viernes, 6 de septiembre de 2013

Una voz no impostada



Su alegría presente resultaba de toda la desgracia, de todo el enojo que hallaba en la vida complicada de las cortes.
-Pues bien, eso me echa a perder todo lo demás -replicó Fabricio con una ingenuidad que, en la corte, resultaba graciosísima-; me hubiera gustado mucho más verlos condenados por magistrados íntegros e imparciales.
-Hágame el favor, ya que usted viaja para instruirse, de darme las señas de esos magistrados; las apuntaré antes de acostarme.
-Si yo fuera ministro, esta carencia de jueces honrados heriría mi amor propio.
-Pero me parece -replicó el conde-, que Vuestra Excelencia, que tanto quiere a los franceses y que hasta les prestó una vez la ayuda de su invencible brazo, olvida en este momento una de sus grandes máximas: más vale matar al diablo que no que el diablo nos mate. Yo quisiera ver cómo iba usted a gobernar a esas almas ardientes que leen todo el día la Revolución de Francia, con jueces que echaran a la calle a los que yo acuso. […]
-Él es de una inocencia verdaderamente primitiva -dijo el conde a la duquesa-. Y ¿qué habría sido de Vuestra Excelencia -siguió diciendo entre risas-, si cuando galopaba en su caballo prestado, se le ocurre al animal dar un tropezón?
Pues derechito al Spielberg, querido sobrino mío, y toda mi influencia apenas si hubiera sido bastante para disminuir en treinta libras el peso de la cadena atada a vuestros pies. En ese lugar de recreo hubiera usted pasado unos diez añitos; quizá las piernas se le hubieran hinchado y gangrenado, en cuyo caso habría habido que cortarlas... […]
-Es que estamos rodeados de sucesos trágicos replicó el conde con emoción también; no estamos aquí en Francia, en donde todo acaba en coplas o en un par de años de cárcel a lo sumo; realmente hago mal en hablar en broma de todo esto. Y ¿qué?, querido sobrino, supongamos que encuentro el medio de hacerle a usted obispo, porque .en verdad no puedo empezar por el arzobispado de Parma, como quiere, con mucha razón, la señora duquesa aquí presente; en ese obispado, lejos de nuestros sabios consejos, diga, diga, a ver, ¿cuál será su política?
Siempre los viles Sanchos vencerán a la larga a los sublimes Quijotes. Si usted consiente en no hacer nada de extraordinario, no dudo que será usted un obispo muy respetado, ya que no muy respetable. Sin embargo, mi observación la mantengo: Vuestra Excelencia se ha conducido con ligereza en el asunto del caballo; ha estado a dos dedos de una prisión eterna.
Estas palabras hicieron temblar a Fabricio, quien quedó sumido en una profunda estupefacción. ¿Será ésta, pensaba, la prisión que me amenaza? ¿Es ése el crimen que no debía cometer? Las predicciones de Blanes, de las que se burlaba como profecías, tomaban para él toda la importancia de verdaderos presagios.
¿Hubiera debido darle un tiro al criado que llevaba de la diestra el caballo flaco? Su razón le decía que sí, pero su corazón no podía acostumbrarse a la imagen ensangrentada del hermoso joven cayendo al suelo, desfigurado.
No he variado, pensaba; fuéronse todas aquellas hermosas resoluciones que formé a orillas del lago, cuando miraba la vida con mirada filosófica. Mi alma estaba entonces fuera de su asiento ordinario; todo aquello era un sueño que desaparece ante la realidad austera. Ahora sería el momento de entrar en acción, pensó Fabricio al volver hacia las once de la noche al palacio Sanseverina. Pero en vano buscó en su corazón el valor de hablar con aquella sublime sinceridad que tan fácil le parecía la noche que pasó a orilla del lago de Como. Voy a disgustar a quien más quiero en el mundo; si hablo, pareceré un cómico malo; realmente no valgo sino en ciertos momentos de exaltación.
-Diríase que buscas pretextos para estar lejos de mí -dijo luego, con extremada ternura-, apenas de regreso de Belgirate, encuentras un motivo para volverte a ir.
Buena ocasión para hablar, pensó Fabricio. Pero allá en el lago, estaba algo loco: no me di cuenta, en el entusiasmo de la sinceridad, de que mi discursito termina en una impertinencia. Habría que decir: Te amo con el cariño más fiel y devoto, etc., pero mi alma no es capaz de amor. Y eso, ¿no es como decir: estoy viendo que sientes amor hacia mí, pero ¡cuidado!, no puedo corresponderte? Si en efecto me ama, podrá molestar a la duquesa que yo haya descubierto su amor, y si no siente hacia mí más que una sencillísima amistad, se indignará de mi impudor... Y estas ofensas son de las que no se perdonan.
Le dije que sabía, mejor que él, que no había habido altas recomendaciones en favor de del Dongo, que nadie en mi corte le negaba capacidad, que no se hablaba demasiado mal de sus costumbres, pero que temía que fuese capaz de entusiasmo y que me había jurado no elevar a los puestos preeminentes a locos de ese género, con los que un príncipe nunca está seguro de nada. Entonces siguió diciendo Su Alteza tuve que aguantar un discurso patético casi tan largo como el primero; el arzobispo elogiaba el entusiasmo por la casa de Dios. Torpe, pensaba yo, te pierdes, estás dañando al nombramiento que casi estaba ya concedido; debieras terminar ya y darme las gracias más efusivas. Pero nada; continuaba su homilía con ridícula intrepidez. Yo busqué una contestación que no fuera muy desfavorable al pequeño del Dongo. La encontré, y bastante feliz, como va usted a ver: Monseñor, le dije, Pío IV fue un gran Papa y un gran santo; entre todos los soberanos sólo él se atrevió a decir no al tirano a cuyos pies yacía Europa. Pues bien; era susceptible de entusiasmo, lo que le llevó, siendo obispo de Imola, a escribir aquella famosa pastoral del ciudadano cardenal Chiaramonti, en favor de la república cisalpina.
Mi pobre arzobispo se quedó estupefacto, y para acabar de dejarlo atónito, le dijo en tono muy serio: Adiós, monseñor; me tomo veinticuatro horas para pensar en vuestra proposición. El pobre hombre ha añadido algunas súplicas, mal pergeñadas e inoportunas, después de haberle dicho yo adiós. Ahora, conde Mosca della Rovere, ruego a usted que diga a la duquesa que no quiero retrasar veinticuatro horas algo que pueda serle agradable. Siéntese, y escriba al arzobispo la carta de aprobación que concluye este asunto. He escrito la carta, la ha firmado y me ha dicho: Llévela al instante a la señora duquesa. He aquí la carta, señora, que ha proporcionado un pretexto para tener la felicidad de volver a ver a usted esta noche.
La duquesa leyó la carta radiante de alegría. Durante el largo relato del conde, Fabricio había tenido tiempo de reponerse; no pareció extrañarse de este incidente y tomó la cosa como un verdadero señor, que ha creído siempre, naturalmente, que tenía derecho a estos extraordinarios ascensos, a esos golpes de suerte que sacarían de sus casillas a un burgués cualquiera; habló de su gratitud en muy buenos términos, y acabó diciendo:
-Un buen cortesano debe halagar la pasión dominante; ayer manifestaba usted el temor de que sus obreros de Sanguigna roben los fragmentos de estatuas antiguas que pueden descubrir. A mí me gustan mucho las excavaciones. Si quiere usted permitirlo, iré a ver a los obreros. Mañana por la noche, después de dar las gracias al príncipe y al arzobispo, partiré para Sanguigna.
Y, por último, desde hace diez años alimenta un odio profundo hacia el obispo de Plasencia, que tiene la pública pretensión de sucederle en la Sede de Parma y que, además es hijo de un molinero. Con el fin de asegurarse esa sucesión, el obispo de Plasencia ha anudado estrechísimas relaciones con la marquesa Raversi
La presencia del peligro da genio al hombre razonable, elevándolo, por decirlo así, por encima de sí mismo; pero al hombre de imaginación le inspira escenas de novela, audaces, ciertamente, pero a menudo absurdas.
No me falta valor contra los cómicos, pero los empleados que usan alhajas de cobre me ponen fuera de mí; con esta idea haré un soneto graciosísimo para la duquesa.
-Pues bien, amigos míos -replicó Fabricio sin vacilar-, soy desgraciado y necesito vuestra ayuda. Ante todo, en mi asunto no hay nada de política; sencillamente he matado a un hombre, que quería asesinarme porque hablaba con su amante.
Fabricio pidió perdón a Dios de muchas cosas. Pero lo notable es que no se le ocurrió contar entre sus faltas el proyecto de ser arzobispo por la protección del conde Mosca, primer ministro, quien pensaba que esa dignidad y la gran existencia que proporciona convenían al sobrino de la duquesa. Ese puesto lo había deseado sin pasión, es verdad, pero había pensado en él, exactamente como en un puesto de ministro o de general. No le vino a las mientes que su conciencia podía estar interesada en ese proyecto de la duquesa. Éste es un rasgo notable de la religión, que había aprendido con los jesuitas milaneses. Esta religión quita valor para pensar en las cosas habituales y prohíbe sobre todo el examen personal, como el más grande pecado, como un paso hacia el protestantismo. Para saber cuáles son las culpas de uno, hay que preguntárselo al cura o leer la lista de los pecados, tal como se encuentra impresa en los libros llamados: Preparación para el Sacramento de la penitencia. Fabricio se sabía de memoria la lista de los pecados escrita en latín; la había aprendido en la academia eclesiástica de Nápoles. Así, al recitar esa lista, llegado que fue al artículo muerte, se había acusado ante Dios de haber matado a un hombre, si bien en defensa de su vida. Había pasado, rápidamente, sin prestar la menor atención, por los diferentes artículos relativos al pecado de simonía (adquirir por dinero las dignidades eclesiásticas). [Ejercicio saludable del examen de conciencia]
pero aunque no carecía ni de talento ni sobre todo de lógica, no se le ocurrió ni una sola vez que la influencia del conde Mosca, empleada en favor suyo, fuese simonía. Este es el triunfo de la educación jesuítica; acostumbra a no prestar atención a cosas más claras que el día. Un francés, educado en medio de los personales intereses y de la ironía parisiense, hubiera podido, sin mala fe, acusar a Fabricio de hipocresía, en el instante mismo en que nuestro héroe abría su alma a Dios con la mayor sinceridad y la más profunda emoción […]
En las cortes despóticas, el primer intrigante hábil dispone de la verdad, como en París dispone de ella la moda.
-Pero ¡qué diablo! -decía el príncipe al arzobispo-, esas cosas se mandan hacer a otro; hacerlas uno mismo, no es costumbre; y, además, a un Giletti no se le mata, se le compra.
[¿El conde Mosca ha comprado a Giletti?]
Fabricio no sospechaba en manera alguna lo que en Parma ocurría. En realidad tratábase de saber si la muerte de ese comediante, que ganaba en vida treinta y dos francos al mes, serviría para derribar al Ministerio y a su jefe, el conde Mosca.
A1 saber la muerte de Giletti, el príncipe, picado por los ademanes de independencia que afectaba la duquesa, había ordenado al fiscal general Rassi que llevase todo este proceso como si se tratara de un liberan. Fabricio, por su parte, creía que un hombre de su rango estaba por encima de las leyes; no calculaba que en los países en donde los grandes nombres nunca son castigados, la intriga lo puede todo, aun contra ellos. Hablaba muchas veces a Ludovico de su inocencia perfecta que pronto habría de ser proclamada; su argumento principal consistía en afirmar que no era culpable.
Lo peor que hay en este negocio es que ningún hombre entendido se ha encargado de las gestiones necesarias para que resplandezca la inocencia de usted y sean impedidos los intentos de sobornar a los testigos. El conde cree que cumple esa misión; pero es demasiado gran señor para descender a ciertos detalles; además, en su calidad de ministro de Policía ha tenido que dar, en los primeros momentos, las más severas órdenes contra usted. En fin, ¿me atreveré a decirlo?, nuestro soberano señor le cree a usted culpable, o por lo menos finge creerlo, y pone alguna irritación en este asunto." (Las palabras que corresponden a nuestro soberano señor y a finge creerlo estaban en griego, y Fabricio agradeció infinitamente al arzobispo el haberse atrevido a escribirlas. Cortó con un cortaplumas esta línea de la carta y la destruyó en seguida.)
-Se las da usted de generoso; pues bien, su hermosa generosidad nos arruina -respondió la vieja furiosa-, perdemos el argumento (la parroquia). Cuando tengamos la enorme desgracia de vernos privadas de la protección de Vuestra Excelencia, ya no nos conocerán en ninguna compañía, todas estarán completas y no encontraremos contrata; por su culpa nos tendremos que morir de hambre. [El mismo argumento vale para él].
Pues bien, pensaba, si me dejo arrastrar algún día por el placer, sin duda vivísimo, de estar bien con esa mujer preciosa que llaman la duquesa Sanseverina, haré exactamente lo que ese imprudente francés que mató la gallina de los huevos de oro. A la duquesa es a quien debo la única ventura que me han hecho experimentar los sentimientos tiernos; mi amistad por ella es mi vida, y sin ella ¿qué soy? Un pobre desterrado […]
Tengo la fortuna de deber a la duquesa la ausencia de todos esos males; además, ella es la que siente hacia mí los arrebatos de cariño que debería yo sentir hacia ella.

Fragmentos seleccionados de La Cartuja de Parma, Stendhal

A Stendhal, contemporáneo de Ingres, lo entusiasmaban por encima de todo la pintura de la escuela de Rafael y las óperas de Mozart, de Cimarosa y de Rossini, y también era muy sensible a la arquitectura, pero jamás escribe como un crítico, ni separa la contemplación del arte de sus pasiones sentimentales ni de sus observaciones sobre los temperamentos humanos o las circunstancias políticas. Más que una guía, dice, lo que aspira a escribir es un recueil de sensations, un relato o un registro de lo más fugaz y también lo más primario, que no es el juicio erudito o pedante, sino la respuesta inmediata, la efusión emocional que despierta igual de intensamente un cuadro que una música, una cara de mujer vista a la luz de los candelabros de un teatro. A punto de morir, el Charles Swann de Proust dice unas palabras en las que Stendhal se habría reconocido: “J’ai beaucoup aimé la vie et j’ai beaucoup aimé les arts”. De vez en cuando, uno conoce a personas que muestran una extrema sensibilidad para la música, la pintura o la poesía, y sin embargo no reparan en lo que está solo un paso más allá de la parcela tapiada de sus especialidades, y se relacionan con grosería o aspereza con los seres humanos reales y con las cosas comunes de la vida. Stendhal es una alerta, un antídoto: es el viajero que se fija en todo, el huésped que advierte y agradece todos los pormenores de la cortesía, el enamorado sin éxito a quien el fracaso no avinagra, ni menos aún le impide seguir admirando el esplendor de las mujeres. Antes que nadie, Stendhal intuyó que en la pintura el tema acabaría volviéndose secundario, y que lo que importa al escribir no es el dominio de una serie variable de modas retóricas, sino la expresión natural de una mirada, de una voz. Una voz no impostada es siempre singular: el único secreto de la originalidad, comprendió muy pronto, en una anotación de su diario cuando tenía poco más de veinte años, era ser tranquilamente, obstinadamente uno mismo.

El vicio Stendhal, Antonio Muñoz Molina [El País, 14 de julio de 2012]

En las incertidumbres de su Diario, Stendhal anotó que la única manera de ser grande era ser uno mismo, y que ese empeño bastaba para distinguir a cualquiera en un mundo en el que todos aspiran a ser exactamente iguales a los demás.

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