El caso es que, sea cual sea la vía de aproximación, por
debajo de los análisis de los estudiosos está el hecho de la espontánea
naturalidad con que se asumen las contradicciones al parecer irresolubles
del Quijote en la realidad de cada día. Acaso ese soñador, o mejor, esos soñadores
contrapuestos de distinto signo [idealista, realista], conforman un
sutil paradigma de lo que nutre en lo más hondo la propia naturaleza del ser
humano, un ser que sueña y que ha hecho desde los sueños lo
más glorioso y lo más deleznable de su obra y de su historia. En
definitiva, todo el equilibrio y todo el desorden individual y social de
nuestra especie están en la capacidad para inventar sueños en la esfera
de la imaginación y ser capaces de llevarlos a término en la realidad
de la vigilia. Hay sueños que quieren ignorar que conducen a la desdicha de
muchos, y hay sueños que pretenden la felicidad general. Hay toda clase de
sueños, individuales y colectivos, y entre ellos acaso uno de los más hermosos sea el
del arte y la literatura. Pero nuestra sustancia de soñadores de lo
sublime y de lo grotesco nos identifica fácilmente con don Quijote, y
también con ese escudero suyo que sueña a ras de tierra.
Quizá la medular dualidad que presenta el libro nos afecta
de una manera tan profunda porque es un misterioso reflejo de esa “simetría
bilateral” que determina nuestra propia constitución física. Somos un ser
doble, unido por el espinazo, como don Quijote y Sancho presentan una duplicidad
unida por el espinazo de sus contrapuestas quimeras.
Transmite inmediatamente su mensaje e impregna innumerables
libros en que el héroe, en cierto modo, viene a ser “valiente, comedido,
liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de
trabajos, de prisiones, de encantos” como decía de sí mismo el ingenioso
hidalgo cuando consideraba el resultado de haber llegado a ser caballero
andante.
[Jim Hawkins, Tom Sawyer, el capitán de quince años,
Guillermo Brown, La hija del capitán, Las aventuras de Huckleberry Finn y el
esclavo negro Jim, Las aventuras del joven Kim O´Hara, Pickwick]
Leopoldo Alas, Doña Berta, la historia de la alucinación
senil de una señora que abandona la aldea en que ha vivido para partir hacia la
lejana y peligrosa capital, con el propósito de desfacer un antiguo entuerto.
Benito Pérez Galdós, La desheredada, cuya protagonista vive
una quimera y sueña contra la realidad, empujada por la equivocada idea de ser
la descendiente de una casa noble, imbuida por su padrino, un canónigo
pintoresco llamado Santiago Quijano-Quijada.
Centauros del desierto, John Ford.
El Quijote rompe la tradición de los espacios exóticos,
lejanos, que inauguró la Odisea ,
y que en su día heredarían los libros de caballerías, llenos de ínsulas
terribles, lagos encantados […] El Quijote cambia el sentido de los espacios
dramáticos, los lleva de lo extraordinario y asombroso al pasar de
cada día, inaugura una mirada diferente de los lugares domésticos, hace
que todos los territorios puedan tener simultáneamente la inmediatez y la
extrañeza de que se tiñe la Mancha
en la novela, tan cercana a los lugares familiares del héroe y sin embargo
capaz de sugerirle los sitios más misteriosos.
El tema del juego del autor apócrifo, tan ligado con lo que
se ha dado en llamar “lo metaliterario”. Borges, que tanto conocía, señala que el escrito que se conserva dentro del
escrito, en un círculo que escapa a la lógica formal y sólo puede ser
aceptado en el mundo de la imaginación, proviene de la gran epopeya hindú
Ramayana.
En El Quijote, lo metaliterario impregna toda la narración, en recursos de esta
clase que pueden parecer burla pero que resultan invenciones o reinvenciones
originalísimas. Ya en el momento del escrutinio de los libros, cuando el
ingenioso hidalgo ha regresado a su casa tras la primera salida, aparece entre
los libros que el cura y el barbero examinan La Galatea de Miguel de Cervantes, de quien el cura
se declara gran amigo. El propio Cervantes entra en la novela al principio del
capítulo IX, para explicar al lector cómo encontró casualmente en Toledo la continuación
de la historia, en unos papeles escritos en árabe cuyo autor era Cide Hamete
Benengeli. Claro que en los libros de caballerías se alude con
frecuencia a los supuestos transmisores de las fabulosas historias, pero una
enérgica vuelta de tuerca en esta línea de ficción, la entrada del recurso en
la modernidad, la da Cervantes cuando, al principio de la segunda parte, hace que
el bachiller Sansón Carrasco informe a Sancho Panza de que anda ya en libros la
historia de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y éste se lo cuente
a su amo.
Pensar que el propio Cervantes, burla burlando, se sintiese
a sí mismo el sabio encantador que intervenía en las peripecias del
desventurado hidalgo y su escudero, y hasta narraba su historia, nos llevaría a
un punto muy interesante, pues cabría entonces la posibilidad de que Don
Quijote tuviese razón, y los molinos fuesen verdaderos gigantes; y los rebaños,
auténticos ejércitos; y las modestas ventas, soberbios castillos. Sería la
intervención del mago, ese intermediario que, además, confiesa estar
transmitiéndonos un texto ajeno, la que está manipulando la realidad de los
sucesos. Quede ahí esa ambigüedad al menos como uno de los posibles efectos del
juego de apócrifos y el espejo metaliterario, que aparecen en El Quijote de una
manera revolucionaria, como un modo de elevar la novela hacia un “hiperespacio
textual”, que tiene la extraordinaria ambición, no de poner el libro en
la realidad de la vida, sino de meter la realidad de la vida dentro del
libro.
En la misma segunda parte, en el capítulo XLIV, el autor
señala, incidiendo en el juego del apócrifo, lo siguiente: “Dicen que en el
propio original desta historia se lee que llegando Cide Hamete a escribir este
capítulo, no le tradujo su intérprete como él le había escrito…”
Esto es el colmo del artificio. Ya no se trata de que, en un
momento determinado, Cervantes inmovilice a Don Quijote y al Vizcaíno con las
espadas en alto porque confiesa no saber cómo continúa la historia,
y que, tras rebuscar en el Alcaná de Toledo, encuentre unos papeles que le
hacen conocer la solución, ni se trata de la remisión al autor verdadero, Cide
Hamete Benengeli, que habría sido traducido por otro antes de que el texto
llegase al autor que nos transmite la obra, sino que hay un texto anterior y
superior a todos, el texto de verdad originario, donde no sólo están escritos
don Quijote y Sancho y los personajes y lugares de sus hazañas, sino también
Cide Hamete escribiendo El Quijote y su traductor traduciéndolo, e incluso
siendo infiel al texto auténtico.
La imaginación de la cadena de textos que se van
antecediendo puede hacernos sentir vértigo, pero desde luego ha sido
fecundísima en esa tradición. […] Aunque no hay que olvidar que el gusto por el
apócrifo, por el personaje fabuloso de que el autor es un mero intermediario,
está firmemente asentada en la tradición ibérica, más que hispánica.
[Juan de Mairena, Jusep Torres Campalans, los inventados por
el portugués Fernando Pessoa.]
También hay en El Quijote una asombrosa perspectiva
metaliteraria, bastante conmovedora, cuando el lector escucha al héroe invocar al
mago o al cronista que un día narrará sus hazañas y le hará famoso.
[valor profético]. Puede que haya sido una mera fórmula para incrementar la
idea de locura y arrogancia ridícula del caballero, pero desde la proyección
actual es al menos sorprendente su segura insistencia en la fama de sus
hazañas, que los siglos no se cansarán de pregonar. Si en ello se refugiaba una
irónica
satisfacción del escritor desconocido y menospreciado que fue Miguel de
Cervantes entre los más notables colegas de su época, no cabe duda de que
contenía una intuición clarividente.
Otro tema que aparece en El Quijote con mirada moderna y
enorme capacidad de sugerencia es el del soñador y su sueño. También es asunto
muy cercano a lo hispánico, transmitido desde la fuente indoeuropea a través de
los árabes, el viejo tema del soñador de la mariposa
[Chuan Tzú, Abul Hassan Las mil y una noches, “Soñar
despierto” de Agustín de Rojas Villandrando, La vida es sueño]
El soñador soñado tiene mucho que ver
con don Quijote: Alonso Quijano sueña ser Quijote y se convierte en don
Quijote. Bien es verdad que cuando vuelve a recuperar el alma de Quijano no
tiene dudas sobre su confusión, pero es que ya está en trance de muerte. Borges
quedó fascinado por esa imagen profunda y certera, que le inspiró varios
poemas: el soñador que se atreve a convertirse en su sueño, en un salto
que prueba su coraje, su entereza. En alguna ocasión, Borges lamenta ser un
Quijano que no se ha atrevido a convertirse en Quijote, a dar el salto
transmutador. Pero aunque no nos atrevamos a dejar de ser Quijanos para
convertirnos en Quijotes, en la propia posibilidad, en la incitación, hay ya
una fuente permanente de estímulo y hasta una vía de consolación.
Además, en el paso de Alonso Quijano a su sueño hay
una indudable fidelidad al mito. El sueño de Quijano y de don Quijote
está relacionado
con la nostalgia de la Edad
de Oro, aquel tiempo vigoroso que sirve de motivo a uno de los más memorables
discursos del ingenioso hidalgo. Quijano se hace Quijote para recuperar esa
Edad de Oro, porque quiere que los viejos mitos que han dado fuerza e
impulso a las cosas hermosas del mundo humano vuelvan a florecer, sobrevivan. Él
es un defensor de los mitos, un soñador perdido en los mitos, que intenta
recuperarlos. Los lectores sabemos que tras lo que su ridícula y anacrónica
figura representa, hay un pálpito verdadero de belleza, de verdad y
de justicia. Lo que sueña el estrambótico caballero es digno de ser
soñado, de no ser olvidado, porque el mundo sigue necesitando que los débiles
sean protegidos por el brazo de los héroes, que la fuerza y la soberbia de los
poderosos sean doblegadas, que los entuertos individuales y sociales se
desfagan y reparen. Sea o no capaz de ser su sueño, toda la gente de buena
voluntad, por encima de la literatura, se siente algo heredera de aquel
soñador. Volviendo al principio, en esa conexión con los sentimientos y
los sueños cotidianos, y no en el éxito iconográfico, está otra de las razones
profundas de que El Quijote sea un clásico. Acaso porque los clásicos son
también aquellos libros que acaban formando parte inconsciente de la vida
nuestra de cada día.
Otro aspecto importantísimo de El Quijote, éste acaso no
previsto por su autor, es la irrupción en la modernidad del tema del doble, que
tanta importancia tendrá más tarde, a partir del Romanticismo. Un asunto que,
en El Quijote, se acaba consolidando por la propia fuerza de las
circunstancias, como si también un mago malévolo se hubiese encargado de torcerle las
cosas al propio Miguel de Cervantes. El mago malévolo ha sido en este
caso real: el tordesillesco y apócrifo autor Alonso Fernández de Avellaneda,
que mientras Cervantes se encuentra en el trance de escribir la segunda parte
de las aventuras de su héroe, irrumpe en las librerías con la supuesta tercera
salida del ingenioso hidalgo.
La novela de El Quijote está cristalizada en el dolor,
y acaso sin ese dolor la obra no se habría cumplido tan hermosamente. Cervantes,
como se ha recordado, es un escritor oscuro. En su vida ha publicado solamente
la primera parte de La Galatea
y, veinte años después, la primera parte de El Quijote. Sin duda la falta de
éxito de La Galatea
abortó la existencia de una segunda parte. Cervantes es un modesto cuasi-funcionario,
lleno de trampas y problemas, a quien prácticamente ignoran o desprecian los
escritores conocidos. Solamente ha conocido el éxito, un éxito popular
pero que ha traspasado las fronteras españolas, con la primera parte de El
Quijote, y ese éxito le ha permitido sacar del arcón y publicar todas las obras
que tenía arrumbadas, sin duda por la imposibilidad de verlas publicadas antes:
Las Novelas ejemplares, El viaje al Parnaso, las Comedias y Entremeses. El
robo de su única obra conocida ha debido de ser para él una de las más amargas
experiencias de su vida.
Sin embargo, tal robo origina que la segunda parte de El
Quijote se escriba de una manera diferente de la prevista, que los itinerarios
se modifiquen y que “el doble” aparezca por primera vez con toda naturalidad en
la literatura moderna. Cervantes asume que existe otro Quijote, pero con una
decisión extraordinaria en lo personal y en lo artístico, del mismo modo que ha
convertido la supuesta publicación de la primera parte de las aventuras de su
caballero en un factor más de la segunda, decide meter también en su novela al Quijote
apócrifo. Recordemos el episodio del Caballero de los Espejos o del
Bosque.
Utilizarlo para defender por contraste la autoría de su personaje
y de su libro frente al plagiario, para demostrar la superior condición del
suyo. Así, en la obra coexisten pacíficamente los dos Quijotes.
Don Quijote resulta un absoluto energúmeno y Sancho Panza un
estúpido tragaldabas. Sin embargo, no se puede disfrutar completamente del
libro de Cervantes sin conocer el de su ladrón, pues muchas alusiones se
refieren a él. Por ejemplo, aquella jugosa charla en que, en una venta,
se comparan ambos libros, y Sancho, instrumento sabihondo de la ironía
metaliteraria de Cervantes, llega a decir lo siguiente.
Llevando las cosas aún más lejos, Cervantes hace entrar en
su novela a don Álvaro de Tarfe, un personaje de la del tordesillesco autor.
Todos estos aspectos, el de la aventura misteriosa en lo
cotidiano, el del apócrifo y su intrusión en el mundo real, el del texto que
empieza a formar parte de sí mismo como elemento narrativo, la relación del
soñador con sus sueños y delirios, el tema del doble, permitirían
cierta lectura de El Quijote desde lo fantástico.
[Lo familiar desindentificado: en la aventura de don Quijote
en la cueva de Montesinos, o en la progresiva ambigüedad de las convenciones de
lo real en las relaciones entre don Quijote y Sancho]
Hay que remitirse otra vez a la consideración de Cervantes
como gran manipulador: él controla el punto de vista, hace y deshace a su
antojo, nos relata lo que quiere del libro de Cide Hamete Benengeli o del
original previo. El mago escribe el texto y nosotros leemos lo que el mago quiere,
no
lo que verdaderamente está viendo y viviendo don Quijote.
Y es que El Quijote es más que un libro, es una
mirada total, es una postura frente a la realidad y el sueño, y en él surge el
embrión de muchos elementos de la imaginación literaria moderna.
Incluso el gigantesco sarcasmo de que sea una novela contra las novelas, que
supone su mejor seguro de supervivencia, la mayor garantía frente a todos los
curas, barberos y bachilleres. Es el libro que nunca censurará ningún censor
que censure todas las demás novelas, porque, aparentemente, es una
novela contra las novelas. Los curas y los censores van a transmitir El
Quijote convencidos de que traspasan un arma eficaz contra los peligros de la
libre imaginación. Pero los lectores hemos ido sabiendo desactivar esa
aparente espoleta antiliteraria que el libro contiene, y encontramos en él la
médula de toda la gran literatura, esa invención maravillosa de la humanidad,
que nos
ha hecho entender el mundo y pensar que podemos hacerlo mejor o, al menos, soñar que lo
intentamos.
Selección de fragmentos de Ficción continua; Ecos y sombras del delirio quijotesco;
José María Merino
“Nunca hay que dar por
leído al Quijote, nunca hay que darlo por supuesto. A muchas obras maestras
reconocidas y santificadas les ocurre eso, que nos son tan familiares que nos
creemos exculpados de la obligación de leerlas, y así resulta que algunos de
los libros que más podrían hacer por nuestra felicidad y nuestra inteligencia
apenas los frecuentamos, porque absurdamente los damos por sabidos. Pero no es
algo que suceda sólo con la literatura.
Creemos, por ejemplo, que
Las Meninas es un cuadro tan obvio que ya no puede reservarnos ninguna
sorpresa, así que el día que entramos en El Prado y nos quedamos mirando esa
pintura su visión nos sobrecoge como si nunca hasta entonces la hubiéramos
tenido delante de los ojos, y lo que nos parecía más sabido se revela
enigmático, y toda la niebla de las reproducciones y de los recuerdos inexactos
se borra en un instante gracias a la maravilla urgente y material de ese
cuadro. ¿Cuánto hace que no leemos Crimen y Castigo, Fortunata y Jacinta, Hamlet,
Campos de Castilla, La Ilíada ?
¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que yo leí completo El Quijote, de la primera página a la última, desde la ironía ligera y triste del prólogo al –desocupado lector- hasta esos últimos episodios en los que la agonía y la muerte de Alonso Quijano alcanzan una categoría suprema de arte funeral, una tonalidad severa y serena de Réquiem?.
Hay que volver al Quijote no sólo para encontrar lo que ya conocemos, sino para descubrir lo que hasta ahora nos pasó inadvertido en todas las lecturas anteriores, para ponernos al día en un libro que parece estar cambiando siempre, que va más rápido que nosotros en nuestro aprendizaje de la vida y la literatura.
¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que yo leí completo El Quijote, de la primera página a la última, desde la ironía ligera y triste del prólogo al –desocupado lector- hasta esos últimos episodios en los que la agonía y la muerte de Alonso Quijano alcanzan una categoría suprema de arte funeral, una tonalidad severa y serena de Réquiem?.
Hay que volver al Quijote no sólo para encontrar lo que ya conocemos, sino para descubrir lo que hasta ahora nos pasó inadvertido en todas las lecturas anteriores, para ponernos al día en un libro que parece estar cambiando siempre, que va más rápido que nosotros en nuestro aprendizaje de la vida y la literatura.
Pedro Salinas, que leyó y amó tanto el Quijote, habla en alguna parte de “la novedad incesante de la tradición”. Ahora que la llamada vida cultural es una feria permanente de vanidades y de novedades, un supermercado en el que se nos acucia para estar al día, a la última, para no quedarnos anticuados sin remedio en quince minutos, el mejor antídoto contra la confusión de tanto fraude, de tantas cosas nuevas que al cabo de una temporada se han vuelto viejas o han dejado simplemente de existir, es procurar sustentarse con las novedades que vienen durando siglos, y no porque sean más rocosas y solemnes, más abrumadoramente catedralicias, sino porque a cada lector de cada generación de cada época le cuentan la misma historia y a la vez una historia distinta, se le presentan en la imaginación con una luz nueva que ya alumbró antes a otros muchos lectores, pero que siempre parece una luz recién originada, porque los grandes libros tienen la extraña virtud de parecer que fueron escritos para cada uno de nosotros, a la medida de cada una de nuestras edades, de cada estado de espíritu.
Antonio Muñoz Molina
Del prólogo a la edición de
don Quijote de la Mancha ,
Espasa Calpe 1996
Este
verano he vuelto al Quijote. Empecé
queriendo releer la segunda parte. Pero a los pocos capítulos decidí empezar
por el principio: por la dedicatoria, por el prólogo y los poemas burlescos,
uno por uno. Tanto se ha escrito sobre el Quijote, tantas cosas inteligentes y
apasionadas y también tantas tonterías, tanta hojarasca de discursos. Y sin
embargo, basta abrir la novela y empezar el prólogo y lo asalta a uno su
extraordinaria verdad, una voz que hasta entonces yo no creo que se hubiera
escuchado en la literatura, la de un ser humano que interpela a otros,
con la misma inmediatez con que Durero, por primera vez en la historia del
Arte, nos mira directamente a los ojos desde su autorretrato, estremeciéndonos
con su cercanía:
Desocupado lector: sin juramento me podrás
creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso,
el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse…
No
llevo ni una semana y ya estoy de
nuevo tan golosamente enfermo del Quijote como lo estaba Alonso Quijano de sus
libros de caballerías. Lo he leído tantas veces y ahora, este verano, es más
nuevo que nunca: más cómico, más triste, más experimental, más lleno de amor por la
literatura que nunca, más considerado con las vidas humanas, más tocado de
ironía, de conocimiento supremo. Me dan ganas de ir dejando constancia
aquí de cada descubrimiento, leyendo con un lápiz y un cuaderno a mano, pero
más ganas me dan todavía de dejarme llevar por esa poderosa corriente que hay
en el interior de cada novela verdaderamente grande, cada tarde, a la sombra de
la higuera y del membrillo, en mi edén del verano.
La higuera, don Quijote, el verano; Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante]
Hace 374 años y unos
pocos días se cerraron por última vez sus ojos, pero una parte de las cosas que
vio y aun de las que no vio sigue viviendo en nosotros y hasta su propia mirada
nos parece que se añade a la nuestra, y cuando leemos en voz alta sus palabras,
cobijados en el silencio, muy entrada la noche, el metal de nuestra voz se hace
más sosegado y más grave, como si fuera la suya, que sigue hablando a través de
nosotros, igual que a través de él hablaron y respiraron otros hombres, el
hidalgo enfermo de cólera y melancolía, el escudero cándido y codicioso, el
galeote canalla que estaba escribiendo su autobiografía tan detalladamente que
sólo podría darle fin unos minutos antes de que le llegara la muerte, los
yangüeses, los disciplinantes, los cuadrilleros de la Santa Hermandad ,
los comediantes disfrazados de alegorías medievales, la muchedumbre que
transita los caminos de La
Mancha en un verano eterno de principios del siglo XVII y las
páginas de un libro que no es tanto una novela como una apasionada y dolorosa
declaración de amor a los libros y a las vidas, a la pluralidad de historias,
miradas y voces que cada uno de nosotros encuentra en torno a sí con sólo abrir
bien los ojos y aventurarse en el mundo y en el interior de su alma y de su
memoria. Hace 374 años, un martes, 19 de abril, Miguel de Cervantes,
tendido en el lecho de donde ya no se levantaría, dictó el prólogo del libro
que más amaba entre todos los suyos, el Persiles, y calculó con extraña serenidad que su
vida terminaría antes del siguiente domingo. "Tiempo vendrá quizá",
escribió, "donde anudando este roto hilo diga lo que aquí me falta y lo
que se convenía". Pero el tiempo se le había terminado: murió el viernes,
seguramente en paz, sintiendo tal vez que si no había tenido la vida que le hubiera gustado
vivir sí había escrito al menos los libros que su imaginación se merecía,
y puede que cuando notara aproximarse el final se acordara de otra agonía
inventada por él, la de su caballero Don Quijote, y que sospechara entonces
algo que un novelista británico, Graham Greene, iba a escribir tres siglos más
tarde: que el novelista ha de tener mucho cuidado con las historias que imagina
porque algunas veces está vaticinando en ellas su propio porvenir.
Puede
que aquel viernes de abril reviviera los instantes de cordura final en que su
héroe reniega de la sinrazón, pero no del coraje, y decide llamarse de nuevo
Alonso Quijano, y que pensara, también él, en abjurar de todas las
fantasmagorías que le habían alimentado la vida, pero en lo más íntimo de sí
sentiría con más fuerza el orgullo que la contrición, la serena certidumbre de haber
legado a quienes le sobrevivían un arma de felicidad y de clarividencia, un
libro que seguiría perpetuamente germinando en los libros y en los lectores
futuros. Iba a morir, pero las cosas que él había mirado no serían
negadas por la oscuridad cuando se cerraran sus ojos. Poetón viejo, hidalgo
pobre, soldado manco, veterano de sucias cárceles y cómplice a su pesar de
iniquidades sin excusa, erudito en casi todas las variedades del fracaso, intuiría
que sólo gracias a la literatura se había salvado, a pesar de la pobreza, que
nunca lo dejó de humillar, a pesar del desprecio de los literatos, que
siempre lo habían mirado por encima del hombro, pues era un advenedizo, un urdidor
de fatigosos versos torpemente rimados, de comedias nunca representadas o
borradas por la indiferencia al cabo de unas pocas funciones. Pero nadie había
amado la literatura tanto como él, aunque lo acusaran de no ser más que un
mediocre bachiller que al filo de los 60 años tuvo la ocurrencia de publicar
una novela desaliñada y arbitraria, un libro de risa que los entendidos
desdeñaban y que sólo parecía digno de que lo leyeran los criados; nadie, desde
la ingrata infancia, había sentido tan poderosamente la invitación de las
palabras escritas, y no sólo de ellas, también de las historias que contaban
los viajeros alrededor del fuego en la cocina de una venta o los pícaros en las
escalinatas de las plazas, también de los jirones de aventuras y de misterios
que se le aparecían a su inagotable asombro al andar sin rumbo por las calles
de las ciudades y por los caminos de un país condenado a la decadencia y a la
quiebra.
Leía
siempre, siempre miraba y escuchaba, leía con el mismo fervor un papel roto que
encontrara en la calle y un novelón de caballerías, y su amor por las mentiras
de los libros era indiscernible del que lo atraía hacia todos los pormenores de
la realidad. Amaba las cosas por el simple hecho de verlas existir, pero no
amaba menos lo que nunca había existido. Le gustaba averiguar en las
apariencias indudables su reverso de irrealidad y de fábula, y sabía que las
cosas no siempre son como son, sino como decidimos que sean, como las
recordamos o las inventamos. Una sórdida venta es también el castillo
de una princesa embrujada y lasciva. La polvareda que levantan en los rastrojos
del verano dos rebaños de ovejas puede ocultar la cabalgata de dos ejércitos
hostiles. Un pobre hidalgo enloquecido y patético puede adquirir de pronto la
dignidad de un héroe y hablar con la desengañada sabiduría de un filósofo
antiguo. Una bacía de cobre herida por el sol fugaz de una mañana lluviosa
relumbra instantáneamente como un yelmo de oro y es un yelmo de oro, y como
alguien se empeña en jurar que no es yelmo sino bacía surge una tercera palabra
que designa un objeto inexistente pero no imposible, el baciyelmo, que está hecho a medias con los materiales de la
realidad y con las figuraciones de los sueños, como la sirena y los
hipogrifos y los personajes de la literatura: como las personas que viven cerca de nosotros,
porque cada una de ellas tiene un rostro visible y una conciencia que nos es
tan ajena como las grutas del centro de la tierra, y aunque intentemos
asiduamente saber quienes son de verdad las convertimos en figuras de nuestra
imaginación y en sombras dibujadas por el deseo o tachadas por la indiferencia.
Nos enseñó
al mismo tiempo a mirar y a desconfiar de la mirada, a dejarnos embeber por los
libros y a prevenir la dulzura de su intoxicación: quien escribe, quien
lee, está jugando, pero juega con fuego y corre peligro de abrasarse. Hace 374
años que se cerraron sus ojos, y nadie sabe cómo era su cara, porque todos sus
retratos son falsos, pero cada vez que leemos su libro o que nos atrevemos a
imaginar y a escribir es como si él estuviera mirándonos desde su lejanía de
tres siglos con una sonrisa de ironía, de adivinación, de aliento, casi de
piedad, como se miraría a sí mismo en los brumosos espejos de la vejez, como nos mira Velázquez desde el interior
de Las meninas.
Aniversario íntimo, Antonio Muñoz Molina [El País, 28 de
abril de 1990]