Todos tenemos
una cita con la parca, pero no sabemos cuándo. La longevidad es en gran parte
hereditaria. A ojo de buen cubero, la edad alcanzada por nuestros padres nos da
una primera idea de lo que podemos esperar vivir nosotros en ausencia de accidentes,
infecciones y sorpresas. Tanto mi padre como mi madre vivieron 90 años, así que
pensaba que esa era la edad de mi cita con la parca. Pero hace unos meses se
produjo una sorpresa.
Ya había hecho examinar mi
genoma individual por la empresa 23andMe, escupiendo en un botellín
enviado por ellos y devolviéndolo a California para su análisis. Aparte de
comprobar curiosidades como mi porcentaje de genes de neandertal (un 3%), me
enteré de que tenía una predisposición genética
tres veces superior a la habitual a padecer trombosis de vena profunda,
debida a la presencia de una variante (mutación G20210A) del gen de la
protrombina que incrementa la probabilidad de la formación de trombos. Y, en
efecto, este verano tuve una trombosis en la pierna izquierda, alguno de cuyos
trombos dio lugar a una peligrosa embolia pulmonar.
Esta embolia puede afectar a una arteria pulmonar y causar la muerte, que, en
mi caso, de haberse producido, habría sido una muerte anunciada. La sorpresa
mayúscula vino de un riesgo no previsto en los genes. Me
ingresaron en el servicio de urgencias del hospital del Sagrado Corazón de
Barcelona, donde me hicieron todo tipo de pruebas diagnósticas que, aparte de
confirmar la embolia, detectaron lo que resultó ser un inesperado tumor en el pulmón izquierdo. Nunca he fumado, por
lo que no se me había ocurrido pensar en un posible cáncer de pulmón, el que
más gente mata.
El tumor y el
lóbulo inferior izquierdo que lo contenía me fueron limpiamente extirpados por
el cirujano Laureano Molins y su equipo. Una vez analizado, resultó ser un
tumor muy raro, un mesotelioma bifásico, un tipo de cáncer producido por la exposición al
amianto. El contacto con amianto facilita la inhalación de fibras
minerales de asbesto, que acaban en la pleura, donde permanecen muy largo
tiempo en estado de latencia, hasta que provocan algunas mutaciones en las
células de la pleura que dan lugar al mesotelioma, palabra que significa cáncer
del mesotelio. La pleura es un tipo especial de mesotelio que recubre los
pulmones.
¿Cuándo estuve yo en contacto con amianto? Hace seis
décadas, durante dos veranos que pasé en Begoña, barrio
bilbaíno entonces arbolado y lleno de casitas y algunas pequeñas fábricas; nada
que ver con la Begoña actual. En concreto, junto a nuestra casa había una modesta fábrica de amianto,
que producía material aislante e ignífugo. Por sus puertas siempre abiertas
entrábamos los chavales de vez en cuando a jugar. El amianto no se prohibió en España hasta 2002. Además, pasé el curso 1992-1993 en el Departamento
de Lingüística y Filosofía del MIT (junto a Boston), ubicado en un destartalado
barracón cuyas paredes estaban rellenas de amianto. El resto del MIT
contaba con edificios modernos y bien construidos y la dirección quería echar
abajo el decrépito edificio, pero Noam Chomsky se oponía, ya que apreciaba la
estética pobre y casi guerrillera del cochambroso barracón. De todos modos, más
adelante fue derribado con todo cuidado (por el amianto) y ahora ha sido
sustituido por un edificio sólido y vanguardista.
La
relación entre el asbesto o amianto y el mesotelioma no se descubriría hasta
los años sesenta. La esperanza media de vida de los pacientes
detectados con mesotelioma bifásico es de solo seis meses. En mi caso, la
resección del tumor fue exitosa y tras la operación no se detectaron metástasis
ni ganglios linfáticos afectados. De todos modos, el oncólogo insistió en
someterme, por si acaso, a una quimioterapia de tres meses que acabo de
completar. Las últimas pruebas apuntan a que estoy curado. Por tanto, parece
que la parca, que me había hecho señas, de momento ha pasado de largo. La cita
ha quedado aplazada.
Algo del tiempo
que he perdido para otras actividades lo he empleado en pensar sobre la vida y la muerte. La cercanía de la
parca cambia nuestra perspectiva. Muchos
asuntos pierden gran parte de su presunta importancia y urgencia, mientras que
otros requieren nuestra atención. En ningún momento he sentido miedo a la muerte. Lo que me
ha preocupado es que la enfermedad estropease mi calidad de vida o la de mis
seres queridos. Temía que la trombosis dañara mi capacidad
locomotora, pero la vena afectada ha recuperado su flujo sanguíneo normal.
Temía que el cirujano decidiese extirparme todo el pulmón izquierdo, y se lo
dije, pero afortunadamente bastó con reseccionar el lóbulo inferior. Así, he
conservado cuatro de los cinco lóbulos, es decir, unos cuatro de los cinco
litros de capacidad pulmonar total anterior, más de lo que uso en la
respiración normal, ya que no practico deportes de competición. Temía que la
quimioterapia me produjese dolores y vómitos, pero eso no ha ocurrido. Así que
estoy agradecido por el buen cuidado y tratamiento que he recibido y contento
por haber sorteado los riesgos que me amenazaban.
Podría haberme muerto ya. Y en algún momento me moriré. Espero no morirme demasiado pronto, pues
todavía tengo proyectos que realizar; pero también espero no morirme demasiado tarde, después de una
etapa de sufrimiento inútil. Por ahora, no
tengo ganas de morirme. Pero tampoco
tengo la intención insensata de vivir el mayor tiempo posible, por grande que
sea el deterioro físico o la incapacidad intelectual. En la película de Ingmar Bergman El séptimo sello, Max von
Sydow juega al ajedrez con la muerte. Si yo pudiera tener una entrevista con la
parca, no le pediría la inmortalidad ni la vida larguísima, sino que me dejase a mí decidir el momento de la cita
inevitable, comprometiéndome a no abusar de este derecho, sino a invocarlo solo
en el momento oportuno. La muerte que yo preferiría sería el suicidio sereno y
asistido. En
Francia se tramita ahora la ley para permitir algo tan elemental como que los
enfermos terminales puedan elegir ser dormidos hasta la muerte. Esta propuesta
ha provocado la oposición crispada de grupos de presión fundamentalistas
cristianos, judíos y musulmanes, anclados en
un mundo conceptual de tabúes y supersticiones.
Todos los seres
vivos somos configuraciones efímeras de las partículas de que estamos hechos,
pompas de jabón, fogonazos fugaces, olas en el océano inmenso de la realidad.
Biológicamente, y como ya sabía Aristóteles, la única posibilidad de
sobrevivir a la muerte, aunque muy provisionalmente, es la reproducción.
Nuestros genes siguen su camino en nuestros descendientes (los míos, en mis
siete nietos), pero ese es su camino, no el nuestro, e incluso este linaje tiene los días
contados. Subjetivamente, la vida es
formidable y maravillosa en la medida en
que tenga componentes formidables y maravillosos. Cuando ya no los tiene en
absoluto, sino todo lo contrario, la vida puede convertirse en una farsa sin
sentido cuya única solución es la muerte. La muerte del organismo es valorativamente
neutral; no tiene nada de bueno ni de malo. Y es lo más natural del
mundo.
Eutanasia: Una cita con la parca, por Jesús Mosterín [El País, 24 de marzo de 2015]
Jesús
Mosterín
(Bilbao, 1941) es, con toda probabilidad, una de las mentes más lúcidas de
nuestro tiempo. Filósofo, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la
Universidad de Barcelona, profesor de investigación del Instituto de Filosofía
del CSIC, miembro del Center for Philosophy of Science de Pittsburgh, de la Academia
Europea de Londres, del Institut International de Philosophie de París y de la International
Academy of Philosophy of Science es, además, un conversador generoso, preciso,
confiable. Hombre de mundo,
viajado, puede hacer
gala de una sensatez sin fisuras, y de un gran sentido del humor. Le
preguntaremos por alguno de los disparates con los que nos hemos encontrado en
el seno del mundo académico, nos contará sobre otros. Por fin sabremos si es el
sexo un lenguaje o no, o a qué o a quién se refiere Derrida cuando dice «l’être». Nos ha hecho,
en fin, reír y pensar a partes iguales. Aprovéchenlo; no todos los días son
domingo.
Entrevistamos
a Mario Bunge,
una persona sobre la que ha comentado que le parece de las más lúcidas de
nuestro tiempo. ¿Qué destacaría de sus aportaciones al pensamiento
contemporáneo?
Antes
de nada, señalaría que Mario Bunge ha vivido mucho tiempo. Me alegro de
que haya filósofos que vivan tanto. Por ejemplo, el filósofo alemán Hans-Georg
Gadamer vivió ciento dos años; Bertrand Russell, noventa y ocho. Y
Mario Bunge va también camino de alcanzar una edad envidiable con la mente
despierta. Yo me he encontrado con él en los sitios más variopintos. En Perú,
algunos me preguntaban si Mario tomaba uña de gato (una planta amazónica a la
que se atribuyen virtudes medicinales) para mantenerse en forma tanto tiempo. Siempre ha
habido filósofos longevos. Ya Platón vivió ochenta años; el
mismo Kant, que cuando nació era muy debilucho y que durante toda su
vida parecía que se fuera a morir de un momento a otro, alcanzó también esta
edad, lo cual, para la época, era toda una proeza. Pienso que la filosofía,
entre otras cosas, debería enseñarnos a vivir bien y, para empezar, a vivir
sanamente. Me alegro de que se lo haya enseñado a Mario.
«Que
algo sea o no un individuo es una cuestión convencional» es el comienzo de una
afirmación que dio para varias réplicas y contrarréplicas en diferentes
artículos tuyos y de Bunge. ¿Llegaron a algún consenso al respecto?
Mario
Bunge es un filósofo muy completo, sistemático, universal; un filósofo clásico
en este sentido, lo cual me parece admirable. Ahora hay una tendencia a que los filósofos
se especialicen en un solo tema o, peor aún, que
solo se dediquen a hacer juegos de palabras, completamente alejados del mundo y de la
realidad, como si esta les importase un bledo. Celebro que Bunge no sea así,
sino todo lo contrario. A él le interesa mucho el mundo, la sociedad, el
cerebro, la física, los átomos, lo que quieras. Platón caracterizaba al
filósofo como synoptikós (el que tiene la
visión de conjunto). En este mundo donde el trabajo está tan
especializado, donde muchos saben cada vez más sobre cada vez menos, algunos
pensadores, como Bertrand Russell y Mario Bunge, han conservado la
curiosidad universal de la gran filosofía clásica, algo que comparto y aplaudo.
Sin embargo, y sin que esto constituya crítica alguna, Mario Bunge no ha sido nunca un lógico
propiamente dicho. Quizá por ello, la precisión formal de algunas de
las cosas que dice es un poco discutible. No la voy a discutir aquí ahora
(risas), pero sí, esta es la razón por la que he tenido alguna polémica
amistosa con él. Por lo demás, estamos muy de acuerdo en muchas cosas
importantes y somos buenos amigos. Yo tengo tendencia a tomarme muy en serio la
lógica, la matemática y el rigor formal, lo cual a veces puede parecer
pedantería. Creo que la precisión es muy importante para la búsqueda de la verdad;
por otro lado, también es una cuestión estética. La precisión es hermosa. La claridad de las ideas y la precisión en su
expresión también producen placer intelectual.
José
Ferrater Mora fue igualmente un gran pensador de nuestro tiempo, además de gran
amigo de Bunge. Compartía con él inquietudes y posicionamientos filosóficos.
¿De qué modo Ferrater Mora influyó en su cosmovisión?
Ferrater
Mora fue
un buen amigo de Bunge y también mío. Tras la Guerra Civil Española se exilió primero
a Chile y luego a Cuba. Finalmente, se estableció en Estados Unidos, en Villanova,
cerca de Philadelphia, al lado de Bryn Mawr. El Bryn Mawr College es una universidad
solo para mujeres (aunque admite hombres en los cursos más
avanzados). A finales del siglo XIX alguien pensó que en los colegios femeninos
no se aprendía gran cosa, pero que cuando las mujeres iban a las universidades
llenas de hombres, estaban un poco acomplejadas y siempre pensando en
arreglarse para quedar guapas ante ellos, por lo que no se concentraban en el
aprendizaje. Como solución se fundó el Bryn Mawr College, una universidad elitista para mujeres
inteligentes y con ganas de trabajar, donde pudieran dedicarse al
estudio sin distracciones. Pasaron por allí como profesores muchos
intelectuales y científicos conocidos, y allí desarrolló Ferrater la mayor
parte de su carrera académica. Nos encontramos varias veces en Estados Unidos,
en México, en España y en otros países. Cada vez que Ferrater venía a
Barcelona, íbamos a comer juntos y continuábamos la conversación luego en casa
de su hermana. También me invitó a pasar unos días en su casa de Villanova,
donde vivía con su segunda mujer, Priscilla.
En su casa, una frontera bien marcada separaba la zona de los animales, que
incluía la cocina (habitada por ocho gatos y un perro cuando yo estuve allí),
bajo el control de Priscilla, de la zona de las
máquinas y las cámaras de cine (que incluía ocho
televisores y tres ordenadores), bajo el influjo directo de Ferrater.
Daba
gusto charlar con él, que tenía un gran sentido de la ironía y del humor. Ambos
coincidíamos en la orientación general de nuestras ideas. El libro suyo que él más
apreciaba era De la materia a la razón. Le molestaba un poco
que su fama se basara sobre todo en el Diccionario de filosofía; «a ver
si van a pensar que soy solo un lexicógrafo, que me dedico a hacer fichas de
palabras». Quería que se le reconociera como filósofo sistemático. Entonces, yo
publiqué una recensión amplia, detallada y bastante crítica del libro De la
materia a la razón, y él se quedó encantado. Cuando le preguntaba un
periodista cómo le había tratado la crítica, él contestaba: «Bueno, solo ha
habido una» (Risas). De nuevo surgía el tema del rigor. Uno no
tiene por qué dar definiciones, pero si las da, han de ser precisas.
Es como la fotografía. Nadie tiene por qué hacer fotos, pero si las hace, que
no queden desenfocadas. Esta es la razón de las amables discusiones que tuve
tanto con Bunge como con Ferrater Mora. Esto no se aplica a otro de los más
grandes filósofos hispanos vivos, Roberto
Torretti, con el que he colaborado de modo intenso y fecundo, y que escribe con
ejemplar precisión. Estoy muy satisfecho de mi amistad con los tres
(Ferrater, Bunge y Torretti) y siempre ha habido bastante coincidencia entre
nuestros puntos de vista.
En
Mariposas y
supercuerdas, su diccionario filosófico, Ferrater Mora volvía a
criticar las corridas de toros. ¿Fue el pionero en la denuncia de la Fiesta?
¿Se mantienen o han sido desmontados sus argumentos a día de hoy?
Mucha
gente ha criticado las corridas de toros en España, incluido Ferrater, pero
también otros, como Unamuno, Severo Ochoa, o Santiago Ramón y
Cajal. De todos modos, quizá la crítica más feroz de
las corridas de todos es la que hizo Goya en sus series negras de
grabados, la de los desastres de la guerra, la de la tauromaquia y la de la
inquisición.
Realmente, el mundo sórdido, siniestro y cruel de la tauromaquia y, en general,
de la España negra, queda ahí al descubierto.
Desconfío
mucho de las tradiciones de la crueldad aborrecidas por el resto del mundo y
defendidas con chulería por los castizos locales de turno. Si estás en África y
criticas el que corten el clítoris a las adolescentes, siempre hay algunos que
te acusan de mentalidad colonialista, porque pretendes aplicar los valores europeos a unos
pueblos que son distintos, que tienen derecho a tener sus propios valores y sus
propias tradiciones culturales, incluida la ablación del clítoris.
Todo esto es absurdo. Dos y dos son cuatro. Y si vas a un país donde te dicen
que dos y dos son cinco, pues no, se equivocan. Son cuatro en todas partes. Si
tú cortas el clítoris a una adolescente o si torturas a un animal, humano o no humano, simplemente
por diversión, eso es una salvajada. Es un ejemplo paradigmático de lo que es
el mal, de lo que la ética y la moral critican. Aunque
la discriminación de los negros, o el maltrato a las mujeres, o las corridas de
toros sean tradicionales en ciertos sitios, estas prácticas son injustificables
ante la reflexión ética, que siempre es universal. En relación a este tipo de tradiciones, el
progreso cultural y moral de los países donde perduran consiste en abolirlas y
en liberarse de ellas.
Darwin
hizo su famoso viaje en el Beagle alrededor del mundo, que duró cuatro
años, uno de los cuales lo pasó en la Patagonia. Allí, en el extremo sur,
detrás del canal que ahora se llama del Beagle, está la Tierra de Fuego.
A los indígenas se les llamaba fueguinos. Darwin los visitó y se quedó
horrorizado por su crueldad. Dentro de su propia familia se ayudaban unos a
otros, se querían, eran tiernos y solidarios. Pero cuando tropezaban con
alguien de otra tribu, inmediatamente se liaban a golpes. Al perdedor se lo
llevaban arrastrado por los pelos a casa, donde lo entregaban a los niños para
que se divirtiesen sacándole los ojos. No les daba la más mínima pena y se
reían cuando la víctima chillaba. También le había impresionado el maltrato que
se daba a los esclavos en Brasil. Darwin llegó a la
conclusión de que la compasión solo
se aplicaba originariamente a los parientes más próximos. Sentíamos su
dolor como nuestro, pero no el de los otros. Con los demás había una relación
de guerra casi constante. Decía Darwin que el progreso moral posterior había
consistido en la expansión del círculo de la compasión para abarcar primero
a los vecinos, luego a los de la misma etnia y más tarde a los del mismo sexo,
o raza, o país. Pensaba que esta expansión debería continuar hasta llegar a su
lógica conclusión, es decir, hasta que
el círculo de la compasión abarque a todas las criaturas capaces de sufrir.
En
la correspondencia que se conserva de Ferrater Mora, también podemos encontrar
ácidas críticas a la French
Theory, algo que usted comparte al cien por cien. ¿Por qué
considera que los pensadores franceses como Derrida, Deleuze, Lacan o Kristeva
no aportan nada a la filosofía? ¿Incluiría a Foucault en el mismo grupo?
La
situación de la filosofía francesa de los últimos cuarenta o cincuenta años
(incluidos todos los autores que citas) ha sido de gran mediocridad y huera
palabrería; ha sido incluso peor que la española. La filosofía interesante se
ha hecho en otros sitios, pero no en Francia; lo cual es una lástima para los francófilos
como yo. A mí me gusta Francia, la lengua francesa, los paisajes franceses, la
cocina francesa, el teatro de Molière,
la poesía de Baudelaire.
Precisamente la semana pasada estuve en Francia y aproveché el viaje para
visitar las cuevas prehistóricas de la Dordoña, como Font de Gaume y Lascaux.
¡Qué maravilla de pinturas rupestres! También me gusta la matemática francesa y
la filosofía clásica francesa. Descartes,
aunque mal biólogo, fue un gran filósofo y matemático, tuvo gran fuerza y
originalidad de pensamiento, y su influencia fue notable. Todo el desarrollo de
la teoría de la probabilidad se hizo en Francia; Laplace y otros
aplicaron de un modo sistemático y creativo la mecánica de Newton; y las ideas
de Poincaré en cierto modo anticiparon la teoría especial de la
relatividad de Einstein.
Sin
embargo, en
el siglo XX las cosas fueron a peor, y en el pensamiento francés se
produjo una dégringolade, que es como cuando un pastel se funde y todo
se empieza a caer: vinieron los Lacan, la filosofía deleuzenable, etc.
(risas). He tenido contactos con ellos que a mí me han dejado pasmado. Recuerdo
cuando algunos estudiantes de Filosofía de la Universidad de Barcelona
empezaron a interesarse por Derrida. Le sugerí al decano que le invitase
a dar una conferencia, para que los estudiantes lo conociesen de primera mano.
Vino; la sala estaba llena. Empezó citando una frase ininteligible de Heidegger
sobre el ser y la voz del amigo. «Pero ¿quién es el amigo, qué es el amigo?»,
se preguntó. Tras una pausa, se respondió: «L’ami c’est l’être» (el amigo
es el ser). Y continuó: «Pero ¿qué es el ser?». «Ah, el ser… es el tiempo». «¿Y
qué es el tiempo? Es que si decimos qué es el tiempo, lo estamos identificando
con el lenguaje». «Y ¿qué es el lenguaje?», y así sigue hasta el final. Todo
ello con muchas pausas, pronunciado con énfasis y bien articulado. Al acabar,
levanté el brazo y le dije: «Jacques, he tomado nota de lo que has dicho. Solo
tengo una pregunta: suponiendo que tengas razón, y el amigo sea el ser, y el
ser sea el tiempo, y el tiempo sea el lenguaje, ¿qué necesidad hay de usar
tantas palabras diferentes para referirte a lo mismo? ¿Por qué no
dices desde el principio que el lenguaje es el lenguaje, y se acabó?». ¿Cuál
fue su contestación? Me dijo: «Tu problema, Jesús, es que te tomas demasiado en
serio lo que digo. Esto no es ciencia; la filosofía es como la música. No
tienes que escuchar tan atentamente las palabras que salen de mi boca, sino
captar la música que resuena por detrás». Los estudiantes, al oír este tipo de
cosas, quedaron vacunados.
También
me invitaron
a hablar en un congreso de psicoanalistas lacanianos (supongo que se
traspapelaría la invitación y fue así como me llegó a mí; de otra forma no se
entiende). El tema era «El sexo como lenguaje». Por lo visto era una
evidencia que el sexo es un lenguaje, y entonces había que
preguntarse por su gramática, sus adverbios, etc. En mi ponencia, que era la
última, dije que había escuchado con atención a mis ilustres predecesores, pero
había sido incapaz de entender lo del sexo como lenguaje. Para empezar, el sexo
es un fenómeno universal que se da en todos los animales y parece tener más que
ver con la reproducción que con el lenguaje, pues todos
los animales se reproducen y casi ninguno tiene lenguaje. Que nosotros sepamos,
somos los únicos animales lingüísticos, los únicos que
hablamos. Si el sexo es algo lingüístico, ¿cómo es que el resto de los
animales, que no hablan, practican sexo? Según yo iba hablando y diciendo cosas
triviales, cosas que cualquier chaval de primaria podría haber dicho
perfectamente, los psicoanalistas lacanianos allí presentes se iban poniendo
pálidos y sus ojos se iban abriendo más y más. Al final, no hubo aplausos ni
nada. Me imagino que echarían una bronca a alguien de su organización por
haberme invitado.
La
broma de Sokal y Bricmont dio pie a las Imposturas intelectuales,
donde ponían de manifiesto, entre otras muchas cosas, que ni Lacan, ni Deleuze,
ni Kristeva entendieron a Gödel. Para estudiar filosofía ¿no habría que aplicar
de forma rigurosa aquella frase que aparecía en el frontispicio de la Academia
que decía: aquí no entra nadie que no sepa geometría? ¿Hasta qué punto son
importantes las matemáticas para ser un buen filósofo?
Muchas de las discusiones sobre temas filosóficos y psicológicos se
deben a que empleamos palabras que no tienen un sentido unívoco y bien definido. Una de estas palabras es
«filosofía». Cuando los chavales en un instituto estudian Matemáticas o
Historia de la Literatura, todos hacen más o menos algo parecido. Sin embargo,
cuando estudian Filosofía, si tienen esta asignatura en bachillerato, según el
profesor que les toca en suerte o en desgracia, según que sea un cura o un
revolucionario del séptimo día, van a tener que asistir a clases donde se les
cuentan cosas completamente diferentes.
La
noción clásica de «filosofía» se asocia a las grandes preguntas: ¿cómo es el
universo que habitamos? ¿De qué están hechas todas las cosas? ¿Cómo somos
nosotros? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? Es la filosofía de Aristóteles,
de Platón, de Kant, de Bertrand Russell. Otra cosa distinta es la filosofía que se practica en las épocas escolásticas,
cuando nadie trata de mirar directamente a la realidad, sino que todos se dedican a
rumiar los textos de otros y a citarse unos a otros. Esto lo ha habido en
Europa en la Edad Media. Y en la India también. Durante mucho tiempo a los
autores indios les daba vergüenza decir nada por sí mismos, y lo que hacían era
citar textos de otros autores, cuanto más antiguos, mejor. Cuando querían decir
algo y no encontraban a quién citar, se inventaban un autor inexistente al que
atribuir sus opiniones, para así poder citarlo.
La gran filosofía ha estado siempre relacionada con la ciencia;
es inseparable de la ciencia.
Y, a su vez, gran parte de la ciencia es inseparable de la matemática. La matemática
es el lenguaje no de toda la ciencia, pero sí de gran parte de la ciencia,
de la física, de la economía, etc. Si queremos hacer filosofía seria, tenemos
que hablar del mundo y de la realidad, y nuestra fuente de información es, en
definitiva, este esfuerzo de racionalidad colectiva teórica que es la ciencia.
Y esto siempre ha sido así. En griego se dice a veces que la palabra filosofía
viene de φιλοσοφία
y la palabra ciencia de ἐπιστήμη. Pero en griego clásico, el
griego de Platón y Aristóteles, las palabras φιλοσοφία
y ἐπιστήμη son totalmente sinónimas, al cien por cien. Para ellos la oposición está
entre filosofía o ciencia por un lado, el saber serio y fiable, y, por otro
lado, lo que llamaban la δόξα,
que es la mera opinión más o menos arbitraria. Si Aristóteles resucitase ahora
y fuese a ver al rector de una universidad de nuestro tiempo para pedirle
trabajo, lo estaría poniendo en un aprieto: no sabría en qué facultad situarlo.
El primer libro de física moderna es de Newton; se llama Philosophíae
naturalis pincipia mathematica (Principios
matemáticos de la filosofía natural). El primer libro donde se
presenta la química moderna, de Dalton, se llama Chemical philosophy.
La primera teoría de la evolución biológica,
equivocada, pero la primera, fue la de Lamarck. La presentó en un
libro titulado Philosophie zoologique. Todo esto significa que, aunque
en el uso actual distinguimos entre filosofía y ciencia, no es una distinción
tajante, sino gradual; hay muchísima relación entre una y otra. Si Einstein
hizo la teoría especial de la relatividad, algo importantísimo en su tiempo,
enseguida Russell escribió su comentario, el Abecé de la relatividad. Un presunto filósofo al que no le interesen las leyes de
la física, ni la evolución biológica, ni el mundo en el que vive, al que solo
le importen lindezas como la dialéctica posmoderna del subjetivismo
transgresivo, o el ser ahí que muerde la cola al ser allá, obviamente no aporta
nada; es que ni siquiera sé de qué me está hablando.
Con
frecuencia estamos enfrascados en ocupaciones cotidianas triviales, de manera
que así se nos va pasando la vida. La vida se nos escurre de entre las manos
sin darnos cuenta. De vez en cuando, nos apetece hacer una pausa y preguntarnos
por cómo es el mundo en que vivimos, cómo soy yo, qué pinto aquí, qué sentido
tiene todo esto. A estas grandes preguntas, lógicamente, no se puede responder
con independencia de la ciencia fiable ni de la gran filosofía. Por lo tanto, a
mí me parece que una filosofía al margen de la ciencia es la cosa más aburrida,
menos sexy y menos interesante que uno pueda imaginar.
Al
igual que se puso de manifiesto la incomprensión de conceptos científicos de
los que usted denomina «los constructivistas sociales posmodernos», ¿hay
una incomprensión de las mentes cartesianas sobre la dialéctica
posestructuralista? Kristeva hace un mal uso del lenguaje científico pero
describe con precisión el movimiento feminista y su problemática. ¿Cree que no
aportan nada?
No creo que el uso de palabras tan confusas como «dialéctica»
aporte nada al progreso del pensamiento.
La palabra «dialéctica» es una palabra que normalmente o no significa nada o
significa simplemente una acumulación de absurdos. Aparte de ser filósofo, como
sabes, también me he dedicado a la lógica. Pocas palabras pueden irritar más a un lógico que
«dialéctica». Desde el punto de vista lógico, podemos reconocer
muchas enfermedades conceptuales, pero la más grave de todas, con mucha
diferencia, es la contradicción. Podemos mirar con
tolerancia, y en algunos casos incluso con cierta simpatía, algunas falsedades, porque la falsedad es un
defecto a veces perdonable. Pero la contradicción es mil veces más grave.
Cuando nos parece que algo es falso, podemos estar equivocados y más adelante
descubrir que aquello que parecía falso resulta que es verdadero; eso nunca
ocurre con la contradicción. Una contradicción es totalmente
imposible que sea verdadera bajo ninguna circunstancia. Por lo tanto, no va a ninguna
parte el tipo de pensamiento que procede de Hegel, que se basa en la
imagen de que las ideas van por ahí como dando tumbos y contradiciéndose, que
estas contradicciones son fecundas, que de ellas surge un no sé qué. Hegel dice
cosas como que cuando la idea que sale fuera de sí misma y quiere volver dentro
de sí misma, y a la vez sale y no sale, quiere y no quiere, entonces vibra en
esta especie de contradicción continua, y… «eso es la electricidad» (Risas).
A
todos nos interesa la realidad social, la economía, sobre todo ahora que
vivimos una época de crisis. Pero, claro, cuando Marx y sus seguidores
aplican estas ideas y te dicen que lo que pasa es que hay una contradicción entre proletariado y
capitalismo, van diciendo una serie de cosas que no iluminan
absolutamente nada ni ayudan a entender nada. Pienso que las
palabras tienen que iluminar y que tienen que ayudar a entender las cosas y a
solucionar los problemas.
El
mejor filósofo marxista que ha habido en España ha sido Manolo Sacristán.
En Barcelona dio varias conferencias a las que iban sobre todo los marxistas,
pero también otros, como yo. Él explicaba que en su opinión Marx había empleado
la jerga de la dialéctica porque es la que estaba de moda en su tiempo; que si
Marx hubiera tenido las mismas ideas que tuvo en la época en que estaba de moda
la filosofía tomista, pues habría empleado las categorías del acto y la
potencia y del ente y demás. Es decir, que por casualidad le tocó la época en
que estaban de moda en Alemania las nociones hegelianas y se puso a hablar
innecesariamente de dialéctica y contradicciones. Solo hay una contradicción entre dos
fórmulas o entre dos enunciados, uno de los cuales es la negación
del otro. Pero no
tiene ningún sentido decir que hay una contradicción, por ejemplo, entre
personas. Tú y yo podemos estar enemistados, podemos pelearnos, pero
eso no quiere decir que haya una contradicción entre nosotros.
Qué
domina nuestra cultura, ¿el relativismo como lamentaba Ratzinger, o el
absolutismo matemático que subyace en las sociedades tecnológicas?
Aparte
de las palabras, están los palabros (risas). Las palabras sirven para
entendernos, los palabros, no. Si llamamos absolutismo a decir que una
verdad es absoluta, que es segura, irrefutable, pues efectivamente este
absolutismo a mí me parece que es correcto en ciertos campos, sobre todo en la
matemática. Así
como la ciencia empírica siempre es provisional y en ella no hay nada
definitivo, una prueba matemática correcta de hace cuatro mil años sigue siendo
tan válida como el primer día. Eso no tiene vuelta de hoja.
¿Recuerdas aquello de James Bond de que diamonds are forever? Las
pruebas matemáticas, como los diamantes, son para siempre. Si Pitágoras
probó algo, probado está. En este sentido, es una verdad absoluta. Lo que pasa es
que las verdades absolutas se refieren, en definitiva, a cosas ficticias, como
las entidades matemáticas, que no existen en el mundo real. Einstein
lo expresó muy bien: «En la medida en que las
matemáticas son ciertas, no se refieren a la realidad; y en la medida en que se
refieren a la realidad, no son ciertas». Platón ya lo había dicho
también. Nosotros hablamos del círculo, pero cuando aplicamos esta idea a un
plato o una rueda, por ejemplo, si los miramos con cuidado, veremos que no son
círculos perfectos. Los círculos perfectos solo existen en el universo
matemático.
Naturalmente,
sería
absurdo defender tesis biológicas o económicas o físicas con pretensiones
absolutas; lo cual no quiere decir que la única alternativa sea un relativismo blandengue, como pretenden
ciertos posmodernos. Gianni Vattimo, por ejemplo, dice que el
pensamiento tiene que ser débil; que no hay que buscar la verdad, sino la
caridad. Si tú me dices a mí que las ballenas son peces, y yo te corrijo y te
digo que no, que son mamíferos, esto es poco caritativo. Desde mi punto de
vista, este relativismo extremo es absurdo. Pero lo
que no es absurdo es el relativismo
moderado del sentido común, es decir, la constatación de que la historia de
la ciencia nos muestra que muchas de las tesis que defendemos o de las
opiniones que aceptamos en un momento dado las tenemos que revisar más
adelante, cuando descubrimos nuevos datos u obtenemos nuevos resultados
experimentales. Eso no significa que todo dé igual. Lo que significa es
que la ciencia empírica es revisable.
En
uno de sus artículos, titulado Cultura y violencia, señala que la
evolución biológica nos ha proporcionado una agresividad congénita, que
constituye la base de nuestra competitividad y liderazgo. ¿De qué mecanismos
reguladores disponemos para no sucumbir a esta violencia?
En
general, tenemos dentro de nosotros mecanismos compensatorios, que se corrigen
mutuamente. Incluso los músculos funcionan así. Esto es bueno para los
organismos, como la separación y equilibrio entre los poderes lo es para el
Estado, según Montesquieu y los padres de la constitución
norteamericana.
La
agresividad no es un fenómeno específicamente humano. En muchas especies
animales, los machos compiten y combaten por las hembras. Los machos más
agresivos tienen más probabilidad de ganar y transmitir sus genes a la
siguiente generación. Aunque muchos de estos machos son fuertes y bien armados
y podrían matar a sus competidores, normalmente no lo hacen. No solo heredan
el instinto agresivo, sino también los mecanismos que inhiben y controlan la
agresividad. En el combate, cuando uno de los competidores nota que
el otro es más fuerte, deja de pelear y hace un gesto de sometimiento. Entonces
el vencedor inhibe su agresividad, acepta la sumisión y ya no ataca más al
otro, con lo cual, en la mayoría de los casos, estas peleas entre machos no
acaban con la muerte del adversario. Estos animales han heredado tanto la
tendencia a la agresión violenta como el mecanismo de su inhibición que los
lleva a contenerse.
También
nosotros, los seres humanos, somos algo agresivos, pero normalmente no
demasiado, pues poseemos mecanismos internos que modulan y en muchos casos
inhiben la agresividad. Así, la emoción desagradable de la compasión, que nos permite
ponernos imaginativamente en el lugar del otro que sufre y sufrir con él, actúa
de freno de la violencia. Además, hay estímulos que disparan
la simpatía y la compasión, como la cara de un cachorro o de un
niño. Solo gente muy mala, con sus mecanismos inhibidores completamente
embotados, son capaces de agredir o maltratar a una criatura con esa carita.
Nuestro cerebro
no es un sistema unitario, fruto de un diseño inicial; es más bien el resultado
chapucero de una evolución larga y azarosa. Cuando han
surgido necesidades nuevas, no hemos fabricado un cerebro nuevo, sino que se han
producido cambios y reajustes en el que ya teníamos. Al final, no todos los
mecanismos y estructuras cerebrales van en la misma dirección. Piensa en el
fumador. Por un lado, el fumador sabe que el tabaco le perjudica y que le
conviene dejar de fumar; por eso, decide dejarlo; por otro lado, el núcleo accumbens
de su cerebro, que ya ha producido muchos receptores de nicotina, se
desasosiega al no recibir un aporte de nicotina y solamente se calma cuando se
enchufan a los receptores suficientes moléculas de nicotina. En esa situación, una parte del cerebro quiere dejar de fumar y otra no quiere; por tanto,
no hay una voluntad unitaria, sino que diversas estructuras
cerebrales actúan cada una por su cuenta. Lo mismo ocurre con la agresividad y
la compasión.
¿Y
existe una moral innata tal como postula Marc Hauser?
No. Tenemos emociones morales congénitas, pero la moral como sistema de
normas no es congénita, sino cultural, es parte de la cultura. Por eso a veces
la moral cambia, mientras que los mecanismos congénitos son invariables.
Personas distintas pueden tener ideas morales diferentes. Incluso la misma
persona puede cambiar de ideas morales a lo largo de su vida. Por ejemplo, hay
cazadores que en un momento dado sienten que lo de cazar animales que no les han
hecho nada es una salvajada y dejan de cazar, pasándose a la fotografía. Lo
mismo ocurre con el gusto y la estética. Los niños tienen una preferencia
congénita por lo dulce, pero luego puede cambiar. Yo al principio tomaba el
café con azúcar, pero a partir de cierto momento preferí su gusto amargo y
ahora lo tomo sin azúcar.
En
sus libros siempre habla del ser humano como humán o humanes…
El humán es el ser humano
en general, tanto si es hombre como mujer. El hombre es el humán macho. Es una
cuestión meramente semántica. Se trata de exactamente la misma distinción que
hace el griego entre ánthropos y aner, o el alemán entre Mensch
y Mann, por ejemplo. Hubo una temporada en la que tuve que dar unas
conferencias sobre temas relacionados con la política, las elecciones, el
feminismo y otros temas similares. Me encontré con que, siempre que hablaba de
«los derechos del hombre» o del «principio de un hombre, un voto», nunca
quedaba claro si me refería a seres humanos cualesquiera o solo a seres humanos
machos. Esto provocaba malentendidos y discusiones que hacían perder el tiempo,
que se acabaron con la distinción entre humanes y hombres.
Obviamente, todos los hombres son humanes, pero no a la inversa. Cuando dices,
por ejemplo, que en tal país a partir de tal año todos los hombres tienen
derecho al voto, no queda claro lo que dices; tienes que dar dos fechas, la
fecha a partir de la cual todos los hombres adultos tienen derecho al voto y
otra fecha posterior a partir de la cual todos los humanes adultos tienen derecho
al voto, aunque sean mujeres.
Cuando
iba a China al principio, y China era más pobre, había tres tipos de váter: las
letrinas para hombres, con el signo chino de hombre; las de mujer, con otro
signo; y finalmente, las de human, abiertas a ambos sexos. En español, la
terminología no es tan clara, pero tenemos la raíz human-, que usamos en
palabras como «humano» y «humanidad» y ahora también en el sustantivo «humán»,
que carece de contenido filosófico o connotación ideológica alguna.
[No
está registrada por la RAE]
Con
el título de su libro A favor de los toros, llama a las cosas por su
nombre, no es A favor del toreo. ¿Esta tendencia a utilizar el lenguaje
para cambiar el sentido de las cosas forma parte de lo que Chomsky denomina la
dotación innata lingüística con la que nacemos o es un producto cultural?
Chomsky se refiere a la capacidad congénita
que tenemos los humanes hacia los dos años de edad de reconstruir la gramática entera de una lengua en nuestro cerebro
tras oír una muestra muy limitada de oraciones de esa lengua. En cualquier caso, a mí me
gusta la claridad y pienso que todo pensador debería esforzarse por hablar con
claridad y precisión. Cuando quiera escribir en contra de los hombres que
maltratan a las mujeres, escribiré a favor de las mujeres. Cuando he escrito en
contra de los hombres que maltratan a los toros, he escrito a favor de los
toros y en contra de sus maltratadores. De Goya es la frase de que «el sueño de
la razón produce monstruos». Uno de ellos es la monstruosidad semántica de
decir «A mí me gustan los toros» para indicar que uno odia a los toros y que lo
que le gusta es verlos ensangrentados y torturados en público hasta la muerte.
Miquel
Barceló nos decía en una entrevista que la clonación de humanos, en cuanto sea
técnicamente posible, se hará. En uno de sus artículos hablaba del tema. ¿Hay
argumentos racionales para permitir la clonación reproductiva pero no la
terapéutica?
A
mí en realidad me importa un bledo todo esto de la clonación. Simplemente me
parece que por ignorancia de los hechos de la biología, los periodistas, que a
veces no tienen ni idea de lo que están hablando, han generado una cierta
alarma social excesiva por este asunto de la clonación. Para empezar, no se ha clonado nunca a ningún ser humano, y tampoco a
un chimpancé, o a ningún primate de ningún tipo. No sabemos si se puede
hacer o no. Lo que sí hay es una cierta clonación natural, incluso en el caso
humano, que es la que se produce cuando una mujer tiene gemelos monocigóticos. Un
espermatozoide fecunda al óvulo y el cigoto, apenas formado, hace una pausa y
empieza a clonarse, formando otro cigoto idéntico. Hay otros mamíferos que
siempre se clonan, como los armadillos, que tienen unas camadas de cuatro crías
que se producen por clonación en el seno materno. Desde luego, en la
naturaleza en su conjunto, incluyendo bacterias, arqueas y protistos, la
clonación es la manera normal de reproducirse, mucho más frecuente
que la reproducción sexual.
Algunos
periodistas fantasiosos han advertido del presunto peligro de que el mundo se
llene de copias de Hitler. Son cosas que no tienen pies ni cabeza,
aparte de ser imposibles. Además, aunque Hitler viviera y pudiera clonarse,
tendría todo el interés del mundo en evitarlo. Lo último que desea un dictador
es crear sus propios competidores (risas).
Creo
que algo no
puede juzgarse como malo simplemente porque sea novedoso e inédito.
Tenemos que estar abiertos a los nuevos desarrollos y analizar sus peligros y
oportunidades caso por caso.
Decía
en su artículo que le parece bien que si una familia pierde un hijo pudiera
clonarse.
Sí,
claro, por qué no. No solamente si pierde un hijo; también si pierde una hija.
Y si quieren mucho a su perro, con el que están encantados, y resulta que lo ha
atropellado un coche y lo ha matado, no veo objeción alguna a clonarlo a partir
de alguna de sus células, siempre que se lo paguen ellos de su propio bolsillo. No
entiendo que ello pueda producir alarma social alguna.
Ha
dicho a veces que el aparato coercitivo del Estado se pone al servicio de la
moral católica. Aquí la moral católica influiría bastante, ¿no?
La
moral católica es una moral extremadamente fijista. Aunque, de hecho, va
cambiando constantemente, pues cada papa es diferente. Los musulmanes piensan
que todo está escrito desde toda la eternidad en el Corán. Y aunque los cristianos,
que en el pasado han sido tan fanáticos o más que los islamistas, se han
moderado bastante, siguen teniendo estos grupúsculos fanatizados que se
autodenominan provida. Lo cierto es que las palabras «célula madre» no aparecen
en toda la Biblia. El gran argumento en contra del aborto es que en realidad
es un robo, porque la vida pertenece a Dios y no a su madre. ¡Qué
absurdo galimatías! Todas las conclusiones prácticas a las que lleguemos ahora
están sujetas a revisión en el futuro, en función de los nuevos datos con que
podamos contar.
En
su diccionario de lógica y filosofía de la ciencia me han llamado la atención
la cantidad de paradojas que nos describe. Hasta trece. Algunas, como la del
mentiroso, son muy conocidas. ¿Cuál es su favorita?
Me
fascinan las
paradojas, en las que topamos con los límites del lenguaje. Una de
mis favoritas es la paradoja de Cervantes,
que aparece en El Quijote. Está Sancho de gobernador de la ínsula
Barataria. Hay una ley que dice que a todo forastero que quiera entrar en la
ciudad hay que preguntarle que a qué viene. Si dice la verdad, los guardias le
dejan entrar. Si dice una mentira, le cortan la cabeza. Llega un forastero y a
la pregunta de a qué viene, contesta: «A que me corten la cabeza». Si se la
cortan, habría dicho la verdad y deberían haberlo dejado entrar. Si no se la
cortan, habría mentido, y deberían haberle cortado la cabeza. Esta ley era, pues, imposible de cumplir. Como decía Wittgenstein,
tenemos que estar atentos a las trampas que nos tiende el lenguaje;
las paradojas nos ayudan a estar atentos.
Entrevista
a Jesús Mosterín, Jot Down
El
primer ministro de India, el sij Manmohan Singh, siempre luce turbante. Los
sijs piensan que los cabellos forman parte de nuestra naturaleza, que crecen
por la gracia de Dios y que no hay razón alguna para cortarlos. No se los
cortan nunca, sino que los arremolinan sobre la cabeza y los cubren con el
turbante. En resumen, los sijs prohíben cortarse el pelo, pero se lo prohíben a
sí mismos, no a los demás. El sijismo es una religión tolerante. Y Singh es uno
de los líderes políticos más respetados del mundo actual. Aunque es el jefe del
Gobierno, y aunque él no se lo corta, no se le ocurriría prohibir el corte de
pelo al resto de los indios ni imponer el turbante a golpe de decreto. Singh es
un auténtico
demócrata, que no pretende abusar del monopolio legal de la violencia que
ejerce el Estado para imponer las opiniones y valores de su secta a los
ciudadanos que no las comparten.
El
Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que tantas cosas hizo mal, hizo bien
algunas, como la
ley orgánica de 2010 que despenaliza la práctica voluntaria del aborto durante
las primeras 14 semanas del embarazo. Con esta ley tan moderada y
poco original, no hacía sino adaptar la legislación española a lo que es normal
en toda Europa (con
la excepción de Irlanda y Polonia, bloqueadas por la tremenda interferencia
eclesiástica) y en casi todo el mundo desarrollado, desde Estados
Unidos y Canadá hasta China y Japón, pasando por India, Rusia, Gran Bretaña,
Alemania, Francia, Italia, etcétera.
En
su gestión al frente de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón sobresalió como el alcalde más
derrochador de España, acumulando los mayores déficits y los más
abultados impagos a proveedores, multiplicando la deuda de la ciudad por cuatro
y haciéndola seis veces mayor que la de Barcelona. Es sorprendente que un
Gobierno como el de Rajoy, enfocado en la reducción del déficit, lo premiase
nombrándolo ministro. Y es asombroso que le permita desviar la atención
política desde
la resolución de la grave crisis económica actual hacia las anacrónicas
reivindicaciones episcopales sobre el aborto. En cuanto tomó
posesión de su cargo, Gallardón anunció una cruzada contra las mujeres que
quisieran ejercer su libertad reproductiva. Las decisiones sobre el embarazo no
las deben tomar las embarazadas, sino los obispos, como en Irlanda, donde las
mujeres se van a abortar a Inglaterra. Más adelante, y en plan displicente,
indicó que no iba a meter en la cárcel a las mujeres que quisieran abortar
(aunque no aclaró si les pagaría el viaje a Inglaterra), pues en realidad eran
víctimas. Desde luego, si se cumplen sus planes, serán víctimas de Gallardón. Todos debemos
respetar las ideas y valores católicos fundamentalistas del ministro mientras
se limite a aplicarlas en su vida privada o en el entorno de sus
correligionarios, como hace Singh en India. Lo que no es de recibo
es que pretenda
poner el aparato coercitivo del Estado al servicio de la imposición de la moral
católica a los no católicos.
En
nuestra especie, el desarrollo uterino dura unas 39 semanas, las primeras
ocho de las cuales constituyen el periodo embrionario, en el que más
de un tercio de los embriones abortan espontáneamente, sin que la madre ni
siquiera se entere. La mayoría de los abortos inducidos (en Inglaterra, el 70%)
se producen también durante el periodo embrionario. A partir de la novena
semana, el embrión pasa a llamarse feto. El feto, que inicialmente pesa unos
ocho gramos, va creciendo y desarrollándose todo el tiempo hasta el nacimiento.
Las conexiones tálamo-corticales del cerebro, que son esenciales
para el posterior desarrollo de percepciones y sentimientos, no empiezan a
formarse hasta las 28 semanas. Por eso es seguro que en las primeras 14 semanas
no hay posibilidad alguna de actividad psíquica o vida personal. Naturalmente, el embrión es
un ser vivo, pero también lo es el mosquito e incluso las bacterias. La mayoría
de las mujeres embarazadas quieren llevar a término su embarazo y parir un bebé
sano; ese bebé es lo más importante del mundo para ellas. El aborto siempre es
un trauma y ninguna mujer lo realizaría a la ligera. La creación de un nuevo
ser humano es un milagro maravilloso, pero la elección del momento oportuno
para producir milagros en el vientre de una mujer debe realizarla esa mujer, no
el ministro u obispo de turno. Por eso casi todos los países desarrollados han
adoptado leyes de plazos como la española actual. No hay razón alguna para
variarla.
Especialmente
inquietantes son los anuncios de Gallardón de que quiere obligar a los padres
que han tenido la desgracia de concebir un feto con graves malformaciones a
llevar a término el embarazo, condenándolos a ellos, al hijo y a la sociedad a
incontables sufrimientos inútiles y sin esperanza. Un gran progreso del mundo
civilizado ha consistido en que las madres se enteren por adelantado de si han
tenido la mala suerte de concebir un embrión malformado que no ha abortado
espontáneamente (como suele suceder) y así puedan provocar su aborto inducido.
Como declaraba recientemente una madre valenciana que acababa de abortar un
feto con síndrome de Down y varias otras malformaciones, “prefiero llorar un
mes que llorar toda la vida”. Desde luego, los padres que decidan llevar a término el embarazo del
feto defectuoso y que deseen sacrificar sus vidas por criarlo, merecen respeto
y apoyo, aunque no suele ser eso lo que elige la mayoría de la gente
razonable en ningún país del mundo. Los padres que prefieran tener hijos capaces de vivir una
vida humana en plenitud también tienen derecho a abortar cuando los datos
genéticos les hayan sido desfavorables y a ensayar una nueva
partida. La reproducción y la gestación de un hijo son algo demasiado
importante para dejarlo al albur del azar. En cualquier caso, es a los padres,
y no a Gallardón, a quienes corresponde decidir.
Tanto
el partido republicano de Estados Unidos como el PP de España son
conglomerados, que, junto a conservadores y liberales, incluyen una facción de
extrema derecha cristiana, monotemáticamente obsesionada por su oposición a la
libertad reproductiva de las mujeres y por su celebración de la enfermedad y la
malformación de los fetos como pruebas a las que Dios nos somete para hacernos
sufrir en este valle de lágrimas; esta inversión en sufrimiento será
recompensada en ultratumba al ciento por uno. Dios nos libre de estos asesores
en inversiones escatológicas y de su timo de la estampita. Los republicanos estadounidenses han
perdido las dos últimas elecciones en parte por la ultraderecha cristiana, que
atrae a votantes extremistas en las primarias, pero provoca rechazo entre la
mayoría moderada de los electores.
Sarah
Palin, compañera de candidatura del republicano Cain en las elecciones de 2008,
siempre ha presumido de negarse a abortar su feto Trig con el síndrome de Down,
lo que le valió una gran popularidad entre los fanáticos antiabortistas, pero
al final quitó votos a Cain, que perdió las elecciones. En los últimos comicios
(en 2012), el ultraderechista cristiano Rick Santorum estuvo a punto de
arrebatar la candidatura republicana a Mitt Romney, al que acorraló con su
retórica, obligándolo a adoptar posiciones más extremas y menos atractivas para
el público que las que habitualmente había defendido. El programa de Santorum
se reduce a una glorificación demencial del sufrimiento, la enfermedad y la malformación.
No solo se opone (sin éxito) a todo aborto, incluso tras una violación, sino
que incluso ha dedicado su propia vida a tan extraño empeño. Su hijo Gabriel
era un feto inviable que nació prematuramente (a las 20 semanas) y murió de
inmediato. No obstante, Santorum y su mujer se empeñaron en dormir con el
cadáver en el hospital, lo llevaron a casa y lo presentaron a sus otros hijos
como su “hermano Gabriel”. En 2008, y contra la opinión de los médicos, se
empeñó en que naciera su hija Isabella, con malformaciones tan graves como la
letal trisomía 18 (tres copias del cromosoma 18). Esa pobre criatura ha pasado
su breve vida en quirófanos. De todos modos, tanto Palin como Santorum son
belicistas acérrimos, defensores de todas las guerras y partidarios a ultranza
de las armas de fuego y de la Asociación Americana del Rifle.
Una cruzada contra la
libertad reproductiva, Jesús Mosterín [El País, 21 de mayo de 2015]
El islam es la
segunda religión del mundo por el número de sus adeptos (unos 1.500 millones) y está en camino de
convertirse en la primera. Los países miembros de la Conferencia Islámica albergan
tres cuartas partes de las reservas mundiales de petróleo. Sin
embargo, el auge demográfico y la lotería petrolera no han evitado el fracaso
político y económico del islam actual, ni su atraso cultural e intelectual.
El mundo islámico
tuvo una época de esplendor entre los siglos VIII y XII, durante los cuales fue
bastante más rico, refinado, tolerante y avanzado que la Europa de su tiempo. La diferencia se puso de
relieve durante las Cruzadas, un choque violento unilateralmente provocado por
los cristianos, que dieron muestras de mayor fanatismo y brutalidad que los
muslimes.
En
1097 los cruzados conquistaron la ciudad de Maarat. A pesar de haber prometido
respetar la vida de sus habitantes, se lanzaron a una orgía de sangre, pasando
a cuchillo a toda la población. En su furia desatada, incluso llegaron al
canibalismo, comiéndose a muslimes adultos cocidos y a niños empalados y asados
a la parrilla, según confirman tanto las fuentes musulmanas como las
cristianas. Cuando dos años más tarde los cruzados consiguieron conquistar
Jerusalén, lo primero que hicieron fue lanzarse al pillaje y organizar una
impresionante carnicería, degollando a casi todos sus habitantes. Los judíos
supervivientes fueron encerrados en una sinagoga y quemados vivos dentro.
El
cronista Raimundo de Aguilers, que estaba presente, describe así la situación:
“Por las calles y plazas se veían montones de cabezas, manos y pies cortados.
En el Templo y en el pórtico de Salomón, los nuestros cabalgaban en la sangre
de los sarracenos, que les llegaba hasta las rodillas. Justo y admirable juicio
de Dios, que quiso que este lugar recibiese la sangre de aquellos mismos que
durante tanto tiempo lo habían manchado con sus blasfemias”.
Los
muslimes, más tranquilos y refinados, quedaron conmocionados por la ferocidad
de los cruzados, una conmoción que todavía perdura en la zona y que es
comparable a la que entre nosotros produjo el ataque de Al Qaeda a las torres
gemelas de Nueva York en 2001. La crueldad de la conquista cristiana de Jerusalén
contrasta con la caballerosidad y moderación de su reconquista por Saladino, 90
años después. Los judíos medievales, desde luego, siempre prefirieron estar
bajo la férula del islam que aguantar el fanatismo de los cristianos.
Las
tres grandes religiones monoteístas se parecen mucho y sus ideas proceden del
tronco común judaico, del que el cristianismo y el islam pueden considerarse
herejías. Las tres parten de la idea del Dios único, en torno a la cual
construyen sus elucubraciones doctrinales. En cualquier caso, la teología
islámica es más razonable y menos confusa que la cristiana, pues no
está lastrada por el galimatías de la Santísima Trinidad.
A
diferencia de otras religiones en que la relación del creyente con la divinidad
pasa por intermediarios como los sacerdotes o la Iglesia, el islam insiste en la relación directa del
creyente con Alá, lo cual podría favorecer la libertad de pensamiento.
En 529 el
emperador Justiniano cerró la escuela filosófica de Atenas, sumiendo a Europa
en un largo periodo de oscuridad. Mientras las luces postreras de la ciencia
griega se apagaban, sus últimos portadores buscaban refugio en el Próximo
Oriente, entre los persas y árabes, más tolerantes y curiosos que
los cristianos fanáticos de los que huían. Sus sucesores, junto a otros
eruditos judíos y cristianos nestorianos, se lanzaron a traducir del griego al árabe los
textos de la filosofía y la ciencia helénicas; sabios llegados de India
traducían del sánscrito, patrocinados todos por el Califato abasí a través de
la Casa de la Sabiduría de Bagdad.
La
filosofía renació en pensadores islámicos como Al Farabi, Avicena o Averroes,
hombres de gran originalidad y audacia intelectual. Científicos de enorme
calibre, como Al Jwarismi, Al Razi, Omar Jayam, Biruni o Ibn Jaldún
contribuyeron al progreso de la ciencia. Sus textos fueron traducidos al latín
e influyeron en el pensamiento europeo. El matemático, astrónomo, filósofo y
poeta persa Omar Jayam adoptó una posición materialista y escéptica.
No tuvo pelos en la lengua a la hora de criticar la religión dogmática y
literalista predominante ni al expresar sus dudas sobre la inmortalidad del
alma, lo que le acarreó no pocos conflictos, que superó gracias a su prestigio.
La sociedad musulmana de entonces era lo suficientemente libre y abierta
como para tolerar opiniones divergentes o heterodoxas y para respetar y admirar
el trabajo científico.
Posteriormente, la cultura islámica perdió todo su dinamismo, frescura y
creatividad para caer en el dogmatismo estéril, la intolerancia y la cerrazón
mental (el funda-mental-ismo). El mundo islámico no ha desempeñado papel alguno
en el desarrollo de la ciencia moderna y apenas tiene presencia en la
investigación actual.
Seis de los ocho países más pobres del mundo son miembros de la
Conferencia Islámica.
Exceptuando las plutocracias hereditarias asentadas sobre el petróleo, la
mayoría de los muslimes vive en la miseria, que tiene muchas causas: la
explosión demográfica, la educación inútil de las madrazas, reducida a aprender
el Corán de memoria, la obsesión por ocultar y reprimir a las mujeres, el
fatalismo, la corrupción desenfrenada e incluso la imposición de normas
religiosas a la actividad financiera, como la que prohíbe el crédito con
interés. De hecho, no solo el Corán condena el préstamo con interés; también lo
hace la Biblia. Los cristianos y judíos medievales condenaban la usura en los
mismos términos que los musulmanes. La diferencia consiste en que los
cristianos y judíos se fueron olvidando de esa prohibición, propia de una
sociedad primitiva de pastores de cabras, y aceptaron los créditos con interés
en sus transacciones, mientras que los ulemas se aferraron a las regulaciones
ancestrales.
La
mayor parte de las noticias sobre el islam de las últimas décadas se refieren a
los continuos atentados terroristas. El odio a América, a Israel y a India, a
los extranjeros y turistas y al mundo moderno en general, combinado con la
obsesión por ocultar y reprimir a las mujeres y con la intolerancia virulenta
hacia las otras sectas, disidencias y presuntas apostasías
del propio mundo musulmán, incluyendo a los sufíes y los chiíes, ha
conducido a la glorificación del terrorista suicida y a una constante
crispación y agresividad. Desde luego, no todos los actos de terror son obra de
radicales islámicos, pero sí la mayor parte. Más esperanzadoras son las
noticias de las recientes revueltas árabes, a veces iniciadas por jóvenes
modernos conectados a Internet. Sin embargo, las elecciones libres que han
logrado convocar han acabado siendo ganadas por los tradicionalistas
religiosos, que son los únicos que llevan generaciones adoctrinando a las
masas.
A
diferencia de la mayoría de los cristianos y judíos (y no digamos de los
japoneses o chinos), que cada vez se han ido haciendo más escépticos y
tolerantes y consideran su religión como una mera tradición cultural entre
otras, muchos muslimes conservan un fervor religioso exacerbado que los hace
inasequibles al sentido del humor. Cuando en 2005 un modesto diario danés
publicó en su página de humor unas triviales caricaturas de Mahoma, los que no
las habían visto enseguida las calificaron de blasfemas. Las embajadas danesa y
noruega en Siria fueron incendiadas y en las violentas manifestaciones de
protesta atizadas por los ulemas se produjeron más de 100 muertos. En contraste
con esa reacción y también en 2005, la cantante Madonna dio un concierto en el
estadio olímpico de Roma, a solo 3 kilómetros del Vaticano, en que aparecía
“crucificada” y cantaba desde la cruz. Aunque el concierto fue calificado de
blasfemo por la jerarquía católica, a nadie en Italia se le ocurrió prohibirlo,
no hubo manifestaciones en contra e incluso fue un éxito de público.
Esplendor y miseria
del Islam, Jesús Mosterín [El País, 9 de abril de 2012]
La
compasión es la emoción desagradable que sentimos cuando nos ponemos
imaginativamente en el lugar de otro que padece, y padecemos con él, lo
compadecemos. Hemos empezado a entender el mecanismo de la compasión gracias a Giacomo
Rizzolatti, descubridor de las neuronas espejo, que se disparan en
nuestro cerebro tanto cuando hacemos o sentimos ciertas cosas como cuando vemos
que otro las hace o siente. Las neuronas espejo de la ínsula se disparan y
producen en nosotros una sensación penosa cuando vemos a otro sufriendo. Esta
capacidad puede ejercitarse y afinarse o, al contrario, embotarse por falta de
uso.
Los pensadores de
la Ilustración, desde Adam Smith hasta Jeremy Bentham, pusieron la compasión en
el centro de sus preocupaciones.
David Hume pensaba que la compasión es la emoción moral fundamental
(junto al amor por uno mismo). Charles Darwin consideraba la compasión la más
noble de nuestras virtudes. Opuesto a la esclavitud y horrorizado
por la crueldad de los fueguinos de la Patagonia con los extraños, introdujo su
idea del círculo en expansión de la compasión para explicar el progreso moral
de la humanidad. Los hombres más primitivos sólo se compadecían de sus amigos y
parientes; luego este sentimiento se iría extendiendo a otros grupos, naciones,
razas y especies. Darwin pensaba que el círculo de la compasión seguirá
extendiéndose hasta que llegue a su lógica conclusión, es decir, hasta que
abarque a todas las criaturas capaces de sufrir.
El pensamiento
indio, y en especial el budismo y el jainismo, consideran que la ahimsa (la
no-violencia, la no-crueldad, la compasión frente a todas las criaturas
sensibles) es el principio central de la ética. En contraste con el silencio
de la jerarquía católica, el Dalai Lama ha reclamado públicamente la abolición
de las corridas de toros. Al rey Juan Carlos, ya desprestigiado por sus
continuas cacerías, no se le ocurre otra cosa que salir ahora en defensa de la
tauromaquia. Más le valdría identificarse con su antecesor ilustrado Carlos III,
que prohibió las corridas de toros, que con el cutre y absolutista Fernando
VII, que las promovió.
El conocimiento
facilita la empatía.
Como decía Francis Crick (el descubridor de la doble hélice), los únicos
autores que dudan del dolor de los perros son los que no tienen perro. Muchos
españoles no dudan del dolor de los perros ni de los toros. Cuando un
degenerado cortó con una sierra eléctrica las patas de los perros de la perrera
de Tarragona y los dejó desangrarse hasta la muerte, más de medio millón de
españoles estamparon su firma en una petición al Congreso exigiendo la
introducción del maltrato animal en el Código Penal. En Cataluña todas las
encuestas indican una gran mayoría a favor de la abolición de la tauromaquia,
solicitada al Parlamento catalán por más de 200.000 firmas. Yo conozco a varios
firmantes de la petición; todos lo hicieron por compasión, ninguno por nacionalismo.
Los
defensores de la tauromaquia siempre repiten los mismos argumentos a favor de
la crueldad; si se tomaran en serio, justificarían también la tortura de los
seres humanos. Ya sé que los toros no son lo mismo que los hombres, pero la
corrección lógica de las argumentaciones depende exclusivamente de su forma, no
de su contenido. En eso consiste el carácter formal de la lógica. Si aceptamos
un argumento como correcto, tenemos que aceptar como igualmente correcto
cualquier otro que tenga la misma forma lógica, aunque ambos traten de cosas
muy diferentes. A la inversa, si rechazamos un argumento por incorrecto,
también debemos rechazar cualquier otro con la misma forma. Incluso escritores
insignes como Fernando
Savater y Mario Vargas Llosa, en sus recientes apologías de la tauromaquia
publicadas en este diario, no han logrado formular un solo argumento que se
tenga en pie, pues aceptan y rechazan a la vez razonamientos con
idéntica forma lógica por el mero hecho de que sus conclusiones se refieran en
un caso a toros y en otro a seres humanos.
Ambos
autores insisten en el argumento inválido de que también hay otros casos de crueldad
con los animales, lo que justificaría la tauromaquia. Savater nos ofrece una
larga lista de maltratos a los animales, remontándose nada menos que al
sufrimiento infligido por Aníbal a sus elefantes cuando los hizo atravesar los
Alpes. En efecto, debieron de sufrir mucho, pero no más que los soldados, la
mayoría de los cuales no lograron sobrevivir a la aventura italiana del
caudillo cartaginés. Si esto fuese una justificación del maltrato animal,
también lo sería del maltrato humano y de la agresión militar. Vargas Llosa
pone el ejemplo de la langosta arrojada viva al agua hirviente para dar más
gusto a ciertos gourmets.
Esto justificaría las corridas, pues también las langostas sufren. También es
cruel la obtención del foie-gras
de ganso torturado, pero por eso mismo el foie-gras
ya ha sido prohibido en varios Estados de EE UU y en varios países de la UE. En
cualquier caso, sabemos
que los toros sienten dolor como nosotros, pues el sistema límbico y las partes
del cerebro involucradas en el dolor son muy parecidos en todos los mamíferos. El
neurólogo José Rodríguez Delgado hizo sus famosos experimentos para localizar los centros del
placer y el dolor en el cerebro de toros y hombres y no encontró diferencias
apreciables. Desde luego, el mundo está lleno de salvajadas y
crueldades contra los animales humanos y no humanos, pero este hecho lamentable
no justifica nada.
Se aduce que la
tauromaquia forma parte de la tradición española, como si lo tradicional fuera
una justificación ética, lo que obviamente no es. Todas las costumbres abominables, injustas
o crueles son tradicionales allí donde se practican. Vargas Llosa
siempre ha polemizado contra la corrupción y la dictadura en América Latina,
pero ambas son desgraciadamente tradicionales en muchos de esos países. También
ha puesto a Chile como ejemplo a seguir por los demás países sudamericanos.
Pero Chile
prohibió las corridas de toros hace ya dos siglos, el mismo día y por el mismo
decreto que abolió la esclavitud.
Antes
los caballos salían a la plaza de toros sin protección alguna y durante la
suerte de varas casi siempre acababan destripados y con los intestinos por el
suelo. Por otro lado, como los toros no querían combatir y huían, les
introducían en el cuerpo banderillas de fuego (petardos que estallaban en su
interior y desgarraban sus carnes), a ver si así, enloquecidos de dolor, se
decidían a embestir. En 1928 al general Primo de Rivera se le ocurrió invitar a
una elegante dama parisina, hermana de un ministro francés, a una corrida de
toros en Aranjuez. Cuando la dama empezó a ver la sangre brotar a borbotones,
los intestinos de los caballos caer a su lado y los petardos estallar dentro de
los toros, casi le dio un patatús de tanta repugnancia e indignación como le
produjo el espectáculo. El general, avergonzado, ordenó al día siguiente que se cambiase
el reglamento taurino, suprimiendo los aspectos que más pudieran escandalizar a
los extranjeros, a quienes se suponía una sensibilidad menos
embotada que a los aficionados locales.
Los
toros pertenecen a la misma especie que las vacas lecheras, aunque no hayan
sido tan modificados por selección artificial. Son herbívoros y rumiantes, especialistas
en la huida, no en el combate, aunque en la corrida se los obligue a defenderse
a cornadas. Los taurinos dicen que la tauromaquia es la única manera
de conservar los toros "bravos". Pero hay una solución mejor: transformar
las dehesas en que se crían (a veces de gran valor ecológico) en reservas
naturales. Algunos
añaden que, puesto que no se ha maltratado a los toros con anterioridad, hay
que torturarlos atrozmente antes de morir. ¿Aceptarían estos taurinos que a
ellos se les aplicase el mismo razonamiento?
Los amigos de la
libertad nunca
hemos pretendido que no se pueda prohibir nada. Aunque pensamos que nadie debe
inmiscuirse en las interacciones voluntarias entre adultos, admitimos y
propugnamos la prohibición de cualquier tipo de tortura y de crueldad
innecesaria. Si aquí y ahora hablamos de la tauromaquia, no es
porque sea la única o la peor forma de crueldad, sino porque su abolición ya
está sometida a debate legislativo en Cataluña. Si allí se consigue, el debate
se trasladará al resto de España y a los otros países implicados. No sabemos
cuándo acabará esta discusión, pero sí cómo acabará. A la larga, la crueldad es indefendible.
Todos los buenos argumentos y todos los buenos sentimientos apuntan al triunfo
de la compasión.
El triunfo de la
compasión, Jesús Mosterín [El País, 9 de mayo de 2010]
El
rey Juan Carlos I ha desempeñado un papel indudablemente positivo en dos
momentos delicados de nuestra historia reciente. La transición de la dictadura
de Francisco Franco a la actual democracia española habría sido más difícil y
arriesgada sin la presencia de un puente que uniera ambas orillas con el
beneplácito más o menos explícito de todos los bandos implicados.
El
generalísimo Franco nombró a Juan Carlos de Borbón como su sucesor en la
jefatura del Estado, por lo que los franquistas no tuvieron más remedio que
aceptarlo, por muy a regañadientes que fuera. Franco murió el 20 de noviembre
de 1975 y sólo dos días después Juan Carlos juró como Rey ante las Cortes del
régimen moribundo. Al cabo de unos meses, Juan Carlos nombró jefe de Gobierno a
Adolfo
Suárez, ministro de la Falange reconvertido en instaurador de la democracia.
El 23 de febrero de 1981 los fantasmas del anterior régimen todavía nos
depararon el esperpento televisado del asalto al Congreso por Antonio Tejero al
frente de 200 guardias civiles. Pistola en mano y dedo en el gatillo, Tejero
mantuvo secuestrados a los diputados durante 18 horas, a la espera de que se le
uniesen las unidades militares. Juan Carlos I, vestido de uniforme de capitán general,
apareció en la televisión y ordenó a los militares que se mantuviesen dentro de
la ley y obedeciesen a las autoridades legítimas, con lo que la intentona quedó
abortada. En ambas ocasiones Juan Carlos de Borbón, bien
aconsejado, estuvo a la altura de las circunstancias.
En
las distancias cortas, Juan Carlos es campechano y jovial, y fácilmente
despierta la simpatía de sus interlocutores. No destaca por sus virtudes intelectuales
ni por su fina sensibilidad, pero ello tampoco es exigible a un
monarca constitucional, que en definitiva es una figura decorativa, a la que
basta con no provocar escándalos para mantener su trono. Aquí no me refiero a
pecadillos triviales, sino a conductas que produzcan indignación moral profunda o que
choquen frontalmente con los valores de nuestra época.
Hoy
en día, la
conciencia ecológica y bioética y la preocupación por la vida en nuestro
planeta desempeñan un papel fundamental en la emergente cultura global.
Aunque la caza tenía mucho sentido durante el Paleolítico, lo perdió por
completo tras la revolución del Neolítico, que tuvo lugar hace unos diez mil
años. Es cierto que a los reyes asirios les llevaban leones en jaulas para que
el monarca los alancease. Se suponía que el rey siempre estaba machacando
cabezas de enemigos y que en los ratos libres se entretendría matando animales.
Todavía a mediados del siglo XX, los jerarcas del franquismo y los hombres de
negocios enchufados intercambiaban favores corruptos a la sombra de la
complicidad establecida durante sus cacerías compartidas, que además aliviaban su
exceso de testosterona. Varias de las mejores películas del cine español, como La caza, de Carlos
Saura, o La escopeta
nacional, de Luis García Berlanga, testimonian de este oscuro
periodo.
[cacerías
compartidas sigue habiendo.]
En
cualquier caso, ahora vivimos en el siglo XXI, cuyos valores e inquietudes no
son los del Paleolítico ni los del Imperio Asirio y ni siquiera los del
franquismo. Incluso en Inglaterra ya han prohibido su tradicional caza del
zorro, y eso que el zorro no está en peligro de extinción. En su tiempo, Félix
Rodríguez de la Fuente trató de atraer a Juan Carlos hacia la nueva
sensibilidad, pero la muerte prematura del primero privó al segundo de una
saludable influencia que quizás habría acabado apartándolo del gatillo, por el
que siempre ha sentido afición. Las especies en peligro de extinción son objeto de
intensa preocupación, sobre todo si se trata de animales tan notables y
emblemáticos como el oso. Los osos, que ya eran abundantes en la
península Ibérica en el Pleistoceno medio, han sido perseguidos con saña hasta
su casi total exterminio. ¿Dónde están los osos de Madrid, la villa del oso y
del madroño, dónde están los osos que dan su nombre al gran monasterio gallego
de Oseira? Los millones de niños enamorados de sus osos de peluche, ¿tendrán la
oportunidad de ver osos de verdad en el futuro? La Unión Europea se está
gastando millones de euros en reintroducir algunos osos en las zonas de las que
habían desaparecido, como los Pirineos. Un número grande y creciente de españoles comparte esta
preocupación y contempla con indignación moral que todavía se sigan cazando
estos magníficos y escasos animales.
[caso
Nóos también nos provoca indignación moral.]
La
pulsión del dedo que aprieta el gatillo y produce el derrumbe del animal grande
y hermoso lleva a cazadores adinerados y sin escrúpulos a ofrecer sumas
ingentes de dinero a agencias como Abies Hunting, especializadas en organizar
cacerías terribles de elefantes en África o de osos en Europa. La zona de
Europa donde todavía podría salvarse una población viable de osos está en los
Cárpatos de Rumania, aunque incluso allí la población se ha reducido a la mitad
en los últimos años y empieza a estar amenazada. El sanguinario dictador
Nicolae Ceausescu solía desfogar sus malos instintos con la caza de osos desde
su chalet de Covasna, en plena Transilvania, la tierra de Drácula. El ex
comunista Adrian Nastase fue primer ministro de Rumania hasta diciembre de
2004, en que perdió las elecciones ante el demócrata Traian Básescu. Nastase
era también presidente de la Asociación Rumana de Cazadores y atraía a
personajes ricos o influyentes conocidos por su afición al gatillo con la
promesa de ofrecerles osos que fusilar y, para mayor morbo, alojándolos en el
chalet de caza del mismísimo Ceausescu.
En
octubre de 2004, en los últimos días de Nastase en el poder, la agencia Abies
Hunting organizó a Juan Carlos de Borbón un viaje privado para matar osos en
los Cárpatos. El Rey pasó el fin de semana en Covasna, hospedado en el chalet
del dictador Ceausescu, y le dio gusto al dedo accionando repetidamente el
gatillo y abatiendo a tiros a cinco osos y otros animales. El escándalo estalló
en la prensa rumana y rápidamente dio la vuelta al mundo a través de Internet.
Apenas tres meses después, en enero de 2005, la prensa austriaca dio a conocer
una nueva cacería de Juan Carlos, llegado expresamente en avión privado a Graz
con la correspondiente comitiva de guardaespaldas. Tanta cacería lejana
empezaba a oler a chamusquina. El diputado Joan Tardá preguntó al Ejecutivo si
pensaba pedir disculpas al pueblo rumano y si le parecía ético que el Rey gastase el dinero que le
otorga el Estado en la caza de especies que en muchos países europeos, incluida
España, están protegidas por la ley. El senador Iñaki Anasagasti
interpeló al Gobierno español para saber "cuánto cuestan estas cacerías,
quién las paga y con qué gente va". El Gobierno se escabulló como pudo,
contestando que las cacerías son "actividades de carácter privado" de
la Casa Real y que, por lo tanto, están "excluidas de refrendo por parte
del Gobierno". También declinó informar sobre su costo, ya que "el
Rey recibe de los Presupuestos del Estado una cantidad global... y distribuye
libremente la misma". El portavoz de la Casa Real mantuvo su mutismo,
alegando no tener acceso a la agenda privada del Rey.
Pero
ni por esas. La pulsión de apretar el gatillo parece ser incontenible. En
octubre de 2006, Juan Carlos volvió a ir en avión especial nada menos que a
Rusia a fin de abatir otro oso. El diario moscovita Kommersant ha publicado la carta del
técnico responsable de la caza en la provincia rusa de Vólogda, donde había
tenido lugar la presunta cacería, consistente en colocar delante del rey a un
"bondadoso y alegre oso" del zoo local, llamado Mitrofán,
transportado en una jaula y soltado para que el rey lo abatiese de un tiro,
como así ocurrió, por lo que el técnico lamenta que con estas prácticas
"se transforme la caza en una payasada sangrienta".
La
noticia de que el Rey de España había ido hasta Rusia en avión especial a matar
a un oso drogado enseguida ha dado la vuelta al mundo. La Casa Real se ha
limitado a poner en duda que el oso estuviera drogado, que es lo de menos. Estas cacerías
de animales protegidos o en peligro no incrementan precisamente el prestigio
del Monarca y seguro que en su misma familia gozan de limitada aceptación.
Alguien debería aconsejar al Rey, por su propio bien, que de una vez por todas
aparte el dedo del gatillo.
El dedo que acciona
el gatillo, Jesús Mosterín [El País, 1 de noviembre de 2006]
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