Fragmentos de El viento de la luna, de Antonio Muñoz Molina
Fue así como mi abuela y mi madre idearon el remedio de utilizarme a mí como carabina infantil de los novios, y me regalaron sin proponérselo algunas de las mañanas de domingo más felices de mi vida. (…)
Salía con ellos de la plaza de San Lorenzo y de los
callejones donde transcurrían nuestras vidas y me llevaban a los espacios
abiertos por donde se paseaba la gente muy arreglada en las mañanas del
domingo: el paseo de Santa María, (…) Me sentaba con mi tío Carlos y mi tía
Lola en un velador de aluminio de la cafetería Monterrey y me embebía en la
lectura del tebeo y en el sabor del refresco que me habían comprado y se me
olvidaba por completo mi vigilancia recelosa.
La mirada de AMM sobre su infancia y primera adolescencia es de una belleza que ennoblece los recuerdos, los suyos y los míos.
En sus palabras encuentro nostalgia y una enorme gratitud hacia su familia y las personas con las que se crió. Nostalgia no porque fueran buenos tiempos sino la melancolía que despierta la sensación de pérdida de un universo valioso, donde fuiste feliz.
Recuerdo aquella lejana navidad del 89 en la que no podíamos poner la radio en la casa vieja de Trinidad porque el vecino, el tabernero, Perico “El soguero”, se estaba muriendo. La vigilancia sobre nosotras llegó a ser asfixiante:
Por respeto al muerto de la casa de al lado, a quien nadie quería y con quien casi nadie hablaba, mis padres no me dejan poner la televisión.
Una historia que se repite. Fabulosa historia, por cierto. La primera vez que supe de ella pensé: Lo peor que te puede pasar no es que te maten sino ese vivir sin descanso con miedo permanente a que vengan a darte el paseo.
Cuentan de nuevo lo que han contado tantas veces, que
huyendo por los tejados de los milicianos anarquistas que lo perseguían se
escondió en un granero y se cubrió con un montón de paja. Con horcas de puntas
afiladas y con las bayonetas de los fusiles los milicianos atravesaban la paja
y uno de ellos alcanzó su cuerpo, y él pensó que estaba perdido, que las púas
de hierro de la horca o la bayoneta afilada le atravesarían el pecho, o que el
miliciano gritaría alertando a los otros. Pero después de un instante la horca
o la bayoneta se retiró, y el mismo hombre que la empuñaba dijo a los otros:
“Vámonos, que aquí no está escondido.” Se quedó en el pajar hasta que se hizo
de noche y logró salir de la ciudad sin que nadie lo viera y llegar hasta las
líneas enemigas. Pero él no tuvo compasión cuando volvió después de la guerra
condecorado y convertido en juez militar y se puso a firmar penas de muerte,
que dicen que las firmaba con las dos manos, para ganar tiempo y mandar a más
condenados a las tapias del cementerio.
El ciego no tuvo escrúpulos en quedarse con la casa de un
hombre inocente al que él mismo había mandado a la muerte. “El pobre Justo
Solana”, dice mi padre, “un hombre que no se metió nunca en nada y que tenía la
huerta al lado de la nuestra y no quiso salir de ella mientras durara la
guerra”. “Pagan justos por pecadores”, dice alguien, “siempre pasa lo mismo, y
más en una guerra entre hermanos”.
“Pagó por su hijo”, explica mi abuelo, “que había dejado al
padre solo y viejo en la huerta para irse a Madrid, porque tenía la cabeza
llena de pájaros, mira qué ruinas y qué desgracias traen las ideas”. “Yo me
acuerdo de cuando vinieron a buscar a ese hombre”, dice mi madre. (…) “¿Y por
culpa del hijo mataron al padre?” “Eso es lo que piensa la gente”, dice alguien
en un corro, “pero había una denuncia por medio, y el juez Domingo González no
iba a perdonar”. “Pero si el hombre no había hecho nada”, dice mi padre, “sólo
trabajar de sol a sol en su huerta y no meterse con nadie, y hacernos favores a
mi abuelo y a mí cada vez que se los pedíamos. Qué asco de mundo, tantos
canallas sueltos y a un hombre trabajador y cabal lo matan a tiros como a una
alimaña”. “Para que veas tú lo que son las ideas, y las fantasías”, dice mi
abuelo, “si aquel hijo se hubiera quedado con su padre ahora tendría su casa y
su huerta y podría estar sentado al fresco igual que nosotros”.
“El que algo teme algo debe, dicen”, enuncia mi abuelo con
su voz lúgubre.
Y yo ahora me acuerdo de mi madre cuando era muy pequeña. Unos cuatro años, quizá. Cortó unas cortinas con una tijera para confeccionar un vestido a una muñeca. Mi abuela le preguntó: ¿Por qué lo has hecho? Y ella contestó: ¿Y cómo sabes que he sido yo?
Mi madre era muy traviesa e inquieta.
Con esa edad aprendió a leer y empezó a ir al colegio. Un día fue arrastrando una silla desde su casa hasta la ventana del aula para fijarse en lo que decía la profesora, Doña Ángeles. A la maestra le llamó tanto la atención y le pareció una niña tan despierta y curiosa que le pidió a mi abuela que la dejase asistir a clase.
El colegio estaba muy próximo a la casa de mis abuelos, donde ahora está la casa de la Melli.
Mi abuelo también decía: “El que paga, descansa”. Era de estas personas que, si han encargado un trabajo a alguien, lo busca para pagarle justo después de haberlo realizado.
También destacaría el capítulo 14. Las descripciones son maravillosas y me emocionaron de verdad. Me acordé especialmente de la tía Guille. Qué hermoso texto.
Mi abuelo y mi padre se han levantado muy de noche para
aparejar a las bestias, pero mi madre y mi abuela se levantaron mucho antes que
ellos, para encender el fuego y preparar la comida del día. Han bajado a la
cocina en la que el frío hacía más intenso el olor a ceniza de la lumbre que
apagaron anoche antes de dormirse. Mientras dormían el frío se ha adueñado de
toda la planta baja de la casa como de una ciudad sitiada donde los centinelas
se rindieron al sueño, y ahora ellas tienen que empeñarse en recobrar una parte
del espacio perdido, igual que ayer cuando amaneció y que mañana cuando vuelvan
a levantarse y que cada uno de los días del invierno.
La ausencia de lumbre y de calor en el hogar. La hornilla ya no se encendía. Justo en eso notaba de forma alarmante que mi abuela ya no estaba presente. Recuerdo muy bien la primera vez que entré en la casa y ella ya no estaba en la cocina. Ya no estaba su olor. El frío empezó a adueñarse de todo. Mis tías y mi madre empeñadas en aparentar normalidad. Las medias sonrisas forzadas para no romper a llorar.
La casa perteneció al abuelo de mi abuela y era en origen mucho más grande. En esa casa nacieron cuatro generaciones: mi bisabuela, mi abuela, mi madre y mi hermana. Mi hermana nació en el año 78 pero no en un hospital, como todos los niños de su edad. Mi madre se puso de parto y quiso tenerla allí, atendida por la matrona del pueblo. En la habitación que había pertenecido a mi bisabuelo hasta muy poco antes, mi abuela (51), mi tía Charo (23) y mi tía Guille (19) ayudaban a Dolores Gutiérrez que asistía a mi madre (26) a dar a luz.
Mi hermano y yo esperábamos en la casa de la hermana de mi abuela jugando con tapones y chapas.
En vísperas de las vacaciones yo soy el único que trabajará
en el campo desde el día siguiente, y no en la huerta de mi padre, sino a
cambio de un jornal, en la cuadrilla de aceituneros de un propietario rico que
tiene varios miles de olivos.
Ganarás el pan con tus manos casi infantiles todavía rígidas
de frío y con tus rodillas desolladas de arrastrarte sobre la tierra endurecida
por la escarcha, con el dolor de tu cintura y el de tu espalda que llevarás
doblada todo el día. La piel de los dedos en torno a las uñas se te quedará en
carne viva al arañarse con las aristas de la tierra helada cuando quieras
recoger las aceitunas medio hundidas en ella, y cuando avance la mañana y el
sol disuelva la escarcha se te hundirán los pies y las rodillas en el barro.
Yo avanzo de rodillas, siempre al lado de mi madre,
fijándome en la velocidad con que ellas recogen aceitunas con las dos manos,
picoteándolas entre el índice y el pulgar de cada una como si fueran dos pájaros.
Por eso lo llaman “la ordeñá”.
Algunas de estas descripciones también se encuentran en el libro que es una recopilación de artículos con el trasfondo de Andalucía: La huerta del Edén.
Contar la edad en la que empiezas a descubrir el mundo, con diez o doce años. Hacer literatura de lo cotidiano, contar cómo era tu generación.
Me encantan esas novelas de descubrimiento y mirada limpia tipo El camino, de Miguel Delibes o Las pequeñas memorias, de Saramago. El corazón es un cazador solitario o Matar a un ruiseñor.
Ahora voy a un colegio en el que he comprobado de cerca por
primera vez que en el mundo hay pobres y ricos, alumnos becarios y alumnos de
pago, hijos de notarios o de médicos o de terratenientes o registradores de la
propiedad e hijos de pobres cuyas familias no conoce nadie. En la escuela
primaria todos los niños eran como yo y casi todos procedían de mi mismo barrio
de campesinos y hortelanos: en el colegio, inesperadamente, estoy solo y no me
parezco a los demás, y observo la deferencia con que los curas tratan a algunos
alumnos por muy crueles o revoltosos que sean y la altanería con que otros
alumnos me miran y me hablan.
Deshecho de cansancio, muerto de hambre, con las rodillas y
las puntas de los dedos desolladas, arrastrándome sobre la tierra junto a las
mujeres que picotean aceitunas a dos manos y a toda velocidad, pienso en el número
de olivos que habrá en todo el paisaje ondulado y monótono de nuestra
provincia, en cuántas manos se afanarán ahora mismo
Con un sobresalto de felicidad descubro que ha empezado a
nevar: los copos, casi imperceptibles si no fuera por las punzadas suaves en mi
cara, se arremolinan silenciosamente en torno a las bombillas de las esquinas.
Esa noche, cuando me asomo al balcón antes de acostarme, el cristal se queda
empañado con mi aliento, y los corrales de la casa de Baltasar y los tejados
del Barrio de San Lorenzo están cubiertos por la nieve, y los copos son tan
densos que no se ve en la lejanía del valle del Guadalquivir.
Algunos acontecimientos son extraordinarios. Fue maravilloso que mi tía Charo naciera el día que nevó en Sevilla, el 3 de febrero de 1954. Mi padre, que tenía seis años, tiene memoria de que ese día subieron con el maestro a una terraza a contemplar calles y tejados cubiertos de nieve.
Mi abuela propuso llamar así a la niña, Nieves, pero mi abuelo no estuvo de acuerdo porque le correspondía llamarse como su abuela materna. Como a la madre de mi abuela no le gustaba su nombre, se llamó como su bisabuela. Asunto concluido. A ella le hubiese gustado llamarse como llamaban a mi abuela en el colegio, Albita. Pero Alba era su apellido.
Todos los textos son de El viento de la Luna , de Antonio Muñoz Molina
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