viernes, 14 de junio de 2019

La novia

I
Eran cerca de las diez de la noche, y la luna llena alumbraba el jardín. En casa de los Shumm acababa de terminar el oficio religioso organizado por la abuela, Marfa Mijaílovna. Nadia, que había salido al jardín un instante, vio poner la mesa en la sala, donde se iba a servir la cena, y a su abuela, ataviada con un pomposo vestido de seda, trajinar de un lado para otro; el padre Andréi, arcipreste de la iglesia catedral, conversaba con Nina Ivánovna, madre de Nadia, que parecía incomprensiblemente joven a la luz de las lámparas; junto a ella estaba Andréi Andréich, hijo del arcipreste, escuchando con atención.
El ambiente en el jardín era apacible y fresco, y las sombras cubrían la tierra. Allá a lo lejos, quizá en las afueras de la ciudad, croaban las ranas. Se notaba el hálito del gentil mes de mayo. El aire penetraba profundamente en los pulmones; Nadia se sentía impulsada a pensar que no era allí, sino más cerca del cielo, por encima de los árboles, lejos de la ciudad, en los campos y en los bosques, donde bullía ahora la vida primaveral, misteriosa, bella, rica, sagrada, inaccesible al entendimiento del hombre, débil y pecador. Y le daban ganas de llorar.
Nadia tenía veintitrés años. Desde los dieciséis había soñado apasionadamente con el matrimonio, y ahora, ¡por fin, era ya novia de Andréi Andréich, el que se hallaba tras la ventana! Su prometido le gustaba, y la boda estaba fijada para el siete de julio; pero la chica no se sentía contenta: dormía mal por las noches y toda su alegría se había esfumado… Por la ventana del semisótano, donde se encontraba la cocina, oía el rumor de un presuroso ajetreo, ruido de cuchillos, portazos. Olía a pavo asado y a cerezas en compota. ¡Y a Nadia se le antojaba que toda la vida iba a ser así, sin cambios y sin fin!
Alguien salió de la casa y se detuvo en el porche. Era Aleksandr Timófeich o, sencillamente, Sasha, un huésped venido de Moscú diez o doce días antes. Hacía mucho tiempo, una pariente lejana, llamada Maria Petrovna, de noble ascendencia, pero empobrecida, solía visitar a la abuela de Nadia en busca de una limosna. Era viuda, pequeña, endeble, enfermiza. Tenía un hijo, Sasha, al que se atribuían grandes dotes de pintor y, al morir su madre, la abuela de Nadia decidió, en sufragio de su propia alma, hacer una obra de caridad con el chico enviándolo a la «Academia Komissarovskoie». A los dos o tres años, Sahsa pasó a la Escuela de Pintura y Arquitectura, en la que se graduó al cabo de casi tres lustros, a trancas y barrancas, como arquitecto, sin que llegara nunca a ejercer la profesión, pues trabajaba en una litografía moscovita. Casi todos los veranos venía a casa de la abuela de Nadia para descansar y reponerse, ya que solía llegar muy enfermo.
Llevaba chaqueta, un pantalón con el bajo pisoteado y camisa sin planchar y tenía un aspecto descuidado. Era flaco, de ojos grandes, dedos largos y huesudos, espesa barba y tez morena. Pese a su delgadez, poseía un semblante atractivo. Compenetrado con los Shumin, se sentía en aquella casa como en la suya propia. Hasta el cuarto donde vivía llevaba ya de antiguo el nombre de «cuarto de Sasha».
Al ver a Nadia se acercó a ella.
—¡Qué hermoso es esto! —le dijo.
—Claro que sí. Debiera usted quedarse hasta el otoño.
—Parece que así será. Creo que estaré con ustedes hasta septiembre. Dicho esto se echó a reír, sin motivo aparente, y se sentó junto a ella.
—Estoy mirando a mamá —dijo Nadia—. ¡Desde aquí parece muy joven! Mi madre, naturalmente, tiene sus flaquezas —añadió después de un breve silencio—; pero, no obstante, es una mujer extraordinaria.
—Buena sí que es… —concedió Sasha—: Ni que decir tiene, es bondadosa a su manera, pero…, no sé cómo decirle… Esta mañana temprano entré en la cocina y encontré a cuatro criadas durmiendo en el suelo, sin cama, un montón de andrajos en vez de colchón, pestilencia, chinches, cucarachas… Exactamente lo mismo que hace veinte años, sin la menor innovación. De la abuela no se puede pedir más; para eso es la abuela; pero su madre, que seguramente habla francés y que participa en las funciones benéficas… Bien podría comprender…
Cuando hablaba, Sasha alargaba ante sus interlocutores dos de sus largos y sarmentosos dedos. —
Por falta de costumbre —prosiguió—, todo se me antoja extraño aquí. ¡Nadie hace nada, diablo! Su mamá se pasa el día de paseo, como una duquesa; su abuela tampoco hace nada; usted, lo mismo, y su prometido, Andréi Andréich, también vive en la ociosidad.
Nadia había oído la misma cantilena el año anterior y acaso dos años antes; sabía que Sasha era incapaz de otros razonamientos; y esto, que antes la hacía reír, ahora la exasperaba.
—Todo eso es muy viejo y hace tiempo que me aburre oírlo —replicó levantándose—. Podía usted sacar algo nuevo.
Él se echó a reír, se levantó también, y ambos se encaminaron hacia la casa. Ella, alta, guapa, esbelta, parecía mucho más lozana y elegante al lado de Sasha. Dándose cuenta, tuvo compasión de él y hasta se sintió un poco violenta.
—Habla usted más de lo necesario —le reprochó—. Ahora mismo acaba de criticar a mi Andréi, a pesar de que no le conoce.
—Mi Andréi… ¡Que Dios ampare a su Andréi!
A mí lo que me da pena es la juventud de usted.
Cuando entraron en la sala, todos se disponían a cenar. La abuela, o como la llamaban en casa la «abuelita», muy gruesa, fea, de cejas hirsutas y bigote algo crecido, hablaba fuerte, y por su tono de voz y sus ademanes se notaba que era la que mandaba. Le pertenecían varias naves comerciales en el mercado y una casa de viejo estilo con columnata y jardín, no obstante lo cual, rezaba todas las mañanas pidiendo a Dios que la salvase de la ruina, y lo hacía llorando. Su nuera, Nina Ivánovna, madre de Nadia, rubia, muy entallada la cintura, calados los lentes y con brillantes en cada dedo; el padre Andréi, un vejete seco, desdentado, con expresión de ir a contar algo muy gracioso, y su hijo Andréi Andréich, prometido de Nadia, regordete y apuesto, de cabello ondulado y aire de actor o de pintor, hablaban de hipnotismo.
—En una semana te pones bien aquí —se dirigió la «abuelita» a Sasha—. Lo que hace falta es que comas más. ¡Hay que ver lo horrible que te has puesto! —suspiró—. Enteramente el hijo pródigo.
Después de despilfarrar los bienes de su padre —habló lentamente el arcipreste con ojos risueños—, se entregó, insensato, al pecado…
—¡Cuánto quiero yo a mi padre! —exclamó Andréi colocando la mano en el hombro de aquél—. Es un viejo simpático, un buenazo.
Todos callaron. De pronto, Sasha rompió a reír y trató de ahogar la risa llevándose la servilleta a la boca.
—¿De modo que no cree usted en el hipnotismo? —preguntó el padre Andréi a Nina Ivánovna. —
No puedo asegurar que crea —respondió ella, dando a su semblante una expresión seria y hasta severa—, pero he de reconocer que hay en la naturaleza muchas cosas enigmáticas e incomprensibles.
—En todo de acuerdo, aunque debo añadir, por mi parte, que la fe reduce en grado considerable el reino de lo misterioso.
Sirvieron un gran pavo muy grasoso. El clérigo y Nina Ivánovna prosiguieron su conversación. En los dedos de ella refulgían los brillantes; de pronto, asomaron lágrimas a sus ojos.
—Aunque no me atrevo a discutir con usted —dijo—, reconocerá que hay en la vida tantos enigmas sin resolver…
—No hay ni uno, se lo aseguro.
Terminada la cena, Andréi Andréich se puso a tocar el violín acompañado al piano por Nina Ivánovna. Se había graduado diez años antes en la facultad de filosofía de la universidad, pero no trabajaba en ninguna parte ni se le conocía ocupación determinada, y sólo de tarde en tarde participaba en algún concierto benéfico. No obstante, en la ciudad le tenían por un artista.
Mientras él tocaba, los demás escuchaban en silencio. El samovar hervía plácidamente sobre la mesa, y sólo Sasha tomaba té. Pasada ya la medianoche, se le rompió una cuerda al violín; todos se echaron a reír y, aprovechando el momento, se apresuraron a despedirse.
Después de acompañar a su novio, Nadia se retiró al piso de arriba, donde vivía con su madre (el de abajo estaba habitado por la abuela). En la sala de la planta inferior apagaban ya las luces, pero Sasha continuaba tomando té. Lo bebía siempre lentamente, a la manera moscovita, apurando siete u ocho vasos. Mucho después de haberse acostado, aún siguió Nadia oyendo a las criadas recoger la mesa y a la «abuelita» refunfuñar. Por fin se hizo el silencio, y sólo de cuando en cuando resonaba la bronca tos de Sasha en su habitación.
II
Cuando Nadia se despertó, debían de ser alrededor de las dos, pues comenzaba a amanecer [144] . En algún lugar lejano daba sus señales un sereno. Como no podía conciliar el sueño y el colchón era incómodo por demasiado blando, Nadia se sentó en la cama y, al igual que las restantes noches de mayo, se puso a pensar. Sus pensamientos fueron los mismos de la noche anterior, monótonos, vanos, persistentes; recordó cómo Andréi Andréich empezó a cortejarla, cómo le pidió relaciones, cómo aceptó ella y cómo fue tomando afecto, poco a poco, a aquel hombre bondadoso e inteligente; pero ahora, cuando no quedaba ya para la boda más que un mes, comenzaba a experimentar un temor y una inquietud incomprensibles, como si la esperase algo imprecisamente desagradable.
«Tac-tac, tac-tac… —sonaba, cansina, la matraca del sereno—. Tactac…».
Por la ancha y vieja ventana se veía el jardín; más allá florecían lilas, lánguidas de frío, y una blanca y espesa neblina, flotando sobre ellas, trataba de cubrirlas. En los lejanos árboles graznaban, soñolientos, los grajos.
—¡Dios mío! ¿Por qué sentiré tanta angustia?
Acaso también la experimentaran todas las novias poco antes de la boda. Pudiera ser. ¿O era la influencia de Sasha? Pero Sasha llevaba ya varios años diciendo lo mismo, como si le hubieran dado cuerda, y sus palabras resultaban ingenuas y extrañas. Y, sin embargo, ¿por qué no se le iba Sasha de la mente? ¿Por qué?
El sereno llevaba ya un buen rato sin tocar. Bajo la ventana y en el jardín trinaban los pájaros. Se había disipado la niebla, y el paisaje, iluminado por el sol de primavera, tenía un aspecto risueño y jovial. A poco tardar, todo el jardín, acariciado por los cálidos rayos solares, revivió; las gotas de rocío brillaron como diamantes sobre las hojas; y el viejo jardín, descuidado hacía tiempo, parecía lozano y engalanado aquella mañana.
Se despertó la «abuelita». Sasha tosió con su vozarrón de bajo. Se oyó servir el samovar y mover sillas en la planta inferior.
Las horas transcurrían lentamente. Nadia estaba ya harta de pasear por el jardín, y aún no se había acabado la mañana.
Apareció Nina Ivánovna con un vaso de agua mineral y ojos de haber llorado. Practicaba el espiritismo y la homeopatía, leía mucho y gustaba de conversar acerca de sus dudas, todo lo cual, a juicio de Nadia, debía encerrar un sentido profundo y misterioso. La joven besó a su madre y se puso a andar al paso de ella.
—¿Por qué has llorado? —le preguntó.
—Anoche comencé a leer una novela cuyos protagonistas son un padre y una hija. El padre trabaja en una oficina, y el jefe se enamora de la hija. No he terminado de leerla, pero hay un pasaje donde no es posible contener las lágrimas —explicó Nina Ivánovna, y se tomó un sorbo de agua del vaso—. Esta mañana, al acordarme, también me eché a llorar.
—Pues yo siento mucha tristeza todos estos días —dijo Nadia después de una pausa—. ¿Por qué no dormiré de noche?
—No lo sé, querida. Yo, cuando sufro de insomnio, cierro los ojos fuertemente, así, y me imagino a Anna Karénina, sus andares, su voz, o alguna cosa histórica, del mundo antiguo…
Nadia notó que su madre no la entendía ni podía entenderla. Fue la primera vez que lo advirtió en su vida, y se asustó de su descubrimiento, hasta el punto de querer ocultarse. Por ello, se retiró a su cuarto.
A las dos se pusieron a almorzar. Como era miércoles, día de vigilia, a la abuela le sirvieron borsch sin carne y sargo con kasha.
Para hacerla rabiar, Sasha comió su sopa con carne y el borsch viudo. Mientras duró el almuerzo estuvo bromeando, pero sus bromas resultaban empalagosas, recargadas de espíritu moralizador; y no hacía ninguna gracia verle, antes de soltar una agudeza, levantar sus largos dedos de muerto, como tampoco la hacía pensar que estaba muy enfermo y que, probablemente, su permanencia en el mundo no sería muy larga: daba lástima.
Después del almuerzo, la abuela se marchó a su habitación a descansar. Nina Ivánovna estuvo unos instantes tocando el piano y luego se retiró también.
—¡Ay, querida Nadia! —inició Sasha su habitual conversación de sobremesa—. ¡Si usted me hiciera caso!
Ella estaba sentada en un vetusto sillón, con los ojos cerrados, y él recorría el aposento, de rincón en rincón.
—¡Si fuera usted a estudiar! —iba diciendo—. Solamente las personas cultas y los santos son interesantes y necesarios. Cuanto mayor sea su número, tanto más pronto se instaurará el reino de Dios en la tierra. Entonces, poco a poco, no quedará piedra sobre piedra de vuestra ciudad; todo volará en mil pedazos y cambiará como por ensalmo. Surgirán aquí edificios soberbios y majestuosos, jardines encantadores, surtidores mágicos, hombres magníficos… Pero lo principal no es eso; lo principal es que la masa, en el mal sentido que ahora se da a la palabra, dejará de existir, puesto que cada cual tendrá fe y sabrá para qué vive, sin que ninguno haya de buscar apoyo en la masa. ¡Váyase a estudiar, paloma mía! Demuestre a todos que esta vida sedentaria, gris y pecadora ha terminado por hastiarla. Demuéstreselo, por lo menos, a sí misma.
—Imposible, Sasha. Voy a casarme.
—Pues no se case… ¿Qué necesidad hay de ello?
Salieron al jardín y dieron un paseo.
—Sea como fuere, querida —continuó Sasha—, hay que pensar y comprender hasta qué punto es impura e inmoral esta vida de ocio que llevan ustedes aquí. Hágase cargo de que si ni usted, ni su madre, ni su «abuelita» hacen nada, quiere decirse que alguien trabaja para ustedes, que ustedes chupan la sangre de otros seres. ¿No es esto inmoral y repulsivo?
Nadia quiso decir que sí, que lo comprendía, pero, a punto de romper en llanto, corrió a refugiarse en su cuarto.
Todas las tardes venía Andréi Andréich y, de ordinario, pasaba largo tiempo tocando el violín. Era poco locuaz y acaso amaba el violín porque mientras lo tocaba podía estar callado. Aquella noche, al despedirse, pasadas las diez, con el gabán puesto ya, abrazó a Nadia y le besó ansiosamente la cara, los hombros, los brazos.
—¡Amada mía, hermosa mía! —murmuró—. ¡Qué feliz soy! ¡Me vuelvo loco de alegría!
A ella le pareció haber oído estas palabras hacía tiempo, mucho tiempo, o haberlas leído en algún sitio… en una novela vieja, rota, abandonada…
En la sala, Sasha, sentado a la mesa, tomaba té sosteniendo el platillo con sus cinco dedos, largos y huesudos. La «abuelita» hacía solitarios, y Nina Ivánovna estaba leyendo. Chisporroteaba el pabilo de una mariposa. Todo respiraba quietud y bienestar. Nadia dio las buenas noches, se dirigió a su habitación, se acostó y se durmió en seguida. Pero, igual que la noche anterior, apenas apuntó el alba se desveló. Su angustioso desasosiego espiritual le impedía dormir. Sentada en su lecho, apoyando la cabeza en las rodillas, pensaba en su novio, en la boda… Por asociación instintiva, recordó que su madre no quería a su difunto esposo y que ahora, sin recurso alguno, vivía en total dependencia de su suegra, la «abuelita». Y aunque lo intentó repetidas veces, Nadia no logró explicarse por qué, hasta aquel momento, había atribuido a su madre cualidades excepcionales, extraordinarias, y no había visto en ella a una simple mujer desdichada.
Tampoco Sasha dormía. Desde abajo llegaba el bronco ruido de su tos. Nadia le tenía por un ingenuo extravagante, y notaba algo absurdo en sus sueños, en sus jardines admirables y en sus surtidores maravillosos; pero, sin saber por qué, le pareció tan hermosa aquella ingenuidad absurda, que le bastó la insinuación de la idea de irse a estudiar para que el corazón se le llenase de júbilo y contento.
—Más vale no pensar, más vale no pensar —murmuró para sí—. No debo pensar en eso.
«Tac-tac… Tac-tac», sonaba a lo lejos la matraca del sereno.



III
A mediados de junio, Sasha, aburrido, declaró que quería marcharse a Moscú.
—No puedo vivir aquí —decía con aire sombrío—. Ni agua corriente, ni alcantarillas para el desagüe… Da asco ponerse a comer, la cocina está imposible de sucia…
—Espera, hijo pródigo —trataba de persuadirle la abuela hablándole en voz queda, aunque no había motivo para ello—. ¡La boda es el día siete!
—No deseo quedarme.
—Pero ¿no pensabas vivir con nosotros hasta septiembre?
—Lo he pensado mejor. Necesito ponerme a trabajar.
Era un verano crudo; los árboles estaban mojados; el jardín tenía un aspecto lúgubre, desapacible; y, verdaderamente, daban ganas de trabajar. En las dos plantas de la casa sonaban voces femeninas, desconocidas; la máquina funcionaba sin cesar: estaban haciendo el ajuar para la novia. Según la abuela, los abrigos que llevaría Nadia eran seis, el más barato de los cuales costaba trescientos rublos. Aquel ajetreo excitaba a Sasha que, encerrado en su cuarto, se daba a los diablos. Sin embargo, le persuadieron para que se quedase hasta la boda, y dio palabra de no marcharse antes del uno de julio.
El tiempo pasaba volando. El día de san Pedro, después de almorzar, Andréi Andréich y Nadia fueron a la calle Moskóvskaia para echar el último vistazo a la casa alquilada desde hacía tiempo para el futuro matrimonio. Era de dos plantas, pero solamente la de arriba estaba amueblada, de momento. En la sala, de brillante suelo, imitación de parqué, había elegantes sillas de Viena, un piano de cola, un atril para tocar el violín. Olía a pintura. En la pared se veía un cuadro con marco dorado: una mujer desnuda y, junto a ella, un jarrón color lila con un asa rota.
—Es un lienzo magnífico —dijo Andréi Andréich con un suspiro de veneración—. Es de Shishmachevski.
Más adelante se hallaba el saloncito de estar: una mesa redonda, sillones tapizados de azul celeste y un sofá sobre el que pendía un gran retrato del padre Andréi con birrete y condecoraciones. Entraron luego en el comedor y en el dormitorio; en la penumbra había dos camas juntas; parecía que, al instalar el dormitorio, lo hicieron en la seguridad de que allí reinaría siempre el bienestar. Andréi Andréich conducía por las habitaciones a Nadia, llevándola cogida del talle. Ella se sentía débil, culpable de algo; odiaba las habitaciones, las camas, los sillones; y la vista de la mujer desnuda la cohibía. Notaba ya, sin lugar a dudas, que había dejado de amar a su novio o que quizá no le hubiera querido nunca. Pero no sabía cómo decirlo, ni a quién decirlo ni para qué, aunque pensaba en ello todos los días y todas las noches… Él la llevaba de la cintura; le hablaba cariñosamente, tímidamente; era tan dichoso paseando por su futuro hogar… Ella, en cambio, no veía en todo aquello más que vileza, una vileza estúpida, torpe, inaguantable; y el brazo de Andréi Andréich, que le rodeaba la cintura, se le antojaba duro y frío como un aro de hierro. Estaba dispuesta a huir, a llorar, a arrojarse por la ventana en cualquier momento. Andréi Andréich la condujo al cuarto de baño, apretó una palanca empotrada en la pared, y el agua comenzó a correr.
—¿Qué te parece? —sonrió el novio—. He mandado poner en la buhardilla un depósito de cien cubos, y tendremos siempre agua.
Atravesaron el patio, salieron a la calle y tomaron un coche. Densas nubes de polvo presagiaban una lluvia inminente.
—¿No tienes frío? —preguntó él, entornando los ojos a causa del polvo. Nadia no respondió. —
Ayer, según recordarás, Sasha me tachó de ocioso —dijo Andréi Andréich al cabo de un instante—. La verdad es que lleva razón. Más razón que un santo. No hago nada ni puedo hacerlo. ¿A qué se deberá eso, querida? ¿Por qué me repele hasta la idea de ponerme alguna vez una gorra con escarapela delante y de ir a una oficina? ¿Qué será lo que tanto me enerva al ver a un abogado, o a un profesor de latín, o a un miembro de la Diputación? ¡Oh, madre Rusia, madre Rusia, cuántos holgazanes inútiles sobrellevas todavía! ¡Cuántos como yo cabalgan sobre tus costillas, sufrida madre Rusia!
Andréi Andréich, haciendo de su ociosidad un fenómeno general, veía en ella un signo de la época.
—Cuando nos casemos —continuó diciendo—, nos iremos a un pueblo, amada mía, y trabajaremos. Compraremos una parcela de tierra con jardín, cerca de un río; y allí nos dedicaremos al trabajo y a la contemplación de la vida… ¡Qué bien vamos a estar!
Se quitó el sombrero, y el viento le agitó los cabellos. Nadia le escuchaba y pensaba: «¡Dios mío, qué ganas tengo de llegar a casa! ¡Dios mío!». Ya iban llegando cuando vieron al padre de Andréi.
—¡Ahí va mi padre! —se alegró el novio y le hizo señas con el sombrero —. ¡Hay que ver cómo le quiero! —dijo mientras pagaba al cochero—. Es un viejo magnífico, estupendo.
Nadia entró en su casa enojada, enferma de pensar que toda la tarde habría visitas, que ella tendría que hacer los honores de la casa, sonreír, escuchar el violín, oír mil bobadas y hablar tan sólo de la boda. La abuela, grave, pomposa con su traje de seda, llena del presuntuoso empaque de que siempre hacía gala ante los huéspedes, estaba sentada junto al samovar. Entró el padre de Andréi con su sonrisa pícara.
—Tengo el gusto y el dulce consuelo de verla a usted buena y sana —dijo a la abuela. Era difícil comprender si hablaba en broma o en serio.
IV
El viento azotaba las ventanas y el tejado; se oían silbidos, y el duende de la chimenea entonaba, lúgubre, su cantilena. Habían dado ya las doce de la noche. Aunque todo el mundo estaba ya acostado en la casa, nadie dormía, y a Nadia le parecía que abajo sonaba el violín. De pronto oyó un fuerte golpe, como si el viento hubiese arrancado un postigo. Poco después entró Nina Ivánovna en camisa, con una palmatoria en la mano.
—¿Qué ruido ha sido ése, Nadia?
La madre, con la cabellera recogida en una trenza y con su sonrisa medrosa, en aquella noche de tormenta, parecía más vieja, más fea, más baja. Nadia recordó que hasta poco tiempo antes había tenido a su madre por una mujer extraordinaria, cuyas palabras la llenaban de orgullo. Ahora, por el contrario, no podía ni siquiera acordarse de ellas. Todo cuanto le venía a la memoria era tan débil, tan vago…
En la estufa resonaron súbitamente varias voces de bajo e incluso pareció oírse una exclamación: «¡Oh Di-os mí-ooo!». Nadia se incorporó en la cama y, mesándose los cabellos con ambas manos, rompió en llanto.
—¡Madre, madre! —profirió entre sollozos—. ¡Si supieras, madre mía, lo que me ocurre! ¡Te ruego que me dejes marcharme de aquí, te lo suplico, te lo suplico!
—¿Adónde? —inquirió Nina Ivánovna extrañada, sentándose en la cama —.
¿Adónde piensas irte?
La hija lloró un buen rato sin poder pronunciar una sola palabra.
—Permíteme que me vaya de aquí —imploró, por fin—. ¡Esa boda no debe celebrarse y no se celebrará! No quiero a ese hombre, ¡compréndelo!, y no puedo ni hablar de él…
—No, hijita, no —replicó Nina Ivánovna presurosa y asustada—. Tranquilízate. Debes estar un poco nerviosa. Todo pasará. Son cosas inevitables. De fijo que habrás reñido con Andréi, pero ya se sabe: novios reñidos, mejor avenidos.
—¡Vete, madre, vete! —sollozó la joven.
—Es lo de siempre —dijo la madre un instante después—. Hace muy poco eras una niña, y ahora ya estás prometida. Hay en la naturaleza un cambio constante de sustancias. Sin percatarte siquiera, serás madre, te harás vieja y tendrás una hija tan rebelde como la que tengo yo…
—Madre querida —repuso Nadia—: tú eres tan desdichada como inteligente. ¡Eres muy desdichada! ¿Por qué, entonces, dices esas ruindades? ¿Por qué, Dios mío?
Nina Ivánovna quiso contestar algo, pero, incapaz de emitir una sola palabra, exhaló un sollozo y se marchó a su alcoba. Las voces de bajo retumbaron de nuevo en la estufa con pavoroso zumbido. Nadia saltó del lecho y corrió en busca de su madre. La encontró acostada, llorosa, cubierta con una colcha azul y con un libro en las manos.
—Escucha, mamá —profirió Nadia—. ¡Te suplico que pienses y comprendas! Date cuenta de lo miserable y humillante que es nuestra vida. Acabo de abrir los ojos, y ahora lo veo todo. ¿Qué es tu alabado Andréi Andréich? Un tonto de capirote, madre. ¡Dios mío! Compréndelo de una vez, mamá: ¡es un imbécil!
Nina Ivánovna se levantó, impulsiva, y se sentó en la cama.
—¡Tú y tu abuela me estáis martirizando! —sollozó—. ¡Yo quiero vivir, vivir! —repitió, golpeándose el pecho por dos veces con el puño—. ¡Dejadme libre! ¡Todavía soy joven, quiero vivir, y me habéis convertido en una vieja!
Llorando amargamente, volvió a tenderse y se encogió bajo la colcha, con lo que pareció minúscula, insignificante, estúpida. Nadia, de vuelta en su cuarto, se vistió y, sentándose al borde de la ventana, se puso a esperar el alba. Así, pensativa, pasó la noche entera. En el patio alguien golpeaba en el postigo sin cesar de silbar.
Por la mañana, la abuela se lamentaba diciendo que el viento había derribado todas las manzanas de los árboles y roto un viejo ciruelo. El tiempo era gris, brumoso, triste. Todos se quejaban del frío, y la lluvia azotaba las ventanas. Después de desayunar, Nadia entró en la habitación de Sasha y, sin pronunciar una sola palabra, se arrodilló en un rincón, junto a una butaca, y se cubrió el rostro con ambas manos.
—¿Qué sucede? —se interesó el joven.
—No puedo más… —profirió ella—. ¡No me cabe en la cabeza cómo he podido vivir aquí hasta ahora! Desprecio a mi novio, me desprecio a mí misma, desprecio toda esta vida ociosa y sin sentido.
—¿Cómo, cómo? —se extrañó Sasha, sin percatarse bien todavía de las palabras de Nadia—. No está mal eso… Me parece muy bien…
—Esta vida se me ha hecho odiosa —continuó la muchacha—. No aguantaré ni un día más. Me voy mañana mismo. ¡Lléveme con usted, por el amor de Dios!
Sasha la miró como pasmado. Por último, haciéndose cargo de todo, se alegró como un chiquillo: se puso a agitar los brazos y a zapatear en el suelo, como bailando de contento.
—¡Magnífico! —exclamaba, frotándose las manos—. ¡Qué bien, Dios mío!
Ella le contemplaba sin pestañear, con sus grandes ojos rebosantes de cariño, esperando, como hechizada, que él le dijera de un momento a otro algo importante, de enorme trascendencia. Y aunque no le dijo nada, a Nadia le parecía ver abrirse ante ella algo nuevo y grande, desconocido hasta entonces. Le miraba llena de esperanza, dispuesta a todo, incluso a morir.
—Yo me marcho mañana —dijo Sasha tras una breve meditación—. Usted irá a acompañarme a la estación… Su equipaje irá en mis maletas y de su billete me encargo yo. Cuando suene la tercera campanada, se mete usted en el tren y nos vamos juntos hasta Moscú. De allí a San Petersburgo irá usted sola. ¿Tiene documentación?
—Sí.
—Le juro que ni lo sentirá ni se arrepentirá —aseguró Sasha entusiasmado —. Estudiará usted, y será lo que el Destino quiera. Al cambiar de vida, cambiará todo. Lo importante es dar la vuelta, y lo demás es tontería. De manera que…, ¿nos vamos mañana?
—¡Sí, sí, por el amor de Dios!
Nadia creía estar muy alterada y sufrir una ansiedad espiritual como jamás había experimentado; se imaginaba que iba a atormentarse cavilando hasta el propio momento de su partida; mas apenas llegó a su habitación y se tendió en el lecho, la venció el sueño y durmió profundamente hasta la tarde, con una sonrisa dulce en el rostro, donde aún persistían las huellas del llanto.
V
Mandaron a por un coche. Nadia, con el sombrero y el abrigo puestos, subió a la planta superior para ver una vez más a su madre y echar una mirada de despedida a su cuarto. Después de permanecer un momento ante su cama, caliente aún, entró de puntillas en el dormitorio materno. Nina Ivánovna estaba dormida, y el aposento en silencio. Nadia besó a su madre, le recogió el cabello, estuvo contemplándola cosa de dos minutos y, sin apresurarse, bajó las escaleras.
Llovía con fuerza. El cochero, empapado hasta los huesos, esperaba en el zaguán.
—No vas a caber, Nadia —dijo la abuela cuando los criados se pusieron a cargar las maletas—. Y, además, ¡qué capricho salir con este tiempo endiablado! ¡Quédate en casa! ¿No ves cómo llueve?
Nadia quiso decir algo y no pudo. Sasha la acomodó en el coche y le cubrió las piernas con una manta, tras de lo cual se instaló él mismo, junto a ella.
—¡Buen viaje y que Dios te bendiga! —gritó la abuela desde el porche—. ¡Escribe desde Moscú, Sasha!
—¡Está bien, abuelita!
—¡Que la Reina de los Cielos vele por ti!
—¡Vaya un tiempecito! —murmuró Sasha.
La joven se echó a llorar. Ya estaba convencida de que se marcharía, cosa que no creía mientras se despedía de la abuela ni cuando miraba a su madre. ¡Adiós, ciudad natal! Acudieron en tropel a su memoria la figura de Andréi, la de su padre, el piso nuevo, la mujer desnuda y el jarrón; nada la asustaba ni la entristecía ya; todo era minúsculo e ingenuo y retrocedía más y más en el tiempo. Cuando subieron al tren y éste arrancó, todo el pasado, tan grande y trascendental, se redujo a un ovillo, mientras que el futuro, tan inadvertido hasta entonces, se extendía ante ella en toda su inmensidad. La lluvia repiqueteaba en las ventanas del vagón; sólo se veían los verdes campos; desfilaban, raudos, los postes del telégrafo y las aves posadas en los cables. Un súbito efluvio de alegría le cortó el aliento a Nadia: recordó que iba hacia la libertad, a estudiar, lo cual equivalía a lo que antaño llamaban «irse con los cosacos». La joven lloraba, reía y rezaba, todo a un tiempo.
—¡No es nada! —la tranquilizaba Sasha, sonriente—. ¡Todo irá bien!
VI
Pasó el otoño. Pasó el invierno. Nadia sentía ya una profunda nostalgia y cada día pensaba en su madre, en su abuela, en Sasha. Las cartas de la familia eran serenas, amables y, al parecer, todo estaba perdonado y olvidado. En mayo, después de examinarse, alegre y sana, la muchacha fue a su casa y por el camino se detuvo en Moscú para ver a Sasha. Le encontró como el año pasado: barbudo, revuelta la melena, con la misma chaqueta, los mismos pantalones y los mismos ojos hermosos; pero su aspecto era enfermizo, decaído; estaba más viejo y flaco, y seguía tosiendo. A Nadia le pareció gris y provinciano.
—¡Dios mío, si es Nadia! —exclamó alborozado y risueño—. ¡Querida Nadia, tesoro mío!
Permanecieron un rato en la litografía, llena de humo de tabaco y de un intenso olor a tintas y a pinturas. Después fueron al cuarto de Sasha. El suelo estaba plagado de escupitajos y el aire viciado de humo; sobre la mesa, junto al samovar frío, había un plato roto y un papel oscuro; y en las paredes y en el suelo abundaban las moscas muertas. Saltaba a la vista el desorden reinante en la vida de Sasha; se notaba que éste vivía al buen tuntún, despreciando todas las comodidades; y si alguien le hubiese hablado de su bienestar personal, de su vida privada, de amor hacia sí mismo, nuestro hombre no lo hubiera entendido y se hubiera echado a reír.
—Todo se arregló de la mejor manera —le refirió Nadia, apresuradamente —. Mi madre fue a verme a San Petersburgo el otoño pasado y me dijo que mi abuela no estaba enfadada; pero iba a menudo a mi habitación y hacía la señal de la cruz en las paredes.
Sasha tenía un aspecto jovial, pero tosía a menudo y hablaba con voz cascada. Nadia, al mirarle, no acertaba a adivinar si, en efecto, estaba enfermo de cuidado o era sólo una figuración de ella.
—¡Sasha, querido Sasha! —le dijo—. Está usted enfermo…
—No, no es nada. Estoy un poco delicado, pero no mucho.
—Pero, por Dios —se alteró ella—, ¿qué hace que no se cuida ni mira por su salud? Sasha, querido Sasha —murmuró con los ojos empañados por las lágrimas; y, sin explicárselo ella misma, surgió en su memoria la figura de Andréi Andréich, la mujer desnuda, el jarrón y todo su pasado, que ahora se le antojaba tan lejano como su niñez. Y lloró porque Sasha no le parecía ya tan moderno, tan inteligente ni tan interesante como el año anterior—. ¡Querido Sasha, se halla usted enfermo, muy enfermo! No sé lo que haría por no verle tan pálido y delgado. ¡Le debo tanto! ¡No puede imaginarse el favor que me ha hecho usted, querido Sasha! Hoy, realmente, es usted la persona a quien más cariño tengo.
Charlaron de mil cosas. Para Nadia, después de haber pasado un invierno en Petersburgo, las palabras de Sasha, su sonrisa y su figura toda tenían un aire caduco, trasnochado, vetusto y puede que hasta cadavérico.
—Pasado mañana me marcho al Volga —le notificó él—. Y luego iré a hacer un tratamiento con leche de yegua. Viene conmigo un matrimonio amigo. La mujer es una persona excelente. Yo no hago más que persuadirla para que vaya a estudiar. Quisiera que hiciese una revolución en su vida.
Después se marcharon a la estación. Sasha agasajó a Nadia con té y manzanas. Cuando arrancó el tren, él quedó sonriendo en el andén y agitando el pañuelo. Hasta en los pies se le notaba que estaba enfermo y que, probablemente, le quedaba poco tiempo de vida.
Nadia llegó a su ciudad natal a mediodía. Mientras iba de la estación a su casa, las calles le parecieron muy anchas, y las casas pequeñas y achatadas. No halló en su camino más que a un alemán afinador de pianos con un abrigo rojizo. Todos los edificios estaban como cubiertos de polvo. La abuela, muy vieja, igual de gorda y de fea que antes, abrazó a Nadia y lloró largamente con la cara apoyada en su hombro, sin poder apartarse. Nina Ivánovna, también mucho más vieja y fea, parecía haberse encogido, pero seguía manteniéndose estirada, y los brillantes refulgían en sus dedos.
—¡Querida mía! —sollozaba temblando de arriba abajo—. ¡Querida hija mía!
Luego estuvieron sentadas en silencio. Se advertía que la madre y la abuela consideraban el pasado perdido para siempre: ya no tenían ni posición en la sociedad, ni los honores de antes, ni el derecho a invitar huéspedes. Se hallaban en la situación que se produce cuando, en medio de una existencia despreocupada, se presenta de pronto la policía, practica un registro y viene a resultar que el dueño de la casa ha cometido fraudes y falsificaciones, y se acaba la existencia frívola y despreocupada.
Subió Nadia a la segunda planta y vio la misma cama, las mismas ventanas de blancas y sencillas cortinas y, por las ventanas, el mismo jardín soleado, alegre, lleno de ruidos. Palpó la mesa, se sentó, pensó unos instantes. Luego almorzó bien, tomó té con sabrosa y espesa nata; pero le faltaba algo; se notaba cierto vacío en las habitaciones, y los techos se le antojaban más bajos. Por la noche, cuando se acostó y se arropó, le pareció extraño aquel lecho tan abrigado y mullido.
Entró Nina Ivánovna y se sentó como quien tiene alguna culpa: tímidamente, recelosa.
—¿Qué tal, Nadia? —preguntó al cabo de un rato—. ¿Estás contenta? ¿Muy contenta?
—Mucho, mamá.
Nina Ivánovna se levantó y santiguó primero a Nadia y luego a las ventanas:
—Pues yo, como ves, me he vuelto religiosa. Ahora, ¿sabes?, me dedico a la filosofía y no hago más que pensar y pensar… Muchas cosas se han hecho, para mí, claras como el día. Ante todo, creo necesario que la vida pase como por un prisma.
—Dime, mamá, ¿qué tal la salud de la abuela?
—Pues no parece que vaya mal… Cuando te marchaste con Sasha y llegó tu telegrama, leerlo y caer desmayada fue todo uno. Tres días estuvo sin conocimiento. Después se pasaba el tiempo rezando y llorando. Pero ya se encuentra bien.
Dicho esto se levantó y dio un paseo por el cuarto.
«Tac-tac, tac-tac, tac-tac…», sonaba la matraca del sereno.
—Ante todo es necesario que la vida pase como a través de un prisma — repitió Nina Ivánovna—. Es decir, que la vida, en la conciencia, se descomponga en los elementos más simples, como en los siete colores fundamentales, y que cada elemento se estudie por separado.
Nadia se durmió y, por tanto, no oyó el resto del discurso de su madre ni se dio cuenta de cuándo se marchó.
Pasó mayo, y llegó junio. Nadia se había acostumbrado ya a la casa. La abuela, trajinando con el samovar, suspiraba profundamente. Nina Ivánovna volvía una y otra vez a su tema filosófico; seguía viviendo allí como de favor, y hasta cuando necesitaba unos céntimos tenía que pedírselos a la abuela. Había en la casa legiones de moscas. Los techos de las habitaciones parecían cada vez más bajos. La «abuelita» y Nina Ivánovna no salían a la calle por miedo a encontrarse con Andréi Andréich o con el padre Andréi. Nadie paseaba por el jardín y por la calle, contemplando los edificios y las vallas grises; le parecía que todo era viejo y caduco en la ciudad y que todo esperaba su fin o quizá el comienzo de algo joven y pujante. ¡Oh, si llegase pronto la nueva vida, la vida luminosa que permitiese mirar audazmente, cara a cara, al Destino, creerse en el terreno justo, ser alegre y libre! Aquella vida llegaría, más tarde o más temprano. Vendría una época en la que no quedaría ni rastro de la casa de la abuela, en la que todo el mundo se olvidaría de ella y en la que nadie se acordaría de aquella casa, donde las cuatro criadas no podían vivir sino en una sola habitación, en el sótano y entre inmundicias. La única distracción de Nadia eran los chicuelos del patio vecino: cuando ella paseaba por el jardín, los pequeños golpeaban la valla y, riendo, le hacían burla:
—¡La novia, la novia!
Recibió una carta de Sasha, procedente de Sarátov. Con sus revueltos garabatos anunciaba que el viaje por el Volga le había salido a las mil maravillas, pero en Sarátov se puso algo enfermo, perdió la voz y llevaba dos semanas encamado en el hospital.
Nadia comprendió lo que aquello significaba. Un presentimiento que era casi una sensación de seguridad se apoderó de ella. Sin embargo, le resultaba desagradable que aquel presagio y el recuerdo de Sasha no la emocionasen como en otros tiempos. Ansiaba vivir, quería regresar a San Petersburgo, y su conocimiento con Sasha le parecía ya una cosa que, aunque grata, pertenecía a un período remoto.
Pasó en vela la noche entera, y la mañana la sorprendió sentada junto a la ventana, con el oído atento. En efecto, abajo sonaban voces. La abuela, alterada, preguntaba algo aceleradamente. Luego, alguien rompió a llorar… Cuando Nadia descendió a la planta baja encontró a la abuela llorosa, rezando de pie en un rincón. Sobre la mesa había un telegrama.
La joven anduvo de un lado a otro de la habitación oyendo llorar a la abuela. Por último, recogió de la mesa el telegrama y lo leyó. Informaba que el día anterior, por la mañana, había fallecido, víctima de la tuberculosis. Aleksandr Timófeich o, sencillamente, Sasha.
Nina Ivánovna y la abuela fueron a la iglesia a encargar el funeral. Mientras tanto, Nadia recorría, pensativa, las habitaciones. Comprendía que en su vida se había producido la revolución que tanto ansiaba Sasha; que en aquella ciudad se encontraba sola, que era una extraña inútil, que allí todo era innecesario para ella, que su pasado no existía ya, que había desaparecido como devorado por el fuego y que sus cenizas habían sido aventadas, dispersándose en el aire. Penetrando en el cuarto de Sasha permaneció de pie un momento.
«¡Adiós, querido Sasha!», exclamó para sí, y ante ella se dibujó la vida nueva, de inmensos horizontes; y esta nueva existencia, imprecisa aún y llena de misterio, la seducía con poder hechicero.
Subió a su aposento y se puso a preparar el equipaje. A la mañana siguiente se despidió de todos los de la casa y, animada y contenta, abandonó la ciudad.
No pensaba volver.



“Le pedí a Elvira, que sabe tanto de Chejov, que me recomendara una de sus historias para leer en la clase de relato corto de los lunes, y ella sugirió sin vacilación La novia. El título en español es menos preciso que en la traducción inglesa que yo tenía a mano, The Fiancée, que alude exactamente a un elemento clave, la mujer que está comprometida para casarse. Se lee por primera vez todo seguido y el relato fluye con tanta naturalidad que parece carecer por completo de complicación o de misterio. Es probable que Chejov lo escribiera así, porque además estaba en la cima de su maestría, en 1903, cuando no le quedaba mucha vida. Pero qué deleite releerlo despacio, deteniéndose en cada detalle, en el modo en que el tiempo se hace más lento o se acelera, en la polifonía de sonidos que atraviesan la historia repitiéndose cada pocas páginas y logrando en un espacio tan breve la textura de una larga composición musical: las ranas de noche, el jaleo de los criados en la cocina, el chuzo de un sereno, la tos de alguien muy enfermo, las voces de niños que juegan en la calle y se burlan de la que estaba prometida para casarse y ya no. Es como acercarse a un cuadro de Velázquez o de Monet y darse cuenta de que los rostros o los contornos de cosas que se veían con tanta precisión a una cierta distancia son rápidas manchas de color. La lectura es una experiencia visual y sonora. Y cuanto más cuidadosamente se lee más se advierte en qué medida los efectos más sutiles se logran con una economía extrema. Nos fijamos en lo que dice Chejov y también en la enormidad de lo que no dice. A la protagonista la vemos entera delante de nosotros, pero al repasar el texto se descubre que lo único que sabemos de ella es que es alta y delgada, con un aire saludable,  y tiene 23 años. Pero nada existe de una manera permanente o invariable: las cosas, los paisajes, las caras, todo cambia según cambia la percepción de la heroína, Nadia, una de esas gallardas mujeres jóvenes de Chejov que de pronto deciden no resignarse a lo que se espera de ellas.”
Luz crítica; Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 1 de febrero de 2011]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Chrome - Handwriting/>Chrome - Handwriting