En la cultura
moderna no tenemos un lugar para pensar y sentir lo sublime
El joven Javier Gomá tuvo, una tarde de otoño,
el vislumbre de un mundo ordenado y con sentido. El resto de su vida
intelectual lo consumió en cabalgar tras el resto de las piezas. No tuvo prisa,
y cuando empezó a publicar, estaba ya todo en su sitio. De profesión filósofo —lo
compagina con los dos mejores trabajos del mundo, para el gusto del
entrevistador: director de la Fundación March y letrado del Consejo de Estado—
heredó de Ortega y Gasset la
cortesía de la claridad y la noción, menos que un esbozo en el filósofo madrileño,
de la experiencia de la vida. En la última década ha publicado cuatro libros
fundamentales —Imitación y experiencia, Aquiles en el Gineceo,
Ejemplaridad pública y Necesario pero imposible— todos ellos
nacidos de un mismo aliento, que coronan una empresa ansiógena comenzada en su
adolescencia. La editorial Taurus los reunirá en una sola caja en noviembre.
También ha alcanzado maestría en el arte de decirlo todo con mil palabras en
sus contribuciones a El País, reunidas por Galaxia Gutemberg en el
apetecible Todo a mil y ahora en Razón: portería de inminente
aparición. Le pedían que escogiera y él escogió quererlo todo y la razón la
expuso con elocuencia aquí. Es el autor de esta definición de vida, al comienzo de su mejor pieza: la lenta elaboración de un ejemplo póstumo. Nos recibió en la estupenda
sede de la estupenda
Fundación March. La charla se demoró y se hace preciso advertir que la
entrevista es larga; el lector sabrá disculparlo: el tema era la vida.
Por convención, en Occidente se considera a Tales de Mileto el primer
filósofo, y de él se cuenta una conocida anécdota: que un día caminaba mirando
las estrellas y cayó en un agujero. Ese episodio fija el arquetipo de filósofo
como sabio distraído y ensimismado. ¿Te reconoces en él?
No del todo,
porque, en mi caso, desde muy pronto intenté hacer vivible una vida donde el ensimismamiento máximo al
que te arrastra la vocación fuera compatible con una vida normal que te evita
caer en el hoyo en el que cayó Tales. La fecha para mí es otoño de
1980. Yo tenía quince años y algo ocurrió allá bajo ese tamarindo literario que
cito en los libros. Una especie de movimiento interior que me convirtió en un adolescente intelectual, espiritual y cultural.
Sin embargo, comprendí que no debía actuar como se espera en el paradigma romántico,
que es alimentar esa llama de fuego salvaje que es la vocación, sino que había
que domesticarlo y no vivirlo como incompatible con esa biografía
normal de ciudadano, hijo, padre, hermano, amigo, compañero, profesional,
sabiendo muy tempranamente que la vocación es una irrupción sobrevenida sobre
la existencia común de cada uno, un injerto raro, una anomalía vital y, por lo
tanto, una tensión entre dos polos que nunca se reconcilian del todo. Los románticos
tienden insensatamente a exaltar esa contradicción. Yo me esforcé
por hacer lo contrario: buscar los modos de hacerlos compatibles o convivir con
ellos, domesticando
esa tendencia totalitaria que la vocación literaria tiene.
Lo que dices está en consonancia con la segunda anécdota que conocemos de
la vida de Tales, que viene a matizar la primera. Porque Tales, el mismo que
pensando en sus cosas se cae por un agujero, tenía unos conocimientos de
astronomía que le permitieron predecir una gran cosecha de aceitunas: de modo
que compró todas las planchas de aceite de la ciudad y se hizo rico. El
filósofo tiene un ojo en la eternidad y otro en la mundanidad.
Así es, pero el
paradigma romántico ha producido estragos. El romanticismo del siglo XIX, que tantas cosas buenas
trajo, es un gran exceso, también en la filosofía. La filosofía en
el siglo XIX y XX es una filosofía de energúmenos, contrapuesta a una filosofía
mundana, que es aquella que se enriquece con el pulimento del roce social.
Una filosofía energuménica la encontramos en el Zaratustra de Nietzsche, que piensa que ha tenido
revelaciones alucinantes en lo alto de la montaña, como los profetas, y luego
baja para difundirlas al mundo. Eso es el resultado de un estereotipo romántico.
Es el que hoy prevalece, puesto que se ha generalizado el concepto del genio,
que prácticamente se ha hecho equivalente a la expresión suprema de la individualidad.
Ser individuo en grado eminente hoy es ser genio. En el ámbito filosófico eso
ha alentado una filosofía energuménica, antisocial y antimundana.
Tu diálogo con el romanticismo es constante. En la introducción de Aquiles
en el gineceo dices que tu vida ha sido la fuente de tus reflexiones, pero
solo lo que tu vida tenía de típico y genérico.
Vas a contrapelo de la filosofía contemporánea, obsesionada por negar una
naturaleza común, y de la cultura dominante, que nos pide ser originales,
únicos y geniales.
Sí, porque mi visión
filosófica, que es transversal respecto a muchas disciplinas, incluye
una revisión de la antropología vigente. La ejemplaridad
es siempre ejemplaridad pública porque, por su propia naturaleza, el
ejemplo es siempre ejemplo para alguien, lo cual implica que tiende
a la universalidad, como ya vio Kant.
Ahora bien, en el romanticismo la
universalidad es imposible, en la medida en que todo
el mundo se considera único, distinto y diferente. Por lo tanto, ninguna
regla enunciada en el ejemplo de uno le es aplicable a los demás. Si yo quiero
poner en marcha una
filosofía basada en la ejemplaridad, hay que revisar esa
antropología que excluye el carácter universal del ejemplo. Como muy bien
dices, en las páginas introductorias de Aquiles en el gineceo sostengo
que, por una parte, esa filosofía que propongo es existencial —a mí me parece
que solo la filosofía existencial es filosofía, no en el sentido de
que sea existencialista, sino solamente aquella que tenga que ver con las
necesidades básicas del hombre y la mujer— y lo que sucede es que cuando busco una experiencia fundamental que iguale a todos los
hombres y mujeres de este mundo encuentro que hay una que, siendo la más
íntima que existe, es al mismo tiempo, la más universal. Y es que solemos
entender que cuando te sumerges más en tu propio yo encuentras esencias nunca
vistas, diferentes, especiales, de acuerdo con esa acuñación de Stuart Mill que equipara lo individual
con la extravagancia. Por tanto, desde esta perspectiva, lo que nos hace
individuales sería lo que nos hace diferentes. Mi tesis es la inversa. El
universal vivir y envejecer —el hecho de que somos mortales— es la experiencia más
íntima y a la vez algo que compartimos todos los hombres y mujeres
del mundo. Así que, indagando sobre esa experiencia interior, no te separas del
resto del género humano sino que te asimilas con los demás, cosa que luego
desarrollo en Ejemplaridad pública. Y esa conclusión, que es una concepción revisada de la antropología en la que lo verdaderamente humano del hombre y de la
mujer no sea lo que nos hace distintos sino lo que nos asimila, abre
el camino a una posible ejemplaridad cuya esencia es la repetición del ejemplo
y la tendencia a la universalidad.
En 2003 irrumpiste en el panorama filosófico con Imitación y
experiencia, que ganó el Premio Nacional de Ensayo al año siguiente. Es tu
obra más voluminosa e imagino que también la menos leída, porque impone un
poco.
No te creas, ha
tenido tres ediciones en tapa grande y una en bolsillo, y anualmente me va
generando derechos. Sí que es la más voluminosa.
Pero es fundamental porque es el basamento de todo tu sistema. Sueles
conceder importancia a que esa primera publicación llegara ya cumplidos los
treinta y ocho años. En estos tiempos parece un signo de distinción tomarse el
tiempo necesario para hacer un buen trabajo.
No es tanto que
me tomara el tiempo necesario, como que necesitaba ser fiel a la vocación, a
ese primer impulso. Siempre me presento como una persona con vocación literaria
extrema, rapiñadora, totalitaria, que irrumpió cuando yo tenía quince años.
La vocación se presenta como una visión. Esa visión me gusta definirla usando
la metáfora de un puzle de, por ejemplo, cien piezas. La experiencia
normalmente te ofrece cinco o siete de esas piezas puestas en su sitio, y
quedan noventa y cinco por colocar. La vida es básicamente una experiencia de
fragmentos. De pronto determinadas personas, animadas por una vocación, tienen
la imaginación del puzle entero y ven el cuadro entero que se forma. Ven la
montaña con su río, o la catedral o el rostro. Cuando eso te ocurre, y eso a mí
me ocurrió muy tempranamente, sientes una
compulsión extrema, urgente, un apremio, por encontrar un objeto que le dé
fijeza, orden y sistema a esa visión, la cual, sin ese, objeto se va a
diluir sin remedio. De joven te imaginas que puedes ser bombero, futbolista,
diplomático, fotógrafo… de pronto, sin saber muy bien por qué, todas las
competencias y habilidades se disparan en una sola dirección que tiene que ver
con esa visión que has entrevisto y luego tienes la
compulsión de pasar esa visión a una misión que es encontrar el objeto adecuado
para ella: un lienzo, una partitura, un texto. Tuve una visión muy temprana y muy
totalitaria y, sin embargo, una maduración muy tardía. Suelo decir
que esos veinte años que transcurren desde la primera emoción hasta la aparición
de mi primer libro se resumen con una sola palabra: ansiedad. No es tanto que me tomara el tiempo como que
la visión no
maduraba suficientemente. La visión requería un tiempo objetivo.
Presumo de haber dedicado una fidelidad máxima hacia mi propia visión y
por eso iba dejando pasar el tiempo hasta que la visión fuera madurando.
[Proust]
Y mientras ibas leyendo como un poseso.
La biblioteca de mi padre tuvo una gran importancia en
mi vida. A partir de 1980 la ansiedad empezó a dominar mi vida
—solo ahora, con la obra hecha, estoy empezando a conocer qué es la vida sin
ansiedad— y leía ansiosamente. He sido siempre muy mal lector, un lector
instrumental: no disfruto y no me guío por la brújula del placer, que es la
única que todo buen lector debería seguir. De ahí me ha quedado un profundo
desprecio a la beatería cultural, esa sacralización del libro, sus autores, la
cultura, como si fuera la nueva religión de salvación. Lo único que cuenta es la emoción:
el libro es su sirviente, su mayordomo. Esa emoción ansiosa me llevaba a leer
horas interminables pero como un conquistador, como un violador que tira al
suelo a su víctima antes de forzarla. La vocación no solo instrumentaliza los libros, también
la vida, que es uno de sus problemas graves cuando se manifiesta en
grado extremo, y las relaciones familiares, las amistades, los amores, las
experiencias… La ansiedad brotó con gran fuerza y me encontré con que muchos de
los libros a los que me iba impulsando estaban en la biblioteca de mi padre. Terminaba
a las cuatro de la madrugada uno y cuando iba a devolver el libro a la
biblioteca veía que el otro libro al que me llevaba el primero también estaba
en la biblioteca de mi padre. Disfruté de esa especie de océano de conocimiento
que representa una buena biblioteca paterna. Si no lo hubiera encontrado allí
me hubiera ido a una biblioteca pública o me hubiera comprado el libro, pero
hay momentos en que esa ansiedad requiere una cierta velocidad para encontrar
un libro, y esa velocidad la encontré en la biblioteca de mi padre.
[Arrogancia.
Habla de la biblioteca de su padre. Ni una palabra sobre su padre.]
Imitación y experiencia me ha parecido muy emocionante, porque según iba leyendo me daba cuenta
de que tenía algo de cuaderno de notas de toda
una vida.
Absolutamente.
Hay notas escritas en un cuaderno cuando tenía quince años que están
literalmente en el libro publicado con treinta y ocho.
[De estas
personas que no le deben nada a nadie. Yo a mis quince años. La Biblioteca de
mi padre. Mi cuaderno. Mis ideas.]
El tema principal del libro es la imitación, que va a ser la idea fuerza
de todo tu pensamiento y que luego se reformula en la ejemplaridad.
En efecto. En
la primera parte de Imitación y experiencia hice una especie de historia de la
cultura occidental desde el punto de vista de la imitación y el ejemplo.
Hay en la premodernidad tres clases: la imitación de las ideas platónicas,
como manera de conocer la realidad, la imitación de la naturaleza,
que se da sobre todo en el arte, y la imitación de los antiguos,
que se da principalmente en la literatura y la retórica. Me di cuenta de que la
imitación como tema filosófico se había tocado de manera tangencial, pero que
nunca se había ensayado una teoría general. Lo primero que tenía que hacer era reconstruir
toda la historia de la cultura occidental desde el punto de vista de la
ejemplaridad, cosa que no estaba hecha en ninguna lengua con un
carácter integrador. Esa historia no pertenecía a mi plan inicial: la acometí
porque estaba por hacer.
Y tú descubres una cuarta clase de imitación, que se da con especial
intensidad en la época griega arcaica, pero no se teoriza hasta la modernidad.
Exacto. De
pronto descubrimos que, curiosamente, en toda esa extensa época de la cultura premoderna (hasta
siglos XVII-XVIII) no se había teorizado la cuarta clase de imitación, que es la
que un sujeto hace de otro sujeto, ambos seres personales
libres y autónomos. Toda la cultura de la era arcaica está basada en
ejemplos de ejemplaridad majestuosa de ciertas figuras ejemplares: héroes
homéricos, escultura griega, historiografía… toda la cultura premoderna es una
cultura de la ejemplaridad, y sin embargo nunca se había elevado al plano del
concepto la imitación de unos por otros, cosa que sí se practica, por primera
vez, en el siglo XX. Ya no es una imitación de los antiguos, de las ideas o de
la naturaleza, sino la imitación de personas respecto a otras personas todas
ellas dotadas de libertad y racionalidad. Mi empeño ahí era elaborar
una teoría general de la imitación demostrando que no es que imitemos o no
imitemos a nuestro gusto, sino que estamos arrojados a un universo de ejemplos.
Todos somos ejemplos para todos. El problema no es si imitamos o no
imitamos, que imitamos
siempre por fuerza —contra lo que querría el dogma moderno de la autonomía del
sujeto—, y no solamente los niños, sino que también los adultos, y
además todo el tiempo; el problema es solo qué modelo escogemos y cómo
utilizamos nuestra razón para elegir el modelo adecuado. No somos autónomos, como nos soñó Kant,
pero sí somos racionales, porque podemos juzgar críticamente quién es el modelo
digno de imitación. Heteronomía autónomamente asumida.
En el libro haces una aportación novedosa a la cuestión de los
universales, que es la del universal concreto, que cristaliza en la persona.
Había que deshacer esa asociación que siempre ha
habido entre lo universal y lo abstracto y que es la
propia del lenguaje, un universal abstracto. En teoría, solamente puede ser
universal, por lo tanto dotado de racionalidad, aquello que participa de la
abstracción del concepto, del lenguaje, de la filosofía… como si lo concreto
siempre estuviera destinado, por una especie de maldición, a no ser susceptible
de razón, a ser una escalera que te sirve para elevarte al balcón del concepto
pero luego empujas y tiras al suelo por inútil. Todo mi esfuerzo es por
recuperar una
noción del ejemplo como «universal concreto», para el que también
utilizo la palabra «ejemplo personal». El ejemplo personal es la expresión
máxima del ejemplo, porque es concretísimo, ya que todo el individuo está
dotado por esencia de una unicidad irrepetible; y, sin embargo, en la medida
que es modelo, está llamado a su repetición, a su imitación, a su reiteración.
En suma: a una universalidad, que no es menos universal porque no sea
conceptual.
Cuando Kant dice que Ilustración es salir de la minoría de edad y
atreverse a pensar por uno mismo sin la guía del otro, no se le ocurre pensar que es precisamente a través de la
guía del otro que uno puede llegar a pensar por uno mismo.
[Yendo a lo concreto. ¿Quién le sirve a usted de guía para pensar por sí
mismo?]
Se le ocurre de
otra manera, porque en la segunda crítica utiliza la imitación pero solo como método pedagógico,
sin comprender su profundidad sustantiva y su aptitud para llegar a pensar por
uno mismo. En el siglo XX se descubre la cuarta clase de imitación, que tiene
lugar entre personas, pero con una visión distorsionada: solo la practicarían
niños, animales, masas y salvajes. Seres disminuidos, con un hándicap, menores
de edad. La
imitación podía estudiarse como un fenómeno premoderno o preadulto pero nunca
como algo propio del sujeto moderno, autónomo y plenamente racional.
La imitación como estadio intermedio hacia un estadio definitivo donde
ya nadie imita, lo cual es un imposible. Se imita siempre, todos en
todas las edades. Y no debemos darnos golpes en el pecho porque imitar puede
ser racional. Obviamente, la imitación se corrompe —contagio, modas, fenómenos
de masas, caudillismo— pero la ciencia, la técnica o la razón pura o
instrumental están expuestas también a sus corrupciones, como todo.
Aquiles en el gineceo es tu segundo libro, mucho más breve, y para mi gusto verdaderamente
inspirado.
Es curioso, los
que escribís elegís Aquiles. Muchísimas veces oigo esta preferencia. Álvaro Valverde, el espléndido poeta,
le dedicó un muy hermoso poema. Ignacio
Amestoy, uno de nuestros clásicos dramaturgos españoles, se ha inspirado
en el ensayo para una de sus obras de teatro. Que un ensayo inspire una pieza
dramática no creo que tenga muchos precedentes.
En él desarrollas la doctrina de los estadios de la vida. Todos experimentamos un estadio
estético y otro ético antes de morir irremediablemente. Y es la
figura de Aquiles la que te sirve para narrar la existencia entera del hombre.
Pero para eso necesitas recuperar un episodio poco conocido de su biografía,
que es su estancia en el gineceo de Esciros, viviendo oculto entre doncellas y
efebos.
Muy pronto,
todavía en el colegio, leí algo sobre la adolescencia de Aquiles. Y ahí vi muy
tempranamente involucrado de modo latente lo que el Aquiles de muchos años
después convierte en patente y que constituye uno de esos nudos de relaciones
que componen el tapiz de mi filosofía. Aquiles es
hijo de una diosa inmortal y de un hombre, así que está destinado a ser
inmortal. Solo moriría en un caso, y es que fuera a la guerra de Troya. Su madre, más interesada en que disfrutara de una vida larga a que la
tuviera buena y significativa, esconde a su hijo donde piensa que nunca nadie
le va a buscar: en el gineceo, que es la parte dedicada a las
mujeres en la corte del rey. Ese travestimiento de Aquiles sugiere la
ambigüedad adolescente, sin identidad, sin individualidad, sin yo. De hecho,
Aquiles, cuando está en el gineceo, no tiene nombre, es un ente abstracto,
impersonal. Por otro lado, los griegos iniciaron una guerra contra Troya, en Asia
(que representaba la lucha de la civilización helénica contra barbarie
oriental), y la victoria pende de un hecho que ha anticipado el oráculo, que es
que Aquiles participe en esa guerra. Solo si Aquiles participa la
civilización triunfa sobre la barbarie. Por eso el astuto Ulises, vestido de
mercader, entra en el gineceo y extiende su mercancía, haciendo que todas las
doncellas se arremolinen alrededor atraídas por el brillo del oro, entre ellas
Aquiles vestido de mujer. Ulises toca la flauta guerrera, Aquiles siente en el
pecho un ardor bélico, se despoja de su vestido de mujer y decide ir a Troya
para morir. La pregunta del libro, que hace juego con el subtítulo del libro —Aprender
a ser mortal— es por qué Aquiles, que estaba destinado a ser inmortal,
decide ir a Troya donde no solamente va a morir sino que va a morir joven. ¿Por
qué prefiere la mortalidad a vivir de manera inmortal?
¿Cuál es tu respuesta?
Mi contestación
es que lo
que nos hace individuales es precisamente la mortalidad. El precio
de morir es un precio digno de pagarse si el premio es ser individuales. Lo más
alto que alguien puede ser es ser individual, ser ejemplo y tener un nombre.
Aquiles se convirtió en Aquiles en el momento en que aceptó morir. Dio como
barato la inmortalidad, la eternidad, algo que en mi planteamiento es siempre
algo magmático, amorfo, sin identidad, sin personalidad, sin individualidad,
característico del estadio adolescente. El gineceo representa esta
adolescencia, el estadio estético, y Troya representa el estadio ético, el
maduro. Allí
encontré la clave de la verdad del destino del hombre y de la mujer.
[Parece
estar muy seguro.]
Tus palabras son: «En la polis el sujeto
acepta su mortalidad, el ciudadano es el heredero del héroe que acepta una vida
breve. Cambia el autogoce de la adolescencia por casa y trabajo».
Cuando uno es
joven se piensa a sí mismo como irreemplazable, eterno y absoluto, cuando uno
madura y entra en el teatro de la finitud, en la sociedad, en la polis,
descubre que el que es eterno, irreemplazable y único es, al mismo tiempo,
reemplazable. Uno de los artículos decisivos de mi Razón: portería se
titula precisamente «Único y prescindible».
Te interesa distinguir entre muerte y mortalidad.
Es importante
distinguir entre muerte y mortalidad. La muerte es un hecho biológico bastante
aburrido y sin ningún interés que le ocurre también a un mosquito, mientras que
la
mortalidad es la consciencia de tu propia naturaleza finita. Muchas
veces se dice que la sociedad contemporánea esconde la muerte. Yo creo, por el
contrario, que no hay un fenómeno más presente en la vida cotidiana —en los
telediarios, películas, videojuegos, libros…— que la muerte como accidente
biológico. Lo que sí se esconde es la mortalidad, la aceptación moral de
nuestra contingencia y de sus limitaciones, que solo experimenta a fondo quien
progresa del estadio estético al ético.
Dices que aprender a ser mortal es morir dos veces.
Exactamente. En
realidad, una persona que hubiera aceptado en todas sus consecuencias el
estadio ético, cuando llegue la muerte biológica no sería más que la
consumación de una decisión ya tomada. Por otra parte, es importante destacar
que la
transición entre una y otra se produce a través de la doble especialización
de la casa y el trabajo. La idea completamente dominante en
nuestra cultura es que lo que nos hace individuales
es lo que está al margen de la sociedad, extramuros de ella hallaríamos
nuestra autenticidad, nuestro yo más sincero. Es aquel mundo soñador,
fantasioso, romántico, más propio de la adolescencia…
Las extravagancias de Stuart Mill.
Extravagancias
previas a la
doble especialización de la casa y el trabajo, que se perciben en la cultura
contemporánea como alienantes. Mi tesis es exactamente la contraria, que no
estamos suficientemente alienados. A través de la doble especialización
del oficio y de la casa se produce la socialización del individuo que antes se
consideraba eterno pero que ahora se refiere a sí mismo como instrumento de una
sociedad que le trasciende y que un día prescindirá de él porque morirá. En
ese proceso de la socialización es donde encuentra su individualidad. Por eso
en Aquiles digo que toda mortalidad es política. Al mismo tiempo, me
interesa destacar la diferencia entre estadios y momentos. Por
una parte, el hombre progresa del estadio estético al ético a través de la
doble especialización, donde se socializa y al hacerlo halla, paradójicamente,
la llave de su individualidad. Pero, por otra, en el estadio ético se mantiene
del estadio anterior un momento estético, un eros, un deseo de infinito,
de totalidad, de arrebato, un anhelo de humana perduración. Esa tensión, dentro el estadio ético, entre la socialización máxima y el
momento estético es la materia de la que está hecho nuestro yo, único pero
reemplazable.
Pero antes de ingresar en el estadio ético Aquiles ha vislumbrado la mortalidad, y por
tanto la eticidad, en su amor a Deidamía, una de las doncellas, con la que
tiene un hijo. Ha pasado de soñar con todas las mujeres a unirse a una única,
aceptando el doloroso hecho de que también ella morirá. Es el único momento en
el que hablas del amor en sentido carnal en toda la tetralogía.
En Aquiles
cuento que el paso entre el estadio estético y el ético, el de la adolescencia
a la madurez, muchas veces tiene una transición. El amor puede ser esa transición. Yo adscribo el amor romántico y pasional al estadio
estético, lo que ocurre es que cuando te enamoras de otra persona, si es
correspondido, acabas queriendo fundar una casa con esa persona. Y eso implica
la necesidad de ganarte la vida, lo que presupone un proceso de
especialización-socialización. Por tanto, hay una transición relativamente
natural entre el amor romántico típico del estadio estético al amor ético típico del estadio siguiente.
En el estadio ético eres ya individual, y lo que te hace individual es tu
mortalidad, y donde tú percibes tu mortalidad es en el proceso de la doble
especialización: casa y oficio.
Una última pregunta sobre Aquiles en el Gineceo. El universal
vivir y envejecer es común a todos nosotros. Pero no todos lo experimentamos de
la misma manera. No es lo mismo envejecer desempeñando un trabajo intelectualmente
apetecible que otro que no lo sea. ¿De qué manera influyen las condiciones
materiales de la existencia en la teoría de los estadios de la vida?
Es obvio que
hay muchos destinos sobre la tierra. En Necesario pero imposible
distingo entre «ley de vida» (nacimiento, juventud, estadios y muerte) y las «vidas sin destino», todas esas vidas truncadas y tachadas, que más
bien parecen abortos de vida. La sociología, la economía, la
psicología o la historia estudian estas diferencias. Pero, para una mirada
ontológica, son solo accidentes. Entre Salomón,
rey de los judíos, o Alejandro Magno,
y ese inmigrante que salta las vallas de Ceuta o Melilla o cruza a nado el
estrecho, sin más bienes que su cuerpo en peligro, muchos rasgos y
circunstancias los diferencian, pero, ontológicamente, esos rasgos y
circunstancias son accidentes respecto a lo
verdaderamente sustantivo: ambos son mortales, ambos viven y
envejecen sin absolutamente ninguna diferencia sustancial. Y esto que los
iguala es muchísimo más profundo y esencial que todas aquellas circunstancias
externas que los separa.
Completas la trilogía de la experiencia de la vida con Ejemplaridad
pública. Allí propones una teoría política para después del nihilismo.
Partes de un doble problema: el
individuo, que es libre y autónomo, defiende con celo su subjetividad o su
momento estético y, aunque está hastiado, porque sabe que algo no
funciona, es reacio a
socializarse. Por otro lado, el Estado, que es la polis, está necesitado de
legitimación y es incapaz de concitar respeto o incitar a la virtud.
Ese es el problema que atacas en el libro. El ensayo arranca con la noción de
vulgaridad, que está más extendida que nunca y para la que pides un respeto.
¿Por qué?
Primero, como
bien señalas, al principio del libro desarrollo un planteamiento positivo del nihilismo,
que es la crítica más radical que una cultura nunca ha lanzado contra ella
misma. La cultura occidental es la única que conozco que ha
ejercitado radicalmente la autocrítica, y en eso Occidente debería ser
imitado por otras culturas. El nihilismo tiene algo profundamente saludable,
que es el cuestionamiento
de la tradición. Un cuestionamiento que no necesariamente tiene que
llevar a desestimar toda la tradición, sino apropiarse de ella solo en lo que
siga siendo fecunda. ¿Pero a qué ha llevado el nihilismo? Más que usar
conceptos con sentido moralizante —sociedad narcisista, individualista,
consumista— escogí deliberadamente un concepto con connotaciones estéticas,
como es el de vulgaridad, que me parece
moralmente neutro y que no tiene ese punto de reproche edificante a
nuestro tiempo. Habrás visto que me declaro hijo gozoso de mi tiempo, y es algo
que caracteriza mi observación del mundo. He mantenido muchas veces que vivimos en el
mejor momento de la historia universal y nadie, en los muchos foros
en lo que he discutido, ha podido refutarme. Pero yo no hago una apología de la
vulgaridad, sino que distingo entre apología y pedir un respeto. Pido respeto
para la vulgaridad porque la vulgaridad es la hija —fea pero hija— del beso de
dos fuentes absolutamente positivas que además representan la expresión más
elevada del genio distintivo: la libertad y la igualdad. Cuando la
libertad en el sentido de la liberación, algo constitutivamente del siglo XX,
se une a la igualdad, entonces la consecuencia es la vulgaridad y, en la medida
en que es el fruto de dos cosas tan positivas que se han unido por primera vez
creando una civilización, como es la democrática, pido respeto para ella.
Uno de los riesgos de elaborar una teoría de la ejemplaridad era caer en
el elitismo. Pero al contrario que en Ortega, tu teoría no desemboca en una
defensa de una minoría selecta o clase rectora.
Si el nihilismo es
pieza fundamental en mis libros es porque desmonta el tinglado del
aristocratismo vigente en la cultura desde su aurora. Desde
que una persona se encontró en la prehistoria con otra en la selva, una
obedeció y otra mandó, creándose dos estamentos. La ejemplaridad estaba
asociada tradicionalmente a esa aristocracia del estamento superior, un pequeño
grupo de personas que se presentan ellas a sí mismas como modelo para una
sociedad mayoritaria cuya única obligación es la docilidad, una mayoría a la
que se le endilga, para mayor desvergüenza, el remoquete de «masa», como si
fuera una sustancia indistinta, informe, compuesta, no por ciudadanos, sino por
seres gregarios como ovejas. Estoy totalmente en contra de esos que se consideran a sí
mismos minoría selecta, que llaman a los demás masas indóciles
porque nos les obedecen con la puntualidad que ellos querrían. No creo en las
masas, palabra que presupone una toma de postura. No existen las masas. Lo que
existe son muchos ciudadanos que se agrupan, cada uno responsable y capaz de
ejemplaridad. La
raya decisiva no es la que separa en la sociedad a los egregios de los
vulgares, sino la que, en el corazón de todos y cada uno de los ciudadanos,
separa entre opciones ejemplares y opciones vulgares del uso de tu libertad
individual. No hay seres cualitativamente distintos, sino todos
iguales y responsables con opciones de mayor y menor excelencia moral.
Había algo
potente en pedir un respeto para la vulgaridad, como un grito igualitario en contra del elitismo
caduco y polvoriento, esa estructura aristocrática, autoritaria y jerárquica
que se desvanece ante los avances del principio igualitario. Ese
elitismo que ve la vulgaridad y dice: «Fijaos a dónde han llegado la igualdad y
la libertad, tenemos que volver al aristocratismo de antes, fijaos qué horrible
y repugnante es, cómo se autocondena sin necesidad de más explicaciones». Yo
quería decir que a esa vulgaridad que vosotros, los eminentes, egregios y
aristocráticos, despreciáis subyace una profundísima y original verdad, bondad
y belleza, nunca antes conocida y que vosotros, los exquisitos, no entendéis.
Lo que sucede es que mi libro toma la vulgaridad como punto de arranque, no de
llegada. De hecho, el libro entero se estructura en la dialéctica
vulgaridad-ejemplaridad.
Lo que quieres es reformar esa vulgaridad.
El problema reside en vivir en una cultura no represora, de «libertad consumada»
como dices tú, que es la nuestra, pero seguir utilizando un lenguaje de
liberación. El problema no es ser libres, pues
ya lo somos, sino hacer un uso virtuoso de nuestra libertad, y esto
es lo que propones en Ejemplaridad pública.
Creo que la
cultura actual —y muchos de los artículos que publicáis en Jot Down lo
confirman— está viviendo un solapamiento extremo. El paradigma cultural ha pasado y la mayoría de los
artistas, escritores, filósofos y poetas no se han enterado. El verdadero problema de los últimos tres siglos ha sido cómo ser libres
frente a las opresiones tradicionales de la premodernidad. Ese proceso ha
terminado. Terminó aproximadamente en los años sesenta o setenta del siglo
pasado. ¿Quiere decir esto que no hay atentados contra la libertad? No, hay
ochocientos millones de atentados contra la libertad. La diferencia con antes
es que esos
atentados hoy se consideran ilícitos, no están legitimados por el
universo simbólico en el que se producen. ¿Hay violaciones contra la mujer?
Miles, desgraciadamente. La diferencia es que antes las violaciones se
consideraban procesos educativos del adolescente aristocrático que violaba a la
criada, el derecho que tenía el señor de acostarse con la campesina, etcétera…
La cultura entera, con su fuerza de autocoacción consentida, permitía o
bendecía la sujeción de la mujer. Ese proceso de
liberación frente a presiones económicas, éticas, ideológicas y sociológicas
tradicionales ha generado durante dos o tres siglos una gran cultura que defiendo,
que es la del romanticismo, la liberación, la experimentación, la filosofía de
la sospecha y de la transgresión…
La transgresión
ha tenido un momento liberador muy importante, igual que la experimentación de
las vanguardias o la sospecha de la filosofía. Los tres agentes han conspirado
positivamente para que el proceso de liberación que estaba pendiente desde el
siglo XVIII se consumase. Incluso cuando el artista dadaísta piensa
que está desmontando la civilización está contribuyendo a la causa civilizatoria,
porque con sus experimentaciones delirantes está demostrando que incluso en el
ámbito del arte la libertad individual puede ampliarse y señala un camino. En
el arte, de generación en generación, en el taller al artista se le enseñaba
que había unos
rasgos inherentes a la esencia del arte, como por ejemplo la forma,
la proporción, la perspectiva, el color. Eso había sido desde las cuevas de
Altamira hasta el siglo XIX. Arte significaba determinadas reglas que normalmente se
enseñaban en los gremios, talleres o escuelas. De pronto un espíritu liberador,
el de las vanguardias artísticas, ensaya producir artes que prescinden de esas
reglas milenarias. Entonces tenemos el arte abstracto, sin figuras,
o el cubista, que descompone la proporción, o el surrealista, que no tiene nada
que ver con la realidad. Esas vanguardias nos enseñan y liberan de una
tradición que se siente como opresiva. Y lo mismo ocurre con la moral. ¿Qué
pretende la moral dominante? La moral de una época enuncia sus mandatos, que son históricos,
como si tuvieran la misma fuerza que las leyes de la naturaleza. La
cultura dominante dice de sí misma lo que podríamos decir de la lluvia o de la
gravedad: es así, siempre ha sido así y siempre lo será.
¿Qué nos enseña
la transgresión? Que algo que pensábamos que era naturaleza en realidad es
historia, cultura, producto cambiante, opinable, revisable, reemplazable, y
este descubrimiento nos libera. La transgresión tuvo un papel importantísimo en
el proceso de liberación en los siglos XVIII, XIX y XX. La sospecha, que nace con Kant —no
casualmente se llama filosofía crítica—, también. Con la filosofía
crítica de la sospecha descomponemos la pretensión de verdad de los relatos
tradicionales. De todos. No hay un relato tradicional que no haya sido desmontado
por la filosofía del siglo XIX y XX. Y casi toda la filosofía de esos siglos es
filosofía de la sospecha, cuyo objetivo es desmontar la pretensión de
legitimidad de relatos tradicionales (políticos, filosóficos, culturales,
ideológicos, religiosos, sociales), mostrar su falsedad, los intereses de parte
que esconde y, con este derribo, permitir que la libertad individual se
ensanche. Ahora
bien, la libertad individual ha alcanzado su máximo ensanchamiento y progreso
[¡!], de manera que lo que fue liberador por la filosofía de la sospecha, la
transgresión moral y la experimentación artística durante tres siglos, que tuvo
una gran potencia durante ese tiempo, ahora ha perdido totalmente esa potencia
emancipadora. Se ha convertido en manierismo, en repetición, reiteración y
epígono. Está muerto, no es fecundo. Y la gente no se ha enterado y repiten una
y otra vez la misma canción ad nauseam. El
tema ya no es ser libres, el tema importante de hoy es ser-libres-juntos, que significa la aceptación gozosa y positiva de
determinadas limitaciones a tu libertad. Sin embargo,
verás cómo los artistas transgresores inauguran en un museo con presupuestos
del Estado y presencia de ministros, un arte en el que se insiste que el Estado
es satánico, la sociedad nos aliena, la cultura nos sojuzga… Se presentan como
transgresores aunque estén subvencionados por el Estado. ¡Qué pereza infinita
de todos los que se llaman rebeldes, libertarios, provocadores, o
transgresores! ¡Qué trasnochado y vacuo! Lo que hizo sonrojar a Calígula hace bostezar a ahora mis
hijos. Por eso digo que ejercer hoy la transgresión es como hacer top-less
en una playa nudista.
[Pensaba que iba a decir algo sobre la igualdad y solidaridad pero parece
que su tesis se limita a la libertad.]
Es muy importante que la democracia se
procure un relato nuevo, una poética, llegas a decir en uno de tus
artículos. Y aquí entras en una discusión con las distintas ramas del
liberalismo. ¿Por qué no podemos ir tirando con el respeto a la ley y una
multitud de relatos privados? ¿Cuál es el peligro de una democracia en la que no haya un relato común que actúe de cemento
social? En tu libro hablas del peligro
de una democracia sin ideales.
Lo que pasa es
que no hablo de ideales, en plural, hablo
siempre del ideal que tiene que ser uno porque es una
propuesta de perfección. Pero deja que te conteste a esta pregunta con
diferentes ángulos. Efectivamente, voy recurriendo a diferentes polémicas
utilizando, como un cazador-recolector que va cogiendo los frutos que le
apetecen, para una finalidad que es mía. Como ves en Ejemplaridad pública debato con comunitaristas y
liberales, pero no me paro ahí ni
me defino porque no me interesa perderme en este debate sino usarlo para mis
fines. Hay varios asuntos: primero, en la Antigüedad, hasta
el Renacimiento, lo que estuvo presente fue el concepto de «paideia», que
significa la propuesta de la perfección.
Paideia es un concepto de difícil traducción.
Si tuviera que
resumirlo de alguna manera lo haría así: para los griegos, la cultura entera
(paideia) es el sello que una generación puede imprimir en la cera de la
generación siguiente, que es su alma. La pregunta es: cómo sería ese sello, ese
ideal de perfección. Si yo tuviera la posibilidad de crear un sello
—que en griego es «tipos», de ahí la idea de «prototipo» y el «arquetipo»— que
pudiera marcar en el alma de la generación siguiente ¿cómo confeccionaríamos
ese sello? ¿Qué perfección sería esa? Una perfección en todo caso unitaria; no
hay una familiar, otra estética, otra sociológica… no, una perfección unitaria,
de lo humano en su conjunto, respondiendo a la pregunta qué tipo de persona, así en general,
alguien es o debe ser. En el Renacimiento eso se desmorona. Se descompone
en esfera pública, regida por ley coactiva, y esfera privada, donde
establece el dogma de la vida privada. Puedo hacer con mi vida privada lo que
quiera mientras no perjudique a terceros. Y así se ha seguido en la cultura
contemporánea, que es aquella en la que el espacio público está regulado por la
ley coactiva y el privado está confiado al secreto de la vida privada, mientras
no perjudique a tercero, se dice.
En tu opinión eso trae problemas.
Muchos
problemas. En primer lugar, no existe la vida privada desde el punto de vista
del ejemplo, porque todos somos ejemplos para todos. Siempre perjudicamos o
beneficiamos a terceros con nuestro ejemplo. Todos producimos con nuestro ejemplo un
impacto positivo o negativo en nuestro círculo de influencia. Además la verdad moral solo se revela por medio del
ejemplo. Cuando quieres conocer una verdad científica o lógica
has de usar instrumentos abstractos, como la matemática, pero la verdad moral
solo se hace accesible a través del ejemplo. No es que el ejemplo ejemplifique
la verdad moral, es que solamente se revela a través del ejemplo, solo ahí se
propone a la intuición y se comprende. Si quiero explicarle a mi hijo qué es la
honestidad, la valentía o la decencia jamás le remitiré a un diccionario o un
tratado moral, sino que estos valores se le harán intuibles a través del
ejemplo, que es ese universal concreto. Eso
que ves es una conducta decente, le diré. El ejemplo es, pues, el instrumento
de nuestra educación sentimental. Si vivimos en
una red de influencias mutuas somos maestros y discípulos mutuamente del acceso
de los demás a las verdades morales. Ejemplaridad igualitaria. Por tanto
tenemos la responsabilidad de nuestro propio ejemplo y del impacto que produce
en nuestro círculo de influencia. De manera que es imposible que llevemos una
vida sin perjuicio a terceros. Siempre producimos beneficio o perjuicio a
terceros a través de nuestro ejemplo. Lo que sucede es que ese impacto no es jurídicamente punible ni debe serlo.
Pero cuando se dice y se baila, en la canción de Alaska y Dinarama, que «a quién le
importa lo que yo haga», mi respuesta (que desarrollo en Todo a mil) es
que sí importa, y mucho, importa a todos. A ti te importa porque no es lo mismo un uso eminente de tu vida que un uso
vulgar. Y además ese ejemplo importa muchísimo a los demás. Eso de que en tu vida privada puedes hacer lo que
quieras sin perjuicio a terceros es imposible porque siempre
perjudicas a terceros. En una democracia las leyes coactivas regulan la
exterioridad de la libertad pero no en el corazón. Desde
una perspectiva jurídica, la vida privada (que nos autoriza a elegir el estilo
de vida que prefiramos sin interferencia pública) es una conquista irrenunciable
de la modernidad. Pero ha sido una
desdicha que lo que es cierto en el concepto jurídico se halla desplazado a lo
moral [¡!]: lo que es indiferente para el derecho, no lo es para ti mismo, para
la moral, incluso para la viabilidad de la democracia.
Ese es el otro problema que señalas, que la ley coactiva no incita a la
virtud.
La ley
coactiva, aquella que amenaza con una sanción o una pena en caso de
incumplimiento, solamente es capaz de regular los aspectos externos de la
convivencia pero no es capaz de entrar en lo
que asegura una convivencia bien ordenada, un corazón bien educado y con buen
gusto. ¿Qué es más eficaz para una sociedad bien ordenada:
que el ciudadano conozca y tema el castigo que la ley prevé en caso de
incumplimiento o que cumpla la ley por convicción propia, porque tienes el corazón bien
educado, porque de manera instintiva le repugnan determinados comportamientos
antisociales? Ejemplaridad pública destaca con fuerza el
problema de una democracia sin mores, sin costumbres, que la modernidad
ha desechado como achaque del pasado. Todo lo contrario: las costumbres son el
invento que hemos descubierto los hombres para remediar nuestra finitud. Si no
existieran, tendríamos que inventar el mundo cada mañana como Adán en el
paraíso. Como existen, confiamos el 90 % de nuestros asuntos a la costumbre,
lo cual nos permite concentrar la energía y la creatividad en lo realmente
importante. Las
costumbres pueden ser cívicas o anticívicas. Si fueran cívicas se
llaman «buenas costumbres». Una sociedad asentada sobre buenas costumbres sería
aquella en la que los ciudadanos son transportados
suavemente [¡!], por el placer del hábito general, por las inclinaciones
del corazón bien educado, hacia la virtud cívica, sin necesidad de amenaza de
ley represora.
[Habla de
virtud cívica, de buenas costumbres, de buen gusto, de convivencia, …¿Cómo se
consigue todo eso sin educación, sin garantizar libertad e igualdad en el
acceso a la educación? ¿Cuál es su ideal de virtud cívica?]
En el libro no llegas a proponer un contenido material para esas buenas
costumbres o virtud cívica. ¿Me equivoco si pienso que la ejemplaridad que
propones es un concepto formal?
El concepto de
ejemplaridad es en una buena parte estructural-formal cuyo contenido varía
históricamente. La ejemplaridad romana no es la misma que la japonesa o la
rusa, ni la del siglo XII igual que el siglo XXI, pero en mi propuesta esta
historicidad cambiante tiene dos límites. En primer lugar, solamente
llamaré ejemplar a aquel ejemplo positivo que, si se generaliza a la
sociedad, produce en ésta un efecto fecundo [¡!]. No todos los
ejemplos son así, por lo tanto no a todo tipo de comportamiento llamaré
ejemplar. Los espartanos se deshacían de los niños tirándolos por el monte
Taigeto. A eso jamás lo llamaría ejemplar, porque contradice uno de los
principios básicos, que es la subsistencia o la dignidad humana. El
requisito de la universalización del ejemplo es ya un requisito que condiciona en alta proporción el contenido de la
ejemplaridad. Y segundo, la doble especialización que describo en el Aquiles como ejemplo
cívico y como elemento constitutivo de tu individualidad. El secreto de la vida [¡!] reside en hallar la llave de la individualidad
en el proceso de socialización. Una sociedad bien ordenada estará constituida
por individuos que han resuelto de una manera satisfactoria este proceso, lo
cual condiciona también el contenido de la ejemplaridad.
[¿A qué llama
usted “efecto fecundo”? ¿A qué se refiere con principio básico? El ejemplo
reúne lo personal [moral] y lo social [legal]]
Una de las tesis fuertes de tu libro es que todos los ciudadanos, por el
hecho de especializarse doblemente en casa y en el trabajo, son ciudadanos
públicos. Los políticos no son los únicos ciudadanos públicos. Todos lo somos.
Exactamente. Hannah Arendt, a la que todo el mundo
ensalza, me parece una buena historiadora de la filosofía y una muy competente
teórica de las ideas, pero no una gran filósofa. En
La condición humana defiende algo que no solamente es históricamente
falso, sino que lo es filosóficamente también. Ella propone un concepto griego
de virtud pública que presupone el abandono de la doble especialización, de tal manera que ser un personaje público exige poco menos que no fundar
casa ni elegir oficio, sino vivir en una especie de ociosidad gozosa dedicada a
la deliberación en la plaza. [¡!] De tal manera que solamente los parados, los
rentistas o los vagos podrían desarrollar esa virtud pública que ella defiende.
En mi visión, lo público de la ejemplaridad es redundante, porque todo ejemplo
es público. Igual que no existen lenguajes privados, como demostró Wittgenstein, tampoco existen ejemplos
privados. Por su propia naturaleza un ejemplo es ejemplar para alguien, luego
es público. Cuando hablo de ejemplaridad pública incluye a todo individuo que
deja el gineceo y se va a Troya pasando del estadio estético al estadio ético:
este ya es plenariamente una persona pública sin
necesidad de afiliarse a un partido político. De tal manera que los políticos profesionales serían una modalidad de
las personas públicas, pero no admito que asuman el monopolio del concepto de
lo público. Además el imperativo de ejemplaridad es un
imperativo de todos los ciudadanos. Muchas veces me preguntan solo por el
último capítulo de Ejemplaridad pública, el 30. Es un capítulo que, como
una mera modalidad de lo que está comentado anteriormente, está dedicado a los
políticos, funcionarios y casa real, insistiendo en que su responsabilidad no es de otra naturaleza a la del resto de
ciudadanos; si acaso más intensa (un
plus), pero no diferente (un novum). [¡!] Pero todo hombre y mujer que
realiza la doble especialización puede, con todo derecho y merecimiento, ser
calificada de persona pública.
[El Rey tiene,
si acaso, una responsabilidad pública más intensa que yo. J No sé si
tomármelo como un halago.]
Hablábamos de los riesgos de una democracia sin ideal.
Sí, la nuestra es una democracia sin ideal. Y entiendo por ideal la propuesta de una perfección. Una perfección
humana y política que seduce, ilumina la experiencia individual, moviliza
fuerzas latentes y señala una dirección. El ideal es aquello que permite dos cosas muy
importantes desde el punto de vista de la viabilidad de un proyecto político.
Primero, el progreso, ya que el ideal es aquello que, por
la evidencia de su perfección, lo quieres y
activa energías. Y segundo, el ideal es la
atalaya desde la que puedes juzgar el presente.
Comparas el presente con ese ideal y haces la crítica. El
ideal es, pues, requisito del progreso moral de los pueblos y de la sana
crítica del presente.
[Ese discurso
de seducción es ya una herramienta política. ¿En qué consiste la perfección
humana? Cuando habla de virtud, ¿a qué virtud se refiere?. No abandona el campo
de lo teórico y abstracto. Pero ¿qué pasa en el mundo de lo práctico y
concreto? ¿No habíamos quedado en que era mejor no recurrir al ideal de progreso?]
Ahora bien, vivimos en una sociedad en la que el ideal es
imposible [¡!]. El
hombre contemporáneo dice que el precio que tiene que pagar por ser libre e
inteligente es la renuncia al ideal [¡!], lo cual equivale a condenarse a la vulgaridad, a no progresar, a no ejercer una crítica con altura y dirección. El ideal
es una fuerza reformadora de la vulgaridad de la que antes hablábamos. Ante la
vulgaridad hoy dominante tenemos tres posibilidades: la postura reaccionaria es
señalar que esta vulgaridad es la prueba del fracaso democrático y que
debemos volver a la sociedad jerárquica, ordenada y autoritaria de
antes, que esa sí que funcionaba. La segunda actitud, que es la dominante, me
parece mucho peor, y es la que tiene hoy la cultura general [¡!] y se
ve en todos los sitios, que es la actitud de la resignación. Es aquello de Churchill de que la democracia es el
menos malo de los sistemas. Como si la madurez ciudadana implicara una renuncia
a lo óptimo. Y luego está, en último lugar, la postura reformista, superadora, la del
ideal, por la que abogo. Hoy el ideal parece imposible en una
sociedad compleja, multicultural, desconfiada de los grandes relatos. El exceso
de lucidez desmitificadora, la suspicacia generalizada, el cinismo ambiental,
el petimetre que está ya de vuelta de todo antes de haber ido a ningún sitio:
todo esto cierra las puertas al ideal. Pero lo necesitamos. Seríamos más sabios
si conserváramos nuestra capacidad de entusiasmo para elevarnos a él. Aquel
imperativo kantiano que decía «atrévete a pensar» deberíamos traducirlo ahora
por un «atrévete a sentir».
[Habla de
condenarse a la vulgaridad y hace un momento defendía la vulgaridad como un
concepto neutro. No puedo seguirle. Se refiere a un ideal concreto, ¿qué ideal?]
Para cierto liberalismo la propuesta del ideal se confundiría con el perfeccionismo moral.
Siempre
distingo entre el plano del ideal y el plano de la realidad. Es verdad que la propuesta de
una perfección es difícil, pero una sociedad sin un ideal está
llamada a envejecer, a repetirse, a ser acrítica con el presente porque no
tiene una posición desde la que criticarla y está condenada a no progresar. Por
eso, con gran osadía por mi parte, he
propuesto una ciencia del ideal: el ideal de la ejemplaridad.
Dices osadía, pero sueles preferir el concepto de ingenuidad.
Me invitaron a
dar unas conferencias en Estados Unidos en 2009 en varias universidades y
escribí un artículo que luego formó parte de Ingenuidad aprendida. La
academia americana, en mi campo, está dividida en dos departamentos: los
propiamente filosóficos practican una mezcla de fenomenología, filosofía
analítica y pragmatismo americano, extraña a la tradición filosófica
continental, la cual se cultiva en los departamentos de humanidades y
literatura comparada. Cuando estaba escribiendo lo que pretendía ser una
especie de presentación transversal para el público
americano de mi proyecto filosófico, me di cuenta
de que mi conferencia iba a ser malentendida por ambos departamentos. Los de
filosofía porque la verían demasiado literaria; los otros, porque la
percibirían demasiado constructiva, demasiado «ingenua», puesto que mi
propuesta no insiste en una reiteración de argumento de la lucidez, de la
deconstrucción y de la descomposición, sino que tiene un elemento de emoción
vibrante y entusiasmo. Mi ardid consistió en anticipar
la crítica y convertirla expresamente la ingenuidad en mi método filosófico. Me
gusta distinguir entre ser inteligente y ser sabio. Ser inteligente es procurarse los instrumentos
adecuados para un fin; ser sabio es saber escoger bien los fines. Y un elemento de la sabiduría en esta vida consiste en tener la ingenuidad
de reservar una parte en tu corazón para el entusiasmo, el eros que eleva, la
emoción, sin permitir que se apague del todo la llama, aunque a veces parezca
que todo conspira contra ella.
¿Por qué crees que eso de lo que hablas, esa lucidez cínica, ha calado
tanto en los más jóvenes, que se supone que son los más inocentes e ingenuos?
Hay que
entender que la cultura sigue un proceso lento. Nosotros hablamos con lenguaje
prestado. Incluso cuando estamos solos pensando en algo verdaderamente íntimo,
tenemos la sociedad metida porque no podemos pensar más que a través de
palabras y las palabras son construcciones sociales. Entonces, todo lo que la
gente piensa hoy lo hace con palabras prestadas. Esas palabras en préstamo eran
vivas y nuevas en el siglo XVIII o XIX, llenas de frescura y potencia. Sus
creadores las publicaron, luego se generalizaron, se masificaron y se
convirtieron en la visión natural del mundo, ya olvidadas de su origen. El niño de hoy,
que vive en una época que se está gestando poco a poco sobre bases
completamente nuevas, piensa,
mira y siente todavía con los esquemas de la cultura que ha sido dominante
durante los últimos tres siglos pero que ahora decae. Es frecuente que, en fase epigonal, la cultura asuma su forma más rotunda,
más hegemónica, más escolástica. Así ahora: todo el mundo ha interiorizado y
repite las consignas de la liberación cuando esta ha perdido todo impulso
emancipatorio. Ha calado tanto la filosofía de la sospecha que el descreimiento ya se ha convertido en imagen natural
del mundo. El cinismo es la regla de vida.
Un cinismo inteligente y estúpido. Inteligente en el sentido de que convierte a
un niño de siete años en una persona difícil de engañar, suspicaz como el que
más, pero estúpido porque se priva a sí mismo del ideario de los bienes que hacen
esta vida no solo digna de ser vivida, sino digna de ser amada.
He leído que te defines como un literato y en tu obra la literatura tiene
una gran presencia. La vocación filosófica para ti es una subespecie de la
vocación literaria.
El hombre y la
mujer tienen un problema. ¿Por qué, si están dotados de dignidad incondicional,
están destinados a algo tan indigno como la muerte [¡!]? Esto es un enigma extraordinario. Ese enigma, el experimentarlo en
tu propia carne, que es el vivir y envejecer, produce una cierta emoción
general hacia el mundo y hacia nosotros mismos en el mundo. Si recreas,
celebras o lamentas esa emoción eres un poeta. Si la defines eres filósofo. La
diferencia es muy pequeña. Es un instrumento que escoges. Un filósofo sin esa emoción previa, sin una visión del puzle completo, respecto a
este mundo fragmentario en el que solamente diez o quince piezas están puestas,
no es filósofo. Y no pasa nada. Será profesor de filosofía, divulgador de
filosofía, editor, traductor, investigador… pero no será filósofo.
Richard Rorty dice que la literatura es más importante que la filosofía
porque cumple con mayor eficacia la que debería ser misión de ambas, que para
él es ampliar la imaginación moral de la gente. Pone el ejemplo de cómo fue
mucho más importante para abolir la esclavitud la publicación de La cabaña
del tío Tom que cualquier tratado filosófico reformista.
No
hay novela que de alguna forma no sea ejemplar. Todas lo son
porque proponen ejemplos positivos o negativos de conducta que modelan y educan
el corazón. No solamente La cabaña del tío Tom. Por ejemplo, es sabido
que la ley de quiebras que aprobó hizo en Inglaterra en el siglo XIX fue una
consecuencia del impacto que tuvo una novela de Dickens [Casa desolada]. La novela produce en el lector una
empatía con los personajes y sus destinos: identificación, compasión,
indignación, protesta. Son ejemplos que, como antes comentábamos,
hacen accesible la verdad moral en acción. En Materiales
para una estética defiendo la función desempeñada por la estética
subjetiva, que tanto contribuyó a la liberación, pero señalo el nuevo papel de la estética en una época nueva en la que la cuestión palpitante ya no es la «vivencia
subjetiva» sino la «con-vivencia». El problema no es ser libres, sino ser libre
juntos. Necesitamos un arte que sirva para
presentar de manera seductora y atractiva los límites inherentes a la
convivencia. Comprender que determinadas limitaciones son intrínsecas al
individuo, no lo aniquilan, sino que le prestan identidad, lo
elevan. Como decía Goethe: «limitarse es extenderse».
A veces pongo
el ejemplo del lenguaje. El lenguaje es estrictamente un producto social. Como
tal, una mentalidad liberadora lo vería como negativo, como opresor. Sin
embargo, el lenguaje es aquello que te permite pasar de la barbarie a la
civilización y te permite no solamente pensar con los demás, sino pensarte a ti
mismo. Ahí tenemos un ejemplo de un producto social que te limita puesto que
tienes que seguir una gramática, una sintaxis, una morfología y una semántica
pero que al limitarte te extiende, te amplía y te enriquece. Y el arte que hoy está vigente es un arte desgraciado en
una alta proporción, igual que la filosofía, puesto que no se han hecho cargo
de que lo verdaderamente importante ahora no es repetir una vez más la condena
de los límites en nombre de la libertad sino encontrar la manera de presentar de manera seductora y
atractiva una poética democrática que alivie el gravamen de la convivencia [¡!], que la presente bajo un aspecto seductor.
En tu obra el diálogo con Ortega es fundamental. Y tanto en él como en
Unamuno España es un tema filosófico. ¿Lo es también para ti?
No. Soy persona con vocación que ha tenido la visión de un
ideal [¡!]. Y el ideal se postula universal, no es de Córdoba,
no es de Extremadura, no es de Burdeos, ni siquiera es de hoy. Te habrás fijado
que, con un poco de ironía, dedico Ejemplaridad pública a una dama anticuada,
la posteridad. Es que ni siquiera escribo exclusivamente para la gente de hoy. Los escritores ahora presumen de despreciar la
posteridad y que le da igual lo que piensen los lectores del futuro. [¡!] Una de las responsabilidades de la filosofía es tratar de moldear la conciencia de las generaciones futuras, esa imagen natural del mundo de la que antes
hablamos. Nadie se hace cargo de esa imagen del mundo porque es demasiado
general, es un todo. Solo la filosofía. Como las ciencias están tan
especializadas, alguien tiene que hacerse cargo del todo. Y ese alguien es la
filosofía.
¿Te interesa la actualidad? Lo pregunto por algo que Sánchez-Ferlosio
decía de Savater. Algo así como: «Muy buen filósofo, pero está demasiado
ocupado con la actualidad». La actualidad es algo muy común entre los filósofos
españoles. Y en ti está ausente.
Sí, ausente
deliberadamente. Y no por falta de oportunidades, no hace falta entrar en
detalles. Parte de mi vida la dedico a declinar invitaciones a opinar sobre la actualidad periodística.
Mis libros proponen
un ideal que, aunque espacio-temporalmente condicionado, aspira a una cierta
universalidad. He querido ser ferozmente fiel a esa misión que
consiste en enunciar verbal y sistemáticamente ese ideal. He rehuido todo lo
que estorba esa fidelidad. Así, al final, soy incluso más útil a mi país. En
España no sobran casos de fidelidad a una vocación literaria y sí sobran
opinadores de la actualidad… No sé si leíste un artículo que publiqué titulado Escurrir
el bulto.
[Una cosa es
opinar sobre la actualidad y otra, trabajar con ella.]
No, no lo he leído. Pero lo escurres.
Sistemáticamente.
Además como escribí ese artículo, me sirve como comodín siempre que necesito
utilizarlo. Cuando me preguntan algo sobre actualidad periodística les recuerdo
que soy el autor de Escurrir el bulto. Todo esto nació porque un día
salía de una cena y me llamaron de la radio. El director de La Vanguardia,
el director de ABC y el de Público hablaban sobre independentismo y el director del programa me preguntó mi opinión. Atravesé un
instante lúcido y dije una frase que luego me sirvió para escribir el artículo:
«Vosotros no queréis mi opinión, vosotros queréis mi
posición». Y además les dije que dejé de hacer exámenes tipo
test cuando dejé el colegio. La ley de la
política es la ley del amigo-enemigo. Y está bien que
sea así, eso no lo critico [¡!], admito que cada sector de la
realidad siga sus propias reglas. Un partido político aspira a ocupar el poder y mantenerse
en él. Y los otros partidos, a desplazar al que lo ha ocupado. Y los
grupos humanos se dividen clarísimamente: el que me ayuda es amigo y el que me estorba es enemigo.
Y cada grupo crea un universo sentimental,
ideológico, político y social que favorece ese fin práctico. Eso, que es la ley de la política, que
está bien y es normal, me parece peligroso que se extienda [¡!], como está ocurriendo particularmente en España, a esferas que no son
la política. Entonces resulta que en la cultura, en la opinión, en la ciencia y
en los estilos de vida lo que quieren de ti no es tu opinión sino tu posición,
que rellenes A, B, C o D del multiple choice. Y yo que (aparte de mis
obligaciones personales y profesionales), solo
quiero ser fiel a mi propia misión literaria, ocupar una
posición y, por tanto, dejarme contagiar por el amigo-enemigo, no me apetece y
me aburre, y por tanto me paso el día escurriendo el bulto.
[¿Y su conducta
es ejemplar universalizable, en este caso? ¿Su misión y visión están más allá
de una toma de posición?]
Tu último libro, el que cierra la tetralogía, Necesario pero imposible,
es un libro sobre religión.
No exactamente
sobre religión. He hablado del tema de Dios y la inmortalidad del alma
deliberadamente en el último libro porque quería
presentar mi teoría de la ejemplaridad en mis libros anteriores de una manera
que cualquier persona, cualquiera que fuese su ideología, pudieran sentirse persuadida por ella. Una presentación de los
fundamentos de la experiencia antes de plantearse la
hipótesis de una esperanza. De manera que cuando irrumpa ésta en la
meditación filosófica lo haga sobre unas
bases que todo el mundo comparta. Es el
coronamiento de un sistema cuyos fundamentos están previamente establecidos en
el terreno de la experiencia de la vida, universal y compartida.
[¿Me sentiré
más persuadida si usted no se define?]
En principio podría parecer que religión y filosofía son incompatibles,
porque para el creyente la filosofía está continuamente aguijoneando su
creencia y aserrando el suelo que pisa, y para el filósofo la creencia puede prefigurar
el resultado de su investigación, falseando de partida su propósito.
[¿La creencia es punto de partida o de llegada?]
Yo diría más bien lo contrario, no ha habido filosofía
importante en toda la historia de la filosofía occidental que no sea de alguna
manera teológica. Hacer filosofía, pensar
el ser, como diría Heidegger,
en el fondo es adoptar el punto de vista
de Dios, ver las cosas como las vería Dios, contemplar el
todo. En ese sentido, elevarte al punto de vista de Dios, con independencia de
que Dios exista o no exista, es lo que hicieron Platón, Aristóteles,
Tomás de Aquino, Descartes, Kant… e incluso el propio
Heidegger. Por eso antes decía que una de las cosas que más me preocupan en la cultura
occidental es dónde ubica a lo sublime. No tiene un fácil emplazamiento en este mundo. Vivimos en un mundo donde
está cuestionada la posibilidad misma de lo sublime. Salvo quizá en la teología
y en la astronomía. Quienes practican la teología siguen creyendo en un relato
épico. No conozco una filosofía que pueda ser
considerada en verdad grande que no sea una
secularización de la teología.
Te he oído decir que en la partida entre religión y ciencia siempre
llegan a tablas.
La imagen me
parece buena. Sentados ante el tablero del mundo, el ateo debe explicar de
dónde viene todo, el creyente por qué todo está tan mal hecho si hay un Dios
omnipotente y bueno que lo ha hecho como ha querido. El mundo no es divino y a
veces parece antidivino pero no
parece creíble tampoco que se haya producido a sí mismo. En ambos casos, las explicaciones me parecen, por lo general, bastante
rocambolescas. De ahí las tablas.
¿Y qué opinión te merecen los cruzados del ateísmo, como Dawkins, Dennet,
Hitchens y demás? Ferlosio los llama creyentes en la increencia.
Cuestiones como
Dios o la inmortalidad del alma han pertenecido al centro de la tradición
filosófica desde los presocráticos. De pronto, estas cuestiones abandonaron el
escenario después de Kant. La cultura se hizo
súbitamente atea [¡!]. Y dio como asunto concluido, sin necesidad de
mayor discusión, que la experiencia que perciben los sentidos
agota la realidad [¡!], tiene el monopolio. Cuando el llamado «nuevo
ateísmo» se pone en marcha, hace unos años, no hace más que llevar al terreno
mediático-científico o al activismo social lo que en el ámbito filosófico es mainstream
desde hace dos siglos. Ahora bien, a mí esta situación me parece una anomalía: el que Dios o la inmortalidad del alma sea un no-tema, cualquiera que sea la posición final de cada cual. Es natural, razonable,
que el individuo que, como decía antes, tiene conciencia de su dignidad
incondicional y al mismo tiempo de su
destino indigno [¡! ¿Por qué es un fin indigno morir?] se interrogue si hay alguna
posibilidad de que la historia de su yo continúe después de la muerte,
si hay o no una prórroga a su individualidad condenada a la destrucción, si puede haber
realidad más allá de la experiencia. Es una cuestión filosóficamente
relevante, sin ningún género de duda, y digna de meditación constante.
El postulado
del positivismo (que el mundo de la experiencia agota toda la realidad) es una
creencia tan indemostrable como su contraria. Además, estos científicos cometen
un error mayúsculo de método. Todos
somos agnósticos, porque nada sabemos, pero todos somos creyentes, incluso los
ateos. [¡! Sí, creyentes de que no existe Dios. ¿Es un
chiste?] La
ciencia positiva, instrumento óptimo para conocer las regularidades
impersonales de la naturaleza, ¿qué puede enseñarnos sobre la hipótesis de un dios
personal, trascendente, espiritual, que escapa a los fenómenos
materiales repetitivos? Nada de nada: así de sencillo. Las relaciones
interpersonales no son conocidas a través de la ciencia de la naturaleza sino
que requiere un sentido especial, un sensus, que emparenta con la
confianza, la credulidad, la mutualidad con el otro personal. Solo disfruta de
una obra teatral quien, en términos de Coleridge,
suspendiendo
su incredulidad «se cree» lo que está viendo: ¿quién soportaría a su
lado a un aguafiestas que le recordase que todas las pasiones desatadas en
escena son solo ficción, los personajes actores, y la acción pura fantasía? La
verdad poética se esfumaría. Scheler
demostró que la filosofía descansa en un previo eros del pensador y que el
amante —que capta el valor del objeto— precede al conocedor. Y mirando las
relaciones interpersonales, una
disposición de apertura no solo permite el conocimiento de otro yo sino que
condiciona la existencia misma de esa relación, de manera que aquí la fe crea
su propia verificación: así la amistad o el amor, fundados en la confianza
mutua que existe solo cuando recíprocamente se alimenta.
[Aquí me he
perdido. Si niego de entrada la existencia de Dios, ya no lo puedo conocer. Si
afirmo de entrada la existencia de Dios, ¿mi propia fe me sirve de
verificación? [¡!]]
Todo esto lo
ignoran esos científicos tan seguros de sí mismos y por eso equivocan su
aproximación al problema de una manera extremadamente grosera. Es frecuente
que las ideas religiosas de los científicos y filósofos sean muy pueriles,
contenidos de su infancia que no han evolucionado conforme a su experiencia del
mundo. [¡!] Se inventan un maniqueo para darse el gusto de
refutarlo. ¿Quién cree realmente aquello que ellos refutan? Hay gente, sí, pero no
la más interesante intelectualmente. La
argumentación de muchos de estos nuevos ateos es a veces erudita, con abundante
información histórica y científica, pero ellos carecen
de una empatía mínima con el objeto de estudio [¡!], de ese sensus,
y sobre todo se percibe que toda esa argumentación más o menos articulada descansa en un punto de partida inicial ya tomado de antemano, depende de una toma de postura o una «opción
fundamental» previa respecto al mundo y sus posibilidades muy simple, poco
sofisticada, no justiciada, no refinada.
[Gente y yo. Mundo
dividido entre intelectuales interesantes y gente. El punto de vista ateo
descansa en un punto de partida inicial. El punto de vista creyente, ¿descansa acaso
en un punto de llegada? Lo de la empatía con el objeto de estudio me ha hecho
sonreír. No sé si la idea que tengo de Dios me resulta simpática o antipática.]
Sin duda volver a hablar de inmortalidad es una empresa audaz —o ingenua—,
porque este tema,
para el común de los hombres cultos, es cosa juzgada: nada nos espera tras la
muerte. Me recuerdas a San Pablo,
batiéndose el cobre (dialéctico) en el ágora.
Mi tesis en el Aquiles
es que lo que nos hace individuos es ser mortales, finitos y contingentes, no
ser inmortales como Aquiles en el gineceo. Necesario
pero imposible es un libro hipotético, no es
descriptivo, porque hablo sobre lo que no sé. Todo el libro
se puede resumir en el intento de hacer
razonable, verosímil, esta hipótesis sobre una prórroga post mortem de la individualidad que no puedo comprobar ni experimentar. Distingo entre el plano de la
experiencia y el de la esperanza, que es el terreno de lo hipotético, creíble,
razonable, verosímil, no de lo verdadero. ¿Cómo puedo hacer pensable y
razonable para una conciencia moderna la esperanza de una continuidad de lo
humano más allá de la muerte?
[Y ¿con qué
objeto? ¿para qué formular una hipótesis sobre lo que no se sabe?]
Si el individuo
es mortalidad, su continuidad o supervivencia será en todo caso «mortalidad
prorrogada», nada de eternidad, divinización o infinitud, como nos
dicen Platón o Unamuno. En lugar de «alma inmortal» prefiero el concepto de
«mortalidad que no cesa». Y cuando busco en la historia de las ideas, sin
prejuicios, un precedente de eso que he fundado en Aquiles en el gineceo, el único ejemplo que conozco en época
histórica de una continuidad de lo humano después de la muerte es la pretensión
de los discípulos del galileo de la resurrección de este. Por eso hay un
momento central en la segunda parte del libro en la que me sirvo de todos los estudios sobre el llamado «Jesús
histórico». Allí hay una propuesta de una continuidad de lo
humano, corporal, individual y mortal, incluso mortalidad llagada. Es una mortalidad
que mantiene los signos de su paso doliente por el mundo.
[No sé si
quiero seguir siendo yo después de morir. De momento, en esta vida, quiero ser.
Quiero seguir siendo. Tener una vida digna. No ser un muerto en vida. Aquí hay
más tema y más jugoso que la supuesta mortalidad prorrogada.]
Y ese ejemplo que encuentras, en virtud de su inaudita ejemplaridad, que
tu llamas superejemplaridad, dices que merece un suplemento de crédito.
En torno al
galileo ocurren tres hechos sorprendentes. Cada una de ellos por separado haría
del galileo una
figura única en la historia universal; la coincidencia de los tres
al mismo tiempo es cuando menos intrigante y merecería una explicación de los
historiadores que falta. Es chocante que haya seis millones de libros de
filosofía sobre Sócrates y no
haya un libro filosófico sobre el galileo en el que se tome en serio la hipótesis de su
resurrección. Del galileo me interesa sobre todo su
superejemplaridad en vida y su propuesta de esperanza (su resurrección). Hegel trata al galileo, y Kant
también, entre otros muchos filósofos, pero de una manera que no hace justicia
a esos dos elementos fundamentales.
Los tres hechos
sorprendentes son los siguientes. El galileo encarna una ejemplaridad que por
su carácter no solamente extraordinario sino excepcional merece llamarse superejemplaridad.
El propio Nietzsche, en Anticristo,
parece que va a refutar la figura de Cristo y no lo hace; resulta que el
anticristo es en realidad solo un anticristianismo porque salva de su crítica a la figura de Cristo, al que
considera lo más cercano que pueda pensarse a su ideal del superhombre si no
fuera porque le resulta demasiado compasivo, a diferencia de San Pablo, a
quien Nietzsche considera el origen de todos los males de la cultura occidental.
Una superejemplaridad que por ejemplo Bloch,
el autor de El principio esperanza, ateo, destaca como la más
extraordinaria que ha existido nunca. Es decir, ni siquiera los anticristianos
la niegan.
El segundo
hecho que sorprende es cómo es posible que a un individuo con el que vivieron
sus discípulos, poco
después de morir, lo divinizasen. Hay casos de divinizaciones en las
religiones politeístas: Alejandro Magno se diviniza, Julio César se
diviniza: en una religión politeísta no tiene ninguna importancia. Pero los
judíos habían sido educados de una manera casi histérica en el monoteísmo, y lo
que definía ese pequeño pueblo monoteísta en un entorno de grandes imperios
politeístas era justamente ese monoteísmo radical, que está desde el principio
de la Biblia. Ese
Dios que los judíos ni se atreven a pronunciar, al que tienen un respeto
máximo, que es la contraposición lo humano [¡!], tras las resurrección lo
ubican de repente en una persona histórica con la que han vivido,
generando unos problemas doctrinales extraordinarios para ellos mismos, porque
los riesgos de convertirse en una religión politeísta son muy grandes: Dios
padre, Dios hijo (y luego Dios espíritu). Por tanto, si divinizan al galileo no
es precisamente motivados por un impulso genuinamente judío, sino más bien por
la irrupción de algo nuevo e incontrolable que les mete en problemas
doctrinales y sociológicos, como es la
expulsión del judaísmo, porque el cristianismo al principio era una secta del
judaísmo.
El tercer hecho
sorprendente es que ese judío iletrado, pobre y desubicado que itineró entre
uno y tres años, que no tiene el poder carismático de un guerrillero como
Mahoma, no es legislador como Moisés ni es un príncipe como Buda, un pobre
profeta itinerante como ha habido muchos, que
no escribe nada, que no funda nada, que no establece ninguna institución, es el
desencadenante de la religión hoy en día más extendida en el planeta. Cualquiera de estos tres rasgos por separado convierte al individuo en
algo extraordinario. Juntos en la misma persona es algo filosóficamente
incitante. Luego está la hipótesis de la resurrección, indemostrable, fuera de
la experiencia. Como hipótesis tiene la virtud de que es un eslabón que da sentido a la cadena de los tres hechos sorprendentes. Si resucitó es quizá porque lo divino nunca muere, si lo divino nunca muere es que ese individuo tenía algún elemento
sobrehumano, que explica también su superejemplaridad, la divinización por los
judíos y su importancia histórica. Lo que me interesa en la hipótesis de la
resurrección es analizar el precedente histórico de una continuidad de lo
humano y presentarla de una manera que sea razonable para una conciencia
moderna culta, con independencia de si luego le presta o no su íntimo
asentimiento.
¿Por qué crees que el hombre moderno descarta la hipótesis de la
inmortalidad —o mortalidad prorrogada— casi de entrada?
Tiene sentido
en perspectiva histórica. La figura del galileo es, en origen, solo la de una superejemplaridad que ofrece esperanza. Inicialmente incita un movimiento antisistema, pero a partir del siglo IV
se convierte en una religión imperial. Pasa de ser una creencia existencial a
una religión oficial de una cultura. Y cuando la religión es usada por la política tiene como
objetivo la legitimación del orden y tener gratis, sin ley coactiva, la
obediencia de los súbditos. ¿Qué es mejor: amenazar a tu súbdito con
un castigo en caso de incumplimiento o imbuir en él una serie de ideas religiosas o patrióticas
que hacen que obedezca por propia convicción, sin necesidad de coacción?
Es mejor la
religión: da explicaciones, alienta y se interna en tu propia conciencia.
Durante mil años ese estallido social procedente del galileo, que era
personalísimo y existencial, se convirtió en «cristiandad», religión cristiana,
religión oficial de un Estado en pugna con otros Estados. En ese momento en
teología política cuaja la visión cristiana de las cosas: la teología, la
estética, la filosofía… Cuando el hombre moderno quiere ir poco a poco luchando
por constituirse él en ciudadano autónomo, emancipado, se encuentra con una
enorme resistencia por parte de los poderes anteriores, medievales, que
pronostican el hundimiento de la civilización porque, dicen, sin Dios todo
está permitido. Es decir, si no se sigue creyendo en el Dios de la teología
política medieval se va a caer en el caos absoluto. Muchos apologetas del siglo
XV, XVI y XVII se insisten en la fragilidad del hombre, en su consustancial
corrupción, en el fracaso de lo humano necesitado de salvación… ¡en el siglo XVIII hasta las vacunas fueron
condenadas! Lo querían menor de edad. Cualquier progreso del
hombre emancipado de la tutela celestial se consideraba un desafío a Dios, cuyo
trono se tambaleaba. Y lo que ha ocurrido es lo contrario. No es que sin Dios
la anarquía y decadencia moral estén aseguradas sino al contrario: sin el Dios
de la teología política, sin el Dios medieval, ha llegado la
democracia, el proyecto civilizatorio de más éxito y de mayor altura moral de
la historia universal.
Y cuando se le ofrece una posibilidad de pensar en una trascendencia ve…
Mil pretextos o
ardides para volver a reducir al ciudadano a la minoría de edad.
Y eso es, en tu opinión, la esencia de su rechazo.
Exactamente. Se
ha entendido que, desde el punto de vista psicológico, la religión es una
regresión infantil. Desde el punto de vista ético, una vuelta al estado de
súbdito y no de ciudadano. Desde el filosófico y científico, no atreverte a
pensar la autonomía del mundo. Cuando la ciudadanía
aspiró a su mayoría de edad encontró la religión del lado equivocado. [¡La
religión siempre está del lado del poderoso!]
Incluso cuando
esa mayoría de edad ya era imparable, las estructuras del antiguo régimen,
clero, aristocracia y corona, todavía pugnaban agónicamente por mantener la
subordinación jerárquica de la mayoría de los ciudadanos en una sociedad
aristocrática y estamental. Entonces es imposible que no asocies determinados
problemas existenciales y filosóficos —como Dios o la inmortalidad del alma— a
un intento de reducirte a tu infancia ética, política y cultural.
La última: ¿a quién ha querido imitar Javier Gomá en su vida?
Muchas veces me
han preguntado si he tenido maestros, y no los he tenido. Soy una copia sin modelo. Primero, quizá las circunstancias han sido así.
Segundo, quizá no he sentido la necesidad, la vocación produce unas habilidades. En las
cosas importantes de la vida me considero una medianía sin relieve, un tipo del
montón.
[¿Cuáles son
las cosas importantes de la vida? ¿Cuáles son las cosas importantes de su
vida?]
Y lo digo con
convicción y reivindicación. En Ejemplaridad pública y en Necesario
pero imposible reivindico la figura de la medianía sin relieve: el señor
que se levanta por las mañanas, cumple sus obligaciones, llega a casa, convive
con sus hijos y va envejeciendo sin alharacas. Esa medianía sin relieve me
parece épica, es la de Aquiles. Cuando digo medianía sin relieve no digo algo
desechable, digo algo potente que me iguala gozosamente con todo el mundo.
¿A qué llama
algo desechable? ¿En qué se iguala con todo el mundo? ¿Piensa que “todo el
mundo” ha tenido sus mismos derechos y obligaciones, sus mismas oportunidades?]
En Necesario
pero imposible una de las secciones se titula: Todo el mundo,
indicando dos: el
todo del mundo que pertenece a todos por igual. Un yo del montón. Me
gusta. También me gusta la expresión «el común de los mortales». Reúne en un
mismo sintagma la idea de mortal y de común. Lo que nos hace comunes es el ser
mortales y eso se crea una comunidad de mortales. Ahora bien, cuando tienes
una vocación muy tiránica, despótico, totalitaria y que te ocupa todo el
espacio, la vocación produce unas habilidades específicas, como la
función crea el órgano. Sentí que poco a poco se iban desarrollando en mí las
habilidades necesarias para ejercitar esa vocación. Y quizá eso ha hecho que no
haya sentido una necesidad de encontrar un solo modelo, sino que más bien, como
hacemos la mayoría, creas una figura ideal
compuesta por la influencia de muchos modelos, sin concentrarlo en uno
solo.
[El rayo de sol que
nos pertenece a todos los igual. Yo diría “la obligación, la falta de
privilegios” produce forzosamente unas habilidades.
Lo he leído dos veces
y la segunda con pereza. Mucho más interesantes los artículos que la entrevista]
Entrevista a Javier
Gomá por Juan Claudio de Ramón [Jotdown Cultural Magazine, 3 de marzo de 2014]
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