Un fragmento de La Cartuja de Parma, Stendhal
Comentario sobre Decapitación de Holofernes [1598] de Caravaggio
Aquí
se trata de no decir nada que no esté
perfectamente en su lugar; sean cualesquiera mis
sentimientos para con la duquesa, no hay que olvidar que
es una de las más altas damas de mi corte. ¿Cómo hablaba
Luis XIV a las princesas, sus hijas, cuando tenía motivos
para estar descontento de ellas? La mirada del príncipe
se detuvo en el retrato del gran rey. […]
-Bien
sabe usted, señora duquesa -le dijo cogiéndola por la
mano- que siempre
la he amado a usted y con una amistad a la que
de quererlo, pudo usted dar otro nombre. Pero se ha cometido
un homicidio; no puede negarse. He confiado la instrucción
del asunto a mis mejores jueces...[…]
-Me voy
para siempre de los Estados de Vuestra Alteza Serenísima;
no quiero oír hablar más del fiscal Rassi y de los demás
asesinos infames que han condenado a mi sobrino y a
tantos otros.
Vuestra
Alteza Serenísima no quiere mezclar un sentimiento de amargura a los últimos
instantes que paso cerca de un príncipe cortés e ingenioso, cuando no está
engañado, le ruego muy humildemente que no
evoque la idea de esos jueces infames que se venden por
mil escudos o una cruz. […]
El
acento admirable y sobre todo verdadero con que fueron
pronunciadas estas palabras hizo temblar al príncipe; que temió un instante ver atacada su dignidad por una acusación aún más directa. […]
con un
poco de destreza no sería quizás imposible hacerla algún
día mi querida […]
El
conde estaba enamorado. Si la duquesa parte,
la sigo, pensaba. Pero ¿querrá que la siga? Esta es la cuestión. […]
-¿Qué
hay que hacer? -preguntó al conde, sin saber demasiado lo que él mismo hacía y
arrastrado por la costumbre de consultar en todo.
-No sé,
en verdad, Alteza Serenísima -respondió el conde con la voz de un hombre que
está exhalando el último suspiro. Apenas si podía articular las palabras de su
respuesta.
El tono de esta fue el primer consuelo que encontró el príncipe en esta audiencia y la pequeña alegría le sugirió una frase feliz para su amor propio.
Pues
bien dijo, soy el
más razonable de los tres; quiero prescindir
por completo de mi posición en el mundo. Voy a hablar
como un amigo. Y con una hermosa sonrisa de condescendencia fiel trasunto de
las sonrisas de Luis XIV, en los felices tiempos de las
monarquías, añadió: eso es, como un amigo que habla a
otros amigos. Señora duquesa, ¿qué hay que hacer para que olvide
usted una resolución intempestiva? […]
-Vea –dijo- que su encantadora amiga está enteramente fuera de sí; es
natural, adora a su sobrino. Y volviéndose hacia la duquesa, añadió con la más
galante mirada y dando a su voz el tono que se emplea para citar palabras de
una comedia: ¿Qué hay que hacer para agradar a esos bellos ojos?
La duquesa había tenido tiempo de reflexionar; con
tono firme y lento, como quien dicta un ultimátum, respondió:
-Su Alteza me escribirá una cartita amable, como sabe escribirlas cuando
quiere; me dirá que no estando convencido de la culpabilidad de Fabricio del
Dongo, primer gran vicario del arzobispo, no firmará la sentencia cuando vengan
a presentársela, y que ese proceso injusto no tendrá consecuencia alguna en el
porvenir.
-¡Cómo injusto! -exclamó el príncipe enrojeciendo
hasta los ojos y recobrando su cólera.
-No es
eso todo -replicó la duquesa con la energía de una matrona-, esta misma noche (y miraba al reloj que señalaba las once y cuarto), esta misma
noche Su Alteza Serenísima mandará decir a la marquesa Raversi que le aconseja
vaya al campo a reponerse de las fatigas que le ha causado cierto proceso de
que hablaba en su salón al comenzar la velada. […]
La duquesa quería enviar a Fabricio una copia de la
carta del príncipe; no pudo resistir
al placer de divertirle, y quiso añadir palabras contando la escena en la
cámara regia; esas dos palabras se convirtieron en una carta de diez páginas.
[…]
La duquesa mandaba al arzobispo el original de
la carta
de príncipe. Como
esta carta se refería a su primer vicario general le
rogaba que la guardara en los archivos del arzobispado, en donde esperaba que
los señores vicarios y canónigos tomarían conocimiento de ella. Todo esto, con
la condición del secreto más profundo. […]
Pero el instinto de bufón
era en él tan poderoso, que se le veía a diario preferir el
salón de un ministro que se burlaba de él, que su propio salón
en donde reinaba, como un déspota, sobre todos los togados
de la nación. Rassi se había colocado, sobre todo, en una
situación excepcional: era imposible al noble más insolente conseguir
humillarle. Su modo de vengarse de las injurias que le decían a diario, era
contárselas al príncipe a quien, por especial privilegio,
podía decirlo todo. Cierto es que a veces la respuesta
era un bofetón bien dado, que le dolía; pero no por eso
se alteraba en lo más mínimo. La presencia de su juez
supremo distraía al príncipe en sus ratos de mal humor, y
entonces se entretenía en ultrajarle. Se ve, pues, que Rassi era poco
más o menos el cortesano perfecto: sin pundonor y sin mal humor. […]
-Escribid -dijo el príncipe-: "Su Alteza Serenísima, habiéndose
dignado escuchar bondadosamente las muy humildes súplicas de la marquesa del
Dongo, madre del culpable, y de la duquesa Sanseverina, su tía, las cuales han
manifestado que en la época del crimen, su hijo y sobrino era muy joven y
además estaba obcecado por una pasión loca que sentía hacia la mujer del
desgraciado Giletti, ha tenido a bien conmutar la pena a que ha sido condenado
Fabricio del Dongo, por la de doce años de fortaleza.”
El príncipe firmó y fechó con fecha del día anterior;
luego devolviendo la sentencia a Rassi, le dijo:
-Escribid debajo de mi firma: "Habiéndose la duquesa Sanseverina
prosternado de rodillas ante Su Alteza, el príncipe ha permitido que todos los
jueves el culpable tenga una hora de paseo por la plataforma de la torre
cuadrada llamada vulgarmente Torre Farnesio.” […]
Ha de
saber el lector que en el partido liberal, dirigido por la
marquesa Raversi y el general Conti, se afectaba no poner
en duda la relación amorosa que se decía existir entre Fabricio
y la duquesa. El aborrecido conde Mosca era objeto de
infinitas burlas. […]
Cuando
se la comparaba con la duquesa, lo que le perjudicaba era sobre
todo esa aparente ausencia de emoción, esa manera de estar
como por encima de todo. En Inglaterra o en Francia, países donde domina la
vanidad, probablemente la opinión hubiera sido la
contraria. […]
esa
actitud tan por encima de los encantos comunes, provenían de una profunda
incapacidad de sentir lo vulgar. Había en aquel rostro
ausencia de interés, pero no imposibilidad de interesarse
por algo. Desde que su padre era gobernador de la
fortaleza, Clelia vivía feliz o por lo me- nos sin pena,
en sus habitaciones altas.
¡Oh poder absoluto! ¿Cuánto acabarás de pesar
sobre Italia? ¡Almas viles y venales! ¡Y soy yo la hija del
carcelero! ¡Y he demostrado claramente que lo soy, no queriendo contestar
a Fabricio, a Fabricio, que antaño fue mi bienhechor! ¿Qué pensará de mí ahora,
en su cuarto. a solas con su lamparita? […]
-¿Quiere
usted prometerme que guardará el secreto de lo que
voy a decir, aun en el caso de que no crea usted conveniente otorgarme lo que
pida?
-Sí, sí, monseñor -contestó la muchacha, toda temblorosa al
ver el aire serio y sombrío que el anciano de pronto había
tomado. -Nuestro respetable arzobispo –añadió-, no puede darme órdenes que no sean dignas de él y de
mí. […]
[La duquesa] sin confesárselo, estaba locamente enamorada del
joven preso […] La ira, la indignación, el sentimiento de
inferioridad con respecto al príncipe dominaban demasiado en su alma altiva. […]
Si por sus infames hábitos de baja cortesanía, el conde
no hubiera suprimido la palabra "proceso injusto" en la carta fatal que pude arrancar a la vanidad del príncipe, estábamos salvados. […]
¡Qué
locura más funesta venir a habitar la corte de un príncipe absoluto, de un
tirano
que conoce a todas sus víctimas! Una mirada se le antoja un
reto. […]
De lejos no podíamos figurarnos lo que
es la autoridad
de un déspota que conoce de vista a todos sus súbditos. La
forma externa del despotismo es la misma que la de los otros gobiernos; hay jueces, por ejemplo, pero aquí los jueces son
unos Rassi. ¡Qué monstruo! ¡No vacilaría en mandar ahorcar
a su padre, si el príncipe se lo ordenase! […]
Empezaríamos
por vivir
con los mil doscientos francos que el apoderado de su padre
me entrega con tan puntual exactitud. […]
En los
primeros días del mes hemos quemado el conde y yo, como de
costumbre, todos los papeles de que la policía pudiera abusar; y lo gracioso es que el ministro de Policía es él. […]
la
inconmensurable cobardía del marqués del Dongo considerará
pecaminoso enviar pan a un hombre perseguido por un
príncipe legítimo […]
Sí; voy
a romper muy ostensiblemente con el conde, pues no quiero arrastrarlo
en mi ruina, eso sería una infamia; ¡el pobre hombre me
ha amado con tanto candor! Mi error ha sido creer que en un
verdadero cortesano podía quedar aún alma bastante para ser
capaz de amar. […]
¿de qué iba a
vengarse? ¿De que después de haberle amado cinco años, sin la menor ofensa a su
cariño, diga un día: querido conde, tuve la ventura de quererle a usted pues
bien, esa llama se apaga; ya no le amo, pero conozco el fondo de su corazón, y
conservo por usted una profunda estimación; siempre será usted mi mejor amigo?
¿Qué puede contestar un caballero a tan sincera
declaración? […]
El conde no era virtuoso y hasta puede añadirse
que lo
que los liberales llaman virtud (buscar la felicidad del mayor
número), le parecía una candidez; ante todo creíase obligado
a buscar la felicidad del conde Mosca della Rovere. […]
-¡Se atreve usted a hablarme de partir estando
aquí Fabricio! -exclamó ella al fin, incorporándose a medias. Pero como
advirtió que este nombre de Fabricio producía una impresión
penosa, añadió tras un momento de calma, estrechando levemente la mano del
conde-. No, querido amigo, no le diré que mi amor por
usted haya sido esa arrebatada pasión juvenil que ya no
se siente, creo yo, después de los treinta años; y estoy
ya lejos de esa edad. Le habrán dicho que amaba a
Fabricio; sé que ese rumor ha corrido por esta corte
perversa. (Sus ojos brillaron por vez primera, en esta conversación,
al pronunciar la palabra perversa.) Y juro ante Dios y
por la vida de Fabricio que nunca entre él y yo ha habido
la menor cosa que no haya podido ver un tercero. No diré
tampoco que le ame exactamente como a un hermano. Le amo de instinto, por
decirlo así. Amo en él su valor tan sencillo, tan perfecto que puede decirse
que se ignora a sí mismo. […]
Acabaron los buenos tiempos le dijo; tengo
treinta y siete
años, estoy en la vejez y siento sus desalientos; acaso no esté
lejos la tumba. Ese momento es terrible y sin embargo parece que
lo deseo. Siento el peor síntoma de vejez: la llama de corazón
se apaga con esta desgracia horrible, ya no puedo amar. No veo en usted, querido conde, sino la sombra de uno a quien quise. Sólo el agradecimiento me hace hablarle así. […]
-No le
reprocharé la omisión de las palabras proceso injusto
en la carta que usted escribió y que él firmó; el instinto del cortesano dominaba en usted;
sin darse cuenta prefirió usted el interés del amo al de la amiga. Hace ya
tiempo que ha puesto usted su voluntad a mis órdenes,
querido conde, pero no está en su poder el cambiar de naturaleza; tiene usted talento para el Ministerio pero también el instinto del oficio. La supresión de la palabra injusto me pierde; mas lejos de mí la idea de reprochárselo, la culpa del instinto y no de la voluntad. […] [movido por la pasión, por los celos]
Yo veía
que la duquesa traspasaba un límite que nunca debe pasarse, y
para arreglar las cosas cometí la increíble necedad de suprimir las palabras
proceso injusto, las únicas que obligaban al soberano...
Pero ¡bah!, ¿hay
algo que obligue a esa gente? Esa es sin duda la mayor falta que he cometido
en toda mi vida; he abandonado a la casualidad lo que para mí representa el valor de la
vida. […]
Decapitación de
Holofernes [1598]: Caravaggio recurre, como es habitual en su pintura, a un
casi forzado realismo, que desnuda el alma de los personajes de la acción ante
el espectador. Es imposible no estremecerse ante la firme decisión de la bella
Judit, inconmovible ante el terror de Holofernes, el opresor de su pueblo. Con
serenidad de estatua, tira de la cabeza del rey para ayudarse en la ejecución,
con cuidado de mantenerse apartada de la sangre que mana a chorros como una fuente.
La criada, entre espantada e hipnotizada por la acción, espera con un paño
recibir el trofeo que habrán de llevar a los ancianos de la ciudad para
demostrar la muerte del tirano. La violencia de la acción repercute en las
expresiones de los personajes, que ofrecen diferentes versiones de lo que está
pasando. El dramatismo se extiende en oleadas de color, desde el rojo agresivo
de la sangre que se corresponde con el rojo del cortinaje, hasta el brillo de
la espada y el tremendo fogonazo de luz que ilumina el pecho de la heroína del
Antiguo Testamento.
El
libro de Judith cuenta la historia de una viuda hebrea,
Judit hija de Merari, en plena guerra de Israel contra el ejército babilónico,
erróneamente denominado asirio.
De
bellas facciones, alta educación, enorme piedad, celo religioso y pasión
patriótica, Judit descubre que el general invasor, Holofernes,
se ha prendado de ella. Acompañada de su criada, la viuda desciende de su
ciudad amurallada y sitiada por el ejército extranjero —Bethulia— y, engañando al militar para
hacerle creer que estaba realmente enamorada de él, consigue ingresar a su
tienda de campaña. Una vez allí, en lugar de ceder a sus reclamos galantes, lo
hace beber hasta emborracharlo. Cuando Holofernes cae dormido, Judit lo
degüella, sembrando la confusión en el ejército de Babilonia y obteniendo de
este modo la victoria para Israel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario