Este es el nudo de la novela
Tiempos difíciles, de Charles Dickens.
LIBRO SEGUNDO
CAPITULO PRIMERO
EFECTOS EN EL BANCO
La mano que se interpone entre el sol y las cosas. Los mitos de Coketown.
Lo admirable de Coketown era que
existiese. Tantas veces había sido reducido a ruinas, que causaba asombro cómo
había podido aguantar tantas catástrofes. Se puede afirmar que los fabricantes
de Coketown están hechos de la porcelana más frágil que ha existido jamás.
Por grande que sea el mimo con
que se los manipule, se rompen en pedazos con tal facilidad, que lo dejan a uno
con la sospecha de si no estarían antes agrietados.
Además de la cuchara de oro del
señor Bounderby, que andaba en boca de casi todos en Coketown, era muy popular
en esta ciudad otro mito, que adoptaba la forma de una amenaza. Siempre que un
coketownense creíase perjudicado, es decir, siempre que se le impedía campar
por sus respetos y alguien proponía que se le hiciese responsable de las
consecuencias de sus actos, podíase tener la seguridad de que reaccionaría con
la espantosa amenaza de que «antes arrojaría al Atlántico todos sus
bienes».Esta amenaza había puesto en varias ocasiones al ministro del Interior
a dos dedos de la muerte.
Sin embargo, los coketownenses
eran tan patriotas, a pesar de todo, que jamás arrojaron sus bienes al
Atlántico, sino que, por el contrario, tuvieron la amabilidad de cuidarlos
celosamente.
Pero el sol mismo, aunque
produzca en general efectos beneficiosos, era menos benigno con Coketown que el
frío más rudo, y rara vez clavaba fijamente su mirada en los rincones más
apretados de la ciudad sin que engendrase más muerte que vida. Así es como el ojo del mismo cielo se convierte en un
ojo maldito cuando unas manos incapaces o sórdidas se interponen entre él y las
cosas a las que él mira para llevarles su bendición.
El hada o el Dragón del Banco según los ojos que la miren
Todas las mañanas la señora
Sparsit solía estar en su puesto de observación a punto para acoger al señor
Bounderby, cuando éste cruzaba la calle para entrar en el Banco, con la
gratitud compasiva que se merecía una víctima. Aquél llevaba ya casado un año,
y ni por un instante siquiera lo había liberado, en todo ese tiempo, la señora
Sparsit de su inflexible compasión.
Bajo la impresión de representar
papel tan interesante, considerábase la señora Sparsit como una especie de hada
del Banco. Las gentes de la población, que en sus idas y venidas por la calle
la veían allí, mirábanla como el dragón del Banco que vigilaba los tesoros de
la mina.
Por último, tenía bajo su
custodia un pequeño arsenal de machetes y carabinas dispuestos en orden
vengativo encima del delantero de la chimenea de uno de los despachos, y tenía,
además, algo que constituye una tradición inseparable de todos los locales de
negocio que se jactan de ricos: una hilera de cubos para casos de incendio,
vasijas que no sirven absolutamente de nada cuando el incendio se produce, pero
que (era cosa probada) ejercían sobre
cuantos los miraban un admirable efecto moral, equiparable casi al de
las barras de oro.
Bitzer o el aprendiz de Bounderby. El delator.
-La verdad, señora, que lo que he
oído nada tiene de particular. Nuestra gente del pueblo es mala gente, señora ;
pero esto, por desgracia, no es ninguna novedad.
- ¿Y qué es lo que hacen ahora
esos descontentadizos individuos?
-Lo de siempre, señora. Formar
uniones, coligarse, solidarizarse unos con otros.
-Es muy de lamentar que la Unión de patronos tolere que
se formen esas ligas de una clase social.
-Estando unidos ellos, debían, todos
a una, negarse a dar trabajo a ningún
hombre que estuviese coligado con otro.
-Ya lo hicieron, señora; pero no
dio resultado.
-Sé únicamente que es preciso
sujetar a estas gentes de una vez y para siempre, y que esto debía haberse realizado
hace ya mucho tiempo.
-Y qué, ¿sigue el personal siendo
tan de confianza, trabajador y puntual como de costumbre?
-Sigue portándose bastante bien,
señora..., con la excepción de siempre.
Bitzer desempeñaba el respetable
cargo de espía e informador general en el establecimiento; en pago a este
servicio voluntario, recibió, con ocasión de las últimas Navidades, un regalo
especial, además del sueldo de una semana, y por encima de éste. Se había
convertido en un mozo muy calculador,
precavido, prudente y que haría con seguridad carrera. Su cerebro funcionaba
con exactitud matemática y carecía en absoluto de sentimientos y de pasiones. Todos
sus actos estaban inspirados en el más refinado y frío cálculo; y no sin motivo
solía decir la señora Sparsit, refiriéndose a él, que era el joven de más
sólidos principios que ella había conocido jamás.
-Sí; me refiero al señor Tomás.
Recelo bastante del señor Tomás, señora; no me gustan, en modo alguno sus
maneras de comportarse.
-Bitzer, ¿ya no os acordáis de lo
que os tengo dicho a propósito de nombres propios?
-Por muy improbable que pareciese
hace algunos años el que yo me viese dependiendo del señor Bounderby, sirviéndole
por un regalo anual, no tengo más remedio que pensar en dicho señor desde ese
punto de vista. Yo he merecido del señor Bounderby todos los respetos debidos a
mi posición en la sociedad y todas las atenciones correspondientes a mi
alcurnia que yo podía ambicionar. Más, muchas más. De aquí que mi protector
merecerá siempre mi más escrupulosa
lealtad.
- El tal individuo, señora, no se
comportó jamás como debía desde el momento mismo en que entró en estas oficinas.
Es un vago, manirroto y crapuloso. No se merece el pan que come, señora, y
tampoco sabría ganárselo, si no contase con un amigo y pariente en la Corte.
-Lo único que yo desearía,
señora, es que su amigo y pariente no le proveyese de medios para seguir
llevando la vida que lleva. Por lo demás, señora, bien sabemos vos y yo de qué
bolsillo sale el dinero que gasta.
-Hay que compadecerlo, señora.
Esa última persona a la que he aludido,
merece, señora, que la compadezcamos.
-En efecto, Bitzer; yo siempre,
siempre, he compadecido a los que viven en un engaño.
Este último era otro
de los mitos de Coketown. Cualquiera de sus capitalistas, de los que habían
llegado a reunir sesenta mil libras esterlinas empezando con medio penique,
salía de pronto y en cualquier ocasión preguntando asombrado por qué los
sesenta mil obreros manuales que, más o menos, había en Coketown no se las
arreglaban para convertir, todos y cada uno de ellos, su medio penique en
sesenta mil libras, viniendo a reprocharles que no fuesen capaces de llevar a
cabo una cosa tan sencilla.
Otro tema, el de sus
asociaciones: estoy seguro de que hay muchos entre ellos que podrían
beneficiarse un poco de cuando en cuando, en dinero o en protección, mejorando
de este modo su nivel de vida, con solo que se vigilasen entre sí, comunicando
después lo que saben.
Aparición del visitante: ¿amigo o enemigo?. El poder de la adulación.
-Se ve claro que es forastero.
-No sé qué pueda querer un
forastero a estas horas en el Banco, como no sea que se le haya hecho tarde
para el asunto que traía; pero como yo ocupo un cargo en este establecimiento
por delegación del señor Bounderby, estaré a la altura de mis obligaciones.
Penetró en el cuarto de la Comisión directiva del
Banco con el ademán de una matrona romana que saliese de las murallas de la
ciudad para conferenciar con un general invasor.
Esta entrada imponente no produjo
el menor efecto sobre el visitante, que se había acercado paseando a la ventana
y se hallaba en aquel instante mirando despreocupado a la calle. Silboteaba por
lo bajo con toda la tranquilidad imaginable, cubierta aún la cabeza con el
sombrero y con una expresión de cansancio que era en parte producto del mucho
calor y en parte también de su excesiva elegancia de maneras. Saltaba a la
vista del más ciego que se trataba de un perfecto caballero, cortado por el
patrón de la moda de su tiempo: cansado
de todo y tan escéptico de todo como el mismísimo Lucifer.
La señora Sparsit pensó para sí
misma, mientras se agachaba con una
majestuosa inclinación: «¡Ejem...! Treinta y cinco, bien parecido, buena
estampa, buena dentadura, buena voz, de buena casta, bien vestido, pelo negro,
mirada audaz.»
-Mi marido llevaba el apellido
Powler.
-Os aburriréis mucho aquí,
¿verdad?
-Soy esclava de las
circunstancias y hace ya mucho tiempo que me doblegué a la fuerza que rige mi
vida.
-Soy portador de una carta de
presentación para el banquero señor Bounderby. Pero, al llegar en mi paseo
hasta el Banco, tuve la buena suerte de descubrir en la ventana...-hacia la que
movió con lánguido vaivén la mano, ligeramente encorvada- a una dama de aspecto
muy aristocrático y agradable, y me dije que lo mejor que yo podía hacer era
tomarme la libertad de preguntar a esa dama dónde reside el señor Bounderby, el
banquero.
En aquel mismo instante, y aunque
estaba casi sentado en la mesa, inclinábase al desgaire hacia ella, como si
descubriese en la señora Sparsit un cierto atractivo que la hacía
encantadora... a su modo.
El forastero, cuya facilidad y
suavidad de expresión resultaban agradables y parecían indicar pensamientos
mucho más razonables y graciosos que lo que realmente eran -lo que acaso constituía un hábil recurso
ideado por el fundador de una escuela que tiene tan numerosos adeptos, fuera
quien fuese ese gran hombre- dijo:
-Ya sé que los bancos son siempre
recelosos y que oficialmente deben serlo. Por eso me permito decir que mi
carta..., hela aquí..., procede del diputado par este distrito..., del señor Gradgrind...,
a quien tuve el gusto de conocer en Londres.
-Sí, señor; llevo diez años de tratarlo en la situación de
dependencia en que estoy con respecto a él -contestó la señora Sparsit.
-¡Eso es una eternidad! Tengo entendido
que casó con la hija de Gradgrind.
- En efecto, tuvo ese... honor -dijo
la señora Sparsit, y apretó súbitamente la boca.
-Según me informan, esa dama es
todo un filósofo. ¿Es cierto?
-¿Ah, sí? ¿De veras? -exclamó la
señora Sparsit.
-Disculpad mi impertinente
curiosidad: vos conocéis a esa familia y sois también mujer de mundo. Yo estoy
en vísperas de conocerla y acaso tenga que tratarla mucho... ¿Es la dama tan
alarmante como se dice? Ardo en deseos de saber si responde a la verdad la fama
de mujer de cabeza sólida que le da su padre. ¿Es mujer a la que no hay que
ponerle un pero? ¿Repugnante y apabullantemente sabia? Vuestra significativa
sonrisa me está diciendo que no. Habéis vertido un bálsamo sobre mis
preocupaciones. Veamos ahora la edad... ¿Cuarenta...? ¡Treinta y cinco!
La señora Sparsit soltó una risa
franca, y exclamó:
-Una verdadera chiquilla. Se casó
sin tener veinte años.
-¿Qué opináis del caballero,
Bitzer?
-Que gasta mucho dinero en
vestir, señora.
-Es preciso reconocer que tiene
muy buen gusto.
-Desde luego, señora; si es que
vale la pena de gastar en eso el dinero. Además, me da en la nariz, señora, que
es un jugador -agregó Bitzer mientras sacaba brillo a la mesa.
-El juego es una inmoralidad.
-El juego es una ridiculez,
señora, porque siempre hay una proporción de probabilidades en contra de los
jugadores.
-¡Qué estúpido!
Esta exclamación fue lanzada por
la señora Sparsit mientras cenaba a solas. No dijo a quién se refería; desde
luego no podía referirse al plato de mollejas.
CAPITULO II
DON SANTIAGO HARTHOUSE
Presentación del hermano del caballero y del caballero mismo. ¿Malvado o botarate?
Entre los caballeros refinados
que no pertenecían de una manera normal a la escuela de Gradgrind, había uno de
buena familia y mejor presencia, dotado de un feliz y extraño humorismo, que
había obtenido un éxito inmenso en la
Cámara de representantes en cierta ocasión en que la
obsequió -a la Cámara y al Consejo de
administración de cierto ferrocarril- con su descripción de un accidente
ferroviario en el que los más cuidadosos empleados de ferrocarril que había en
el mundo, a sueldo de los gerentes de compañía más espléndidos de que existía
memoria, manejando la maquinaria más perfecta que jamás se planeó, en la línea
ferroviaria mejor construida hasta entonces, habían matado a cinco personas y
herido a treinta y dos por una pura desgracia, sin la cual todas las
excelencias de todo aquel sistema habrían quedado real y verdaderamente
imperfectas.
El honorable diputado había
cosquilleado a la Cámara
-que disfruta de un fino sentido del humor-, haciéndola reír de tal manera que
aquélla no quiso escuchar nada a propósito de la investigación judicial y
absolvió al ferrocarril entre aplausos y risas.
Ahora bien: este caballero tenía
un hermano más joven y de aspecto más agradable todavía, el que después de
intentar hacer carrera como alférez de dragones encontró esta profesión
molestísima; intentó a continuación abrirse camino en el séquito de un
embajador inglés en el extranjero, pareciéndole también aquello un
aburrimiento; hizo a continuación un viaje hasta Jerusalén y se aburrió allí
por el estilo; inmediatamente emprendió un viaje en yate por el mundo y se
aburrió en todas partes.
«Si necesitáis para un cargo
cualquiera un hermoso perro capaz de pronunciar discursos magníficamente
endemoniados, buscad a mi hermano Santi, que es el hombre que os está haciendo
falta.» Después de unas cuantas y súbitas apariciones en mítines públicos, el
señor Gradgrind y un consejo de sabios políticos dieron el visto bueno a Santi,
decidiéndose enviarlo a Coketown para que lo fuesen conociendo en dicha ciudad
y en sus alrededores.
Otro curioso impertinente. Bounderby es a Anselmo lo que Harthouse es a Lotario.
Bounderby prosiguió:
-No os mostréis tan seguro de que
os va a agradar lo que voy a deciros. Por mi parte, no os lo aseguro. En primer
lugar, ya habréis visto el humo que acá nos gastamos, y que para nosotros es
como el pan de cada día. Desde todo punto de vista, es la cosa más saludable que
hay en el mundo, especialmente para los pulmones. Si acaso pertenecéis al
partido de los que quieren obligarnos a suprimir el humo, desde ahora os digo
que difiero de vos.
-Señor Bounderby: os doy la
seguridad de que comparto en absoluto y por completo vuestra opinión. Con pleno
conocimiento.
-Me alegra oíros hablar de ese
modo. Con seguridad que habréis oído también hablar muchísimo del trabajo en
nuestras fábricas... ¿Que sí que habéis oído? Perfectamente. Yo quiero
exponeros las cosas tal y como son. Se trata del trabajo más agradable, del más
llevadero y del mejor pagado que existe. Más aún, si nosotros mismos
quisiésemos mejorar las fábricas, lo único que podríamos hacer sería cubrir los
suelos con alfombras de Esmirna.
-Por último -prosiguió Bounderby-, hablemos de nuestros obreros.
No hay en nuestra ciudad hombre, mujer o niño que no esté poseído de una
ambición en su vida. Esa ambición
consiste en vivir de sopa de tortuga y carne de venado con cuchara de oro. Sois
hombre de buena familia. No os engañéis suponiendo ni siquiera por un momento
que yo soy un hombre de buena familia. Yo soy un auténtico arrapiezo del
arroyo, un andrajo, un hombre de baja ralea. Esto era precisamente la única
cosa capaz de despertar el interés de Santi por la persona del señor Bounderby.
-Siendo así, podemos darnos un
apretón de manos de igual a igual. Y digo de igual a igual, porque, conociendo
lo que yo soy, conociendo toda la profundidad del arroyo desde el que yo mismo
conseguí levantarme como no la conoce nadie, estoy tan orgulloso como podéis
estarlo vos. Estoy tan orgulloso como podáis estarlo vos. Una vez que he
afirmado debidamente mi independencia,
podemos entrar en las fórmulas de cómo os encontráis y que espero que os
encontréis muy bien.
-Quizá sepáis..., o quizá no lo
sepáis..., que yo me casé con la hija de Tom Gradgrind. Si
no tenéis cosa mejor que hacer
que venir paseando conmigo hacia la parte alta de la ciudad, tendré mucho gusto
en presentaros a la hija de Tom Gradgrind.
-Señor Bounderby, con ello os
habéis anticipado a mis más ardientes deseos
-contestó Santi.
Presentación de la Dama. Diferencias con Camila.
Personalidad propia.
En el cuarto de estar de aquella
mansión salió a saludarlos la mujer joven más extraordinaria que don Santiago
Harthouse viera hasta entonces. Era al mismo tiempo recatada y espontánea;
reservada, pero siempre en guardia; fría y altiva, pero avergonzada y dolida de
la fanfarrona humildad de su marido, que le producía sobresaltos igual que si
cada exhibición que él hacía fuese un pinchazo o un golpe. El observarla
resultó para Harthouse una emoción nueva. El rostro de la joven era tan notable
como sus maneras. Las facciones, bellas; pero resultaba imposible adivinar su
expresión auténtica, debido al freno impuesto al juego natural de las mismas. Era
inútil intentar meterse todavía a comprender a la joven aquella, que despistaba
por completo todo intento de penetración con su absoluta indiferencia, su
completa seguridad en sí misma, jamás desorientada, y, sin embargo, jamás a sus
anchas, con su cuerpo físico junto a ellos y con su alma aparentemente
solitaria.
El fanfarrón de la humildad. Se cree muy listo y además presume de bruto. Un hombre hecho a sí mismo, silvestre como un champiñón.
-Aquí tenéis, caballero, a mi
esposa, la señora de Bounderby, hija mayor de Tom Gradgrind. Lu, este es don
Santiago Harthouse. El señor Harthouse se ha alistado en el rol de vuestro
padre. Si no figura dentro de poco tiempo como colega de Tom Gradgrind, creo
por lo menos que oiremos hablar de él como diputado de alguna de las
poblaciones cercanas a la nuestra. Observaréis, señor Harthouse, que mi esposa
es más joven que yo.
Ignoro qué es lo que ella vería en mí para casarse conmigo, pero
supongo que algo vio o, de lo contrario, no me habría tomado por marido. Es
mujer de extensos conocimientos políticos y de otras clases. Si queréis daros
un empacho de cualquier cosa, os aseguro que me costaría trabajo recomendaros a
otro consejero mejor que Lu Bounderby.
-¡Ea, si vuestra especialidad son
los cumplidos, aquí triunfaréis, porque no habéis de encontrar competidor!
Jamás tuve yo oportunidad de aprender galanterías, y reconozco que ignoro el
arte de decirlas. La realidad es que me inspiran desdén. Pero vos habéis sido educado
de diferente manera. Mi educación ha sido a ras de tierra, ¡por vida mía! Vos
sois un caballero y yo no tengo la pretensión de serlo.
El tanteo de Lu para conocer a Harthouse. Carezco de principios. Hago lo que me conviene.
-El señor Bounderby es un noble
bruto en estado relativamente salvaje y está libre del todo de los arreos con
que trabaja un caballejo corriente como yo.
-Respetáis mucho, y ello es
natural, al señor Bounderby -contestó Luisa tranquilamente.
A pesar de ser un caballero que
había corrido tanto mundo, el visitante se vio desmontado y pensó: «¿En qué
sentido lo habrá dicho?»
-A juzgar por lo que ha explicado
el señor Bounderby, pensáis consagraros al servicio de vuestro país. Estáis
resuelto a indicarle al país la manera de salir de todas sus dificultades.
-Señora Bounderby: os aseguro por
mi honor que no se trata de eso. Me guardaré muy bien de afirmar delante de vos
semejante cosa. He visto un poco de mundo, aquí y allí, en un lado y en otro;
he sacado la consecuencia de que todo en
la vida es completamente despreciable, cosa que los demás han visto también
y que algunos confiesan y otros no; y me
voy a lanzar a defender las opiniones de vuestro respetado padre... A decir
verdad, lo hago porque no me encuentro en disposición de optar entre distintas
opiniones, así que lo mismo me da defender esas que otras.
-Según eso, ¿no tenéis formada
ninguna? –preguntó Luisa.
-No siento, en verdad,
predilección alguna. Os aseguro que no atribuyo la menor importancia a las
opiniones, cualesquiera que sean. El resultado de las diversas clases de aburrimiento que he tenido que
soportar ha sido el convencerme (si la palabra convencer no resulta demasiado
artificiosa para aplicarla al perezoso, sentimiento que me inspira el tema) de
que cualquier conjunto de teorías puede
resultar tan provechoso como cualquier otro, y exactamente tan dañoso como
todos las demás. Existe cierta familia inglesa que tiene en su escudo una
encantadora divisa italiana: «Lo que ha de ser, será.» No hay más verdad que
esa.
Al señor Harthouse le pareció que
la joven quedaba un poco impresionada en favor suyo por aquella resabiada jactancia, mezcla de honradez y
deshonestidad, vicio tan peligroso, tan dañino y tan corriente.
-El sistema que es capaz de
demostrarlo todo en una línea de unidades, decenas, centenas y millares, me
parece, señora Bounderby, que es el más divertido y el que proporciona a un
hombre las mejores oportunidades. Yo lo defiendo con tanto calor como si
creyese en él.
Estoy completamente dispuesto a
ponerme en favor suyo y lo haré hasta donde me lo exija mi supuesta fe en él. ¿Qué más podría yo hacer, si, en efecto,
fuese un perfecto creyente?
-Perdonadme, ni siquiera tengo
ese mérito. Os aseguro, señora Bounderby, que si todos los que pensamos como yo saliésemos de entre las filas en que
formamos y nos pasasen juntos en revista, resultaríamos ser el partido más
numeroso del país.
Se hubiese decidido a lanzarse
otra vez al viaje de Jerusalén; de no sentir tanta curiosidad acerca de Luisa.
La debilidad de Lu. Todos tenemos nuestro talón de Aquiles.
«¿No habrá nada, nada.., capaz de
poner emoción en esa cara?», se preguntaba al verla sentada en la cabecera de
la mesa, donde su juvenil figura, pequeña y delgada, pero muy graciosa, parecía
tan linda como fuera de lugar. ¡Pardiez! ¡Ya lo creo que había! Allí estaba, y
en figura inesperada, apareció Tom, y en cuanto se abrió la puerta, cambió
Luisa, y brotó en su rostro una sonrisa de felicidad.
«¡Hola, hola! -pensó el visitante-. Este mequetrefe es la
única persona a quien tiene afecto... ¡Vaya, vaya!»
Poco era lo que se veía en el
joven que fuese capaz de llevar la alegría al rostro de Luisa, porque era un
individuo agrio, y de maneras poco simpáticas hasta con su hermana. Eso era una
prueba de la gran soledad de aquel corazón y de la necesidad que sentía de
consagrarlo a alguien. El señor Harthouse, dándole vueltas y más vueltas al
problema, pensaba: «Por eso mismo es este mequetrefe la única persona por la
que ha sentido cariño en su vida... Por eso mismo..., por eso mismo...»
Igual en presencia de su hermana
que después que ésta se retiró de la habitación, el mequetrefe no disimuló el
desprecio que sentía por el señor Bounderby, haciendo visajes y guiñando un ojo
cuantas veces pudo hacerlo sin que lo advirtiese aquel hombre independiente. El
señor Harthouse no se dio por enterado de aquellos mensajes telegráficos, pero
hizo cuanto pudo por animarle a ellos y le demostró una simpatía
extraordinaria.
CAPITULO III
EL MEQUETREFE
Thomas Bounderby. Soy rebelde porque el mundo me ha hecho así. El desgraciado bocazas
El que un caballerito joven,
educado en un sistema permanente de represión de las tendencias naturales,
fuese un hipócrita, resultaba sorprendente; sin embargo, ese era el caso de
Tom. También resultaba extraordinario el que un caballerito joven al que
no se le había dejado que hiciese lo que
le venía en gana, ni siquiera durante cinco minutos, apareciese, en fin de
cuentas, como incapaz de gobernarse a sí mismo; pero eso era lo que había
ocurrido con Tom. Era completamente inconcebible el que un caballerito joven, a
quien le han estrangulado la imaginación en la cuna, se viese perseguido por el
fantasma de la misma, que ha adoptado la forma de una abyecta sensualidad;
pues, sin género de duda, ese fenómeno se daba en Tom.
-Si lo que queréis insinuar es
que se me da un bledo del viejo Bounderby, tenéis razón. De toda mi vida,
siempre que me he referido a él he dicho «el viejo Bounderby», y he tenido de
él la misma opinión que hoy. No voy a empezar ahora a hablar con miramientos
del viejo Bounderby. Es demasiado tarde para eso.
Santiago Harthouse siguió recostado
en el mismo sitio y en idéntica actitud, fumando su
cigarro con su manera
despreocupada y mirando con simpatía al mequetrefe, como si tuviese conciencia
de ser un demonio agradable que sólo con cernerse sobre su víctima tenía
bastante para que ésta le entregase su alma entera, si él se la pedía.
-¿Mi hermana Lu? Jamás le ha
importado nada del viejo Bounderby.
-Vos conocéis a nuestro padre,
señor Harthouse, y conociéndolo no debéis sorprenderos de que Lu se casase con
el viejo Bounderby. Ella no había tenido
jamás novio; nuestro padre le propuso al viejo Bounderby, y ella lo aceptó.
-Sí, pero no se habría mostrado
tan obediente, y la cosa no hubiera salido con tanta facilidad, de no haber
sido por mí -contestó el mequetrefe.
-La convencí yo. Me habían metido
en el Banco del viejo Bounderby (al que yo nunca quise ir), y sabía que me
moriría allí de asco si ella daba calabazas al viejo Bounderby; le dije, pues,
cuál era mi deseo, y ella accedió. Fue una chica valiente, ¿no es cierto?
-Bien mirado, la cosa no era tan
importante para ella como para mí
-continuó diciendo Tom con mucha frialdad-. Yo me jugaba en el asunto mi
libertad y mi regalo, y acaso mi carrera, mientras que ella no tenía otro
novio, y la vida en nuestra casa era igual que vivir en una prisión...,
especialmente después que yo me marché de allí. No es lo mismo que si para
casarse con Bounderby hubiese ella tenido que renunciar a otro partido. Sin
embargo, lo que hizo estuvo muy bien.
-Mirad, mi hermana es una chica
muy normal. La mujer se las arregla para vivir perfectamente en cualquier
situación. Luisa se ha hecho a esa vida suya definitivamente, y no le importa.
Tanto se le da de esa como de otra. Además, Luisa es una mujer joven; pero no
es una mujer como tantas otras. Ella es capaz de ensimismarse y pasarse
pensando una hora entera de un tirón. Yo la he visto estar así muchas veces,
sentada y contemplando el fuego.
-Mi inteligente hermana está hoy
más o menos donde entonces estaba. Solía lamentárseme de que ella no disponía
de los recursos de que pueden echar mano
otras muchachas. No creo que haya tenido ocasión de procurárselos de entonces
acá. Pero eso le tiene sin cuidado; las muchachas tienen siempre medios para
salir adelante -agregó como persona que
sabe lo que se dice, y volvió a dar chupadas a su cigarro.
-Lo que la tía Sparsit siente por
Lu es, en opinión mía, más que admiración. Podríamos llamarlo afecto y
reverencia. Tía Sparsit no tiró nunca el anzuelo a Bounderby cuando éste era
soltero. ¡Muy lejos de eso!
El mequetrefe entró en casa y se
metió en la cama. Si hubiese tenido la menor idea de lo que acababa de hacer aquella
noche, y hubiese sido menos mequetrefe y más hermano, quizá se habría echado en
seguida a la calle, se habría dirigido hasta la orilla del río maloliente teñido
de negro y se habría acostado de una vez y para siempre dentro de él,
cubriéndose la cabeza definitivamente con sus hediondas aguas.
CAPITULO IV
HOMBRES Y HERMANOS
Los obreros de Coketown
Una persona que quisiese
enterarse de lo que allí ocurría tenía que ver, con la misma claridad que veía
las vigas del techo y los muros de ladrillo enjalbegados, que todos los hombres
allí reunidos sentían el convencimiento de que las condiciones en que vivían
eran, de un modo u otro, peores de lo que pudieran ser; que todos los
hombres allí reunidos se consideraban
obligados a coligarse con los demás para conseguir su mejora ; que todos
los hombres allí reunidos no tenían otra
esperanza de conseguirlo que el aliarse con los camaradas que los rodeaban,
y que en esta creencia, acertada o equivocada en aquel momento, y por desgracia
equivocada, la totalidad de aquella multitud escuchaba grave, profunda y
lealmente conmovida. Tampoco podía dejar de ver ese espectador, si era sincero,
que aquellos hombres demostraban en sus
mismas ilusiones poseer grandes cualidades, susceptibles de ser aplicadas a
las más felices y mejores empresas; y que el afirmar, dejándose llevar de
axiomas corrientes, por muy reales y verdaderos que pareciesen, que esos hombres
perdían el rumbo sin razón alguna, movidos de ambiciones irracionales, era lo
mismo que afirmar que podía existir el humo sin el fuego, la muerte sin el
nacimiento, la cosecha sin la sementera, y que todas y cada una de las cosas pueden producirse sin causa
real.
Esteban Blackpool. El valor de la palabra dada. El derecho a la disidencia. La objeción de conciencia.
Esteban empezó a hablar en medio
de un silencio absoluto:
-Amigos míos, he escuchado lo que
de mí se ha hablado, y es probable que no alcance a desvirtuarlo. Pero hubiera
preferido que escuchaseis la verdad acerca de mí, de mis propios labios mejor
que de los de otra persona, aunque nunca haya acertado yo a hablar delante de
tanta gente sin emocionarme y aturrullarme.
-Yo soy el único obrero de la
fábrica de Bounderby, entre todos los que allí trabajan, que no se ha adherido
a los reglamentos propuestos. No me es posible aceptarlos. Amigos míos, dudo
que os sean de ninguna utilidad; más bien creo que os perjudicarán.
-Pero no es precisamente por esa
razón por la que yo no entro. Si no fuese más que por eso, yo entraría con los
demás. Es que yo tengo mis razones..., razones mías, personales...,que me lo
impiden; no sólo de momento, sino para siempre..., para siempre, mientras viva.
-Hermanos y compañeros de
trabajo..., que eso sois para mí, aunque no lo sois, que yo sepa, para este
delegado...; yo no tengo más que una palabra, y no tendría otra aunque tuviera
que estar hablando hasta el día de mi muerte. Sé bien lo que me espera. Sé
perfectamente que todos vosotros habéis
decidido no tener nada que ver con quien no está con vosotros en este asunto.
Sé perfectamente que, aunque me vieseis muriendo al borde de un camino,
pasaríais de largo mirándome como a un extraño y a un forastero. Yo lo he
querido y he de procurar salir adelante lo mejor que pueda.
-Acaso cuando se proponga y
discuta esta cuestión se produzca una amenaza de paro si me quedo trabajando
entre vosotros. Pero antes que se produjese un hecho así quisiera yo morir; si
no se produce, seguiré trabajando solitario entre vosotros..., tengo que
trabajar, amigos míos; no es desafiaros; es que tengo que vivir. No cuento para
vivir sino con mi trabajo, ¿y adónde voy a ir yo, que he trabajado aquí, en
Coketown, desde que era pequeño?
No me quejaré de que, de hoy en
adelante, me echéis al arroyo, de que me miréis como a un proscrito y me deis
de lado, pero confío en que me dejaréis trabajar. Si algún derecho me queda,
amigos míos, creo que es este.
Con esta sencillez cayó Esteban
Blackpool en la más solitaria de las vidas.
CAPITULO V
UN HOMBRE Y UNOS AMOS
No muerdas la mano que te da de comer: ¿Estás con ellos o conmigo? Si no los delatas, estás contra mí. Esta es la torpeza del que se cree muy listo: no escuchar y exigir la elección cuando la elección ya está tomada.
El señor Bounderby le dijo con su
acostumbrada solemnidad:
-Y bien, Esteban, ¿qué es lo que
me dicen? ¿Qué ha hecho contigo toda esta mala ralea?
Pasa y desembucha.
-Perdón, caballero; nada tengo
que contar sobre ese particular -dijo Esteban Blackpool.
Pues bien: ¿podéis creerme si os
digo que, a pesar del estigma con que lo han marcado, sigue tan esclavo de sus
compañeros que ni siquiera se atreve a abrir los labios para darnos informes
acerca de ellos?
-Lo que yo he dicho es que no
tengo nada que hablar, señor, y no que tenga miedo de abrir mis labios.
-¿Eso has dicho? ¡Ajá! Yo sé bien
lo que has dicho; más aún; sé hasta lo que piensas, ¿qué te parece? No siempre
se piensa lo mismo que se dice. A veces se piensan y se dicen cosas muy
distintas. Lo mejor que podías hacer es decirnos sin rodeos que el tal
Slackbridge no anda por esta ciudad incitando a los obreros al motín; que no se
trata de un jefe de organización de los obreros, es decir, de un canalla de lo
más desvergonzado. Lo mejor que podías hacer es decirnos eso, sin más; lo que
es a mí no me engañas. Eso es lo que quieres decirnos. ¿Por qué no lo dices?
-Yo lamento, señor, tanto como
vos, el que los jefes de los obreros sean malos. Los obreros toman los jefes que encuentran, y no es la menor de sus desgracias
el que no puedan disponer de otros mejores.
Y dirigiéndose instintivamente a
Luisa, después de haberla mirado a la cara, exclamó:
-¡Nada de eso, señora! Ni
rebeldes ni bergantes. Nada de eso, señora, ni mucho menos.
Seguramente, señora, que lo que
han hecho conmigo no me parece nada bien. A pesar de todo, no hay entre ellos, señora, ni una docena de hombres..., ¿qué digo
una docena?, ni seis siquiera..., que no
estén convencidos de que han obrado como era su deber para con ellos mismos y
para con todos los demás. ¡Dios me libre de que yo, que conozco a esos
hombres y que he tratado con ellos durante toda mi vida..., con ellos he comido
y bebido, con ellos he sudado y trabajado y los he amado..., falte a la verdad
hablando de ellos, aunque me han hecho lo que me han hecho!
-No, señora; no. Ellos son leales
unos con otros, fieles unos a otros, cariñosos unos con otros, aunque se vieran
en peligro de muerte. Si os encontraseis pobre entre ellos, enfermo entre
ellos, sufriendo entre ellos por alguna de las muchas cosas que lleva la
aflicción a la puerta del pobre, veríais cómo ellos se mostraban cariñosos,
tiernos, serviciales y cristianos con vos. Tened la completa seguridad de ello,
señora. Antes se dejarían hacer pedazos que cambiar de manera de ser.
-Señor, aunque yo he tenido mi
parte de sufrimientos, nunca tuve habilidad para exponerlos. Señor, vivimos
metidos en un embrollo. Fijaos en nuestra ciudad..., con todo lo rica que
es..., y ved la gran cantidad de personas que han tenido la idea de reunirse
aquí para tejer, para cardar y para ganarse la vida, todos con el mismo oficio,
de un modo u otro, desde que nacen hasta que los entierran. Fijaos en cómo
vivimos, en dónde vivimos, en qué apiñamiento y con qué uniformidad todos.
Fijaos en cómo las fábricas funcionan siempre, sin que con ello nos acerquen
más a ninguna meta determinada y distante.., como no sea a la muerte. Fijaos en
el concepto en que nos tenéis, en lo que escribís acerca de nosotros, en lo que
decís de nosotros, en las comisiones que enviáis a los ministros con quejas de
nosotros y en que siempre tenéis razón y jamás la tuvimos nosotros en todos los
días de nuestra vida. Fijaos en cómo todas estas cosas han ido creciendo y
creciendo, haciéndose más voluminosas, adquiriendo mayor amplitud,
endureciéndose más y más, de año en año, de generación en generación. ¿Quién
que se fije con atención en todo esto no dirá, si es sincero, que es un
embrollo?
-Lo ignoro, señor. ¿Cómo voy a
arreglarlo yo? Eso les corresponde a los que están por encima de mí y por
encima de todos nosotros. ¿De qué discuten, señor, entre ellos, si no discuten
de cómo arreglarlo?
-Señor yo soy hombre de pocos
conocimientos y de maneras ordinarias para que pueda indicar a este caballero
el modo de mejorar todo esto..., aunque hay en esta ciudad trabajadores de más
talento que yo y podrían hacerlo... pero sí que puedo decirle qué es lo que no
mejorará jamás la situación. La mano dura no la mejorará. Con vencer y triunfar
en los conflictos no se mejorará. Poniéndose de acuerdo para dar siempre,
contra naturaleza, la razón a una de las partes, y quitársela siempre, contra
toda lógica, a la otra parte, jamás, jamás se mejorará. Mientras se aísle a
millares y millares de personas que viven todas de la misma manera, metidas
siempre en idéntico embrollo, por fuerza han de ser como un solo hombre, y
vosotros seréis como otro solo hombre, con un mundo negro e imposible de salvar
entre unos y otros, mientras subsista esta situación desdichada, sea poco o sea
mucho tiempo. No se mejorará la situación ni en todo el tiempo que ha de
transcurrir hasta que el Sol se vuelva hielo, si se persiste en no acercarse a
los trabajadores con simpatía, paciencia y métodos cariñosos como hacen ellos
unos con otros en sus muchas tribulaciones, acudiendo al socorro de sus
compañeros necesitados con lo que a ellos mismos les está haciendo falta... No
lo hacen mejor, esa es mi humilde opinión, los trabajadores de ninguno de los
países por donde ha viajado el caballero. Sobre todo valorándolos como tanta o
cuánta mano de obra y moviéndolos como números en una suma, o como máquinas,
igual que si ellos no tuviesen amores y
gustos, recuerdos e inclinaciones, ni almas que pueden entristecerse, ni
almas capaces de esperar... ; menospreciándolos como si para nada contasen
ellos, cuando están tranquilos, y echándoles en cara la falta de sentimientos
humanos en sus tratos con vosotros, cuando ellos se desasosiegan...; de ese
modo, señor, no se mejorará la situación mientras el mundo sea mundo y no
vuelva a la nada de que Dios lo sacó.
El señor Bounderby agregó, con
una expresiva inclinación de cabeza:
-Acabad el trabajo que tenéis
entre manos y marchaos después a trabajar a otra parte.
CAPITULO VI
EL ALEJAMIENTO
La sospechosa anciana señora Pegler. La incondicionalidad de una madre.
Supe que el señor Bounderby se
había casado. Lo leí en un periódico, ¡qué boda más suntuosa y elegante!– la
anciana puso un extraño entusiasmo en esta exclamación-, y quise ver a su
señora. Todavía no lo he conseguido.-díjole la anciana a Esteban.
-Pues yo, señora, he visto a esa
dama, que es joven y hermosa. Tiene unos ojos negros pensativos y una actitud
tan serena como yo no he visto en otra mujer.
-Sí, tuve un hijo que consiguió
hacer una carrera magnífica en la vida, una carrera maravillosa. Pero no
hablemos de él, por favor, porque ha... -colocó su taza en la mesa y
movió las manos como si hubiese
querido decir muerto. Pero en lugar de esto, dijo en voz alta- : Lo perdí.
-¡Bounderby! -exclamó con voz ahogada, levantándose de la
silla-. ; Por favor, escondedme! No permitáis por nada del mundo que me vea. No
le dejéis subir hasta que
haya salido yo de aquí. ¡Por
favor, por favor!
-Reportaos, señora, reportaos. No
se trata del señor Bounderby, sino de su señora. No puede inspiraros miedo, ya
que hace una hora estabais entusiasmada con ella.
-Pues, entonces, haced el favor
de no hablarme, ni de daros por enterado de mi presencia, dejándome
completamente tranquila en este rincón -dijo la anciana.
Los conocimientos de Lu sobre los obreros de Coketown. Una visión realista y pragmática.
Eran algo a lo que se le exigía
tanto y cuanto de trabajo y se le pagaba tanto y cuanto, terminando allí la cosa;
eran algo que debía regirse infaliblemente por las leyes de la oferta y la
demanda; eran algo que se revolvía contra estas leyes, creándose dificultades;
algo que adelgazaba un poco cuando el trigo encarecía y que se atracaba cuando
el trigo se vendía barato; eran algo que se multiplicaba todos los años de
acuerdo con un porcentaje determinado de delincuentes y otro porcentaje de
indigentes; eran un artículo al por mayor, con el que se hacían grandes
fortunas; algo que de pronto se encrespaba como el mar, causaba algunos
destrozos y pérdidas -principalmente a sí mismos- y luego se calmaba.
Todo esto sabía Luisa de los
obreros de Coketown. Pero tan lejos
estaba de su pensamiento el separar a esa masa en unidades, como de separar las
aguas del mar en las gotas que las integran.
-Parece que sus compañeros de
oficio, los tejedores, lo han puesto en entredicho porque él había prometido a
alguien que no se asociaría con ellos. Supongo que seréis vos la persona a la
que él había hecho esa promesa. ¿Me permitís que os pregunte por qué la hizo?
Raquel rompió a llorar.
-Yo no se la exigí. Lo que hice fue suplicarle que, en su propio interés,
se mantuviese apartado de las luchas, no sospechando que por mi culpa se
colocaría precisamente en una situación difícil. Pero sé muy bien que antes de
faltar a la palabra que me dio se dejaría matar cien veces. Estoy muy segura de
eso, porque lo conozco bien.
Esteban:
-Ni la misma Raquel sería capaz
de hacer con sus palabras más amables esta oferta tan amable. Para demostraros
que no soy un hombre ingrato ni descomedido, aceptaré dos libras. Os las
aceptaré como un préstamo que pagaré a su tiempo. Será para mí el trabajo
más agradable de mi vida aquel
que me permita demostraros una vez más mi eterna gratitud por esta acción
vuestra.
Thomas. El daño de los irresponsables: implicar a los inocentes.
-Espera un momento. Lu. Quisiera
hablar unas palabras con este hombre antes que nos marchemos. Se me ha ocurrido
una idea. Blackpool, si queréis salir conmigo a la escalera, os lo diré.
-Entonces, desde hoy hasta el día
en que os marchéis, pasearos cerca del Banco, después
que salgáis al anochecer del
trabajo, por espacio de una hora más o menos. Si él se fijase en que rondáis
por allí, no hagáis como que estáis con un propósito determinado; porque él no
os llevará ningún mensaje de mi parte, a menos que yo tenga la seguridad de poder
haceros el servicio que deseo. Si así fuese, él os entregaría una nota o un
mensaje verbal; pero nada más... Veamos, Blackpool, ¿tenéis la seguridad de
haberme comprendido?
Esteban, pensativo como siempre,
echó a andar carretera adelante. Los
árboles se doblaban a su paso, susurrándole que dejaba detrás un corazón leal y
enamorado.
CAPITULO VII
PÓLVORA
El avance del malvado. Los cálculos del interesado:
Don Santiago Harthouse, metido de
lleno en las actividades de su partido de adopción, empezó a apuntarse tantos
inmediatamente. Con un poco más de visitas de propaganda entre los hombres
políticos de categoría, un poco más de exhibir su elegante indiferencia entre
los elementos de menos relieve, una tolerable administración de fingida
honradez en la inmoralidad, el más eficaz y más generalizado de todos los
pecados capitales elegantes, consiguió rápidamente que lo considerasen como a
un hombre, de gran porvenir. Otro gran punto a favor suyo era el que no tomaba
las cosas en serio, y esto le permitía amoldarse con tanta espontaneidad a la
manera de ser de las gentes estrictamente realistas
-Ni nosotros creemos en las cosas
que ellos dicen, querida señora Bounderby, ni ellos mismos las creen. La única diferencia que existe entre
nosotros y esos que profesan la virtud, la benevolencia o la filantropía
(llamadlo como queráis), consiste en que nosotros sabemos que todo eso es
palabrería sin sentido y lo decimos, en tanto que ellos lo saben igual que
nosotros, pero se lo callan.
Por contraste, Lu. Continúan los guiños a Cervantes:
Resultaba más dañoso todavía en
semejante situación el que, aun antes que su eminentemente práctico padre
hubiese empezado a moldearla, existiese
dentro de ella una tendencia que pugnaba, entre dudas y resentimientos, por
creer en una Humanidad más noble y más amplia que aquella de que le hablaban.
Entre dudas, porque esa aspiración había quedado arrumbada durante su juventud.
Cómo ser malvado sin vocación.
Los aduladores me inspiran tan poca confianza como los que se echan tierra
encima. Con frecuencia se trata de una fanfarronería que encubre su desprecio
por los demás:
En cuanto al señor Harthouse,
cualquiera que fuese el destino hacia el que él se iba acercando, ni meditaba
en el mismo ni le preocupaba. No tenía ante él un designio determinado, ni un
plan; no encrespaba su laxitud ninguna voluntad de hacer un mal.
Dedicó principalmente sus ocios a
la casa de los Bounderbys. Durante sus andanzas y visitas por el distrito de
Coketown acudía con frecuencia a ella, con gran satisfacción del señor
Bounderby. Estaba muy de acuerdo con las maneras fanfarronas de este último al jactarse
ante todo su mundo de que a él se le daba un bledo de las gentes de la
aristocracia, pero que el señor Harthouse era bien venido a su casa, en vista
de que a su esposa, la hija de Tom Gradgrind, le agradaban esa clase de
relaciones.
El señor Harthouse empezó a
pensar en que constituiría para él una sensación nueva que aquel rostro que tan
bellamente cambiaba de expresión mirando al mequetrefe, cambiase también
mirándolo a él.
La parte mejor y más profunda de su carácter se escapaba a
la percepción de Harthouse, porque en las almas, como en los mares, el abismo
responde al abismo; pero pronto empezó a observar con mirada de estudioso todo
lo demás que caía dentro de la esfera de su percepción.
El señor Bounderby había
adquirido una casa y unos terrenos situados a unas quince millas de distancia
de la ciudad y que quedaban a cosa de un par de millas de la estación del
ferrocarril que cruzaba por medio de viaductos un territorio inhóspito.
Entre la umbría de aquel retiro,
durante los largos días ardorosos del estío, fue donde el señor Harthouse
empezó a poner a prueba aquel rostro que lo había dejado perplejo la vez
primera que lo vio y que ahora se esforzaba por conseguir que cambiase de
expresión con respecto a él.
-Señora Bounderby, me felicito
muchísimo de esta afortunada casualidad que me ha hecho encontraros sola. Hace
tiempo que anhelo hablaros.
-Vuestro hermano, mi joven amigo
Tom... Instantáneamente se colorearon las mejillas de Luisa y se volvió hacia
Harthouse con una mirada llena de interés. Este último pensaba para sí: «¡No he
visto en mi vida un espectáculo tan extraordinario y tan cautivador como sus
facciones cuando cobran animación!» El rostro de Harthouse traicionó sus
pensamientos..., quizá sin traicionar sus intenciones, porque acaso entrase en
sus propósitos el que así ocurriese.
-Perdonadme. En el interés que
demostráis por Tom encuentro tal belleza... Tom debería
estar muy orgulloso de ese
sentimiento que os inspira... Yo no tengo más remedio que dejarme llevar de mi
admiración, aunque sé que es una cosa imperdonable...
-No, señora Bounderby; ya sabéis
que no tengo la pretensión de serlo. Sabéis que soy una criatura humana
codiciosa, que estoy dispuesto a venderme en cualquier momento por una cantidad
razonable y que soy totalmente incapaz de puntos de vista propios de una
Arcadia.
-Me merezco vuestra severidad. Soy en todo un perro despreciable, menos
en una cosa:
que no engaño..., Que no engaño.
Pero en esta ocasión me sorprendisteis, haciendo que me desviase del tema. Me
intereso por vuestro hermano.
Este es un buen golpe. Muy inteligente. ¿Cómo es posible que se interese por alguien quien no muestra interés por nada?
-¿Es posible, señor Harthouse,
que os intereséis por algo? -le preguntó
Luisa, entre incrédula y agradecida.
-Señora Bounderby, creo yo que no
puede achacarse como pecado imperdonable a un joven de los años de vuestro
hermano el que sea irreflexivo, atolondrado y gastador... ; en una palabra, y
para emplear el calificativo corriente, un poco juerguista. Vuestro hermano lo
es, ¿verdad?
-Disculpad, señora Bounderby, mi impertinente curiosidad. Pienso que
quizá Tom pudiera verse metido gradualmente en dificultades, y quiero alargarle
una mano auxiliadora desde la sima de mi mala vida pasada... ¿Hará falta que
insista en que lo hago por él mismo? ¿Es indispensable?
-Para que yo pueda confesaros
todo cuanto me ha ocurrido, empezaré por manifestaros que abrigo la duda de que
vuestro hermano no ha encontrado muchas facilidades en la vida.
Perdonadme mi franqueza: dudo de
que haya existido nunca una gran confianza entre vuestro hermano y vuestro muy
digno padre.
-Ni creo que exista tampoco (y
confío en que daréis a mis palabras el verdadero alcance
que tienen) entre él y su muy
estimado hermano político.
-Señora Bounderby -dijo Harthouse, tras un breve silencio-, ¿no
habría modo de que llegásemos, entre vos y yo, a un mejor entendimiento? ¿Os ha
pedido prestada Tom alguna suma considerable de dinero?
La dama habla demasiado y se confía con quien sabe que no es de fiar
-Tened en cuenta, señor
Harthouse, que, si contesto a lo que insistís en saber, no lo hago como queja
ni como señal de que estoy pesarosa. Yo jamás me quejaría de nada, y no lamento
en manera alguna lo que he hecho.
-Cuando me casé, descubrí que mi
hermano se hallaba por entonces fuertemente endeudado. Quiero decir que sus
deudas eran fuertes para él. Eran también lo bastante fuertes para obligarme a
vender algunas de mis pequeñas joyas. Esto no constituyó ningún sacrificio. Las
vendí muy gustosa. No les concedía valor alguno. En realidad, no me merecían
ningún aprecio.
-De entonces acá, he dado a mi
hermano en varias ocasiones el dinero de que me era posible disponer; en una
palabra, cuanto dinero he tenido. Puesta a concederos mi confianza, movida por
el interés que demostráis por mi hermano, no quiero quedarme a medias. Desde
que vos visitáis esta casa, habrá él necesitado en total un centenar de libras,
que yo no he podido darle. Las consecuencias que pudiera acarrearle esta deuda
suya me ha traído inquieta, pero a nadie he confiado estos secretos hasta ahora
que los confío a vuestro honor. En nadie he tenido confianza hasta ahora,
porque..., por una razón que vos mismo habéis apuntado hace poco...
-Señora Bounderby, aunque soy la más réproba persona del mundo, os
aseguro que lo que acabáis de decirme despierta en mí el más alto grado de
interés. Yo no puedo mostrarme riguroso con vuestro hermano. Comprendo y
comparto el prudente criterio con que vos miráis sus errores. Con todo el
respeto posible hacia el señor Gradgrind y hacia el señor Bounderby, creo
comprender que la educación que Tom ha recibido no fue afortunada para él.
Criado de una manera inadecuada para la sociedad en que él tiene que
desenvolverse, se lanza por sí mismo a extremos que no son sino los opuestos a
otros extremos en que le han forzado a vivir..., desde luego con las mejores
intenciones del mundo.
Aquí se descubre: Me intereso por él y por su amiga, claro.
No puedo perdonarle el que no se
muestre más razonable en sus palabras, miradas y en los actos de su vida, para
corresponder al afecto de su mejor amiga, de la devoción que le profesa su
mejor amiga, de la falta de egoísmo de esta amiga, de su espíritu de
sacrificio. La manera como, hasta donde yo he podido observar, corresponde a
esa persona amiga, es muy pobre. Lo que ella ha hecho por él exige un amor y
una gratitud constantes de su parte, y no el mal humor y el capricho. Por muy
despreocupado que yo sea, no llega mi indiferencia, señora Bounderby, hasta el
punto de no importarme este defecto de vuestro hermano, ni hasta el punto de
inclinarme a considerarlo como un pecado venial.
-En una palabra, señora
Bounderby: a lo que yo aspiro es a corregir a vuestro hermano en este punto. Mi
apreciación más exacta de la situación en que se encuentra, mi consejo y mi
guía para sacarlo de ella..., consejo y guía que creo han de ser de bastante
utilidad, viniendo como vienen de quien ha hecho bribonadas mucho mayores...,
me darán alguna influencia sobre él, y toda la que llegue a conseguir me
comprometo a emplearla en este designio mío.
Ya he dicho lo suficiente, y aún
más que lo suficiente. Estoy dándoos la
impresión de ser una buena persona; os aseguro por mi honor que no es esa, ni
mucho menos, mi intención; reconozco abiertamente que no tengo nada de tal.
Con esta declaración Thomas se cubre de gloria. Recuerda el tema de fondo de Una proposición indecente (1993), aquello que decía el multimillonario John Gage (Robert Redford) de que todo el mundo tiene un precio:
-No pienso en semejante cosa,
señor Harthouse, a menos que haya alguna linda mujercita que disponga de una
gran fortuna y que se encapriche de mí. En ese caso, podría ella estar segura
de que no le diría que no, aunque fuese tan fea como rica. Grabaría su nombre
en la corteza de los árboles cuantas veces se me antojase.
-Sospecho, Tom, que tenéis un
temperamento mercenario.
-¿Mercenario? - repitió Tom
-. ¿Y quién es el que no se vende?
Preguntádselo a mi hermana.
-¿Has querido decir con eso que
ese es un defecto mío? - le dijo Luisa, sin darse de otro modo por enterada del
enojo de su hermano y de su mal carácter.
Tom le contestó, ceñudo:
-Tú sabrás si el gorro te viene
bien, Lu, y en tal caso, puedes quedarte con él.
-Tom está hoy algo misántropo,
como suele ocurrirles de cuando en cuando a todas las personas hastiadas- dijo
el señor Harthouse-. No hagáis caso de sus palabras, señora Bounderby. Su
pensamiento es muy diferente. Si vuestro hermano sigue en ese plan, no tendré
más remedio que revelaros algunas opiniones suyas que me ha expuesto
particularmente.
Yo, señor Harthouse, sí que estoy
en un lío terrible. No podéis haceros idea de la situación en que me he
metido..., de la situación de que mi hermana hubiera podido sacarme si hubiese
querido hacerlo.
¿Qué es lo que uno podía hacer
para conseguir dinero y a quién voy a pedírselo si no es a mi hermana?
-¿Si no lo tenía? Yo no he dicho
que lo tenga. Es posible que yo necesitase más del que Luisa disponía; pero mi
hermana pudo conseguirlo. Es inútil, después de todo cuanto os he dicho,
andarse con secretos. Vos sabéis ya que
ella no se casó, con Bounderby por interés propio ni por amor a éste, sino en
interés mío. Siendo esto así, ¿por qué no le saca a él, mirando por mí, el,
dinero que yo necesito? Ella no necesitaba decirle qué iba a hacer con ese
dinero; Luisa no tiene nada de tonta; si ella quisiese, podía engatusarlo y
sacárselo.
Santiago Harthouse sintió fuertes
deseos de tirar a Tomás Gradgrind, hijo, al estanque.
-Mi querido Tomás, permíteme que
haga yo de banquero tuyo.
-Señor Harthouse, es demasiado
tarde; de nada me sirve por el momento el dinero. Antes sí me hubiera sido de
utilidad. Sin embargo, os quedo muy reconocido; vos sí que sois un verdadero
amigo.
-¡Un verdadero amigo! -El señor Harthouse pensó lánguidamente: «
¡Ay mequetrefe,
mequetrefe! ¡Qué borrico eres!»
-Bien Tom; pero quiero que sepas
que todo el mundo es egoísta en sus actos,
y yo no me diferencio en nada de los demás mortales. Tengo un interés
desesperado –la desesperación de Harthouse era de una languidez tropical- en
que te muestres menos rudo con tu hermana..., tienes obligación de hacerlo...,
en que seas un hermano más amante y cariñoso..., cosa que tienes también
obligación de ser.
-No tuve intención de molestarte,
Lu; ya sé que me quieres, y tú también sabes que yo te
quiero.
Después de esta escena, Luisa se
mostró sonriente con alguien más. ¡Sí, con alguien más, por desgracia! Santiago
Harthouse, retorciendo el sentido de la reflexión que se hizo el primer día que
vio su linda cara, pensó: «Eso de menos tiene de exclusivo el interés que se
toma por el mequetrefe..., eso de menos..., eso de menos.»
CAPITULO VIII
Había logrado ligar con Luisa una
confianza de la que estaba excluido el marido de aquélla. Había ligado con ella
una confianza basada precisamente en la indiferencia que Luisa sentía hacia su
marido y en la ausencia, total y permanente, de toda simpatía entre ellos.
Harthouse se había dado maña para llevar al ánimo de Luisa el convencimiento de
que conocía su corazón hasta en sus últimos repliegues; se había acercado mucho
a ella por el camino del más tierno afecto de Luisa; había conseguido que su
propia persona estuviese asociada a ese sentimiento, y se había desvanecido la
muralla tras la que ella se escudaba.
Tenía gran interés en ver si
Luisa había recaído desde la noche anterior. No. Él la volvió a encontrar en el
punto en que la había dejado.
También ahora hubo en los ojos de
ella una mirada de interés para Harthouse.
El día transcurrió tan a su gusto
-o tan contra su gusto- como podía esperarse, teniendo en cuenta lo fatigoso de
la tarea, y a las seis de la tarde regresó a caballo. Desde el pabellón del
guarda de la finca hasta la casa principal había un trayecto de una media milla;
iba Harthouse a caballo y al paso por la fina gravilla del camino, en otro
tiempo de Nickits, cuando irrumpió en aquél, saliendo de entre los arbustos, el
señor Bounderby, y lo hizo con tal violencia que el caballo reculó asustado.
-¡Harthouse! ¿No os habéis
enterado? -dijo a gritos.
-Han robado en el Banco la noche
pasada, señor. Un robo extraordinario. Han robado con llave falsa.
El humilde fanfarrón se dibuja a
sí mismo:
-Muchas gracias; sí, podéis
felicitarme, porque pudieran haberme quitado veinte mil libras esterlinas.
-¡Aquí está la hija de Tom
Gradgrind, que sabe perfectamente cuánto podían haberme robado, ya que vos no
lo sabéis! -bramó Bounderby-. ¡Luisa rodó por el suelo, como si hubiese
recibido un tiro, cuando se lo dije! Creo que ha sido la primera vez que le ha
ocurrido cosa semejante. En mi opinión, y dadas las circunstancias, esto habla
mucho en su favor.
Luisa estaba aún abatida y
pálida. Santiago Harthouse le rogó que se agarrase a su brazo y echó a andar
lentamente, preguntándole la forma en que había tenido lugar el robo.
Bounderby ofreció, irritado, el
brazo a la señora Sparsit
-A propósito: ¿dónde está Tom?
-preguntó el señor Harthouse, mirando en torno suyo.
-Ha estado colaborando con la Policía , y se ha quedado en
el Banco cuando yo he venido para acá. Me gustaría que estos ladrones hubiesen
intentado robarme a mí cuando tenía los años que él tiene. Habrían perdido
dinero si hubiesen invertido en el negocio más de dieciocho peniques; pueden
estar seguros de eso.
-¿Se sospecha de alguien?
-preguntó el señor Harthouse.
-¡Bueno estaría que se saquease a
Cosías Bounderby, de Coketown, sin que se sospechase de nadie! ¡Hasta ahí
podríamos llegar!
-¿Qué diríais si supieseis... - y
aquí alzó violentamente la voz- que anda en el asunto un obrero?
-No será, supongo, nuestro amigo
Blackpot - dijo con languidez Harthouse.
Luisa dejó escapar una débil
exclamación de incredulidad y sorpresa, que no escapó al oído de Bounderby
Mostradme a un obrero descontento, y yo os diré que ese hombre está
dispuesto a todo lo malo, sea lo que sea.
Este era otro de los mitos de Coketown que algunos se habían
tomado el trabajo de popularizar..., y que para algunas personas constituía
artículo de fe.
-Pero yo los conozco bien a estos
individuos –decía Bounderby-. Yo soy
capaz de leer dentro de ellos como en un libro abierto
El señor Bounderby dirigió al
señor Harthouse una mirada en la que reventaba de orgullo, y que parecía querer
decir: «Yo soy el amo de esta dama y creo que ella merece que le deis importancia,
caballero.»
El seductor caballero es además un sofista. Vuelve el anillo de Giges. El temor al castigo es lo que nos hace cumplir la ley. El temor a los dioses condiciona nuestra acción:
Glaucón (hermano de Platón) hace
referencia a esta leyenda para ejemplificar su teoría de que todas las personas
por naturaleza son injustas. Sólo son justas por miedo al castigo de la ley o
por obtener algún beneficio por ese buen comportamiento.
Santiago Harthouse le contestó:
-Desde luego, serán castigados
con el máximo rigor de la ley, como suelen decir los tablones de avisos, y bien
merecido se lo tienen. El que asalta un
Banco debe atenerse a las consecuencias. Si no tuviera ninguna consecuencia,
todos nos meteríamos a salteadores de bancos.
El señor Bounderby:
-De momento, Lu Bounderby, es
preciso cuidar de la señora Sparsit. Este asunto le ha quebrantado los nervios,
y permanecerá con nosotros un par de días. Instaladla, pues, con comodidad.
«La verdad es que si yo tuviera
que borrar de mi memoria el recuerdo de que el señor Sparsit era un Powler y
que yo estoy emparentada con la familia de los Scadgers; si pudiera destruir incluso la realidad para convertirme en una persona
de estirpe vulgar y con parientes vulgares, lo haría de muy buena gana.
Creo que, dadas mis circunstancias actuales, era lo que correspondía hacer. »
Esta misma actitud de austeridad la llevó a renunciar durante la cena a los
platos muy ricos y a los vinos, hasta que el señor Bounderby le ordenó
amablemente que se sirviese de ellos.
Pero en lo que mayor hincapié
hizo la señora Sparsit, desde el principio hasta el fin, fue en su decisión de
compadecer al señor Bounderby. Disculpábase asimismo por una manía que, al
decir de ella, no conseguía dominar, y era su curiosa propensión a llamar a la
señora Bounderby «señorita Gradgrind», cosa que hizo durante la cena no menos
de sesenta u ochenta veces.
Luisa alcanza a comprender que Tom ha ido demasiado lejos. Confírmame lo que ya sé y estaré de tu lado:
Mucho tiempo después de
desvestirse y acostarse, estuvo Luisa
esperando a su hermano.
-Tom, ¿no tienes nada que
decirme? Si me has querido alguna vez en
tu vida y si tienes algo que has ocultado a todos, dímelo a mí.
Luisa apoyó su propia cabeza en
la almohada de Tom y su cabellera se desparramó por encima de su hermano como
si quisiera ocultarlo de todos menos de sí misma.
-Querido hermano mío, ¿no tienes
nada que decirme? ¿No podrías decirme alguna cosa si tú quisieses? Me digas lo
que me digas, yo seguiré siendo la misma. ¡Oh Tom, dime la verdad!
-Hermano querido, ten en cuenta
que lo mismo que ahora estás ahí tendido en medio de la noche melancólica,
yacerás también alguna noche en otro sitio, y que incluso yo, si vivo entonces,
no podré acompañarte.
Y también yo estaré un día
tendida, tal como ahora estoy a tu lado, descalza, desnuda, envuelta en
tinieblas, en la larga noche de mi descomposición, hasta que quede reducida a
polvo. Pensando en lo que seremos entonces, ¡Tom, dime la verdad!
-Ten la seguridad de que no he de
echarte nada en cara. Ten la seguridad
de que te compadeceré y te seré leal. Ten la seguridad de que te salvaré a
cualquier precio... ¿Nada tienes que decirme, Tom? Háblame muy quedo al oído.
Dime solamente ¡sí! y yo te comprenderé.
-Tom, supongo que no habrás
contado a nadie la visita que hicimos a esa gente y que nos encontramos allí
con tres personas.
-Después de todo lo que ha
ocurrido, ¿debo decir que hice esa visita? ¿Estoy en la obligación de decirlo? ¿Es
imprescindible que lo diga?
-¡Por los clavos de Cristo, Lu!
Tú no tienes costumbre de pedirme consejos. Di lo que gustes. Si tú te lo
callas, yo me lo callaré. Si lo haces público, ahí acaba el compromiso.
-Tom, ¿crees verdaderamente que
el hombre aquel a quien di el dinero está complicado en el crimen?
-A mí me pareció un hombre
honrado.
-Hay otros que tal vez te parezcan criminales y no lo son.
-Para que veas que yo distaba
mucho de tener una opinión favorable de ese individuo, te diré que lo llamé fuera
para decirle en voz baja que podía darse por muy satisfecho de la ganancia
impensada que le llovía de manos de mi hermana y que esperaba que hiciese buen
uso de la misma. Supongo que te acordarás de que lo saqué de la habitación. Yo
no digo nada contra ese hombre: quizá sea una buena persona, a pesar de todo.
¡Ojalá que lo sea!
-¿No tienes nada más que decirme?
-No quisiera que me la dijeras,
Tom, y en esta noche menos que en ninguna de tu vida.
¡Ojalá que sean muchas y muy
felices las que tengas!
Al cabo de unos momentos, el
desgraciado muchacho levantó la cabeza para mirar cautelosamente; al ver que
Luisa se había marchado, deslizóse fuera de la cama, cerró la
puerta con llave y se arrojó otra
vez sobre la almohada, mesándose el cabello, llorando con ira, amándola a pesar
suyo, despreciándose a sí mismo con
rencor, pero sin arrepentimiento, y maldiciendo con igual rencor y
ningún provecho de todo cuanto de bueno
hay en el mundo.
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