Su
alegría presente resultaba de toda la desgracia, de todo el enojo que hallaba
en la vida complicada de las cortes.
-Pues bien, eso me echa a perder todo lo demás -replicó Fabricio con una
ingenuidad que, en la corte, resultaba graciosísima-; me hubiera gustado mucho
más verlos condenados
por magistrados íntegros e imparciales.
-Hágame el favor, ya que usted viaja para instruirse,
de darme las señas de esos magistrados; las apuntaré antes de acostarme.
-Si yo fuera ministro, esta carencia de jueces honrados
heriría mi amor propio.
-Pero me parece -replicó el conde-, que Vuestra Excelencia, que tanto
quiere a los franceses y que hasta les prestó una vez la ayuda de su invencible
brazo, olvida en este momento una de sus grandes máximas: más vale matar al diablo que no que el
diablo nos mate. Yo quisiera ver cómo iba usted a gobernar a esas
almas ardientes que leen todo el día la Revolución de Francia, con jueces que
echaran a la calle a los que yo acuso. […]
-Él es de una inocencia
verdaderamente primitiva -dijo
el conde a la duquesa-. Y ¿qué habría sido de Vuestra Excelencia
-siguió diciendo entre risas-, si cuando galopaba en su caballo
prestado, se le ocurre al animal dar un tropezón?
Pues derechito al
Spielberg, querido sobrino mío, y toda mi influencia apenas si hubiera sido bastante para disminuir en treinta libras el peso de la cadena atada a vuestros pies. En ese lugar de recreo hubiera usted pasado unos diez añitos; quizá las piernas se le
hubieran hinchado y gangrenado, en cuyo caso habría
habido que cortarlas... […]
-Es que estamos rodeados
de sucesos trágicos replicó el
conde con emoción también; no estamos aquí en Francia, en donde todo acaba en coplas o en un par de años de cárcel a lo sumo; realmente hago mal en hablar
en broma de todo esto. Y ¿qué?, querido sobrino,
supongamos que encuentro el medio de hacerle a usted
obispo, porque .en verdad no puedo empezar por el
arzobispado de Parma, como quiere, con mucha razón, la
señora duquesa aquí presente; en ese obispado, lejos de
nuestros sabios consejos, diga, diga, a ver, ¿cuál será
su política?
Siempre los viles Sanchos vencerán a la larga a los sublimes Quijotes. Si usted consiente en
no hacer
nada de extraordinario, no dudo que será usted un obispo
muy respetado, ya que no muy respetable. Sin embargo, mi observación la
mantengo: Vuestra Excelencia se ha conducido con ligereza
en el asunto del caballo; ha estado a dos dedos de una prisión
eterna.
Estas palabras hicieron temblar a
Fabricio, quien quedó
sumido en una profunda estupefacción. ¿Será ésta, pensaba,
la prisión que me amenaza? ¿Es ése el crimen que no debía
cometer? Las predicciones de Blanes, de las que se burlaba
como profecías, tomaban para él toda la importancia de
verdaderos presagios.
¿Hubiera debido darle un tiro al criado que llevaba de la
diestra el caballo flaco? Su razón le decía que sí, pero su corazón no podía acostumbrarse a la imagen
ensangrentada del hermoso joven cayendo al suelo, desfigurado.
No he variado, pensaba; fuéronse todas aquellas hermosas
resoluciones que formé a orillas del lago, cuando miraba
la vida con mirada filosófica. Mi alma estaba entonces
fuera de su asiento ordinario; todo aquello era un sueño
que desaparece ante la realidad austera. Ahora sería el momento
de entrar en acción, pensó Fabricio al volver hacia las
once de la noche al palacio Sanseverina. Pero en vano buscó
en su corazón el valor de hablar con aquella sublime sinceridad
que tan fácil le parecía la noche que pasó a orilla del
lago de Como. Voy a disgustar a quien más quiero en el mundo;
si hablo, pareceré un cómico malo; realmente no valgo
sino en ciertos momentos de exaltación.
-Diríase que buscas pretextos para estar
lejos de mí -dijo luego, con extremada ternura-, apenas de regreso de Belgirate,
encuentras un motivo para volverte a ir.
Buena ocasión para
hablar, pensó Fabricio. Pero allá en el lago, estaba algo loco: no me di cuenta,
en el entusiasmo de la sinceridad, de que mi discursito
termina en una impertinencia. Habría que decir: Te amo con el cariño más fiel y
devoto, etc., pero mi alma no es capaz de amor. Y eso, ¿no
es como decir: estoy viendo que sientes amor hacia mí, pero
¡cuidado!, no puedo corresponderte? Si en efecto me ama, podrá
molestar a la duquesa que yo haya descubierto su amor, y si no siente hacia mí más que una sencillísima amistad, se
indignará de mi impudor... Y estas ofensas son
de las que no se perdonan.
Le dije que
sabía, mejor que él, que no había habido altas recomendaciones en favor de del
Dongo, que nadie en mi corte le negaba capacidad, que no se hablaba demasiado
mal de sus costumbres, pero que temía que fuese
capaz de entusiasmo y que me había jurado no elevar a los puestos
preeminentes a locos de ese género, con los que un príncipe nunca está seguro
de nada. Entonces siguió diciendo Su Alteza tuve que aguantar un discurso
patético casi tan largo como el primero; el arzobispo elogiaba el entusiasmo por
la casa de Dios. Torpe, pensaba yo, te pierdes, estás dañando al nombramiento
que casi estaba ya concedido; debieras terminar ya y darme las gracias más
efusivas. Pero nada; continuaba su homilía con ridícula intrepidez. Yo busqué
una contestación que no fuera muy desfavorable al pequeño del Dongo. La
encontré, y bastante feliz, como va usted a ver: Monseñor, le dije, Pío IV fue un gran Papa y un gran santo; entre todos los soberanos sólo él se atrevió a decir no
al tirano a cuyos pies yacía Europa. Pues bien; era susceptible de
entusiasmo, lo que le llevó, siendo obispo de Imola, a escribir aquella famosa
pastoral del ciudadano cardenal Chiaramonti, en favor de la república
cisalpina.
Mi pobre arzobispo se quedó estupefacto, y para acabar de dejarlo atónito,
le dijo en tono muy serio: Adiós, monseñor; me tomo veinticuatro horas para
pensar en vuestra proposición. El pobre hombre ha añadido algunas súplicas, mal
pergeñadas e inoportunas, después de haberle dicho yo adiós. Ahora, conde Mosca
della Rovere, ruego a usted que diga a la duquesa que no quiero retrasar veinticuatro horas algo
que pueda serle agradable. Siéntese, y escriba al arzobispo la carta
de aprobación que concluye este asunto. He escrito la carta, la ha firmado y me
ha dicho: Llévela al instante a la señora duquesa. He aquí la carta, señora,
que ha proporcionado un pretexto para tener la felicidad de volver a ver a
usted esta noche.
La duquesa leyó la carta radiante de alegría. Durante el largo relato del
conde, Fabricio había tenido tiempo de reponerse; no pareció extrañarse de este incidente y tomó la cosa como un verdadero señor, que ha creído
siempre, naturalmente, que tenía derecho a estos extraordinarios ascensos, a
esos golpes de suerte que sacarían de sus casillas a un burgués cualquiera;
habló de su gratitud en muy buenos términos, y acabó diciendo:
-Un buen cortesano debe halagar la pasión dominante; ayer manifestaba usted
el temor de que sus obreros de Sanguigna roben los fragmentos de estatuas
antiguas que pueden descubrir. A mí me gustan mucho las excavaciones. Si quiere
usted permitirlo, iré a ver a los obreros. Mañana por la noche, después de dar
las gracias al príncipe y al arzobispo, partiré para Sanguigna.
Y, por último, desde hace diez años alimenta un odio profundo hacia el obispo de
Plasencia, que tiene la pública pretensión de sucederle en la Sede
de Parma y que, además es hijo de un molinero. Con el fin de asegurarse
esa sucesión, el obispo de Plasencia ha anudado estrechísimas relaciones con la
marquesa Raversi
La presencia del peligro
da genio al hombre razonable, elevándolo, por decirlo así, por encima de sí
mismo; pero al hombre de imaginación le inspira escenas de novela, audaces,
ciertamente, pero a menudo absurdas.
No me falta valor
contra los cómicos, pero los empleados que usan alhajas de cobre me
ponen fuera de mí; con esta idea haré un soneto
graciosísimo para la duquesa.
-Pues bien, amigos míos
-replicó Fabricio sin vacilar-,
soy desgraciado y necesito vuestra ayuda. Ante todo, en mi asunto no hay nada de política;
sencillamente he matado a un hombre, que quería
asesinarme porque hablaba con su amante.
Fabricio pidió perdón a
Dios de muchas cosas. Pero lo
notable es que no se le ocurrió contar entre sus faltas el
proyecto de ser arzobispo por la protección del conde Mosca, primer ministro, quien pensaba que esa dignidad y la gran existencia que proporciona convenían al sobrino de la duquesa. Ese
puesto lo había deseado sin pasión, es verdad, pero había
pensado en él, exactamente como en un puesto de ministro
o de general. No le vino a las mientes que su conciencia
podía estar interesada en ese proyecto de la duquesa. Éste es un rasgo notable de la religión,
que había aprendido con los jesuitas milaneses.
Esta religión quita valor para pensar en las cosas habituales y prohíbe sobre
todo el examen personal, como el más grande pecado, como
un paso hacia el protestantismo. Para saber cuáles son las culpas de uno, hay que
preguntárselo al cura o leer la lista de los pecados, tal
como se encuentra impresa en los libros llamados: Preparación para el
Sacramento de la penitencia. Fabricio se sabía de memoria la lista de los pecados
escrita en latín; la había aprendido en la academia
eclesiástica de Nápoles. Así, al recitar esa lista, llegado que fue al artículo
muerte, se había acusado ante Dios de haber matado a un hombre, si bien en defensa de su vida. Había pasado, rápidamente, sin
prestar la menor atención, por los diferentes artículos
relativos al pecado de simonía (adquirir por dinero las
dignidades eclesiásticas). [Ejercicio saludable del examen de conciencia]
pero aunque no carecía ni
de talento ni sobre todo de
lógica, no se le ocurrió ni una sola vez que la influencia del
conde Mosca, empleada en favor suyo, fuese simonía. Este es
el
triunfo de la educación jesuítica; acostumbra a no prestar atención a cosas más claras que el día. Un francés, educado en medio de los personales
intereses y de la ironía parisiense, hubiera podido, sin
mala fe, acusar a Fabricio de hipocresía, en el instante
mismo en que nuestro héroe abría su alma a Dios con la
mayor sinceridad y la más profunda emoción […]
En las cortes
despóticas, el primer intrigante hábil dispone de la verdad,
como en París dispone de ella la moda.
-Pero ¡qué diablo! -decía el príncipe al arzobispo-, esas cosas se mandan hacer a
otro; hacerlas uno mismo, no es costumbre;
y, además, a un Giletti no se le mata, se le compra.
[¿El conde Mosca ha
comprado a Giletti?]
Fabricio no sospechaba en
manera alguna lo que en
Parma ocurría. En realidad tratábase de saber si la muerte de ese comediante, que ganaba en vida treinta y dos francos al mes, serviría para derribar al Ministerio y a su jefe, el conde
Mosca.
A1 saber la muerte de
Giletti, el príncipe, picado por
los ademanes de independencia que afectaba la duquesa, había ordenado al fiscal general Rassi que llevase todo este proceso como si se tratara de un liberan. Fabricio, por su parte, creía que un hombre de su rango estaba por encima de las leyes;
no calculaba
que en los países en donde los grandes nombres nunca son
castigados, la intriga lo puede todo, aun contra ellos. Hablaba muchas veces a Ludovico de su inocencia perfecta que pronto
habría de ser proclamada; su argumento principal consistía en afirmar que no
era culpable.
Lo peor que hay en
este negocio es que ningún hombre entendido se ha encargado de las gestiones necesarias para que resplandezca la inocencia de usted y sean
impedidos los intentos de sobornar a los testigos. El conde cree que cumple esa
misión; pero es demasiado gran señor para descender a
ciertos detalles; además, en su calidad de ministro de Policía ha tenido
que dar, en los primeros momentos, las más severas órdenes
contra usted. En fin, ¿me atreveré a decirlo?, nuestro soberano
señor le cree a usted culpable, o por lo menos finge creerlo, y pone
alguna irritación en este asunto." (Las palabras que corresponden a
nuestro soberano señor y a finge creerlo estaban en
griego, y Fabricio agradeció infinitamente al
arzobispo el haberse atrevido a escribirlas. Cortó con un cortaplumas esta línea de la carta y la destruyó en seguida.)
-Se las da usted de
generoso; pues bien, su hermosa generosidad nos arruina -respondió la vieja furiosa-,
perdemos el argumento (la parroquia). Cuando tengamos la enorme desgracia de vernos privadas de la protección de Vuestra Excelencia, ya no nos conocerán en
ninguna compañía, todas estarán completas y no encontraremos contrata; por su
culpa nos tendremos que morir
de hambre. [El mismo argumento vale para él].
Pues bien, pensaba, si me dejo arrastrar algún día por el placer, sin duda
vivísimo, de estar bien con esa mujer preciosa que llaman la duquesa
Sanseverina, haré exactamente lo que ese imprudente francés que mató la gallina
de los huevos de oro. A la duquesa es a quien debo la única ventura que me han hecho
experimentar los sentimientos tiernos; mi amistad por ella es mi
vida, y sin ella ¿qué soy? Un pobre desterrado […]
Tengo la fortuna de
deber a la
duquesa la ausencia de todos esos males; además, ella es la
que siente hacia mí los arrebatos de cariño que debería yo
sentir hacia ella.
Fragmentos seleccionados de La Cartuja de Parma, Stendhal
A Stendhal,
contemporáneo de Ingres, lo entusiasmaban por encima de todo la pintura de la
escuela de Rafael y las óperas de Mozart, de Cimarosa y de Rossini, y también
era muy sensible a la arquitectura, pero jamás escribe como un crítico, ni
separa la contemplación del arte de sus pasiones sentimentales ni de sus
observaciones sobre los temperamentos humanos o las circunstancias políticas.
Más que una guía, dice, lo que aspira a escribir es un recueil de sensations, un relato o
un registro de lo más fugaz y también lo más primario, que no es el juicio
erudito o pedante, sino la respuesta inmediata, la efusión emocional que
despierta igual de intensamente un cuadro que una música, una cara de mujer
vista a la luz de los candelabros de un teatro. A punto de morir, el
Charles Swann de Proust dice unas palabras en las que Stendhal se habría
reconocido: “J’ai beaucoup aimé la vie et
j’ai beaucoup aimé les arts”. De vez en cuando, uno conoce a
personas que muestran una extrema sensibilidad para la música, la pintura o la
poesía, y sin embargo no reparan en lo que está solo un paso más allá de la
parcela tapiada de sus especialidades, y se relacionan con grosería o aspereza
con los seres humanos reales y con las cosas comunes de la vida. Stendhal es
una alerta, un antídoto: es el viajero que se fija en todo, el huésped que
advierte y agradece todos los pormenores de la cortesía, el enamorado sin éxito
a quien el fracaso no avinagra, ni menos aún le impide seguir admirando el
esplendor de las mujeres. Antes que nadie, Stendhal intuyó que en la pintura el
tema acabaría volviéndose secundario, y que lo que importa al escribir no es el
dominio de una serie variable de modas retóricas, sino la expresión natural de
una mirada, de una voz. Una voz no impostada es siempre singular: el único
secreto de la originalidad, comprendió muy pronto, en una anotación de su
diario cuando tenía poco más de veinte años, era ser tranquilamente, obstinadamente uno
mismo.
El vicio Stendhal, Antonio Muñoz Molina [El
País, 14 de julio de 2012]
En las incertidumbres
de su Diario, Stendhal anotó que la única manera de ser grande era ser uno
mismo, y que ese empeño bastaba para distinguir a cualquiera en un mundo en el
que todos aspiran a ser exactamente iguales a los demás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario