Esta es la segunda parte del nudo
de la novela Tiempos difíciles, de Charles Dickens
CAPITULO IX
OYENDO LA ÚLTIMA PALABRA
Como un ave rapaz pendiente de su
presa
Mostraba tal seguridad exterior,
que muchos observadores se habrían visto obligados a tomarla por una paloma,
encarnada, por algún capricho de la Naturaleza, en el tabernáculo terrenal de un ave
de las de pico encorvado.
Su manera de estar tan pronto en
un piso como en otro era un misterio sin solución posible.
Podía bajar como un proyectil,
con rapidez inigualada, desde el techo de la casa hasta el vestíbulo; pero en
el momento de llegar a su destino aparecía en plena posesión de su aliento y de
su dignidad. Y ningún ojo humano la vio jamás caminar con paso rápido.
Mostróse muy cariñosa con el
señor Harthouse y mantuvo con él algunas agradables
conversaciones a raíz de su
llegada a la finca.
-Vivimos en un mundo muy
especial, caballero –dijo la señora Sparsit.
Prosiguió la señora Sparsit:
-Un mundo muy especial, diría yo,
señor, refiriéndome a la intimidad que se
liga en un momento entre individuos que eran poco antes completamente extraños.
Recuerdo, caballero, que en aquella ocasión llegasteis a decir que sentíais
verdadero recelo de la señorita Gradgrind.
El caballero continúa en su línea
de adulación y menosprecio de sí mismo.
-Vuestra memoria me hace un honor
excesivo para lo que mi insignificancia se merece. Vuestras amables
indicaciones tuvieron por efecto corregir mi timidez, siendo innecesario que yo
agregue que resultaron ser completamente exactas.
-¿Habéis encontrado a la señorita
Gradgrind...; la verdad, no me acostumbro a llamarla señora Bounderby; me
resulta muy absurdo...; la habéis encontrado, digo, tan juvenil como os la
describí yo? -preguntó muy melosa la señora Sparsit.
-Es de un gran atractivo, señor
-dijo la señora Sparsit, haciendo girar sus mitones el uno sobre el otro.
-Todo el mundo estaba antes de
acuerdo en que a la señorita Gradgrind le faltaba vivacidad, pero confieso que la veo actualmente aventajada en ese sentido
de una manera notable y sorprendente. A propósito, ¡aquí tenemos al señor
Bounderby! -exclamó la señora Sparsit, saludando con repetidas inclinaciones de
cabeza, como si no hubiese estado hablando ni pensase en nadie más que en él-.
¿Cómo os encontráis esta mañana, señor? ¡Ea, queremos veros alegre, por favor!
Reacción del señor Bounderby a
las atenciones de la señora Sparsit:
Tan persistentes esfuerzos por
aliviar su aflicción y por aligerar su carga, habían empezado ya para entonces
a suavizar más que de costumbre la actitud del señor Bounderby hacia la señora
Sparsit, produciendo simultáneamente una actitud más exigente hacia casi todas
las demás personas, desde su esposa para abajo.
El señor Bounderby le contestó: «Si
estuviese yo esperando a los cuidados de mi esposa, querida señora, supongo que
sabéis sobradamente que tendría que esperar hasta el día del Juicio; de modo,
pues, que os ruego que os toméis la molestia de encargaros de la tetera.»
Dardos envenenados a la esposa:
Insistió en que únicamente se
había tomado la libertad de atender el requerimiento que le había hecho el
señor Bounderby.., aunque los deseos de éste habían sido para ella como una ley
durante mucho tiempo..., porque la
señorita Gradgrind se había retrasado un poco y los minutos del señor Bounderby
eran muy preciosos, constándole a la señora Sparsit desde siempre que era
esencial el que se desayunase sin perder uno solo.
El fanfarrón de la humildad no
procura a su esposa el lugar que le corresponde:
-¡Por favor! ¡No os mováis de
donde estáis, señora; no os mováis de donde estáis! -manifestó el señor Bounderby-. Creo que será
un placer para la señora Bounderby el que la releven de esa molestia.
-Podéis estar tranquila,
señora... Decidme, Lu: no os molestáis por ello, ¿verdad?
Eso lo dijo el señor Bounderby de
una manera jactanciosa.
-¿Por qué había de dar nadie
importancia a eso, señora Sparsit?
-exclamó el señor Bounderby, esponjándose con un sentimiento de desdén-.
Concedéis demasiada importancia a estos detalles, señora. Por vida mía que tendréis
que renunciar aquí a algunas de vuestras ideas. Estáis anticuada, señora. Vivís
retrasada para los tiempos de los hijos de Tom Gradgrind.
-¿Qué os ocurre? -preguntó
Luisa, sorprendida y con frialdad-. ¿De
qué os habéis molestado?
-¿Molestarme? -repitió
Bounderby-. ¿Suponéis que si algo me hubiese molestado, no soy quién para
decirlo y para pedir que cese la molestia? Me tengo por un hombre franco y no
me gusta andarme por las ramas.
Lu le hace probar su propia
medicina, el gusto del desdén:
Luisa le contestó serenamente:
-Me imagino que a nadie se le ha
ocurrido juzgaros ni excesivamente receloso ni demasiado quisquilloso. Ni de
niña ni de mujer os he encontrado yo jamás ese defecto. No comprendo, por
tanto, lo que ahora os ocurre.
- ¿Lo que me ocurre? -replicó el
señor Bounderby-. No me ocurre nada. Si me ocurriera, ¿no sabéis bastante bien
que yo, Cosías Bounderby, de Coketown, no me lo hubiera callado? Bounderby dio
un puñetazo en la mesa haciendo temblar las tazas de té; Luisa miró a su
marido, y del orgullo saliéronle a la cara unos colores tan vivos que no
parecía la misma, o al menos no le pareció al señor Harthouse.
Luisa dijo:
-Os mostráis incomprensible esta
mañana. Por favor, no os molestéis más en dar a entender lo que os pasa. No
tengo curiosidad de saberlo. ¿Qué importancia tiene?
La incomprensión hace extraños compañeros de viaje:
Pero desde aquel día, la
influencia de la señora Sparsit sobre el señor Bounderby acercó más aún a Luisa
y a Santiago Harthouse, reforzó el peligroso desvío de Luisa para con su marido
y la mutua intimidad de ella y de Harthouse contra él, intimidad a la que Luisa
llegó de un modo gradual y tan insensible que ni ella misma hubiera podido
luego explicar cómo fue. Pero si intentó o no rehacer ese camino, es cosa que
quedó oculta en su hermético corazón.
La doble cara de la señora
Sparsit:
La mismísima descendiente de los
Scadgers y emparentada por su matrimonio con los Powlers, agitó el mitón de su
mano derecha frente al retrato del dueño de la casa, hizo una mueca despectiva
a aquella obra de arte y exclamó:
«¡Te lo tienes merecido,
mentecato, y yo me alegro mucho!»
Novedades en el Palacio de
Piedra:
No hacía mucho que se había
marchado el señor Bounderby cuando apareció Bitzer. Había llegado desde la
ciudad con un mensaje que enviaban desde el Palacio de Piedra. El mensaje
consistía en un aviso apresurado informando a Luisa de que la señora Gradgrind
se encontraba muy enferma.Luisa marchó entre retumbos a Coketown. Su padre
seguía en Londres cribando y cribando su montón de desperdicios en el
Parlamento -sin que se supiese hasta entonces que hubiese sacado de tanta
basura ningún producto valioso- y aún estaba entregado a su dura tarea en aquel
vertedero nacional. A su madre, que seguía recostada en su sofá, las visitas le
resultaban una molestia más que otra cosa; con los hermanos más jóvenes no
sabía Luisa alternar; con Cecilia no volvió a mostrarse amable desde la noche
aquella en que la hija del trotamundos había levantado los ojos para mirar a la
que iba a ser la esposa del señor Bounderby. Nada, pues, la atraía hacia la
casa de sus padres, y sólo raras veces había vuelto a ella.
Sus memorias del hogar y de la
niñez traíanle el recuerdo de cómo habían ido cegando, apenas brotaban, todos
los manantiales y fuentes de su joven corazón. Desde la época en que Luisa se
marchó de la casa de sus padres, Cecilia había vivido como una más de la
familia. Ahora Luisa la encontró junto a su madre; también su hermana Juana,
que andaba entre los diez y los doce
años de edad, hallábase en la habitación.
Costó grandes trabajos hacer
comprender a la señora Gradgrind que había llegado su hija mayor.
La ninguneada señora Gradgrind se
explica:
De pronto, pareció que
súbitamente se le aclaraba todo y dijo:
-Pues bien, querida mía, espero
que sigas viviendo de una manera que sea satisfactoria para ti. Todo fue obra de tu padre. Se empeñó en ello con toda su alma. Y, sin embargo,
hubiera debido saber lo que se hacía.
-¿Quieres que te hable de mí,
querida? Esto sí que es cosa nueva;
todos quieren ahora oírme hablar de mí. Pues no estoy nada bien, Luisa. Me
siento débil y aturdida.
-Me parece que hay en alguna
parte de esta habitación un sufrimiento, pero no podría decir terminantemente
que soy yo quien lo tiene.
Después de estas extrañas
palabras, permaneció durante un rato en silencio. Luisa, que tenía la mano de
su madre entre las suyas, dejó de sentir el pulso; la besó, y entonces percibió
un ligerísimo hilillo de vida que parecía revolotear dentro de ella. La señora
Gradgrind dijo:
-Vienes pocas veces a ver a tu
hermana. Crece lo mismo que tú. Yo quisiera que mirases por ella. Cecí, tráela.
La trajeron junto a la meridiana,
y se quedó allí, con una mano en la de su hermana, Luisa, que la había visto echar el brazo al cuello de
Cecilia, se dio cuenta de la diferencia de intimidad.
-¿Ves cómo se te parece, Luisa?
-Sí, madre; yo diría que es como
yo, pero...
-¿Qué? Sí, yo lo digo siempre
-exclamó la señora Gradgrind con inesperada prontitud-. Y eso me hace recordar
una cosa. Quiero..., quiero hablar contigo, querida mía. Cecilia, mi buena
muchacha, déjanos a solas un momento.
Cómo Lu vio a su hermana Juana:
Luisa había soltado la mano de su
hermana; se dijo que el rostro de ésta denotaba mayor bondad y alegría de las
que el suyo propio tuviera nunca; vio en él, no sin que incluso en aquel lugar
y en aquel instante brotase en su corazón un ligero resentimiento, vio en él
algo de la simpatía de otro rostro que había en el cuarto: el rostro dulce, de
ojos sinceros, de tina palidez que la brillante cabellera negra hacía aún más
intensa que lo que la habían hecho las noches pasadas en vela y el cariño.
Cómo la señora Gradgrind se
atreve por fin a decir algo:
-Como sabes, tu padre vive ahora
ausente casi siempre de esta casa, de modo que tengo que escribirle acerca del
asunto.
-Debes tener presente, hija, que
siempre que he dicho alguna cosa le han dado tantas vueltas que no han acabado
nunca; por eso renuncié hace ya tiempo a
decir nada.
-Estudiaste muchísimo, Luisa, y
lo mismo hizo tu hermano..., toda clase
de logías desde la mañana hasta la noche. Si hay alguna logía, la que sea, que
no se ha traído y llevado en esta casa, todo lo que yo puedo decir es que
esperó, por lo menos, que no me obligarán jamás a oír su nombre.
-Pero hay algo, Luisa, que no es ninguna logía, y que vuestro padre ha
pasado por alto o lo ha olvidado. Yo no sé lo que es. Muchas veces, teniendo
sentada a mi lado a Cecilia, he pensado en ello. Ya no podré saber nunca su
nombre. Acaso lo sepa tu padre. Me trae desasosegada. Quiero escribirle,
para que me diga, por amor de Dios, qué es ello. Dame una pluma, dame una
pluma.
Pronto la mano se detuvo en su
tarea; la débil y pálida lucecita que brillaba siempre detrás de la tenue
transparencia se apagó.
CAPITULO X
LA ESCALERA DE LA SEÑORA SPARSIT
Como los nervios de la señora
Sparsit tardaron mucho en recobrar su temple, la digna dama alargó su estancia
en el retiro del señor Bounderby durante algunas semanas; a pesar de que la
conciencia de haber descendido de su alta situación en la vida daba a su
temperamento tendencias eremíticas, se resignó con noble fortaleza a vivir,
como si dijéramos, en la opulencia, y a mantenerse de la nata de la tierra.
Al señor Bounderby se le metió en
su explosivo temperamento la convicción de que la señora Sparsit era una mujer
de condición muy elevada para darse cuenta de que él llevaba sobre sí, en sus
soledades, aquella carga indeterminada (aún no sabía concretamente en qué
consistía), y se le metió además el convencimiento de que Luisa se habría
opuesto a las frecuentes visitas de la señora Sparsit, de haber sido compatible
con la grandeza suya, la de Bounderby, que su mujer pusiese inconvenientes a
nada de lo que él hacía.
-Quiero deciros una cosa, señora:
mientras dure el buen tiempo vendréis a la finca todos los sábados y
permaneceréis aquí hasta el lunes.
A esto contestó la señora Sparsit
con la frase, aunque no con el espíritu, mahometana:
-Oír es obedecer.
Me mantengo con vida para verte
caer:
Construyó en su fantasía una
altísima escalera y a los pies de la misma una negra sima de oprobio y de
ruina; día a día y hora a hora veía ella descender a Luisa por aquella
escalera.
La vida de la señora Sparsit no
tuvo de allí en adelante más objeto que mirar a la escalera y observar cómo
Luisa descendía por sus escalones. Unas veces con lentitud, otras con rapidez,
en ocasiones varios escalones de un salto, haciendo circunstancialmente algunas
pausas, pero sin retroceder jamás. Cualquier retroceso de Luisa pudiera haber
dado lugar a que la señora Sparsit se muriese de melancolía y de pesar.
El sagaz método del señor
Bounderby. Una mirada muy perspicaz:
Mis instrucciones son:
calladamente, que parezca que ya no nos ocupamos de ello. Haced lo que queráis
debajo del rosal; pero que no sospechen lo que hacéis; de lo contrario, no
faltará medio centenar de individuos de su calaña que se encargarán de poner
definitivamente fuera del alcance de nuestra mano al fugitivo. No os mováis;
que los ladrones se vayan confiando, y nos haremos con ellos.
La caída está próxima:
La esposa del señor Bounderby se hallaba
sentada junto al señor Harthouse en un rincón del jardín; hablaban en voz muy
baja, y durante sus cuchicheos Harthouse se inclinaba hacia Luisa, y tocaba
casi los cabellos de ésta con su cara.
-¡Poco le falta ya! -exclamó la
señora Sparsit, aguzando hasta el máximo la vista.
La señora Sparsit estaba
demasiado lejos para poder oír ni una sola palabra de lo que hablaban, ni aun
siquiera podía saber que hablaban en voz baja, a no ser por la expresión de sus
rostros; pero lo que se decían era esto:
La conversación sobre Esteban B.
La interpretación de Harthouse sobre lo sucedido en el Banco:
-¿Os acordáis de aquel hombre,
señor Harthouse?
-¡Perfectísimamente!
-¿De sus facciones, de sus
maneras, de lo que dijo?
-Perfectamente. A mí me pareció
una persona muy aburrida. Extremoso y aburrido en alto grado. Supo mantenerse
hasta lo último en las normas de la exaltación de la virtud humilde; pero os
aseguro que yo pensaba, entre tanto, para mis adentros: «¡Buen hombre, os
estáis pasando de la raya! »
-A mí me ha costado mucho trabajo
pensar mal de ese hombre.
-Mi querida Luisa..., como dice
Tom -cosa que nunca decía -, ¿sabéis alguna cosa buena del individuo?
-Ninguna, desde luego.
-¿Y de alguna otra persona de su
clase?
-¿Cómo voy a saber, si no conozco
a ninguno de ellos, ni hombres ni mujeres?
-Entonces, mi querida Luisa,
dignaos recibir un consejo que os da vuestro leal amigo, que sabe algo de
algunas de las variedades de sus excelentes compañeros de Humanidad..., porque
son unas criaturas excelentes, a pesar de ciertas debilidades, como la de echar
siempre mano a todo cuanto ven a su alcance. Este individuo habla. Y ¿quién es
el hombre que no habla? Este individuo predica la moral. Perfectamente; toda
clase de farsantes la predican. Desde la Cámara de los Comunes hasta el Correccional, todo
el mundo habla como un moralista, excepto la gente de nuestra clase; por eso es
precisamente por lo que da gusto hablar con las gentes de nuestra clase. Un
miembro de las clases apelusadas..., de las que trabajan entre pelusa..., ve
que mi estimado amigo el señor Bounderby lo ata muy corto..., se tropieza con alguien que le propone ir a partes en este negocio
del Banco; entra en el ajo, se mete algún dinero en el bolsillo, que antes
estaba vacío, y con eso se quita un peso de encima. La verdad que, si no hubiese aprovechado semejante oportunidad, no
habría sido un individuo vulgar, sino un hombre extraordinario.
Luisa le contestó, después de
permanecer unos momentos pensativa:
-Me da la impresión de que está mal que yo me sienta tan dispuesta a
mostrarme de acuerdo con vuestras palabras y que éstas parezcan quitarme un
peso del corazón.
-Yo me limito a exponer un punto
de vista que me parece razonable, sin agravar las cosas.
Cree el ladrón que todos son de
su condición. Por si no ha quedado claro: soy de la misma opinión que su
hermano, ¿no es suficiente argumento para convenir conmigo?
He hablado del asunto más de una
vez con mi amigo Tom... Sigo, como
comprenderéis, en términos de la más perfecta confianza con Tom..., y él
comparte por completo mi opinión, de igual manera que yo comparto por completo
la suya...
El lobo estrecha el cerco sobre
Caperucita:
¿Queréis daros un paseo?
Echaron a andar por los caminos
del jardín alejándose de la casa. La penumbra crepuscular iba difuminándolo
todo; Luisa se apoyaba en el brazo de Harthouse, sin sospechar cómo iba
descendiendo, descendiendo, descendiendo, por la escalera de la señora Sparsit.
Noche y día, la señora Sparsit
mantenía enhiesta su escalera. Cuando Luisa hubiese descendido hasta el último
escalón y desaparecido en la sima, poco
le importaba a la señora Sparsit que la escalera cayese encima de ella misma.
Y lo que a la señora Sparsit le
interesaba era el ver a Luisa acercarse siempre, sin que una mano se
interpusiese para detenerla, hacia el escalón inferior de la escalera
gigantesca.
La hipocresía y el interés de los
aduladores:
Con toda la deferencia que le
merecía el señor Bounderby, en contraposición al desprecio que le inspiraba su
retrato, no tenía la señora Sparsit la menor intención de interrumpir el
descenso. Anhelando que éste se realizase, pero sin impaciencias, esperaba la
última caída, para que así cuajase y
madurase la cosecha de sus esperanzas.
CAPITULO XI
CADA VEZ MÁS ABAJO
Aunque separada durante la semana
de su escalera por todo el largo del ferrocarril que mediaba entre Coketown y
la casa de campo, mantenía su contemplación felina de Luisa, por medio del
marido de ésta, por medio de su hermano, por medio de Santiago Harthouse, por
medio de los sobrescritos de las cartas y de los paquetes, por medio de todos
los seres, animados o inanimados, que se acercaban en algún momento a la
escalera. Apostrofando a la figura que bajaba y con ayuda de su mitón
amenazador, le decía:
-¡Estáis ya con el pie en el
último escalón, señora mía! ¡Con todo vuestro disimulo, sois incapaz de
engañarme!
Fuese disimulo o fuese cosa
natural, fuese condición original del carácter de Luisa, o fuese un injerto
hecho en el mismo por las circunstancias, el hecho es que su sorprendente reserva
desorientaba y servía de estímulo al mismo tiempo a otra persona de tanta vista
como la misma señora Sparsit. Había momentos en que Santiago Harthouse no veía
con claridad en aquella mujer. Había momentos en los que no acertaba a leer en
el rostro que tan detenidamente había estudiado; momentos en que aquella joven
solitaria le resultaba un misterio.
El curioso impertinente se
ausenta. Sparsit canta Si tú me dices ven:
Fue pasando el tiempo, hasta que
se presentó un asunto que exigió que el señor Bounderby hiciese un viaje que
había de tenerlo tres o cuatro días fuera de casa. Era viernes el día en que el
señor Bounderby notificó a la señora Sparsit, estando en el Banco, su próxima
ausencia, agregando:
-De todos modos, señora, vos
iréis mañana a la finca. Iréis ni más ni menos que si yo estuviese allí. Para
vos el caso es igual.
-Vuestros deseos son órdenes para
mí, señor Bounderby -replicóle la señora Sparsit-. De otro modo, yo me sentiría
inclinada a desobedecer vuestros amables mandatos, porque no estoy segura de
que a la señorita Gradgrind le resulte el recibirme tan grato como a vuestra
generosa hospitalidad. Pero no es necesario que insistáis más, Iré, invitada
por vos.
-Me imagino, señora, que cuando
yo os invito a mi casa, no necesitáis de la invitación de nadie más -contestóle
el señor Bounderby con ojos de sorpresa.
Como Esaú, que vendió su
primogenitura a Jacob por un plato de lentejas:
-Bitzer, presentad mis respetos
al joven señor Tomás e invitadle de parte mía a que venga a compartir conmigo
una chuleta de cordero en salsa de nueces, con un vaso de cerveza de la India.
El joven señor Tomás, dispuesto
casi siempre a semejantes convites, envió a la señora Sparsit una contestación
amable, y fue pisando los talones al mensajero. La señora Sparsit le dijo:
-¿Cómo sigue el señor Harthouse?
-le preguntó la señora Sparsit.
-Está cazando en Yorkshire. Ayer
le envió a Lu un canasto lleno de piezas cobradas que parecía una iglesia de
grande.
-Yo le tengo una gran simpatía al
señor Harthouse, como se la tienen otras muchas personas -dijo la señora
Sparsit-. Quizá lo veamos pronto por aquí, ¿no es verdad, Tom?
-¿Verlo? Yo espero verlo mañana
-contestó el mequetrefe.
-Tengo cita con él para esperarlo
en la estación mañana al atardecer, y me imagino que después cenaré en su
compañía. A la casa de campo no creo que vaya hasta dentro de una semana más o
menos, porque tiene compromisos en otra parte. Por lo menos, eso es lo que él
ha dicho; aunque a mí no me extrañaría que se quedase a pasar aquí el domingo y
en tal caso haría alguna escapada hasta la quinta.
-¡A propósito! -exclamó la señora Sparsit-. Si yo os diese
un mensaje para vuestra hermana, ¿os acordaríais de transmitírselo?
-Nada más que presentarle mis
respetuosos saludos y manifestarle que acaso no la moleste esta semana con mi
compañía.
-Vaya, si no es más que eso, no
importaría nada aunque me olvidase de darlo -dijo Tom-, porque no es probable que Lu se acuerde de vos si
no os tiene delante.
Después de pagar el convite de la
señora Sparsit con este amable piropo, volvió a caer en su descortés silencio
Al llegar la noche, se puso
rápidamente la cofia y el chal y salió con disimulo a la calle; tenía sus
razones para rondar furtivamente en torno de la estación, por la que habría de
llegar de Yorkshire determinado viajero, y para preferir el husmear desde los
rincones y a la vuelta de las columnas, más bien que dejarse ver abiertamente
en aquella zona. Tom estaba esperando, y anduvo haciendo tiempo hasta que llegó
el esperado tren. El señor Harthouse no venía en él.
La señora Sparsit, apartándose de
la oscura ventana de un despacho desde la que estuvo espiándolo por última vez,
se dijo:
-Esta es una añagaza para
quitárselo de en medio.
¡Harthouse está en estos momentos
reunido con su hermana!
Aquella idea fue el fruto de un
momento de inspiración, y la señora Sparsit se lanzó con toda la prisa posible
a sacar de ella todas sus consecuencias.
Dispuesta a pillarlos in
fraganti:
La estación en la que se tomaba
el tren para la casa de campo se hallaba situada en el extremo opuesto de la
ciudad.
En el momento de cerrar la noche
sus párpados, una noche encapotada del mes de septiembre, vio ésta cómo la
señora Sparsit se deslizaba fuera del vagón, bajaba por las escaleras de madera
de la pequeña estación al camino pedregoso, desembocaba de éste en una verde
vereda y quedaba oculta bajo la veraniega exuberancia de ramas y de hojas.
Se oían muy cerca voces apagadas.
La voz de él y la voz de ella. ¡La cita dada a Tom era, en efecto, una añagaza
para mantenerlo alejado! ¡Ahí estaban ellos, un poco más allá, junto al tronco
del árbol caído!
Estaba tan próxima a la pareja,
que le hubiera bastado dar un salto, y no muy grande, para tocarlos a ambos.
Harthouse había acudido en secreto y no se había dejado ver por la casa. Había
venido a caballo, atravesando seguramente los campos vecinos, porque su caballo
estaba amarrado a pocos pasos de allí, del lado de afuera de la cerca.
¿A quién representa el árbol
caído? Todo indica que a la dama.
-Amor mío -decíale Harthouse-,
¿qué iba a hacer yo? ¿Era posible que me mantuviese alejado, sabiendo que vos
estabais sola?
La señora Sparsit pensó para sus
adentros: «Puedes ladear tu cabeza para hacerte más interesante; yo no me
explico lo que ven en ti cuando la mantienes erguida. ¡Qué lejos estás de
pensar, amor mío, quién tiene puestos en ti sus ojos!»
Era muy cierto que Luisa ladeaba
su cabeza. En efecto: le instaba a que se marchase, le ordenaba que se alejase
de allí; pero ni volvía la cabeza para mirar a Harthouse ni la levantaba. Lo
verdaderamente notable era que permaneciese sentada con el mismo sosiego que
había mostrado en todos los momentos de su vida
-Mi querida niña -dijo Harthouse, y la señora Sparsit vio con
placer que su brazo le rodeaba el talle-, ¿no queréis soportar mi compañía por
un ratito?
-Aquí no.
-¿Dónde, entonces, Luisa?
-Aquí no.
-¡Es tan corto el tiempo de que
disponemos para lo mucho que tenemos que hacer, he venido de tan lejos, te
quiero tanto y estoy tan frenético! Jamás hubo enamorado tan leal a su dama y
tan maltratado por ella como yo. Me parte el alma que me recibáis de esta
manera tan fría, cuando esperaba encontrar la acogida luminosa vuestra, que ha
sido como el sol que me ha vuelto a la vida.
-¿Hace falta que os repita que quiero estar a solas conmigo en este lugar?
-Pero necesitamos estar juntos,
mi querida Luisa. ¿Dónde queréis que nos reunamos?
Ella y él tuvieron un sobresalto.
También la que estaba escuchándolos tuvo un sobresalto de culpabilidad, porque
le pareció que había entre los árboles otra persona al acecho. Sin embargo, no
era sino la lluvia que empezaba a caer con fuerza y en grandes goterones.
¿Sobre quién empieza a llover?. El diluvio. Continúan las referencias bíblicas:
-¿Queréis que dentro de unos
minutos me llegue yo a caballo hasta la casa, fingiendo creer inocentemente que
el dueño está allí, y que recibirá un gran placer con mi visita?
-¡No!
-Vuestras órdenes, aunque
crueles, llevan implícita mi obediencia; a pesar de ser el hombre más
desdichado del mundo, creo que me mantuve insensible frente a todas las
mujeres, para venir por último a caer rendido a los pies de la más hermosa, la
más encantadora y la más imperiosa de todas ellas. Mi querida Luisa, no es
posible que yo me marche, ni que os deje marchar, bajo la impresión de este
duro exceso de vuestro dominio.
La señora Sparsit vio cómo retenía
a la joven, rodeándole el talle con el brazo, y escuchó inmediatamente cómo al
alcance de sus oídos anhelantes (los de la señora Sparsit) le decía cuán grande
era su amor, y cómo era ella el premio
por el que deseaba jugárselo todo en la vida. Todas las ambiciones que
últimamente venía persiguiendo resultaban despreciables comparadas con ella;
todo el éxito que tenía ya casi al alcance de la mano, él lo arrojaba lejos de
sí como una cosa inmunda comparada con ella. Pero todo: sus ambiciones, si éstas
servían para estar cerca de ella; o la renuncia a las mismas, si le obligaban a
apartarse de ella, la fuga misma, si Luisa la compartía; el secreto, si ella lo
exigía; cualquier cosa, o todo lo que el Destino le deparase, todo,
absolutamente todo le era igual, con tal
que Luisa le fuese fiel a él; Harthouse, el hombre que había visto cuán
abandonada estaba ella; el hombre al que ella había inspirado desde su primer
encuentro una admiración y un interés de que él mismo se juzgaba incapaz; el
hombre al que ella había admitido en sus confidencias, que sentía abnegación y
adoración por ella.
Con la precipitación en que
estaba Luisa, entre el vendaval de su conciencia por dejarse arrastrar de sus
pecaminosos deseos; el terror de verse descubierta.
Por último, Harthouse saltó la
tapia y se alejó con su caballo, no supo ella fijamente en qué lugar ni cuándo
se habían dado cita, fuera de haberles oído decir que sería aquella misma
noche.
La señora Sparsit vio salir a
Luisa del bosque y la vio también entrar en la casa. ¿Qué haría luego? Llovía
ya a cántaros.
«¿Cómo? ¡He ahí a Luisa que sale de la casa! Se ha echado a toda
prisa el manto y la bufanda, y escapa furtivamente. ¡Se fuga! ¡Ha caído ya del
último escalón y se la traga el abismo!»
Sin hacer caso de la lluvia,
avanzando con paso rápido y decidido, Luisa tiró por un sendero paralelo al de
los carruajes. La señora Sparsit la siguió, ocultándose entre la sombra de los
árboles, aunque a corta distancia. La señora Sparsit sabía que de un instante a
otro pasaría un tren para Coketown; de ahí dedujo que su primer punto de
destino era esta ciudad.
Pocas precauciones se necesitaban
para disfrazar a la señora Sparsit y hacer que no la conociese nadie, dado que
iba coja y chorreando agua. El agua humedeció y apagó dos o tres faroles, y de
este modo pudieron las dos mujeres ver mucho mejor el temblor y zigzagueo de
los relámpagos a lo largo de los carriles del ferrocarril.
Luisa se ha metido en un vagón,
la señora Sparsit se ha metido en otro; la pequeña estación es un puntito
desierto en medio de la tormenta.
La señora Sparsit sentíase
fabulosamente feliz, aunque le castañeteaban los dientes por efecto de la
humedad y del frío. La figura de la mujer se había tirado al precipicio y la
señora Sparsit se encontraba ahora como si estuviese cuidando el cadáver.
¿Podía hacer otra cosa sino regocijarse, ella, que se había mostrado tan activa
en conseguir aquel triunfo fúnebre? «Por muy bueno que sea el caballo del señor
Harthouse -se dijo para sus adentros la señora Sparsit-, llegará ella a
Coketown mucho antes que él. ¿En dónde le esperará y a dónde se encaminarán
juntos? ¡Paciencia! Ya lo sabremos.»
El tremendo aguacero que caía dio
origen a una gran confusión en el momento de llegar el tren a su destino.
¿Qué es lo que quiere llevarse el
agua?
Las alcantarillas y algunas
tuberías habían reventado, el agua se había desbordado y las calles estaban
inundadas. Lo primero que hizo la señora Sparsit al bajar del tren fue dirigir
sus alocados ojos hacia los coches de alquiler, que se veían muy solicitados,
porque pensaba: «Se meterá en uno y éste se alejará antes que yo pueda seguirlo
en otro; aun a riesgo de que me atropellen, tengo que enterarme del número y de
la dirección que da al cochero.»
Pero la señora Sparsit calculó
mal. Luisa no se había metido en ningún coche, y, sin embargo, había
desaparecido. Los ojos negros, fijos en el vagón de ferrocarril en que Luisa
había viajado, descubrieron este hecho un segundo demasiado tarde. Al ver que,
pasados algunos minutos, no se abrían las portezuelas del vagón, la señora
Sparsit pasó y repasó por delante sin ver nada; entonces miró en el interior y
lo encontró vacío. No le quedaba a la señora Sparsit otro recurso que romper en
lágrimas de amargura y exclamar:
-¡La he perdido!
CAPITULO XII
EL DERRUMBE
¿Dónde está Lu? ¿Con quién?. El
golpe es magistral. ¿Ya pensábais que había sucumbido?
Los basureros nacionales se
habían desbandado momentáneamente, después de mantener entre ellos infinidad de
pequeñas y ruidosas escaramuzas, y el señor Gradgrind se encontraba en su casa
pasando las vacaciones.
Quizá su empeño principal
estribaba en demostrar que el buen
samaritano era un mal economista.
Se oían a lo lejos los retumbos
del trueno, caía la lluvia como un diluvio, y en ese instante se abrió la
puerta del cuarto del señor Gradgrind. Éste se ladeó para mirar por un lado de
la lámpara que tenía encima de la mesa y vio con asombro a su hija mayor.
-¡Luisa!
-Padre, necesito hablaros.
Hay un capítulo principal (XV) en
la primera parte que se titula Padre e hija. Este es el contrapunto:
A continuación se descubrió la
cabeza, y dejando caer al desgaire el manto y la capucha, se quedó mirando a su
padre, tan pálida, tan desmelenada, tan retadora y tan desesperada, que inspiró
miedo al señor Gradgrind.
-¿Qué te pasa? Te conjuro, Luisa,
a que me digas lo que te pasa.
Ella se dejó caer en una silla
delante de su padre y apoyó la mano helada en su brazo.
-Padre, vos habéis sido quien me
ha educado desde la cuna.
-Así es, Luisa.
-¡Maldita sea la hora en que nací
para un destino semejante!
-¿Cómo pudisteis vos darme la
vida y despojarme de todos los dones inapreciables que la distinguen de un estado
de muerte consciente? ¿Dónde han quedado los adornos de mi alma? ¿Dónde los
sentimientos de mi corazón? ¿Qué habéis hecho, padre mío, qué habéis hecho del
jardín que debió florecer en mí en medio de la gran soledad de este mundo?
-Luisa se golpeó con ambas manos el pecho-. Si hubiese estado aquí dentro ese
jardín, tan sólo sus cenizas me habrían bastado para salvarme del vacío en que
se hunde toda mi vida. No quise nunca decíroslo; pero ¿recordáis, padre, la
última vez que vos y yo hablamos en esta habitación?
-Si hubiese encontrado en vos un
poco de ayuda, esto que ahora sube a mis labios habría subido entonces a ellos.
No os echo nada en cara. Lo que jamás cultivasteis en mí no lo habéis cultivado
tampoco en voz mismo; pero si todo lo hubieseis hecho hace mucho tiempo, o si
no os hubieseis cuidado de mí, ¡cuánto mejor y más dichosa sería yo hoy!
-Padre, si la última vez que
estuvimos aquí de conversación hubieseis sabido lo que yo misma temía y contra
lo que yo luchaba, porque mi principal
tarea desde mi infancia ha sido luchar contra todos los impulsos que brotaban
en mi corazón; si hubierais sabido que dentro
del mío dormían sensibilidades, afectos, flaquezas, que, bien cultivadas, se
habrían convertido en una fuerza y que contravienen todos los cálculos
hechos por el hombre y escapan a sus fórmulas aritméticas igual que su Creador,
¿me habríais entregado a ese hombre al
que ahora estoy bien segura de que odio?
- ¿Me habríais condenado jamás al
frío y a la esterilidad, que me han endurecido el alma y me la han envenenado?
¿Me habríais despojado..., sin beneficio alguno para nadie, y únicamente para
la mayor desolación de este mundo..., de la parte inmaterial de mi vida, de la
primavera y el verano de mi ilusión, de lo
que constituía mi refugio para esquivar lo que hay de sórdido y de malo en el
mundo que me rodea, de lo que hubiera sido la escuela en que habría aprendido a
ser más humilde y más cordial con los demás y a esforzarme por mejorarlos
dentro de mi reducida esfera?
-Pues bien, padre; si yo hubiera
sido ciega, si hubiese tenido que buscar mi camino a tientas, pero hubiese gozado de libertad, conociendo
exactamente las formas y superficies de
las cosas, para ejercitar hasta cierto
punto mi imaginación con respecto a ellas, hoy sería un millón de veces más sabia, más feliz, más cariñosa, más
satisfecha, más inocente y humana en todos los aspectos que lo que soy, teniendo
estos ojos míos para ver. Y ahora, escuchad lo que he venido a deciros.
-Crecí, padre mío, poseída de un
hambre y de una sed que no se han visto apagadas ni un solo instante, con un
ardiente impulso que me llevaba hacia alguna región en que las reglas, los
números y las definiciones no reinasen
como señores absolutos; crecí, y cada pulgada de mi camino me costó una
batalla.
-En esta contienda he llegado casi a expulsar y aplastar lo mejor de mí
misma, convirtiéndolo de ángel en demonio. Las cosas que he aprendido me han
dejado en la duda, en la incredulidad, en el desdén, lamentando haberlas
aprendido; mi único y triste recurso ha sido pensar que la vida se pasa pronto
y que nada en ella merece el dolor y la preocupación de una lucha.
-Me propusisteis un marido, y yo
lo acepté. Jamás os fingí a vos ni a él que lo amaba. Sabía yo, y vos, padre,
sabíais, como lo sabía él, que jamás sentí amor por Bounderby. No me era totalmente indiferente el casarme
porque esperaba que de esa manera podría
ser agradable y útil a Tom. Fue lo mismo que una loca fuga hacia una
irrealidad, y poco a poco he comprobado toda la locura de esa fuga. Pero la
verdad es que Tom había sido el objeto de
todas las pequeñas ternuras de mi vida; quizá lo fue porque yo sabía muy
bien cuán digno de compasión era. Pero
eso importa poco ahora, como no sea para disponer vuestro ánimo a que juzguéis
con más benignidad sus errores.
Mirándole siempre fijamente a la
cara siguió diciendo:
-Cuando estuve ya
irrevocablemente casada, estalló de nuevo en mi interior mi vieja porfía,
rebelándose contra el nuevo lazo; hiciéronla aún más furiosa todas aquellas
causas de disparidad que surgen de nuestros dos caracteres individuales.
-No os lo echo en cara, padre, ni
me quejo. He venido con otro propósito.
Me he visto en él y me ha
sobrevenido el espanto. Si somos afines, ¿así soy? Vengo a contarte cómo ha crecido
la semilla que sembraste:
-Padre, en estas condiciones, la
casualidad puso en mi camino una nueva amistad, a un hombre que no se parecía a
los que yo había conocido: mundano, alegre, cortés, de conversación fácil, sin
fingimientos; a un hombre que confesaba el poco aprecio en que tenía las cosas
que yo en secreto no me atrevía a despreciar; a un hombre que me dio casi en el
acto la sensación..., yo no sé cómo ni por qué pasos graduales..., de que me
comprendía y de que leía en mis pensamientos. No me pareció que él fuese peor que lo que yo era. Entre nosotros
parecía existir una cercana afinidad. Lo único que me extrañó fue que se
interesase tanto por mí un hombre que no se interesaba por nada en el mundo.
-No digo nada de las súplicas
suyas para ganar mi confianza. Importa muy poco cómo la ganó. El hecho es,
padre, que la ganó. Todo lo que vos sabéis de la historia de mi matrimonio lo
supo él en detalle sin tardar mucho.
- No he hecho nada peor que lo
que os cuento, no os he deshonrado. Pero si me preguntáis si he amado a ese
hombre, o si le amo, os diré con franqueza, padre mío, que es posible que sí.
Ni yo misma lo sé.
Luisa apartó de pronto sus manos
de los hombros de su padre y las apretó sobre su costado, mientras que en su
rostro, que parecía otro distinto, y en todo su cuerpo, erguido, resuelto a
terminar en un último esfuerzo todo lo que tenía que decir, estallaban
tumultuosamente los sentimientos largamente contenidos.
-Esta noche, en ausencia de mi
esposo, tuvo una entrevista conmigo, y en ella me declaró su amor. En este
mismo instante está esperándome; sólo así pude librarme de su presencia.
No sé si estoy arrepentida, no sé si estoy avergonzada, no sé si me
siento rebajada en mi propia estimación. Todo lo que sé es que vuestra
filosofía y vuestras enseñanzas no me salvarán. ¡Ahí tenéis, padre, a lo
que me habéis traído! ¡Salvadme por algún otro medio!
El padre de Luisa cerró más sus
brazos para impedir que su hija cayese desplomada; pero ella gritó con voz
terrible:
- ¡Si seguís sosteniéndome, voy a
morirme! ¡Dejadme caer al suelo!
Y su padre la dejó tendida en el suelo y vio a la que era el orgullo de
su corazón y el triunfo de su sistema tendida a sus pies como un bulto insensible.
Dostoievsky: “Dickens me contó que todas las personas buenas y sencillas de sus novelas eran lo que él quisiera haber sido, y que todos sus malvados eran él mismo, o más bien lo que él encontraba dentro de sí; su crueldad, sus ataques de hostilidad sin motivo hacia aquellos que estaban indefensos y se dirigían a él en busca de consuelo, su rechazo hacia quienes debería amar… Había dos personas en él, me dijo” una que siente lo que debo sentir y otra que siente lo contrario; con la que siento lo contrario hago mis personajes malvados; con la que siente como un ser humano debe sentir trato de vivir mi vida”. AMM