jueves, 5 de marzo de 2015

Los años de aprendizaje



"Yo tengo un proyecto de progreso para España". Hoy, la idea de progreso describe tan fielmente el concepto que los políticos tienen de su propia actividad que nadie advierte contradicción en que un político conservador invoque el progreso como su principal ideario. En apariencia, la idea de progreso como programa político pertenece a los partidos progresistas, pero yo opino que incluso éstos deberían abstenerse de usarla. Y ello porque esa idea ha perdido toda fuerza explicativa, no porque no siga siendo deseable, hoy como ayer, el incremento de derechos sociales, una mejor distribución de la riqueza y la aspiración a la igualdad. Una idea pierde la fuerza explicativa que tuvo en otra hora cuando se sitúa a la espalda de los tiempos, cuando continúa atenida a las experiencias antiguas mientras la historia ha hecho experiencias nuevas. La idea de progreso fue un alumbramiento de la modernidad, y nuestra civilización actual, aunque todavía exhibe en la superficie flores de modernos colores, subterráneamente hunde sus raíces en la posmodernidad.
Se ha discutido en Alemania si la modernidad tiene una legitimación propia o si es sólo una secularización de la cultura cristiana (Blumenberg, Löwith, Schmitt). En lo que se refiere al progreso, es patente que fue un trasunto moderno de la idea cristiana de historia universal o historia de salvación, la cual suponía una concepción lineal y progresiva del tiempo que contrastaba con la cíclica de la cultura grecolatina. Con todo, el progreso asumió con Bacon, Condorcet, Hegel y Marx unos rasgos específicamente modernos. Se convirtió en la doctrina que supone un fin racional a la historia, situado en un futuro no lejano, hacia el que se ordena el presente en un movimiento de progresión necesaria. Ese final es una utopía social dichosa, como un segundo estado de naturaleza, al que aspira llegar la civilización occidental por medio de la ciencia y la técnica.
Cuando los políticos dicen "yo tengo un proyecto de progreso para España" aluden a esta constelación de ideas. Ahora bien, éstas son de esa clase de ideas indiscutibles en las que nadie de verdad cree [¡!]. Europa, la cuna del progreso, ha hecho este siglo, que era el siglo de la promesa, la experiencia del horror y barbarie más atroces. Durante las guerras mundiales la ciencia y la técnica se pusieron a contribución para el dominio y destrucción del hombre, no de la naturaleza [¡!], y la utopía movilizadora de pueblos y revoluciones convirtió al viejo continente en un colosal camposanto. Las colonizaciones decimonónicas se replegaron: frente a la razón europea lógico-científica, declinante tras las guerras deslegitimadoras, emergió por todo el mundo una pluralidad de culturas, y dentro de la europea, una pluralidad de subculturas, conviviendo unas y otras en la presente heterogeneidad multicultural posmodema.
¿Quién es hoy el optimista que cree en una utopía y en una ley objetiva racional que habrá de conducirnos forzosamente a ella? Las dos guerras mundiales han producido la pérdida histórica de una fe dentro del mundo de la vida. De un lado, la política con sus ideales ilustrados, neoclásicos, racionales, constructivos; de otro, la vida y la cultura, escéptica, estetizante, ecléctica, mínima, fragmentaria. De un lado, el progreso; de otro, la gente.
Ésta es la causa del actual descontento político, el divorcio entre la política y la tonalidad afectiva de la vida. Quizá como consecuencia de las mismas guerras, que propenden a sacralizar los ideales de batalla, la idea de progreso se ha congelado en la autoconciencia política; sin embargo, como por paradoja, fueron las mismas guerras mundiales las que verificaron empíricamente, como si se tratase de un experimento de laboratorio, su esencial falsedad.
Por ello, las ideas políticas del día, aunque evidentes, no convencen: ni excitan ni entusiasman; ni seducen como lo bello, ni incendian como lo bueno, ni encierran una verdad histórica, como pretenden. Pertenecen a una escolástica política que, como las otras, nace cuando sus proposiciones han dejado de estar vigentes.
Puede aspirarse al bienestar de los pueblos, a la extensión y consolidación de las democracias, la irradiación de los derechos humanos por la faz del mundo, sin invocar a cada paso la idea de progreso. Opino que es menester buscar la libertad en otra idea explicativa. [¿Y cómo lo llamamos, entonces?]
Los políticos gobiernan la sociedad de dos maneras. La primera es la actividad que despliegan en la aprobación de leyes reguladoras del funcionamiento de la comunidad; la segunda son las personas mismas de los políticos, el ejemplo que difunden, y me atrevería a decir que esta segunda gobernación es más profunda y duradera que la primera.
Los políticos, en efecto, son la principal fuente de moralidad pública. [¡!] La ejemplaridad privada de un particular ejerce su influencia en el ámbito privado de sus relaciones; la ejemplaridad de los políticos da el tono a la sociedad que gobiernan, crea pautas de comportamiento, define el dominio de lo permitido y no permitido. La manera en que ellos viven, se organizan, hablan, actúan, conforma paradigmas morales, muchas veces inconscientes, que pueblan la imaginación de los ciudadanos, dictando el recto comportamiento. [No distingue esfera privada y pública. ¿La fuente de moralidad no es la sociedad en su conjunto? ¿por qué habría de ser concretamente la clase política?]
La inmensa mayoría de los ciudadanos cumple y observa las leyes todos los días de mil maneras, y no porque haya leído esas leyes que los políticos aprueban o temido las sanciones que contienen en caso de incumplimiento, sino porque, sin atender a las sanciones, hay ciertas conductas que son consideradas respetables o simplemente normales: no robar, respetar la propiedad, pagar impuestos. Los políticos ponen el canon social y el estándar de normalidad. Una comunidad con políticos ejemplares reduciría las leyes a ciertas normas básicas. [Platón] Inversamente, la inmoralidad de algunos políticos difunde un ejemplo negativo que luego los mismos políticos deben reprimir mediante nuevas leyes más severas y restrictivas.
[No dice conductas legítimas o ilegítimas, morales o inmorales, legales o ilegales sino que se refiere a la respetabilidad y a la normalidad. ¿Respetables en base a qué? ¿Normales en el sentido de naturales?]
De forma que una cosa es el gobierno de las leyes y otra el gobierno de los políticos, lo que los políticos hacen y lo que los políticos son. En los actuales Estados sociales todos los políticos hacen y prometen aproximadamente lo mismo [¡!] y las diferencias entre unos y otros partidos son sólo cuestión de grado. Lo decisivo es lo que son: la ejemplaridad.

[En un Estado de Derecho lo que importa es el gobierno de las leyes; leyes que los políticos también han de cumplir. Y las leyes propuestas por unos y otros políticos no son las mismas.]
La primera tarea de los políticos ha de ser conformar una asamblea de hombres nobles que sea estímulo moral de los ciudadanos a los que gobiernan. [Platón] Mientras los demás hombres desarrollan su especial profesión, los políticos deben reunir todos los valores que la comunidad estima, elevados al sumo grado. El progreso -el hacer sigue al ser, dice la máxima- vendrá por añadidura. Remozando la famosa sentencia agustiniana, el apóstrofe político capital reza así: "Sé ejemplar, y haz lo que quieras".
Lo único verdaderamente importante de los políticos es su vida privada. [¡!]
[Nobleza, ¿en qué sentido? ¿en sentido aristocrático? ¿qué modelo de virtud?]
El progreso y la gente, Javier Gomá


El Estado de derecho descansa hoy sobre dos grandes pilares: la elección por el pueblo de unos representantes y la aprobación por éstos de unas leyes. En la versión continental, esas leyes han de ser típicas y generales. El ideal de racionalización de la esfera pública, que promovió la modernidad, exigía la postergación de deseos y preferencias individuales, que debían replegarse a la esfera privada. En lo público impera la razón, se dice, que se identifica con el interés general. A diferencia del cosmos de privilegios singulares que caracterizó al antiguo régimen, la tipicidad de los revolucionarios franceses aspiraba a una generalidad en las leyes que, abstrayendo de los casos particulares y de los nombres propios, excluyera, en obsequio de la igualdad, la contemplación de los deseos individuales. Todo lo personal y singular en política evocaba el despotismo de los monarcas absolutos. Además, la vigente teoría sobre el Estado de derecho no tiene apenas en cuenta el segundo gran momento del pueblo soberano. Además de votar a sus representantes, el pueblo participa en el orden constitucional cuando acepta tácitamente las normas aprobadas por aquéllos mediante su cotidiano cumplimiento. La ausencia de una rebelión social, el acatamiento de las leyes y su general observancia, conforman un elemento esencial del Estado de derecho que, usando la locuela [¡! Modo de hablar] periodística, puede designarse como «normalidad democrática».
Mi tesis es que esta versión del Estado de derecho, la flor más preciosa de la civilización, al ser, con todo, algo puritana, conduce necesariamente a una concepción coactiva del Estado, y que debe por tanto completarse añadiendo el elemento afectivo, el Deseo.
Una teoría es puritana cuando, además de ser racional, toca en racionalista. El racional reconoce la competencia del tribunal de la razón, el racionalista además proscribe el elemento emocional o afectivo. La versión clásica del Estado de derecho es algo puritana porque aparta de su consideración las razones o causas de la adhesión sentimental del pueblo al orden constitucional. Si los ciudadanos cumplen las leyes, será por la inherente racionalidad de las mismas o por temor al castigo. Ninguna atención a la unión afectiva del pueblo con los poderes, a la emoción política de los ciudadanos que se identifican con sus representantes, sólo el temor a la sanción produce el asentimiento de la comunidad a las leyes y decisiones públicas.
[Cumplo las leyes porque son razonables, legítimas pero ¿por una cuestión de afecto? ¿Cumplo una ley porque me gusta y no la cumplo porque me disgusta?]
Por eso el Estado liberal acaba siendo, en su teorización canónica, que es la de Kelsen, un Estado esencialmente coactivo. Las leyes son normas aprobadas de conformidad con un procedimiento formalmente válido. La aplicación social de esas leyes es negocio aparte. La resistencia que la sociedad pueda oponer a esa aplicación debe reprimirse con una fuerza mayor de contrario signo, la violencia legítima del Estado; violencia contra violencia, derecho penal y derecho sancionador, policía y cárcel.
[Dice violencia contra violencia pero no dice nada de los movimientos pro derechos civiles y de la no violencia]
Por otra parte, fiarlo todo a la racionalidad de las leyes es ignorar que esas leyes son productos humanos y que su racionalidad depende de la racionalidad y probidad que exhiban sus autores. No existe una instancia mística productora de leyes (como la voluntad general) que sea distinta de la suma de entendimientos y voluntades de las personas individuales, y de hecho nadie, ni los propios políticos, cree en ella. Cuando un político durante las elecciones proclama a los cuatro vientos «programa, programa, programa», dando a entender que no se interesa por las personas y los cargos, sino por las ideas que promueve, en realidad está tratando de dar buena imagen electoral. Ahora bien, la preocupación por la imagen personal ante el electorado supone justamente el reconocimiento de la gran importancia que hoy en día reviste la percepción visual que la gente tiene de la persona de los políticos. Sin decir que las orientaciones políticas carezcan de consecuencias electorales, hoy nadie vota programas porque nadie los lee, en cambio el rostro de los candidatos aparece en la televisión todos los días y luce sonriente en los carteles electorales. Es imposible ignorar las consecuencias que para la teoría política supone el desarrollo en las sociedades avanzadas de los medios de comunicación y de la libertad de expresión. La manera de vestir, de hablar, de peinarse de los candidatos, sus personales cualidades, la corrección y espontaneidad, su biografía -su vida privada- deciden unas elecciones.
[¿Está diciendo que lo que decide unas elecciones es la propaganda y no la información? ¿Qué la imagen de un político cuenta más que su programa? Suponiendo que esto sea realmente así, ¿no habría que orientarlo todo para cambiarlo? ¿Quién puede estar interesado en mantener este sistema?]
Yo creo que hay que reconocer abiertamente la indudable importancia que tienen las personas de los políticos en los sistemas democráticos, y mucho más con el imparable avance de los medios de comunicación social. En otro tiempo, los ciudadanos no conocían a sus gobernantes sino por viñetas o caricaturas en los periódicos o por los retratos colgados en las galerías oficiales. Hoy la imagen ha adquirido tal centralidad política, que con motivo se mide y se difunde cada poco en las encuestas de opinión.
La actual centralidad de la imagen en la vida real -no en la teoría- tiene una indudable ventaja. Las personas suscitan adhesiones y emociones en el pueblo en grado muchísimo mayor que las ideas o las cosas, lo cual naturalmente no excluye, sino todo lo contrario, que esas personas defiendan ideas y programas y proyectos. Ellos, las personas públicas, son la verdadera fuente de moralidad e inmoralidad social y la causa última de la afección y desafección de los ciudadanos al orden jurídico que promueven. Sin necesidad de coacción ni violencia, la ejemplaridad de los políticos genera una participación espontánea de los ciudadanos en las decisiones políticas y una directa identificación con sus autores.
La racionalidad técnica de las sociedades contemporáneas ha menospreciado el deseo en la teoría política como algo inasible, inquietante, incontrolable y quizá pueril. Cuando, en el siglo XX, siempre como ecos de Freud, se han elevado algunas voces en defensa del deseo (Marcuse, Foucault, Deleuze, Baudrillard), se ha tratado invariablemente de un deseo sexual, irracional, previamente reprimido por una dominación que se desenmascara.
Debemos preparar una concepción racional del deseo para evitar el racionalismo puritano; un deseo moral, público, responsable; un deseo ingenuo, espontáneo y libre sin necesidad de liberación, en la línea de Shaftesbury, Schiller y Scheler. No el temor al castigo o su amenaza, sino el apego o inclinación hacia lo bueno y verdadero encarnado en ciertas figuras, la tracción que ejerce sobre el ánimo la presencia o la memoria de lo digno y elevado, el ensanchamiento moral que produce en el espectador la visión de un ejemplo y el anhelo de emulación. Hasta Kant -el puritano, obsesionado con la pureza de la razón- admite una adhesión emocional a la ley moral de la razón práctica.
[Adhesión a una idea, sí; a una persona como encarnación de una idea, no. Habla de deseo y no de voluntad. En una sociedad democrática ya no se persigue tanto el cumplimiento de la ley por coacción como crear mecanismos de seducción y propaganda que te hagan adherirte a una causa.]
Por supuesto, no pretendo que los políticos sean en realidad un ejemplario de virtudes, sino que ejercen una influencia de hecho determinante, buena o mala, y que, aunque muchas veces es negativa, si fuera positiva y ejemplar, ellos producirían, debido a su presencia poderosa en la conciencia de los gobernados, una cohesión y vertebración social altamente integradora, que disiparía este tedio, este escepticismo hacia lo público. Los ciudadanos pueden aceptar sin sublevarse grandes dosis de sacrificio y renuncia si han sido decretados por personas que han elegido democráticamente y a los que respetan y admiran por su capacidad, probidad y experiencia. La política ha dejado de ser una res pública y ha comenzado a ser dramatis personae, lo que quiere decir que ha dejado de ser sólo una cuestión de cosas (ideales, problemas, banderas) y ha comenzado a ser además una actividad de personas.
La ambigüedad del deseo, Javier Gomá


Si la retórica política es muy pobre en nuestro tiempo, donde falta llamativamente toda elocuencia y auténtica discusión, en asuntos de política nacionalista esa pobreza llega al paroxismo. Los partidos nacionales, como el PP o el PSOE, y los nacionalistas, como PNV y CiU, se pasan el día escandalizándose mutuamente sin cansarse nunca y, con ocasión de cualquier conflicto o discrepancia, cada parte repite siempre lo esperado. Esto sucede porque todo lo relacionado con los nacionalismos tiene el estatus de principio innegociable, de principio básico. Es sabido que los principios básicos son siempre evidentes y que no se discuten, se proclaman. De ahí que cuando los políticos se manifiestan sobre el problema catalán o vasco, todos ellos, de uno y otro lado, creyéndose asistidos del sentido común, hagan siempre grandes proclamaciones con el tono de quien dice una evidencia. Sin embargo, lo cierto es que al menos hay dos evidencias distintas, la nacionalista vasco-catalana y la evidencia española, y esa misma dualidad debería conducir a los espíritus que cultivan un cierto escepticismo a sospechar de su propia certidumbre. La evidencia española se resume en que los territorios históricos pertenecen a la patria común, una España plural y abierta en línea con las sociedades occidentales avanzadas, y en segundo lugar, que la violencia terrorista es intolerable y deslegitimadora. Como comparto enteramente estos presupuestos, no tengo necesidad de convencerme. Al contrario, quizá sea preferible rebajar el propio convencimiento para permitir el salto a la otra posición dialéctica.
La evidencia nacionalista dice: el pueblo vasco (o el catalán) es una nación viva y orgánica, una comunidad histórica dotada de un idioma propio, de antiguas tradiciones y símbolos. En consecuencia, España, que ellos identifican con un poder administrativo-burocrático, el llamado "Estado español", oprime -según una versión extrema de la tesis- al pueblo vivo con la policía y el Ejército, con la persecución y las cárceles. El Estado español ejerce violencia y coacción, de modo que el terrorismo es la única respuesta posible de un pueblo oprimido a la violencia del Estado dominador.
[¡! ¿El discurso nacionalista legitima el terrorismo?]
Lo más interesante es la contraposición entre dos concepciones del Estado que, por resumir, podrían designarse clásica y romántica. Que el nacionalismo es un romanticismo no necesita mayor explicación. Ahora bien, así como el romanticismo surgió como crítica a la Ilustración, determinante de un paralelo menosprecio hacia las instituciones del Estado de derecho clásico y una fuga hacia el irracionalismo y el particularismo, así también es inherente al nacionalismo una cierta desafección a las instituciones democráticas y la legitimación electoral, porque, entienden, el espíritu de un pueblo no se encierra en una urna.
Indudablemente, los actuales Estados modernos europeos responden a la concepción clásica. La versión clásica-ilustrada del Estado de derecho, que personalmente considero una conquista de la civilización, tiene una genealogía cuya descripción contribuye a indagar su esencia. El origen se encuentra en el Estado decimonónico, cuando, conforme al ideario liberal, se entendía que la riqueza y el progreso debían confiarse a la iniciativa y espontaneidad de la sociedad y el mercado, y la única competencia del Estado estribaba en garantizar esas condiciones manteniendo el orden público, el orden policial, el orden jurídico, el orden político. De ahí la asociación inmediata del Estado liberal con el Estado-policía, diciéndose que el Estado no es otra cosa que la administración legítima de la violencia. Y por último, la doctrina de Kelsen, teórico del Estado liberal, cuyo entero sistema descansa en la coactividad como cualidad específica y definidora del Estado y del derecho. De acuerdo con el paradigma ilustrado, la construcción de Kelsen desecha de la pureza de su teoría general todo elemento romántico, emocional, histórico, tachándolo de iusnaturalismo. De todos modos, ¿quién pensaba en formar una comunidad con una máquina racional y coactiva?
Este racionalismo radical era posible en una época en que el Estado se inhibía de intervenir en la vida privada de los ciudadanos por considerarlo contrario al dogma liberal. Un Estado coactivo es tolerable si permanece como Estado mínimo. Lo que en cierto momento dejó de ser tolerable fue el Estado liberal mismo. Con sarcasmo, Anatole France decía admirarse de la maravillosa igualdad de la ley, que permite a pobres y a ricos dormir bajo un puente o recoger del suelo un trozo de pan abandonado. Más allá de la igualdad formal, un nuevo sentido de justicia social, y la lucha contra las desigualdades materiales que la abstención estatal consagraba, motivaron en los últimos decenios de este siglo la transformación del Estado liberal en Estado social y democrático de derecho, y la extensión del poder y prestaciones del Estado intervencionista a todos los órdenes de la vida cotidiana. Toda la existencia de un individuo depende hoy de las prestaciones públicas, la luz, el agua, la salud, la educación, la pensión, etcétera. Esta transformación de la realidad no ha dado lugar a una transformación pareja en la teoría política y, sin embargo, no puede dudarse que la concepción clásico-liberal, tal como ha sido descrita, coercitiva en su esencia, resulta insuficiente. La actual dependencia del súbdito al Estado omnipresente es alienante si carece de una identificación emocional con éste.
Por ello considero que la versión clásica del Estado de derecho debe, hoy más que nunca, acoger en su seno algo del pathos y la emoción política del romanticismo. Sería conveniente que este Estado burocrático se vivificase con una teoría sobre el sentimiento constitucional. Esto quiere decir que es necesario fomentar ideas y medidas que favorezcan la adhesión libre y espontánea, no coaccionada, del ciudadano hacia el orden político y las instituciones de su país, invitándole a que vea en ellas la encarnación de tradiciones históricas y del espíritu patrio. Como no es apreciable todavía nada en esa dirección, se explica que la insatisfacción del individuo, y en particular de la juventud, que, ávida de totalidad, reclama esa identificación y ese sentimiento, se oriente hacia los nacionalismos que crecen todos los días.
[¡! De acuerdo con la primera parte: ideas y medidas que favorezcan la adhesión libre y espontánea, no coaccionada, del ciudadano.
¿Qué vea en ellas la encarnación de tradiciones históricas y del espíritu patrio? Esto me parece peligroso.]
Para un nacionalista, su país hierve en su historia, su tradición y sus símbolos. En estas condiciones brota con naturalidad el sentimiento constitucional del individuo, que se dirige hacia el lado simbólico, no coercitivo, de la comunidad a la que pertenece. Los símbolos son casi siempre históricos, no se improvisan en un estudio de diseño. De ahí la revisión de la historia que sabiamente han desarrollado los gobiernos nacionalistas.
La Constitución española de 1978 proclama el amparo y el respeto de "los derechos históricos de los territorios forales", pero omite toda mención a la historia o la tradición del Reino y escasean los símbolos españoles: la Corona, la bandera, la capital... Las razones de ello son tan comprensibles como circunstanciales, los años de dictadura franquista y su utilización ilegítima y arbitraria de una imaginería imperial y folclórica. El deseo de romper con el pasado próximo dio lugar a una Constitución en buena medida alejada de todo pasado y de todo símbolo. Falta el elemento emocional integrador. Compensar en época democrática la carencia de sentimiento constitucional se erige hoy, en mi opinión, en la tarea política de nuestro tiempo. En este amplio contexto debe situarse el debate de las humanidades y de la enseñanza de la asignatura de historia que fue suscitada por la comisión presidida por Juan Antonio Ortega y Díaz Ambrona y que tuvo el mérito de atraer la atención general: como la empresa de restauración de símbolos comunes y de la recuperación del pasado, donde esos símbolos cristalizan.
Volviendo al principio, los nacionalistas plantean el problema vasco como una lucha entre símbolo y coacción, entre sentimiento y policía nacional. Sin admitirlo en esos términos, creo que a "nuestra patria común e indivisible de todos los españoles" le falta sentimiento, porque le faltan símbolos, porque le falta pasado [¡!]. La concepción romántica tiene el peligro de la barbarie y del totalitarismo, pero la concepción clásica-liberal, la del Estado-Máquina, puede llegar a ser social y políticamente disgregadora.
[Pasado no le falta, en todo caso buena memoria e Instrucción pública. ¿Qué símbolos restaurar si ni siquiera nos queda la selección española?]
Sentimiento constitucional, Javier Gomá


De igual modo que el torero retrocede un paso antes de entrar a matar, así también el pensador debe tomar distancia de su objeto antes de clavar en él la acerada pupila. Sólo en perspectiva, las cosas presentan una cierta unidad y son susceptibles de ser designadas con un solo nombre. Así, respecto a las épocas pasadas, se dice "Renacimiento", "Barroco", "Ilustración", "Romanticismo". No hace falta insistir en que esas categorías culturales son estereotipos que se explican por la necesidad de simplificación que el conocimiento humano tiene para su progreso y acumulación. Con todo, muchas veces, el estereotipo, el que para una época se haya impuesto uno y no otro, es un hecho altamente significativo, porque revela el acierto de un concepto para expresar una unidad espiritual o cultural. Para la actualidad, en cambio, es preferible, por falta de perspectiva, liberar las diversas fuerzas en tensión, y en lugar de designar la época coetánea con un solo nombre, que promete un sentido unitario todavía imposible, lo más adecuado es destacar la coexistencia de un número pequeño pero variado de fenómenos. Aristóteles, en sus Analíticos, admite dos clases de definición: una es la que clasifica el objeto en género y especie: animal racional. Otra es el estereotipo. En ocasiones, dice el filósofo, la realidad es rebelde al concepto, y el método más seguro consiste en ir describiendo rasgos característicos del objeto. Entonces podemos hablar, en plural, de tendencias.
El crítico literario, novelista y destacado representante del romanticismo alemán temprano Friedrich Schlegel, tras varios esfuerzos dedicados a tratar de apresar en la claridad de un concepto rotundo la nueva edad que veía alborear a fines del XVIII, al final, resignado, acabó señalando tendencias. Escribió en el fragmento 216 del Athenäum: "La Revolución Francesa, la Doctrina de la ciencia de Fichte y el Meister de Goethe son las grandes tendencias de la época".
[Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (alemán: Wilhelm Meisters Lehrjahre) es la segunda novela de Johann Wolfgang von Goethe, publicada en 1795-96. Mientras que en su primera novela, Las cuitas del joven Werther, se presentaba un héroe empujado al suicidio en su desesperación, el héroe epónimo de esta novela transita un sendero de auto-realización. La historia se centra en el intento de Wilhelm de escapar de lo que él considera la vida vacía de un hombre de negocios burgués. Luego de un romance fallido con el teatro, Wilhelm se compromete con la misteriosa Sociedad de la Torre compuesta por encumbrados aristócratas.
Otros libros que han utilizado un esquema similar al de esta novela han sido denominados Bildungsroman ("novelas de formación"), a pesar que la "Bildung" ("educación", o "formación del carácter") de Wilhelm es ironizada por el narrador en numerosos pasajes.
La novela tuvo un impacto significativo en la literatura europea. El crítico romántico y teórico Friedrich Schlegel la consideraba en su época con una importancia comparable a la de la Revolución francesa y la filosofía de Johann Gottlieb Fichte.]


Las tendencias en el tránsito entre los siglos XVIII y XIX eran, por tanto, tres: un acontecimiento político-social y dos libros, un tratado filosófico y una novela de educación. ¿Cuáles son las tendencias en el final del siglo XX? ¿Admiten algunas de ellas ser encerradas en el título de un libro? Por simetría con el fragmento anotado por Schlegel, voy a proponer otras tres tendencias características de nuestra época.
La primera de ellas estaría simbolizada por la caída del muro de Berlín en 1989, exactamente doscientos años después de la Revolución Francesa. En 1789 arranca la modernidad y el proyecto ilustrado, y en 1989 adviene la posmodernidad. Una tendencia sustituye a la otra. La modernidad abrigaba dentro de sí una firme confianza en el poder de la razón teórica y científica y el progreso de la civilización y del Estado-nación. Enseguida se organizó en forma de democracias parlamentarias y se enfrentó a los otros sistemas políticos enemigos, creándose dos bloques militares e ideológicos. La caída del muro expresa, no el fin de los bloques, sino la eliminación de uno de ellos, mientras que el otro despliega una influencia planetaria. Ya no se trata del imperialismo de una nación o la colonización de un Estado. Ahora, los Estados más poderosos se agrupan en organizaciones que promueven la difusión por el mundo entero de la economía de mercado y, secundariamente, del sistema político occidental y los derechos humanos.
Cierto que, a lo largo de esas dos centurias, el hombre fue perdiendo la fe ciega en el progreso y la utopía científica y que, tras las dos guerras europeas, la razón teórico-científica ha cedido su centralidad en favor de la razón práctica, lo que significa exaltación del pragmatismo y nueva estimación del diálogo y del consenso como formas de racionalidad alternativas. Pero el pragmatismo, lo mismo que el mercado, es, y siempre ha sido, una ideología, que se recata en una apariencia de no ideología, de neutralidad. En consecuencia, la globalización implica la universalización de una ideología y un aumento considerable de la uniformidad y homogeneidad del planeta.
Estos mismos efectos está produciendo la revolución cibernética y de los medios de comunicación social, que sería la segunda tendencia. La red mundial, Internet, el correo electrónico permiten el diálogo, la comunicación y el comercio entre sí de todos los ciudadanos del mundo, superando las barreras, que parecían impuestas por la Naturaleza, del espacio y del tiempo. Las innovaciones tecnológicas impulsan algunos cambios en la llamada sociedad digital. Sin embargo, en mi opinión, estas transformaciones sociales, en los hábitos colectivos, en la organización política, con ser grandes, no son las más importantes.
Lo decisivo estriba en la mutación de mentalidad: los sentidos humanos perciben una ingente cantidad de información que se estructura de modo diverso dependiendo de formación cultural y evolutiva de la conciencia. Durante siglos, o mejor milenios, el hombre ha vivido en una cultura oral. El lenguaje hablado conforma una conciencia peculiar en la que lo esencial reside en la persuasión por la palabra elocuente, la retórica. La verdad es lo convincente, lo verosímil y lo deleitoso; por eso, el mundo clásico exhibe un ejemplario de permanente belleza.
A continuación, a fines del Renacimiento, la invención de la imprenta, con el rodar de los años, originó una cultura escrita. El texto escrito es fijo y admite volver a él una y otra vez. La palabra hablada, que reside en la memoria, debe persuadir; la palabra escrita, autónoma del lugar donde se escriba y a disposición de todos, debe ser lógica y rigurosa. Los caracteres tipográficos son sólo signos que remiten a un sentido abstracto. La mentalidad del hombre moderno se torna sutilmente exacta y analítica, apta para el pleno desarrollo tecnológico, aunque con peligroso olvido de los elementos afectivos. Y ahora, en las nuevas tecnologías, la imagen sustituye al alfabeto. Las pantallas de los PC personales acercan entre sí a los usuarios de los lugares más remotos y facilitan el intercambio de información. Pero todos ellos, cualquiera que sea su procedencia, están experimentando un cambio estructural en sus mentes. La imagen, más aún que la palabra hablada, tiene el poder de la experiencia directa, la evidencia colorida que penetra en el cerebro sin mediaciones y excita un hondo efecto sentimental. Estas cualidades integradoras de la imagen son, sin embargo, con frecuencia usadas como instrumento de manipulación de las masas. La imagen seduce por sus formas concretas y tangibles, pero no desarrolla aptitudes de argumentación, necesarias en la palabra hablada, y carece del rigor y exactitud de la escrita. Una sociedad ágrafa sería una sociedad acrítica expuesta al despotismo.
De ahí que sea imprescindible la tercera tendencia, que actúa de contrapeso a las dos anteriores. Los teóricos de la posmodernidad sostienen que toda la metafísica occidental desde Platón descansa en el principio de identidad: A=A, lo que implica que, en ese esquema, lo que no se ajusta al ser y pensar lógicos, quien no es griego es necesariamente bárbaro, luego no es humano, sino irracional, puede destruirse. El racionalismo, se dice, lleva en su vientre un anhelo de destrucción de la disidencia.
En el siglo XX revienta la identidad metafísica y, por el contrario, se exalta el valor intrínseco de la Diferencia, de lo otro. Al hombre civilizado, blanco, heterosexual, burgués, le suceden la mujer y el niño, los pueblos coloniales e indígenas del Tercer Mundo, la homosexualidad, las clases medias y proletarias. Todos estos grupos eran la diferencia postergada durante siglos por la identidad mayoritaria, eran minorías. La revolución proletaria, la revolución feminista, la descolonización, el movimiento contrario a la discriminación racial, la revolución sexual proclaman ahora la soberanía de las minorías, lo que, todo anudado en una trenza social, da lugar al pluralismo cultural y étnico que caracteriza nuestra época.
[¡! No proclaman la soberanía de las minorías, sino la igualdad de derechos.]
El desarrollo de los nacionalismos contemporáneos es también expresión de la actualidad de la diferencia. Los Estados modernos nacieron en el Renacimiento cuando el Rey, con ayuda de la burguesía, logró sacudirse, por abajo, los feudalismos de señores y el cosmos de privilegios aristocráticos y, por arriba, el manto del Sacro Imperio. Tras el apogeo de las naciones soberanas en la modernidad, la actual crisis del Estado genera nuevamente, por arriba, las uniones transnacionales o internacionales y, por abajo, los nacionalismos regionales. El nacionalismo es, en efecto, una diferencia que sólo tiene razón de ser sobre el fondo de una identidad previa a la que se opone dialécticamente.
Mientras que las dos primeras tendencias prolongan la hegemonía de la identidad, la Diferencia asume una función revolucionaria-crítica. El aguijón de su permanente protesta sacude nuestro tedio y preserva nuestra individualidad de su de otro modo inevitable disolución en el anchuroso océano de lo idéntico. Ahora bien, no rara vez los movimientos sociales que promueven la Diferencia alcanzan tales proporciones y tal poder político que la crítica se torna ortodoxia igualmente radical, en la que con frecuencia anidan fuertes dosis de intolerancia y resentimiento. He aquí, al tornasol, las tres tendencias prometidas. Si tuviera que volver a escribir hoy el fragmento 216 del Athenäum, propondría esta redacción: "La caída del muro de Berlín, Internet y la Diferencia son las grandes tendencias de la época". Como se ve, ninguna de ellas es un libro.
Tendencias de nuestra época, Javier Gomá


Lo peor que puede pasar a veces con el tiempo es que no pase; que lo que tendría que ser efímero, cosa de un día o por lo menos de corta duración, se estanque y persevere. Porque lo que se estanca tiene tendencia a descomponerse y corromperse.
En estas fechas hace exactamente un siglo que Antonio Machado escribió su célebre poema El mañana efímero, y es, si bien se lee, como si lo hubiese escrito hoy mismo. ¿1913 hoy? Mucho me temo que sí. El tiempo, se echa de ver si uno se fija con atención en el poema, parece no haber pasado en España en algunos aspectos importantes. Da la impresión de haberse estancado y, en consecuencia, bien podría haberse corrompido. Aunque cabría también otra deducción, y es que el tiempo sí haya pasado para nuestro país, pero mayormente en vano. Y puede que, para presidir el paso del tiempo y el curso de las cosas, no haya nada peor que la vanidad, que nada sirva nunca para mejorar nada.

[A Roberto Castrovido.
La España de charanga y pandereta,
cerrado y sacristía,
devota de Frascuelo y de María,
de espíritu burlón y alma inquieta,
ha de tener su mármol y su día,
su infalible mañana y su poeta.
En vano ayer engendrará un mañana
vacío y por ventura pasajero.
Será un joven lechuzo y tarambana,
un sayón con hechuras de bolero,
a la moda de Francia realista
un poco al uso de París pagano
y al estilo de España especialista
en el vicio al alcance de la mano.
Esa España inferior que ora y bosteza,
vieja y tahúr, zaragatera y triste;
esa España inferior que ora y embiste,
cuando se digna usar la cabeza,
aún tendrá luengo parto de varones
amantes de sagradas tradiciones
y de sagradas formas y maneras;
florecerán las barbas apostólicas,
y otras calvas en otras calaveras
brillarán, venerables y católicas.
El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero,
la sombra de un lechuzo tarambana,
de un sayón con hechuras de bolero;
el vacuo ayer dará un mañana huero.
Como la náusea de un borracho ahíto
de vino malo, un rojo sol corona
de heces turbias las cumbres de granito;
hay un mañana estomagante escrito
en la tarde pragmática y dulzona.
Mas otra España nace,
la España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.
Una España implacable y redentora,
España que alborea
con un hacha en la mano vengadora,
España de la rabia y de la idea.]




Pero vayamos al poema, a ese El mañana efímero escrito a finales de 1913 que ya digo que viene como anillo al dedo a nuestros finales de 2013. Supongo que no habrá muchas personas mínimamente leídas o atentas en nuestro país —o incluso ya sólo mínimamente gorjeadas o twiteadas— que desconozcan por completo el poema de Machado al que aludimos, que no sepan incluso de memoria algunos de sus versos o no les suenen por lo menos algunos de sus temas o motivos. Ya recordarán: es el poema de “la España de charanga y pandereta”, el de la España que “ora y bosteza” y “embiste, / cuando se digna usar de la cabeza”, y también el de la “otra España”, la “España de la rabia y de la idea”.
A El mañana efímero le hacen eco de cerca en la obra de Machado —unas pocas páginas antes y otras pocas después en Campos de Castilla— por lo menos otras dos poesías: Del pasado efímero y el famoso poemilla de Proverbios y cantares, tan cantado y repetido, cuyos primeros versos rezan: “Ya hay un español que quiere/ vivir y a vivir empieza/ entre una España que muere/ y la otra que bosteza”. Son los muy trillados poemas de las “dos Españas”, los que tematizan como tal vez ningún otro el asunto de las “dos Españas” que a tanta gente le gusta sacar a relucir y repetir una y mil veces, la mayor parte, como suele ocurrir, a la ligera y sin conocimiento de lo que dice de veras el texto original.
No se trata, ni mucho menos, de los poemas de Machado que uno prefiera o que juzgue mejores; es más, tengo la convicción de que, en una obra magnífica como la suya, son más bien de los peores. Pero son sin embargo, y también como suele ocurrir, de los más citados y sobre todo utilizados, vamos a decir instrumentalizados también. Pero ¿qué dicen en realidad esos poemas?, ¿cuáles son en verdad esas dos Españas? Y a un siglo exacto de su escritura: ¿ha sido el mañana que vaticinaba el poeta de veras efímero? ¿Y el pasado al que también tildaba de efímero? ¿Es lo efímero de veras efímero en nuestro país?
Vamos por partes, despacito y en buena interpretación. Por un lado, como es sabido, describe Machado a la “España inferior”. ¿Cómo? Ya recordarán: como la “España de charanga y pandereta, / cerrado y sacristía, / devota de Frascuelo y de María, / de espíritu burlón y de alma quieta”. Y más abajo como la “España inferior que ora y bosteza, / vieja y tahúr, zaragatera y triste; / esa España inferior que ora y embiste, / cuando se digna usar de la cabeza”.
La práctica del bostezo, del abrir desmesurada e involuntariamente la boca haciendo una aspiración de aire que luego se espira por efecto del aburrimiento o la modorra, la reitera Machado, como rasgo distintivo de una de esas dos Españas, en los tres poemas aludidos. Por algo será, de modo que habrá que reconocerle, dentro de la amplia gama de imágenes que, como el bostezo, remiten al vacío en los tres poemas, una cierta centralidad significativa. Pero además de por la predisposición al bostezo, esa “España inferior” está caracterizada por otros elementos: por su alboroto festivo (la “charanga y pandereta”), por lo cerrado, por la devoción, tanto hacia iconos como hacia personas, como actitud y por el tono burlón, por la bulla reñidora también y por la tendencia a usar la cabeza sólo para atacar al otro.
Traduzcan ustedes “charanga y pandereta”, por ejemplo, por “guateque y botellón” para entendernos hoy mejor y ya me dirán. La actitud de sacristía y devoción, de cierre y burla ante cuanto no sea lo propio, de ataque zaragatero a cabezazos en lugar de con cabeza, en lugar de pensar, analizar y ponderar, no me digan que no es hoy todavía lo que más abunda. Claro, hoy los devotos no son de Frascuelos y Marías, sino de la Ser o de la Cope, del PSOE o del PP o de IU, de la Izquierda o la Derecha o de los Nacionalismos, esos que, tarde o temprano, acaban siempre por escribirse con zeta. Las actitudes políticas predominantes siguen siendo las propias de la devoción, no las del discernimiento; las del cierre en banda y la embestida contra los del otro lado, no las de la verdadera política como práctica de la mediación y el compromiso. El grado máximo de la embestida y la cerrazón, del espíritu de sacristía y devoción es el crimen del terrorista, pero entre este y la falta de inquietud del alma —“el alma quieta”— la gama de nuestras tristes zaragaterías es amplia.
Quiso vaticinar Machado que “ese vacío del mundo en la oquedad de la cabeza” que sirve fundamentalmente para embestir era cosa de un “vano ayer” que engendraría un mañana también vacío, todo lo “lechuzo” y “tarambana” que se quiera, pero por ventura pasajero. Porque, frente a esa “España inferior”, él veía “nacer otra España”, la del “cincel y la maza”, la “redentora”. A esta, la de “la rabia y de la idea”, la caracterizó como “implacable” y “con un hacha en la mano vengadora”. En esto no se equivocó: la “otra España” no ha dejado el hacha de la venganza. En lugar de laborar por una justicia independiente y fidedigna, desde la Ley del Poder Judicial ha venido compadreando con su oponente para obstaculizarla y sujetarla al poder de la partitocracia; y en lugar de pensar y analizar y sopesar lo conveniente a la mayor parte, tiene ideas, ideas mayormente “viejas y tahúres” pero, eso sí, rabiosas.
No, las “dos Españas” no son dos; son una y la misma: la “España inferior” del poema. Nada ha nacido ni ha alboreado sino para ser lo mismo que lo que ya había: “cerrado y sacristía” una y “cerrado y sacristía” la otra, “lechuzos” y “tarambanas” unos, es decir, de poco juicio y escasa inteligencia, y “lechuzos” y “tarambanas” los otros también: aturdidos, irreflexivos e informales los de un lado y los del otro, nada cumplidores ninguno. Que una España “muera” y la otra “bostece” (y esa es la caracterización de una y otra en el último de los poemas aludidos) no supone la mínima diferencia: entre ambas, que son la misma, nos siguen helando el corazón.
No es Machado hombre que, por más que use de finura e ironía, se ande en las cosas fundamentales con chiquitas de ninguna especie. Para él lo malo y lo bueno existen, fuera de “buenismos” y “malismos”, y estructuran el mundo, y lo mismo existen y estructuran el mundo lo inferior y lo superior aun en era de pujantes y mostrencos igualitarismos. Las “dos Españas”, cabe inferir, son la “inferior”, la mala. Frente a ella, ¿saldrán hoy por algún lado almas inquietas, sin “mazas” ni “hachas” ni “ideas” fijas, sin venganzas ni odios ni aun redenciones que den suelta al tiempo represado y corrompido, a las ciegas esperanzas y las vanas monsergas —relatos les llaman hoy— que llevan tanto tiempo cargando explosivamente el ambiente del país de “zaragatas” y “tarambanas” y las manos de “hachas implacables”? ¿O será otra vez falso, a no ser en el deseo machadiano, que “el vano ayer” traiga un mañana igualmente vacío pero por ventura pasajero, un mañana efímero que llegó para quedarse entre nosotros y constituirnos?
El mañana efímero que llegó para quedarse, José Ángel González Sainz [El País, 7 de diciembre de 2013]


Hoy día no puede afirmarse que el ejemplo sea una categoría política vigente. Es, sin duda, una realidad moral cotidiana: todos vivimos en una red de influencias mutuas, somos ejemplo para los demás y los demás lo son para nosotros. También en el ámbito político la importancia del ejemplo es diariamente constatable: los políticos son fuente de moralidad o inmoralidad pública, aprueban leyes pero también generan con su comportamiento costumbres cívicas o incívicas. El ejemplo o el contraejemplo rigen la vida política a todos los niveles. Incluso podría trazarse la historia de los Gobiernos de la democracia española como la continuada influencia de los contraejemplos. Así, la UCD fue líder de la transición española, pero en la última legislatura sufrió los inconvenientes de la división interna, que paralizó la acción política. El PSOE reaccionó frente a este ejemplo, logró varios gobiernos de mayorías absolutas y pudo desarrollar con comodidad su programa político. Como entre 1993 y 1996 se produjeron conocidos escándalos políticos y algunos criticaron un "gobierno largo" que se prolongaba ya más de trece años, el partido conservador, alejándose de su ejemplo, prometió no estar en el poder más de dos legislaturas. Pero, al final de la segunda, una huelga general, la catástrofe del Prestige y la guerra de Irak alejaron a muchos de la política gubernamental y ahora, el PSOE otra vez al mando, tomando lo anterior como contraejemplo, propone lo contrario: talante y cercanía a los ciudadanos. Todavía es pronto para saber el contraejemplo que se está incubando ahora, pero la cadena de ellos en la moderna democracia española salta a la vista.
El ejemplo es una realidad política de primer orden, pero no es una categoría política en uso. Todos hablan del ejemplo y de la ejemplaridad, pero en nuestra época nunca se trata de explicar racionalmente un comportamiento por esos conceptos capitales. ¿Por qué? La causa de esta extraña disparidad entre realidad y pensamiento quizá se halle en los presupuestos culturales de la Modernidad. A este respecto, considero iluminador el pensamiento de Tocqueville, quien, en cierto momento de su Democracia en América, distingue entre los historiadores de los siglos aristocráticos y los historiadores de los siglos democráticos. La Historia democrática es aquella que explica los hechos políticos por la acción de grandes leyes abstractas y despersonalizadas, macroeconómicas, sociales, biológicas o geográficas. El igualitarismo democrático de la Modernidad no tolera fácilmente que sean personas individuales, una élite de ellas, los políticos, los conductores de la Historia de los pueblos, por ser éstos los titulares de la soberanía, también de la soberanía histórica. En cambio, los que Tocqueville llama historiadores de los siglos aristocráticos explican los acontecimientos históricos por la personalidad idiosincrásica y las decisiones concretas de determinadas individualidades sobresalientes, reyes, príncipes, generales, y la mutua relación entre ellos. En esta historiografía antigua, el motor de la Historia reside en las características singulares de esos príncipes y gobernantes, pues se supone que un príncipe virtuoso arrastra a su pueblo hacia la gloria y la prosperidad. La virtud del príncipe adviene asunto de Estado y también su educación, y ésa es la razón por la que en el Renacimiento se escriben tantos espejos de príncipes y tratados sobre las virtudes del buen gobernante.
[Platón.]
La virtud política es acaso el concepto-fuerza de la filosofía política desde los griegos hasta el Renacimiento. Conviene, no obstante, distinguir -muchos malentendidos de los estudiosos nacen de no haberlo hecho- entre dos clases de virtudes que corresponden a dos clases de agentes. Hay, en primer lugar, una virtud que se predica de los ciudadanos y que consiste en la decisión de éstos de anteponer el bien común y la felicidad pública a los intereses privados particulares, lo que les mueve a participar en los asuntos políticos de la república. El pensador de esta clase de virtud-participación es Aristóteles. Luego está la virtud específica del gobernante, al que, como no puede ser de otra manera, se le supone la virtud de participación en los asuntos públicos, pero a quien además le es exigible ser un vir virtutis, un hombre de virtud en cuanto posee una virtus generalis, un compendio de todas las virtudes humanas, lo que hoy llamaríamos más comúnmente ejemplaridad. Para los tratadistas florentinos del siglo XV, el gran enemigo de la política y la gobernación es la adversa Fortuna y el único remedio contra ella es la virtud, pues, proclaman con reiteración, sólo virtú vince fortuna.
La acción paralela de Maquiavelo en el Sur y Lutero en el Norte, aunque con filiaciones y motivaciones divergentes, arrumbó de modo duradero la doctrina de la ejemplaridad y la virtud en la historia de las ideas. Maquiavelo es el gran teórico de la virtud ciudadana de la participación, pero dirigió a la virtud del gobernante una crítica con un éxito que dura hasta hoy al sostener que el gobernante debía imitar o simular la virtud pero no practicarla, porque el arte de la política estriba en el dominio de los resortes del poder y en el uso de la fuerza. Por su parte, Lutero, al residenciar el reino espiritual en el ámbito de la conciencia interior del hombre, dio plena legitimidad a la autonomía del reino temporal, dotado de un poder coactivo temporal no limitado por la moral o la religión. Con Maquiavelo y Lutero se produce la transición de una teoría política basada en la virtud a otra basada en el poder coactivo, donde la ejemplaridad, cuya fuerza es de naturaleza persuasiva, no tiene cabida ninguna. El absolutismo político que se desarrolló en los siguientes siglos es una doctrina del poder absoluto, y el liberalismo, que inspira todo el sistema del actual Estado de Derecho, es también una doctrina del poder, o mejor dicho, de la limitación del poder para que nunca más sea absoluto, pues no otra cosa que limitaciones al poder son los derechos humanos, la división de poderes, el checks and balance o el bicameralismo, por citar algunos de las conquistas liberales.
Lo que interesa destacar ahora es que ni en el absolutismo ni en la forma que el liberalismo adoptó durante la ilustración dieciochesca la ejemplaridad pública puede asumir, como antes, función alguna, porque la teoría de la ejemplaridad y de las virtudes políticas cree en la influencia social y cívica del comportamiento ético de los gobernantes y esto resulta incompatible con una concepción que hace descansar la política en la fuerza y en sus limitaciones. Además, el igualitarismo democrático no consiente que la política esté condicionada por el comportamiento de unos pocos, la élite política, y proclama, como garantía de igualdad, el principio de generalidad de la ley, donde el individuo -el único sujeto posible de virtudes- se disuelve en la tipicidad abstracta de la norma. Una muestra de ello es la afirmación de Rousseau contenida en El contrato social: "Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que la ley considera a los súbditos como corporación y a las acciones como abstractas, jamás a un hombre como individuo ni a una acción particular". Generalidad de la Ley significa abstracción del hombre en cuanto individuo. Es una conquista del Estado de Derecho porque con ella los modernos Estados lograron suprimir los privilegios personales y encierra el programa de una igualdad social revolucionaria por cuanto esa abstracción, neutral sólo aparentemente, suponía en realidad el reconocimiento de los mismos derechos a todo ciudadano con independencia de su condición social, estatus y patrimonio. Pero, indudablemente, el sujeto abstracto no puede ser ejemplar: toda ejemplaridad es concreta y personal.
Soy, en fin, de la opinión de que, en una época como la nuestra en que el Estado de Derecho está plenamente consolidado, es posible y aun necesario recuperar la noción de ejemplaridad política en el seno de la teoría democrática. Aunque sea una doctrina que floreció en los siglos aristocráticos, la Modernidad no debería prescindir de ella ni desconocer que, por mucho que en las democracias parlamentarias la legitimidad del poder político dimana de las leyes aprobadas por cámaras representativas, el cumplimiento efectivo de esas leyes depende de un hábito cívico, y en la generalización de este hábito la ejemplaridad de las personas públicas, como fuente de moralidad social que indudablemente es, tiene un papel que no ha sido destacado suficiente. Algunos teóricos del republicanismo y del comunitarismo, la mayoría de ámbito anglosajón, han recuperado ya la noción de virtud-participación, de filiación aristotélica. Pero tan importante como ésta es la virtud-ejemplaridad de las personas públicas. Su realidad empírica y cotidiana es indiscutible, pero falta su conversión en categoría política.
El ejemplo como categoría política, Javier Gomá


[Tal y como yo lo veo es de otro modo. Yo no destaco a una élite política que mueve al resto. En la base es un asunto de Educación cívica. Crear una mayoría de ciudadanos formados y exigentes con sus representantes. Los políticos no son una clase aparte, salen de la comunidad y a la comunidad representan. ¿Cómo podemos exigir a los políticos que sean honestos, que antepongan el Bien Común, que tengan una actitud y aptitud ejemplar y ejemplarizantes si la sociedad en su conjunto no es así? A menos que veamos que el comportamiento social es ejemplar y que sólo los políticos, “esa casta aparte”, está contaminada y corrupta.]
Sabiendo que está prohibido, un niño juega a la pelota en el salón y rompe un jarrón muy valioso. El padre, que desde su habitación oye el estruendo, se acerca presuroso al lugar de los hechos y pregunta a su hijo, que gime rodeado de su culpabilidad (los trozos esparcidos por el suelo): "¿Qué ha pasado?". Contestación: "Yo no he sido". "¿Quién ha sido, pues?". La letanía: el hermano, el perro, el viento, ya estaba roto cuando él llegó o, incluso, se cayó solo. Todos menos él. ¿Qué debe hacer el padre? Educar es introducir de la mano al niño en el principio de realidad, donde los actos tienen consecuencias, y aceptar sus excusas infantiles sólo contribuiría a malcriarlo y a hacerle creer que basta quererlo para que la realidad ceda a los deseos de su voluntad.
En los últimos quince años el tenor de vida de los españoles se ha parecido mucho al del nuevo rico, pero sin su riqueza. El dinero barato y fácil, junto a un juego perverso de emulación inversa -yo en todo igual o más que mi amigo, mi vecino, mi cuñado, mi compañero de trabajo-, hizo aflorar nuestro grosero apetito de bienes consumibles, que reclama una satisfacción inmediata, sin tolerar demora. Y pedimos préstamos bancarios, que permiten una rápida gratificación y una devolución retardada. Al hacerlo, la ostentación nos hacía parecer más ricos a los ojos de los demás, pero en la realidad éramos más pobres porque nuestra deuda crecía. Aun así no permitimos que la realidad nos estropeara la fiesta. Compramos una vivienda familiar, más un apartamento en la playa; reformamos la cocina; nos encaprichamos de algún cuadro de pintura contemporánea; nos aficionamos al buen vino y a los gadgets tecnológicos; visitamos lejanos países y celebramos a lo grande, sin ahorrar gastos, la boda de nuestra hija. Un amigo me contaba que no hace mucho un sacerdote, durante una homilía de primera comunión, hubo de exhortar a los padres que lo escuchaban a que no solicitaran una ampliación de hipoteca para financiar el banquete...
Ahora la crisis ha roto el jarrón en mil añicos y no podemos pagar todas las facturas ni devolver el dinero que un día nos adelantaron a condiciones pactadas. ¿De quién es la culpa? De los políticos, de los bancos, de los mercados, de los fondos de inversión, qué sé yo. En todo caso, yo no he sido. Durante aquellos alegres años, pedimos a los alemanes que nos prestaran su ahorro para comprarnos los todoterrenos que fabricaban los alemanes. Hete aquí que ahora no tenemos dinero para devolver lo prestado. ¡Malditos alemanes!
[No hablamos de culpa sino de distintos niveles de responsabilidad. La crisis no ha sido provocada de abajo arriba sino de arriba abajo. La responsabilidad del de abajo ha sido taparse los ojos para no verlo, dejarse seducir por la propaganda, no informarse, …]
Si algún día escribiera un libro titulado La vulgaridad explicada a mi hijo, empezaría con un análisis del "yo no he sido" y de la tendencia yonohesidista a la autoexoneración de responsabilidad, que supone la previa distinción entre deuda (la mía) y responsabilidad (la del otro que ha de responder por mí). Esa distinción existió en el Derecho romano antiguo. Un pater familias pedía algo en préstamo a otro y entregaba como garantía a su propio hijo. El deudor era ese primer pater, pero la responsabilidad de la deuda recaía en el rehén, el verdadero "obligado", llamado así porque permanecía materialmente atado o ligado (ob-ligatus) a merced del acreedor quien, si era satisfecho, liberaba al rehén (solutio), pero en caso contrario, tenía derecho a matarlo o a venderlo trans Tiberim como esclavo. La importancia de la histórica Lex Poetelia Papiria (326 antes de Cristo) es doble: por un lado, estableció que mientras los delitos penales pueden ser castigados con sanciones físicas o con restricciones a la libertad, de las deudas civiles, en cambio, sólo responde el patrimonio; y segundo y principal, unió para siempre en la misma cabeza las figuras del deudor y del responsable. En ese momento -escribe el gran romanista Bonfante- nace la obligación moderna.
La crisis ha disparado súbitamente el índice de culpabilidad de los otros. En nuestras conversaciones privadas y en la opinión pública se repiten las palabras de menosprecio hacia nuestros políticos. Son tan gruesas que se diría que éstos merecen ser vendidos como esclavos trans Tiberim. Al llamarlos incompetentes y mediocres y al culpabilizarlos de nuestra frustración nos reconciliamos con nosotros mismos y sentimos nuestra superioridad moral. Ahora bien, nada nos autoriza a pensar que los políticos sean una raza aparte, una cepa genética nueva traída por un meteorito desde Urano: son como los demás, vienen de la ciudadanía y vuelven a ella. No voy a ensayar ahora una desesperada apología de los políticos y desde luego muchos banqueros y financieros merecen pasear por la plaza pública con grandes orejas de burro. Que hay sobradísimos motivos de indignación, nadie lo duda; que escandaliza ver a tanta gente sufrir injustamente, tampoco. Pero la distinguida ciudadanía, ¿no tiene nada que reprocharse? ¿Nada que reflexionar sobre ese tren de vida dispendioso, pródigo, gárrulo, autocomplaciente, imprudente, antiestético exhibido largos años? ¿Es todo, absolutamente todo, culpa del otro?
[¡qué hábil! ¿No habíamos quedado en que tenían que dar ejemplo? ¿El mismo grado de responsabilidad en una crisis financiera tiene un político, que un banquero, que un ciudadano cualquiera que ha solicitado un préstamo? ¿pasear con grandes orejas de burro? ¿Autocrítica? ¿Usted es también distinguida ciudadanía?]
El jarrón roto de la crisis está promoviendo reformas de las instituciones políticas, financieras, educativas. Bienvenidas sean, pues conocemos la inmensa influencia social de un marco institucional y regulatorio favorable. Pero cuando parte de la crisis obedece a la generalización de hábitos torpes y vulgares que convierten al ciudadano crítico en consumidor ávido -y uno que en lugar de gastar su propio ahorro ganado con esfuerzo y tiempo pide prestado alegremente el de los demás-, cabe preguntarse si no estaremos reformando las instituciones para que el ciudadano no tenga que reformarse a sí mismo y, como el niño de la pelota, pueda seguir culpando al perro o al viento de sus errores. Si así fuera, no quedaría jarrón por romper.
[El ejemplo y el modelo es muy paternalista.]
En el Antiguo Régimen se decía "nobleza obliga". Pensando en la burguesía de los dos últimos siglos, un constitucionalista escribió: "La propiedad obliga". Los ciudadanos de las actuales democracias deberían comprender que también "la igualdad obliga".
Yo no he sido, Javier Gomá


En las monarquías parlamentarias, el Rey carece de poder ejecutivo, legislativo y judicial, pero ¿quiere eso decir que carece de poder? Se oye que la Corona tiene un valor simbólico; pero ¿qué quiere decir simbólico? ¿Es meramente simbólico, como si dijéramos decorativo o superfluo, o por el contrario el símbolo ostenta un poder real y efectivo, con los demás poderes, si bien de otra índole, encerrando incluso una posibilidad única y positiva?
El orden político durante la Edad Media europea se componía de una constelación de derechos privados. Antes de emerger la soberanía de los Estados modernos, cada persona, cada familia, cada municipio, se regía por su derecho singular consuetudinario. Los derechos familiares y personales, cristalizados por el demorado discurrir de la Historia, implicaban una posición política en aquella sociedad estamental. El resultado era un conglomerado vistoso y asimétrico de privilegios. El Antiguo Régimen fue una boscosa urdimbre de árboles genealógicos.
La Revolución Francesa borró todo vestigio personal del orden político, toda genealogía; en lugar del rey, la ley; en lugar de la persona concreta, la norma abstracta. Se levantó el formidable edificio del Estado de Derecho en su versión continental, que exigía el sacrificio de todo elemento histórico y singular. Los gremios, las regiones, los fueros, las leyes especiales del mar o del comercio, las vinculaciones y dinastías debían ceder ante la solemnidad de una Ley general, intemporal. En mi opinión, el Estado de Derecho es una de esas «conquistas para siempre» de que hablaba Tucídides, como lo son el Estado del bienestar o el reconocimiento de los derechos fundamentales. En cambio, la versión francesa del mismo, de hechura neoclásica, que tanto desvío profesó a lo histórico y a lo concreto, es, según creo, susceptible de complementos o correcciones, como el mismo neoclasicismo. Nuestro tiempo ha alumbrado una razón histórica, un sentido para lo temporal y las formaciones asimétricas de la Historia, que ha alterado aquella geometría ilustrada, sin menoscabo de la igualdad.
La Constitución española de 1978 responde en sus principales rasgos a la esencia de la Ley general y abstracta. Desde el artículo 1 al 169, la Constitución es una ley que contempla casos típicos, sin referirse a situaciones ni circunstancias individuales. De ese modo, lo que la racionalidad garantiza en las modernas democracias está también asegurado en nuestra Constitución.
Pero al lado de la ratio intemporal, la Constitución española reconoce la existencia de ciertos sujetos históricos. Dos principalmente: las nacionalidades y regiones, cuyos derechos históricos la Constitución «ampara y respeta», conforme a su disposición adicional primera; y en el artículo 57 reconoce la restauración monárquica en cabeza del actual Rey. Los territorios históricos y la restauración van de la mano porque comparten una historicidad pareja. Con todo, hay entre ellos una diferencia esencial: los territorios forales son poderes políticos efectivos; en cambio, la Corona ostenta solo un poder simbólico. Quisiera referirme ahora a esto último.
Cuando alguno pregunta para qué sirve la monarquía, decimos normalmente que desempeña una función simbólica y con ello pretendemos haber zanjado la cuestión. Cabe preguntarse, sin embargo, qué es un símbolo, qué sucede con los símbolos, cuál es su contenido y eficacia y qué clase de símbolo es la Corona.
La esencia del símbolo estriba en ser un cuerpo sensible y concreto que se remite o señala un sentido inteligible y abstracto. El lado sensible del símbolo suscita un calor sentimental, un apego directo y espontáneo, del que carece el concepto puro; pero el sentido inteligible presta al símbolo una profundidad y gravedad que no pude venir del solo soporte sensible. Cuanto más concreto y particular es este apoyo sensible, más libremente se dispara el sentimiento de adhesión; pero también cuanto más alto y trascendente es el sentido, más intensa y total es la comprensión.
Dice el artículo 56 de la constitución: «El Rey es el jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia». La corona como símbolo reúne en grado eminente las dos características enunciadas de concreción y gravedad. Es grave y hondo el sentido de lo simbolizado; la unidad de la nación española. En suma, nada hay más alto, grave e importante para nosotros.[¡!] Pero al mismo tiempo, la gravedad del símbolo está encarnada en lo más doméstico que pueda imaginarse: una familia. En las más complejas sociedades avanzadas, el Estado concentra un poder superlativo y un grado enorme de sofisticación técnica. Debido a las exigencias de administración del interés general, el Estado se estructura jerárquicamente como escala de poder coactivo creciente, pero en la cima, en lugar de la esperable apoteosis de fuerza y decisión, luce un símbolo desnudo. ¿Por qué un símbolo?
Porque los otros Poderes se imponen por su propia fuerza y disfrutan de toda la capacidad coactiva del Estado; en cambio, la Corona, a fuer de símbolo, es un poder no coactivo. [¡!]
[Felipe VI, rey de España, jefe de Estado, mando supremo de las Fuerzas Armadas]
Si es difícil la adhesión sentimental a la organización completa, jerárquica y técnica del Estado, resulta más fácil para un símbolo que ofrece la estampa de una amabilidad no coercitiva.
[¿Amabilidad no coercitiva? ¡!]
La Corona presenta un rasgo que solo a ella le es propio. La Corona es un símbolo personal y concreto. Las personas concretas son capaces de suscitar un sentimiento que no producen un símbolo abstracto o una idea general, por estimable que sea. El respeto o incluso el entusiasmo hacia el orden constitucional, cuando se dirigen a una persona, se ensanchan en un rico surtido sentimental que va desde la simpatía, la adhesión o la identificación hasta el mismo amor.
[¿Y por qué han de ser excluyentes? ¿Uno no puede respetar el orden constitucional y sentir antipatía por el rey? ¡!]
Es conveniente ahora llamar la atención sobre el tenor del artículo 57: «La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón». Un individuo es nombrado por su gracia completa, nombre y apellido. Juan Carlos Borbón es el único nombre propio personal mencionado en toda la Constitución. En la norma abstracta, se menciona a una persona concreta. A diferencia de la bandera, el escudo, el himno, la moneda, que son ejemplares de un símbolo abstracto, el Rey y su familia son personas particulares. La Monarquía se realiza mediante una familia concreta, con unos miembros corporales y contingentes. La más alta magistratura es una de esas genealogías que fueron abrogadas por los revolucionarios y que ahora se injertan pacíficamente en el cénit del Estado de Derecho. Un símbolo concreto, sin perder nunca su entronque con lo sensible, remite a una instancia de sentido superior; si además es personal, atrae, eleva y peralta hacia eso otro simbolizado, cautivando los sentidos con la exhibición de lo tangible. Sin necesidad de amenaza y de coacción, sin el temor como guía de obediencia y respeto, por propio impulso y movimiento, comprendemos en la persona el sentido abstracto sin perder el encanto de lo sensible.
[Estoy sonriendo. ¿Al jefe de las Fuerzas Armadas? ¿Se le venera como a un santo?]
La Corona es una institución, pero una institución que se contrae a una persona o una familia. No puede aislarse lo institucional y público de lo personal-privado. Se dice que la Corona es la institución más valorada por los españoles en las encuestas, pero ¿puede separarse la institución de la persona, cuando la institución es personal, es familiar? Según la Constitución, la persona del Rey no está sujeta a responsabilidad, pero, bien mirado, tiene la responsabilidad de su significado. De ahí que pertenezca a la esencia del símbolo la fidelidad a lo simbolizado. Porque lo que no es solo símbolo, si pierde su simbolismo, puede tener la utilidad de su eficacia o de su función; pero un símbolo que no simboliza ¿cómo lo llamaremos? El oficio del Rey en un Estado plenamente democrático es esa fidelidad a su sentido, ejerciendo la doble función de suscitar la adhesión de los ciudadanos por su ejemplaridad sensible y al mismo tiempo señalar con gravedad intachable la seriedad de lo simbolizado. Lo que hemos llamado fidelidad del símbolo a su significado tiene, en teoría política, un nombre: ejemplaridad. Lo contrario a la ejemplaridad no es, en el símbolo, la corrupción o la perversión, sino la banalidad.

[Sí, así debería ser. La persona debería empezar por respetar lo que ella misma representa.]

La Majestad del símbolo, Javier Gomá

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