“Ha ocultado a los
sabios lo que ha revelado a los niños y a los imprudentes”, pensaba Levin de su
mujer, mientras hablaba con ella esa tarde.
Levin se había
acordado de esas palabras del Evangelio no porque se considerase sabio. No
creía que lo fuera, pero no podía dejar de reconocer que era más inteligente
que su mujer y que Agafia Mijáilovna, ni tampoco que al pensar en la muerte lo
hacía con todas las fuerzas de su espíritu. Sabía también que muchos hombres de
inteligencia privilegiada, cuyas reflexiones sobre el particular había leído,
habían pensado también en ese asunto, pero no sabían la centésima parte que su
mujer y Agafia Mijáilovna. […]
Las dos sabían muy
bien lo que era la vida y lo que era la muerte. Y, aunque no habrían sido
capaces de entender ni dar respuesta a las preguntas que acuciaban a Levin,
ninguna de las dos albergaba la menor duda de la trascendencia de ese fenómeno,
sobre el que tenían una visión idéntica, compartida por millones de personas.
En cambio, Levin y
los que eran como él podían hablar mucho de la muerte, pero era obvio que
desconocían lo que significaba, que les daba miedo y que no tenían la menor
idea de cómo ayudar a una persona que se estuviese muriendo. Si Levin hubiera
estado solo con su hermano Nikolái, lo habría contemplado con espanto y, con
mayor espanto aún, se habría quedado esperando el desenlace, incapaz de tomar
ninguna otra decisión.
Y no era sólo eso. No
sabía qué decir, cómo mirar, cómo andar. Le parecía no sólo ofensivo, sino
también imposible hablar de algún asunto intrascendente; pero tampoco le
resultaba posible hablar de la muerte o de cosas tristes, y mucho menos guardar
silencio.
Yo sólo quería que estuvieras tranquilo porque te sentía muy
nervioso. Me daba cuenta de que te estabas rebelando por la duración de tu
ingreso y parecías más enfadado con el equipo médico que con tu enfermedad.
En cambio, Kitty no
pensaba en sí misma, entre otras cosas porque no tenía tiempo. Pensaba en el
enfermo, porque sabía lo que debía hacer, y todo salía bien. […] Se advertía en
ella esa rapidez de juicio que se apodera de los hombres antes de la batalla,
en el ardor de la lucha, en una situación de peligro y en los momentos
decisivos de la vida, cuando un hombre demuestra su valía de una vez para
siempre y deja claro que su pasado no ha transcurrido en balde, que ha sido una
suerte de preparación para esos momentos.
Educar no es
dar carrera para vivir, sino templar el alma para las dificultades
de la vida. Pitágoras de
Samos
Kitty seguía
cumpliendo con los preceptos de la Iglesia, acudía a los oficios y rezaba,
siempre con el sereno convencimiento de estar cumpliendo un deber. A pesar de
lo que afirmaba su marido, estaba segura de que era tan buen cristiano como
ella, o incluso mejor, y de que todo lo que decía sobre el particular no era
más que una de esas absurdas salidas de los hombres […]
-Habrías sufrido
mucho estando solo –dijo Kitty
No sé si estoy sufriendo más por estar aquí con mi cabeza allí de
lo que podría estarlo sintiéndome arropada y procurando atenciones a mi
familia. No puedo dejar de pensar en mis padres. Ellos se sentirían más
acompañados, el peso sería más ligero, si pudieran contar conmigo estas horas.
-Lo que más pena me
da es que no puedo dejar de verlo tal como era de joven…No puedes imaginarte
qué muchacho tan encantador era. Pero entonces yo no lo comprendía. […]
Conocía a su hermano
y podía hacerse una idea de lo que estaba pensando. Sabía que su incredulidad
no se debía a que le resultara más fácil vivir sin fe, sino a que poco a poco
las teorías científicas modernas de los fenómenos del mundo la habían
suplantado; por tanto, era consciente de que esa vuelta a la religión no era
sincera, fruto de la reflexión, sino meramente temporal e interesada, motivada
por una insensata esperanza de recobrar la salud.
No puedo rezar pero sé que tú tienes fe y eso me sostiene.
Dijiste que no tienes miedo a morirte pero sí tienes miedo al dolor, al
sufrimiento y al deterioro físico que ocasiona tu enfermedad. Que eras
consciente de que ésta podía ser la última Semana Santa que pudieses disfrutar.
Que para ti, no era consuelo saber que volverá cada año.
Durante la
administración de los sacramentos, Levin también rezó, dirigiendo a Dios, a
pesar de su falta de fe, una súplica mil veces repetida: “Si existes, haz que
este hombre se cure. De ese modo no sólo se salvará él, sino también yo”.
Mil veces me lo repito mentalmente: “Vive, sal de la operación,
no te quedes profunda y serenamente dormido en la anestesia.”
Yo no pienso ni me sale pedir una milagrosa curación. Pienso en
tu calidad de vida y en evitar tu sufrimiento. Pienso en el horizonte de la
pérdida de visión, en cómo se ha transformado tu cuerpo y como eso está
afectando a tu carácter y a tu porvenir. Pienso en el mañana con optimismo
imaginando que aún te queda mucho por ver y disfrutar. Estás en el mejor
momento de tu vida luchando contra la degeneración física y la muerte. Pienso
en cómo eso nos está afectando a todos, especialmente a papá y mamá.
Sin darse cuenta,
Levin se puso a meditar en lo que estaría pasando en su interior, pero, por más
que intentó que sus pensamientos fueran a la par con los del moribundo,
comprendía por la expresión serena y dura de su rostro, como también por el
movimiento de los músculos por encima de las cejas, que a su hermano se le
aclaraban cada vez más todos esos misterios que para él seguían envueltos en
sombras. […]
Y, cosa extraña,
sentía una indiferencia total, no experimentaba pena, ni angustia, ni siquiera
piedad por su hermano, sino más bien una suerte de envidia, porque había
entrado en posesión de unos conocimientos que a él le estaban vedados.
En este párrafo estoy en completo desacuerdo con Levin.
¿Indiferencia? ¿Envidia? ¿Conocimiento del misterio?
Las personas que me quieren me hablan de mi suerte por no haber
heredado esa enfermedad, por no tener que sentir el miedo de habérsela
transmitido a mis hijas.
Pienso en el incontable número de enfermedades y formas de
morir. Tía Charo falleció con 49 años de un cáncer de pecho, abuela Dolores con
64 de un cáncer de matriz, …
¿qué me depara a mí la rueda de la fortuna? Quién lo sabe.
Siento la alegría de estar viva y de sentirme en forma pero no
sé mañana que será de mí.
Pienso que sería injusto que te murieras con apenas cuarenta
años. No quiero ni planteármelo siquiera…
Por eso todos los
deseos se fundían en uno solo: escapar de todos los sufrimientos y de su
fuente, el cuerpo. Pero no tenía palabras para expresar ese deseo de
liberación, por eso no hablaba de él, y por costumbre exigía la satisfacción de
los deseos que ya no podían ser satisfechos. […]
El aspecto de su
hermano y la proximidad de la muerte renovaron en el alma de Levin ese
sentimiento de horror ante el enigma y la inevitabilidad de la muerte que se
había apoderado de él aquella tarde de otoño en que su hermano había ido a
visitarle. Ese sentimiento era más intenso que entonces. Se sentía aún más
incapaz de comprender el sentido de la muerte, y aún más terrible se le
antojaba su inexorabilidad. Pero ahora, gracias a la presencia de su mujer, no
cayó en la desesperación. A pesar de la cercanía de la muerte, sentía la
necesidad de vivir y de amar. Se daba cuenta de que el amor le salvaba de la
desesperación y que, bajo la amenaza de la desesperación, ese amor se iría
haciendo más fuerte y más puro.
Una poderosa razón para mantener la calma pase lo que pase es el
sufrimiento que sin duda ocasionará a mis padres. Nadie más que ellos tiene
derecho a desesperarse y deben encontrar en nosotras el ánimo y la serenidad, tanto
en nuestro comportamiento y como en nuestras palabras, para apoyarse cuanto sea
preciso. Si todos nos derrumbamos, no habrá modo de salir adelante.
Pero eso no va a ocurrir.
Fragmentos
seleccionados de Anna Karénina, León Tolstói
Aquella noche los
vecinos se la pasaron yendo de una habitación a otra; los únicos en mantener la
calma éramos los niños y yo. Había tomado una decisión: que me suceda lo que
haya de suceder a los demás. Al principio tuve un miedo espantoso; comprendí
que no te volvería a ver, y me entraron unas ganas locas de volver a verte, de
besarte la frente, los ojos una vez más. Entonces me di cuenta de la suerte que
tenía de que estuvieras a salvo […]
Dije adiós a la casa,
al jardincito; me senté algunos minutos bajo el árbol; dije adiós a los
vecinos. Hay personas que son realmente extrañas. Dos vecinas, en mi presencia,
se pusieron a discutir por mis pertenencias: cuál se quedaría con las sillas,
cuál con mi pequeño escritorio; pero, en el momento de la despedida, las dos
lloraron […]
Me impresionó
especialmente un joven: caminaba sin llevar fardo alguno, con la cabeza
erguida, manteniendo ante sí un libro abierto, el rostro sereno y altivo. Pero
¡qué locas y aterrorizadas parecían las personas que estaban a su lado!
Avanzábamos por la calzada mientras los habitantes de la ciudad permanecían de
pie en las aceras, mirándonos pasar.
Parecía incluso que
para los judíos que desfilaban por la calle el sol se negara a brillar, como si
caminaran a través del frío de una noche de diciembre.
A veces me parece que
no soy yo la que está visitando a un enfermo, sino al contrario, que las
personas son amables doctores que curan mi alma.
Imagínate a un grupo
de gente bajo un temporal: la mayoría se afanará por guarecerse de la lluvia,
pero eso no significa que todos sean iguales. Incluso en esa tesitura cada cual
se protege de la lluvia a su manera…[…]
Me he dado cuenta de
que la esperanza casi nunca va ligada a la razón; está privada de sensatez,
creo que nace del instinto. […]
Las personas, Vitia,
viven como si les quedaran largos años por delante. Es imposible saber si es
estúpido o inteligente, es así y basta. Yo también he acatado esa ley.
Cada vez más gente
corrobora que nuestro destino se decidirá el día menos pensado. Y así es, la
vida continúa. […]
Soy débil. Me da
miedo el dolor y tiemblo cuando me siento en el sillón del dentista. De niña me
daban miedo los truenos y la oscuridad. Ahora que soy vieja, tengo miedo de las
enfermedades, de la soledad; temo que si enfermara no podría trabajar más y me
convertiría en una carga para ti y que tú me lo harías sentir.
Fragmentos de Vida y destino, Vasili
Grossman. Traducción Marta Rebón
Te doy la mano como tú me la dabas a mí en mi primer día de
colegio.
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