miércoles, 19 de septiembre de 2012

Tan cerca, la luna


Fragmentos de El viento de la luna, de Antonio Muñoz Molina 


Fue así como mi abuela y mi madre idearon el remedio de utilizarme a mí como carabina infantil de los novios, y me regalaron sin proponérselo algunas de las mañanas de domingo más felices de mi vida. (…)

Salía con ellos de la plaza de San Lorenzo y de los callejones donde transcurrían nuestras vidas y me llevaban a los espacios abiertos por donde se paseaba la gente muy arreglada en las mañanas del domingo: el paseo de Santa María, (…) Me sentaba con mi tío Carlos y mi tía Lola en un velador de aluminio de la cafetería Monterrey y me embebía en la lectura del tebeo y en el sabor del refresco que me habían comprado y se me olvidaba por completo mi vigilancia recelosa.



La mirada de AMM sobre su infancia y primera adolescencia es de una belleza que ennoblece los recuerdos, los suyos y los míos.
En sus palabras encuentro nostalgia y una enorme gratitud hacia su familia y las personas con las que se crió. Nostalgia no porque fueran buenos tiempos sino la melancolía que despierta la sensación de pérdida de un universo valioso, donde fuiste feliz. 
Recuerdo aquella lejana navidad del 89 en la que no podíamos poner la radio en la casa vieja de Trinidad porque el vecino, el tabernero, Perico “El soguero”, se estaba muriendo. La vigilancia sobre nosotras llegó a ser asfixiante:



Por respeto al muerto de la casa de al lado, a quien nadie quería y con quien casi nadie hablaba, mis padres no me dejan poner la televisión.


Una historia que se repite. Fabulosa historia, por cierto. La primera vez que supe de ella pensé: Lo peor que te puede pasar no es que te maten sino ese vivir sin descanso con miedo permanente a que vengan a darte el paseo.



Cuentan de nuevo lo que han contado tantas veces, que huyendo por los tejados de los milicianos anarquistas que lo perseguían se escondió en un granero y se cubrió con un montón de paja. Con horcas de puntas afiladas y con las bayonetas de los fusiles los milicianos atravesaban la paja y uno de ellos alcanzó su cuerpo, y él pensó que estaba perdido, que las púas de hierro de la horca o la bayoneta afilada le atravesarían el pecho, o que el miliciano gritaría alertando a los otros. Pero después de un instante la horca o la bayoneta se retiró, y el mismo hombre que la empuñaba dijo a los otros: “Vámonos, que aquí no está escondido.” Se quedó en el pajar hasta que se hizo de noche y logró salir de la ciudad sin que nadie lo viera y llegar hasta las líneas enemigas. Pero él no tuvo compasión cuando volvió después de la guerra condecorado y convertido en juez militar y se puso a firmar penas de muerte, que dicen que las firmaba con las dos manos, para ganar tiempo y mandar a más condenados a las tapias del cementerio.

El ciego no tuvo escrúpulos en quedarse con la casa de un hombre inocente al que él mismo había mandado a la muerte. “El pobre Justo Solana”, dice mi padre, “un hombre que no se metió nunca en nada y que tenía la huerta al lado de la nuestra y no quiso salir de ella mientras durara la guerra”. “Pagan justos por pecadores”, dice alguien, “siempre pasa lo mismo, y más en una guerra entre hermanos”.
“Pagó por su hijo”, explica mi abuelo, “que había dejado al padre solo y viejo en la huerta para irse a Madrid, porque tenía la cabeza llena de pájaros, mira qué ruinas y qué desgracias traen las ideas”. “Yo me acuerdo de cuando vinieron a buscar a ese hombre”, dice mi madre. (…) “¿Y por culpa del hijo mataron al padre?” “Eso es lo que piensa la gente”, dice alguien en un corro, “pero había una denuncia por medio, y el juez Domingo González no iba a perdonar”. “Pero si el hombre no había hecho nada”, dice mi padre, “sólo trabajar de sol a sol en su huerta y no meterse con nadie, y hacernos favores a mi abuelo y a mí cada vez que se los pedíamos. Qué asco de mundo, tantos canallas sueltos y a un hombre trabajador y cabal lo matan a tiros como a una alimaña”. “Para que veas tú lo que son las ideas, y las fantasías”, dice mi abuelo, “si aquel hijo se hubiera quedado con su padre ahora tendría su casa y su huerta y podría estar sentado al fresco igual que nosotros”.

“El que algo teme algo debe, dicen”, enuncia mi abuelo con su voz lúgubre.


Y yo ahora me acuerdo de mi madre cuando era muy pequeña. Unos cuatro años, quizá. Cortó unas cortinas con una tijera para confeccionar un vestido a una muñeca. Mi abuela le preguntó: ¿Por qué lo has hecho? Y ella contestó: ¿Y cómo sabes que he sido yo?
Mi madre era muy traviesa e inquieta. 
Con esa edad aprendió a leer y empezó a ir al colegio. Un día fue arrastrando una silla desde su casa hasta la ventana del aula para fijarse en lo que decía la profesora, Doña Ángeles. A la maestra le llamó tanto la atención y le pareció una niña tan despierta y curiosa que le pidió a mi abuela que la dejase asistir a clase.
El colegio estaba muy próximo a la casa de mis abuelos, donde ahora está la casa de la Melli.
Mi abuelo también decía: “El que paga, descansa”. Era de estas personas que, si han encargado un trabajo a alguien, lo busca para pagarle justo después de haberlo realizado. 



También destacaría el capítulo 14. Las descripciones son maravillosas y me emocionaron de verdad. Me acordé especialmente de la tía Guille. Qué hermoso texto.


Mi abuelo y mi padre se han levantado muy de noche para aparejar a las bestias, pero mi madre y mi abuela se levantaron mucho antes que ellos, para encender el fuego y preparar la comida del día. Han bajado a la cocina en la que el frío hacía más intenso el olor a ceniza de la lumbre que apagaron anoche antes de dormirse. Mientras dormían el frío se ha adueñado de toda la planta baja de la casa como de una ciudad sitiada donde los centinelas se rindieron al sueño, y ahora ellas tienen que empeñarse en recobrar una parte del espacio perdido, igual que ayer cuando amaneció y que mañana cuando vuelvan a levantarse y que cada uno de los días del invierno.



La ausencia de lumbre y de calor en el hogar. La hornilla ya no se encendía. Justo en eso notaba de forma alarmante que mi abuela ya no estaba presente. Recuerdo muy bien la primera vez que entré en la casa y ella ya no estaba en la cocina. Ya no estaba su olor. El frío empezó a adueñarse de todo. Mis tías y mi madre empeñadas en aparentar normalidad. Las medias sonrisas forzadas para no romper a llorar.
La casa perteneció al abuelo de mi abuela y era en origen mucho más grande. En esa casa nacieron cuatro generaciones: mi bisabuela, mi abuela, mi madre y mi hermana. Mi hermana nació en el año 78 pero no en un hospital, como todos los niños de su edad. Mi madre se puso de parto y quiso tenerla allí, atendida por la matrona del pueblo. En la habitación que había pertenecido a mi bisabuelo hasta muy poco antes, mi abuela (51), mi tía Charo (23) y mi tía Guille (19) ayudaban a Dolores Gutiérrez que asistía a mi madre (26) a dar a luz.
Mi hermano y yo esperábamos en la casa de la hermana de mi abuela jugando con tapones y chapas. 


En vísperas de las vacaciones yo soy el único que trabajará en el campo desde el día siguiente, y no en la huerta de mi padre, sino a cambio de un jornal, en la cuadrilla de aceituneros de un propietario rico que tiene varios miles de olivos.

Ganarás el pan con tus manos casi infantiles todavía rígidas de frío y con tus rodillas desolladas de arrastrarte sobre la tierra endurecida por la escarcha, con el dolor de tu cintura y el de tu espalda que llevarás doblada todo el día. La piel de los dedos en torno a las uñas se te quedará en carne viva al arañarse con las aristas de la tierra helada cuando quieras recoger las aceitunas medio hundidas en ella, y cuando avance la mañana y el sol disuelva la escarcha se te hundirán los pies y las rodillas en el barro.
Yo avanzo de rodillas, siempre al lado de mi madre, fijándome en la velocidad con que ellas recogen aceitunas con las dos manos, picoteándolas entre el índice y el pulgar de cada una como si fueran dos pájaros.



Por eso lo llaman “la ordeñá”.
Algunas de estas descripciones también se encuentran en el libro que es una recopilación de artículos con el trasfondo de Andalucía: La huerta del Edén.
Contar la edad en la que empiezas a descubrir el mundo, con diez o doce años. Hacer literatura de lo cotidiano, contar cómo era tu generación. 
Me encantan esas novelas de descubrimiento y mirada limpia tipo El camino, de Miguel Delibes o Las pequeñas memorias, de Saramago. El corazón es un cazador solitario o Matar a un ruiseñor. 



Ahora voy a un colegio en el que he comprobado de cerca por primera vez que en el mundo hay pobres y ricos, alumnos becarios y alumnos de pago, hijos de notarios o de médicos o de terratenientes o registradores de la propiedad e hijos de pobres cuyas familias no conoce nadie. En la escuela primaria todos los niños eran como yo y casi todos procedían de mi mismo barrio de campesinos y hortelanos: en el colegio, inesperadamente, estoy solo y no me parezco a los demás, y observo la deferencia con que los curas tratan a algunos alumnos por muy crueles o revoltosos que sean y la altanería con que otros alumnos me miran y me hablan.

Deshecho de cansancio, muerto de hambre, con las rodillas y las puntas de los dedos desolladas, arrastrándome sobre la tierra junto a las mujeres que picotean aceitunas a dos manos y a toda velocidad, pienso en el número de olivos que habrá en todo el paisaje ondulado y monótono de nuestra provincia, en cuántas manos se afanarán ahora mismo

Con un sobresalto de felicidad descubro que ha empezado a nevar: los copos, casi imperceptibles si no fuera por las punzadas suaves en mi cara, se arremolinan silenciosamente en torno a las bombillas de las esquinas. Esa noche, cuando me asomo al balcón antes de acostarme, el cristal se queda empañado con mi aliento, y los corrales de la casa de Baltasar y los tejados del Barrio de San Lorenzo están cubiertos por la nieve, y los copos son tan densos que no se ve en la lejanía del valle del Guadalquivir.



Algunos acontecimientos son extraordinarios. Fue maravilloso que mi tía Charo naciera el día que nevó en Sevilla, el 3 de febrero de 1954. Mi padre, que tenía seis años, tiene memoria de que ese día subieron con el maestro a una  terraza a contemplar calles y tejados cubiertos de nieve.
Mi abuela propuso llamar así a la niña, Nieves, pero mi abuelo no estuvo de acuerdo porque le correspondía llamarse como su abuela materna. Como a la madre de mi abuela no le gustaba su nombre, se llamó como su bisabuela. Asunto concluido. A ella le hubiese gustado llamarse como llamaban a mi abuela en el colegio, Albita. Pero Alba era su apellido.



Todos los textos son de El viento de la Luna, de Antonio Muñoz Molina


martes, 18 de septiembre de 2012

Vehículo de huida


Fragmentos de la novela El viento de la luna, Antonio Muñoz Molina 
Viñeta de El Roto dedicada a Antonio Muñoz Molina 

He seleccionado estos textos porque me han emocionado. Casi todos me han permitido viajar muy lejos en el tiempo y recrearme en mis propios recuerdos:



Lo más que le piden al porvenir es que se parezca a lo mejor del pasado. El plomo del pasado es la fuerza de la gravedad que rige sus vidas y las mantiene atadas a la tierra, sobre la que se han inclinado para trabajar desde que eran niños: para cavarla con sus azadones, para sembrar en ella, para segar con hoces de hoja curva y dentada los tallos altos del trigo, de la cebada y del maíz, para arrancarle las matas secas y ásperas de los garbanzos, para apartar sus grumos buscando las patatas y los boniatos, los rábanos rojos, la blancura esférica de las cebollas, para recoger las aceitunas. Inclinado sobre la tierra, la cabeza baja, las piernas muy separadas, al lado de mi padre yo voy aprendiendo sin convicción y con honda desgana el oficio al que me destinan, y muy pronto he notado un dolor intolerable en la cintura y la aspereza seca de la tierra que me hiere las manos acostumbradas al tacto suave de los cuadernos y los libros.

Las manos de mi padre tienen un tacto de madera serrada: hace nada las mías eran engullidas por su recio apretón como los cabrillitos blancos del cuento en las fauces del lobo. Las manos de mi padre son anchas, oscuras, de dedos muy gruesos y uñas grandes, con los filos muchas veces rotos. Escarban la tierra recién removida por un golpe del azadón hasta sacar de ella un racimo de patatas. Arrancan cebollas con sus cabelleras de raíces y de barro, palpan delicadamente entre las hojas de una mata de tomates buscando los que ya están maduros y con cuidado de no dañar los largos tallos quebradizos de los que ya se han henchido en la sombra fragante de las hojas pero todavía no empiezan a adquirir color. (…)De pronto soy más alto que él, y mis manos y las suyas hace ya mucho que dejaron de encontrarse. Debería uno conservar el recuerdo de la última vez que caminó de la mano de su padre.

“Los hortelanos no somos agricultores”, me decía, no hace mucho, cuando aún pensaba que podría transmitirme el amor por su oficio, su gusto por el cuidado y la perfección, más allá de la inmediata utilidad y hasta de la recompensa, “nosotros somos jardineros”. Una noche, hace poco, lo escuché conversar al fresco de la calle con un amigo suyo. (…)
Me aparté despacio de la ventana entreabierta, para que no advirtieran que había estado espiándolos. Hubiera debido darme cuenta de que en la voz de mi padre había un fondo de ternura y lealtad hacia mí.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Con el sentido crítico embotado


Antonio Muñoz Molina, Fragmentos de Hora de despertar” (Escrito en un instante, 20/05/2011)
Antonio Muñoz Molina, Fragmentos de Respuesta de Muñoz Molina” (El País, 17/04/1996)
Antonio Muñoz Molina, Fragmentos de Andalucía obligatoria” (El País, 13/03/1996)
Entrevista a Antonio Muñoz Molina, La imaginación humana es muy limitada” (Jot Down Cultural, 09/2011)
Antonio Muñoz Molina, Fragmentos de La historia y el olvido” (El País, 09/11/1997)


España vivía en un estado de irrealidad parcial, incluso de delirio, sobre todo en la esfera pública, pero no solo en ella. Un delirio inducido por la clase política, alimentado por los medios, consentido por la ciudadanía, que aceptaba sin mucha dificultad la irrelevancia a cambio del halago, casi siempre de tipo identitario o festivo, o una mezcla de los dos.
Tierno Galván, que miró sonriente para otro lado, siendo alcalde, la corrupción municipal que volvía cómplices a empresarios y a políticos.
Expo de Sevilla en 1992 Era la época de los grandes acontecimientos y no de los pequeños logros diarios, administración austera y rigurosa,
Escribía denunciando el folklorismo obligatorio, el narcisismo de la identidad, el abandono de la enseñanza pública, el despilfarro en lo superfluo y la mezquindad en lo necesario. Tal vez el fomento del alcoholismo colectivo no debiera estar entre las prioridades de una institución pública.
El orgullo vacuo del ser ha dejado en segundo plano la dificultad y la satisfacción del hacer. Es algo que viene de antiguo, concretamente de la época de la Contrarreforma, cuando lo importante en la España inquisitorial consistía en mostrar, sobre todo, que no se era.
La omnipresencia del ser cortocircuita de antemano cualquier debate: no es porque tengas argumentos, sino porque eres.
He visto a alcaldes y a autoridades autonómicas españolas de todos los colores tirar cantidades inmensas de dinero público.
Cómo un país de mediana importancia podía permitirse tantos lujos. Por qué la ciudadanía ha aceptado con tanta indiferencia tantos abusos, durante tanto tiempo. Rebeldía práctica para ponernos de acuerdo en hacer juntos un cierto número de cosas:que haya listas abiertas y limitación de mandatos, que la administración sea austera, profesional y transparente, que se prescinda de lo superfluo para salvar lo imprescindible que se debata con claridad el modelo educativo y el modelo productivo que nuestro país necesita para ser viable y para ser justo, mejoras graduales y en profundidad surgidas del consenso democrático
Y autocrítica, insisto, para no ceder más al halago, para reflexionar sobre lo que cada uno puede hacer en su propio ámbito y quizás no hace con el empeño con que debiera: cada uno a lo suyo, en lo suyo, miembros de una comunidad política sólida y abierta: ciudadanos justos y benéficos, como decía la Constitución de 1812, trabajadores de todas clases, como decía la de 1931.


Antonio Muñoz Molina, “Hora de despertar” (Escrito en un instante, 20/05/2011)


viernes, 7 de septiembre de 2012

Todo lo que tenía que decir


Esta es la segunda parte del nudo de la novela Tiempos difíciles, de Charles Dickens
CAPITULO IX
OYENDO LA ÚLTIMA PALABRA

Como un ave rapaz pendiente de su presa

Mostraba tal seguridad exterior, que muchos observadores se habrían visto obligados a tomarla por una paloma, encarnada, por algún capricho de la Naturaleza, en el tabernáculo terrenal de un ave de las de pico encorvado.
Su manera de estar tan pronto en un piso como en otro era un misterio sin solución posible.
Podía bajar como un proyectil, con rapidez inigualada, desde el techo de la casa hasta el vestíbulo; pero en el momento de llegar a su destino aparecía en plena posesión de su aliento y de su dignidad. Y ningún ojo humano la vio jamás caminar con paso rápido.
Mostróse muy cariñosa con el señor Harthouse y mantuvo con él algunas agradables
conversaciones a raíz de su llegada a la finca.
-Vivimos en un mundo muy especial, caballero –dijo la señora Sparsit.
Prosiguió la señora Sparsit:
-Un mundo muy especial, diría yo, señor, refiriéndome a la intimidad que se liga en un momento entre individuos que eran poco antes completamente extraños. Recuerdo, caballero, que en aquella ocasión llegasteis a decir que sentíais verdadero recelo de la señorita Gradgrind.

El caballero continúa en su línea de adulación y menosprecio de sí mismo.

-Vuestra memoria me hace un honor excesivo para lo que mi insignificancia se merece. Vuestras amables indicaciones tuvieron por efecto corregir mi timidez, siendo innecesario que yo agregue que resultaron ser completamente exactas.
-¿Habéis encontrado a la señorita Gradgrind...; la verdad, no me acostumbro a llamarla señora Bounderby; me resulta muy absurdo...; la habéis encontrado, digo, tan juvenil como os la describí yo? -preguntó muy melosa la señora Sparsit.
-Es de un gran atractivo, señor -dijo la señora Sparsit, haciendo girar sus mitones el uno sobre el otro.
-Todo el mundo estaba antes de acuerdo en que a la señorita Gradgrind le faltaba vivacidad, pero confieso que la veo actualmente aventajada en ese sentido de una manera notable y sorprendente. A propósito, ¡aquí tenemos al señor Bounderby! -exclamó la señora Sparsit, saludando con repetidas inclinaciones de cabeza, como si no hubiese estado hablando ni pensase en nadie más que en él-. ¿Cómo os encontráis esta mañana, señor? ¡Ea, queremos veros alegre, por favor!

Reacción del señor Bounderby a las atenciones de la señora Sparsit:

Tan persistentes esfuerzos por aliviar su aflicción y por aligerar su carga, habían empezado ya para entonces a suavizar más que de costumbre la actitud del señor Bounderby hacia la señora Sparsit, produciendo simultáneamente una actitud más exigente hacia casi todas las demás personas, desde su esposa para abajo.
El señor Bounderby le contestó: «Si estuviese yo esperando a los cuidados de mi esposa, querida señora, supongo que sabéis sobradamente que tendría que esperar hasta el día del Juicio; de modo, pues, que os ruego que os toméis la molestia de encargaros de la tetera.»

Dardos envenenados a la esposa:

Insistió en que únicamente se había tomado la libertad de atender el requerimiento que le había hecho el señor Bounderby.., aunque los deseos de éste habían sido para ella como una ley durante mucho tiempo..., porque  la señorita Gradgrind se había retrasado un poco y los minutos del señor Bounderby eran muy preciosos, constándole a la señora Sparsit desde siempre que era esencial el que se desayunase sin perder uno solo.

El fanfarrón de la humildad no procura a su esposa el lugar que le corresponde:

-¡Por favor! ¡No os mováis de donde estáis, señora; no os mováis de donde estáis!  -manifestó el señor Bounderby-. Creo que será un placer para la señora Bounderby el que la releven de esa molestia.
-Podéis estar tranquila, señora... Decidme, Lu: no os molestáis por ello, ¿verdad?
Eso lo dijo el señor Bounderby de una manera jactanciosa.
-¿Por qué había de dar nadie importancia a eso, señora Sparsit?  -exclamó el señor Bounderby, esponjándose con un sentimiento de desdén-. Concedéis demasiada importancia a estos detalles, señora. Por vida mía que tendréis que renunciar aquí a algunas de vuestras ideas. Estáis anticuada, señora. Vivís retrasada para los tiempos de los hijos de Tom Gradgrind.
-¿Qué os ocurre?  -preguntó Luisa, sorprendida y con frialdad-.  ¿De qué os habéis molestado?
-¿Molestarme? -repitió Bounderby-. ¿Suponéis que si algo me hubiese molestado, no soy quién para decirlo y para pedir que cese la molestia? Me tengo por un hombre franco y no me gusta andarme por las ramas.

Lu le hace probar su propia medicina, el gusto del desdén:

Luisa le contestó serenamente:
-Me imagino que a nadie se le ha ocurrido juzgaros ni excesivamente receloso ni demasiado quisquilloso. Ni de niña ni de mujer os he encontrado yo jamás ese defecto. No comprendo, por tanto, lo que ahora os ocurre.
- ¿Lo que me ocurre? -replicó el señor Bounderby-. No me ocurre nada. Si me ocurriera, ¿no sabéis bastante bien que yo, Cosías Bounderby, de Coketown, no me lo hubiera callado? Bounderby dio un puñetazo en la mesa haciendo temblar las tazas de té; Luisa miró a su marido, y del orgullo saliéronle a la cara unos colores tan vivos que no parecía la misma, o al menos no le pareció al señor Harthouse.
Luisa dijo:
-Os mostráis incomprensible esta mañana. Por favor, no os molestéis más en dar a entender lo que os pasa. No tengo curiosidad de saberlo. ¿Qué importancia tiene?

La incomprensión hace extraños compañeros de viaje:

Pero desde aquel día, la influencia de la señora Sparsit sobre el señor Bounderby acercó más aún a Luisa y a Santiago Harthouse, reforzó el peligroso desvío de Luisa para con su marido y la mutua intimidad de ella y de Harthouse contra él, intimidad a la que Luisa llegó de un modo gradual y tan insensible que ni ella misma hubiera podido luego explicar cómo fue. Pero si intentó o no rehacer ese camino, es cosa que quedó oculta en su hermético corazón.

La doble cara de la señora Sparsit:

La mismísima descendiente de los Scadgers y emparentada por su matrimonio con los Powlers, agitó el mitón de su mano derecha frente al retrato del dueño de la casa, hizo una mueca despectiva a aquella obra de arte y exclamó:
«¡Te lo tienes merecido, mentecato, y yo me alegro mucho!»

Novedades en el Palacio de Piedra:

No hacía mucho que se había marchado el señor Bounderby cuando apareció Bitzer. Había llegado desde la ciudad con un mensaje que enviaban desde el Palacio de Piedra. El mensaje consistía en un aviso apresurado informando a Luisa de que la señora Gradgrind se encontraba muy enferma.Luisa marchó entre retumbos a Coketown. Su padre seguía en Londres cribando y cribando su montón de desperdicios en el Parlamento -sin que se supiese hasta entonces que hubiese sacado de tanta basura ningún producto valioso- y aún estaba entregado a su dura tarea en aquel vertedero nacional. A su madre, que seguía recostada en su sofá, las visitas le resultaban una molestia más que otra cosa; con los hermanos más jóvenes no sabía Luisa alternar; con Cecilia no volvió a mostrarse amable desde la noche aquella en que la hija del trotamundos había levantado los ojos para mirar a la que iba a ser la esposa del señor Bounderby. Nada, pues, la atraía hacia la casa de sus padres, y sólo raras veces había vuelto a ella.
Sus memorias del hogar y de la niñez traíanle el recuerdo de cómo habían ido cegando, apenas brotaban, todos los manantiales y fuentes de su joven corazón. Desde la época en que Luisa se marchó de la casa de sus padres, Cecilia había vivido como una más de la familia. Ahora Luisa la encontró junto a su madre; también su hermana Juana, que andaba entre los diez y  los doce años de edad, hallábase en la habitación.
Costó grandes trabajos hacer comprender a la señora Gradgrind que había llegado su hija mayor.

La ninguneada señora Gradgrind se explica:

De pronto, pareció que súbitamente se le aclaraba todo y dijo:
-Pues bien, querida mía, espero que sigas viviendo de una manera que sea satisfactoria para ti. Todo fue obra de tu padre. Se empeñó en  ello con toda su alma. Y, sin embargo, hubiera debido saber lo que se hacía.
-¿Quieres que te hable de mí, querida? Esto sí que es cosa nueva; todos quieren ahora oírme hablar de mí. Pues no estoy nada bien, Luisa. Me siento débil y aturdida.
-Me parece que hay en alguna parte de esta habitación un sufrimiento, pero no podría decir terminantemente que soy yo quien lo tiene.
Después de estas extrañas palabras, permaneció durante un rato en silencio. Luisa, que tenía la mano de su madre entre las suyas, dejó de sentir el pulso; la besó, y entonces percibió un ligerísimo hilillo de vida que parecía revolotear dentro de ella. La señora
Gradgrind dijo:
-Vienes pocas veces a ver a tu hermana. Crece lo mismo que tú. Yo quisiera que mirases por ella. Cecí, tráela.
La trajeron junto a la meridiana, y se quedó allí, con una mano en la de su hermana, Luisa, que la había visto echar el brazo al cuello de Cecilia, se dio cuenta de la diferencia de intimidad.
-¿Ves cómo se te parece, Luisa?
-Sí, madre; yo diría que es como yo, pero...
-¿Qué? Sí, yo lo digo siempre -exclamó la señora Gradgrind con inesperada prontitud-. Y eso me hace recordar una cosa. Quiero..., quiero hablar contigo, querida mía. Cecilia, mi buena muchacha, déjanos a solas un momento.

Cómo Lu vio a su hermana Juana:

Luisa había soltado la mano de su hermana; se dijo que el rostro de ésta denotaba mayor bondad y alegría de las que el suyo propio tuviera nunca; vio en él, no sin que incluso en aquel lugar y en aquel instante brotase en su corazón un ligero resentimiento, vio en él algo de la simpatía de otro rostro que había en el cuarto: el rostro dulce, de ojos sinceros, de tina palidez que la brillante cabellera negra hacía aún más intensa que lo que la habían hecho las noches pasadas en vela y el cariño.

Cómo la señora Gradgrind se atreve por fin a decir algo:

-Como sabes, tu padre vive ahora ausente casi siempre de esta casa, de modo que tengo que escribirle acerca del asunto.
-Debes tener presente, hija, que siempre que he dicho alguna cosa le han dado tantas vueltas que no han acabado nunca; por eso renuncié hace ya tiempo a decir nada.
-Estudiaste muchísimo, Luisa, y lo mismo hizo tu  hermano..., toda clase de logías desde la mañana hasta la noche. Si hay alguna logía, la que sea, que no se ha traído y llevado en esta casa, todo lo que yo puedo decir es que esperó, por lo menos, que no me obligarán jamás a oír su nombre.
-Pero hay algo, Luisa, que no es ninguna logía, y que vuestro padre ha pasado por alto o lo ha olvidado. Yo no sé lo que es. Muchas veces, teniendo sentada a mi lado a Cecilia, he pensado en ello. Ya no podré saber nunca su nombre. Acaso lo sepa tu padre. Me trae desasosegada. Quiero escribirle, para que me diga, por amor de Dios, qué es ello. Dame una pluma, dame una pluma.
Pronto la mano se detuvo en su tarea; la débil y pálida lucecita que brillaba siempre detrás de la tenue transparencia se apagó.
CAPITULO X
LA ESCALERA DE LA SEÑORA SPARSIT
Como los nervios de la señora Sparsit tardaron mucho en recobrar su temple, la digna dama alargó su estancia en el retiro del señor Bounderby durante algunas semanas; a pesar de que la conciencia de haber descendido de su alta situación en la vida daba a su temperamento tendencias eremíticas, se resignó con noble fortaleza a vivir, como si dijéramos, en la opulencia, y a mantenerse de la nata de la tierra.
Al señor Bounderby se le metió en su explosivo temperamento la convicción de que la señora Sparsit era una mujer de condición muy elevada para darse cuenta de que él llevaba sobre sí, en sus soledades, aquella carga indeterminada (aún no sabía concretamente en qué consistía), y se le metió además el convencimiento de que Luisa se habría opuesto a las frecuentes visitas de la señora Sparsit, de haber sido compatible con la grandeza suya, la de Bounderby, que su mujer pusiese inconvenientes a nada de lo que él hacía.
-Quiero deciros una cosa, señora: mientras dure el buen tiempo vendréis a la finca todos los sábados y permaneceréis aquí hasta el lunes.
A esto contestó la señora Sparsit con la frase, aunque no con el espíritu, mahometana:
-Oír es obedecer.

Me mantengo con vida para verte caer:

Construyó en su fantasía una altísima escalera y a los pies de la misma una negra sima de oprobio y de ruina; día a día y hora a hora veía ella descender a Luisa por aquella escalera.
La vida de la señora Sparsit no tuvo de allí en adelante más objeto que mirar a la escalera y observar cómo Luisa descendía por sus escalones. Unas veces con lentitud, otras con rapidez, en ocasiones varios escalones de un salto, haciendo circunstancialmente algunas pausas, pero sin retroceder jamás. Cualquier retroceso de Luisa pudiera haber dado lugar a que la señora Sparsit se muriese de melancolía y de pesar.

El sagaz método del señor Bounderby. Una mirada muy perspicaz:

Mis instrucciones son: calladamente, que parezca que ya no nos ocupamos de ello. Haced lo que queráis debajo del rosal; pero que no sospechen lo que hacéis; de lo contrario, no faltará medio centenar de individuos de su calaña que se encargarán de poner definitivamente fuera del alcance de nuestra mano al fugitivo. No os mováis; que los ladrones se vayan confiando, y nos haremos con ellos.

La caída está próxima:

La esposa del señor Bounderby se hallaba sentada junto al señor Harthouse en un rincón del jardín; hablaban en voz muy baja, y durante sus cuchicheos Harthouse se inclinaba hacia Luisa, y tocaba casi los cabellos de ésta con su cara.
-¡Poco le falta ya! -exclamó la señora Sparsit, aguzando hasta el máximo la vista.
La señora Sparsit estaba demasiado lejos para poder oír ni una sola palabra de lo que hablaban, ni aun siquiera podía saber que hablaban en voz baja, a no ser por la expresión de sus rostros; pero lo que se decían era esto:

La conversación sobre Esteban B. La interpretación de Harthouse sobre lo sucedido en el Banco:

-¿Os acordáis de aquel hombre, señor Harthouse?
-¡Perfectísimamente!
-¿De sus facciones, de sus maneras, de lo que dijo?
-Perfectamente. A mí me pareció una persona muy aburrida. Extremoso y aburrido en alto grado. Supo mantenerse hasta lo último en las normas de la exaltación de la virtud humilde; pero os aseguro que yo pensaba, entre tanto, para mis adentros: «¡Buen hombre, os estáis pasando de la raya! »
-A mí me ha costado mucho trabajo pensar mal de ese hombre.
-Mi querida Luisa..., como dice Tom -cosa que nunca decía -, ¿sabéis alguna cosa buena del individuo?
-Ninguna, desde luego.
-¿Y de alguna otra persona de su clase?
-¿Cómo voy a saber, si no conozco a ninguno de ellos, ni hombres ni mujeres?
-Entonces, mi querida Luisa, dignaos recibir un consejo que os da vuestro leal amigo, que sabe algo de algunas de las variedades de sus excelentes compañeros de Humanidad..., porque son unas criaturas excelentes, a pesar de ciertas debilidades, como la de echar siempre mano a todo cuanto ven a su alcance. Este individuo habla. Y ¿quién es el hombre que no habla? Este individuo predica la moral. Perfectamente; toda clase de farsantes la predican. Desde la Cámara de los Comunes hasta el Correccional, todo el mundo habla como un moralista, excepto la gente de nuestra clase; por eso es precisamente por lo que da gusto hablar con las gentes de nuestra clase. Un miembro de las clases apelusadas..., de las que trabajan entre pelusa..., ve que mi estimado amigo el señor Bounderby lo ata muy corto...,  se tropieza con alguien  que le propone ir a partes en este negocio del Banco; entra en el ajo, se mete algún dinero en el bolsillo, que antes estaba vacío, y con eso se quita un peso de encima. La verdad que, si no hubiese aprovechado semejante oportunidad, no habría sido un individuo vulgar, sino un hombre extraordinario.
Luisa le contestó, después de permanecer unos momentos pensativa:
-Me da la impresión de que está mal que yo me sienta tan dispuesta a mostrarme de acuerdo con vuestras palabras y que éstas parezcan quitarme un peso del corazón.
-Yo me limito a exponer un punto de vista que me parece razonable, sin agravar las cosas.

Cree el ladrón que todos son de su condición. Por si no ha quedado claro: soy de la misma opinión que su hermano, ¿no es suficiente argumento para convenir conmigo?

He hablado del asunto más de una vez con mi amigo  Tom... Sigo, como comprenderéis, en términos de la más perfecta confianza con Tom..., y él comparte por completo mi opinión, de igual manera que yo comparto por completo la suya...

El lobo estrecha el cerco sobre Caperucita:

¿Queréis daros un paseo?
Echaron a andar por los caminos del jardín alejándose de la casa. La penumbra crepuscular iba difuminándolo todo; Luisa se apoyaba en el brazo de Harthouse, sin sospechar cómo iba descendiendo, descendiendo, descendiendo, por la escalera de la señora Sparsit.
Noche y día, la señora Sparsit mantenía enhiesta su escalera. Cuando Luisa hubiese descendido hasta el último escalón y desaparecido en la sima, poco le importaba a la señora Sparsit que la escalera cayese encima de ella misma.
Y lo que a la señora Sparsit le interesaba era el ver a Luisa acercarse siempre, sin que una mano se interpusiese para detenerla, hacia el escalón inferior de la escalera gigantesca.

La hipocresía y el interés de los aduladores:

Con toda la deferencia que le merecía el señor Bounderby, en contraposición al desprecio que le inspiraba su retrato, no tenía la señora Sparsit la menor intención de interrumpir el descenso. Anhelando que éste se realizase, pero sin impaciencias, esperaba la última caída, para que así cuajase y madurase la cosecha de sus esperanzas.
CAPITULO XI
CADA VEZ MÁS ABAJO
Aunque separada durante la semana de su escalera por todo el largo del ferrocarril que mediaba entre Coketown y la casa de campo, mantenía su contemplación felina de Luisa, por medio del marido de ésta, por medio de su hermano, por medio de Santiago Harthouse, por medio de los sobrescritos de las cartas y de los paquetes, por medio de todos los seres, animados o inanimados, que se acercaban en algún momento a la escalera. Apostrofando a la figura que bajaba y con ayuda de su mitón amenazador, le decía:
-¡Estáis ya con el pie en el último escalón, señora mía! ¡Con todo vuestro disimulo, sois incapaz de engañarme!
Fuese disimulo o fuese cosa natural, fuese condición original del carácter de Luisa, o fuese un injerto hecho en el mismo por las circunstancias, el hecho es que su sorprendente reserva desorientaba y servía de estímulo al mismo tiempo a otra persona de tanta vista como la misma señora Sparsit. Había momentos en que Santiago Harthouse no veía con claridad en aquella mujer. Había momentos en los que no acertaba a leer en el rostro que tan detenidamente había estudiado; momentos en que aquella joven solitaria le resultaba un misterio.

El curioso impertinente se ausenta. Sparsit canta Si tú me dices ven:

Fue pasando el tiempo, hasta que se presentó un asunto que exigió que el señor Bounderby hiciese un viaje que había de tenerlo tres o cuatro días fuera de casa. Era viernes el día en que el señor Bounderby notificó a la señora Sparsit, estando en el Banco, su próxima ausencia, agregando:
-De todos modos, señora, vos iréis mañana a la finca. Iréis ni más ni menos que si yo estuviese allí. Para vos el caso es igual.
-Vuestros deseos son órdenes para mí, señor Bounderby -replicóle la señora Sparsit-. De otro modo, yo me sentiría inclinada a desobedecer vuestros amables mandatos, porque no estoy segura de que a la señorita Gradgrind le resulte el recibirme tan grato como a vuestra generosa hospitalidad. Pero no es necesario que insistáis más, Iré, invitada por vos.
-Me imagino, señora, que cuando yo os invito a mi casa, no necesitáis de la invitación de nadie más -contestóle el señor Bounderby con ojos de sorpresa.

Como Esaú, que vendió su primogenitura a Jacob por un plato de lentejas:

-Bitzer, presentad mis respetos al joven señor Tomás e invitadle de parte mía a que venga a compartir conmigo una chuleta de cordero en salsa de nueces, con un vaso de cerveza de la India.
El joven señor Tomás, dispuesto casi siempre a semejantes convites, envió a la señora Sparsit una contestación amable, y fue pisando los talones al mensajero. La señora Sparsit le dijo:
-¿Cómo sigue el señor Harthouse? -le preguntó la señora Sparsit.
-Está cazando en Yorkshire. Ayer le envió a Lu un canasto lleno de piezas cobradas que parecía una iglesia de grande.
-Yo le tengo una gran simpatía al señor Harthouse, como se la tienen otras muchas personas -dijo la señora Sparsit-. Quizá lo veamos pronto por aquí, ¿no es verdad, Tom?
-¿Verlo? Yo espero verlo mañana -contestó el mequetrefe.
-Tengo cita con él para esperarlo en la estación mañana al atardecer, y me imagino que después cenaré en su compañía. A la casa de campo no creo que vaya hasta dentro de una semana más o menos, porque tiene compromisos en otra parte. Por lo menos, eso es lo que él ha dicho; aunque a mí no me extrañaría que se quedase a pasar aquí el domingo y en tal caso haría alguna escapada hasta la quinta.
-¡A propósito!  -exclamó la señora Sparsit-. Si yo os diese un mensaje para vuestra hermana, ¿os acordaríais de transmitírselo?
-Nada más que presentarle mis respetuosos saludos y manifestarle que acaso no la moleste esta semana con mi compañía.
-Vaya, si no es más que eso, no importaría nada aunque me olvidase de darlo -dijo Tom-, porque no es probable que Lu se acuerde de vos si no os tiene delante.
Después de pagar el convite de la señora Sparsit con este amable piropo, volvió a caer en su descortés silencio
Al llegar la noche, se puso rápidamente la cofia y el chal y salió con disimulo a la calle; tenía sus razones para rondar furtivamente en torno de la estación, por la que habría de llegar de Yorkshire determinado viajero, y para preferir el husmear desde los rincones y a la vuelta de las columnas, más bien que dejarse ver abiertamente en aquella zona. Tom estaba esperando, y anduvo haciendo tiempo hasta que llegó el esperado tren. El señor Harthouse no venía en él.
La señora Sparsit, apartándose de la oscura ventana de un despacho desde la que estuvo espiándolo por última vez, se dijo:
-Esta es una añagaza para quitárselo de en medio.
¡Harthouse está en estos momentos reunido con su hermana!
Aquella idea fue el fruto de un momento de inspiración, y la señora Sparsit se lanzó con toda la prisa posible a sacar de ella todas sus consecuencias.

Dispuesta a pillarlos in fraganti:

La estación en la que se tomaba el tren para la casa de campo se hallaba situada en el extremo opuesto de la ciudad.
En el momento de cerrar la noche sus párpados, una noche encapotada del mes de septiembre, vio ésta cómo la señora Sparsit se deslizaba fuera del vagón, bajaba por las escaleras de madera de la pequeña estación al camino pedregoso, desembocaba de éste en una verde vereda y quedaba oculta bajo la veraniega exuberancia de ramas y de hojas.
Se oían muy cerca voces apagadas. La voz de él y la voz de ella. ¡La cita dada a Tom era, en efecto, una añagaza para mantenerlo alejado! ¡Ahí estaban ellos, un poco más allá, junto al tronco del árbol caído!
Estaba tan próxima a la pareja, que le hubiera bastado dar un salto, y no muy grande, para tocarlos a ambos. Harthouse había acudido en secreto y no se había dejado ver por la casa. Había venido a caballo, atravesando seguramente los campos vecinos, porque su caballo estaba amarrado a pocos pasos de allí, del lado de afuera de la cerca.

¿A quién representa el árbol caído? Todo indica que a la dama.

-Amor mío -decíale Harthouse-, ¿qué iba a hacer yo? ¿Era posible que me mantuviese alejado, sabiendo que vos estabais sola?
La señora Sparsit pensó para sus adentros: «Puedes ladear tu cabeza para hacerte más interesante; yo no me explico lo que ven en ti cuando la mantienes erguida. ¡Qué lejos estás de pensar, amor mío, quién tiene puestos en ti sus ojos!»
Era muy cierto que Luisa ladeaba su cabeza. En efecto: le instaba a que se marchase, le ordenaba que se alejase de allí; pero ni volvía la cabeza para mirar a Harthouse ni la levantaba. Lo verdaderamente notable era que permaneciese sentada con el mismo sosiego que había mostrado en todos los momentos de su vida
-Mi querida niña  -dijo Harthouse, y la señora Sparsit vio con placer que su brazo le rodeaba el talle-, ¿no queréis soportar mi compañía por un ratito?
-Aquí no.
-¿Dónde, entonces, Luisa?
-Aquí no.
-¡Es tan corto el tiempo de que disponemos para lo mucho que tenemos que hacer, he venido de tan lejos, te quiero tanto y estoy tan frenético! Jamás hubo enamorado tan leal a su dama y tan maltratado por ella como yo. Me parte el alma que me recibáis de esta manera tan fría, cuando esperaba encontrar la acogida luminosa vuestra, que ha sido como el sol que me ha vuelto a la vida.
-¿Hace falta que os repita que quiero estar a solas conmigo en este lugar?
-Pero necesitamos estar juntos, mi querida Luisa. ¿Dónde queréis que nos reunamos?
Ella y él tuvieron un sobresalto. También la que estaba escuchándolos tuvo un sobresalto de culpabilidad, porque le pareció que había entre los árboles otra persona al acecho. Sin embargo, no era sino la lluvia que empezaba a caer con fuerza y en grandes goterones.

¿Sobre quién empieza a llover?. El diluvio. Continúan las referencias bíblicas:

-¿Queréis que dentro de unos minutos me llegue yo a caballo hasta la casa, fingiendo creer inocentemente que el dueño está allí, y que recibirá un gran placer con mi visita?
-¡No!
-Vuestras órdenes, aunque crueles, llevan implícita mi obediencia; a pesar de ser el hombre más desdichado del mundo, creo que me mantuve insensible frente a todas las mujeres, para venir por último a caer rendido a los pies de la más hermosa, la más encantadora y la más imperiosa de todas ellas. Mi querida Luisa, no es posible que yo me marche, ni que os deje marchar, bajo la impresión de este duro exceso de vuestro dominio.
La señora Sparsit vio cómo retenía a la joven, rodeándole el talle con el brazo, y escuchó inmediatamente cómo al alcance de sus oídos anhelantes (los de la señora Sparsit) le decía cuán grande era su amor, y cómo era ella el premio por el que deseaba jugárselo todo en la vida. Todas las ambiciones que últimamente venía persiguiendo resultaban despreciables comparadas con ella; todo el éxito que tenía ya casi al alcance de la mano, él lo arrojaba lejos de sí como una cosa inmunda comparada con ella. Pero todo: sus ambiciones, si éstas servían para estar cerca de ella; o la renuncia a las mismas, si le obligaban a apartarse de ella, la fuga misma, si Luisa la compartía; el secreto, si ella lo exigía; cualquier cosa, o todo lo que el Destino le deparase, todo, absolutamente todo le era igual, con tal que Luisa le fuese fiel a él; Harthouse, el hombre que había visto cuán abandonada estaba ella; el hombre al que ella había inspirado desde su primer encuentro una admiración y un interés de que él mismo se juzgaba incapaz; el hombre al que ella había admitido en sus confidencias, que sentía abnegación y adoración por ella.
Con la precipitación en que estaba Luisa, entre el vendaval de su conciencia por dejarse arrastrar de sus pecaminosos deseos; el terror de verse descubierta.
Por último, Harthouse saltó la tapia y se alejó con su caballo, no supo ella fijamente en qué lugar ni cuándo se habían dado cita, fuera de haberles oído decir que sería aquella misma noche.
La señora Sparsit vio salir a Luisa del bosque y la vio también entrar en la casa. ¿Qué haría luego? Llovía ya a cántaros.
«¿Cómo? ¡He ahí a Luisa  que sale de la casa! Se ha echado a toda prisa el manto y la bufanda, y escapa furtivamente. ¡Se fuga! ¡Ha caído ya del último escalón y se la traga el abismo!»
Sin hacer caso de la lluvia, avanzando con paso rápido y decidido, Luisa tiró por un sendero paralelo al de los carruajes. La señora Sparsit la siguió, ocultándose entre la sombra de los árboles, aunque a corta distancia. La señora Sparsit sabía que de un instante a otro pasaría un tren para Coketown; de ahí dedujo que su primer punto de destino era esta ciudad.
Pocas precauciones se necesitaban para disfrazar a la señora Sparsit y hacer que no la conociese nadie, dado que iba coja y chorreando agua. El agua humedeció y apagó dos o tres faroles, y de este modo pudieron las dos mujeres ver mucho mejor el temblor y zigzagueo de los relámpagos a lo largo de los carriles del ferrocarril.
Luisa se ha metido en un vagón, la señora Sparsit se ha metido en otro; la pequeña estación es un puntito desierto en medio de la tormenta.
La señora Sparsit sentíase fabulosamente feliz, aunque le castañeteaban los dientes por efecto de la humedad y del frío. La figura de la mujer se había tirado al precipicio y la señora Sparsit se encontraba ahora como si estuviese cuidando el cadáver. ¿Podía hacer otra cosa sino regocijarse, ella, que se había mostrado tan activa en conseguir aquel triunfo fúnebre? «Por muy bueno que sea el caballo del señor Harthouse -se dijo para sus adentros la señora Sparsit-, llegará ella a Coketown mucho antes que él. ¿En dónde le esperará y a dónde se encaminarán juntos? ¡Paciencia! Ya lo sabremos.»
El tremendo aguacero que caía dio origen a una gran confusión en el momento de llegar el tren a su destino.

¿Qué es lo que quiere llevarse el agua?

Las alcantarillas y algunas tuberías habían reventado, el agua se había desbordado y las calles estaban inundadas. Lo primero que hizo la señora Sparsit al bajar del tren fue dirigir sus alocados ojos hacia los coches de alquiler, que se veían muy solicitados, porque pensaba: «Se meterá en uno y éste se alejará antes que yo pueda seguirlo en otro; aun a riesgo de que me atropellen, tengo que enterarme del número y de la dirección que da al cochero.»
Pero la señora Sparsit calculó mal. Luisa no se había metido en ningún coche, y, sin embargo, había desaparecido. Los ojos negros, fijos en el vagón de ferrocarril en que Luisa había viajado, descubrieron este hecho un segundo demasiado tarde. Al ver que, pasados algunos minutos, no se abrían las portezuelas del vagón, la señora Sparsit pasó y repasó por delante sin ver nada; entonces miró en el interior y lo encontró vacío. No le quedaba a la señora Sparsit otro recurso que romper en lágrimas de amargura y exclamar:
-¡La he perdido!
CAPITULO XII
EL DERRUMBE

¿Dónde está Lu? ¿Con quién?. El golpe es magistral. ¿Ya pensábais que había sucumbido?

Los basureros nacionales se habían desbandado momentáneamente, después de mantener entre ellos infinidad de pequeñas y ruidosas escaramuzas, y el señor Gradgrind se encontraba en su casa pasando las vacaciones.
Quizá su empeño principal estribaba en demostrar que el buen samaritano era un mal economista.
Se oían a lo lejos los retumbos del trueno, caía la lluvia como un diluvio, y en ese instante se abrió la puerta del cuarto del señor Gradgrind. Éste se ladeó para mirar por un lado de la lámpara que tenía encima de la mesa y vio con asombro a su hija mayor.
-¡Luisa!
-Padre, necesito hablaros.

Hay un capítulo principal (XV) en la primera parte que se titula Padre e hija. Este es el contrapunto:

A continuación se descubrió la cabeza, y dejando caer al desgaire el manto y la capucha, se quedó mirando a su padre, tan pálida, tan desmelenada, tan retadora y tan desesperada, que inspiró miedo al señor Gradgrind.
-¿Qué te pasa? Te conjuro, Luisa, a que me digas lo que te pasa.
Ella se dejó caer en una silla delante de su padre y apoyó la mano helada en su brazo.
-Padre, vos habéis sido quien me ha educado desde la cuna.
-Así es, Luisa.
-¡Maldita sea la hora en que nací para un destino semejante!
-¿Cómo pudisteis vos darme la vida y despojarme de todos los dones inapreciables que la distinguen de un estado de muerte consciente? ¿Dónde han quedado los adornos de mi alma? ¿Dónde los sentimientos de mi corazón? ¿Qué habéis hecho, padre mío, qué habéis hecho del jardín que debió florecer en mí en medio de la gran soledad de este mundo? -Luisa se golpeó con ambas manos el pecho-. Si hubiese estado aquí dentro ese jardín, tan sólo sus cenizas me habrían bastado para salvarme del vacío en que se hunde toda mi vida. No quise nunca decíroslo; pero ¿recordáis, padre, la última vez que vos y yo hablamos en esta habitación?
-Si hubiese encontrado en vos un poco de ayuda, esto que ahora sube a mis labios habría subido entonces a ellos. No os echo nada en cara. Lo que jamás cultivasteis en mí no lo habéis cultivado tampoco en voz mismo; pero si todo lo hubieseis hecho hace mucho tiempo, o si no os hubieseis cuidado de mí, ¡cuánto mejor y más dichosa sería yo hoy!
-Padre, si la última vez que estuvimos aquí de conversación hubieseis sabido lo que yo misma temía y contra lo que yo luchaba, porque mi principal tarea desde mi infancia ha sido luchar contra todos los impulsos que brotaban en mi corazón; si hubierais sabido que dentro del mío dormían sensibilidades, afectos, flaquezas, que, bien cultivadas, se habrían convertido en una fuerza y que contravienen todos los cálculos hechos por el hombre y escapan a sus fórmulas aritméticas igual que su Creador, ¿me habríais entregado a ese hombre al que ahora estoy bien segura de que odio?
- ¿Me habríais condenado jamás al frío y a la esterilidad, que me han endurecido el alma y me la han envenenado? ¿Me habríais despojado..., sin beneficio alguno para nadie, y únicamente para la mayor desolación de este mundo..., de la parte inmaterial de mi vida, de la primavera y el verano de mi ilusión, de lo que constituía mi refugio para esquivar lo que hay de sórdido y de malo en el mundo que me rodea, de lo que hubiera sido la escuela en que habría aprendido a ser más humilde y más cordial con los demás y a esforzarme por mejorarlos dentro de mi reducida esfera?
-Pues bien, padre; si yo hubiera sido ciega, si hubiese tenido que buscar mi camino a tientas, pero hubiese gozado de libertad, conociendo exactamente las  formas y superficies de las cosas, para ejercitar hasta cierto punto mi imaginación con respecto a ellas, hoy sería un millón de veces más sabia, más feliz, más cariñosa, más satisfecha, más inocente y humana en todos los aspectos que lo que soy, teniendo estos ojos míos para ver. Y ahora, escuchad lo que he venido a deciros.
-Crecí, padre mío, poseída de un hambre y de una sed que no se han visto apagadas ni un solo instante, con un ardiente impulso que me llevaba hacia alguna región en que las reglas, los números y las definiciones  no reinasen como señores absolutos; crecí, y cada pulgada de mi camino me costó una batalla.
-En esta contienda he llegado casi a expulsar y aplastar lo mejor de mí misma, convirtiéndolo de ángel en demonio. Las cosas que he aprendido me han dejado en la duda, en la incredulidad, en el desdén, lamentando haberlas aprendido; mi único y triste recurso ha sido pensar que la vida se pasa pronto y que nada en ella merece el dolor y la preocupación de una lucha.
-Me propusisteis un marido, y yo lo acepté. Jamás os fingí a vos ni a él que lo amaba. Sabía yo, y vos, padre, sabíais, como lo sabía él, que jamás sentí amor por Bounderby. No me era totalmente indiferente el casarme porque esperaba que de esa manera  podría ser agradable y útil a Tom. Fue lo mismo que una loca fuga hacia una irrealidad, y poco a poco he comprobado toda la locura de esa fuga. Pero la verdad es que Tom había sido el objeto de todas las pequeñas ternuras de mi vida; quizá lo fue porque yo sabía muy bien cuán digno de compasión era. Pero eso importa poco ahora, como no sea para disponer vuestro ánimo a que juzguéis con más benignidad sus errores.
Mirándole siempre fijamente a la cara siguió diciendo:
-Cuando estuve ya irrevocablemente casada, estalló de nuevo en mi interior mi vieja porfía, rebelándose contra el nuevo lazo; hiciéronla aún más furiosa todas aquellas causas de disparidad que surgen de nuestros dos caracteres individuales.
-No os lo echo en cara, padre, ni me quejo. He venido con otro propósito.

Me he visto en él y me ha sobrevenido el espanto. Si somos afines, ¿así soy? Vengo a contarte cómo ha crecido la semilla que sembraste:

-Padre, en estas condiciones, la casualidad puso en mi camino una nueva amistad, a un hombre que no se parecía a los que yo había conocido: mundano, alegre, cortés, de conversación fácil, sin fingimientos; a un hombre que confesaba el poco aprecio en que tenía las cosas que yo en secreto no me atrevía a despreciar; a un hombre que me dio casi en el acto la sensación..., yo no sé cómo ni por qué pasos graduales..., de que me comprendía y de que leía en mis pensamientos. No me pareció que él fuese peor que lo que yo era. Entre nosotros parecía existir una cercana afinidad. Lo único que me extrañó fue que se interesase tanto por mí un hombre que no se interesaba por nada en el mundo.
-No digo nada de las súplicas suyas para ganar mi confianza. Importa muy poco cómo la ganó. El hecho es, padre, que la ganó. Todo lo que vos sabéis de la historia de mi matrimonio lo supo él en detalle sin tardar mucho.
- No he hecho nada peor que lo que os cuento, no os he deshonrado. Pero si me preguntáis si he amado a ese hombre, o si le amo, os diré con franqueza, padre mío, que es posible que sí. Ni yo misma lo sé.
Luisa apartó de pronto sus manos de los hombros de su padre y las apretó sobre su costado, mientras que en su rostro, que parecía otro distinto, y en todo su cuerpo, erguido, resuelto a terminar en un último esfuerzo todo lo que tenía que decir, estallaban tumultuosamente los sentimientos largamente contenidos.
-Esta noche, en ausencia de mi esposo, tuvo una entrevista conmigo, y en ella me declaró su amor. En este mismo instante está esperándome; sólo así pude librarme de su presencia.
No sé si estoy arrepentida, no sé si estoy avergonzada, no sé si me siento rebajada en mi propia estimación. Todo lo que sé es que vuestra filosofía y vuestras enseñanzas no me salvarán. ¡Ahí tenéis, padre, a lo que me habéis traído! ¡Salvadme por algún otro medio!
El padre de Luisa cerró más sus brazos para impedir que su hija cayese desplomada; pero ella gritó con voz terrible:
- ¡Si seguís sosteniéndome, voy a morirme! ¡Dejadme caer al suelo!
Y su padre la dejó tendida en el suelo y vio a la que era el orgullo de su corazón y el triunfo de su sistema tendida a sus pies como un bulto insensible.



Dostoievsky: “Dickens me contó que todas las personas buenas y sencillas de sus novelas eran lo que él quisiera haber sido, y que todos sus malvados eran él mismo, o más bien lo que él encontraba dentro de sí; su crueldad, sus ataques de hostilidad sin motivo hacia aquellos que estaban indefensos y se dirigían a él en busca de consuelo, su rechazo hacia quienes debería amar… Había dos personas en él, me dijo” una que siente lo que debo sentir y otra que siente lo contrario; con la que siento lo contrario hago mis personajes malvados; con la que siente como un ser humano debe sentir trato de vivir mi vida”. AMM

miércoles, 5 de septiembre de 2012

La noche estrellada


Jan Vermeer – Briefleserin in Blau (Lesende Frau)
An der Rückwand hängt die gleiche Landkarte von Holland, die Vermeer Jahre zuvor auf seinem Bild “Der Soldat und das lachende Mädchen” bereits gemalt hatte. Die Ähnlichkeit des Motivs mit dem einige Jahre vorher entstandenen “Brieflesenden Mädchen am offenen Fenster”, das sich in der Dresdener Gemäldegalerie befindet, und die vermutete Identität der Dargestellten hat immer wieder dazu verleitet, qualitative Vergleiche zwischen beiden Bildern anzustellen. Das Amsterdamer Gemälde zeichnet sich durch eine farbliche Harmonie aus, die für die volle künstlerische Reife Vermeers typisch ist. Mit sehr klaren blauen und grauen Tönen wird eine deutliche Morgenstimmung entwickelt, während durch das Fenster des Dresdner Bilder der goldene Schimmer der Abendsonne fällt.
Van Gogh hatten es besonders die Farben des Bildes angetan, und er schrieb an Emile Bernard, die Palette dieses “unbekannten Malers” bestehe “ausZitronengelb, Perlgrau, Schwarz und Weiss”, und er wies auf das “unfehlbare Gefühl” des Malers hin. Dieses “unfehlbare Gefühl” für die Komposition kommt deutlich zum Ausdruck in den ganz einfachen Beziehungen der Gegenstände, in den perspektivischen Verhältnissen, die so beschaffen sind, dass jeder Gegenstand zugleich für sich allein und Teil des Ganzen wirkt.

Pasó unos seis meses en Dordrecht como empleado de una librería, y en mayo de 1877 se trasladó a Ámsterdam donde quiso hacerse teólogo. Tuvo que desistir y también abandonar sus deseos de entrar en una escuela metodista. Fue rechazado por no saber ni latín ni griego y su dificultad para hablar en público, aunque realmente el motivo era su falta de subordinación. Cada vez le era más difícil adaptarse a un cierto orden y someterse a alguien que le dirigiese.

Van Gogh's religious zeal grew until he felt he had found his true vocation. To support his effort to become a pastor, his family sent him to Amsterdam to study theology in May 1877, where he stayed with his uncle Jan van Gogh, a naval Vice Admiral. Vincent prepared for the entrance exam with his uncle Johannes Stricker; a respected theologian who published the first "Life of Jesus" in the Netherlands. Van Gogh failed the exam, and left his uncle Jan's house in July 1878. He then undertook, but failed, a three-month course at the Vlaamsche Opleidingsschool, a Protestant missionary school in Laeken, near Brussels.

The Spui is a popular destination for book-lovers, with a weekly book market on Fridays and a variety of bookstores on or near the square, including two shops dedicated to English-language literature (the American Book Center relocated to the Spui in October 2006). There is also a weekly art market on the Spui, every Sunday.
The Spui provides entry to the Begijnhof, a Medieval courtyard.
A small statue, Het Lieverdje ("The Little Darling"), stands on the square.The statue represents the youth of Amsterdam, always playing pranks yet with a heart of gold. He was a gift to the city from a cigarette company in 1960. In the 1960s, the Provo counterculture movement held weekly gatherings around the statue.
Also located at the Spui is the work of Lawrence Weiner, Een vertaling van de ene taal in de andere (A Translation from one language to another), three pairs of two stones placed against each other, located at different places of the square. Each pair presents the sentence in Dutch on one side, and on the other side in English, Arabic and Surinaams respectively.


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