnuda, se extiende sobre la arpillera de la cama de hojas. […]




Cuenta el sueño. Se ha convertido en una obsesión.


En Alaska, estuve aquella noche, hasta las diez, en la taberna del "Doble Trébol”. […]
Después estoy en la cabaña. Cierro la puerta —sin trancarla, claro— y me acuclillo frente a la chimenea para encenderla. Lo hago en seguida; en la aventura de:' las diez mil cabezas de ganado, un indio me enseñó un sistema para hacer fuego rápidamente, aun al aire libre. Miro el movimiento del fuego y acerco el pecho al calor, las manos y las orejas. Por un momento quedo inmóvil, casi hipnotizado sin ver, mientras el fuego ondea delante de mis ojos, sube, desaparece, vuelve a alzarse bailando, Iluminando mi cara inclinada, moldeándola con su luz roja hasta que puedo sentir la forma de mis pómulos, la frente, la nariz, casi tan claramente como si me viera en un espejo, pero de una manera más profunda. Es entonces que la puerta se abre y el fuego se aplasta como un arbusto, retrocediendo temeroso ante el viento que llena la cabaña. Ana María entra corriendo. Sin volverme, sé que es ella y que está desnuda. Cuando la puerta vuelve a cerrarse, sin ruido, Ana María está ya en la cama de hojas esperando. […]

Vuelta a la realidad



Bajé a comer. Las mismas caras de siempre, calor en las calles cubiertas de banderas y un poco de sal de más en la comida. Conseguí que Lorenzo me fiara un paquete de tabaco. Según la radio del restaurante, Italia movilizó medio millón de hombres hacia la frontera con Yugoslavia; parece que habrá guerra. [poco antes de abril de 1941] Recién ahora me acuerdo de la existencia de Lázaro y me parece raro que no haya vuelto todavía. Estará preso por borracho o alguna máquina le habrá llevado la cabeza en la fábrica. También es posible que tenga alguna de sus famosas reuniones de célula. Pobre hombre. […]
Allí acaba la aventura de la cabaña de troncos. Quiero decir que es eso, nada más que eso. Lo que yo siento cuando miro a la mujer desnuda en el camastro no puede decirse, yo no puedo, no conozco las palabras. Esto, lo que siento, es la verdadera aventura. Parece idiota, entonces, contar lo que menos interés tiene. Pero hay belleza, estoy seguro, en una muchacha que vuelve inesperadamente, desnuda, una noche de tormenta, a guarecerse en la casa de leños que uno mismo se ha construido, tantos años después, casi en el fin del mundo. […]


¿la llama que enciende el deseo es resultado de la violación? ¿Siente deseo justo porque ya la ha forzado?


Sólo dos veces hablé de las aventuras con alguien. Lo estuve contando sencillamente, con ingenuidad, lleno de entusiasmo, como contaría un sueño extraordinario si fuera un niño. El resultado de las dos confidencias me llenó de asco. No hay nadie que tenga el alma limpia, nadie ante quien sea posible desnudarse sin vergüenza. Y ahora que todo está aquí, escrito, la aventura de la cabaña de troncos, y que tantas personas como se quiera podrían leerlo...
Cardes, primero, y después aquella mujer del Internacional. Claro que no puedo tenerles rencor y si hubo humillación fue tan poca y olvidada tan pronto que no tiene Importancia. Sin proponérmelo, acudí a las únicas dos clases de gente que podrían comprender. Cordes es un poeta; la mujer, Ester, una prostituta. Y sin embargo...
Hay dos cosas que quiero aclarar, de una vez por todas. Desgraciadamente, es necesario. Primero, que si bien la aventura de la cabaña de troncos es erótica, acaso demasiado, es entre mil, nada más. Ni sombra de mujer en las otras. […]
Y después, que no se limita a eso mi vida, que no me paso el día imaginando cosas. Vivo. Ayer mismo volví con Hanka a los reservados del Forte Makallé. Me acuerdo que sentí una tristeza cómica por mi falta de "espíritu popular”. No poder divertirme con las leyendas de los carteles, saber que había allí una forma de la alegría, y saberlo, nada más. […]
esta gente discutía un punto de honor, honor de clan: si era o no "de macho” aceptar a una mujer con ropas que otro le había comprado. […]
Mientras entraban las palabras de los vecinos entre las cañas de los reservados, era necesario acariciar a Hanka, recordando lo que hago cuando tengo deseo. Y esta tarde sucedió lo mismo. Lo absurdo no es estar aburriéndose con ella, sino haberla desvirginizado, hace treinta días apenas. Todo es cuestión de espíritu, como el pecado. Una mujer quedará cerrada eternamente para uno, a pesar de todo, si uno no la poseyó con espíritu de forzador. […]

Tiene que recordar a Ana María para sentir deseo por Hanka.


¿Por qué me fijaba en todo aquello, yo, a quien nada le importa la miseria, ni la comodidad, ni la belleza de las cosas?

Claro que terminamos hablando de literatura. Hanka dijo cosas con sentido sobre la novela y la musicalización de la novela. Qué fuerza de realidad tienen los pensamientos de la gente que piensa poco y, sobre todo, que no divaga. […]
Le tengo muchísima lástima. […]
—Pero, ¿por qué no acepta que nunca ya volverá a enamorarse?
Era cierto; yo no quiero aceptarlo porque me parece que perdería el entusiasmo por todo, que la esperanza vaga de enamorarme me da un poco de confianza en la vida. Ya no tengo otra cosa que esperar. Hanka tiene veinte años; al final le vino una crisis de ternura y me obligó a aceptarle el hombro como almohada. […]
que iba a buscarse un hombre que sea como un animal. No quise decirle nada, pero la verdad es que no hay gente así, sana como un animal. Hay solamente hombres y mujeres que son unos animales.
Hanka me aburre; cuando pienso en las mujeres... Aparte de la carne, que nunca es posible hacer de uno por completo, ¿qué cosa de común tienen con nosotros? Sólo podría ser amigo de Electra. Siempre me acuerdo de una noche en que estaba borracho y me puse a charlar con ella mirando una fotografía. […]
Sólo uno mismo, en la zona de ensueño de su alma, algunas veces. ¿Qué significa que Ester no haya comprendido, que Cordes haya desconfiado? Lo de Ester, lo que me sucedió con ella, interesa porque, en cuanto yo hablé del ensueño, de la aventura (creo que era la misma, ésta de la cabaña de troncos) todo lo que había pasado antes, y hasta mi relación con ella desde meses atrás, quedó alterado, lleno, envuelto por una niebla bastante espesa […]
Comparte la ensoñación. Ester
Nunca habíamos salido juntos. Era tan estúpida como las otras, avara, mezquina, acaso un poco menos sucia. Pero más joven y los brazos, gruesos y blancos, se dilataban lechosos en la luz del cafetín, sanos y graciosos, como si al hundirse en la vida hubiera alzado las manos en un gesto desesperado de auxilio […]
Esa noche le dije que nunca me iría con ella pagándole, era demasiado linda para eso, tan distinta de todas aquellas mujeres gordas y espesas.
—Mujeres para marineros; y yo, gracias a dios... […]
¿Qué podía pensar ella? Por otra parte, es posible que yo no haya sido sincero y le haya dicho aquello porque sí, como una broma. […]
—¡Vamos, m’hijo! Si me viste cara de otaria... […]
Desde entonces me propuse tenerla gratis. No le hablaba nunca de eso, no le pedí nada. Cuando ella me invitaba a salir, movía la cabeza con aire triste.
—No. Pagando nunca. Comprendé que con vos no puede ser así.
Me insultaba y se iba. […]


Proceso de divorcio. Cecilia Huerta



Estaba por fallarse el divorcio; habían abierto el juicio a prueba y yo fui solamente una vez. No podía soportarlo. Me era indiferente el resultado de aquello, resuelto a no vivir más con Cecilia: ¿y qué diablo podía importarme que un asno cualquiera la declarara culpable a ella o a mí? Ya no se trataba de nosotros. Viejos, cansados, sabiendo menos de la vida a cada día, estábamos fuera de la cuestión. Es siempre la absurda costumbre de dar más importancia a las personas que a los sentimientos. No encuentro otra palabra. Quiero decir: más importancia al instrumento que a la música. […]
El amor es maravilloso y absurdo e, incomprensiblemente, visita a cualquier clase de almas. Pero la gente absurda y maravillosa no abunda; y las que lo son, es por poco tiempo, en la primera juventud. Después comienzan a aceptar y se pierden.
He leído que la inteligencia de las mujeres termina de crecer a los veinte o veinticinco años. No sé nada de la inteligencia de las mujeres y tampoco me interesa. Pero
el espíritu de las muchachas muere a esa edad, más o menos. Pero muere siempre; terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo. Piénsese en esto y se sabrá por qué no hay grandes artistas mujeres. Y si uno se casa con una muchacha y un día despierta al lado de una mujer, es posible que comprenda, sin asco, el alma de los violadores de niñas y el cariño baboso de los viejos que esperan con chocolatines en las esquinas de los liceos. […]
Pero en el sumario se cuenta que una noche desperté a Cecilia, "la obligué a vestirse con amenazas y la llevé hasta la intersección de la rambla y la calle Eduardo Acevedo”. Allí, "me dediqué a actos propios de un anormal, obligándola a alejarse y venir caminando hasta donde estaba yo, varias veces, y a repetir frases sin sentido”. Se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene. […]
Siempre tuve miedo de dormir antes que ella, sin saber la causa. Aún adorándola, era algo así como dar la espalda a un enemigo. No podía soportar la idea de dormirme y dejarla a ella en la sombra, lúcida, absolutamente libre, viva aún. […]
Entonces tuve aquella idea idiota como una obsesión. La desperté, le dije que tenía que vestirse de blanco y acompañarme. Había una esperanza, una posibilidad de tender redes y atrapar el pasado y la Ceci de entonces. […]

Continúa con episodio de Ester


—Sí, pero no te creas que se te hace el campo orégano. Es la última vez. Mirá: con vos no voy más ni aunque me pagues.
Yo no tenía ningún interés. Pero no había otro remedio y salimos. […]
Cuando se estaba vistiendo le dije —nunca supe por qué— desde la cama:
—¿Nunca te da por pensar cosas, antes de dormirte o en cualquier sitio, cosas raras que te gustaría que te pasaran...?
Tengo, vagamente, la sensación de que, al decir aquello, le pagaba en cierta manera.
Pero no estoy seguro. Ella dijo alguna estupidez, bostezando, otra vez frente al espejo. Por un rato estuve callado mirando al techo, oyendo el rumor de la lluvia en el balcón. Llegaba el ruido de carros pesados y de gallos. Empecé a hablar, sin moverme, boca arriba, cerrando los ojos.
—Hace un rato estaba pensando que era en Holanda, todo alrededor, no aquí. […]
—Siempre pensé que eras un caso... ¿Y no pensás a veces que vienen mujeres desnudas, eh? ¡Con razón no querías pagarme! ¿Así que vos...? ¡Qué punta de asquerosos!

Incapaz de sentir deseo si no rememora una ensoñación.



Salió antes que yo y nunca volvimos a vernos. Era una pobre mujer y fue una imbecilidad hablarle de esto. A veces pienso en ella y hay una aventura en que Ester viene a visitarme o nos encontramos por casualidad, tomamos y hablamos como buenos amigos. Ella me cuenta entonces lo que sueña o imagina y son siempre cosas de una extraordinaria pureza, sencillas como una historieta para niños. […]


Continúa sobre Lázaro, compañero de pieza.



Es posible que haya caído preso y en este momento algunos negroides más brutos que él lo estén enloqueciendo a preguntas y golpes. Pobre hombre, lo desprecio hasta con las raíces dei alma, es sucio y grosero, sin imaginación. Tiene una manera odiosa de tumbarse en la cama y hablar de los malditos catorce pesos que le debo, sin descanso, con voz monótona, esas eses espesas, las erres de la garganta, con su tono presuntuoso de hijo de una raza antigua, empapado de experiencia, para quien todos los problemas están resueltos. Lo odio y le tengo lástima; casi es viejo y vive cansado, no come todos los días y nadie podría Imaginar las combinaciones que se le ocurren para conseguir tabaco. Y se levanta a veces de madrugada para sentarse junto a la luz que empieza, a leer bisbiseando libros de economía política. […]
me divierto discutiendo con él, tratando de socavar su confianza en la revolución con argumentos astutos, de una grosera mala fe, pero que el infeliz acepta como legítimos. Da ganas de reír, o de llorar, según el momento, el esfuerzo que tiene que hacer para que la lengua endurecida pueda ir traduciendo el desesperado trabajo de su cerebro para defender las doctrinas y los hombres. […]
un acento extranjero que me hace comprender cabalmente lo que puede ser el odio racial. No sé bien si se trata de odiar a una raza entera, u odiar a alguno con todas las fuerzas de una raza.

Pero Lázaro no sabe lo que dice cuando me grita "fracasado”. No puede ni sospechar lo que contiene la palabra para mí. El pobre tipo me grita eso porque una vez al principio de nuestra relación se le ocurrió invitarme a una reunión con los camaradas. Trataba de convencerme usando argumentos que yo conocía desde hace veinte años, que hace veinte años me hastiaron para siempre. Juro que fui solamente por lástima, que nada más que una profunda lástima, un excesivo temor de herirlo, como si en su actitud y en su cabezota de mono hubiera algo indeciblemente delicado, me hizo acompañarlo a la famosa reunión de los camaradas.
Conocí mucha gente, obreros, gente de los frigoríficos, aporreada por la vida, perseguida por la desgracia de manera implacable, elevándose sobre la propia miseria de sus vidas para pensar y actuar en relación a todos los pobres del mundo. Habría algunos movidos por la ambición, el rencor o la envidia. Pongamos que muchos, que la mayoría. Pero en la gente del pueblo, la que es pueblo de manera legítima, los pobres, hijos de pobres, nietos de pobres, tienen siempre algo esencial incontaminado, algo hecho de pureza, infantil, candoroso, recio, leal, con lo que siempre es posible contar en las circunstancias graves de la vida. Es cierto que nunca tuve fe; pero hubiera seguido contento con ellos, beneficiándome de la inocencia que llevaban sin darme cuenta. […]
Queda la esperanza de que, aquí y en cualquier parte del mundo, cuando las cosas vayan en serio, la primera precaución de los obreros sea desembarazarse, de manera definitiva, de toda esa morralla. [se refiere a clase media, intelectuales, la clase mayoritaria] […]
Me aparté en seguida y volví a estar solo. Es por eso que Lázaro me dice fracasado. Puede ser que tenga razón; se me importa un corno, por otra parte. Fuera de todo esto, que no cuenta para nada, ¿qué se puede hacer en este país? Nada, ni dejarse engañar. Si uno fuera una bestia rubia, acaso comprendiera a Hitler. […]

Comparte la ensoñación con Cordes, el poeta



Hacía tiempo que no me sentía tan feliz, libre, hablando lleno de ardor, tumultuosamente, sin vacilaciones, seguro de ser comprendido, escuchando también con la misma intensidad, tratando de adivinar los pensamientos de Cordes por las primeras palabras de sus frases. Estábamos tomando el té, serían las dos de la mañana, acaso más, cuando Cordes me leyó unos versos suyos. Era un poema extraño, publicado después en una revista de Buenos Aires. Debo tener el recorte en alguna de las valijas, pero no vale la pena de ponerme a buscarlo ahora. Se llamaba "El pescadito rojo”. El título es desconcertante y también a mí me hizo sonreír. Pero hay que leer el poema. Cordes tiene mucho talento, es innegable. Me parecía fluctuante, indeciso, y acaso pudiera decirse de él que no había acabado de encontrarse. No sé que hace ahora ni cómo es; he dejado de tener noticias suyas y desde aquella noche no volví a verlo, a pesar de que sabía donde buscarme. […]
Me mortificaba la idea de que era forzoso retribuir a Cordes sus versos. ¿Pero qué ofrecerle de toda aquella papelería que llenaba mis valijas? Nada más lejos de mí que la idea de mostrar a Cordes que yo también sabía escribir. Nunca lo supo y nunca me preocupó. Todo lo escrito no era más que un montón de fracasos. Recordé de pronto la aventura de la bahía de Arrak. Me acerqué a Cordes, sonriendo, y le puse las manos en los hombros. Y le conté, vacilando al principio cómo vacilaba el barco al partir, embriagándome en seguida con mis propios sueños. […]
Hablé hasta que una oscura intuición me hizo examinar el rostro de Cordes. Fue como si, corriendo en la noche, me diera de narices contra un muro. Quedé humillado, entontecido. No era la comprensión lo que había en su cara, sino una expresión de lástima y distancia. No recuerdo que broma cobarde empleé para burlarme de mí mismo y dejar de hablar. El dijo:
—Es muy hermoso... Sí. Pero no entiendo bien si todo eso es un plan para un cuento o algo así. Yo estaba temblando de rabia por haberme lanzado a hablar, furioso contra mí mismo por haber mostrado mi secreto.

—No, ningún plan. Tengo asco por todo, ¿me entiende? por la gente, la vida, los versos de cuello almidonado. Me tiro en un rincón y me imagino todo eso. Cosas así y suciedades, todas las noches.
Algo estaba muerto entre nosotros. Me puse el saco y lo acompañé unas cuadras.


Este Linacero tiene algo de Holden Caulfield. Vive totalmente ensimismado, como un adolescente tardío. ¿Con qué edad escribió Onetti este relato? ¿Con 30?


 […]
A veces pienso que esta bestia es mejor que yo. Que, a fin de cuentas, es él el poeta y el soñador. Yo soy un pobre hombre que se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas. Lázaro es un cretino pero tiene fe, cree en algo. Sin embargo, ama a la vida y sólo así es posible ser un poeta. […]
Hubo un mensaje que lanzara mi juventud a la vida; estaba hecho con palabras de desafío y confianza. Se lo debe haber tragado el agua como a las botellas de los náufragos. Hace un par de años que creí haber encontrado la felicidad. Pensaba haber llegado a un escepticismo casi absoluto y estaba seguro de que me bastaría comer todos los días, no andar desnudo, fumar y leer algún libro de vez en cuando para ser feliz. Esto y lo que pudiera soñar despierto, abriendo los ojos a la noche retinta. Hasta me asombraba haber demorado tanto tiempo para descubrirlo. Pero ahora siento que mi vida no es más que el paso de fracciones de tiempo, una y otra, como el ruido de un reloj, el agua que corre, moneda que se cuenta. Estoy tirado y el tiempo pasa. Estoy frente a la cara peluda de Lázaro, sobre el patio de ladrillos, las gordas mujeres que lavan la pileta, los malevos que fuman con el pucho en los labios. Yo estoy tirado y el tiempo se arrastra, indiferente, a mi derecha y a mi izquierda. […]

Soñar despierto no es un buen plan para vivir.


Esta es la noche. Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche me rodea, se cumple como un rito, gradualmente, y yo nada tengo que ver con ella. […]
Me hubiera gustado clavar la noche en el papel como a una gran mariposa nocturna. Pero, en cambio, fue ella la que me alzó entre sus aguas como el cuerpo lívido de un muerto y me arrastra, inexorable, entre fríos y vagas espumas, noche abajo.

Nabokov, cazador de mariposas. La noche me arrastra. El relato me lleva.


Esta es la noche. Voy a tirarme en la cama, enfriado, muerto de cansancio, buscando dormirme antes de que llegue la mañana, sin fuerzas ya para esperar el cuerpo húmedo de la muchacha en la vieja cabaña de troncos.



Eladio Linacero, Confesiones
Extrañamiento de la realidad, desvinculado. Las gentes del patio me resultaron más repugnantes que nunca. La noche me rodea y yo nada tengo que ver con ella.
Relación con los demás: con otros niños [Como niño era un imbécil], con los muchachos cuando es un muchacho [Ya entonces nada tenía que ver con ninguno], con las mujeres: con su esposa, con Ana María, con Ester, con otros hombres: con Lázaro,su compañero de pieza; con Cordes.
Mundo de los sueños y ensoñaciones: Imágenes que tienen que ver con aventuras leídas o con películas. En el episodio con Ana María está pensando en una heroína, en una femme fatale que pudiera dispararle.
El mundo de las ensoñaciones es un mundo incontaminado, de pureza y belleza visual. Idealización de los sueños. La felicidad consiste en un escepticismo casi absoluto y en soñar despierto. Llega el desengaño: la realidad se impone. El tiempo pasa y no tengo un plan para vivir: estoy tirado y no soy indiferente a mis circunstancias ni al mundo que me rodea.



“Lo que yo era por dentro y lo que me importaba de verdad permanecía oculto para la mayoría de las personas que trataban conmigo. Por pereza, por la pura inercia de las coacciones exteriores, llevaba años instalado en la conformidad y en el disgusto, en la sensación de habitar mundos transitorios y muy separados entre sí, ninguno de los cuales era del todo el mío. […]

Me escondía de cada vida en la otra. Entre mis actos verdaderos y mis deseos o mis sueños rara vez había una conexión.
Veía películas y leía libros para esconderme en ellos, para quedar absuelto de lo mediocre de la realidad y de mi disimulo y cobardía. Con la literatura y el cine alimentaba un ensimismamiento sin introspección, a la manera de la adolescencia. No me fijaba con atención en nadie más que en mí y sin embargo no me veía. […]

Tenía esa convicción enfermiza, tan propia de los aspirantes a literatos en provincias, de que la vida verdadera estaba en alguna otra parte, de que la imaginación es más rica y poderosa que la realidad y el deseo más valioso que su cumplimiento, y los gigantes más memorables que los molinos, y las historias de ficción mucho más perfectas que el devenir desorganizado y repetitivo y sin lustre de los hechos reales. […]

Para mí, la ficción tenía que ver con lo imaginario y lo soñado, con lo deseado que no podía alcanzarse. […]

Despojada casi del todo de sus ataduras a la triste experiencia real de la que procedía, la historia cobraba forma tan ajena a mi voluntad como lo vivido y lo fantástico se organizan por sí solos en la trama de un sueño” 
Como la sombra que se va, Antonio Muñoz Molina


Este mismo desencanto.
La última novela de Antonio Muñoz Molina, Tus pasos en la escalera, tiene algo de El pozo, de Onetti. La mujer del protagonista también se llama Cecilia. Eladio Linacero y Hugo utilizan los relatos de ficción y las ensoñaciones como refugio y para huir de la realidad, para construirse un mundo a su medida.






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