"Yo
tengo un proyecto de progreso para España". Hoy, la idea de progreso
describe tan fielmente el concepto que los políticos tienen de su propia
actividad que nadie advierte contradicción en que un político conservador
invoque el progreso como su principal ideario. En apariencia, la idea de progreso como programa político pertenece a los partidos progresistas,
pero yo opino que incluso éstos deberían abstenerse de usarla. Y ello porque
esa idea ha perdido toda fuerza explicativa, no porque no siga siendo deseable,
hoy como ayer, el
incremento de derechos sociales, una mejor distribución de la riqueza y la
aspiración a la igualdad. Una idea pierde la fuerza explicativa que
tuvo en otra hora cuando se sitúa a la espalda de los tiempos, cuando continúa
atenida a las experiencias antiguas mientras la historia ha hecho experiencias
nuevas. La
idea de progreso fue un alumbramiento de la modernidad, y nuestra civilización actual,
aunque todavía exhibe en la superficie flores de modernos colores,
subterráneamente hunde sus raíces en la posmodernidad.
Se ha discutido en Alemania si la modernidad tiene una legitimación
propia o si es sólo una secularización de la cultura cristiana (Blumenberg, Löwith, Schmitt).
En lo que se refiere al progreso, es patente que fue un trasunto moderno de la
idea cristiana de historia universal o historia de salvación, la cual suponía una concepción lineal y progresiva
del tiempo que contrastaba con la cíclica de la cultura grecolatina. Con
todo, el progreso asumió con Bacon, Condorcet, Hegel y Marx unos rasgos
específicamente modernos. Se convirtió en la doctrina que supone
un fin racional a la historia,
situado en un futuro no lejano, hacia el que se ordena el presente en un
movimiento de progresión necesaria. Ese final es una utopía
social dichosa,
como un segundo estado de naturaleza, al que aspira llegar la civilización
occidental por medio de la ciencia y la técnica.
Cuando
los políticos dicen "yo tengo un proyecto de progreso para España"
aluden a esta constelación de ideas. Ahora bien, éstas son de esa clase de ideas indiscutibles en las que nadie de
verdad cree [¡!]. Europa, la cuna del progreso, ha hecho este siglo, que
era el siglo de la promesa, la experiencia del horror y barbarie más atroces.
Durante las guerras mundiales la ciencia y la
técnica se pusieron a contribución para el dominio y destrucción del hombre, no
de la naturaleza [¡!], y la utopía movilizadora de pueblos y
revoluciones convirtió al viejo continente en un colosal camposanto. Las
colonizaciones decimonónicas se replegaron: frente a la razón europea
lógico-científica, declinante tras las guerras deslegitimadoras, emergió por
todo el mundo una pluralidad de culturas, y dentro de la europea, una
pluralidad de subculturas, conviviendo unas y otras en la presente heterogeneidad
multicultural posmodema.
¿Quién
es hoy el optimista que cree en una utopía y en una ley objetiva racional que
habrá de conducirnos forzosamente a ella? Las dos guerras mundiales han
producido la pérdida histórica de una fe dentro del mundo de la vida. De un
lado, la política con sus ideales ilustrados, neoclásicos, racionales,
constructivos; de otro, la vida y la cultura, escéptica, estetizante, ecléctica, mínima,
fragmentaria. De
un lado, el progreso; de otro, la gente.
Ésta
es la causa del actual descontento político, el divorcio entre la
política y la tonalidad afectiva de la vida. Quizá como consecuencia de las mismas guerras,
que propenden a sacralizar los ideales de batalla, la idea de progreso se ha
congelado en la autoconciencia política; sin embargo, como por paradoja, fueron
las mismas guerras mundiales las que verificaron empíricamente, como si se
tratase de un experimento de laboratorio, su esencial falsedad.
Por
ello, las ideas políticas del día, aunque
evidentes, no convencen: ni excitan ni entusiasman; ni seducen como lo
bello, ni incendian como lo bueno, ni encierran una verdad histórica, como
pretenden. Pertenecen a una escolástica política que, como las otras, nace
cuando sus proposiciones han dejado de estar vigentes.
Puede aspirarse al bienestar de los pueblos, a la extensión y
consolidación de las democracias, la irradiación de los derechos humanos por la
faz del mundo, sin invocar a cada paso la idea de progreso. Opino que es menester buscar
la libertad en otra idea explicativa. [¿Y cómo lo llamamos, entonces?]
Los
políticos gobiernan la sociedad de dos maneras. La primera es la actividad
que despliegan en la aprobación de leyes
reguladoras del funcionamiento de la comunidad; la segunda son las personas
mismas de los políticos, el ejemplo que difunden, y me atrevería a
decir que esta segunda gobernación es más profunda y duradera que la primera.
Los políticos, en efecto, son la principal fuente de moralidad
pública. [¡!] La
ejemplaridad privada de un particular ejerce su influencia en el ámbito privado
de sus relaciones; la ejemplaridad de los políticos da el tono a la sociedad
que gobiernan, crea pautas de comportamiento,
define el dominio de lo permitido y no permitido. La manera en que ellos
viven, se organizan, hablan, actúan, conforma paradigmas morales, muchas veces
inconscientes, que pueblan la imaginación de los ciudadanos, dictando el recto
comportamiento. [No distingue esfera privada y pública. ¿La fuente de moralidad
no es la sociedad en su conjunto? ¿por qué habría de ser concretamente la clase
política?]
La
inmensa mayoría de los ciudadanos cumple y observa las leyes todos los días de
mil maneras, y no porque haya leído esas leyes que los políticos aprueban o
temido las sanciones que contienen en caso de incumplimiento, sino porque, sin
atender a las sanciones, hay ciertas conductas que
son consideradas respetables o
simplemente normales: no robar, respetar la propiedad, pagar impuestos.
Los políticos ponen el canon social y el estándar de normalidad. Una
comunidad con políticos ejemplares reduciría las leyes a ciertas normas
básicas. [Platón] Inversamente,
la inmoralidad de algunos políticos difunde un ejemplo negativo que luego los
mismos políticos deben reprimir mediante nuevas leyes más severas y
restrictivas.
[No
dice conductas legítimas o ilegítimas, morales o inmorales, legales o ilegales
sino que se refiere a la respetabilidad y a la normalidad. ¿Respetables en base
a qué? ¿Normales en el sentido de naturales?]
De
forma que una cosa es el gobierno de las leyes y otra el gobierno de los
políticos, lo que los políticos hacen y lo que los políticos son. En los actuales Estados sociales todos los políticos
hacen y prometen aproximadamente lo mismo [¡!] y las diferencias entre
unos y otros partidos son sólo cuestión de grado. Lo
decisivo es lo que son: la ejemplaridad.
[En
un Estado de Derecho lo que importa es el gobierno de las leyes; leyes que los
políticos también han de cumplir. Y las leyes propuestas por unos y otros
políticos no son las mismas.]
La
primera tarea de los políticos ha de ser conformar una asamblea
de hombres nobles que sea estímulo moral de los ciudadanos a los que gobiernan. [Platón] Mientras los demás
hombres desarrollan su especial profesión, los políticos deben reunir todos los
valores que la comunidad estima, elevados al sumo grado. El progreso -el hacer
sigue al ser, dice la máxima- vendrá por añadidura. Remozando la famosa
sentencia agustiniana, el apóstrofe político capital reza así: "Sé
ejemplar, y haz lo que quieras".
Lo único verdaderamente importante de los políticos es su vida
privada. [¡!]
[Nobleza,
¿en qué sentido? ¿en sentido aristocrático? ¿qué modelo de virtud?]
El progreso y la
gente, Javier Gomá
El
Estado de derecho descansa hoy sobre dos grandes pilares: la elección por el
pueblo de unos representantes y la aprobación por éstos de unas leyes. En la
versión continental, esas leyes han de ser típicas y generales. El ideal de racionalización de la esfera pública, que
promovió la modernidad, exigía la postergación de deseos y preferencias
individuales, que debían replegarse a la esfera privada. En lo público
impera la razón, se dice, que se identifica con el interés general. A diferencia del cosmos de
privilegios singulares que caracterizó al antiguo régimen, la tipicidad
de los revolucionarios franceses aspiraba a una generalidad en las leyes que,
abstrayendo de los casos particulares y de los nombres propios, excluyera, en
obsequio de la igualdad, la contemplación de los deseos individuales. Todo lo
personal y singular en política evocaba el despotismo de los monarcas
absolutos. Además, la vigente teoría sobre el Estado de derecho no tiene apenas
en cuenta el segundo gran momento del pueblo soberano. Además de votar a sus
representantes, el pueblo participa en el orden
constitucional cuando acepta tácitamente las normas aprobadas por aquéllos
mediante su cotidiano cumplimiento.
La ausencia de una rebelión social, el acatamiento de las leyes y su general
observancia, conforman un elemento esencial del Estado de derecho que, usando
la locuela [¡! Modo de hablar] periodística, puede designarse como «normalidad
democrática».
Mi tesis
es que esta versión del Estado de derecho, la flor más preciosa de la
civilización, al ser, con todo, algo puritana, conduce necesariamente a una
concepción coactiva del Estado, y que debe por
tanto completarse añadiendo el elemento afectivo, el Deseo.
Una teoría es puritana cuando, además de ser racional, toca en
racionalista. El racional reconoce la competencia del tribunal de la razón, el
racionalista además proscribe el elemento emocional o afectivo. La versión clásica del Estado
de derecho es algo puritana porque aparta de su consideración las razones o
causas de la adhesión sentimental del pueblo al orden constitucional. Si los
ciudadanos cumplen las leyes, será por la inherente racionalidad de las mismas
o por temor al castigo. Ninguna atención a la unión afectiva del pueblo con los
poderes, a la emoción política de los ciudadanos que se identifican con sus
representantes, sólo el temor a la sanción produce el asentimiento de la
comunidad a las leyes y decisiones públicas.
[Cumplo
las leyes porque son razonables, legítimas pero ¿por una cuestión de afecto?
¿Cumplo una ley porque me gusta y no la cumplo porque me disgusta?]
Por
eso el Estado liberal acaba siendo, en su
teorización canónica, que es la de Kelsen, un Estado
esencialmente coactivo. Las leyes son normas aprobadas de conformidad
con un procedimiento formalmente válido. La aplicación social de esas leyes es
negocio aparte. La resistencia que la sociedad pueda oponer a esa aplicación
debe reprimirse con una fuerza mayor de contrario signo, la violencia legítima del Estado;
violencia contra violencia, derecho penal y derecho sancionador, policía y
cárcel.
[Dice
violencia contra violencia pero no dice nada de los movimientos pro derechos
civiles y de la no violencia]
Por
otra parte, fiarlo todo a la racionalidad de las leyes es ignorar que esas
leyes son productos humanos
y que su racionalidad depende de la racionalidad y probidad que exhiban sus
autores. No existe una instancia mística productora de leyes (como la
voluntad general) que sea distinta de la suma de entendimientos y voluntades de
las personas individuales,
y de hecho nadie, ni los propios políticos, cree en ella. Cuando un político
durante las elecciones proclama a los cuatro vientos «programa, programa,
programa», dando a entender que no se interesa por las personas y los cargos,
sino por las ideas que promueve, en realidad está tratando de dar buena imagen
electoral. Ahora bien, la preocupación por la imagen personal ante el
electorado supone justamente el reconocimiento de la gran importancia que hoy
en día reviste la percepción visual que la gente tiene de la persona de los
políticos. Sin decir que las orientaciones políticas carezcan de
consecuencias electorales,
hoy nadie vota programas porque nadie los lee,
en cambio el rostro de los candidatos aparece en la televisión todos los días y
luce sonriente en los carteles electorales. Es imposible ignorar las
consecuencias que para la teoría política supone el desarrollo en las
sociedades avanzadas de los medios de comunicación y de la libertad de
expresión. La manera de vestir, de hablar, de peinarse de los candidatos, sus
personales cualidades, la corrección y espontaneidad, su biografía -su
vida privada- deciden unas elecciones.
[¿Está
diciendo que lo que decide unas elecciones es la propaganda y no la
información? ¿Qué la imagen de un político cuenta más que su programa?
Suponiendo que esto sea realmente así, ¿no habría que orientarlo todo para
cambiarlo? ¿Quién puede estar interesado en mantener este sistema?]
Yo
creo que hay que reconocer abiertamente la indudable importancia que tienen las
personas de los políticos en los sistemas democráticos, y mucho más con el
imparable avance de los medios de comunicación social. En otro tiempo, los
ciudadanos no conocían a sus gobernantes sino por viñetas o caricaturas en los
periódicos o por los retratos colgados en las galerías oficiales. Hoy la imagen
ha adquirido tal centralidad política, que con motivo se mide y se difunde cada
poco en las encuestas de opinión.
La
actual centralidad de la imagen en la vida real -no en la teoría- tiene una
indudable ventaja. Las personas suscitan adhesiones y emociones en el pueblo en
grado muchísimo mayor que las ideas o las cosas, lo cual naturalmente no excluye, sino todo lo contrario,
que esas personas defiendan ideas y programas y proyectos. Ellos, las personas
públicas, son la verdadera fuente de moralidad e inmoralidad social y la causa
última de la afección y desafección de los ciudadanos al orden jurídico que
promueven. Sin necesidad de coacción ni violencia,
la ejemplaridad de los políticos genera una participación espontánea de los
ciudadanos en las decisiones políticas y una directa identificación con sus
autores.
La
racionalidad técnica de las sociedades contemporáneas ha menospreciado el deseo
en la teoría política como algo inasible, inquietante, incontrolable y quizá
pueril. Cuando, en el siglo XX, siempre como ecos de Freud, se han elevado
algunas voces en defensa del deseo (Marcuse, Foucault, Deleuze, Baudrillard), se
ha tratado invariablemente de un deseo sexual, irracional, previamente
reprimido por una dominación que se desenmascara.
Debemos preparar una concepción racional del deseo para evitar
el racionalismo puritano; un deseo moral, público, responsable; un deseo ingenuo, espontáneo
y libre sin necesidad de liberación, en la línea de Shaftesbury, Schiller y
Scheler. No el temor al castigo o su amenaza, sino el
apego o inclinación hacia lo bueno y verdadero encarnado en ciertas figuras, la tracción que ejerce sobre
el ánimo la presencia o la memoria de lo digno y elevado, el ensanchamiento
moral que produce en el espectador la visión de un ejemplo y el anhelo de
emulación. Hasta Kant -el puritano, obsesionado con la pureza de la razón-
admite una adhesión emocional a la ley moral de la razón práctica.
[Adhesión
a una idea, sí; a una persona como encarnación de una idea, no. Habla de deseo
y no de voluntad. En una sociedad democrática ya no se persigue tanto el
cumplimiento de la ley por coacción como crear mecanismos de seducción y
propaganda que te hagan adherirte a una causa.]
Por
supuesto, no pretendo que los políticos sean en realidad un
ejemplario de virtudes, sino que ejercen una influencia de hecho
determinante, buena o mala, y que, aunque muchas veces es negativa, si fuera
positiva y ejemplar, ellos producirían, debido a su presencia poderosa en la
conciencia de los gobernados, una cohesión y vertebración social altamente
integradora, que disiparía este tedio, este escepticismo hacia
lo público. Los ciudadanos pueden aceptar sin sublevarse grandes
dosis de sacrificio y renuncia si han sido decretados por personas que han
elegido democráticamente y a los que respetan y admiran por su
capacidad, probidad y experiencia.
La política ha dejado de ser una res pública y ha comenzado a ser dramatis
personae, lo que quiere decir que ha dejado de ser sólo una cuestión de cosas
(ideales, problemas, banderas) y ha comenzado a ser además una actividad de
personas.
La ambigüedad del
deseo, Javier Gomá
Si
la retórica política es muy pobre en nuestro tiempo, donde falta llamativamente
toda elocuencia y auténtica discusión, en asuntos de política nacionalista esa
pobreza llega al paroxismo. Los partidos nacionales, como el PP o el PSOE, y
los nacionalistas, como PNV y CiU, se pasan el día escandalizándose mutuamente
sin cansarse nunca y, con ocasión de cualquier conflicto o discrepancia, cada
parte repite siempre lo esperado.
Esto sucede porque todo lo relacionado con los nacionalismos tiene el estatus de
principio innegociable,
de principio básico. Es sabido que los principios básicos son siempre evidentes y que no se discuten, se
proclaman. De ahí que cuando los políticos se manifiestan sobre el
problema catalán o vasco, todos ellos, de uno y otro lado, creyéndose asistidos
del sentido común, hagan siempre grandes proclamaciones con el tono de quien
dice una evidencia. Sin embargo, lo cierto es que al menos hay dos evidencias
distintas, la nacionalista vasco-catalana y la evidencia española, y esa misma dualidad debería conducir a los espíritus que
cultivan un cierto escepticismo a sospechar de su propia certidumbre. La evidencia española se
resume en que los territorios históricos pertenecen a la patria común, una
España plural y abierta en línea con las sociedades occidentales avanzadas, y
en segundo lugar, que la violencia terrorista es intolerable y deslegitimadora.
Como comparto enteramente estos presupuestos, no tengo necesidad de
convencerme. Al contrario, quizá sea preferible rebajar el propio
convencimiento para permitir el salto a la otra posición dialéctica.
La evidencia nacionalista dice: el pueblo vasco (o el catalán) es una nación
viva y orgánica, una comunidad histórica dotada de un idioma propio, de
antiguas tradiciones y símbolos. En consecuencia, España, que ellos identifican
con un poder administrativo-burocrático, el llamado "Estado español",
oprime -según una versión extrema de la tesis- al pueblo vivo con la policía y
el Ejército, con la persecución y las cárceles. El Estado español ejerce
violencia y coacción, de modo que el terrorismo es
la única respuesta posible de un pueblo oprimido a la violencia del
Estado dominador.
[¡!
¿El discurso nacionalista legitima el terrorismo?]
Lo
más interesante es la contraposición entre dos concepciones del
Estado que, por resumir, podrían designarse clásica
y romántica.
Que el nacionalismo es un romanticismo no necesita mayor explicación. Ahora
bien, así
como el romanticismo surgió como crítica a la Ilustración, determinante de un
paralelo menosprecio hacia las instituciones del Estado de derecho clásico y
una fuga hacia el irracionalismo y el particularismo, así también es inherente
al nacionalismo una cierta desafección a las instituciones democráticas y la
legitimación electoral,
porque, entienden, el espíritu de un pueblo no se encierra en una urna.
Indudablemente,
los actuales Estados modernos europeos responden a
la concepción clásica. La versión clásica-ilustrada del
Estado de derecho,
que personalmente considero una conquista de la civilización, tiene una
genealogía cuya descripción contribuye a indagar su esencia. El origen se
encuentra en el Estado decimonónico, cuando, conforme al ideario liberal, se
entendía que la riqueza y el progreso debían confiarse a la iniciativa y
espontaneidad de la sociedad y el mercado, y la
única competencia del Estado estribaba en garantizar esas condiciones
manteniendo el orden público, el orden policial, el orden jurídico, el orden
político. De ahí la asociación inmediata del Estado liberal con el
Estado-policía, diciéndose que el Estado no es otra cosa que la
administración legítima de la violencia. Y por último, la doctrina de Kelsen,
teórico del Estado liberal, cuyo entero sistema descansa en la coactividad como
cualidad específica y definidora del Estado y del derecho. De acuerdo con el
paradigma ilustrado, la construcción de Kelsen desecha de la pureza de su
teoría general todo elemento romántico, emocional, histórico, tachándolo de
iusnaturalismo. De todos modos, ¿quién pensaba en formar una comunidad con una
máquina racional y coactiva?
Este
racionalismo radical era posible en una época en que el Estado se inhibía de
intervenir en la vida privada de los ciudadanos por considerarlo contrario al
dogma liberal. Un Estado coactivo es tolerable si permanece como Estado mínimo.
Lo que en cierto momento dejó de ser tolerable fue el Estado liberal mismo. Con
sarcasmo, Anatole France decía admirarse de la maravillosa igualdad de la ley,
que permite a pobres y a ricos dormir bajo un puente o recoger del suelo un
trozo de pan abandonado. Más allá de la igualdad formal, un nuevo sentido de justicia
social, y la lucha contra las desigualdades materiales que la abstención
estatal consagraba, motivaron en los últimos decenios de este siglo la
transformación del Estado liberal en Estado social y democrático de derecho, y
la extensión del poder y prestaciones del Estado intervencionista a todos los
órdenes de la vida cotidiana. Toda la existencia de un individuo depende hoy de
las prestaciones públicas,
la luz, el agua, la salud, la educación, la pensión, etcétera. Esta
transformación de la realidad no ha dado lugar a una transformación pareja en
la teoría política y, sin embargo, no puede dudarse que la concepción
clásico-liberal, tal como ha sido descrita, coercitiva en su esencia, resulta
insuficiente. La actual dependencia del súbdito al Estado omnipresente es
alienante si carece de una identificación emocional con éste.
Por
ello considero que la versión clásica del Estado de derecho debe, hoy más que
nunca, acoger en su seno algo del pathos y la emoción política del
romanticismo. Sería conveniente que este Estado burocrático se vivificase con
una teoría sobre el sentimiento constitucional. Esto quiere decir que es necesario fomentar ideas y medidas que favorezcan la
adhesión libre y espontánea, no coaccionada, del ciudadano hacia el orden
político y las instituciones de su país, invitándole a que vea en ellas la
encarnación de tradiciones históricas y del espíritu patrio. Como no es
apreciable todavía nada en esa dirección, se explica que la insatisfacción del
individuo, y en particular de la juventud, que, ávida de totalidad, reclama esa
identificación y ese sentimiento, se oriente hacia los nacionalismos que crecen
todos los días.
[¡!
De acuerdo con la primera parte: ideas y medidas que favorezcan la adhesión
libre y espontánea, no coaccionada, del ciudadano.
¿Qué
vea en ellas la encarnación de tradiciones históricas y del espíritu patrio?
Esto me parece peligroso.]
Para
un nacionalista, su país hierve en su historia, su tradición y sus símbolos. En
estas condiciones brota con naturalidad el sentimiento constitucional del
individuo, que se dirige hacia el lado simbólico,
no coercitivo, de la comunidad a la que pertenece. Los símbolos son casi
siempre históricos, no se improvisan en un estudio de diseño. De ahí la
revisión de la historia que sabiamente han desarrollado los gobiernos
nacionalistas.
La
Constitución española de 1978 proclama el amparo y el respeto de "los
derechos históricos de los territorios forales", pero omite toda mención a
la historia o la tradición del Reino y escasean los símbolos
españoles: la Corona, la bandera, la capital... Las razones de ello son tan comprensibles como
circunstanciales, los años de dictadura franquista y su utilización ilegítima y
arbitraria de una imaginería imperial y folclórica. El deseo de romper con el
pasado próximo dio lugar a una Constitución en buena medida alejada de todo
pasado y de todo símbolo. Falta el elemento emocional
integrador.
Compensar en época democrática la carencia de sentimiento constitucional se
erige hoy, en mi opinión, en la tarea política de nuestro tiempo. En este
amplio contexto debe situarse el debate de las humanidades y de la enseñanza de
la asignatura de historia que fue suscitada por la comisión presidida por Juan
Antonio Ortega y Díaz Ambrona y que tuvo el mérito de atraer la atención
general: como la empresa de restauración de
símbolos comunes y de la recuperación del pasado, donde esos símbolos
cristalizan.
Volviendo
al principio, los nacionalistas plantean el problema vasco como una lucha entre
símbolo y coacción, entre sentimiento y policía nacional. Sin admitirlo en esos
términos, creo que a "nuestra patria común e indivisible de todos los
españoles" le falta sentimiento, porque le faltan símbolos, porque le falta pasado [¡!]. La
concepción romántica tiene el peligro de la barbarie y del totalitarismo, pero la concepción
clásica-liberal, la del Estado-Máquina, puede llegar a ser social y
políticamente disgregadora.
[Pasado
no le falta, en todo caso buena memoria e Instrucción pública. ¿Qué símbolos
restaurar si ni siquiera nos queda la selección española?]
Sentimiento
constitucional, Javier Gomá
De
igual modo que el torero retrocede un paso antes de entrar a matar, así también
el pensador debe tomar distancia de su objeto antes de clavar en él la acerada
pupila. Sólo en perspectiva, las cosas presentan una cierta unidad y son
susceptibles de ser designadas con un solo nombre. Así, respecto a las épocas
pasadas, se dice "Renacimiento", "Barroco",
"Ilustración", "Romanticismo". No hace falta insistir en
que esas categorías culturales son estereotipos que
se explican por la necesidad de simplificación que el conocimiento humano tiene
para su progreso y acumulación. Con todo, muchas veces, el estereotipo, el que
para una época se haya impuesto uno y no otro, es un hecho altamente significativo,
porque revela el
acierto de un concepto para expresar una unidad espiritual o cultural.
Para la actualidad, en cambio, es preferible, por falta de perspectiva, liberar
las diversas fuerzas en tensión, y en lugar de designar la época coetánea con
un solo nombre, que promete un sentido unitario todavía imposible, lo más
adecuado es destacar la coexistencia de un número pequeño pero variado de
fenómenos. Aristóteles, en sus Analíticos, admite dos clases de definición: una es la que
clasifica el objeto en género y especie: animal racional. Otra es el
estereotipo.
En ocasiones, dice el filósofo, la realidad es rebelde al concepto, y el método
más seguro consiste en ir describiendo rasgos característicos del objeto.
Entonces podemos hablar, en plural, de tendencias.
El
crítico literario, novelista y destacado representante del romanticismo alemán
temprano Friedrich Schlegel, tras varios esfuerzos dedicados a
tratar de apresar en la claridad de un concepto rotundo la nueva edad que veía
alborear a
fines del XVIII, al final, resignado, acabó señalando tendencias.
Escribió en el fragmento 216 del Athenäum: "La Revolución
Francesa, la Doctrina de la ciencia de Fichte y el Meister de Goethe son las
grandes tendencias de la época".
[Los años de
aprendizaje de Wilhelm Meister (alemán: Wilhelm Meisters Lehrjahre)
es la segunda novela de Johann Wolfgang von Goethe, publicada en 1795-96.
Mientras que en su primera novela, Las cuitas del joven Werther, se
presentaba un héroe empujado al suicidio en su desesperación, el héroe epónimo
de esta novela transita un sendero de auto-realización. La historia se centra
en el intento de Wilhelm de escapar de lo que él considera la vida vacía de un
hombre de negocios burgués. Luego de un romance fallido con el teatro, Wilhelm
se compromete con la misteriosa Sociedad de la
Torre compuesta por encumbrados aristócratas.
Otros
libros que han utilizado un esquema similar al de esta novela han sido
denominados Bildungsroman ("novelas de formación"), a pesar que
la "Bildung" ("educación", o "formación del
carácter") de Wilhelm es ironizada por el narrador en numerosos pasajes.
La
novela tuvo un impacto significativo en la literatura europea. El crítico
romántico y teórico Friedrich
Schlegel la
consideraba en su época con una importancia comparable a la de la Revolución
francesa y la filosofía de Johann
Gottlieb Fichte.]
Las
tendencias en el tránsito entre los siglos XVIII y XIX eran, por tanto, tres:
un acontecimiento político-social y dos libros, un tratado filosófico y una
novela de educación. ¿Cuáles son las tendencias en el final del siglo XX?
¿Admiten algunas de ellas ser encerradas en el título de un libro? Por simetría
con el fragmento anotado por Schlegel, voy a proponer otras tres tendencias características de nuestra época.
La
primera de ellas estaría simbolizada por la caída
del muro de Berlín en 1989, exactamente doscientos años después de la
Revolución Francesa. En 1789 arranca la modernidad y el proyecto ilustrado, y
en 1989 adviene
la posmodernidad. Una tendencia sustituye a la otra. La modernidad
abrigaba dentro de sí una firme confianza en el poder de la razón teórica y
científica y el progreso de la civilización y del Estado-nación. Enseguida se
organizó en forma de democracias parlamentarias y se enfrentó a los otros
sistemas políticos enemigos, creándose dos bloques
militares e ideológicos. La caída del muro expresa, no el fin de los bloques,
sino la eliminación de uno de ellos, mientras que el otro despliega una
influencia planetaria. Ya no se trata del imperialismo de una nación o
la colonización de un Estado. Ahora, los Estados más poderosos se agrupan en organizaciones que promueven la
difusión por el mundo entero de la economía
de mercado y, secundariamente, del sistema
político occidental y los derechos
humanos.
Cierto
que, a lo largo de esas dos centurias, el hombre fue perdiendo la fe ciega en
el progreso y la utopía científica y que, tras las dos guerras europeas, la
razón teórico-científica ha cedido su centralidad en favor de la razón
práctica, lo que significa exaltación del pragmatismo y nueva
estimación del diálogo y del consenso como formas de racionalidad alternativas.
Pero el pragmatismo, lo mismo que el mercado, es, y siempre ha sido,
una ideología, que se recata en una apariencia de no ideología, de neutralidad. En consecuencia, la
globalización implica la universalización de una ideología y un aumento
considerable de la uniformidad y homogeneidad del planeta.
Estos
mismos efectos está produciendo la revolución
cibernética y de los medios de comunicación social, que sería la segunda
tendencia. La red mundial, Internet, el correo electrónico permiten el diálogo,
la comunicación y el comercio entre sí de todos los ciudadanos del mundo,
superando las barreras, que parecían impuestas por la Naturaleza, del espacio y
del tiempo. Las innovaciones tecnológicas impulsan algunos cambios en la
llamada sociedad digital. Sin embargo, en mi opinión, estas transformaciones
sociales, en los hábitos colectivos, en la organización política, con ser
grandes, no son las más importantes.
Lo decisivo estriba en la mutación de mentalidad: los sentidos humanos perciben
una ingente cantidad de información que se estructura de modo diverso
dependiendo de formación cultural y evolutiva de la conciencia. Durante siglos,
o mejor milenios, el hombre ha vivido en una cultura oral. El lenguaje
hablado conforma una conciencia peculiar en la que lo esencial reside en la
persuasión por la palabra elocuente, la retórica. La verdad es lo convincente, lo verosímil y
lo deleitoso; por eso, el mundo clásico exhibe un ejemplario de
permanente belleza.
A
continuación, a fines del Renacimiento, la invención de la imprenta, con el
rodar de los años, originó una cultura escrita. El texto escrito es fijo y
admite volver a él una y otra vez. La palabra hablada, que reside en la
memoria, debe persuadir; la palabra escrita, autónoma del lugar donde
se escriba y a disposición de todos, debe ser lógica y rigurosa. Los caracteres
tipográficos son sólo signos que remiten a un sentido abstracto. La mentalidad
del hombre moderno se torna sutilmente exacta y analítica, apta para el pleno
desarrollo tecnológico, aunque con peligroso olvido de los elementos afectivos.
Y ahora, en las nuevas tecnologías, la imagen sustituye al alfabeto. Las pantallas de
los PC personales acercan entre sí a los usuarios de los lugares más remotos y
facilitan el intercambio de información. Pero todos ellos, cualquiera que sea
su procedencia, están experimentando un cambio estructural en sus mentes. La
imagen, más aún que la palabra hablada, tiene el poder de la experiencia
directa, la evidencia colorida que penetra en el cerebro sin mediaciones y excita un hondo
efecto sentimental. Estas cualidades integradoras de la imagen son,
sin embargo, con frecuencia usadas como instrumento de manipulación de las masas.
La imagen seduce por sus formas concretas y tangibles, pero no desarrolla
aptitudes de argumentación, necesarias en la palabra hablada, y carece del
rigor y exactitud de la escrita. Una sociedad ágrafa sería una sociedad
acrítica expuesta al despotismo.
De
ahí que sea imprescindible la tercera tendencia, que actúa de contrapeso a las
dos anteriores. Los teóricos de la posmodernidad sostienen que toda la
metafísica occidental desde Platón descansa en el principio de identidad: A=A,
lo que implica que, en ese esquema, lo que no se ajusta al ser y pensar lógicos,
quien no es griego es necesariamente bárbaro, luego no es humano, sino
irracional, puede destruirse. El racionalismo, se dice, lleva en su vientre un anhelo
de destrucción de la disidencia.
En
el siglo XX revienta la identidad metafísica y, por el contrario, se exalta el
valor intrínseco de la Diferencia, de lo otro. Al hombre civilizado,
blanco, heterosexual, burgués, le suceden la mujer y el niño, los pueblos
coloniales e indígenas del Tercer Mundo, la homosexualidad, las clases medias y
proletarias. Todos estos grupos eran la diferencia postergada durante siglos
por la identidad mayoritaria, eran minorías. La revolución proletaria, la
revolución feminista, la descolonización, el movimiento contrario a la
discriminación racial, la revolución sexual proclaman ahora la soberanía de las
minorías, lo que, todo anudado en una trenza social, da lugar al pluralismo
cultural y étnico que caracteriza nuestra época.
[¡!
No proclaman la soberanía de las minorías, sino la igualdad de derechos.]
El
desarrollo de los nacionalismos contemporáneos es también
expresión de la actualidad de la diferencia. Los Estados modernos nacieron en
el Renacimiento cuando el Rey, con ayuda de la burguesía, logró sacudirse, por
abajo, los feudalismos de señores y el cosmos de privilegios aristocráticos y,
por arriba, el manto del Sacro Imperio. Tras el apogeo de las naciones
soberanas en la modernidad, la actual crisis del Estado genera nuevamente, por
arriba, las uniones
transnacionales o internacionales y, por abajo, los nacionalismos
regionales. El nacionalismo es, en efecto, una diferencia que sólo tiene razón de ser sobre el fondo de una identidad
previa a la que se opone dialécticamente.
Mientras
que las dos primeras tendencias prolongan la hegemonía de la identidad, la Diferencia
asume una función revolucionaria-crítica. El aguijón de su
permanente protesta sacude nuestro tedio y preserva nuestra individualidad de
su de otro modo inevitable disolución en el anchuroso océano de lo idéntico.
Ahora bien, no rara vez los movimientos sociales
que promueven la Diferencia alcanzan tales proporciones y tal poder político
que la crítica se torna ortodoxia
igualmente radical, en la que con frecuencia anidan fuertes dosis de
intolerancia y resentimiento. He aquí, al tornasol, las tres tendencias
prometidas. Si tuviera que volver a escribir hoy el fragmento 216 del Athenäum,
propondría esta redacción: "La caída del muro de Berlín, Internet y la
Diferencia son las grandes tendencias de la época". Como se ve, ninguna de
ellas es un libro.
Tendencias de nuestra
época, Javier Gomá
Lo
peor que puede pasar a veces con el tiempo es que no pase; que lo que tendría
que ser efímero, cosa de un día o por lo menos de corta duración, se estanque y
persevere. Porque lo que se estanca tiene tendencia a descomponerse y
corromperse.
En
estas fechas hace exactamente un siglo que Antonio Machado escribió su célebre
poema El
mañana efímero,
y es, si bien se lee, como si lo hubiese escrito hoy mismo. ¿1913 hoy? Mucho me
temo que sí. El tiempo, se echa de ver si uno se fija con atención en el poema,
parece no haber pasado en España en algunos aspectos importantes. Da la
impresión de haberse estancado y, en consecuencia, bien podría haberse
corrompido. Aunque cabría también otra deducción, y es que el tiempo sí haya
pasado para nuestro país, pero mayormente en vano. Y puede que, para presidir
el paso del tiempo y el curso de las cosas, no haya nada peor que la vanidad, que
nada sirva nunca para mejorar nada.
[A
Roberto Castrovido.
La España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía,
devota de Frascuelo y de María,
de espíritu burlón y alma inquieta,
ha de tener su mármol y su día,
su infalible mañana y su poeta.
En vano ayer engendrará un mañana
vacío y por ventura pasajero.
Será un joven lechuzo y tarambana,
un sayón con hechuras de bolero,
a la moda de Francia realista
un poco al uso de París pagano
y al estilo de España especialista
en el vicio al alcance de la mano.
Esa España inferior que ora y bosteza,
vieja y tahúr, zaragatera y triste;
esa España inferior que ora y embiste,
cuando se digna usar la cabeza,
aún tendrá luengo parto de varones
amantes de sagradas tradiciones
y de sagradas formas y maneras;
florecerán las barbas apostólicas,
y otras calvas en otras calaveras
brillarán, venerables y católicas.
El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero,
la sombra de un lechuzo tarambana,
de un sayón con hechuras de bolero;
el vacuo ayer dará un mañana huero.
Como la náusea de un borracho ahíto
de vino malo, un rojo sol corona
de heces turbias las cumbres de granito;
hay un mañana estomagante escrito
en la tarde pragmática y dulzona.
Mas otra España nace,
la España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.
Una España implacable y redentora,
España que alborea
con un hacha en la mano vengadora,
España de la rabia y de la idea.]
Pero
vayamos al poema, a ese El
mañana efímero escrito a finales de 1913 que ya digo que viene como
anillo al dedo a nuestros finales de 2013. Supongo que no habrá muchas personas
mínimamente leídas o atentas en nuestro país —o incluso ya sólo mínimamente
gorjeadas o twiteadas— que desconozcan por completo el poema de Machado al que
aludimos, que no sepan incluso de memoria algunos de sus versos o no les suenen
por lo menos algunos de sus temas o motivos. Ya recordarán: es el poema de “la
España de charanga y pandereta”, el de la España que “ora y bosteza” y
“embiste, / cuando se digna usar de la cabeza”, y también el de la “otra España”,
la “España de la rabia y de la idea”.
A
El mañana efímero
le hacen eco de cerca en la obra de Machado —unas pocas páginas antes y otras
pocas después en Campos
de Castilla— por lo menos otras dos poesías: Del pasado efímero
y el famoso poemilla de Proverbios
y cantares, tan cantado y repetido, cuyos primeros versos rezan:
“Ya hay un español que quiere/ vivir y a vivir empieza/ entre una España que
muere/ y la otra que bosteza”. Son los muy trillados poemas de las “dos
Españas”, los que tematizan como tal vez ningún otro el asunto de las “dos
Españas” que a tanta gente le gusta sacar a relucir y repetir una y mil veces,
la mayor parte, como suele ocurrir, a la ligera y sin conocimiento de lo que
dice de veras el texto original.
No
se trata, ni mucho menos, de los poemas de Machado que uno prefiera o que
juzgue mejores; es más, tengo la convicción de que, en una obra magnífica como
la suya, son más bien de los peores. Pero son sin embargo, y también como suele
ocurrir, de los más citados y sobre todo utilizados, vamos a decir instrumentalizados
también. Pero ¿qué dicen en realidad esos poemas?, ¿cuáles son en verdad esas
dos Españas? Y a un siglo exacto de su escritura: ¿ha sido el mañana que
vaticinaba el poeta de veras efímero? ¿Y el pasado al que también tildaba de
efímero? ¿Es lo efímero de veras efímero en nuestro país?
Vamos
por partes, despacito y en buena interpretación. Por un lado, como es sabido,
describe Machado a la “España inferior”. ¿Cómo? Ya recordarán: como la “España
de charanga y pandereta, / cerrado y sacristía, / devota de Frascuelo y de
María, / de espíritu burlón y de alma quieta”. Y más abajo como la “España
inferior que ora y bosteza, / vieja y tahúr, zaragatera y triste; / esa España
inferior que ora y embiste, / cuando se digna usar de la cabeza”.
La
práctica del bostezo, del abrir desmesurada e involuntariamente la boca
haciendo una aspiración de aire que luego se espira por efecto del aburrimiento
o la modorra, la reitera Machado, como rasgo distintivo de una de esas dos
Españas, en los tres poemas aludidos. Por algo será, de modo que habrá que
reconocerle, dentro de la amplia gama de imágenes que, como el bostezo, remiten
al vacío en los tres poemas, una cierta centralidad significativa. Pero además
de por la predisposición al bostezo, esa “España inferior” está caracterizada
por otros elementos: por su alboroto festivo (la “charanga y
pandereta”), por
lo cerrado, por la devoción, tanto hacia iconos como hacia personas, como
actitud y por el tono burlón, por la bulla reñidora también y por la tendencia
a usar la cabeza sólo para atacar al otro.
Traduzcan
ustedes “charanga y pandereta”, por ejemplo, por “guateque y botellón” para
entendernos hoy mejor y ya me dirán. La actitud de sacristía y devoción, de
cierre y burla ante cuanto no sea lo propio, de ataque zaragatero a cabezazos
en lugar de con cabeza, en lugar de pensar, analizar y ponderar, no me digan
que no es hoy todavía lo que más abunda. Claro, hoy los devotos no son de Frascuelos y
Marías, sino de la Ser o de la Cope, del PSOE o del PP o de IU, de la Izquierda
o la Derecha o de los Nacionalismos, esos que, tarde o temprano, acaban siempre
por escribirse con zeta. Las actitudes políticas predominantes
siguen siendo las propias de la devoción, no las del discernimiento; las del
cierre en banda y la embestida contra los del otro lado, no las de la verdadera
política como práctica de la mediación y el compromiso. El grado máximo de la
embestida y la cerrazón, del espíritu de sacristía y devoción es el crimen del
terrorista, pero entre este y la falta de inquietud del alma —“el alma quieta”—
la gama de nuestras tristes zaragaterías es amplia.
Quiso
vaticinar Machado que “ese vacío del mundo en la oquedad de la cabeza” que
sirve fundamentalmente para embestir era cosa de un “vano ayer” que engendraría
un mañana también vacío, todo lo “lechuzo” y “tarambana” que se quiera, pero
por ventura pasajero. Porque, frente a esa “España inferior”, él veía “nacer
otra España”, la del “cincel y la maza”, la “redentora”. A esta, la de “la
rabia y de la idea”, la caracterizó como “implacable” y “con un hacha en la
mano vengadora”. En esto no se equivocó: la “otra España” no ha dejado el hacha de la
venganza. En lugar
de laborar por una justicia independiente y fidedigna, desde la Ley del
Poder Judicial ha venido compadreando con su oponente para obstaculizarla y
sujetarla al poder de la partitocracia; y en lugar de pensar y analizar y sopesar lo conveniente a
la mayor parte, tiene ideas, ideas mayormente “viejas y tahúres” pero,
eso sí, rabiosas.
No,
las “dos Españas” no son dos; son una y la misma: la “España inferior” del
poema. Nada ha nacido ni ha alboreado sino para ser lo mismo que lo que ya
había: “cerrado y sacristía” una y “cerrado y sacristía” la otra, “lechuzos” y
“tarambanas” unos, es decir, de poco juicio y escasa inteligencia, y “lechuzos”
y “tarambanas” los otros también: aturdidos, irreflexivos e informales los de
un lado y los del otro, nada cumplidores ninguno. Que una España “muera” y la
otra “bostece” (y esa es la caracterización de una y otra en el último de los
poemas aludidos) no supone la mínima diferencia: entre ambas, que son la misma,
nos siguen helando el corazón.
No
es Machado hombre que, por más que use de finura e ironía, se ande en las cosas
fundamentales con chiquitas de ninguna especie. Para él lo malo y lo
bueno existen, fuera de “buenismos” y “malismos”, y estructuran el
mundo, y lo mismo existen y estructuran el mundo lo inferior y lo superior aun
en era de pujantes y mostrencos igualitarismos. Las “dos Españas”, cabe
inferir, son la “inferior”, la mala. Frente a ella, ¿saldrán hoy por algún lado
almas inquietas, sin “mazas” ni “hachas” ni “ideas” fijas, sin venganzas ni
odios ni aun redenciones que den suelta al tiempo represado y corrompido, a las
ciegas esperanzas y las vanas monsergas —relatos les llaman hoy— que llevan
tanto tiempo cargando explosivamente el ambiente del país de “zaragatas” y
“tarambanas” y las manos de “hachas implacables”? ¿O será otra vez falso, a no
ser en el deseo machadiano, que “el vano ayer” traiga un mañana igualmente
vacío pero por ventura pasajero, un mañana efímero que llegó para quedarse
entre nosotros y constituirnos?
El mañana efímero que
llegó para quedarse, José Ángel González Sainz [El País, 7 de diciembre de
2013]
Hoy
día no puede afirmarse que el ejemplo sea una categoría política vigente. Es,
sin duda, una realidad moral cotidiana: todos vivimos en una red de influencias
mutuas, somos ejemplo para los demás y los demás lo son para nosotros. También
en el ámbito político la importancia del ejemplo es diariamente constatable:
los políticos son fuente de moralidad o inmoralidad pública, aprueban leyes
pero también generan con su comportamiento costumbres cívicas o
incívicas. El ejemplo o el contraejemplo rigen la vida política a todos
los niveles. Incluso podría trazarse la historia de los Gobiernos de la
democracia española como la continuada influencia de los contraejemplos. Así,
la UCD fue líder de la transición española, pero en la última legislatura
sufrió los
inconvenientes de la división interna, que paralizó la acción
política. El PSOE reaccionó frente a este ejemplo, logró varios gobiernos de
mayorías absolutas y pudo desarrollar con comodidad su programa político. Como
entre 1993 y 1996 se produjeron conocidos escándalos políticos y algunos
criticaron un "gobierno largo" que se prolongaba ya más de trece
años, el partido conservador, alejándose de su ejemplo, prometió no estar en el
poder más de dos legislaturas. Pero, al final de la segunda, una huelga
general, la catástrofe del Prestige
y la guerra de Irak alejaron a muchos de la política gubernamental y ahora, el
PSOE otra vez al mando, tomando lo anterior como contraejemplo, propone lo
contrario: talante
y cercanía a los ciudadanos. Todavía es pronto para saber el
contraejemplo que se está incubando ahora, pero la cadena de ellos en la
moderna democracia española salta a la vista.
El ejemplo es una
realidad política de primer orden, pero no es una categoría política en uso. Todos hablan del ejemplo y de
la ejemplaridad, pero en nuestra época nunca se trata de explicar racionalmente
un comportamiento por esos conceptos capitales. ¿Por qué? La causa de esta extraña disparidad entre realidad y pensamiento quizá se
halle en los presupuestos culturales de la Modernidad. A este respecto,
considero iluminador el pensamiento de Tocqueville, quien, en cierto momento de su Democracia en América,
distingue entre los historiadores de los siglos
aristocráticos y los historiadores de los siglos democráticos. La
Historia democrática es aquella que explica los hechos políticos por la acción
de grandes leyes abstractas y despersonalizadas, macroeconómicas, sociales,
biológicas o geográficas. El igualitarismo democrático de la Modernidad no
tolera fácilmente que sean personas individuales, una élite de ellas, los
políticos, los conductores de la Historia de los pueblos, por ser éstos los
titulares de la soberanía, también de la soberanía histórica. En cambio, los
que Tocqueville llama historiadores
de los siglos aristocráticos explican los acontecimientos históricos por la personalidad idiosincrásica y las
decisiones concretas de determinadas individualidades
sobresalientes, reyes, príncipes, generales, y la mutua relación
entre ellos. En esta historiografía antigua, el motor de la Historia reside en
las características singulares de esos príncipes y gobernantes, pues se supone
que un príncipe virtuoso arrastra a su pueblo hacia la gloria y la prosperidad.
La virtud del príncipe adviene asunto de Estado y también su educación, y ésa
es la razón por la que en el Renacimiento se escriben tantos espejos de
príncipes y tratados sobre las virtudes del buen gobernante.
[Platón.]
La virtud
política es acaso el concepto-fuerza de la filosofía política desde los griegos
hasta el Renacimiento.
Conviene, no obstante, distinguir -muchos malentendidos de los estudiosos nacen
de no haberlo hecho- entre dos clases de virtudes que corresponden a dos
clases de agentes. Hay, en primer lugar, una virtud que se predica de los ciudadanos
y que consiste en la decisión de éstos de anteponer el bien común y la felicidad pública a los
intereses privados particulares, lo que les mueve a participar en
los asuntos políticos de la república. El pensador de esta clase de
virtud-participación es Aristóteles. Luego
está la virtud específica del gobernante, al que, como no puede ser de otra
manera, se le supone la virtud de participación en los asuntos públicos, pero a
quien además le es exigible ser un vir
virtutis, un hombre de virtud en cuanto posee una virtus generalis,
un compendio de todas las virtudes humanas, lo que hoy llamaríamos más
comúnmente ejemplaridad. Para los tratadistas florentinos del siglo XV, el gran
enemigo de la política y la gobernación es la adversa Fortuna y el único remedio
contra ella es la virtud, pues, proclaman con reiteración, sólo virtú vince fortuna.
La acción
paralela de Maquiavelo en el Sur y Lutero en el Norte, aunque con filiaciones y
motivaciones divergentes, arrumbó de modo duradero la doctrina de la ejemplaridad
y la virtud en la historia de las ideas. Maquiavelo es el gran
teórico de la virtud ciudadana de la participación, pero dirigió a la virtud
del gobernante una crítica con un éxito que dura hasta hoy al sostener que el
gobernante debía imitar o simular la virtud pero no practicarla, porque el arte
de la política estriba en el dominio de los resortes del poder y en el uso de
la fuerza. Por su
parte, Lutero, al residenciar el reino espiritual
en el ámbito de la conciencia interior del hombre, dio plena legitimidad a la
autonomía del reino temporal, dotado de un poder coactivo temporal no limitado
por la moral o la religión.
Con Maquiavelo y Lutero se produce la transición de una teoría política basada
en la virtud a otra basada en el poder coactivo, donde la ejemplaridad, cuya
fuerza es de naturaleza persuasiva, no tiene cabida ninguna. El absolutismo
político que se desarrolló en los siguientes siglos es una doctrina del poder
absoluto, y el liberalismo, que inspira todo el sistema del actual Estado de
Derecho, es también una doctrina del poder, o mejor dicho, de la limitación del
poder para que nunca más sea absoluto, pues no otra cosa que limitaciones al
poder son los derechos humanos, la división de poderes, el checks and balance
o el bicameralismo, por citar algunos de las conquistas liberales.
Lo
que interesa destacar ahora es que ni en el absolutismo ni en la forma que el
liberalismo adoptó durante la ilustración dieciochesca la ejemplaridad pública
puede asumir, como antes, función alguna, porque la teoría de la ejemplaridad y de las virtudes políticas cree en la
influencia social y cívica del comportamiento ético de los gobernantes y esto
resulta incompatible con una concepción que hace descansar la política en la
fuerza y en sus limitaciones.
Además, el igualitarismo democrático no consiente que la política esté
condicionada por el comportamiento de unos pocos, la élite política, y
proclama, como garantía de igualdad, el principio de generalidad de la ley,
donde el individuo -el único sujeto posible de virtudes- se disuelve en la
tipicidad abstracta de la norma. Una muestra de ello es la afirmación de
Rousseau contenida en El
contrato social: "Cuando digo que el objeto de las leyes es
siempre general, entiendo que la ley considera a los súbditos como corporación
y a las acciones como abstractas, jamás a un hombre como individuo ni a una
acción particular". Generalidad de la Ley
significa abstracción del hombre en cuanto individuo. Es una conquista del
Estado de Derecho porque con ella los modernos Estados lograron suprimir los privilegios personales y
encierra el programa de una igualdad
social revolucionaria por cuanto esa abstracción, neutral sólo
aparentemente, suponía en realidad el reconocimiento
de los mismos derechos a todo ciudadano con independencia de su condición
social, estatus y patrimonio. Pero, indudablemente, el sujeto abstracto
no puede ser ejemplar: toda ejemplaridad es concreta y personal.
Soy,
en fin, de la opinión de que, en una época como la nuestra en que el Estado de
Derecho está plenamente consolidado, es posible y aun necesario recuperar la
noción de ejemplaridad política en el seno de la teoría democrática. Aunque sea
una doctrina que floreció en los siglos aristocráticos, la Modernidad no
debería prescindir de ella ni desconocer que, por
mucho que en las democracias parlamentarias la legitimidad del poder político
dimana de las leyes aprobadas por cámaras representativas, el cumplimiento efectivo de esas leyes depende de un hábito cívico,
y en la generalización de este hábito la ejemplaridad de las personas públicas,
como fuente de moralidad social que indudablemente es, tiene un papel que no ha
sido destacado suficiente. Algunos teóricos del republicanismo y del
comunitarismo, la mayoría de ámbito anglosajón, han recuperado ya la noción de
virtud-participación, de filiación aristotélica. Pero tan importante como ésta
es la virtud-ejemplaridad de las personas públicas. Su realidad empírica y
cotidiana es indiscutible, pero falta su conversión en categoría política.
El ejemplo como
categoría política, Javier Gomá
[Tal y como yo lo veo
es de otro modo. Yo no destaco a una élite política que mueve al resto. En la
base es un asunto de Educación cívica. Crear una mayoría de ciudadanos formados
y exigentes con sus representantes. Los políticos no son una clase aparte,
salen de la comunidad y a la comunidad representan. ¿Cómo podemos exigir a los
políticos que sean honestos, que antepongan el Bien Común, que tengan una
actitud y aptitud ejemplar y ejemplarizantes si la sociedad en su conjunto no
es así? A menos que veamos que el comportamiento social es ejemplar y que sólo
los políticos, “esa casta aparte”, está contaminada y corrupta.]
Sabiendo
que está prohibido, un niño juega a la pelota en el salón y rompe un jarrón muy
valioso. El padre, que desde su habitación oye el estruendo, se acerca
presuroso al lugar de los hechos y pregunta a su hijo, que gime rodeado de su
culpabilidad (los trozos esparcidos por el suelo): "¿Qué ha pasado?".
Contestación: "Yo no he sido". "¿Quién ha sido, pues?". La
letanía: el hermano, el perro, el viento, ya estaba roto cuando él llegó o,
incluso, se cayó solo. Todos menos él. ¿Qué debe hacer el padre? Educar
es introducir de la mano al niño en el principio de realidad, donde los actos
tienen consecuencias, y aceptar sus excusas infantiles sólo contribuiría a
malcriarlo y a hacerle creer que basta quererlo para que la realidad ceda a los
deseos de su voluntad.
En los últimos
quince años el tenor de vida de los españoles se ha parecido mucho al del nuevo rico, pero sin
su riqueza. El dinero barato y fácil, junto a un juego perverso de emulación
inversa -yo en todo igual o más que mi amigo, mi vecino, mi cuñado, mi
compañero de trabajo-, hizo aflorar nuestro grosero apetito de bienes
consumibles, que reclama una satisfacción inmediata, sin tolerar demora. Y
pedimos préstamos bancarios, que permiten una rápida gratificación y una
devolución retardada. Al hacerlo, la ostentación nos hacía parecer más ricos a
los ojos de los demás, pero en la realidad éramos más
pobres porque nuestra deuda crecía. Aun así no permitimos que la realidad nos
estropeara la fiesta. Compramos una vivienda familiar, más un
apartamento en la playa; reformamos la cocina; nos encaprichamos de algún
cuadro de pintura contemporánea; nos aficionamos al buen vino y a los gadgets
tecnológicos; visitamos lejanos países y celebramos a lo grande, sin ahorrar
gastos, la boda de nuestra hija. Un amigo me contaba que no hace mucho un
sacerdote, durante una homilía de primera comunión, hubo de exhortar a los
padres que lo escuchaban a que no solicitaran una ampliación de hipoteca para
financiar el banquete...
Ahora la crisis
ha roto el jarrón en mil añicos y no podemos pagar todas las facturas ni
devolver el dinero que un día nos adelantaron a condiciones pactadas. ¿De quién es la culpa? De los
políticos, de los bancos, de los mercados, de los fondos de inversión, qué sé
yo. En todo caso, yo no he sido. Durante aquellos alegres años, pedimos a los
alemanes que nos prestaran su ahorro para comprarnos los todoterrenos que
fabricaban los alemanes. Hete aquí que ahora no tenemos dinero para devolver lo
prestado. ¡Malditos alemanes!
[No
hablamos de culpa sino de distintos niveles de responsabilidad. La crisis no ha
sido provocada de abajo arriba sino de arriba abajo. La responsabilidad del de
abajo ha sido taparse los ojos para no verlo, dejarse seducir por la
propaganda, no informarse, …]
Si
algún día escribiera un libro titulado La
vulgaridad explicada a mi hijo, empezaría con un análisis del
"yo no he sido" y de la tendencia yonohesidista
a la autoexoneración de responsabilidad, que supone la previa distinción entre deuda (la mía)
y responsabilidad (la del otro que ha de responder por mí). Esa distinción
existió en el Derecho romano antiguo. Un pater
familias pedía algo en préstamo a otro y entregaba como garantía a
su propio hijo. El deudor era ese primer pater, pero la responsabilidad de la
deuda recaía en el rehén, el verdadero "obligado", llamado así porque
permanecía materialmente atado o ligado (ob-ligatus)
a merced del acreedor quien, si era satisfecho, liberaba al rehén (solutio), pero en
caso contrario, tenía
derecho a matarlo o a venderlo trans
Tiberim como esclavo. La importancia de la histórica Lex Poetelia Papiria
(326 antes de Cristo) es doble: por un lado, estableció que mientras los
delitos penales pueden ser castigados con sanciones físicas o con restricciones
a la libertad, de las deudas civiles, en cambio, sólo responde el patrimonio; y
segundo y principal, unió para siempre en la misma cabeza las figuras del
deudor y del responsable. En ese momento -escribe el gran romanista
Bonfante- nace la obligación moderna.
La
crisis ha disparado súbitamente el índice de culpabilidad de los otros. En
nuestras conversaciones privadas y en la opinión pública se repiten las
palabras de menosprecio hacia nuestros políticos. Son tan gruesas que se diría
que éstos merecen ser vendidos como esclavos trans
Tiberim. Al llamarlos incompetentes y mediocres y al
culpabilizarlos de nuestra frustración nos reconciliamos con nosotros mismos y
sentimos nuestra superioridad moral. Ahora bien, nada nos autoriza a pensar que los
políticos sean una raza aparte, una cepa genética nueva traída por
un meteorito desde Urano: son como los demás, vienen de la ciudadanía y vuelven a
ella. No voy a ensayar ahora una desesperada apología de los
políticos y desde luego muchos banqueros y
financieros merecen pasear por la plaza pública con grandes orejas de burro.
Que hay sobradísimos motivos de indignación, nadie lo duda; que escandaliza ver
a tanta gente sufrir injustamente, tampoco. Pero la distinguida ciudadanía, ¿no
tiene nada que reprocharse? ¿Nada que reflexionar sobre ese tren de vida
dispendioso, pródigo, gárrulo, autocomplaciente, imprudente, antiestético
exhibido largos años? ¿Es todo, absolutamente todo, culpa del otro?
[¡qué
hábil! ¿No habíamos quedado en que tenían que dar ejemplo? ¿El mismo grado de
responsabilidad en una crisis financiera tiene un político, que un banquero,
que un ciudadano cualquiera que ha solicitado un préstamo? ¿pasear con grandes
orejas de burro? ¿Autocrítica? ¿Usted es también distinguida ciudadanía?]
El
jarrón roto de la crisis está promoviendo reformas de las instituciones
políticas, financieras, educativas. Bienvenidas sean, pues conocemos la inmensa
influencia social de un marco institucional y regulatorio favorable. Pero
cuando parte de la crisis obedece a la generalización
de hábitos torpes y vulgares que convierten al ciudadano crítico en consumidor
ávido -y uno que en lugar de gastar su propio ahorro ganado con esfuerzo
y tiempo pide prestado alegremente el de los demás-, cabe preguntarse si no
estaremos reformando las instituciones para que el ciudadano no tenga que
reformarse a sí mismo y, como el niño de la pelota, pueda seguir culpando al
perro o al viento de sus errores. Si así fuera, no quedaría jarrón por romper.
[El
ejemplo y el modelo es muy paternalista.]
En
el Antiguo Régimen se decía "nobleza obliga". Pensando en la
burguesía de los dos últimos siglos, un constitucionalista escribió: "La
propiedad obliga". Los ciudadanos de las actuales democracias deberían
comprender que también "la igualdad obliga".
Yo no he sido, Javier
Gomá
En las monarquías parlamentarias, el Rey carece de
poder ejecutivo, legislativo y judicial, pero ¿quiere eso decir que carece de
poder? Se oye que la Corona tiene un valor simbólico; pero ¿qué quiere decir
simbólico? ¿Es meramente simbólico, como si dijéramos decorativo o superfluo, o
por el contrario el símbolo ostenta un poder real y efectivo, con los demás
poderes, si bien de otra índole, encerrando incluso una posibilidad única y
positiva?
El orden político durante la Edad Media europea se
componía de una constelación de derechos privados. Antes de emerger la soberanía de los Estados modernos, cada persona, cada
familia, cada municipio, se regía por su derecho singular consuetudinario. Los
derechos familiares y personales, cristalizados por el demorado discurrir de la
Historia, implicaban una posición política en aquella sociedad estamental. El resultado
era un conglomerado vistoso y asimétrico de privilegios. El Antiguo
Régimen fue una boscosa urdimbre de árboles genealógicos.
La Revolución Francesa borró todo vestigio personal
del orden político, toda genealogía; en lugar del rey, la ley; en lugar de la
persona concreta, la norma abstracta. Se levantó el formidable edificio del
Estado de Derecho en su versión continental, que exigía el sacrificio de todo elemento
histórico y singular. Los gremios, las regiones, los fueros, las leyes
especiales del mar o del comercio, las vinculaciones y dinastías debían ceder
ante la solemnidad de una Ley general, intemporal. En mi opinión,
el Estado de Derecho es una de esas «conquistas para siempre» de que hablaba
Tucídides, como lo son el Estado del bienestar o el reconocimiento de los
derechos fundamentales. En cambio, la versión francesa del mismo, de
hechura neoclásica, que tanto desvío profesó a lo histórico y a lo concreto,
es, según creo, susceptible de complementos o correcciones, como el mismo
neoclasicismo. Nuestro tiempo ha alumbrado una razón histórica, un sentido para
lo temporal y las formaciones asimétricas de la Historia, que ha alterado
aquella geometría ilustrada, sin menoscabo de la igualdad.
La Constitución española de 1978 responde en sus
principales rasgos a la esencia de la Ley general y abstracta. Desde el
artículo 1 al 169, la Constitución es una ley que contempla casos típicos, sin
referirse a situaciones ni circunstancias individuales. De ese modo, lo que la
racionalidad garantiza en las modernas democracias está también asegurado en
nuestra Constitución.
Pero al lado de la ratio intemporal, la Constitución
española reconoce la existencia de ciertos sujetos históricos. Dos
principalmente: las nacionalidades y regiones, cuyos
derechos históricos la Constitución «ampara y respeta», conforme a su
disposición adicional primera; y en el artículo 57 reconoce la restauración
monárquica en cabeza del actual Rey. Los territorios históricos y la
restauración van de la mano porque comparten una historicidad pareja. Con todo,
hay entre ellos una
diferencia esencial: los territorios forales son poderes políticos efectivos;
en cambio, la Corona ostenta solo un poder simbólico. Quisiera
referirme ahora a esto último.
Cuando alguno pregunta para qué sirve la monarquía,
decimos normalmente que desempeña una función simbólica y con ello pretendemos
haber zanjado la cuestión. Cabe preguntarse, sin embargo, qué es un símbolo,
qué sucede con los símbolos, cuál es su contenido y eficacia y qué clase de
símbolo es la Corona.
La esencia del símbolo estriba en ser un cuerpo
sensible y concreto que se remite o señala un sentido inteligible y abstracto. El lado sensible del símbolo suscita un calor sentimental, un apego
directo y espontáneo, del que carece el concepto puro; pero el sentido inteligible presta al símbolo una profundidad y gravedad
que no pude venir del solo soporte sensible. Cuanto más concreto y particular
es este apoyo sensible, más libremente se dispara el sentimiento de adhesión;
pero también cuanto más alto y trascendente es el sentido, más intensa y total
es la comprensión.
Dice el artículo 56 de la constitución: «El Rey es el
jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia». La corona como símbolo
reúne en grado eminente las dos características enunciadas de concreción y
gravedad. Es grave y hondo el sentido de lo simbolizado; la unidad
de la nación española. En suma, nada hay
más alto, grave e importante para nosotros.[¡!] Pero al mismo tiempo, la
gravedad del símbolo está encarnada en lo más doméstico que pueda imaginarse:
una familia. En las más complejas sociedades avanzadas, el Estado concentra un
poder superlativo y un grado enorme de sofisticación técnica. Debido a las
exigencias de administración del interés general, el Estado se estructura jerárquicamente
como escala
de poder coactivo creciente, pero en la cima, en lugar de la
esperable apoteosis de fuerza y decisión, luce un símbolo desnudo. ¿Por qué un
símbolo?
Porque los otros Poderes se imponen por su propia
fuerza y disfrutan de toda la capacidad coactiva del Estado; en cambio, la Corona, a
fuer de símbolo, es un poder no coactivo. [¡!]
[Felipe VI, rey de España, jefe de Estado, mando
supremo de las Fuerzas Armadas]
Si es difícil la adhesión sentimental a la
organización completa, jerárquica y técnica del Estado, resulta más fácil para
un símbolo que ofrece la estampa de una amabilidad no coercitiva.
[¿Amabilidad no coercitiva? ¡!]
La Corona presenta un rasgo que solo a ella le es
propio. La Corona es un símbolo personal y concreto. Las personas concretas son
capaces de suscitar un sentimiento que no producen un símbolo abstracto o una
idea general, por estimable que sea. El respeto o incluso el entusiasmo hacia el orden
constitucional, cuando se dirigen a una persona, se ensanchan en un
rico surtido sentimental que va desde la simpatía, la adhesión o la
identificación hasta el mismo amor.
[¿Y por qué han de ser excluyentes? ¿Uno no puede
respetar el orden constitucional y sentir antipatía por el rey? ¡!]
Es conveniente ahora llamar la atención sobre el tenor
del artículo 57: «La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M.
Don Juan Carlos I de Borbón». Un individuo es nombrado por su gracia completa,
nombre y apellido. Juan Carlos Borbón es el único nombre propio personal
mencionado en toda la Constitución. En la norma abstracta, se menciona a una
persona concreta. A diferencia de la bandera, el escudo, el himno, la moneda,
que son ejemplares de un símbolo abstracto, el Rey y su familia son personas
particulares. La Monarquía se realiza mediante una familia concreta, con unos
miembros corporales y contingentes. La más alta magistratura es una de esas genealogías que
fueron abrogadas por los revolucionarios y que ahora se injertan pacíficamente
en el cénit del Estado de Derecho. Un símbolo concreto, sin perder
nunca su entronque con lo sensible, remite a una instancia de sentido superior;
si además es personal, atrae, eleva y peralta hacia eso otro simbolizado,
cautivando los sentidos con la exhibición de lo tangible. Sin necesidad de
amenaza y de coacción, sin el temor como guía de obediencia y respeto, por
propio impulso y movimiento, comprendemos en la persona el sentido
abstracto sin perder el encanto de lo sensible.
[Estoy sonriendo. ¿Al jefe de las Fuerzas Armadas? ¿Se
le venera como a un santo?]
La Corona es una institución, pero una institución que
se contrae a una persona o una familia. No puede aislarse lo institucional y
público de lo personal-privado. Se dice que la Corona es la institución más valorada
por los españoles en las encuestas, pero ¿puede separarse la
institución de la persona, cuando la institución es personal, es familiar?
Según la Constitución, la persona del Rey no está sujeta a responsabilidad,
pero, bien mirado, tiene la responsabilidad de su significado. De ahí que pertenezca a la esencia del símbolo la fidelidad a lo
simbolizado. Porque lo que no es solo símbolo, si pierde su
simbolismo, puede tener la utilidad de su eficacia o de su función; pero un
símbolo que no simboliza ¿cómo lo llamaremos? El oficio del Rey en un Estado
plenamente democrático es esa fidelidad a su sentido, ejerciendo la doble
función de suscitar
la adhesión de los ciudadanos por su ejemplaridad sensible y al mismo tiempo
señalar con gravedad intachable la seriedad de lo simbolizado. Lo
que hemos llamado fidelidad del símbolo a su significado tiene, en teoría
política, un nombre: ejemplaridad. Lo contrario a la ejemplaridad no es, en el
símbolo, la corrupción o la perversión, sino la banalidad.
[Sí, así debería ser. La persona debería empezar por
respetar lo que ella misma representa.]
La Majestad del
símbolo, Javier Gomá
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