domingo, 15 de septiembre de 2013

La muerte parecía bella en su bello rostro



La declaración
-¿Será para usted una gran felicidad -le dijo con una especie de cólera y con lágrimas en los ojos-, el haberme obligado a saltar por encima de todo lo que me debo a mí misma? Hasta el 3 de agosto del año pasado no había sentido sino aversión por los hombres que querían agradarme. Tenía un desprecio sin límites, acaso exagerado, por el carácter de los cortesanos, y todos los que en esta corte eran felices me desagradaban. Encontré, en cambio, muy singulares cualidades en un preso que el 3 de agosto fue traído a esta fortaleza. Sin darme cuenta de ello empecé por sentir los tormentos de los celos. […]
Comprendí que si dejaba la fortaleza, ya no podría velar sobre la vida del preso, cuya suerte me interesaba. […]
Él los rechazó [los medios para evadirse] y quiso persuadirme de que se negaba a abandonar la fortaleza por no alejarse de mí. […]
Pero no tuve valor para irme de la fortaleza; soy una mujer perdida. He tomado afecto a un hombre ligero; sé cuál ha sido su conducta en Nápoles; ¿qué razones tengo para creer que haya cambiado de carácter? Encerrado en una prisión severa, ha cortejado a la única mujer a quien podía ver y que ha sido una distracción de su tedio. Como no podía hablarle, sino con cierta dificultad, esta diversión ha tomado la falsa apariencia de una pasión.
El tal preso se hizo un nombre en el mundo por su valentía, y se imagina demostrar que su amor es algo más que un capricho pasajero, exponiéndose a peligros bastante graves por ver a la persona a quien cree amar. Pero en cuanto esté en una gran ciudad, nuevamente envuelto en las seducciones del mundo, volverá a ser lo que siempre ha sido: un hombre entregado a la disipación, a la galantería. Y su pobre compañera de prisión acabará sus días en un convento, olvidada por el hombre ligero y con un remordimiento eterno de haberle hecho una confesión. […]

La promesa
-Prometa usted -dijo Clelia fuera de sí, con las lágrimas en los ojos-, prometa o bien hablamos aquí por última vez. La vida que llevo es horrible: está usted aquí por culpa mía y cada día puede ser el último de su existencia.  […]
-Juro, pues, precipitarme a sabiendas en una horrenda desventura y condenarme a vivir lejos de cuanto amo en el mundo.
-Prometa usted cosas concretas.

-Juro obedecer a la duquesa y escaparme el día que quiera como quiera. ¿Y qué será de mí lejos de usted? […]

Precauciones

Aquella misma noche, en la correspondencia nocturna por medio de la lámpara, Fabricio comunicó a la duquesa la ocasión única que había para introducir en la fortaleza una suficiente cantidad de cuerda. Pero le suplicaba que guardase el secreto aun para el conde, cosa que pareció extraña. Está loco, pensó la duquesa. La prisión le ha cambiado y toma las cosas por lo trágico.

El peligro
Aquí hemos de interrumpir por un momento el relato de esta audaz empresa para dar cuenta de un detalle necesario, que explica en parte el valor que tuvo la duquesa aconsejando a Fabricio tan peligrosa fuga. […]
Tengo un pensamiento que me tranquiliza: no he hecho daño a nadie ¿quién puede odiarme? [la duquesa al príncipe] […]

El poeta
Hasta aquí todos nuestros autores, que se han dado a conocer, eran gente pagada por el gobierno o por el culto que querían minar. Yo, primero, expongo mi vida; además, piense usted, señora, en las reflexiones que me agitan cuando voy a robar. ¿Estoy en lo cierto? me digo. El cargo de tribuno ¿proporciona al bien común servicios que valen realmente cien francos al mes? […]
-Piense alguna vez en esta cuestión: La misión de este hombre es despertar los corazones, impedir que se duerman en la falsa felicidad material que dan las monarquías. El servicio que presta a sus conciudadanos, ¿vale cien francos al mes?... Mi desgracia es amar -dijo con voz muy dulce-, y desde hace dos años, mi alma la llena técnicamente su imagen; pero hasta aquí la he visto a usted sin infundirle miedo. […]

La duquesa
Los dos rasgos esenciales del carácter de la duquesa eran, primero: que lo que una vez había querido, lo quería siempre y segundo: que nunca volvía a deliberar acerca de lo que había decidido una vez. Sobre esto citaba la frase de su primer marido, el amable general Pietranera: ¡Qué insolencia para conmigo mismo!, decía, ¿porqué he de creer que tenga más talento ahora que cuando tomé aquella decisión? […]

La venganza
Me inclino a creer que la inmortal felicidad que los italianos sienten en la venganza proviene de la fuerza de imaginación de este pueblo; los hombres de los demás países no perdonan propiamente, sino que olvidan. […]
Fue en esta aldea donde la duquesa cometió una acción, no solo horrible para los moralistas, sino además funesta para la tranquilidad del resto de su vida. […]

El cambio
Esto tenía que ocurrir, tarde o .temprano, pensaba la duquesa con tristeza sombría. Las penas me han envejecido, o bien realmente ama a otra y yo no ocupo ya en su corazón sino el segundo puesto. Rebajada, aterrada por este dolor, el mayor posible, la duquesa pensaba a veces: ¡Si permitiera el cielo que Ferrante se hubiera vuelto loco del todo o que le faltase valor me parece que sería menos desgraciada! Desde este momento, un semirremordimiento emponzoñó la estimación que la duquesa sentía hacia sí misma, hacia su propio carácter. ¡Así, pues, decía con amargura, me arrepiento de una decisión tomada: ya no soy, pues, una del Dongo!
Lo ha dispuesto el cielo, proseguía: Fabricio está enamorado, y ¿con qué derecho iba yo a querer que no lo estuviera? ¿Es que entre nosotros se ha cruzado nunca una sola palabra de amor verdadero? […]

La opinión pública
Entonces Fabricio fue censurado aun por los mismos liberales verdaderos, que le acusaban de haber causado por su imprudencia la muerte de ocho pobres soldados. Así es como los pequeños despotismos reducen a nada el valor de la opinión pública. […]

La broma pesada
Y para dar remate a esta agradable situación, la duquesa había cedido a la tentación de dar una broma pesada a este sobrino demasiado querido. […]
¿Qué es, ¡ay!, la fidelidad de un amante a quien se estima, cuando se tiene el corazón destrozado por la frialdad del amante a quien se quiere? […]

La política
La política, en una obra literaria es como un pistoletazo en medio de un concierto, es una grosería a la que, sin embargo, no se puede negar atención.
Vamos a hablar de cosas desagradables, de las que por varios motivos quisiéramos prescindir; pero no tenemos más remedio que relatar sucesos que nos competen, ya que tienen por teatro el corazón de los personajes. […]
Por último, los exaltados, los jacobinos que cuentan lo que desearían que hubiese ocurrido, hablan de veneno. […]
Sin mí, Parma hubiera sido república durante dos meses, con el poeta Ferrante Palla de dictador. […]
El difunto príncipe era perverso y envidioso, pero había estado en la guerra y había mandado cuerpos de ejército, cosa que le dio cierto buen sentido; había en él madera de un príncipe y yo podía ser ministro, bueno o malo. Pero con este hijo suyo, persona honrada cándida y realmente buena, tengo que ser un intrigante, el rival con la última mujercilla de palacio, y un rival muy inferior, porque despreciaré cien detalles necesarios. […]
Si hubiese nacido marqués, con una buena fortuna, este gran príncipe hubiera sido uno de los hombres más estimables de su corte, una especie de Luis XVI. Pero con su ingenuidad piadosa, ¿cómo va a resistir a las sabias astucias que le rodean? Así, el salón de tu enemiga la Raversi, es hoy más poderoso que nunca […]
Señora -replicó la duquesa-, salvo mi amigo el marqués Crescenzi, que posee tres o cuatros cientos mil francos de renta, todo el mundo roba aquí; y ¿cómo no robar en un país donde el agradecimiento por los mayores servicios no duran ni siquiera un mes? No hay, pues, ninguna realidad que sobreviva a la privanza, como no sea el dinero. Voy a permitirme, señora, decir verdades terribles. […]

El hortelano y su señor
Resolved, principillos, a solas vuestras guerras.
Fuera locura insigne acudir a los reyes,
No permitáis jamás que os impongan sus leyes
Ni le hagáis entrar en vuestras tierras.
[…]
María de Médici
María de Médici continuó asistiendo a los Consejos del rey, según los consejos de Richelieu a quien introdujo como ministro del rey. Durante unos años, no se percató del poder e importancia que su cliente y protegido iba adquiriendo. Cuando se dio cuenta de ello, intentó derrocarle por todos los medios. Sin comprender aún el carácter del rey, creyó que le sería fácil obtener la destitución de Richelieu pero, después del famoso Día de los Engañados, el 12 de noviembre de 1630, Richelieu pasó a ser el primer ministro y María de Médici se vio obligada a reconciliarse con él.
Finalmente, María decidió retirarse de la corte. El rey, sabiendo lo intrigante que podía llegar a ser, la envió al castillo de Compiègne, desde donde trató de huir a Bruselas en 1631, donde pensaba encontrar ayuda para su causa. Refugiada con los enemigos de Francia, María fue privada de su condición de reina de Francia y, por consiguiente, de sus pensiones.
El fin de María de Médici fue patético. Durante años vivió al amparo de las cortes europeas en Alemania, después en Inglaterra, intentando crear enemigos contra el cardenal y sin poder regresar nunca a Francia. Refugiada en la casa natal de Rubens [Siegen], murió en 1642, unos meses antes que Richelieu.
[…]
Aunque estaba muy picada, la princesa pensó que la duquesa podía muy bien irse de Parma y entonces Rassi, a quien tenía un miedo atroz, podría quizá imitar a Richelieu y hacerla desterrar por su hijo. En este momento la princesa hubiera dado cualquier cosa por humillar a su camarera mayor; pero no podía.
[…]
La fábula de La Fontaine me decide y puede más que mi justo deseo de vengar a mi esposo. ¿Quiere permitirme Vuestra Alteza que queme todas esas escrituras? -El príncipe permanecía inmóvil.
Su fisonomía es verdaderamente estúpida, pensó la duquesa. El conde tiene razón; el difunto príncipe no nos habría tenido hasta las tres de la mañana para decidirse.
La princesa, de pie, añadió:
-Ese procuradorcillo se sentiría ufano, si supiera que sus papelotes, llenos de mentiras y arreglados para proporcionarle un ascenso, han ocupado toda la noche a los dos más grandes personajes del Estado.
[…]
En la gente débil es infalible un retorno a la indecisión; dentro de tres días Rassi tendrá más privanza que nunca. Tratará de ahorcar a alguien; mientras no haya conseguido eso, no tiene sujeto al príncipe y carece de toda seguridad. […]
Pero el lector está quizá un poco cansado de todos estos detalles procesales y de todas estas intrigas cortesanas. De aquí puede sacarse una enseñanza y es que el hombre que se acerca a la corte pone en peligro su dicha, si es feliz; y en todo caso hace depender su porvenir de las intrigas de una doncella.
Por otra parte, en América, en la república, hay que pasarse el día bostezando y haciendo seriamente la corte a los mercaderes de la calle y tornarse tan necio como ellos; en cambio, no hay ópera. […]
¡Qué locos son los hombres, con sus ideas del honor! Como si se pudiera pensar en el honor en los gobiernos absolutos; en los países en donde un Rassi es ministro de justicia. […]
Lo horroroso es que no podemos, ni tú ni yo decirle al príncipe que tenemos miedo al veneno, al veneno administrado por Rassi; esta sospecha le parecería el colmo de la inmoralidad. No obstante, si lo exiges estoy dispuesto a ir a palacio; pero estoy seguro de la contestación. Diré más; te ofrezco un medio que no usaría yo para mí. Desde que tengo el poder en este país no he dado muerte a un solo hombre, y sabes que por ese lado soy tan tonto, que algunas veces, a la caída de la tarde, pienso aún en esos dos espías que mandé fusilar algo ligeramente en España. Pues bien, ¿quieres que te libre de Rassi? El peligro en que pone a Fabricio, no tiene límites; ahí tiene un medio seguro de echarme de Parma. […]
Al ver la perfecta sangre fría de la princesa, la duquesa se volvió loca de dolor. No hizo esta reflexión moral, que no habría dejado de hacer una mujer educada en esas regiones del Norte donde se admite el examen personal: he empleado el veneno la primera, por el veneno muero. En Italia, esta clase de reflexiones, en los momentos de pasión, parecen como una ingeniosidad tonta dicha en pleno dolor, y hacen el efecto que haría en París un chiste en semejante circunstancia. […]
-Pero, príncipe mío, ¿tenéis jueces?
-¿Cómo? -dijo el príncipe extrañado.
-Tenéis sabios jurisconsultos que andan por la calle con suma gravedad; pero éstos fallarán siempre a gusto del partido que domine en la corte. […]
¿Me conviene acaso dejar que se deshonre Conti? No, por cierto; pues entonces el matrimonio de su hija con ese vulgarote de Crescenzi se hace imposible. […]
-La conducta que está usted observando es la obra maestra de la más fina política -le dijo el conde, volviendo a tomar el tono ligero de la conversación-. Se está usted labrando un porvenir muy agradable. El príncipe le respeta a usted, el pueblo le venera, ese trajecillo negro raído le quita el sueño a monseñor Landriani. Tengo alguna experiencia de los negocios, y puedo jurar que no sabría qué consejo dar a usted para perfeccionar lo que estoy viendo. El primer paso que da usted en el mundo, a los veinticinco años, es la perfección completa. Mucho se habla de usted en la corte; ¿y sabe usted a qué se debe esta distinción única, a la edad que usted tiene? Pues al trajecillo negro raído. La duquesa y yo disponemos, como usted sabe, de la antigua casa de Petrarca, en esa hermosa colina cerca del bosque, en las cercanías del Po. Si alguna vez está usted cansado de sufrir los alfilerazos de la envidia, he pensado que podría usted ser el sucesor de Petrarca, cuyo renombre aumentará el que usted ya tiene. […]
Efectivamente, Fabricio lloró a lágrima viva durante más de media hora. Por fortuna, una sinfonía de Mozart, horrorosamente estropeada, como es uso en Italia, vino a ayudarle a enjugar sus lágrimas. […]

Fragmentos seleccionados de La Carttuja de Parma, Stendhal 



Cinco grandes enemigos de la humanidad están dentro de nosotros mismos: la avaricia, la ambición, la envidia, la ira y el orgullo. Si nos despojamos de ellos, gozaremos de la más completa paz.



domingo, 8 de septiembre de 2013

La vieja historia de Judith


Un fragmento de La Cartuja de Parma, Stendhal
Comentario sobre Decapitación de Holofernes [1598] de Caravaggio


Aquí se trata de no decir nada que no esté perfectamente en su lugar; sean cualesquiera mis sentimientos para con la duquesa, no hay que olvidar que es una de las más altas damas de mi corte. ¿Cómo hablaba Luis XIV a las princesas, sus hijas, cuando tenía motivos para estar descontento de ellas? La mirada del príncipe se detuvo en el retrato del gran rey. […]
-Bien sabe usted, señora duquesa -le dijo cogiéndola por la mano- que siempre la he amado a usted y con una amistad a la que de quererlo, pudo usted dar otro nombre. Pero se ha cometido un homicidio; no puede negarse. He confiado la instrucción del asunto a mis mejores jueces...[…]
-Me voy para siempre de los Estados de Vuestra Alteza Serenísima; no quiero oír hablar más del fiscal Rassi y de los demás asesinos infames que han condenado a mi sobrino y a tantos otros.
Vuestra Alteza Serenísima no quiere mezclar un sentimiento de amargura a los últimos instantes que paso cerca de un príncipe cortés e ingenioso, cuando no está engañado, le ruego muy humildemente que no evoque la idea de esos jueces infames que se venden por mil escudos o una cruz. […]
El acento admirable y sobre todo verdadero con que fueron pronunciadas estas palabras hizo temblar al príncipe; que temió un instante ver atacada su dignidad por una acusación aún más directa. […]
con un poco de destreza no sería quizás imposible hacerla algún día mi querida […]
El conde estaba enamorado. Si la duquesa parte, la sigo, pensaba. Pero ¿querrá que la siga? Esta es la cuestión. […]
-¿Qué hay que hacer? -preguntó al conde, sin saber demasiado lo que él mismo hacía y arrastrado por la costumbre de consultar en todo.
-No sé, en verdad, Alteza Serenísima -respondió el conde con la voz de un hombre que está exhalando el último suspiro. Apenas si podía articular las palabras de su respuesta. El tono de esta fue el primer consuelo que encontró el príncipe en esta audiencia y la pequeña alegría le sugirió una frase feliz para su amor propio.
Pues bien dijo, soy el más razonable de los tres; quiero prescindir por completo de mi posición en el mundo. Voy a hablar como un amigo. Y con una hermosa sonrisa de condescendencia fiel trasunto de las sonrisas de Luis XIV, en los felices tiempos de las monarquías, añadió: eso es, como un amigo que habla a otros amigos. Señora duquesa, ¿qué hay que hacer para que olvide usted una resolución intempestiva? […]
-Vea –dijo- que su encantadora amiga está enteramente fuera de sí; es natural, adora a su sobrino. Y volviéndose hacia la duquesa, añadió con la más galante mirada y dando a su voz el tono que se emplea para citar palabras de una comedia: ¿Qué hay que hacer para agradar a esos bellos ojos?
La duquesa había tenido tiempo de reflexionar; con tono firme y lento, como quien dicta un ultimátum, respondió:
-Su Alteza me escribirá una cartita amable, como sabe escribirlas cuando quiere; me dirá que no estando convencido de la culpabilidad de Fabricio del Dongo, primer gran vicario del arzobispo, no firmará la sentencia cuando vengan a presentársela, y que ese proceso injusto no tendrá consecuencia alguna en el porvenir.
-¡Cómo injusto! -exclamó el príncipe enrojeciendo hasta los ojos y recobrando su cólera.
-No es eso todo -replicó la duquesa con la energía de una matrona-, esta misma noche (y miraba al reloj que señalaba las once y cuarto), esta misma noche Su Alteza Serenísima mandará decir a la marquesa Raversi que le aconseja vaya al campo a reponerse de las fatigas que le ha causado cierto proceso de que hablaba en su salón al comenzar la velada. […]
La duquesa quería enviar a Fabricio una copia de la carta del príncipe; no pudo resistir al placer de divertirle, y quiso añadir palabras contando la escena en la cámara regia; esas dos palabras se convirtieron en una carta de diez páginas. […]

La duquesa mandaba al arzobispo el original de la carta de príncipe. Como esta carta se refería a su primer vicario general le rogaba que la guardara en los archivos del arzobispado, en donde esperaba que los señores vicarios y canónigos tomarían conocimiento de ella. Todo esto, con la condición del secreto más profundo. […]

Pero el instinto de bufón era en él tan poderoso, que se le veía a diario preferir el salón de un ministro que se burlaba de él, que su propio salón en donde reinaba, como un déspota, sobre todos los togados de la nación. Rassi se había colocado, sobre todo, en una situación excepcional: era imposible al noble más insolente conseguir humillarle. Su modo de vengarse de las injurias que le decían a diario, era contárselas al príncipe a quien, por especial privilegio, podía decirlo todo. Cierto es que a veces la respuesta era un bofetón bien dado, que le dolía; pero no por eso se alteraba en lo más mínimo. La presencia de su juez supremo distraía al príncipe en sus ratos de mal humor, y entonces se entretenía en ultrajarle. Se ve, pues, que Rassi era poco más o menos el cortesano perfecto: sin pundonor y sin mal humor. […]
-Escribid -dijo el príncipe-: "Su Alteza Serenísima, habiéndose dignado escuchar bondadosamente las muy humildes súplicas de la marquesa del Dongo, madre del culpable, y de la duquesa Sanseverina, su tía, las cuales han manifestado que en la época del crimen, su hijo y sobrino era muy joven y además estaba obcecado por una pasión loca que sentía hacia la mujer del desgraciado Giletti, ha tenido a bien conmutar la pena a que ha sido condenado Fabricio del Dongo, por la de doce años de fortaleza.”
El príncipe firmó y fechó con fecha del día anterior; luego devolviendo la sentencia a Rassi, le dijo:
-Escribid debajo de mi firma: "Habiéndose la duquesa Sanseverina prosternado de rodillas ante Su Alteza, el príncipe ha permitido que todos los jueves el culpable tenga una hora de paseo por la plataforma de la torre cuadrada llamada vulgarmente Torre Farnesio.” […]
Ha de saber el lector que en el partido liberal, dirigido por la marquesa Raversi y el general Conti, se afectaba no poner en duda la relación amorosa que se decía existir entre Fabricio y la duquesa. El aborrecido conde Mosca era objeto de infinitas burlas. […]
Cuando se la comparaba con la duquesa, lo que le perjudicaba era sobre todo esa aparente ausencia de emoción, esa manera de estar como por encima de todo. En Inglaterra o en Francia, países donde domina la vanidad, probablemente la opinión hubiera sido la contraria. […]
esa actitud tan por encima de los encantos comunes, provenían de una profunda incapacidad de sentir lo vulgar. Había en aquel rostro ausencia de interés, pero no imposibilidad de interesarse por algo. Desde que su padre era gobernador de la fortaleza, Clelia vivía feliz o por lo me- nos sin pena, en sus habitaciones altas.
¡Oh poder absoluto! ¿Cuánto acabarás de pesar sobre Italia? ¡Almas viles y venales! ¡Y soy yo la hija del carcelero! ¡Y he demostrado claramente que lo soy, no queriendo contestar a Fabricio, a Fabricio, que antaño fue mi bienhechor! ¿Qué pensará de mí ahora, en su cuarto. a solas con su lamparita? […]
-¿Quiere usted prometerme que guardará el secreto de lo que voy a decir, aun en el caso de que no crea usted conveniente otorgarme lo que pida?
-Sí, sí, monseñor -contestó la muchacha, toda temblorosa al ver el aire serio y sombrío que el anciano de pronto había tomado. -Nuestro respetable arzobispo –añadió-, no puede darme órdenes que no sean dignas de él y de mí. […]

[La duquesa] sin confesárselo, estaba locamente enamorada del joven preso […] La ira, la indignación, el sentimiento de inferioridad con respecto al príncipe dominaban demasiado en su alma altiva. […]
Si por sus infames hábitos de baja cortesanía, el conde no hubiera suprimido la palabra "proceso injusto" en la carta fatal que pude arrancar a la vanidad del príncipe, estábamos salvados. […]
¡Qué locura más funesta venir a habitar la corte de un príncipe absoluto, de un tirano que conoce a todas sus víctimas! Una mirada se le antoja un reto. […]
De lejos no podíamos figurarnos lo que es la autoridad de un déspota que conoce de vista a todos sus súbditos. La forma externa del despotismo es la misma que la de los otros gobiernos; hay jueces, por ejemplo, pero aquí los jueces son unos Rassi. ¡Qué monstruo! ¡No vacilaría en mandar ahorcar a su padre, si el príncipe se lo ordenase! […]
Empezaríamos por vivir con los mil doscientos francos que el apoderado de su padre me entrega con tan puntual exactitud. […]
En los primeros días del mes hemos quemado el conde y yo, como de costumbre, todos los papeles de que la policía pudiera abusar; y lo gracioso es que el ministro de Policía es él. […]
la inconmensurable cobardía del marqués del Dongo considerará pecaminoso enviar pan a un hombre perseguido por un príncipe legítimo […]
Sí; voy a romper muy ostensiblemente con el conde, pues no quiero arrastrarlo en mi ruina, eso sería una infamia; ¡el pobre hombre me ha amado con tanto candor! Mi error ha sido creer que en un verdadero cortesano podía quedar aún alma bastante para ser capaz de amar. […]
¿de qué iba a vengarse? ¿De que después de haberle amado cinco años, sin la menor ofensa a su cariño, diga un día: querido conde, tuve la ventura de quererle a usted pues bien, esa llama se apaga; ya no le amo, pero conozco el fondo de su corazón, y conservo por usted una profunda estimación; siempre será usted mi mejor amigo?
¿Qué puede contestar un caballero a tan sincera declaración? […]
El conde no era virtuoso y hasta puede añadirse que lo que los liberales llaman virtud (buscar la felicidad del mayor número), le parecía una candidez; ante todo creíase obligado a buscar la felicidad del conde Mosca della Rovere. […]

-¡Se atreve usted a hablarme de partir estando aquí Fabricio! -exclamó ella al fin, incorporándose a medias. Pero como advirtió que este nombre de Fabricio producía una impresión penosa, añadió tras un momento de calma, estrechando levemente la mano del conde-. No, querido amigo, no le diré que mi amor por usted haya sido esa arrebatada pasión juvenil que ya no se siente, creo yo, después de los treinta años; y estoy ya lejos de esa edad. Le habrán dicho que amaba a Fabricio; sé que ese rumor ha corrido por esta corte perversa. (Sus ojos brillaron por vez primera, en esta conversación, al pronunciar la palabra perversa.) Y juro ante Dios y por la vida de Fabricio que nunca entre él y yo ha habido la menor cosa que no haya podido ver un tercero. No diré tampoco que le ame exactamente como a un hermano. Le amo de instinto, por decirlo así. Amo en él su valor tan sencillo, tan perfecto que puede decirse que se ignora a sí mismo. […]

Acabaron los buenos tiempos le dijo; tengo treinta y siete años, estoy en la vejez y siento sus desalientos; acaso no esté lejos la tumba. Ese momento es terrible y sin embargo parece que lo deseo. Siento el peor síntoma de vejez: la llama de corazón se apaga con esta desgracia horrible, ya no puedo amar. No veo en usted, querido conde, sino la sombra de uno a quien quise. Sólo el agradecimiento me hace hablarle así. […]

-No le reprocharé la omisión de las palabras proceso injusto en la carta que usted escribió y que él firmó; el instinto del cortesano dominaba en usted; sin darse cuenta prefirió usted el interés del amo al de la amiga. Hace ya tiempo que ha puesto usted su voluntad a mis órdenes, querido conde, pero no está en su poder el cambiar de naturaleza; tiene usted talento para el Ministerio pero también el instinto del oficio. La supresión de la palabra injusto me pierde; mas lejos de mí la idea de reprochárselo, la culpa del instinto y no de la voluntad. […] [movido por la pasión, por los celos]
Yo veía que la duquesa traspasaba un límite que nunca debe pasarse, y para arreglar las cosas cometí la increíble necedad de suprimir las palabras proceso injusto, las únicas que obligaban al soberano... Pero ¡bah!, ¿hay algo que obligue a esa gente? Esa es sin duda la mayor falta que he cometido en toda mi vida; he abandonado a la casualidad lo que para mí representa el valor de la vida. […]





Decapitación de Holofernes [1598]: Caravaggio recurre, como es habitual en su pintura, a un casi forzado realismo, que desnuda el alma de los personajes de la acción ante el espectador. Es imposible no estremecerse ante la firme decisión de la bella Judit, inconmovible ante el terror de Holofernes, el opresor de su pueblo. Con serenidad de estatua, tira de la cabeza del rey para ayudarse en la ejecución, con cuidado de mantenerse apartada de la sangre que mana a chorros como una fuente. La criada, entre espantada e hipnotizada por la acción, espera con un paño recibir el trofeo que habrán de llevar a los ancianos de la ciudad para demostrar la muerte del tirano. La violencia de la acción repercute en las expresiones de los personajes, que ofrecen diferentes versiones de lo que está pasando. El dramatismo se extiende en oleadas de color, desde el rojo agresivo de la sangre que se corresponde con el rojo del cortinaje, hasta el brillo de la espada y el tremendo fogonazo de luz que ilumina el pecho de la heroína del Antiguo Testamento.
El libro de Judith cuenta la historia de una viuda hebrea, Judit hija de Merari, en plena guerra de Israel contra el ejército babilónico, erróneamente denominado asirio.
De bellas facciones, alta educación, enorme piedad, celo religioso y pasión patriótica, Judit descubre que el general invasor, Holofernes, se ha prendado de ella. Acompañada de su criada, la viuda desciende de su ciudad amurallada y sitiada por el ejército extranjero —Bethulia— y, engañando al militar para hacerle creer que estaba realmente enamorada de él, consigue ingresar a su tienda de campaña. Una vez allí, en lugar de ceder a sus reclamos galantes, lo hace beber hasta emborracharlo. Cuando Holofernes cae dormido, Judit lo degüella, sembrando la confusión en el ejército de Babilonia y obteniendo de este modo la victoria para Israel.
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