jueves, 21 de marzo de 2013

Al menos, soñar que lo intentamos


El caso es que, sea cual sea la vía de aproximación, por debajo de los análisis de los estudiosos está el hecho de la espontánea naturalidad con que se asumen las contradicciones al parecer irresolubles del Quijote en la realidad de cada día. Acaso ese soñador, o mejor, esos soñadores contrapuestos de distinto signo [idealista, realista], conforman un sutil paradigma de lo que nutre en lo más hondo la propia naturaleza del ser humano, un ser que sueña y que ha hecho desde los sueños lo más glorioso y lo más deleznable de su obra y de su historia. En definitiva, todo el equilibrio y todo el desorden individual y social de nuestra especie están en la capacidad para inventar sueños en la esfera de la imaginación y ser capaces de llevarlos a término en la realidad de la vigilia. Hay sueños que quieren ignorar que conducen a la desdicha de muchos, y hay sueños que pretenden la felicidad general. Hay toda clase de sueños, individuales y colectivos, y entre ellos acaso uno de los más hermosos sea el del arte y la literatura. Pero nuestra sustancia de soñadores de lo sublime y de lo grotesco nos identifica fácilmente con don Quijote, y también con ese escudero suyo que sueña a ras de tierra.

Quizá la medular dualidad que presenta el libro nos afecta de una manera tan profunda porque es un misterioso reflejo de esa “simetría bilateral” que determina nuestra propia constitución física. Somos un ser doble, unido por el espinazo, como don Quijote y Sancho presentan una duplicidad unida por el espinazo de sus contrapuestas quimeras.

Transmite inmediatamente su mensaje e impregna innumerables libros en que el héroe, en cierto modo, viene a ser “valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos” como decía de sí mismo el ingenioso hidalgo cuando consideraba el resultado de haber llegado a ser caballero andante.

[Jim Hawkins, Tom Sawyer, el capitán de quince años, Guillermo Brown, La hija del capitán, Las aventuras de Huckleberry Finn y el esclavo negro Jim, Las aventuras del joven Kim O´Hara, Pickwick]

Leopoldo Alas, Doña Berta, la historia de la alucinación senil de una señora que abandona la aldea en que ha vivido para partir hacia la lejana y peligrosa capital, con el propósito de desfacer un antiguo entuerto.

Benito Pérez Galdós, La desheredada, cuya protagonista vive una quimera y sueña contra la realidad, empujada por la equivocada idea de ser la descendiente de una casa noble, imbuida por su padrino, un canónigo pintoresco llamado Santiago Quijano-Quijada.

Centauros del desierto, John Ford.

El Quijote rompe la tradición de los espacios exóticos, lejanos, que inauguró la Odisea, y que en su día heredarían los libros de caballerías, llenos de ínsulas terribles, lagos encantados […] El Quijote cambia el sentido de los espacios dramáticos, los lleva de lo extraordinario y asombroso al pasar de cada día, inaugura una mirada diferente de los lugares domésticos, hace que todos los territorios puedan tener simultáneamente la inmediatez y la extrañeza de que se tiñe la Mancha en la novela, tan cercana a los lugares familiares del héroe y sin embargo capaz de sugerirle los sitios más misteriosos.

El tema del juego del autor apócrifo, tan ligado con lo que se ha dado en llamar “lo metaliterario”. Borges, que tanto conocía, señala que el escrito que se conserva dentro del escrito, en un círculo que escapa a la lógica formal y sólo puede ser aceptado en el mundo de la imaginación, proviene de la gran epopeya hindú Ramayana.

En El Quijote, lo metaliterario impregna toda la narración, en recursos de esta clase que pueden parecer burla pero que resultan invenciones o reinvenciones originalísimas. Ya en el momento del escrutinio de los libros, cuando el ingenioso hidalgo ha regresado a su casa tras la primera salida, aparece entre los libros que el cura y el barbero examinan La Galatea de Miguel de Cervantes, de quien el cura se declara gran amigo. El propio Cervantes entra en la novela al principio del capítulo IX, para explicar al lector cómo encontró casualmente en Toledo la continuación de la historia, en unos papeles escritos en árabe cuyo autor era Cide Hamete Benengeli. Claro que en los libros de caballerías se alude con frecuencia a los supuestos transmisores de las fabulosas historias, pero una enérgica vuelta de tuerca en esta línea de ficción, la entrada del recurso en la modernidad, la da Cervantes cuando, al principio de la segunda parte, hace que el bachiller Sansón Carrasco informe a Sancho Panza de que anda ya en libros la historia de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y éste se lo cuente a su amo.

Pensar que el propio Cervantes, burla burlando, se sintiese a sí mismo el sabio encantador que intervenía en las peripecias del desventurado hidalgo y su escudero, y hasta narraba su historia, nos llevaría a un punto muy interesante, pues cabría entonces la posibilidad de que Don Quijote tuviese razón, y los molinos fuesen verdaderos gigantes; y los rebaños, auténticos ejércitos; y las modestas ventas, soberbios castillos. Sería la intervención del mago, ese intermediario que, además, confiesa estar transmitiéndonos un texto ajeno, la que está manipulando la realidad de los sucesos. Quede ahí esa ambigüedad al menos como uno de los posibles efectos del juego de apócrifos y el espejo metaliterario, que aparecen en El Quijote de una manera revolucionaria, como un modo de elevar la novela hacia un “hiperespacio textual”, que tiene la extraordinaria ambición, no de poner el libro en la realidad de la vida, sino de meter la realidad de la vida dentro del libro.

En la misma segunda parte, en el capítulo XLIV, el autor señala, incidiendo en el juego del apócrifo, lo siguiente: “Dicen que en el propio original desta historia se lee que llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le había escrito…”
Esto es el colmo del artificio. Ya no se trata de que, en un momento determinado, Cervantes inmovilice a Don Quijote y al Vizcaíno con las espadas en alto porque confiesa no saber cómo continúa la historia, y que, tras rebuscar en el Alcaná de Toledo, encuentre unos papeles que le hacen conocer la solución, ni se trata de la remisión al autor verdadero, Cide Hamete Benengeli, que habría sido traducido por otro antes de que el texto llegase al autor que nos transmite la obra, sino que hay un texto anterior y superior a todos, el texto de verdad originario, donde no sólo están escritos don Quijote y Sancho y los personajes y lugares de sus hazañas, sino también Cide Hamete escribiendo El Quijote y su traductor traduciéndolo, e incluso siendo infiel al texto auténtico.

La imaginación de la cadena de textos que se van antecediendo puede hacernos sentir vértigo, pero desde luego ha sido fecundísima en esa tradición. […] Aunque no hay que olvidar que el gusto por el apócrifo, por el personaje fabuloso de que el autor es un mero intermediario, está firmemente asentada en la tradición ibérica, más que hispánica.
[Juan de Mairena, Jusep Torres Campalans, los inventados por el portugués Fernando Pessoa.]

También hay en El Quijote una asombrosa perspectiva metaliteraria, bastante conmovedora, cuando el lector escucha al héroe invocar al mago o al cronista que un día narrará sus hazañas y le hará famoso. [valor profético]. Puede que haya sido una mera fórmula para incrementar la idea de locura y arrogancia ridícula del caballero, pero desde la proyección actual es al menos sorprendente su segura insistencia en la fama de sus hazañas, que los siglos no se cansarán de pregonar. Si en ello se refugiaba una irónica satisfacción del escritor desconocido y menospreciado que fue Miguel de Cervantes entre los más notables colegas de su época, no cabe duda de que contenía una intuición clarividente.

Otro tema que aparece en El Quijote con mirada moderna y enorme capacidad de sugerencia es el del soñador y su sueño. También es asunto muy cercano a lo hispánico, transmitido desde la fuente indoeuropea a través de los árabes, el viejo tema del soñador de la mariposa
[Chuan Tzú, Abul Hassan Las mil y una noches, “Soñar despierto” de Agustín de Rojas Villandrando, La vida es sueño]
El soñador soñado tiene mucho que ver con don Quijote: Alonso Quijano sueña ser Quijote y se convierte en don Quijote. Bien es verdad que cuando vuelve a recuperar el alma de Quijano no tiene dudas sobre su confusión, pero es que ya está en trance de muerte. Borges quedó fascinado por esa imagen profunda y certera, que le inspiró varios poemas: el soñador que se atreve a convertirse en su sueño, en un salto que prueba su coraje, su entereza. En alguna ocasión, Borges lamenta ser un Quijano que no se ha atrevido a convertirse en Quijote, a dar el salto transmutador. Pero aunque no nos atrevamos a dejar de ser Quijanos para convertirnos en Quijotes, en la propia posibilidad, en la incitación, hay ya una fuente permanente de estímulo y hasta una vía de consolación.
Además, en el paso de Alonso Quijano a su sueño hay una indudable fidelidad al mito. El sueño de Quijano y de don Quijote está relacionado con la nostalgia de la Edad de Oro, aquel tiempo vigoroso que sirve de motivo a uno de los más memorables discursos del ingenioso hidalgo. Quijano se hace Quijote para recuperar esa Edad de Oro, porque quiere que los viejos mitos que han dado fuerza e impulso a las cosas hermosas del mundo humano vuelvan a florecer, sobrevivan. Él es un defensor de los mitos, un soñador perdido en los mitos, que intenta recuperarlos. Los lectores sabemos que tras lo que su ridícula y anacrónica figura representa, hay un pálpito verdadero de belleza, de verdad y de justicia. Lo que sueña el estrambótico caballero es digno de ser soñado, de no ser olvidado, porque el mundo sigue necesitando que los débiles sean protegidos por el brazo de los héroes, que la fuerza y la soberbia de los poderosos sean doblegadas, que los entuertos individuales y sociales se desfagan y reparen. Sea o no capaz de ser su sueño, toda la gente de buena voluntad, por encima de la literatura, se siente algo heredera de aquel soñador. Volviendo al principio, en esa conexión con los sentimientos y los sueños cotidianos, y no en el éxito iconográfico, está otra de las razones profundas de que El Quijote sea un clásico. Acaso porque los clásicos son también aquellos libros que acaban formando parte inconsciente de la vida nuestra de cada día.

Otro aspecto importantísimo de El Quijote, éste acaso no previsto por su autor, es la irrupción en la modernidad del tema del doble, que tanta importancia tendrá más tarde, a partir del Romanticismo. Un asunto que, en El Quijote, se acaba consolidando por la propia fuerza de las circunstancias, como si también un mago malévolo se hubiese encargado de torcerle las cosas al propio Miguel de Cervantes. El mago malévolo ha sido en este caso real: el tordesillesco y apócrifo autor Alonso Fernández de Avellaneda, que mientras Cervantes se encuentra en el trance de escribir la segunda parte de las aventuras de su héroe, irrumpe en las librerías con la supuesta tercera salida del ingenioso hidalgo.

La novela de El Quijote está cristalizada en el dolor, y acaso sin ese dolor la obra no se habría cumplido tan hermosamente. Cervantes, como se ha recordado, es un escritor oscuro. En su vida ha publicado solamente la primera parte de La Galatea y, veinte años después, la primera parte de El Quijote. Sin duda la falta de éxito de La Galatea abortó la existencia de una segunda parte. Cervantes es un modesto cuasi-funcionario, lleno de trampas y problemas, a quien prácticamente ignoran o desprecian los escritores conocidos. Solamente ha conocido el éxito, un éxito popular pero que ha traspasado las fronteras españolas, con la primera parte de El Quijote, y ese éxito le ha permitido sacar del arcón y publicar todas las obras que tenía arrumbadas, sin duda por la imposibilidad de verlas publicadas antes: Las Novelas ejemplares, El viaje al Parnaso, las Comedias y Entremeses. El robo de su única obra conocida ha debido de ser para él una de las más amargas experiencias de su vida.
Sin embargo, tal robo origina que la segunda parte de El Quijote se escriba de una manera diferente de la prevista, que los itinerarios se modifiquen y que “el doble” aparezca por primera vez con toda naturalidad en la literatura moderna. Cervantes asume que existe otro Quijote, pero con una decisión extraordinaria en lo personal y en lo artístico, del mismo modo que ha convertido la supuesta publicación de la primera parte de las aventuras de su caballero en un factor más de la segunda, decide meter también en su novela al Quijote apócrifo. Recordemos el episodio del Caballero de los Espejos o del Bosque.
Utilizarlo para defender por contraste la autoría de su personaje y de su libro frente al plagiario, para demostrar la superior condición del suyo. Así, en la obra coexisten pacíficamente los dos Quijotes.
Don Quijote resulta un absoluto energúmeno y Sancho Panza un estúpido tragaldabas. Sin embargo, no se puede disfrutar completamente del libro de Cervantes sin conocer el de su ladrón, pues muchas alusiones se refieren a él. Por ejemplo, aquella jugosa charla en que, en una venta, se comparan ambos libros, y Sancho, instrumento sabihondo de la ironía metaliteraria de Cervantes, llega a decir lo siguiente.
Llevando las cosas aún más lejos, Cervantes hace entrar en su novela a don Álvaro de Tarfe, un personaje de la del tordesillesco autor.
Todos estos aspectos, el de la aventura misteriosa en lo cotidiano, el del apócrifo y su intrusión en el mundo real, el del texto que empieza a formar parte de sí mismo como elemento narrativo, la relación del soñador con sus sueños y delirios, el tema del doble, permitirían cierta lectura de El Quijote desde lo fantástico.

[Lo familiar desindentificado: en la aventura de don Quijote en la cueva de Montesinos, o en la progresiva ambigüedad de las convenciones de lo real en las relaciones entre don Quijote y Sancho]

Hay que remitirse otra vez a la consideración de Cervantes como gran manipulador: él controla el punto de vista, hace y deshace a su antojo, nos relata lo que quiere del libro de Cide Hamete Benengeli o del original previo. El mago escribe el texto y nosotros leemos lo que el mago quiere, no lo que verdaderamente está viendo y viviendo don Quijote.
Y es que El Quijote es más que un libro, es una mirada total, es una postura frente a la realidad y el sueño, y en él surge el embrión de muchos elementos de la imaginación literaria moderna. Incluso el gigantesco sarcasmo de que sea una novela contra las novelas, que supone su mejor seguro de supervivencia, la mayor garantía frente a todos los curas, barberos y bachilleres. Es el libro que nunca censurará ningún censor que censure todas las demás novelas, porque, aparentemente, es una novela contra las novelas. Los curas y los censores van a transmitir El Quijote convencidos de que traspasan un arma eficaz contra los peligros de la libre imaginación. Pero los lectores hemos ido sabiendo desactivar esa aparente espoleta antiliteraria que el libro contiene, y encontramos en él la médula de toda la gran literatura, esa invención maravillosa de la humanidad, que nos ha hecho entender el mundo y pensar que podemos hacerlo mejor o, al menos, soñar que lo intentamos.

Selección de fragmentos de Ficción continua; Ecos y sombras del delirio quijotesco; José María Merino


Nunca hay que dar por leído al Quijote, nunca hay que darlo por supuesto. A muchas obras maestras reconocidas y santificadas les ocurre eso, que nos son tan familiares que nos creemos exculpados de la obligación de leerlas, y así resulta que algunos de los libros que más podrían hacer por nuestra felicidad y nuestra inteligencia apenas los frecuentamos, porque absurdamente los damos por sabidos. Pero no es algo que suceda sólo con la literatura.
Creemos, por ejemplo, que Las Meninas es un cuadro tan obvio que ya no puede reservarnos ninguna sorpresa, así que el día que entramos en El Prado y nos quedamos mirando esa pintura su visión nos sobrecoge como si nunca hasta entonces la hubiéramos tenido delante de los ojos, y lo que nos parecía más sabido se revela enigmático, y toda la niebla de las reproducciones y de los recuerdos inexactos se borra en un instante gracias a la maravilla urgente y material de ese cuadro. ¿Cuánto hace que no leemos Crimen y Castigo, Fortunata y Jacinta, Hamlet, Campos de Castilla, La Ilíada?
¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que yo leí completo El Quijote, de la primera página a la última, desde la ironía ligera y triste del prólogo al –desocupado lector- hasta esos últimos episodios en los que la agonía y la muerte de Alonso Quijano alcanzan una categoría suprema de arte funeral, una tonalidad severa y serena de Réquiem?.

Hay que volver al Quijote no sólo para encontrar lo que ya conocemos, sino para descubrir lo que hasta ahora nos pasó inadvertido en todas las lecturas anteriores, para ponernos al día en un libro que parece estar cambiando siempre, que va más rápido que nosotros en nuestro aprendizaje de la vida y la literatura.


Pedro Salinas, que leyó y amó tanto el Quijote, habla en alguna parte de “la novedad incesante de la tradición”. Ahora que la llamada vida cultural es una feria permanente de vanidades y de novedades, un supermercado en el que se nos acucia para estar al día, a la última, para no quedarnos anticuados sin remedio en quince minutos, el mejor antídoto contra la confusión de tanto fraude, de tantas cosas nuevas que al cabo de una temporada se han vuelto viejas o han dejado simplemente de existir, es procurar sustentarse con las novedades que vienen durando siglos, y no porque sean más rocosas y solemnes, más abrumadoramente catedralicias, sino porque a cada lector de cada generación de cada época le cuentan la misma historia y a la vez una historia distinta, se le presentan en la imaginación con una luz nueva que ya alumbró antes a otros muchos lectores, pero que siempre parece una luz recién originada, porque los grandes libros tienen la extraña virtud de parecer que fueron escritos para cada uno de nosotros, a la medida de cada una de nuestras edades, de cada estado de espíritu.


Antonio Muñoz Molina
Del prólogo a la edición de don Quijote de la Mancha, Espasa Calpe 1996


Este verano he vuelto al Quijote. Empecé queriendo releer la segunda parte. Pero a los pocos capítulos decidí empezar por el principio: por la dedicatoria, por el prólogo y los poemas burlescos, uno por uno. Tanto se ha escrito sobre el Quijote, tantas cosas inteligentes y apasionadas y también tantas tonterías, tanta hojarasca de discursos. Y sin embargo, basta abrir la novela y empezar el prólogo y lo asalta a uno su extraordinaria verdad, una voz que hasta entonces yo no creo que se hubiera escuchado en la literatura, la de un ser humano que interpela a otros, con la misma inmediatez con que Durero, por primera vez en la historia del Arte, nos mira directamente a los ojos desde su autorretrato, estremeciéndonos con su cercanía:
Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse…
No llevo ni una semana y ya estoy de nuevo tan golosamente enfermo del Quijote como lo estaba Alonso Quijano de sus libros de caballerías. Lo he leído tantas veces y ahora, este verano, es más nuevo que nunca: más cómico, más triste, más experimental, más lleno de amor por la literatura que nunca, más considerado con las vidas humanas, más tocado de ironía, de conocimiento supremo. Me dan ganas de ir dejando constancia aquí de cada descubrimiento, leyendo con un lápiz y un cuaderno a mano, pero más ganas me dan todavía de dejarme llevar por esa poderosa corriente que hay en el interior de cada novela verdaderamente grande, cada tarde, a la sombra de la higuera y del membrillo, en mi edén del verano.
La higuera, don Quijote, el verano; Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante]

Hace 374 años y unos pocos días se cerraron por última vez sus ojos, pero una parte de las cosas que vio y aun de las que no vio sigue viviendo en nosotros y hasta su propia mirada nos parece que se añade a la nuestra, y cuando leemos en voz alta sus palabras, cobijados en el silencio, muy entrada la noche, el metal de nuestra voz se hace más sosegado y más grave, como si fuera la suya, que sigue hablando a través de nosotros, igual que a través de él hablaron y respiraron otros hombres, el hidalgo enfermo de cólera y melancolía, el escudero cándido y codicioso, el galeote canalla que estaba escribiendo su autobiografía tan detalladamente que sólo podría darle fin unos minutos antes de que le llegara la muerte, los yangüeses, los disciplinantes, los cuadrilleros de la Santa Hermandad, los comediantes disfrazados de alegorías medievales, la muchedumbre que transita los caminos de La Mancha en un verano eterno de principios del siglo XVII y las páginas de un libro que no es tanto una novela como una apasionada y dolorosa declaración de amor a los libros y a las vidas, a la pluralidad de historias, miradas y voces que cada uno de nosotros encuentra en torno a sí con sólo abrir bien los ojos y aventurarse en el mundo y en el interior de su alma y de su memoria. Hace 374 años, un martes, 19 de abril, Miguel de Cervantes, tendido en el lecho de donde ya no se levantaría, dictó el prólogo del libro que más amaba entre todos los suyos, el Persiles, y calculó con extraña serenidad que su vida terminaría antes del siguiente domingo. "Tiempo vendrá quizá", escribió, "donde anudando este roto hilo diga lo que aquí me falta y lo que se convenía". Pero el tiempo se le había terminado: murió el viernes, seguramente en paz, sintiendo tal vez que si no había tenido la vida que le hubiera gustado vivir sí había escrito al menos los libros que su imaginación se merecía, y puede que cuando notara aproximarse el final se acordara de otra agonía inventada por él, la de su caballero Don Quijote, y que sospechara entonces algo que un novelista británico, Graham Greene, iba a escribir tres siglos más tarde: que el novelista ha de tener mucho cuidado con las historias que imagina porque algunas veces está vaticinando en ellas su propio porvenir.
Puede que aquel viernes de abril reviviera los instantes de cordura final en que su héroe reniega de la sinrazón, pero no del coraje, y decide llamarse de nuevo Alonso Quijano, y que pensara, también él, en abjurar de todas las fantasmagorías que le habían alimentado la vida, pero en lo más íntimo de sí sentiría con más fuerza el orgullo que la contrición, la serena certidumbre de haber legado a quienes le sobrevivían un arma de felicidad y de clarividencia, un libro que seguiría perpetuamente germinando en los libros y en los lectores futuros. Iba a morir, pero las cosas que él había mirado no serían negadas por la oscuridad cuando se cerraran sus ojos. Poetón viejo, hidalgo pobre, soldado manco, veterano de sucias cárceles y cómplice a su pesar de iniquidades sin excusa, erudito en casi todas las variedades del fracaso, intuiría que sólo gracias a la literatura se había salvado, a pesar de la pobreza, que nunca lo dejó de humillar, a pesar del desprecio de los literatos, que siempre lo habían mirado por encima del hombro, pues era un advenedizo, un urdidor de fatigosos versos torpemente rimados, de comedias nunca representadas o borradas por la indiferencia al cabo de unas pocas funciones. Pero nadie había amado la literatura tanto como él, aunque lo acusaran de no ser más que un mediocre bachiller que al filo de los 60 años tuvo la ocurrencia de publicar una novela desaliñada y arbitraria, un libro de risa que los entendidos desdeñaban y que sólo parecía digno de que lo leyeran los criados; nadie, desde la ingrata infancia, había sentido tan poderosamente la invitación de las palabras escritas, y no sólo de ellas, también de las historias que contaban los viajeros alrededor del fuego en la cocina de una venta o los pícaros en las escalinatas de las plazas, también de los jirones de aventuras y de misterios que se le aparecían a su inagotable asombro al andar sin rumbo por las calles de las ciudades y por los caminos de un país condenado a la decadencia y a la quiebra.
Leía siempre, siempre miraba y escuchaba, leía con el mismo fervor un papel roto que encontrara en la calle y un novelón de caballerías, y su amor por las mentiras de los libros era indiscernible del que lo atraía hacia todos los pormenores de la realidad. Amaba las cosas por el simple hecho de verlas existir, pero no amaba menos lo que nunca había existido. Le gustaba averiguar en las apariencias indudables su reverso de irrealidad y de fábula, y sabía que las cosas no siempre son como son, sino como decidimos que sean, como las recordamos o las inventamos. Una sórdida venta es también el castillo de una princesa embrujada y lasciva. La polvareda que levantan en los rastrojos del verano dos rebaños de ovejas puede ocultar la cabalgata de dos ejércitos hostiles. Un pobre hidalgo enloquecido y patético puede adquirir de pronto la dignidad de un héroe y hablar con la desengañada sabiduría de un filósofo antiguo. Una bacía de cobre herida por el sol fugaz de una mañana lluviosa relumbra instantáneamente como un yelmo de oro y es un yelmo de oro, y como alguien se empeña en jurar que no es yelmo sino bacía surge una tercera palabra que designa un objeto inexistente pero no imposible, el baciyelmo, que está hecho a medias con los materiales de la realidad y con las figuraciones de los sueños, como la sirena y los hipogrifos y los personajes de la literatura: como las personas que viven cerca de nosotros, porque cada una de ellas tiene un rostro visible y una conciencia que nos es tan ajena como las grutas del centro de la tierra, y aunque intentemos asiduamente saber quienes son de verdad las convertimos en figuras de nuestra imaginación y en sombras dibujadas por el deseo o tachadas por la indiferencia.
Nos enseñó al mismo tiempo a mirar y a desconfiar de la mirada, a dejarnos embeber por los libros y a prevenir la dulzura de su intoxicación: quien escribe, quien lee, está jugando, pero juega con fuego y corre peligro de abrasarse. Hace 374 años que se cerraron sus ojos, y nadie sabe cómo era su cara, porque todos sus retratos son falsos, pero cada vez que leemos su libro o que nos atrevemos a imaginar y a escribir es como si él estuviera mirándonos desde su lejanía de tres siglos con una sonrisa de ironía, de adivinación, de aliento, casi de piedad, como se miraría a sí mismo en los brumosos espejos de la vejez, como nos mira Velázquez desde el interior de Las meninas.
Aniversario íntimo, Antonio Muñoz Molina [El País, 28 de abril de 1990]






lunes, 18 de marzo de 2013

Para que no digas que te oculto nada


El verdadero motivo no es ése. Mi mujer no es tonta, ella sabe que las ocasiones no paran de presentarse, y que un hombre, por muy buena voluntad que tenga, es difícil, si es hombre, que pueda controlarse siempre. Es que no quiero estropearme el recuerdo, ¿me explico? La magia de aquellos días.

En los taburetes del falso bar inglés en la zona de tránsitos del aeropuerto de Pittsburg

Si alguien así, tan cheap, para decirlo con crudeza, me identificaba tan rápidamente como compatriota suyo, era que tal vez yo compartía, sin darme cuenta, una parte de su vulgaridad, de su ruda franqueza española.
Ya me siento incómodo, o más exactamente, embarrased, ante cualquier despliegue excesivo de simpatía, que casi nunca llega sin su contrapartida de mala educación.

En los viajes soy del todo incapaz de relacionarme con los otros, apenas salgo de casa hacia el aeropuerto o la estación de ferrocarril, es como si me sumergiera en el agua vestido con un traje de buzo

El avión que yo debería haber tomado varias horas antes volaría, si alguna vez amainaba la tormenta de nieve, a Buenos Aires, y fue al pronunciar ese nombre cuando sin yo saberlo estuve perdido del todo.

Resultó que mi compatriota conocía esa ciudad, dijo, “como la palma de su mano”.

Previendo horas de calma y de lectura, yo me había resignado sin dificultad al contratiempo del blizzard

En América hay una frontera muy precisa, pero también invisible para el no iniciado, entre los favores que pueden pedirse y los que no, y un paso inoportuno al otro lado de ella puede traer consigo desagradables consecuencias, un enturbiarse repentino de la superficie tan afable de las cosas, un matiz elusivo en las miradas y las sonrisas, hasta ese momento tan francas, que uno recibía.

¿No ocurre lo mismo en todas partes? Hay determinadas cosas que se consideran un abuso de confianza. Aquí todo el mundo parece dispuesto a echarte una mano y a hacerte todo tipo de favores. No obstante, los favores tienen una contrapartida. El que hace un favor espera recibir algo a cambio y hablará mal de ti si no cumples con sus expectativas. Encuentro que en España – en las regiones de España que conozco, para ser más precisa- somos mayoría los hipócritas.
No me di cuenta de lo que a los andaluces les parece natural hasta que no me fui a vivir a Dublín. Allí alguien me advirtió lo que yo no había sabido ver: Sobre las demostraciones de afecto, mantener siempre la distancia para evitar el contacto, hablar muy bajo, mantener silencio en el Dart, empleo general de fórmulas de cortesía, el comportamiento de mis compatriotas cuando están fuera de su país, etc.

El asombro y el pavor ante la escala del espacio y el poderío temible de la naturaleza son la primera lección que aprende el europeo recién llegado a un continente tan descomunal.

Me constaba que en la conferencia de Buenos Aires mi paper sobre el soneto Blind Pew, uno, para mi gusto, de los más excelsos de Borges, era esperado no sin cierto suspense. A una indudable satisfacción profesional, mi instinto latino superponía la avidez, sólo a medias reconocida

Al menos me consolara del despiadado invierno de Pensilvania, que no sólo había batido todos los récords del siglo en cuanto a su crudeza, sino que también amenazaba con sobrepasarlos en su duración. No soy hombre al que le venga grande la soledad ni que se deje abatir por la monotonía invernal del Humbert Collage, que otros han encontrado insoportable.

Morini [presidente del departamento], que tiene la ventaja de ser latinoamericano, logró con su inveterada destreza administrativa que el departamento me costeara el fare del viaje

-Espero que al llegar al Cono Sur no se despierte tu sangre de conquistador español, y te entren ganas de ultimar a algunos indios.
Otro descubrimiento del español en América es que ha de cargar resignadamente sobre sus hombros con todo el peso intacto de la Leyenda Negra.

¿Acaso no contribuimos los españoles a perpetuar la Leyenda?

En la vida los grandes cataclismos de felicidad o de desgracia son mucho menos frecuentes de lo que sugieren las novelas y el cine.

Y de la desconsideración con que aquel hombre me había arrebatado una parte del tiempo que me pertenecía, y que ya no iba nunca a serme devuelto.

Claudio habla como una víctima por su incapacidad para decir no. Encuentro que, en general, los alemanes son mucho más directos si algo o alguien no les interesa. En Berlín, sin ir más lejos, los camareros tienen fama de descorteses y hay chistes o comentarios de que un camarero alemán puede hacerte llorar si se empeña en ponértelo difícil. Algunos pueden hacer que te sientas como si les estuvieses molestando o como si ellos, en vez de servirte, te estuvieran haciendo un favor.
¿A Claudio se le ha olvidado que él también es español? Lleva tanto tiempo fuera que ya habla como un llanito. ¿Acaso no hay palabras en castellano para estar continuamente recurriendo a anglicismos?

-Pero da igual que yo no vuelva a Buenos Aires, es como si hubiera un tesoro esperándome siempre.

He perdido la costumbre de las invitaciones tan efusivas como desordenadas que suelen hacerse en España, y me pone nervioso, casi me desconcierta tanto como a un americano, no estar seguro de cuándo o en qué medida debo corresponder. ¿No es mejor el práctico hábito anglosajón de dividir una cuenta a partes iguales, suprimiendo así el peligro de quedar en deuda, o de pagar en exceso?

¿Cómo negarte a que alguien te haga un favor? Cuesta mucho hacer ver a alguien que no necesitas un favor que está dispuesto a realizar. Cuando alguien se ofrece a ayudar, ¿no le sienta mal si rechazas su ofrecimiento? Te sientes como si estuvieses obligado a aceptarlo.
¿Hay muchas personas que estén dispuestas a ayudarte de forma desinteresada?
A mí personalmente me cuesta mucho pedir favores. Aunque quizá eso deberían juzgarlo los demás. También tu grado de generosidad.

Se acomodaba en los asientos de plástico como si fuera el dueño absoluto del espacio, y no tenía reparo alguno en chocarse o en rozarse con alguien, murmurando perdón o excuse me en un inglés imposible, sin darse cuenta de la mirada de recelo o de hostilidad que le dirigía la otra persona, como si estuviera en la barra de uno de esos bares de tapas y raciones que según creo hay todavía en Madrid, y en los que la gente choca y suda y se atropella con una promiscuidad física tan desenvuelta como los gritos que dan para charlar entre sí o reclamar la atención de los camareros.

Yo me consideraba una persona respetuosa hasta que una compañera de trabajo [Pamela] me hizo ver que actuaba de forma atropellada y poco correcta con los compañeros, sin respetar su espacio de trabajo. Pensé mucho sobre ello [me dolió aceptar su crítica] pero intenté corregirlo. Creo que hasta entonces yo no había sido consciente de que eso podría molestar a nadie.

Llega a extremos enternecedores la fascinación de los empresarios y ejecutivos españoles por el idioma inglés, habida cuenta además de que la mayor parte de ellos manifiestan una incapacidad congénita para hablarlo con un mínimo decoro, con un acento que no resulte bochornoso escuchar.

Ve la mota en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Lleva tanto tiempo fuera de España que habla de los españoles como si él no fuera uno de ellos. Son dos cosas diferentes saber manejar un idioma y tener una buena pronunciación.

Contra todo pronóstico, Abengoa se hacía entender, y no sólo en un bar o en un counter de venta de billetes, sino incluso, según me contaba con toda naturalidad, y con una falta notable de vanagloria, en difíciles reuniones de negocios, lo mismo en Europa que en Estados Unidos, y últimamente también en algunos países asiáticos

Sin embargo, Claudio tiene problemas para hacerse entender, en tanto que le cuesta bajar su nivel para expresar de un modo sencillo las ideas que se le ocurren relacionadas con su campo profesional. Emplea una terminología muy precisa pero poco práctica y pierde claridad.

-Los españoles estamos comiéndonos el mundo, Claudio, y no nos damos cuenta, siempre con nuestro complejo de inferioridad, pidiendo perdón por donde vamos, en vez de tirar para adelante y cerrar con doble llave el sepulcro de don Quijote.

Tengo un carácter apocado y este tipo de comentarios me provocan vergüenza ajena.
¿Por qué somos tan extremistas? O agachamos las orejas o avasallamos. No hay término medio. La prudencia y templanza brillan por su ausencia.

Qué duda cabe de que los latinoamericanos, aun siendo tan celosos de su identidad y sus raíces indígenas, nos llevan mucha ventaja en la soltura de su cosmopolitismo.

Eso [una buena caña de Mahou, con mucha espuma], y una tía, las dos cosas mejores de la vida, el paraíso terrenal.

Como un lector, podía deconstruir su discurso, no desde la autoridad que él le imprimía [¿se ha reparado lo suficiente en los paralelismos y las equivalencias entre authorship y authority?] sino desde mis propias estrategias interpretativas, determinadas a su vez por el hic et nunc de nuestro encuentro

Entre latinismos, anglicismos y palabras técnicas nos perdemos en el discurso. ¿Así es como un profesor asociado se habla a sí mismo? Ejem

No existe narración inocente, ni lectura inocente, así que el texto es a la vez la batalla y el botín
[y ahora trato de explicarlo con un ejemplo que nadie pueda seguir. Cuanto más oscuro, más culto.]

Me explicó que Worldwide Resorts, la empresa para la que trabajaba, era, en realidad, una compañía española, cuyas oficinas centrales están en Alicante […], lo cual no es obstáculo para que posea una nutrida y competitiva red de hoteles “de alto standing” en varios continentes.

-Yo soy el buscador de los tesoros escondidos, como si dijéramos.

En todo esto, su strategical advisory consistía en una tarea a medias de espionaje y de análisis financiero, de exploración aventurera y contabilidad.
Buscando hoteles que se ajustaran a los intereses de Worldwide Resorts, o estudiando otros cuyos propietarios los hubieran puesto ya en venta, pero que no habrían aceptado con facilidad la inspección exhaustiva de un posible comprador demasiado reticente.

A mí lo que más me gusta es ver mundo y conocer gente nueva.

A mí cualquier viaje me deja desguazado, y no soy capaz de encarar sin desaliento las complicaciones más comunes de la vida práctica, tan llevaderas, sin embargo, en los Estados Unidos.

Tenía una constitución inmune a la fatiga

Yo soy del tipo Claudio, me temo. De las que se ahogan en un vaso de agua.

Me bastan unos segundos para reconocer ese modelo siempre idéntico de hombre hábil, decidido, veloz, y cuando uno de ellos me habla muy alto o se agita amenazadoramente cerca de mí con la energía de sus tareas y de sus destrezas pienso, igual que al ver a Marcelo M. Abengoa: “Otra vez el tío Guillermo”.

Aquel hombre tan basto, tan franco, tan adicto a la carcajada y al apretón de manos, podía también volverse, me dijo, no sin cierto orgullo, un consumado espía.

¿Para ser espía no hace falta discreción?

Pero para saber si un hotel estaba hundido para siempre o si tenía algún porvenir, me dijo, le bastaba entrar en el vestíbulo y oler el aire los primeros segundos, o mirar el color y el grado de desgaste de la moqueta, o el estado de las uñas o de los lacrimales de un recepcionista.

Me pregunto qué diría el Sr. Garrino, antiguo jefe de mantenimiento del HPV: La postura del recepcionista al entrar en el hotel. ¿El personal del hotel trabaja feliz?

-Así que cuando empujé la puerta del Town Hall de Buenos Aires y respiré en el vestíbulo comprendí que aquel sitio estaba completamente acabado, Claudio, hundido, en el fondo, encallado, igual que un transatlántico, como si dijéramos, tipo Titanic.

Te hablo del 89, cuando la hiperinflación, que parecía cada mañana que el país entero iba a irse al carajo.

Por cuatro dólares podía uno comer como un príncipe en el mejor restaurante de la ciudad o llevarse al hotel a una periquita de lujo…

Había informes de que en medio de aquel desastre el propietario del Town Hall estaba ahogado financieramente y lo pondría en venta muy pronto. De manera que tomé un avión y me planté en Buenos Aires, yo las cosas las hago como las pienso, ya te digo

Y pensé, nada más llenarme los pulmones de aquel aire que olía a viejo: “Marcelo, este sitio es una ruina y lo seguirá siendo para quien lo compre, por muy barato que le salga”.

Comprendí que podía fácilmente intimidar, no ya a mí, que al fin y al cabo me asusto de cualquiera que me haga un gesto hostil o autoritario, sino a individuos curtidos en las guerras sin cuartel del mundo financiero, aún más temible, me imagino, que nuestras pequeñas intrigas y zancadillas académicas.

Cuando Abengoa entró en él, el Town Hall era ya como un museo arqueológico de la hostelería del siglo XX

Aquél era uno de los pocos hoteles del mundo que aún no había abolido los ascensores manuales. Un muchacho mustio, con granos en el cuello, dotado de un gorro cilíndrico con barbuquejo y de una paciencia o una resignación de otro siglo, atendía a los timbrazos que sonaban en cada piso y manejaba con la mirada vacía palancas con mangos de cobre y de latón dorado y puertas metálicas plegables que daban una extraordinaria sensación de precariedad al viajero acostumbrado a la solvencia de los ascensores automáticos.

He recordado Diario de un emigrante.


A las mujeres, me dijo, les gusta ir a sitios que parezcan de época, les hacen sentirse distinguidas y románticas:
-Si de algo entiendo yo, Claudio, es de hoteles y de mujeres. Pero desengáñate, la experiencia me dice que no hay hotel como la casa de uno, y en lo que respecta a las mujeres, después de haber probado algunas [no tantas como camas de hotel, no vayas a creerte], me quedo con la mía. Seguro que me comprendes, tú tienes mucha cara de casado.

Dime de qué presumes. Probar una mujer como quien prueba a dormir en una cama extraña o saborea una comida distinta. Menuda comparación. Lamentablemente, hay quien sigue expresándolo así. Y parece que algunas mujeres entienden la libertad como poder expresar lo mismo acerca de los hombres. Como en la canción “Amores de barra”.

Tienes cara de casado, eso es también como un sello, como el que llevamos los españoles en el extranjero.

De mí diría que yo tengo cara de malange, de esas que no van a tragar. Más que nada por la experiencia, digo. Recuerdo que, una vez, alguien me llevó a la azotea de un edificio, ahora no recuerdo con qué excusa. Otro chico me llevó a un aljibe. Quería explicarme su funcionamiento.
Ahora que lo pienso: muchas veces lo que me ha despertado interés por un chico ha sido su manera de referirse a otras mujeres. Un antes y un después de que me contaran sobre sus novias o las mujeres con las que habían estado. Sobre todo, por lo que dejaban de contar.

Sin que hubiera el menor síntoma de que en un tiempo aceptable se terminase aquella espera eterna en la irrealidad creciente del aeropuerto de Pittsburgh

-Esto no es España –le dije, no sé si para ilustrarlo o para desengañarlo de esa idea tan española, nacida sin duda de las películas, de que en Estados Unidos reina una gran libertad de costumbres-. Si una mujer se quita aquí la parte de arriba del bikini la llevan presa por escándalo público.

Manhattan

Por lo demás, oír hablar de mujeres en términos físicos era algo que me sonaba igual de antiguo que el abrigo echado por los hombros de mi padre, o que aquellos cigarrillos negros sin filtro que ya entonces habían empezado a matarlo sin que él lo sospechara.

Ésa es mi vida, Claudio, con sus luces y sus sombras, no te lo niego. A causa de una mujer y de un hotel no puedo volver a Buenos Aires…

Qué raro, pensé, mientras Abengoa no dejaba de hablarme, que este hombre no mucho mayor que yo me esté haciendo recordar a mi padre.
                                                                                                                              
Me ocurre a menudo hablando con algunas personas de mi edad o de la edad de mi madre. Parece que pertenezcan a una generación anterior. ¿Eso no ocurre especialmente en Andalucía? “Los niños juegan con los niños y las niñas con las niñas”, “No te señales”, “Qué acompañada vas a estar con tus hijas”, “Como se vive aquí, no se vive en ningún sitio”, “Empezaré a llevarles a museos cuando ya tengan una edad en la que puedan comprender. Ahora, mejor llevarles a Eurodisney”, “¿por qué no le has puesto pendientes? ¿no te gustan?”, “No veo que ir a clase de Religión haga mal a nadie. Les enseñan educación en valores, algo que ahora hace mucha falta.”, “¿Vas al concierto de Bach? ¡qué aburrido!”, “Mejor que aprendan inglés que música. Dónde va a parar…”.
Tengo que decir que también me ocurre ocasionalmente que encuentro a personas de más edad que piensan como yo. Puede ser un signo de que, para determinadas cosas, yo soy una antigua.

La habitación, un verdadero mausoleo, y la cama un ataúd, con el somier flojo, que se hundía hacia el centro, y la ropa de cama una mortaja, pero todo, eso sí, de gran lujo, la cama queen size, la bañera doble, el lavabo de mármol, los muebles con terminaciones de marfil y aluminio. Un lujo, por lo menos, de hace sesenta años

No era sólo el Hotel Town Hall, me contó, era Buenos Aires entera desmoronándose, cayéndose a pedazos, las aceras reventadas, tapadas con tablones, los cables ilegales del teléfono o de la electricidad que se quemaban de noche y caían ardiendo a la calle

-Yo me había citado con Mariluz en Buenos Aires, por aquello de conformarla un poco por tantos viajes en que la dejaba sola, ya sabes, una segunda luna de miel.

Se trata a las mujeres como a los niños. Les llevaré un juguete para que se conformen.

Esto era un miércoles, y ella iba a llegar el viernes, pero cuando vi el aspecto que tenía el hotel estuve a punto de llamarla para que cancelara el billete.

Justo cuando yo salía de mi habitación vi que se abría una puerta en el otro extremo del pasillo. Pero en vez de a una criada vieja, una mucama, como dicen ellos, o uno de esos huéspedes con cara de momia que hay en los hoteles antiguos, ¿sabes a quién vi aparecer?

El verbo aparecer aquí es muy oportuno. La sesión de espiritismo de La montaña mágica.

-A una tía de caerse de espaldas –dijo, triunfal, tras unos segundos muy calculados de silencio-. A la mujer más guapa que he visto en mi vida.

Peor todavía, Claudio, para que no digas que te oculto nada, me puse a calcular el tiempo que me faltaba para intentar beneficiarme a la rubia antes de que Mariluz llegara a Buenos Aires, menos de cuarenta y ocho horas después.

Era muy improbable que aquel hombre hubiera leído Les Confessions de Rousseau: y sin embargo había heredado su influjo, casi hacía paráfrasis de sus peores excesos de exhibicionismo.

-Las cosas como son, Claudio, yo me conozco: si estoy en casa, en España, no hay ningún peligro, me encuentro en la gloria con Mariluz, y con mis dos hijas, […] nada más llegar a la terminal internacional de Barajas ya se me están yendo los ojos, ¿no te pasa a ti? Ese bullicio, todas esas mujeres, de todas las razas, tan misteriosas, empujando sus carritos de equipajes, llamando por teléfono cualquiera sabe adónde.

Le informo al señor de que en sesenta años esta maquinaria sólo ha fallado una vez.

Comentarios y fragmentos seleccionados de Carlota Fainberg; Antonio Muñoz Molina




lunes, 11 de marzo de 2013

Tal vez los tiempos son así II


Selección de fragmentos de entradas de La zona fantasma

“Los libros de Sebald son eclécticos. Son muy sui generis: una mezcla de ficción, autobiografía, biografía y viajes entretejida con fotos, siempre en blanco y negro y sin leyendas. Como dice el narrador en La noche de los tiempos, la gran novela de Antonio Muñoz Molina que estoy releyendo, “La foto es el dolor del pasado; el punto fijo que se va quedando atrás en el tiempo: la cara inmóvil, en apariencia invariable, y sin embargo cada vez más lejana, más infiel, el simulacro de una sombra desvaneciéndose casi tan rápido en el papel fotográfico como en la memoria.”
W. G. Sebald: 10 años después; WILLIAM CHISLETT
Algo similar ocurrió con Antonio Muñoz Molina. “Para nosotros la palabra tradición sólo podía significar oscurantismo e ignorancia, del mismo modo que las palabras patria o patriotismo significaban exclusivamente dictadura,” dijo en una conferencia en 1993.
A diferencia de Muñoz Molina, Marías venía de una familia intelectual y algo cosmopolita, siendo su padre el filósofo Julián Marías (1914-2005) quien llevó a su familia a EE UU en 1951 por razones políticas, donde fue expuesto desde una tempranísima edad al inglés, y luego recibió una educación de élite en Madrid (en el Colegio Estudio).”

WILLIAM CHISLETT; Javier Marías como traductor; Estudio de Gareth J. Word [El Imparcial, 19 de mayo de 2012]

“Frío como otros escritores de su generación. Como Antonio Muñoz Molina o Enrique Vila-Matas, por ejemplo, cuya narración inteligente y diestra propone un juego, llena la cabeza, pero mantiene al lector siempre a prudente distancia.
Reseñas de “Los enamoramientos”; JAVIER H. MURILLO [Arcadia.com, septiembre de 2011]
El Imparcial, 10 de diciembre de 2011

“No olvidó a aquellos autores contemporáneos a los que también los premios han sido esquivos como Eduardo Mendoza o Enrique Vila-Matas. Eso no significa, aclaró Marías, que los galardones oficiales no hayan reconocido a importantes autores como el Cervantes a Juan Marsé o Rafael Sánchez Ferlosio (“que está más allá del bien y del mal”), o el Nacional a Antonio Muñoz Molina.”

Marías dice “no quiero” a Cultura [Declaraciones, 26 de octubre de 2012]

“Semana arriba o abajo, este febrero se cumplen diez años desde que inicié aquí mis colaboraciones dominicales. Llevaba ocho más haciendo algo muy parecido en otro suplemento, así que desde mi punto de vista son dieciocho de buscar tema, convencerme de que tenía algo que decir al respecto (algo levemente original o que no hubieran dicho ya otros, seguramente con más acierto), escribir mi pieza y sometérsela a los lectores en la mañana del domingo. Para ustedes es un decenio de frecuentarme, en todo caso; y, como siempre que se alcanza una cifra redonda, a uno lo asaltan las dudas. ¿No es suficiente tiempo? ¿No debería callarme, al menos una temporada? ¿Acaso es posible no repetirse, a lo largo de casi quinientas columnas? ¿No sería natural que la gente sintiera hartazgo? Ante esta pregunta siempre cabe consolarse pensando que nadie está obligado a leer la última página de El País Semanal, como a nadie se fuerza a completar el crucigrama que –si no me equivoco– aparece en el periódico a diario. Pero, aún más decisivo: ¿no sería natural, y aun saludable, que yo sintiera ese hartazgo? Si no recuerdo mal, mi ya lejano predecesor en este espacio, Antonio Muñoz Molina, lo ocupó tan sólo dos años. ¿No es excesivo, para ustedes y para mí, que lleve aquí remoloneando cinco veces más tiempo?
Piel de rinoceronte o desdén; Javier Marías [El País Semanal, 3 de febrero de 2013]


“Leí hace unas semanas, en la revista Qué leer, una entrevista con Muñoz Molina a propósito de su nuevo libro, un ensayo de actualidad. “Es que no hemos estado a la altura de las circunstancias casi nadie”, decía sobre la catastrófica situación en que hemos venido a parar. “El único que ha estado a la altura ha sido El Roto”. Y más adelante añadía: “Cuando hablo de la pérdida del espíritu crítico pienso en gran medida en mis propios colegas”. Dado que Muñoz Molina suele ser persona sensata y no proclive a las declaraciones chillonas, imaginé que podría tratarse de una inexactitud en la transcripción. Pero días más tarde, en la entrevista que Soledad Gallego-Díaz le hacía en este dominical, vi que volvía a la carga y no había lugar al error: “Hablábamos antes de intelectuales. En ese sentido, el único intelectual comprometido que había en España en 2007 era El Roto”. Tales comentarios vienen después de que el autor, según cuenta, se haya zambullido en la hemeroteca de este periódico, con vistas a escribir su obra. Muñoz Molina se incluye, desde luego, entre esos intelectuales distraídos, y bueno, puede ser: fiándome sólo de mi memoria, tengo la sensación de que lleva años escribiendo en prensa, principalmente, sobre exposiciones neoyorquinas, fotógrafos, intérpretes de jazz. Lo cual me parece muy lícito y jamás se me ocurriría reprochárselo, menos aún teniendo en cuenta que pasa la mitad del año en Nueva York. Por eso me extraña que él se permita ofender al conjunto de sus “colegas” con unas afirmaciones que en el peor de los casos parecen una falsedad y una injusticia, y en el mejor una exageración a la ligera.
Muñoz Molina es enemigo de los tópicos sin fundamento, y en esas entrevistas se revuelve contra el de las dos Españas, o contra aquel otro que insiste en que la Guerra Civil fue inevitable. Eso hace aún más inexplicable que se apunte ahora a uno de los lugares comunes más llamativamente falsos que pululan por ahí y que oímos y leemos repetidos por doquier, tanto en voces y plumas de izquierda como en las de la extrema derecha: el supuesto “silencio de los intelectuales” en nuestros días y en nuestro país. Resulta desconcertante que la propia Gallego-Díaz, aguda periodista, asuma como cierto el tópico, cuando no es precisamente de quienes callan o rehúyen la confrontación. Y todos admiramos el talento y la capacidad de síntesis de El Roto, pero él hace viñetas tan sólo, a las cuales, por fuerza, y por certeras que sean, les falta la argumentación. Gallego-Díaz, en cambio, argumenta siempre, y con frecuente brillantez. Y no otra cosa suelen hacer, y vienen haciendo desde hace muchos años, por ceñirnos a colaboradores de este diario, Savater, Vargas Llosa y Pradera, Ramoneda y Julià, Azúa y Grandes y Millás, Torres y Rivas y Cruz, Montero y Lindo y Aguilar y otros que no caben aquí, y eso intenta también quien esto firma. Nos pueden gustar más o menos sus respectivos estilos, sus ideas, su forma de argumentar. A algunos los podemos encontrar detestables, demagógicos y a menudo errados, pero lo que en ningún caso cabe decir es que no hayan estado “comprometidos”. 
Que no hayamos alertado, cuando sucedían, de los abusos de las constructoras y de los alcaldes, de la especulación inmobiliaria y la destrucción del país, de la megalomanía de las comunidades autónomas, del despilfarro sin rendición de cuentas, de la corrupción, del deterioro de la política. No puedo tener memoria de lo que cada uno ha escrito como la puedo tener de lo mío, pido disculpas por poner un ejemplo que me concierne: pero, en 2010, publiqué una recopilación de ochenta y cuatro artículos de índole política y social (compuestos entre 1985 y 2009) titulada Los villanos de la nación, y ese título era el de una pieza en la que calificaba de tales justamente a los constructores, a los alcaldes y a los consejeros autonómicos. ¿Sólo ha existido “El Roto, como una isla en la que aparecía, un día tras otro, ladrillo, corrupción e injusticia”, según asegura Muñoz Molina?
Como si no hubiera en España demasiadas cosas que están mal, tendemos a decir que lo está todo, incluso lo que está bien. En las encuestas sobre la confianza que inspiran o la aprobación que merecen los distintos colectivos e instituciones, “los intelectuales”, cuando figuran (no siempre), obtienen bastante alta consideración. Otra cosa no, pero aquí la mayoría no estamos callados, por fortuna, aunque no siempre argumentemos con brillantez. Cada uno hace lo que puede, pero al menos valor no ha faltado. Ni falta ahora, cuando, con el actual Gobierno, los críticos nos exponemos cada vez más a represalias oficiales y a infundios e inquinas de sus secuaces periodísticos. A la actriz Maribel Verdú le han caído chuzos de punta –incluidas portadas de diarios nacionales– por condenar los desahucios en la gala de los Goya, como el 90% de la población, sólo que sin gala. Lo mismo a Candela Peña y a otros del gremio. Cuando hace meses rechacé el Premio de Narrativa del Ministerio de Cultura, pese a dejar bien claro que mi postura habría sido la misma de haber gobernado el PSOE, otro de esos diarios nacionales –en el sentido de ahora y en el de 1936– me dedicó nada menos que tres artículos tirando a afrentosos. También a Muñoz Molina le han llovido a veces injurias, de diarios de esos o no. Le rogaría que mirara un poco mejor la hemeroteca, quizá vería que sus “colegas” no lo hemos hecho tan mal ni hemos perdido del todo “el espíritu crítico” en los años de la distracción.

En los años de la distracción; Javier Marías [El País Semanal, 10 de marzo de 2013]

Pero uno de ellos, del que no se habla y sobre el que yo insisto en mi libro, es la fuerza que se concedió a los aparatos políticos de los partidos y a la primacía de esos partidos políticos sobre la Administración.
P: Esa es una de las tesis fundamentales del libro, ¿no?
R: Sí, creo que eso es así. Los partidos no quisieron crear una Administración, un sistema público de funcionamiento que sirviera para todos, sino unas redes clientelares de las que ellos se alimentaran y en las que ellos prosperaran.
P: ¿Dónde estaban los intelectuales españoles cuando ocurrió todo eso?
R: Habría que hablar de los intelectuales en un sentido amplio, incluir a los periodistas, ¿no? Pero no se trata del prestigio intelectual. Cuando escribía el libro me daba cuenta de que el eje sobre el que todo eso se desarrollaba era la falta de control, dentro de la legalidad. Yo tengo la experiencia de haber trabajado en la Administración en momentos cruciales. Cuando sale a la luz pública un caso de corrupción, nadie pregunta, como cuando un enfermo llega a un hospital: ¿qué ha pasado? Antes de llegar aquí, ¿qué le pasó? Una vez más, volvemos a la incapacidad de crear cosas comunes, la falta de voluntad de crear espacios comunes.
P: ¿De dónde viene esa incapacidad?
R: Tiene que ver con una particularidad española, de la que también hablo en el libro: lo difícil que es en este país la disidencia verdadera. Tenemos una idea falsa de nosotros mismos, según la cual somos gente vehemente, que dice lo que piensa y que eso nos distingue de los extranjeros. Pero aquí es muy difícil decir lo que se piensa. Vivimos en una sociedad en la que, por falta de tradición democrática, existe una incapacidad de aceptar con naturalidad las opiniones o las informaciones que contradicen la ortodoxia establecida por un grupo.
P: ¿Eso se relaciona con el sectarismo?
R: Sí. En primer lugar, aquí hay, y eso me parece ya un primer síntoma grave, un peso del opinionismo mucho mayor que en otros países. Pero además, cuando alguien escribe una columna, lo hace para mostrar a los suyos que es de ellos y que está auténticamente en ese bando. Y eso se muestra de dos maneras: una, atacando al que se supone que es del bando contrario, y dos, no poniendo ninguna pega, o si acaso una pega menor, al bando al que se supone que perteneces.
P: ¿La opinión pública forma parte de esa red de controles?
R: Claro, el último de esos controles es el de una opinión pública que no sea cautiva. Eso tiene que ver con lo que hablamos antes de la dificultad de llevar la contraria. Me acuerdo de cuando se iba a aprobar el absurdo nuevo estatuto de Andalucía. Ponerle alguna pega era directamente ser “de derechas”. De mí han escrito que he sido un traidor a mi tierra, un traidor a Andalucía. Me acuerdo de un artículo que publiqué y que provocó todo tipo de ataques. Se llamaba Andalucía obligatoria y se inspiraba en algo que me había contado mi hermano sobre un cursillo que tenía que hacer para su capacitación y que versaba sobre el espíritu rociero. Es curioso que en un país que se dice tan individualista exista una fuerte coacción del grupo, la coacción ortodoxa, como en la contrarreforma, la acusación de que “tú no eres de los nuestros”. España no es nada individualista. Mentira. Es una sociedad en la que el debate público es imposible. El debate público verdadero. Lo que se hace es el ladrido agresor. Todo está lleno de eso. Recuerdo otro ejemplo bastante reciente, la célebre cúpula de Barceló. Como la había aprobado el Gobierno socialista, a quien se oponía se le acusaba inmediatamente de ser del PP. Y como Barceló es un artista moderno, a quien opinaba que la cúpula era estéticamente una “pata­­ta” se le trataba de reaccionario. Yo hice un artículo en el que comparaba el coste de la cúpula de Barceló con el presupuesto anual del Instituto Cervantes, porque creo que, además de las opiniones, hay un factor que se debe tener en cuenta y que es el coste de un proyecto y la proporción con el coste de otras cosas. Si la cúpula cuesta entre 18 y 20 millones de euros y comparativamente el presupuesto del Instituto Cervantes de ese año era de 65 millones de euros, algo falla, ¿no?
P: ¿Coacción de grupo, de nuevo?
R: Ceguera partidista. Te da la comodidad, está claro. Conste que en el libro también hay un mea culpa, ¿eh? El hecho de estar muy centrados en determinadas cosas nos impedía ver muchas otras que estaban pasando. Hablábamos antes de intelectuales. En ese sentido, el único intelectual comprometido que había en España en 2007 era El Roto.

“España no es individualista. Eso es mentira.” Entrevista a AMM por Soledad Gallego-Díaz [El País, 18 de febrero de 2013]

¿Hablo de ti para que se hable de mí?
¿No hablo de tu libro pero lo relaciono con el mío?
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