Me parece que nos llega de Nápoles un
hombre de talento, y
no me gusta esta raza; un hombre de talento, aunque siga los
mejores principios y hasta de buena fe, es siempre por algún
lado primo hermano de Voltaire y de Rousseau.
-Ruego a Vuestra Alteza Serenísima que me perdone. No sólo leo el diario de
Parma, que me parece bastante bien escrito, sino que pienso como él que todo
cuanto se ha hecho desde la muerte de Luis XIV en 1715, es a un tiempo mismo un
crimen y una tontería. El mayor interés del hombre está en su salvación; sobre
este punto no puede haber dos opiniones. Y esa felicidad ha de durar
eternamente. Las palabras de libertad, justicia,
felicidad del mayor número, son infames y criminales: producen en los espíritus
el hábito de la discusión y de la desconfianza. Una cámara de diputados
desconfía de eso que esas gentes llaman el ministerio. Y una vez contraída la
costumbre fatal de la desconfianza, la debilidad humana la aplica a todo y el
hombre llega a desconfiar de la Biblia, de los mandatos de la Iglesia, de la
tradición, etc., etc... Y entonces está perdido. Aun cuando esa desconfianza -y
es horriblemente falso y criminal decirlo- hacia la autoridad de los príncipes,
establecidos por Dios, diese la felicidad en los veinte o treinta años de vida
a que puede aspirar cada uno de nosotros, ¿qué es medio siglo o hasta un siglo
entero comparado con una eternidad de suplicios?...
Ahora falta aún averiguar, dijo el príncipe en cuanto
estuvo solo, si este hermoso joven es susceptible de entusiasmo; en cuyo caso
sería completo... ¿Es posible repetir con más ingenio las lecciones de la tía? Me
estaba pareciendo oírla hablar. Si hubiera aquí una revolución, ella sería la
que redactase el Monitor, como hizo la San Felice en Nápoles. Pero la San
Felice, a pesar de sus veinticinco años y de su belleza, fue un tanto ahorcada.
¡Aviso a las
mujeres de talento! Al creer que Fabricio era discípulo de su tía,
equivocábase el príncipe: los hombres de talento
que nacen en un trono o al lado de él, pierden pronto toda la finura del tacto.
Proscriben en torno suyo la libertad de
conversación que les parece grosería; no
quieren ver sino máscaras y se empeñan en dictaminar sobre la pureza del
cutis. Y lo más gracioso es que creen tener tacto. En este caso, por ejemplo, Fabricio creía aproximadamente todo cuanto le hemos oído
decir; cierto que no pensaba dos veces al mes en esos grandes principios. Tenía
gustos vivos, tenía talento, pero tenía la fe.
El gusto de la libertad, la moda y el culto de la felicidad del mayor
número, manías del siglo XIX, no eran para él más que una herejía, que pasará
como los demás, matando muchas almas, como la peste
En esta corte tenemos a un bribón sumamente listo, llamado Rassi, juez
supremo o fiscal general, quien, cuando la muerte del conde Palanza, hechizó al
padre Landriani. En la época de su penitencia de trece semanas, el conde Mosca,
por compasión y un poco también de malicia, le convidaba a comer una y hasta
dos veces por semana; el bueno del arzobispo cumplía sus deberes de cortesano,
comiendo como todo el mundo; hubiera pensado que
era rebelión y jacobinismo el publicar que hacía penitencia por una acción
aprobada por el soberano. Pero se sabía que por cada comida en la que su deber de
súbdito fiel le había obligado a comer como todo el mundo, se
imponía una penitencia de dos días a pan y agua. Monseñor Landriani, espíritu
superior, sabio de primer orden, tiene una sola debilidad: quiere ser amado.
Así, pues, deberás enternecerte al mirarle y en tu tercera visita ámalo de
verdad por completo. Esto, junto con tu cuna ilustre, hará que en seguida te
adore. No te muestres sorprendido si te despide hasta la escalera; finge estar
acostumbrado a estas maneras; es un hombre que nació prosternado ante la nobleza. Por lo
demás, es sencillo, apostólico, sin ingenio, sin brillo, sin respuesta rápida.
Si logras no soliviantarlo, gustará de estar contigo; piensa que es necesario que él espontáneamente te nombre su vicario
general. El conde y yo nos haremos los sorprendidos y hasta enojados de
ese ascenso demasiado rápido; esto es esencial con respecto al soberano.
El conde, por su parte,
sentíase halagado por la atención extremada con que el joven le
escuchaba; pero había una objeción importantísima:
Fabricio tenía su habitación en el palacio Sanseverina, pasaba la vida con la
duquesa, dejaba ver con toda
inocencia que esa intimidad constituía su
felicidad, y Fabricio tenía unos
ojos y un cutis de frescura desesperante.
Ya hacía tiempo que
Ranucio Ernesto IV, quien no estaba acostumbrado a encontrar resistencia en las
mujeres, se
sentía molesto porque la virtud de la duquesa, bien conocida
en la corte, no había hecho en su favor excepción ninguna.
Hemos visto que el ingenio y la presencia de espíritu de
Fabricio le había irritado desde el primer día. Tomó
a mal la amistad
extremada que él y su tía se testimoniaban con imprudente falta de recato; prestó una atención viva a las conversaciones de sus cortesanos, que
fueron infinitas. La llegada de ese joven y la audiencia
extraordinaria que había obtenido constituyeron durante
un mes la noticia y la estupefacción de la corte. Al
príncipe entonces se le ocurrió una idea.
el príncipe
llevaba en el bolsillo una hoja de papel y un tintero. Le dictó al soldado la
siguiente misiva:
"Vuestra excelencia tiene mucho talento, sin duda; gracias a su
profunda sagacidad vemos este Estado tan bien regido. Pero, querido conde, tantos
y tan grandes éxitos acarrean no pocas envidias, y temo mucho que haya quien se
ría de V. E. si vuestra sagacidad no consigue adivinar que cierto hermoso joven
ha tenido la fortuna de inspirar, acaso a pesar suyo, un amor singularísimo.
Este feliz mortal no tiene más que veintitrés años, según dicen, y, querido
conde, lo que complica la cuestión es que V. E. y yo tenemos mucho más del
doble de esa edad. Por la noche, visto desde lejos, el conde es encantador,
chispeante, ingenioso y amable hasta más no poder; pero por la mañana, en la
intimidad, si bien se mira, el recién llegado tiene acaso más atractivos. Ahora
bien; nosotras
las mujeres damos mucho valor a esa frescura juvenil, sobre todo cuando hemos
pasado los treinta años. Ya se habla de que ese hermoso adolescente
permanezca en nuestra corte asentado en algún cargo bueno. ¿Quién es la persona
que habla de eso a V. E. con más ahínco?”
El príncipe cogió la carta y dio al soldado dos
escudos.
-Esto, además de tu sueldo -le dijo con aire sombrío-; silencio absoluto para todo el
mundo, o si no, la más húmeda de las cuevas de la fortaleza.
El príncipe tenía en su despacho una colección de sobres con las señas de
la mayor parte de las personas de su corte, escritas de la mano de ese mismo
soldado, que pasaba por no saber escribir y no escribía ni siquiera sus
informes de policía. El príncipe cogió el que buscaba.
Unas horas después, el conde Mosca recibió una carta por correo
Nunca el favorito había
parecido estar dominado por más sombría tristeza.
No describiremos el
abominable humor que agitaba al
primer ministro, conde Mosca della Rovere, en el momento en que le fue permitido dejar a su augusto señor. Ranucio Ernesto IV era habilísimo en el arte de torturar un corazón, y podría yo, sin gran injusticia, hacer aquí la comparación con el tigre que juguetea con su presa.
Quería acallar las voces de su alma para concentrar toda su
atención reflexiva en la deliberación y decisión que iba a tomar. Sumido en congoja tal que hubiera dado lástima
a su más cruel enemigo, decía:
-El hombre a quien odio vive en casa de la
duquesa y pasa con ella todo el día. ¿He de intentar que hable una de sus camareras? Nada más peligroso;
¡ella es tan buena, las trata tan bien y es tan querida
por todas! (¿Y quién, Dios mío, no la adoraría?) Pero la
cuestión es ésta decía con rabia, corrigiéndose: ¿Debo dejar que
se trasluzcan los celos que me consumen o no hablar de
ellos? Si me callo, no se esconderán. Conozco
a Gina: es
una mujer que sigue el primer impulso. Su conducta es imprevista, hasta para ella misma. Si quiere fijarse un papel de antemano, se confunde, y en el momento de la acción se le ocurre una nueva idea que ejecuta con
arrebato como la mejor solución del mundo, y lo echa todo
a perder. Si
no digo palabra de mi martirio, no se esconderá y veré todo lo que pueda ocurrir... Sí; pero si hablo provocaré nuevos
estados de espíritu; reflexionarán y acaso evitaré muchas de esas cosas
horribles que podrían suceder...
Quizá lo
alejen (el conde respiró), y entonces casi he
ganado la partida. Aun cuando en el primer momento haya
algo de irritación, yo la calmaré, y esa irritación ¿no es natural?...; le quiere como a un hijo desde hace quince años. Ahí está mi esperanza toda: como a un hijo; pero ha dejado de verlo
desde su fuga de Waterloo; y cuando volvió a Nápoles era
otro hombre, sobre todo para ella. ¡Otro hombre repitió rabioso, y un hombre
encantador! ¡Sobre todo ese aire ingenuo y tierno, esos ojos llenos de sonrisa
y prometedores de tanta felicidad ( Esos ojos, la duquesa no está acostumbrada a verlos aquí, en la corte... Aquí sólo hay miradas
apagadas o sardónicas. Yo mismo, enterrado en los negocios,
reinando
sólo por mi influencia sobre un hombre que quisiera ponerme en
ridículo, ¿qué miradas no tendré muchas veces ¡Ay!, por
mucho cuidado que ponga, mi mirada es sobre todo la que debe ser en mí, vieja,
anciana. Mi alegría siempre
está próxima a la ironía...; y diré más, que aquí hay que
ser sincero, mi
alegría ¿no deja entrever como algo inminente el poder
absoluto. . . y la maldad? No me digo yo a mí mismo muchas veces, sobre todo cuando me irritan: ¿puedo lo que
quiero? Y aún añado una tontería: debo ser más feliz que otro,
puesto que tengo lo que otros no tienen: un poder
soberano en casi todo... ¡Pues bien, seamos justos. El
hábito de tales pensamientos por fuerza ha de emponzoñar mi sonrisa... ha de
darme un aire de egoísmo... satisfecho, y en cambio, la
sonrisa suya qué encantadora. Emana de ella una felicidad
fácil de juventud primera que promete contagiarse a quien
se acerque.
La duquesa corrió a la lámpara, la apagó y dijo a Chekina que la perdonaba,
pero a condición de que no diría palabra de esta escena extraña a nadie en el
mundo.
-El pobre conde -añadió en tono ligero- teme al ridículo; así son todos los hombres.
La duquesa se apresuró a bajar a sus habitaciones. Se encerró en su cuarto
y se echó a llorar; parecíale horrible la idea de hacer el amor con Fabricio, a
quien había visto nacer.
irritábale el papel ridículo, según
ella, que Fabricio hacía con la pequeña Marietta; el
conde, en efecto, como verdadero enamorado, incapaz de
guardar un secreto, se lo habla dicho todo. No podía ella acostumbrarse a
la desgracia de que su ídolo tuviera un defecto. Por último, en un momento de buena amistad, pidió
consejo al conde. Fue para éste un instante delicioso, un
hermoso premio del honrado sentimiento que le había impulsado
a regresar de Bolonia.
¿Quién lo creería? Su
deseo no era sólo consultar al hombre prudente [al abate Blanes], al amigo devoto. El
objeto de esa visita y los sentimientos que agitaron a
nuestro héroe, durante las cuarenta horas que duró su
viaje, son tan absurdos, que sin duda mejor valiera, en interés del relato,
haberlos suprimido. Temo que la credulidad de Fabricio le prive de la simpatía del lector; pero así era él; ¿por qué favorecerle en su retrato? No he favorecido al
conde Mosca ni al príncipe.
Fabricio tenía
un alma italiana; ruego al lector que le dispense; este defecto,
que acaso le haga menos amable, consistía en que no era vanidoso más que por momentos, y la sola visión de la belleza sublime
le enternecía; mitigábanse entonces sus dolores, perdiendo
por un momento la agudeza de su cortante filo.
Sentado en una roca solitaria, libre de los agentes de
policía, protegido por la honda noche y el lejano silencio, unas lágrimas
dulces corrieron por sus mejillas. Encontró, con poco gasto,
los instantes más felices que había gustado desde hacía mucho
tiempo.
Resolvió no mentir nunca
a la duquesa, y, porque la
amaba en este instante hasta la idolatría, juró no decirle nunca que la amaba.
Jamás pronunciaría a su lado la palabra amor, puesto que la pasión así
denominada era extraña a su corazón. En el entusiasmo de generosidad y de
virtud que en este momento constituía su ventura, tomó la resolución de decírselo todo en la
primera coyuntura y confesarle que nunca su corazón había conocido el amor. Una
vez que hubo adoptado este propósito valeroso, sintióse como libre de un enorme
peso.
Me dirá quizá algo de Marietta; pues bien, no volveré
a ver a la pequeña, se respondía a sí mismo alegremente.
¿No habla quizá en esa ciencia
algo de verdad? ¿Por qué ha de ser diferente de las demás? Unos imbéciles se
asocian con otros astutos y convienen entre sí en que
saben el mejicano, por ejemplo; impónense por esta cualidad a la sociedad
que los respeta y a los Gobiernos que les pagan.
Se les llena de mercedes precisamente porque no tienen talento, y el poder no teme que subleven a los pueblos
y se pongan patéticos, ostentando sentimientos generosos. […]
¿Esa misma cruz, no acaban de darla a mi
preceptor de Nápoles? Fabricio experimentó un sentimiento de profundo malestar; el hermoso entusiasmo
que hacía latir su corazón, tornábase ahora en el vil placer
de sacar buena parte de un robo. Pues bien, dijo al fin entornando los ojos como
un hombre descontento de sí mismo, puesto que mi nacimiento me da el derecho
de aprovecharme de esos abusos, tonto sería si no aceptase mi parte; pero que
no se me ocurra maldecirlos en público. Estos razonamientos no carecían de exactitud; pero era caer de
bruces desde lo alto de la sublime ventura que le había
arrebatado una hora antes. La idea del privilegio había secado esa planta, siempre delicadísima, llamada felicidad. […]
Si no hay que creer en la
astrología, volvió a decir, tratando de variar sus pensamientos; si esa ciencia
es, como casi todas las ciencias no matemáticas, una reunión de necios entusiastas o de hipócritas astutos y pagados por aquellos a quienes sirven, entonces ¿por qué
pienso tantas veces y con tanta emoción en aquella fatal
circunstancia? Salí de la prisión de B..., pero fue con los papeles y el traje
de un soldado que había sido encarcelado por causa justa.
Lejos de emplear su tiempo en
considerar con paciencia las reales particularidades de
las cosas, para luego adivinar sus causas, parecíale todo
lo real bajo y fangoso. Yo comprendo que la realidad
no es agradable de ver, pero entonces que no se razone
acerca de ella. Y sobre todo que no se hagan objeciones manejando pedazos de ignorancia.
Así es como, no
careciendo de talento, Fabricio no consiguió comprender que su creencia a
medias en los presagios era para él una religión, una profunda impresión sentida al entrar en la vida.
Pensar en esa creencia era para él sentir, era ser feliz.
Y se obstinaba en indagar cómo podría ser el presagio una ciencia probada,
real, del género de la geometría, por ejemplo.
Pero creyendo que razonaba y caminaba hacia la verdad, su atención se detenía deliciosamente
en el recuerdo de los casos en que el presagio había sido evidentemente seguido del suceso feliz
o desgraciado que parecía anunciar; su alma, entonces, se
llenaba de respeto, quedaba enternecida, y hubiera sentido invencible
repugnancia hacia quien le negara la verdad de los
presagios, sobre todo si hubiese usado para
ello la ironía.
En mi
poder está el decirte varias cosas antes de
que el día sustituya por completo a la noche; ahora las veo mucho más claras que las veré acaso mañana. Porque, hijo mío, siempre
somos débiles y siempre hay que contar con esa
debilidad. Mañana quizá el hombre viejo, el hombre terrenal estará ocupado, dentro de mí, en preparar su muerte, y mañana a las nueve de la
noche debes irte.
-Pues bien; esa fue una
rara ventura, porque, advertida
por mi voz, tu alma puede prepararse a otra prisión que será mucho más dura y terrible.
Probablemente no saldrás de ella si no por medio de un
crimen; pero, gracias a Dios, ese crimen no serás tú quien lo cometa. No caigas
nunca en el crimen, por muy violentamente que la tentación te incite. Me
parece ver que se tratará de matar a un inocente que, sin saberlo, usurpa tus derechos. Si
resistes a la tentación violenta, que parecerá justificada por las leyes del
honor, tu vida será muy feliz a los ojos de los hombres y
razonablemente feliz a los ojos del sabio -añadió después
de meditar un instante-. Morirás como yo, hijo mío, sentado en un asiento de
madera, lejos del lujo, desengañado del lujo y, como yo también, sin graves
reproches de tu conciencia.
Ahora, las cosas
referentes al futuro están terminadas entre nosotros y nada importante podría
añadirte. En vano he intentado averiguar cuánto tiempo
durará esa prisión. ¿Serán seis meses, un año, diez años?
No he podido descubrirlo. Sin duda he cometido alguna falta, y el cielo ha
querido castigarme con la pena de esa incertidumbre. Sólo he visto que después de la cárcel, aunque no sé si en el momento mismo de
la salida, habrá lo que llamo crimen; pero felizmente
creo estar seguro de que no serás tú quien lo cometa. Si tienes la debilidad de
tomar parte en ese crimen, todo el resto de mis cálculos
es un puro error; no morirás con el alma en paz, sobre un
asiento de madera y vestido de blanco. Diciendo estas
palabras, el abate Blanes quiso levantarse.
Me
pidió una predicción de tu vida, que me guardé muy bien de enviarle, quedándome, sin embargo, con las pieles y el hermoso cuadrante. Cuando se anuncia el porvenir se infringe la regla,
y se corre el peligro de alterar el suceso venidero, en
cuyo caso la ciencia se viene abajo como un verdadero juego
de niños; y además había que decir cosas duras a esa duquesa,
siempre tan bonita.
Hoy es el día
de San Giovita, mártir y soldado. Ya sabes que la aldehuela de Grianta tiene el
mismo patrón que la gran ciudad de Brescia, lo cual, entre paréntesis, engañó de muy
graciosa manera a mi ilustre maestro Santiago Marini de Rávena.
Varias veces me anunció que tendría un buen porvenir en la Iglesia, creyendo
que iba a ser cura de la magnífica iglesia de San Giovita de Brescia; he sido
cura de una pequeña aldea de setecientos cincuenta vecinos. Pero de ello me
felicito. He visto, no hace diez años, que si hubiera sido cura de Brescia, mi
destino me hubiera llevado a una prisión en una colina de Moravia, en el Spielberg.
El marqués del Dongo va debilitándose añadió
Blanes en tono triste y si volviera a verte quizá te diera
algo por su mano. Pero tales provechos fraudulentos no
convienen a un hombre como tú, cuya fuerza estará algún día en su conciencia. El marqués
aborrece a su hijo Ascanio, a quien, sin embargo, irán
los cinco o seis millones que posee. Es justo.
Todos los complicadísimos intereses de esta corte pequeña y
perversa me han hecho también perverso. No siento placer en el odio, y hasta creo que sería para mí una triste felicidad la de humillar a mis
enemigos, si los tuviera; pero no tengo enemigos... ¡Alto!,
pensó de pronto, tengo a Giletti. . . ¡Cosa singular! El gusto
que me daría ver a ese hombre irse a todos los diablos sobrevive
al ligerísimo capricho que sentía por la pequeña Marietta... Esta no vale, ni
con mucho, lo que la duquesa de A..., a quien estaba
obligado a amar en Nápoles, puesto que le había dicho que
estaba enamorado de ella. ¡Dios mío! Cuántas veces me he aburrido en las largas
citas que me concedía la hermosa duquesa; no así en el
cuartito destartalado que servía de cocina, donde la
pequeña Marietta me ha recibido dos veces, dos minutos cada vez.
¿A qué buscar tan lejos la felicidad? Ahí
está, ante mi vista.
Fragmentos seleccionados de La Cartuja de Parma, Stendhal
Pero por lo pronto llevo conmigo, casi intacta, recién comenzada, una edición de bolsillo de La cartuja de Parma: una promesa de felicidad, por decirlo con las palabras del propio Stendhal.
Longitudes de verano, Antonio Muñoz Molina [El País, 7 de julio de 2012]
Ahora estoy leyendo “Roma, Nápoles y Florencia”. Con
una inconsecuencia muy suya, Stendhal no nombra en el título la ciudad
que ocupa más de la cuarta parte del libro, Milán, donde fue tan feliz
que imaginó para sí mismo un epitafio que dijera: Arrigo Beyle, Milanese. El 28 de noviembre de 1816, a las cinco de la mañana, “a la salida de un baile”, anotó en su cuaderno: “La beauté n’est jamais, ce me semble, qu’une promesse de bonheur”.
Él no renunció nunca a esa promesa de felicidad.
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