Quiero empezar preguntándote, Antonio, sobre lo que
piensas que es específico de tu quehacer literario. En el discurso con el que
aceptaste el Premio Príncipe de Asturias usaste la expresión «oficio de las
Letras». ¿Qué quiere decir para ti que ejerzas un oficio?
Quiere decir lo más inmediato y concreto: el oficio es
una destreza que se va ganando. Se ejerce con el talento que se descubre en
hacerlo. Como tantos otros oficios, es una actividad práctica. Recurre a
materiales comunes. Flannery O’Connor lo dice: «Lo cierto es que los materiales
del escritor de ficción son los más humildes». En nuestro oficio, se trabaja
con las palabras de todo el mundo. Es una materia prima baratísima. No somos
orfebres y no trabajamos con oro.
El escritor es un artesano. Hace un trabajo lento, que
demanda sutileza y esfuerzo. Significa descubrir elementos valiosos en sus
materiales y obtener el máximo resultado con ellos. Que no requieran ser
explicados. Que sean autónomos. Piensa en un cuaderno: hasta las manos saben
para qué es. Piensa en los collages de Picasso, que son de cartón y se bastan a
sí mismos. Pero, la verdad, también es un proceso solitario, aunque no
solipsista. Como lo que hace un artesano, sirve para otros.
¿No sirve para hacer un pedestal?
Hay una confusión en América Latina y en Europa.
Quiero decir en la parte del mundo bajo influjo cultural francés. Se tiene por
lo mismo al escritor que al intelectual. Y no lo son. Un
escritor no tiene por qué desplegar dominio de sutilezas abstractas. Justo
porque escribir es un oficio concreto. No elucubra un concepto y tampoco un
proyecto político. Lo que hace lo hace con sus materiales. Construye frases.
Parece una simpleza. Pero los otros, los lectores, no saben qué tiene en mente.
Solo conocen una multitud de signos, uno junto al otro. La destreza en el
oficio es lo único que permite que sean los exactos. Incluso cuando se plantea
la posibilidad de la ambivalencia. En busca del tiempo perdido resulta de
añadir una frase a otra. Naturalmente, también de la paciencia, el esfuerzo, la
soledad y el talento.
¿De qué forma esta orientación hacia la literatura
como actividad concreta se relaciona con la exigencia estética? ¿Qué lugar
tienen en lo que escribes?
Cuando existe oficio, la exactitud de la frase es su
misma estética. Si planteas la destreza como separada, se vuelve a la falsa
alternativa de la forma o el fondo. Y ese dilema no es tal. Nuestro asunto es
contar una historia. Y solo existe una única forma en que esa historia sea ella
misma. No existe un contenido abstracto para verter en formas distintas. Existe
la frase precisa que en sí misma es estética. Para mí, escribir bien es
alcanzar la máxima eficacia para contar.
No obstante, hay cambios notables en las historias que
escribes. Tu escritura transita por distintas estéticas entre tu primera
novela, Beatus Ille, de 1986, y la última, La noche de los tiempos, de 2009.
Es verdad. Pero no es un mérito. Es muy difícil no cambiar.
En mí también es un instinto poco saludable. Es el de una insatisfacción
angustiosa. Tengo incapacidad para recrearme en lo que he hecho. Siento una
necesidad de curarme de los errores de un libro intentando hacer otro. Por eso,
un libro mío no es un indicio del siguiente. Tienen de mí lo que es
inevitablemente continuo. Si quieres sigue una voz. Pero en lo otro hay un
instinto de zigzag.
En esa trayectoria tienes un romance con Mágina, un pueblo
inventado del interior de España, que se conoce primero por la investigación
del estudiante Minaya en Beatus Ille, que es el centro del linaje familiar que aparece
en El jinete polaco y que se vuelve en lugar del aprendizaje adolescente en El
viento de la Luna, de 2006. Tus comentaristas identifican a Mágina con tu Úbeda
natal. ¿De ello nace la vocación por volver a ella en tus historias?
Me preguntan si Mágina es Úbeda. Perdona, Úbeda queda
en España y Mágina queda en mis ficciones. Y no es una diferencia teórica. A mí
se me ocurre una comparación que es bastante ilustrativa. Fellini filmó dos
películas exclusivamente de recuerdos, Amarcord, sobre Rímini, su ciudad natal;
y Roma, sobre sus años de juventud. Y rodó nada en Rímini y casi nada en Roma.
Filmó en Cinecittà. Ahí hizo una maqueta de cada ciudad. De ninguna forma
podían ser las reales. Filmaba películas producto de su memoria y de su
imaginación. No de Rímini o Roma. Cuando cuento sobre Mágina funciona como una
maqueta. Recuerdo que estaba escribiendo una novela inspirada en noticias
policiales.
Una niña apareció sin vida en el bosque de la Alhambra
en Granada. Empecé a escribir la novela, pero no progresaba.
No conocía detalles del espacio y yo necesito ver mis
historias. Y moví los acontecimientos a Mágina. Y mediante ese recurso empecé a
ver minucias, detalles, necesidades.
Y escribí Plenilunio (1997), que transcurre en un
sitio sin nombre. Pero sin Mágina no hubiera tenido recurso para pensarla.
Vuelvo siempre a Mágina como un punto de partida de muchas de mis historias. Úbeda,
en cambio, es mi sitio en la vida para saber de verdad lo que es el tiempo.
Puedo decir sin más detalle que en Nueva York y Madrid he sido adulto. Pero volver
a Úbeda me permite una sensación de profundidad temporal que otros no pueden
darme. Veo a un señor en la calle, un señor mayor. Lo saludo. Iba conmigo a
la escuela. O veo a mi madre, a mis tíos.
En tus novelas, también me resulta llamativo el empleo
de artefactos de la cultura popular moderna como detonantes para contar: las
fotografías de Ramiro Retratista en El jinete polaco, el jazz en El invierno en Lisboa, la mirada
cinematográfica en las descripciones panorámicas de La noche de los tiempos. Me
da la impresión de que los logros técnicos de la primera mitad del siglo XX son
tus favoritos y que, como cuentas de Mágina, también cuentas de ese proceso de
modernización.
Es verdad. Soy moderno. Y lo entiendo de modo programático
y en su mejor sentido. Por ello la modernidad que suscribo es el despliegue de
la sociedad democrática y de sus grandes progresos. Y novelar el siglo XX es
novelar también la modernización que se expande con ímpetu propio. Novelando
el mundo rural que yo conocí sin ningún vínculo con ello estaría engañando y
engañándome: estaría inventando una Arcadia. La experiencia fundamental de
mi vida, de la que procede parte de lo escribo y de lo que soy es la de haber nacido
en un mundo muy antiguo y haberme hecho adulto en un mundo completamente
transformado. Una experiencia común a cualquiera en estos días, que luce
natural, no lo era antes. En el transcurso de una vida el mundo no se convertía
en otro. Esa es la gran experiencia moderna. Justo por ello mis recuerdos
personales de la infancia me parecen de otras épocas. Cuando yo era niño,
recuerdo, se segaba con hoz. Me acuerdo de mi padre y de los otros hombres que
avanzaban segando trigo por el campo, y yo iba detrás ayudando. En los años en
que hacía El jinete polaco, la historia de muchas generaciones de una familia
de Mágina, yo empleaba esos recuerdos pensando que ese era el estado natural
de las cosas, que se habían mantenido intactas y que después llegó la
modernidad. Pero tampoco el mundo de mi infancia era antiguo e intocado.
Quedó por largo tiempo, con esas herramientas y esa forma de vida, como consecuencia
de la Guerra Civil y del régimen franquista.
No era un paisaje prístino. Era uno lleno de
cicatrices. En él, la modernidad había sido temporalmente vencida.
Dedicas dos grandes novelas a los acontecimientos de esa
época, la crisis europea de los años treinta, Sefarad y La noche de los tiempos. Convocas a un elenco de personajes, ficticios o
históricos, que tienen en común la condición del exilio y que no paran de huir.
Los cerca el totalitarismo, que, como entonces señaló Walter Benjamin, una de
sus víctimas, es el enemigo «que no ha cesado de vencer». Es un momento de
extremo peligro, no solo para Europa...
Para la civilización.
¿Qué significa volver a ese momento?
En ese momento, en el periodo que va entre 1914 y
1945, Europa se suicidó. Hizo una atrocidad contra sí misma de una escala que
nosotros no podemos imaginar. Desaparecieron mundos enteros. ¿Sabes qué pasa cuando se acaba
un mundo? Hay un tiempo en que algunas personas saben que existió. Pero
un paso más allá, no hay nada. Es oscuridad completa. Es como si nunca hubiera
existido. A principios del siglo XX, hubo una gran cultura burguesa
centroeuropea, burguesa en el mejor sentido de la palabra, bastante judía.
Fue arrasada. La cultura austríaca, la cultura
políglota polaca. Fueron arrasadas. Nadie se acuerda de que Rumania era
francófona también...
Todas en procesos de modernización...
Sí. Y eso fue todo barrido sin dejar nada. Como en la naturaleza, una
catástrofe crea oportunidades. Porque ese mundo fue barrido muchos de
sus emigrados vinieron aquí a consolidar la gran cultura norteamericana del siglo
XX. Del mismo modo que los aportes de los exiliados republicanos españoles
fueron centrales en la gran cultura editorial latinoamericana de los años cuarenta.
Pero, desde luego, cambiar de perspectiva no alivia en nada la catástrofe
para las vidas humanas concretas. Los sociólogos y los ideólogos pueden dar mil
corolarios. Pero la literatura trata de las vidas humanas concretas. Y
para ellas el apocalipsis que hubo es una cosa inenarrable. Nosotros solo
podemos atisbar. Por eso, para mí fue muy importante apropiarme de ese giro muy
natural en español, «la noche de los tiempos», como título, porque lo único que
podemos experimentar ahora que se le asemeje es una pavorosa oscuridad. Sin
duda así sintió Walter Benjamin ese momento en que, cercado en España, tuvo que
matarse, o Stefan Zweig, que se suicida en Brasil junto a su esposa porque no
tolera el avance de la locura nazi. Europa se hundió. Eso, en el siglo XXI, nos
cuesta mucho entenderlo.
No obstante, cuando vuelves en tus novelas a esa época
no solo es un intento de comprensión, o de intentar comprender, o de redimir
mediante un personaje de ficción alguna vida humana que no se puede imaginar hoy,
sino que entiendo una advertencia tácita: «En el pasado sucedió».
Sí, la hay. Hace ya un año publiqué un ensayo sobre la
crisis en España, Todo lo que era sólido. Y me di cuenta de que tenía una misma
idea en común con La noche de los tiempos y con Sefarad. La experiencia de
la fragilidad y lo insensibles que somos frente a ella. Cuando uno se aficiona
a contar historias se le afina la conciencia frente a la fragilidad porque
entiende, por un lado, que ellas
siempre están en peligro de no decirse del modo en que debieran si no se
tiene la destreza adecuada; y, por otro, que el lector, sin mayor cuestionamiento, solo prestará atención
a la que efectivamente se cuenta. Del mismo modo, un fin del mundo puede traspapelarse.
Porque para muchos la vida cotidiana sigue. Una enorme cantidad de personas no
quiere ni se imagina que la vida pueda no continuar. Recuerdo que mi padre me
contaba que iba al cine durante la Guerra Civil. ¿Durante la guerra había películas?
Las había. El fin del mundo no tiene por qué afectar ostentación. Cuando hubo
el atentado contra las Torres Gemelas, estaba aquí, en Manhattan, en el Upper West
Side, y no había ninguna señal de nada. Se veía solo mucha gente subiendo por
Broadway y un silencio muy extraño. Se debía a que la suspensión de vuelos nos privaba
del fondo de los motores de cientos de aviones que aterrizan a toda hora. ¿Y
qué era lo que yo creía? Que todo iba a seguir. Porque si no, ¿qué haces?
Todo lo que era sólido tiene tanto de invectiva y de reclamo
generacional para los que hicieron la transición española como para quienes la
condujeron luego. En un punto de la exposición, te preguntas si prevenir la
crisis estuvo al alcance de los españoles y para averiguarlo buscas indicios en
los archivos periodísticos y compruebas que, en efecto, ahí estaban, en las
páginas de Economía de los diarios viejos. Los habías visto multiplicarse, era indignante
leer de manera cada vez más frecuente sobre estafas y pillerías financieras,
pero lo preferible para cualquiera era no hacer mala sangre y cambiar (literalmente)
de página. En ese libro, uno se da cuenta que leer con atención hubiera sido
mejor opción para combatir la crisis que todo lo que vino luego.
Al principio del libro hay una frase de Joseph Conrad,
que lo dice muy bien: «Es extraordinario cómo pasamos por la vida con los ojos
entrecerrados, los oídos entorpecidos, los pensamientos aletargados». Kafka vio
un remedio en algunos libros: «Un libro debe de ser un hacha que rompa el mar de hielo que llevamos
dentro». Pero muchas veces la literatura forma parte de ese
atontamiento.
Y entonces uno quisiera solo escribir libros que
sirvan como hachas. Y escribir, lo sabemos, es un fenómeno de mucha atención en
sí mismo. Nos recuerda el cuidado con las palabras. Nos advierte así mismo
cuando las palabras nos contaminan o nos mienten. Todo lo que era sólido incide
también en ello. Es muy sencillo descuidarlas al punto que falsifican.
En España, nos pasó con las palabras del terrorismo. Era fácil asumir su
lenguaje. Los medios oficiales lo hacían. Los periodistas preguntaban «¿Usted está
de acuerdo con la lucha armada?»
Tú negabas. Estabas en contra. Pero al aceptar la
expresión la confirmabas, le dabas sitio, la hacías natural. ¿Y qué era la
lucha armada? Colocar una bomba en una escuela y matar a treinta personas.
Y se le decía «lucha» a eso. Como si tuviera la
nobleza de un enfrentamiento entre iguales por una causa justa, de lo que no
tenía nada.
Pienso en el terrorismo en Latinoamérica y de
inmediato también en su modernización heterogénea. Pienso que, del mismo modo
que en España, ahí existe un paisaje que no es prístino, que es de cicatrices.
Casi de inmediato, surgen los paralelos entre tu obra
y la de los autores del Boom, que abordan la modernización desigual de Latinoamérica
durante el siglo XX. Y paralelos entre los gustos de sus autores y los tuyos.
Leer El invierno en Lisboa es volver, de muchos modos, al swing de «El perseguidor»
de Cortázar...
¿Sabes que le pasan a esos dos textos? Que se
parecen en que no son lo mejor que se ha escrito sobre el jazz.
Dime ¿cuál ha sido tu relación con los escritores del Boom?
¿Cuáles consideras que son aportes vigentes y cuáles otros ya no lo son?
Decir «el Boom» siempre me pareció simplificar. Es como
querer extender un certificado de grandeza a un pintor. Eso no se puede hacer
porque un pintor trabaja durante mucho tiempo de muchos modos. Y hay cuadros
excelentes, mediocres y muy malos. Y para el Boom vale lo mismo.
No obstante, se insiste en los balances de conjunto...
¿Cuántos de esos balances de conjunto son pura
cáscara?
La Literatura es concreta. Dices Boom. Yo no sé. Pero sí
sé cuáles escritores y cuáles de sus textos son para mí importantes. Algunos
solo lo fueron cuando empecé a escribir y luego no más. Otros siguen siéndolo,
incluso más que entonces... Imagínate. Tienes tú diecisiete o dieciocho años y
eres asiduo a la Literatura y quieres escribir. La situación que encuentras es,
por un lado, la tradición nacional, que había continuado a través del franquismo.
Estaban los libros de Miguel Delibes, un escritor digno de una atención mayor
de la que tuvo luego, que resultaban demasiado familiares, y estaba la
insufrible retórica de Camilo José Cela.
Por eso, escribir en el español de España en ese entonces
era sumarse a una lengua literaria muy rancia y artificiosa.
Por otro lado, estaba la alternativa internacional,
que no lo era. O bien la literatura ideológica, cerrilmente ideológica, es decir, de denuncia, realismo socialista del más áspero, o bien el
experimentalismo que promovía el nouveau roman francés. Eres un muchacho y
quieres de manera instintiva escribir Literatura que cuente mundos, su belleza,
su complicación, y lees que Juan Goytisolo y los nuevos novelistas franceses
decretan que eso se acabó, que la fábrica se cerró.
Y de pronto aparecen esos textos... Yo recordaré
siempre la primera vez que leí «La isla a mediodía» de Cortázar, cuando empecé a leer «El Aleph», cuando leí Cien años de soledad,
cuando leí El siglo de las
luces. Y uno decía...
En primer lugar, era una escritura completamente
necesaria y eficaz. En segundo lugar, no era convencional, pero era profundamente
narrativa, fabricaba mundos. Y en tercer lugar, era apasionante, es decir, daba
un gusto leerla.... Con ella no tenías que cumplir una cuota política o
demostrar capacidad de concentración para leer una página sin puntos y comas.
¿Tú sabes lo que es ponerte a leer por primera vez Conversación en la catedral? ¿O Pedro Páramo? ¿O Los adioses?
Eso es un boom, es un Big Bang.
¿Qué te separa de eso?
En que muchas veces su ambición desmesurada se volvió
grandilocuente. Cayó en el barroquismo. Compara El siglo de las luces con
La consagración de la primavera, del mismo Carpentier. O compara Conversación
en la catedral con los tomos inacabables de Carlos Fuentes.
Y, luego, en esa generación no solo hubo ruptura, sino
la continuación de una práctica latinoamericana muy anterior, que era la
posición tan rara del escritor en una sociedad de castas. Convertirse en
escritor era ascender a la oligarquía.
Era investirse de una dignidad proconsular. El
escritor se volvía una especie de mascarón de proa, de hipóstasis del país, de
América Latina. Y eso no es un escritor. Si dejo los libros de lado y me
concentro en la figura del escritor latinoamericano, debo decir que a mí
siempre me ha producido incomodidad ese modo de figuración. Y es una cosa
que a ellos les ha gustado mucho: ser figuras públicas. Y para mí la relación
que un escritor establece con quien lo lee es personal. La obra le habla a una
persona. En cuestiones de figuración, prefiero la actitud de latinoamericanos
como Onetti, Rulfo, Ribeyro y Puig. Me gustan mucho esos escritores en
todos los sentidos.
¿La figuración pública es el peor defecto del escritor
latinoamericano?
Cada cual hace lo que quiere. Pero a mí, antes que
nada, me impediría escribir. Además, entiendo que la figuración tiene que
limitarse al máximo porque es casi inevitable que te trastorne. Te pone en un
posición falsa, en una posición de privilegio que no se condice con nada. Y no
hay manera de ser natural. Ante dos mil personas no eres natural. Actúas obligadamente.
No es como cuando conversamos en clase o en este pequeño ambiente. Es como
hacer un recital flamenco en un estadio. No funciona. El flamenco se disfruta
entre los artistas y el pequeño grupo de personas para quienes se ejecuta el
oficio.
Vuelves a la destreza en el oficio, a la atención, a
las personas concretas, al cuidado en el lenguaje cotidiano.
Son elementos que luego de que los has examinado lucen
necesarios no solo para los escritores, sino para cualquier ciudadano.
¿En esa suma de quehaceres hay un lugar para la
utopía, esa idea tan propia del ideal moderno? ¿Al menos una personal y
accesible desde lo más concreto?
El mundo puede ser mucho mejor, puede estar organizado
de manera racional de forma que la mayor parte de las personas tengan vidas
decentes, y si eso no se consigue no es porque sea difícil. Si hay hambre en el
mundo no es porque no haya recursos. Es porque hay un sistema de producción y
comercio que es injusto. Y eso se puede cambiar. Sigo teniendo esta convicción
moderna. Y hay dos activismos,
al menos, que en el siglo XX han tenido la virtud que no tuvieron otros: el ecologismo y el feminismo.
La tienen porque se fundan
en vincular el proyecto político y la vida cotidiana. No interpelan por
la transformación del porvenir sino por la práctica inmediata e inaplazable. Si se es
ecologista no solo se vota por el partido ecologista. Se recicla la basura, se emplean
focos ahorradores. Es decir, sus obligaciones son tangibles y su capacidad de
interpelación y efectividad verificables por todos en sinnúmero de actos del
día a día. Una política que dista para bien de la izquierda que conocí en la
universidad. Eran sectas feroces que se tiraban del cuello por abstracciones disparatadas.
Ahora, en cambio, no hay disculpa por no hacer aquello que se puede hacer. Y
tampoco para dejar de hacer
aquello que provoca daño. Todos constatamos de inmediato cuáles son esas acciones para evitar o
implementar. Es una ética
concreta. Te la recuerda la misma vida: apagar las luces que no se usan,
emplear una misma botella de agua porque el plástico dura quinientos años en
descomponerse, recoger el excremento del perro. Parece poco, pero hay muchísimo
por delante en esas tareas.
Desde esa perspectiva, ¿cuál es el lugar de la
Literatura para ti? ¿Dónde queda?
Para mí es muy importante la Literatura. Pero mi
familia, mi esposa y mis hijos, y mis amigos, soy consciente, tienen un valor
más alto. Son las personas que quiero. No solo le brindan enfoque a mi mundo.
Me dan otra perspectiva de lo que hago a cada instante. Me permiten ver que mi
oficio no lo es único que hay. Porque es muy fácil que ocurra que te creas
alguien por escribir, alguien que no eres y que pierdas la humildad de quien
trabaja con las palabras de todos. Que no recuerdes que eres un artesano y un
ciudadano.
Entrevista a Antonio Muñoz Molina por Alexis
Iparraguirre (Lima, 1974), escritor y crítico literario. [El buen salvaje, 18
de marzo de 2014]
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