I
Eran las ocho de la mañana, la hora en que los oficiales, los funcionarios y los forasteros
solían bañarse en el mar, después de una noche calurosa y sofocante; luego se dirigían al
pabellón a tomarse un café o un té. Iván Andreich Laievski, un joven de veintiocho años,
enjuto, rubio, con la gorra del Ministerio de Hacienda y zapatillas, encontró en la playa a
muchos conocidos, entre ellos a su amigo el médico militar Samóilenko.
Con su gran cabeza rapada, sin cuello, colorado, narigudo, espesas cejas negras y
patillas llenas de canas, gordo, adiposo y, por si eso fuera poco, con ese vozarrón ronco y
marcial, el tal Samóilenko causaba una impresión desagradable a cada nuevo recién
llegado. A estos se les antojaba un tipo tosco y desabrido, aunque, después de tratarlo dos
o tres días, empezaban a encontrar su rostro extremadamente bondadoso, gentil y hasta
atractivo. A pesar de su aire desmañado y de su tono poco ceremonioso, era un hombre
pacífico, de una bondad desmesurada, afable y servicial. En la ciudad tuteaba a todo el
mundo, prestaba dinero a cualquiera, curaba, concertaba voluntades, reconciliaba,
organizaba meriendas campestres en las que asaban brochetas de cordero y preparaba una
deliciosa sopa de pescado; siempre andaba ocupándose de alguien, pidiendo favores, y
nunca le faltaban motivos para estar alegre. Según la opinión general, era un hombre
intachable, y sólo se le atribuían dos debilidades: la primera era que se avergonzaba de su
bondad y trataba de enmascararla con una mirada severa y una rudeza postiza; la segunda
consistía en su manía de que los enfermeros y los soldados le dieran el trato de excelencia,
cuando sólo era consejero de Estado
[15]
.
—Respóndeme a una pregunta, Aleksandr Davídich —dijo Laievski cuando, en
compañía de Samóilenko, se metió en el agua hasta los hombros—. Supongamos que te
enamoras de una mujer y tienes una relación con ella. Vivís juntos, pongamos, más de dos
años, y luego, como sucede a menudo, dejas de quererla y empiezas a considerarla una
extraña. ¿Cómo te comportarías en una situación de ese tipo?
—Muy sencillo. Largo de aquí, querida. Y se acabó la discusión.
—¡Eso es muy fácil decirlo! Pero ¿y si ella no tiene adónde ir? Es una mujer sola, sin
familia, sin un céntimo, incapaz de trabajar…
—¿Y qué? Se le dan quinientos rublos de una vez o se le entregan veinticinco cada
mes. Y asunto concluido. Es muy sencillo.
—Supongamos que dispones de esos quinientos rublos, y también de veinticinco cada
mes, pero la mujer de la que te estoy hablando es instruida y orgullosa. ¿
—Naturalmente, es complicado vivir con una mujer a la que ya no quieres —dijo
Samóilenko, mientras sacaba la arena que se le había metido en una bota—. Pero hay que
actuar con humanidad, Vania. Si me sucediera a mí, no le dejaría ver que he dejado de
quererla y seguiría viviendo con ella hasta la muerte —de pronto se avergonzó de sus
propias palabras y, dando marcha atrás, añadió—: En cualquier caso, a mí las mujeres me
importan un bledo. ¡Que se vayan al diablo!
Los amigos terminaron de vestirse y se dirigieron al pabellón. Allí Samóilenko se
sentía como en casa; hasta había un servicio especial para él. Cada mañana le llevaban una
bandeja con una taza de café, un vaso de agua con hielo —un vaso alto, de cristal tallado
— y una copa de coñac. Tomaba primero el coñac, luego el café caliente y por último el
agua con hielo, que debía de saberle a gloria porque, después de beberla, los ojos le
brillaban y, acariciándose las patillas con ambas manos, exclamaba, sin dejar de mirar el
mar:
—¡Qué vista tan asombrosa y sublime!
Después de una larga noche ocupada en pensamientos tristes e inútiles, que le
impedían dormir y parecían aumentar el bochorno y la penumbra, Laievski se sentía
destrozado y maltrecho. El baño y el café no habían mejorado su disposición.
—Sigamos con nuestra conversación, Aleksandr Davídich —dijo—. No voy a
ocultarte nada y te hablaré con toda franqueza, como corresponde a un amigo: mi relación
con Nadezhda Fiódorovna va mal… muy mal. Perdona que te confíe mis secretos, pero
necesito hablar con alguien.
Samóilenko, adivinando de lo que iban a hablar, bajó la vista y tamborileó con los
dedos en la mesa.
—He vivido dos años con ella y he dejado de quererla… —prosiguió Laievski—; o
mejor dicho, he comprendido que no la he amado nunca… Esos dos años han sido un
engaño —Laievski tenía la costumbre de examinarse atentamente las rosadas palmas de
las manos, morderse las uñas o estrujarse los puños de la camisa mientras hablaba. Y eso
era lo que estaba haciendo ahora—. Sé muy bien que no puedes ayudarme —dijo—, pero
te cuento estas cosas porque la única salvación de los hombres fracasados e inútiles
consiste en hablar. Debo dar un sentido general a cada uno de mis actos, encontrar una
explicación y una justificación de mi vida absurda en alguna teoría, en los modelos
literarios, en el hecho de que los nobles hemos degenerado o en otras cosas por estilo… La
pasada noche, por ejemplo, me consolé pensando todo el tiempo: «¡Ah, cuánta razón tiene
Tolstói! ¡Es despiadado, pero tiene toda la razón!». Y esas consideraciones me aliviaban.
En verdad, amigo, es un escritor soberbio, dígase lo que se diga.
Samóilenko, que nunca había leído a Tolstói, aunque todas las mañanas hacía
propósito de leerlo, se turbó y dijo:
—Sí, todos los escritores se imaginan lo que escriben; él, en cambio, lo saca de la
realidad…
—Dios mío —suspiró Laievski—, ¡hasta qué punto nos ha desfigurado la civilización!
Me enamoro de una mujer casada, y ella de mí… Al principio vinieron los besos, las
tardes tranquilas, los juramentos, las referencias a Spencer, los ideales, los intereses
comunes… ¡Qué mentira! En realidad, huíamos de su marido, pero nos engañábamos
diciéndonos que estábamos huyendo del vacío de nuestras vidas ociosas. Nos
representábamos así nuestro futuro: iríamos al Cáucaso y, mientras nos familiarizábamos
con el lugar y la gente, yo me pondría el uniforme de funcionario y trabajaría; luego,
adquiriríamos una parcela de tierra, la labraríamos con nuestro sudor, plantaríamos un
viñedo, cultivaríamos los campos, etcétera. Si en mi lugar hubieras estado tú o ese
zoólogo, von Koren, probablemente habrías vivido con Nadezhda Fiódorovna treinta años
y habríais dejado a vuestros herederos un rico viñedo y mil desiatinas
[16] de maizales; yo,
en cambio, me he sentido descorazonado desde el primer día. Si se queda uno en la ciudad
le agobia el calor insoportable, el aburrimiento, la escasez de gente, y si sale al campo, se
figura que debajo de cada arbusto o cada piedra hay una serpiente, un escorpión o un
falangio. Y más allá del campo, montañas y desiertos. Gente extraña, naturaleza extraña,
ignorancia: todo eso, amigo mío, no es tan fácil como pasear por la avenida Nevski, bien
abrigado, llevando del brazo a Nadezhda Fiódorovna y soñando con regiones cálidas. En
este lugar hay que luchar a muerte, y ya ves qué clase de combatiente soy yo. Un
neurasténico digno de lástima, un señorito… Desde el primer día comprendí que esas
ideas mías sobre una vida dedicada al trabajo, al cultivo de un viñedo, no valían un
comino. Y, en lo que respecta al amor, debo confesar que vivir con una mujer que ha leído
a Spencer y se ha venido contigo al fin del mundo, resulta tan aburrido como pasar tus
días con una Anfisa o una Akulina cualquiera. El mismo olor a plancha, a polvos y a
medicinas, los mismos rizadores cada mañana y el mismo autoengaño…
—Un hogar no puede pasarse sin plancha —dijo Samóilenko, que se había ruborizado
al oír la desenvoltura con que su amigo hablaba de una señora a la que conocía—. Ya me
he dado cuenta, Vania, de que hoy no estás de buen humor. Nadezhda Fiódorovna es una
mujer hermosa, cultivada, y tú eres un hombre inteligentísimo… Ya sé que no estáis
casados —prosiguió Samóilenko, echando un vistazo a las mesas vecinas—, pero no es
culpa vuestra y además… hay que dejarse de prejuicios y estar a la altura de las ideas
modernas. Yo soy partidario del matrimonio civil, desde luego… Pero, en mi opinión,
cuando uno se une a otra persona, hay que quedarse a su lado hasta la muerte.
—¿Aunque no haya amor?
—Voy a contarte una cosa —dijo Samóilenko—. Hará cosa de ocho o nueve años
teníamos aquí como agente comercial a un viejecito más listo que el hambre, que solía
decir lo siguiente: «En la vida familiar, lo más importante es la paciencia». ¿Lo oyes,
Vania? No el amor, sino la paciencia. El amor no puede durar mucho. Has estado
enamorado un par de años; ahora, por lo visto, tu vida conyugal ha entrado en un período
en que, para mantener el equilibrio, por decirlo así, tendrás que poner en juego toda tu
paciencia…
—Tú puedes creer a ese viejo agente, pero a mí su consejo me parece absurdo. Tu
vejestorio era capaz de fingir, de ejercitar la paciencia y, en consecuencia, de considerar a
una persona a la que no amaba como un objeto indispensable para sus ejercicios, pero yo
todavía no he caído tan bajo. Si alguna vez me entran ganas de ejercitar la paciencia, me
compraré unas pesas de gimnasia o un caballo testarudo, pero a las personas las dejaré en
paz.
Samóilenko pidió vino blanco con hielo. Después de beberse un vaso, Laievski
preguntó de pronto:
—Dime, por favor, ¿qué significa reblandecimiento del cerebro?
—Pues, cómo te lo explico… Es una enfermedad en que el cerebro se ablanda… es
como si se licuara.
—¿Tiene cura?
—Sí, si se coge a tiempo. Duchas frías, emplastos… Algún medicamento de uso
interno.
—Ah… Pues ya ves a qué situación he llegado. No puedo vivir con ella: es superior a
mis fuerzas. Mientras estoy contigo, puedo filosofar y sonreír, pero en casa se me viene el
mundo encima. Me siento tan deprimido que, si alguien me dijese, pongamos, que estoy
obligado a vivir con ella un mes más, creo que me alojaría una bala en la sien. Y al mismo
tiempo no puedo dejarla. Está sola, es incapaz de trabajar, ninguno de los dos tiene
dinero… ¿Dónde iba a meterse? ¿Quién la acogería? No consigo encontrar una solución…
Bueno, dime tú: ¿qué puedo hacer?
—Hum… —mugió Samóilenko, sin saber qué responder—. ¿Ella te quiere?
—Sí, me quiere, en la medida en que a sus años y con su temperamento necesita a un
hombre. Le sería tan duro separarse de mí como de sus polvos o de los rizadores. Soy un
elemento indispensable de su tocador.
Samóilenko se turbó.
—Hoy no estás de buen humor, Vania —dijo—. Se ve que has dormido mal.
—Sí, he dormido mal… En general, amigo, me siento fatal. La cabeza vacía, el
corazón helado y esa debilidad… ¡Tengo que huir!
—¿Adónde?
—Al norte. Donde haya pinos, setas, gente, ideas… Daría la mitad de mi vida por estar
ahora en algún lugar de la provincia de Moscú o de Tula, bañarme en un riachuelo,
tiritando de frío, y luego pasear dos o tres horas con el último de los estudiantes, charlando
sin parar… ¡Y cómo huele el heno! ¿Te acuerdas? Y al atardecer, cuando vaga uno por el
jardín, llegan desde la casa los acordes de un piano y se oye el ruido de un tren…
Laievski se reía de placer, algunas lágrimas asomaron a sus ojos; para ocultarlas, se
inclinó hacia la mesa vecina, sin levantarse, para coger unas cerillas.
—Yo llevo ya fuera de Rusia dieciocho años —dijo Samóilenko—. Hasta me he
olvidado de cómo es. En mi opinión, no existe lugar más maravilloso que el Cáucaso
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.
—Hay un cuadro de Verschaguin que representa a varios condenados a muerte que
languidecen en el fondo de un pozo profundísimo. Pues tu maravilloso Cáucaso a mí se
me antoja un pozo de ese tipo. Si me dieran a elegir entre estas dos posibilidades, trabajar
como deshollinador en San Petersburgo o vivir aquí como un príncipe, elegiría lo primero.
Laievski se quedó pensativo. Al mirar su cuerpo encorvado, sus ojos fijos en un punto,
su cara pálida y sudorosa, sus sienes hundidas, sus uñas mordisqueadas y la zapatilla, por
la que asomaba un calcetín mal zurcido a la altura del talón, Samóilenko sintió compasión
y, quizá porque le recordaba a un niño indefenso, le preguntó:
—¿Vive tu madre?
—Sí, pero no nos hablamos. No ha podido perdonarme esta relación.
Samóilenko le había cogido cariño a su amigo. Veía en Laievski a un buen muchacho,
un estudiante, un tipo campechano con el que se podía beber, pasar un buen rato, hablar
con el corazón en la mano. Los rasgos de ese joven que le resultaban comprensibles no le
gustaban nada. Laievski bebía en demasía y a destiempo, jugaba a las cartas, despreciaba
su trabajo, vivía por encima de sus medios, empleaba con frecuencia en su conversación
expresiones indecorosas, salía a la calle en zapatillas y discutía con Nadezhda Fiódorovna
en presencia de extraños: todo eso desagradaba a Samóilenko. Por otro lado, Laievski
había estudiado en la Facultad de Filosofía, estaba suscrito a dos voluminosas revistas,
solía hacer comentarios tan profundos que pocos lo entendían, vivía con una mujer
instruida: todo eso le resultaba incomprensible a Samóilenko, pero le gustaba; de hecho,
consideraba a Laievski superior a él y lo respetaba.
—Otro detalle más —dijo Laievski, sacudiendo la cabeza—. Pero que quede entre
nosotros. Todavía no le he comentado nada a Nadezhda Fiódorovna, así que no digas nada
en su presencia… Hace tres días recibí una carta en la que se me informaba de que su
marido había muerto de un reblandecimiento del cerebro.
—Que Dios lo acoja en su gloria —suspiró Samóilenko—. ¿Y por qué se lo ocultas?
—Enseñarle esa carta sería como decirle: «Vamos a la iglesia a casarnos». Antes hay
que aclarar nuestras relaciones. Y, una vez que se convenza de que no podemos seguir
viviendo juntos, le mostraré la carta. Entonces no habrá ningún peligro.
—¿Sabes una cosa, Vania? —dijo Samóilenko, y su rostro de pronto adoptó una
expresión triste y suplicante, como si se dispusiera a pedir un dulce y temiera que se lo
negaran—. ¡Cásate, amigo mío!
—¿Por qué?
—¡Cumple con tu deber ante esa mujer maravillosa! Su marido ha muerto, de modo
que la misma providencia te está señalando lo que tienes que hacer.
—Pero ¿no entiendes, alma de cántaro, que eso no es posible? Casarse sin amor es
algo tan abominable e indigno de un hombre como oficiar una misa sin creer en Dios.
—Pero ¡es tu obligación!
—¿Por qué? —preguntó Laievski con enfado.
—Porque se la arrebataste a su marido y la tomaste bajo tu protección.
—Pero si te lo estoy diciendo bien clarito: ¡he dejado de quererla!
—Bueno, pues si no hay amor, respétala, cuídala…
—Respétala, cuídala… —lo remedó Laievski—. Ni que fuera la madre superiora…
Eres un mal psicólogo y fisiólogo si piensas que, para convivir con una mujer, basta con
circasianos eran un pueblo honrado y hospitalario. «Es raro que a Laievski no le guste el
Cáucaso —cavilaba—. Muy raro». Cinco soldados con fusiles se cruzaron con él y le
hicieron el saludo. Por la acera de la derecha pasó la mujer de un funcionario con su hijo,
estudiante de bachillerato.
—¡Buenos días, Maria Konstantínovna! —le gritó Samóilenko, con una afable sonrisa
—. ¿Ha ido a bañarse? Ja, ja, ja… ¡Saludos a Nikodim Aleksándrich!
Y siguió su camino, sin dejar de sonreír alegremente; no obstante, cuando vio venir a
su encuentro a un practicante militar, frunció el ceño, lo detuvo y le preguntó:
—¿Hay alguien en la enfermería?
—Nadie, excelencia.
—¿Qué?
—Nadie, excelencia.
—Bien, puedes irte…
Balanceándose majestuosamente, se dirigió al quiosco de las limonadas, atendido por
una anciana judía de prominente pecho, que se hacía pasar por georgiana, y le dijo en voz
alta, como si estuviera dando órdenes a un regimiento:
—¡Haga el favor de darme un vaso de soda!
II La falta de cariño de Laievski por Nadezhda Fiódorovna se manifestaba ante todo en el hecho de que, dijese ella lo que dijese e hiciese lo que hiciese, a él le parecía una mentira o algo semejante a una mentira, y consideraba que todo lo que leía contra las mujeres y el amor podía aplicarse a las mil maravillas a Nadezhda Fiódorovna, su marido y él mismo. Cuando regresó a casa, ella ya estaba vestida y peinada, y se había sentado junto a la ventana, donde tomaba café y hojeaba un número de una voluminosa revista con cara de preocupación. Laievski pensó que tomar un café no era un acontecimiento tan notable como para poner cara de preocupación y que no valía la pena que perdiese el tiempo peinándose a la moda, ya que en un lugar como ese no había nadie a quien seducir. Y en la revista vio también una mentira. Pensó que se vestía y se peinaba para parecer hermosa y que leía para parecer inteligente. —¿Te importa que vaya hoy a bañarme? —preguntó ella. —¿Y por qué no? Vayas o no vayas, no creo que se hunda la Tierra. —Te lo pregunto porque no me gustaría que se enfadara el médico. —Bueno, pues pregúntaselo a él. Yo no soy médico. Esta vez lo que más desagradó a Laievski de Nadezhda Fiódorovna fue el cuello blanco, descubierto, y los tirabuzones sobre la nuca. Recordó que, cuando Anna Karénina dejó de querer a su marido, lo que más le molestaban eran sus orejas, y se dijo: «¡Qué verdad! ¡Qué verdad!». Vencido por la debilidad, la cabeza vacía, se retiró a su despacho, se tumbó en el sofá y se cubrió la cara con un pañuelo para que no le molestaran las moscas. Pensamientos desganados e indolentes, siempre los mismos, se arrastraban por su cabeza como una larga caravana en una desapacible tarde otoñal, hasta que acabó cayendo en un estado de somnolencia y abatimiento. Se sentía culpable ante Nadezhda Fiódorovna y ante su marido, de cuya muerte se acusaba. Se sentía culpable ante su propia vida, que había malgastado, ante el mundo de los ideales elevados, de la ciencia y del trabajo, y ese mundo maravilloso le parecía posible y real, pero no allí, a la orilla del mar, donde vagaban turcos hambrientos y perezosos abjasios, sino en el norte, donde había ópera, teatros, periódicos y actividades culturales de todo tipo. Sólo en el norte los hombres podían ser honrados, inteligentes, elevados y puros. Se acusaba de no tener ideales ni una idea conductora en la vida, aunque sólo entendía de una manera vaga lo que quería decir con eso. Dos años antes, cuando se enamoró de Nadezhda Fiódorovna, creía que bastaría con marcharse al Cáucaso en su compañía para escapar de la vulgaridad y la vacuidad de la vida; ahora, en cambio, estaba convencido de que bastaría con abandonar a Nadezhda Fiódorovna y volver a San Petersburgo para alcanzar todo lo que anhelaba. —¡Tengo que escapar! —murmuró, sentándose y mordiéndose las uñas—. ¡Tengo que escapar! Se imagino subiendo a un vapor, donde desayunaba, bebía cerveza fría, charlaba en cubierta con algunas señoras; luego, en Sebastopol, tomaría el tren y partiría. ¡Hola, libertad! Las estaciones pasaban una tras otra, el aire se volvía cada vez más frío y recio, surgían los abedules y los abetos, pasaba por Kursk y por Moscú… En las cantinas servían sopa de verdura, cordero con gachas, esturión, cerveza; en resumidas cuentas, ya no estaría en Asia, sino en Rusia, la auténtica Rusia. Los pasajeros del tren hablarían de negocios, de cantantes nuevos, de las simpatías franco-rusas; por todas partes bulliría una vida animada, culta, intelectual, vigorosa… ¡Rápido, rápido! Ya llega, por fin, a la avenida Nevski, a la Bolsháia Morskaia; allí está el callejón Kovenski, donde vivió en tiempos con otros estudiantes; ya vislumbra el cielo amable y grisáceo, la llovizna helada, los cocheros mojados… —¡Iván Andreich! —lo llamó alguien desde la habitación vecina—. ¿Está usted en casa? —¡Estoy aquí! —respondió Laievski—. ¿Qué quiere? —¡Los papeles! Laievski se incorporó con indolencia y, medio mareado, arrastrando las zapatillas y sin dejar de bostezar, se dirigió a la habitación contigua, se acercó a la ventana abierta y vio en la calle a uno de sus jóvenes compañero de trabajo, que estaba depositando unos documentos oficiales en el alféizar. —Ya voy, amigo —dijo Laiesvki con voz amable, y fue a buscar el tintero; una vez de vuelta, firmó los documentos sin leerlos y dijo—: ¡Qué calor! —Sí, señor. ¿Va a ir usted hoy a la oficina? —No lo sé… No me encuentro bien… Dígale a Sheshkovski que después de comer pasaré a verlo. El funcionario se marchó. Laievski se tumbó de nuevo en el sofá y se puso a pensar: «Así pues, hay que sopesar todas las circunstancias y tomar una decisión. Antes de abandonar este lugar tengo que pagar las deudas. Debo cerca de dos mil rublos. Y el caso es que no tengo dinero… Claro que eso no tiene importancia: de algún modo me las arreglaré para pagar una parte ahora y el resto lo mandaré después desde San Petersburgo. Lo principal es Nadezhda Fiódorovna… Ante todo hay que aclarar nuestras relaciones… Sí». Al cabo de un rato se le ocurrió que tal vez no fuera mala idea ir a ver a Samóilenko y pedirle consejo. «Puedo ir —pensó—, pero ¿de qué me va a valer? Volveré a hablarle, sin venir a cuento, del tocador, de las mujeres, de lo que es noble e innoble. ¿De qué diablos pueden valerme esos discursos sobre lo noble y lo innoble cuando se trata de salvar mi vida lo antes posible, cuando me estoy ahogando en esta maldita prisión, cuando yo mismo me estoy dando muerte? En suma, debo meterme en la cabeza que seguir llevando esta existencia es una bajeza y una crueldad, ante lo cual todo lo demás se vuelve insignificante y baladí». —¡Tengo que escapar! —murmuró, mientras se incorporaba—. ¡Tengo que escapar! La orilla desierta del mar, el calor implacable y la monotonía de las montañas brumosas y lilas, siempre idénticas y silenciosas, siempre solitarias, le llenaban de pesar y, según creía, lo adormecían y le dejaban la cabeza en blanco. Quizá fuese un hombre de talento, muy inteligente y honrado; quizá, si no lo rodearan por todas partes el mar y las montañas, podría convertirse en un magnífico representante de la asamblea local, en un hombre de Estado, en un orador, en un publicista, en un héroe. ¡Quién sabe! Si un hombre dotado y útil, por ejemplo un músico o un pintor, para escapar de su cautiverio derribase el muro de su prisión y engañase a sus carceleros, ¿no sería estúpido discutir si se trataba de un acto noble o innoble? En una coyuntura como la de ese hombre, todo era noble. A las dos Laievski y Nadezhda Fiódorovna se sentaron a comer. Cuando la cocinera les sirvió sopa de arroz con tomate, Laievski comentó: —Cada día lo mismo. ¿Por qué no prepara sopa de repollo? —Porque no hay repollo. —Qué raro. En casa de Samóilenko preparan sopa de repollo y en la de Maria Konstantínovna también; sólo yo estoy obligado a comer este bodrio dulzón. Debe de haber otra explicación, querida. Como sucede en la inmensa mayoría de las parejas, al principio no había almuerzo en que no se produjera alguna escena o en que uno de los dos no diera rienda suelta a sus caprichos, pero, desde que Laievski decidió que había dejado de quererla, se esforzaba por ceder en todo, le hablaba en tono cortés y respetuoso, sonreía, la trataba con cariño. —Esta sopa sabe a regaliz —dijo con una sonrisa; hacía cuanto podía por mostrarse amable, pero no pudo contenerse y acabó diciendo—: En esta casa todo está manga por hombro… Si estás tan enferma o tan interesada en la lectura, deja que me ocupe yo de la cocina. Antes ella le habría respondido: «Vale» o: «Ya veo que quieres hacer de mí una cocinera», pero ahora se limitó a mirarlo con timidez y se ruborizó. —¿Cómo te sientes hoy? —preguntó Laievski con voz cariñosa. —Bastante bien. Sólo un poco débil. —Hay que cuidarse, querida. Me tienes muy preocupado. Nadezhda Fiódorovna padecía cierta enfermedad. Samóilenko decía que tenía fiebre intermitente y le recetaba quinina; otro médico, Ustimóvich, hombre alto, enjuto, arisco, que se pasaba el día metido en casa y por la tarde paseaba en silencio por la orilla, sin dejar de toser, las manos atrás y el bastón a lo largo de la espalda, consideraba que tenía una dolencia femenina y le prescribía compresas calientes. Antes, cuando Laievski la quería, la enfermedad de Nadezhda Fiódorovna suscitaba en él compasión y miedo; ahora, en cambio, se le antojaba una mera mentira. El rostro amarillo y soñoliento, la mirada vidriosa y sus continuos bostezos después de los accesos de fiebre, así como el hecho de que durante los ataques estuviese tumbada bajo una manta, más parecida a un niño que a una mujer, y que en su habitación el ambiente fuera sofocante y oliera mal, destruían, a su parecer, la ilusión y constituían una protesta contra el amor y el matrimonio. De segundo le sirvieron espinacas con huevos duros, y a Nadezhda Fiódorovna, como estaba enferma, gelatina de frutas con leche. Cuando ella, con cara de preocupación, se puso a tocar la gelatina con la cuchara y luego empezó a comérsela con desidia, sorbiendo la leche, el ruido que hacía al tragar despertó en él un odio tan profundo que hasta le entraron picores. Era consciente de que sería ofensivo albergar un sentimiento semejante hasta por un perro, pero no se enfadó consigo mismo, sino con Nadezhda Fiódorovna, que había suscitado en él esa reacción, y comprendió por qué a veces los hombres matan a sus amantes. Él no llegaría a esos extremos, desde luego, pero, si en ese momento hubiera formado parte de un jurado, habría absuelto al asesino. —Merci, querida —dijo después de la comida y besó a Nadezhda Fiódorovna en la frente. Una vez en su despacho, pasó unos cinco minutos yendo de un rincón a otro y mirándose las botas de reojo; luego se sentó en el sofá y farfulló: —¡Escapar! ¡Escapar! Tengo que aclarar nuestras relaciones y marcharme. Se tumbó en el sofá y de nuevo le dio por pensar que quizá el marido de Nadezhda Fiódorovna había muerto por su culpa. «Es estúpido acusar a una persona de haber amado o de haber dejado de amar — trataba de convencerse, levantando los pies para ponerse las botas—. El amor y el odio no dependen de nuestra voluntad. En lo que respecta a su marido, puede que yo haya sido una de las causas indirectas de su muerte, pero, una vez más, ¿acaso tengo yo la culpa de haberme enamorado de su mujer y ella de mí?». Luego se puso en pie, buscó la gorra y se dirigió a casa de su colega Sheshkovski, donde se reunían a diario varios funcionarios para jugar a las cartas y beber cerveza fría. «Soy tan indeciso como Hamlet —iba pensando Laievski por el camino—. ¡Cuánta razón tenía Shakespeare! ¡Ah, cuánta razón!».
III Para no aburrirse y, al mismo tiempo, para aliviar la acuciante necesidad de los recién llegados y de los solteros que, debido a la falta de albergues de la ciudad, no tenían dónde comer, el doctor Samóilenko había organizado en su propia casa una especie de table d’hôte. En la época que nos ocupa, sólo contaba con dos comensales: el joven zoólogo von Koren, llegado en verano al Mar Negro para estudiar la embriología de las medusas, y el diácono Pobédov, salido hacía poco del seminario y enviado a la ciudad para sustituir al anciano diácono local, que había tenido que ausentarse por motivos de salud. Cada uno de ellos pagaba doce rublos al mes por la comida y la cena, y Samóilenko les había hecho dar su palabra de honor de que se presentarían puntualmente en el comedor a las dos de la tarde. Por lo común, von Koren era el primero en llegar. Se sentaba silencioso en la sala, cogía un álbum de la mesa y se ponía a examinar con atención las fotografías desvaídas de unos hombres desconocidos con pantalones anchos y chistera y unas señoras con miriñaque y cofia. Samóilenko sólo recordaba el apellido de algunos; de los que se había olvidado por completo decía con un suspiro: «¡Un hombre excelente, inteligente como pocos!». Cuando acababa con el álbum, von Koren cogía una pistola de la estantería, entornaba el ojo izquierdo y pasaba un buen rato apuntando al retrato del príncipe Vorontsov [18] o se detenía ante el espejo y contemplaba su rostro moreno, su alta frente, sus cabellos oscuros y ensortijados como los de un negro, su camisa deslustrada de percal, con un estampado de grandes flores, semejante a una alfombra persa, y su ancho cinturón de cuero. La contemplación de sí mismo le procuraba una satisfacción casi mayor que el examen de las fotografías o de la pistola de magnífica montura. Estaba muy satisfecho de su rostro, de su barbita recortada con esmero, de sus anchos hombros, muestra evidente de su buena salud y robusta constitución. También estaba satisfecho de su elegante atuendo, empezando por la corbata, que hacía juego con la camisa, y terminando por los zapatos amarillos. Mientras von Koren observaba el álbum o se contemplaba delante del espejo, Samóilenko trajinaba alrededor de las mesas, en la cocina o en el zaguán contiguo, sin guerrera ni chaleco, con el pecho descubierto, agitado y chorreando sudor, preparando la ensalada, o una salsa o la carne, o los pepinillos y la cebolla para la menestra, al tiempo que miraba con inquina a su ayudante y lo amenazaba tan pronto con un cuchillo como con una cuchara. —¡Pásame el vinagre! —ordenaba—. ¡No, el vinagre no, el aceite de oliva! —gritaba, dando patadas en el suelo—. ¿Adónde vas, animal? —A coger el aceite, excelencia —decía confuso el ayudante con cascada voz de tenor. —¡Date prisa! ¡Está en el armario! ¡Y dile a Daria que ponga un poco más de hinojo en el bote de los pepinillos! ¡Hinojo! ¡Tapa la nata agria, papanatas, o se llenará de moscas! La casa entera parecía retumbar con sus gritos. Cuando quedaban diez o quince minutos para las dos, llegaba el diácono, un joven de unos veintidós años, enjuto, de pelo largo, sin barba y con un bigote apenas incipiente. Al entrar en la sala se santiguaba ante el icono, sonreía y tendía la mano a von Koren. —Hola —decía el zoólogo con frialdad—. ¿Dónde ha estado usted? —Pescando brecas en el muelle. —Claro, ya veo… A lo que parece, señor diácono, no tiene usted intención de ponerse a trabajar. —¿Para qué? El trabajo no es un oso, no se escapará al bosque —decía el diácono, sonriendo y metiendo las manos en los profundísimos bolsillos de su hábito blanco. —¡Y que no haya nadie que le dé una buena tunda! —suspiraba el zoólogo. Transcurrían quince o veinte minutos más sin que los llamaran a comer; seguían oyéndose los pasos del ayudante, que corría del zaguán a la cocina o viceversa, y los gritos de Samóilenko: —¡Pon la mesa! ¿Dónde te metes? ¡Lávalo primero! El diácono y von Koren, hambrientos, empezaban a golpear el suelo con los tacones, expresando de ese modo su impaciencia, como en el teatro el público del gallinero. Por fin se abría la puerta y el martirizado ayudante anunciaba que la comida estaba lista. En el comedor los recibía Samóilenko, colorado, enfadado, sofocado por los vapores de la cocina; los miraba con encono, levantaba la tapa de la sopera con expresión de espanto y les servía un plato a cada uno; sólo cuando se convencía de que ambos comían con apetito y de que el guiso les gustaba, suspiraba aliviado y se sentaba en un mullido sillón. Su rostro adoptaba una expresión lánguida y gozosa… Se servía sin prisas una copa de vodka y decía: —¡A la salud de la joven generación! Después de conversar con Laievski, Samóilenko, a pesar de su excelente humor, había sentido cierta inquietud en lo más profundo de su alma, que se prolongó hasta la hora de la comida; le daba pena de Laievski y quería ayudarlo. Se bebió la copa de vodka, antes de probar la sopa, suspiró y dijo: —Hoy he visto a Vania Laievski. Lo está pasando mal. Su situación económica es desesperada, pero lo que más me preocupa es el aspecto psicológico. Me da pena del muchacho. —¡Pues a mí no me da ninguna! —dijo von Koren—. Si ese buen hombre se estuviera ahogando, yo lo empujaría con mi bastón: ahógate, querido, ahógate… —No es verdad. No harías eso. —¿Por qué? —el zoólogo se encogió de hombros—. Soy tan capaz como tú de cometer una buena acción. —¿Es que consideras que ayudar a que una persona se ahogue es una buena acción? —preguntó el diácono y se echó a reír. —En el caso de Laievski sí. —Me parece que a la menestra le falta algo… —dijo Samóilenko, que deseaba cambiar de conversación. —Laievski es, sin duda, tan nocivo y peligroso para la sociedad como el microbio del cólera —continuó von Koren—. Contribuir a que se ahogue sería un acto digno de elogio. —No te hace mucho honor esa manera de hablar de tu prójimo. Dime, ¿por qué lo —A los hombres hay que juzgarlos por sus actos —prosiguió von Koren—. Juzgue usted, diácono… Ahora voy a dirigirme a usted. Las actividades del señor Laievski se irán desplegando ante sus ojos como un largo pergamino y podrá usted leerlas de principio a fin. ¿Qué ha hecho a lo largo de los dos años que lleva viviendo aquí? Contemos con los dedos. Primero, ha enseñado a los habitantes de la ciudad a jugar al vint. Hace dos años ese juego era desconocido en la ciudad, ahora juegan todos desde la mañana hasta bien entrada la noche, incluyendo las mujeres y los adolescentes. Segundo, ha enseñado a los lugareños a beber cerveza, que también era desconocida; además, los vecinos le deben numerosas informaciones sobre diversas clases de vodka que en la actualidad les permiten distinguir con los ojos vendados el vodka Kosheliov del Smirnov número 21. Tercero, antes, si alguien vivía con una mujer ajena, lo hacía en secreto, ateniéndose a los mismos principios según los cuales los ladrones roban a escondidas y no a la luz del día; el adulterio se consideraba algo vergonzoso que había que ocultar de las miradas ajenas; en ese sentido, Laievski ha sido un pionero: vive con una mujer ajena abiertamente. Cuarto… —Von Koren se acabó la menestra en un santiamén y le entregó el plato al ayudante—. Al mes de conocerlo, había calado a Laievski —prosiguió, dirigiéndose al diácono—. Llegamos aquí al mismo tiempo. Las personas como él aprecian mucho la amistad, la proximidad, la solidaridad y todas esas cosas, porque siempre necesitan compañía para jugar a las cartas, beber y salir a tomar algo; además, son habladores y necesitan que alguien los escuche. Nos hicimos amigos, es decir, él pasaba a verme a diario, me impedía trabajar y me hacía confidencias sobre su mantenida. Desde el principio me sorprendió su extraordinaria mendacidad, que me daba verdadero asco. En calidad de amigo le reprendía: le preguntaba por qué bebía tanto, por qué vivía por encima de sus propios medios y contraía deudas, por qué no hacía nada ni leía un libro, por qué tenía una cultura tan escasa y sabía tan poco, y en respuesta a todas mis preguntas esbozaba una amarga sonrisa, suspiraba y decía: «Soy un fracasado, un hombre superfluo», o: «¡Qué puede esperarse de nosotros, residuos de la época de servidumbre?», o: «Hemos degenerado…». O se perdía en consideraciones prolijas y descabelladas sobre Onieguin, Pechorin, el Caín de Byron y Bazárov [19] , de los que decía: «Son nuestros padres en cuerpo y alma». Todo eso había que interpretarlo así: no era culpa suya que los paquetes de documentos oficiales estuvieran semanas enteras sin abrir o que él se entregara a la bebida y animara a beber a otros; la culpa la tenían Onieguin, Pechorin y Turguénev, inventor del fracasado, del hombre superfluo. La causa de la extrema depravación y envilecimiento no hay que buscarla dentro de uno mismo, sino fuera, en el espacio. Además, mire usted qué bien, el pervertido, el embustero y el miserable no era sólo él, sino también nosotros… «Nosotros, hombres de los años ochenta», «nosotros, progenie indolente y neurótica del régimen de servidumbre», «nosotros, despojos desfigurados por la civilización». En resumidas cuentas, debíamos comprender que un hombre tan grande como Laievski era grande incluso en su caída; que su depravación, su ignorancia y su incuria constituían un fenómeno histórico natural, consagrado por la necesidad; que nos encontrábamos ante causas universales, elementales, y que había que encender una vela por Laievski, víctima fatal de la época, de las tendencias, de la herencia y demás. Todos los funcionarios y las señoras se quedaban boquiabiertos escuchándolo; yo, por mi parte, tardé bastante en dilucidar si tenía que vérmelas con un cínico o con un astuto embaucador. Los tipos como él, con aspecto de intelectuales, una capa de cultura y una tendencia irreprimible a hablar de su propia nobleza, saben hacerse pasar por criaturas extraordinariamente complejas. —¡Cállate! —estalló Samóilenko—. ¡No te permito que hables mal en mi presencia de un hombre intachable! —¡No me interrumpas, Aleksandr Davídich! —dijo con frialdad von Koren—. Ya termino. Laievski es un organismo bastante simple. He aquí su estructura moral: por la mañana, zapatillas, baño y café; luego, hasta la hora de la comida, zapatillas, movimiento y conversación; a las dos, zapatillas, comida y vino; a las cinco, baño, té y vino; después, naipes y embustes; a las diez, cena y vino, y después de medianoche, descanso y la femme. Su existencia se encierra en ese reducido programa, como el huevo en la cáscara. Ya ande, se siente, se enfade, escriba o se alegre, todo se reduce al vino, las cartas, las zapatillas y la mujer. La mujer desempeña en su vida un papel fatal, agobiante. Él mismo cuenta que se enamoró ya a los trece años. Siendo estudiante de primer curso, vivió con una señora que ejerció sobre él una influencia beneficiosa y a la que debe su instrucción musical. En el segundo curso sacó a una ramera de un prostíbulo y la elevó a su altura, es decir, la tomó como concubina; la joven vivió seis meses con él y luego volvió con su madama. Esa fuga causó a Laievski profundos padecimientos espirituales. Tanto sufrió que tuvo que dejar la universidad y se pasó dos años en casa sin hacer nada. Pero no hay mal que por bien no venga, pues, una vez allí, tuvo relaciones con una viuda que le aconsejó dejar la Facultad de Derecho e ingresar en la de Filología. Y así lo hizo. Al acabar el curso, se enamoró perdidamente de su actual (¿cómo llamarla?) mujer casada, con la que tuvo que escapar al Cáucaso, en nombre de no sé qué ideales… Si no hoy, mañana dejará de quererla y volverá a huir a San Petersburgo, siempre en nombre de los ideales. —¿Y tú cómo lo sabes? —rezongó Samóilenko, mirando con animadversión al zoólogo—. Come y calla. Trajeron sargos cocidos con salsa polaca. Samóilenko sirvió un pescado entero a cada uno de sus pensionados y los cubrió de salsa con su propia mano. Pasaron un par de minutos en silencio. —La mujer desempeña un papel fundamental en la vida de cualquier hombre —dijo el diácono—. No se puede hacer nada. —Sí, pero ¿hasta qué punto? Para cada uno de nosotros la mujer es la madre, la hermana, la esposa, la amiga; en cambio, para Laievski es sólo la amante. La mujer, es decir, la convivencia con la mujer constituye para él la felicidad y el objeto de su vida. Si se alegra, se entristece, se aburre o se desencanta, la causa es siempre la mujer. Si la vida se le vuelve insoportable, la culpa es de la mujer. Si se enciende la aurora de una nueva vida, si surgen nuevos ideales, de nuevo hay que buscar a la mujer… Sólo le satisfacen las obras y los cuadros en los que aparecen mujeres. Nuestra época, en su opinión, es mala, aun peor que los años cuarenta y sesenta, sólo porque no sabemos dedicarnos con abnegación al éxtasis amoroso y la pasión. Esos lujuriosos deben de tener en la cabeza una excrecencia particular, una especie de sarcoma que les oprime el cerebro y condiciona toda su psicología. Si observan a Laievski cuando está en compañía de otras personas, se darán cuenta de que, en el momento en que se plantea en su presencia una cuestión general, por ejemplo, sobre la célula o sobre el instinto, se aparta, guarda silencio y no escucha; parece cansado, desilusionado, nada le interesa, todo es vulgar e insignificante, pero en cuanto se habla de machos y de hembras, de que la araña, por ejemplo, después de la fecundación, devora al macho, sus ojos resplandecen de curiosidad y su rostro se ilumina; en resumidas cuentas, el hombre vuelve a la vida. Todos sus pensamientos, por muy nobles, elevados o indiferentes que sean, tienen siempre el mismo punto de partida. Si vas con él por la calle y te encuentras, pongamos, con un burro… ya está preguntando: «Dígame, por favor, ¿qué pasaría si se cruzara una burra con un camello?». ¿Y qué me dicen de los sueños? ¿No les ha contado sus sueños? ¡Son maravillosos! Tan pronto sueña que está casado con la Luna como que le citan en una comisaría y le ordenan que viva con una guitarra… El diácono prorrumpió en una sonora carcajada. Samóilenko frunció el ceño y puso cara de pocos amigos, tratando de conservar la seriedad, pero al final no pudo contenerse y estalló en una risotada —¡Todo es mentira! —dijo, secándose las lágrimas—. ¡Dios mío, qué sarta de mentiras!
IV El diácono era un hombre muy risueño; bastaba cualquier bobada para que se desternillara y se partiera de risa. Se diría que el único placer que hallaba en la compañía de sus semejantes era que todos tenían un aspecto ridículo y a todos podía poner un apodo jocoso. A Samóilenko lo llamaba «La Tarántula»; a su ayudante, «El Pato», y se mostró entusiasmado un día en que von Koren tildó a Laievski y Nadezhda Fiódorovna de macacos. Examinaba con minucia los rostros, escuchaba sin pestañear y se veía cómo sus ojos se iban iluminando y sus rasgos se tensaban, en espera del momento en que pudiera dar rienda suelta a la risa. —Es un tipo depravado y pervertido —prosiguió el zoólogo, mientras el diácono, que aguardaba otra expresión divertida, lo miraba fijamente a la cara—. No es fácil encontrar una nulidad semejante. Físicamente es un hombre débil, endeble, avejentado; e intelectualmente no se distingue en nada de la gorda mujer de un mercader, que se pasa la vida zampando, bebiendo, durmiendo en un colchón de plumas y teniendo relaciones con su cochero. El diácono volvió a reírse a carcajadas. —No se ría, diácono —dijo von Koren—. Es de tontos eso de reírse tanto. Yo no habría reparado en su nulidad —continuó, una vez que el diácono acabó con sus carcajadas— y no le habría prestado atención si no fuera un individuo tan perjudicial y peligroso. Es dañino, ante todo, porque tiene éxito entre las mujeres y, en consecuencia, amenaza con dejar descendencia, es decir, con donar al mundo una docena de Laievski, tan endebles y depravados como él. En segundo lugar, es contagioso en grado sumo. Ya les he hablado del vint y la cerveza. Un año o dos más y habrá conquistado toda la costa del Cáucaso. Ya saben ustedes la fe ciega que tiene la masa, sobre todo las capas medias, en la intelectualidad, en la instrucción universitaria, en las buenas maneras y en el lenguaje literario. Por muchas canalladas que cometa, todos creerán que hace bien, que así debe ser, porque es un joven instruido, liberal, con formación universitaria. Además, es un fracasado, un hombre superfluo, un neurasténico, una víctima de la época, y eso significa que se le puede permitir todo. Un buen tipo, un corazón de oro, siempre tan indulgente con las flaquezas humanas; condescendiente, considerado, asequible, nada orgulloso, con él se puede uno tomar una copa, chismorrear, soltar unas cuantas palabrotas… La masa siempre se inclina por el antropomorfismo en religión y en moral; sus divinidades preferidas son las que muestran las mismas debilidades que ella. ¡Juzguen ustedes qué campo más amplio para el contagio! Además, es un actor nada malo, un embustero habilidoso y sabe perfectamente lo que hace. Observen sus artimañas y subterfugios, por ejemplo, su actitud ante la civilización. Aunque la civilización apenas le ha rozado, no para de decir: «¡Ah, cómo nos ha desfigurado la civilización! ¡Ah, cómo envidio a los salvajes, a esos hijos de la naturaleza que no conocen la civilización!». Con eso deja entrever, fíjense ustedes, que en tiempos fue fiel a la civilización en cuerpo y alma, la sirvió, la comprendió a fondo, pero luego esta lo cansó, lo decepcionó, lo engañó; él es un Fausto, dense cuenta, un segundo Tolstói… A Schopenhauer y Spencer, en cambio, los trata como si fueran chiquillos, y les da palmaditas en la espalda con aire paternal. ¿Qué hay, amigo Spencer? Ni que decir tiene que no lo ha leído, pero qué expresión tan dulce adopta cuando, con ligera y despreocupada ironía, dice, refiriéndose a su dama: «¡Ha leído a Spencer!». Todos lo escuchan y nadie quiere comprender que ese charlatán no sólo no tiene derecho a hablar de Spencer en ese tono, sino ni siquiera a besarle las suelas de los zapatos. Únicamente un animal muy presuntuoso, mezquino e infame puede pisotear la civilización, la autoridad y los altares ajenos, cubrirlos de barro y burlarse de ellos con el solo propósito de justificar y ocultar su propia debilidad y su indigencia moral. —No sé qué es lo que esperas de él, Kolia —dijo Samóilenko, que ya no miraba al zoólogo con inquina, sino con aire culpable—. Es un hombre como todos. Desde luego, tiene sus flaquezas, pero está a la altura de las ideas modernas, trabaja, es útil a su patria. Hace diez años vivía aquí un agente de comercio, un viejecito listo como pocos que solía decir… —¡Basta, basta! —lo interrumpió el zoólogo—. Dices que trabaja. Pero ¿cómo trabaja? ¿Es que, gracias a su venida, han mejorado algo las cosas, los funcionarios se han vuelto más diligentes, honrados y serviciales? Al contrario, con su autoridad de intelectual con formación universitaria lo único que ha hecho es sancionar su falta de celo. Sólo se muestra diligente el veinte de cada mes, cuando recibe el sueldo; los demás días se los pasa en casa, arrastrando las zapatillas y adoptando una expresión con la que pretende dar a entender el enorme favor que está haciendo al gobierno ruso por el solo hecho de vivir en el Cáucaso. No, Aleksandr Davídich, no lo defiendas. Ni tú mismo crees lo que dices. Si de verdad lo apreciaras y lo consideraras un semejante, no le pasarías por alto sus flaquezas ni serías tan condescendiente con él, y por su propio bien tratarías de neutralizar su mal ejemplo. —¿Cómo? —Neutralizándolo. Dado que es incorregible, sólo hay un medio de lograrlo… —von Koren se pasó un dedo por el cuello, para dejar claro a qué se refería—. Eso o ahogarlo… —prosiguió—. En interés de la humanidad y en su propio interés las personas como él deben ser eliminadas. Sin falta. —Pero ¿qué dices? —murmuró Samóilenko, poniéndose en pie y mirando perplejo el rostro sereno e impasible del zoólogo—. Diácono, ¿qué está diciendo? ¿Estás en tus cabales? —No insisto en la pena de muerte —dijo von Koren—. Si está demostrado que es perjudicial, busquen otro remedio. Si no se puede aniquilar a Laievski, entonces aíslenlo, despersonalícenlo, condénenlo a trabajos forzados… —¿Qué dices? —se horrorizó Samóilenko—. ¡Con pimienta, con pimienta! —gritó con voz desesperada, al advertir que el diácono se estaba comiendo sin pimienta los calabacines rellenos—. ¿Es posible que un hombre tan inteligente como tú esté diciendo esas cosas? ¡¡Condenar a trabajos forzados a nuestro amigo, un joven orgulloso y cultivado!! —Pues, si es orgulloso y se resiste, que le pongan grilletes. Samóilenko, incapaz ya de decir una sola palabra, se limitaba a mover los dedos. El diácono echó un vistazo a su rostro aturdido, verdaderamente ridículo, y soltó una carcajada. —Dejemos el tema —dijo el zoólogo—. Sólo te pido que recuerdes, Aleksandr Davídich, que la lucha por la existencia y la selección natural protegían al hombre primitivo de tipos como Laievski; ahora nuestra cultura ha debilitado de manera considerable la lucha y la selección, de suerte que debemos ocuparnos nosotros mismos de la eliminación de los débiles e incapaces; de otro modo, cuando los Laievski se multipliquen, la civilización se vendrá abajo y la humanidad degenerará del todo. Y los culpables seremos nosotros. —¡Si se ahoga y se cuelga a la gente —dijo Samóilenko—, tu civilización y la humanidad se irán al diablo! ¡Al diablo! Escucha lo que voy a decirte: eres un hombre cultísimo, listísimo, el orgullo de tu patria, pero los alemanes te han estropeado. ¡Sí, los alemanes! ¡Los alemanes! —Samóilenko, desde que partió de Derpt [20] , en donde estudió medicina, rara vez había visto a un alemán y no había leído un solo libro alemán, pero, a su juicio, todos los males de la política y de la ciencia se debían a los alemanes. Ni él mismo habría sabido decir a qué se debía esa opinión, pero se atenía a ella con firmeza—. ¡Sí, los alemanes! —repitió una vez más—. Vamos a tomar el té. Los tres se levantaron y, tras ponerse el sombrero, se dirigieron al jardincillo y se sentaron a la sombra de unos pálidos arces, unos perales y un castaño. El zoólogo y el diácono se acomodaron en un banco, junto a una mesita, mientras Samóilenko se desplomaba en un sillón de rejilla, de ancho respaldo inclinado. El ayudante sirvió té, mermelada y una botella de almíbar. Hacía mucho calor, unos treinta grados a la sombra. El aire sofocante se había serenado, hasta dejar de soplar, y una larga telaraña pendía inmóvil y flácida desde el castaño hasta el suelo. El diácono cogió la guitarra que había siempre junto a la mesa, la templó y se puso a cantar en voz queda Los seminaristas junto a la taberna, pero hacía demasiado calor, así que se calló al instante, se enjugó el sudor de la frente y elevó los ojos al cielo ardiente y azul. Samóilenko se había quedado traspuesto: el bochorno, el silencio y el dulce sopor de la sobremesa, que no tardaron en apoderarse de todos sus miembros, le habían robado las fuerzas, produciéndole una suerte de ebriedad: yacía con los brazos colgando, los ojos semicerrados, la cabeza hundida en el pecho. Dirigió una mirada enternecida a von Koren y al diácono y murmuró: —La joven generación… La estrella de la ciencia y el candil de la Iglesia… En un visto y no visto, este santo varón de largos faldones será promovido a metropolita y habrá que besarle la mano… Así… lo quiera Dios… No tardó en oírse un ronquido. Von Koren y el diácono se acabaron el té y salieron a la calle. —¿Va otra vez a pescar al muelle? —preguntó el zoólogo. —No, hace demasiado calor. —Pues véngase conmigo. Me hará un paquete y me copiará unos papeles. Luego hablaremos de cómo debe usted ocupar el tiempo. Hay que trabajar, diácono. No puede seguir así. —Sus palabras son justas y lógicas —dijo el diácono—, pero creo que mi pereza es disculpable, dadas las circunstancias de mi vida actual. Como usted bien sabe, la incertidumbre contribuye en gran medida a la apatía de la gente. Sólo Dios sabe si me han enviado aquí temporalmente o para siempre. Nadie me informa de nada y, mientras tanto, mi mujer sigue aburriéndose en casa de sus padres. Además, confieso que el calor me ha secado el cerebro. —Bobadas —dijo el zoólogo—. Al calor puede acostumbrarse uno y también a vivir sin la compañía de una mujer. Hay que dejarse de remilgos y aprender a dominarse.
V Nadezhda Fiódorovna iba a bañarse por la mañana, seguida de su cocinera Olga, que llevaba un cántaro, una taza de cobre, toallas y una esponja. En la rada había dos vapores desconocidos, probablemente navíos mercantes extranjeros, con sus chimeneas blancas llenas de suciedad. Algunos hombres vestidos de blanco, con zapatos del mismo color, iban por el muelle, dando gritos en francés, y desde los vapores les respondían. En la pequeña iglesia de la ciudad repicaron con fuerza las campanas. «Hoy es domingo», recordó con satisfacción Nadezhda Fiódorovna. Se sentía rebosante de salud y su estado de ánimo era alegre, festivo. Con su nuevo y amplio vestido de seda cruda y su gran sombrero de paja, cuya ancha ala se doblaba hacia abajo a la altura de las orejas, dando la impresión de que su rostro salía de una caja, se sentía muy atractiva. Pensaba que era la única mujer joven, hermosa e inteligente de toda la ciudad, que sólo ella sabía vestirse con gusto y elegancia gastando poco dinero. Ese vestido, por ejemplo, sólo le había costado veintidós rublos, y, sin embargo, qué bonito era. Era la única mujer que despertaba admiración en la ciudad, y como había muchos hombres, todos tenían que envidiar a Laievski, lo quisieran o no. Le alegraba que en los últimos tiempos Laievski fuera tan indiferente con ella, tan comedido y cortés y a veces incluso tan grosero y vulgar; a sus desaires y sus miradas despectivas, frías, extrañas o incomprensibles, antes habría contestado con lágrimas, reproches y amenazas de abandonarlo o dejarse morir de hambre; ahora, en cambio, por toda respuesta se ruborizaba, lo miraba con aire culpable y se alegraba de que no se mostrase afectuoso con ella. Habría sido aún más agradable y placentero si la hubiese insultado o amenazado, pues se sentía totalmente culpable ante él. Creía que era culpable, ante todo, de no compartir sus ilusiones de una vida de trabajo, aspiración por la que Laievski había dejado San Petersburgo y se había marchado al Cáucaso, y estaba convencida de que en los últimos tiempos estaba enfadado con ella precisamente por esa cuestión. Cuando ella iba de camino al Cáucaso, pensaba encontrar desde el primer día un rincón apartado en la orilla del mar, un jardín ameno y fresco, con pajarillos y arroyuelos, donde podría plantar flores y hortalizas, criar patos y gallinas, recibir a los vecinos, curar a los campesinos pobres y distribuir libros entre ellos; pero resultó que el Cáucaso consistía en una sucesión de montañas peladas, bosques y valles inmensos, donde había que pasar mucho tiempo eligiendo sitio, haciendo gestiones, organizándose; donde no había vecinos, hacía muchísimo calor y podían robarle a uno. Laievski no se había dado prisa en adquirir una parcela, y ella se alegró de esa tardanza; parecía como si se hubieran puesto de acuerdo para no mencionar la vida dedicada al trabajo. Como él callaba, Nadezhda Fiódorovna pensaba que se había enfadado porque ella no sacaba a colación ese tema. En segundo lugar, a lo largo de esos dos años había adquirido en la tienda de Achmiánov, a espaldas de Laievski, diversas naderías por valor de unos trescientos rublos: un poco de tela, una pieza de seda, una sombrilla… Y poco a poco, sin darse cuenta, había acumulado aquella deuda. —Hoy mismo se lo diré… —decidió, pero acto seguido paró mientes en que, dado el humor de Laievski, tal vez no era el momento más oportuno para hablarle de deudas. En tercer lugar, había recibido ya dos veces, en ausencia de Laievski, a Kirilin, el jefe de la policía: una vez por la mañana, cuando Laievski había ido a bañarse, y otra, a medianoche, mientras él estaba jugando a las cartas. Al recordarlo, Nadezhda Fiódorovna se puso como la grana y miró a la cocinera, como si temiera que esta pudiera leerle los pensamientos. Las largas jornadas, aburridas e insoportablemente calurosas; los hermosos y lánguidos atardeceres, las noches sofocantes y toda esa vida, en que uno no sabía cómo emplear tanto tiempo libre; el pensamiento recurrente de que era la mujer más bonita y joven de la ciudad y de que estaba malgastando su juventud, así como la presencia del propio Laievski, hombre honrado e idealista, pero monótono, siempre arrastrando las zapatillas, mordiéndose las uñas y fastidiándola con sus caprichos, habían contribuido a que el deseo poco a poco acabara apoderándose de ella, hasta el punto de que, como una loca, no pensaba en otra cosa ni de día ni de noche. En su aliento, en sus miradas, en el tono de su voz y en sus andares sólo percibía ese deseo; el rumor de las olas le hablaba de la necesidad de amar, y también la oscuridad de la noche y las montañas… Cuando Kirilin empezó a cortejarla, no había encontrado las fuerzas ni la voluntad necesarias para oponer resistencia y se había entregado… En aquel momento, vaya usted a saber por qué, los vapores extranjeros y los hombres de blanco le recordaron una enorme sala; junto a las palabras en francés resonaron en sus oídos los sones de un vals, y su pecho se estremeció, lleno de una alegría inexplicable. Le entraron ganas de bailar y de hablar en francés. Con inmensa satisfacción llegó a la conclusión de que su traición no era algo tan terrible, pues su alma no había participado. Seguía queriendo a Laievski, como demostraba el hecho de que se sintiera celosa, de que lo echara de menos y se entristeciera cuando él no estaba en casa. Kirilin, en cambio, había resultado un tipo normalillo, más bien vulgar, aunque atractivo. Ya había roto con él y no volvería a verlo. Lo que había sucedido pertenecía ya al pasado; a nadie le importaba y, si Laievski llegaba a enterarse, no lo creería. En la orilla sólo había una casa de baños para las damas; los hombres, en cambio, se bañaban al aire libre. Al entrar en la casa de baños, Nadezhda Fiódorovna se encontró con una señora ya madura, Maria Konstantínovna Bitiugova, esposa de un funcionario, y con su hija de quince años, Katia, estudiante de bachillerato; ambas estaban sentadas en un banco, desnudándose. Maria Konstantínovna era una mujer bondadosa, entusiasta y delicada, que hablaba con mucha pasión, alargando las palabras. Hasta los treinta y dos años había trabajado como institutriz, luego se había casado con el funcionario Bitiugov, hombre de baja estatura, calvo (con los cuatro pelos que le quedaban procuraba cubrirse las sienes) y muy pacífico. Seguía enamorada de él, tenía celos, se ruborizaba cuando oía la palabra «amor» y aseguraba a todo el mundo que era muy feliz. —¡Hola, querida! —dijo con alborozo al ver a Nadezhda Fiódorovna, adoptando una expresión que todos sus conocidos calificaban de «meliflua»—. ¡Cuánto me alegro de que haya venido, amiga mía! Nos bañaremos juntas: ¡será estupendo! Olga se quitó rápidamente el vestido y la camisa y procedió a desvestir a su señora. —Hoy no hace tanto calor como ayer, ¿no es verdad? —dijo Nadezhda Fiódorovna, encogiéndose al sentir el rudo contacto de la cocinera desnuda—. Ayer estuve a punto de asfixiarme. —¡Ah, sí, querida! A mí me pasó lo mismo. No se lo va a creer, pero ayer me bañé tres veces. Hasta Nikodim Aleksándrich se intranquilizó. «¿Cómo es posible que sean tan feas? —pensaba Nadezhda Fiódorovna, mirando a Olga y a la mujer del funcionario. Luego se fijó en Katia y se dijo—: La muchacha no tiene malas formas». —¡Su Nikodim Aleksándrich es amabilísimo! —comentó en voz alta—. La verdad es que estoy enamorada de él. —Ja, ja, ja —estalló Maria Konstantínovna en una risa forzada—. ¡Qué maravilla! Una vez liberada de la ropa, Nadezhda Fiódorovna sintió deseos de volar. Tenía la impresión de que le bastaría con batir los brazos para salir volando. Advirtió que Olga miraba con repugnancia su cuerpo blanco. Olga, aún joven, casada con un soldado, vivía con su marido legítimo y eso le daba derecho a considerarse mejor y superior a ella. Nadezhda Fiódorovna notaba que Maria Konstantínovna y Katia tampoco la respetaban y que la temían. Era una impresión desagradable, y para realzarse a sus ojos, dijo: —Ahora en San Petersburgo está en su apogeo la temporada veraniega. ¡Cuántos conocidos teníamos mi marido y yo! Tendría que ir a hacerles una visita. —Su marido es ingeniero, ¿no es verdad? —preguntó con timidez Maria Kaspárovna. —Estoy hablando de Laievski. Tiene muchísimos conocidos. Pero, por desgracia, su madre, una aristócrata orgullosa, es una mujer de cortos alcances… Nadezhda Fiódorovna dejó la frase a medias y se zambulló; Maria Konstantínovna y Katia la siguieron. —En nuestra sociedad hay muchísimos prejuicios —prosiguió Nadezhda Fiódorovna —, y la vida no es tan fácil como parece. Maria Konstantínovna, que había trabajado de institutriz para familias aristocráticas y conocía la alta sociedad, dijo: —¡Ah, sí! No se lo va a creer, querida, pero en casa de los Garatinski había que vestirse convenientemente para el desayuno y el almuerzo; por ese motivo, además de mi sueldo, recibía una cantidad suplementaria para ropa, como si fuera una actriz. Se había situado entre Nadezhda Fiódorovna y Katia, como queriendo apartar de su hija el agua en que se bañaba la primera. A través de la puerta, abierta sobre el mar, se veía nadar a alguien a unos cien pasos de allí. —¡Mamá, es nuestro Kostia! —dijo Katia. —¡Ah, ah! —cacareó Maria Konstantínovna asustada—. ¡Ah! ¡Kostia, vuelve! —gritó —. ¡Kostia, vuelve! Kostia, un muchacho de unos catorce años, queriendo dárselas de valiente delante de su madre y de su hermana, se sumergió y siguió nadando, pero acabó cansándose y se apresuró a volver. En su rostro serio y contraído se veía que no confiaba en sus propias fuerzas. —¡Estos muchachos son una cruz, querida! —dijo Maria Konstantínovna, ya más tranquila—. Basta que se dé uno la vuelta para que se partan la crisma. ¡Ah, querida, qué agradable y a la vez qué duro es ser madre! Siempre estás con el alma en vilo. Nadezhda Fiódorovna se puso el sombrero de paja y salió a mar abierto. Nadó unos diez metros y se quedó flotando boca arriba. Veía el mar hasta la línea del horizonte, los vapores, la gente en la orilla, la ciudad; ese cuadro, junto con el bochorno y las olas blandas y transparentes, la excitaba y le susurraba que había que vivir, vivir… Junto a ella pasó rauda una barca de vela, cortando enérgicamente las olas y el aire; el hombre que manejaba el timón se la quedó mirando, y a ella le agradó que la contemplara… Después del baño, las señoras se vistieron y se marcharon juntas. —Cada dos días tengo fiebre, pero no adelgazo —dijo Nadezhda Fiódorovna, pasándose la lengua por labios, salados después del baño, y respondiendo con una sonrisa a los saludos de los conocidos—. Siempre he sido más bien gruesa y ahora tengo la sensación de haber engordado todavía más. —Eso depende de la disposición, querida. Si alguien no tiene tendencia a engordar, como yo, por ejemplo, no hay comida que pueda ayudarle. Me parece que se le ha mojado el sombrero, querida. —Da igual, ya se secará. Nadezhda Fiódorovna volvió a ver a los hombres vestidos de blanco, que paseaban por el malecón hablando en francés, y, por alguna razón, su pecho volvió a estremecerse de alegría y le vino a la memoria la imagen imprecisa de una espaciosa sala en la que alguna vez había bailado o con la que acaso había soñado. Y algo en lo más profundo de su alma le susurró de forma vaga y confusa que era una mujer ruin, vulgar, despreciable, insignificante… Maria Konstantínovna se detuvo a la puerta de su casa y la invitó a pasar. —¡Entre, querida! —dijo con voz suplicante, al tiempo que la miraba con angustia, esperando que rechazase el ofrecimiento. —Con mucho gusto —aceptó Nadezhda Fiódorovna—. ¡Ya sabe cuánto me gusta pasar un rato con usted! Y entró en la casa. Maria Konstantínovna le pidió que tomara asiento, le sirvió café, le ofreció panecillos, luego le enseñó unas fotografías de sus antiguas pupilas, las señoritas Garatinski, que ya se habían casado, y después le mostró las calificaciones de Katia y de Kostia, que eran excelentes; no obstante, para que parecieran aún mejores, suspiró y se quejó de lo difícil que era en esos tiempos estudiar el bachillerato… Agasajaba a su invitada, pero al mismo tiempo lamentaba que estuviera allí, sufría pensando que su presencia podía ejercer una influencia perniciosa en la moral de Kostia y de Katia y se alegraba de que Nikodim Aleksándrich no se hallara en casa, pues, en su opinión, a todos los hombres les gustaban «esas mujeres», de suerte que Nadezhda Fiódorovna también podía ejercer una influencia negativa sobre Nikodim Aleksándrich. Mientras conversaba con su invitada, a Maria Konstantínovna no se le iba de la cabeza que esa misma tarde se celebraría una merienda campestre y que von Koren le había rogado encarecidamente que no dijera nada a los macacos, es decir, a Laievski y Nadezhda Fiódorovna. No obstante, en un momento determinado se le escapó sin darse cuenta, y tuvo que añadir, roja como la grana y toda confusa: —¡Espero que vengan ustedes!
VI Habían acordado alejarse siete verstas de la ciudad, en dirección sur, y detenerse junto a la taberna, en la confluencia de los riachuelos Negro y Amarillo, donde prepararían la sopa de pescado. Partieron poco después de las cinco. Delante de todos, en un charabán, iban Samóilenko y Laievski; detrás, en un landó tirado por tres caballos, viajaban Maria Konstantínovna, Nadezhda Fiódorovna, Katia y Kostia, llevando la cesta con las provisiones y la vajilla. El siguiente carruaje estaba ocupado por el jefe de policía, Kirilin, y el joven Achmiánov, hijo del comerciante al que Nadezhda Fiódorovna debía trescientos rublos; en el asiento de enfrente, hecho un ovillo y con las piernas encogidas, se había acomodado Nikodim Aleksándrich, diminuto, pulcro, con sus cuatro pelos cubriéndole las sienes. Cerraban la comitiva von Koren y el diácono, que llevaba sobre las rodillas una cesta de pescado. —¡A la derecha! —gritaba Samóilenko a voz en cuello cada vez que se cruzaban con un carro o con un abjasio a lomos de una mula. —Dentro de dos años, cuando disponga de los medios y del personal necesario, emprenderé una expedición —decía von Koren al diácono—. Recorreré la costa desde Vladivostok hasta el estrecho de Bering y luego desde allí hasta la desembocadura del río Yeniséi. Trazaremos un mapa, estudiaremos la fauna y la flora y realizaremos detalladas investigaciones geológicas, antropológicas y etnográficas. De usted depende acompañarme o no. —Es imposible —dijo el diácono. —¿Por qué? —Tengo obligaciones, estoy casado. —Su mujer le dejará venir. Nos ocuparemos de que no le falte de nada. Lo mejor sería que, por el bien de todos, la convenciera de que se metiera monja, lo que le permitiría a usted tomar los hábitos y participar en la expedición en calidad de sacerdote. Yo puedo arreglarlo. El diácono guardaba silencio. —¿Conoce usted bien su materia, la teología? —preguntó el zoólogo. —No mucho. —Hum… No puedo ofrecerle ninguna indicación en ese sentido, porque también yo la conozco mal. Pero si me da una lista con los libros que necesita, se los enviaré este invierno desde San Petersburgo. También tendrá que leer las memorias de los misioneros, entre los que figuran buenos etnólogos y conocedores de lenguas orientales. Cuando se haya familiarizado con su modo de trabajar, le será más fácil ponerse manos a la obra. Y, mientras llegan los libros, no pierda el tiempo en vano: venga a verme y nos ejercitaremos con la brújula, estudiaremos la meteorología. Todo eso es indispensable. —Sí, sí —farfulló el diácono y se echó a reír—. He solicitado un puesto en la Rusia central y mi tío, que es arcipreste, ha prometido ocuparse del caso. Si me voy con usted, lo habría molestado en vano. —No entiendo sus vacilaciones. Si sigue siendo un simple diácono, que oficia sólo los días de fiesta y el resto del tiempo se dedica a no hacer nada, dentro de diez años será lo mismo que es ahora, con la única diferencia, quizá, de que le habrá salido bigote y un poco de barba; en cambio, si participa en la expedición, dentro de diez años se habrá convertido en otro hombre y se sentirá orgulloso de haber hecho algo de provecho. En el carruaje de las señoras resonaron unos gritos que denotaban temor y asombro. Estaban pasando por una carretera excavada en un acantilado rocoso cortado a pico, y todos tenían la impresión de que avanzaban por una tabla fijada a un alto muro y de que los carruajes iban a despeñarse en el abismo en cualquier momento. A la derecha se extendía el mar, a la izquierda se levantaba un muro escarpado y marrón, con manchas negras, vetas rojas y raíces trepadoras, mientras en lo alto las frondosas ramas de las coníferas se asomaban al vacío como con pavor y curiosidad. Al cabo de unos cinco minutos volvieron a oírse gritos y risas: había que pasar por debajo de una enorme roca suspendida sobre la carretera. —No entiendo por qué diablos he venido con vosotros —dijo Laievski—. ¡Qué estúpido y trivial! En lugar de ir al norte, de huir, de salvarme, participo en esta excursión idiota. —Pero ¡mira qué paisaje! —exclamó Samóilenko, cuando los caballos torcieron a la izquierda y se abrió el valle del riachuelo Amarillo, cuyas aguas centellearon, amarillas, turbias, alocadas… —Yo no veo nada de particular —respondió Laievski—. Cuando uno se pasa el día entero admirando la naturaleza lo único que hace es dejar constancia de su falta de imaginación. En comparación con las imágenes que puede crear mi imaginación, todos estos arroyuelos y peñascos son una nadería. Los carruajes avanzaban ya por la orilla del río. Las altas y abruptas riberas iban confluyendo poco a poco, el valle se estrechaba y algo más adelante se transformaba en desfiladero; la montaña rocosa junto a la que pasaban había sido creada por la naturaleza con peñascos enormes, compactados con tanta fuerza que Samóilenko, cada vez que los veía, emitía un rugido involuntario. La sombría y bella montaña estaba atravesada aquí y allá por angostas grietas y hendiduras, que despedían un vaho de humedad y de misterio; a través de las hendiduras se veían otras montañas, parduscas, rosadas, lilas, humeantes o bañadas de brillante luz. De vez en cuando, cuando pasaban por uno de esos resquicios, se oía el rumor del agua, que caía desde lo alto y se estrellaba contra las rocas. —¡Ah, malditas montañas —suspiraba Laievski—, van a matarme de aburrimiento! A un lado del camino, en el punto donde el riachuelo Negro desembocaba en el Amarillo y sus aguas negras como la tinta entablaban combate con las amarillas y las manchaban, se alzaba la taberna del tártaro Kerbalai, con una bandera rusa en el tejado y un letrero escrito con tiza: «La Taberna de la Alegría». Alrededor se extendía un jardincillo con mesas y bancos, rodeado por una cerca, y en medio de los escuálidos arbustos espinosos se alzaba un ciprés solitario, esbelto y oscuro. Kerbalai, un tártaro vivaracho, de baja estatura, con una camisa azul y un mandil blanco, estaba junto al camino y, con las manos en el estómago, hacía profundas reverencias a los carruajes, al tiempo que sonreía, mostrando sus dientes blancos y brillantes. —¡Hola, Kerbalai! —le gritó Samóilenko—. Vamos a seguir un poco más. Llévanos el samovar y unas sillas. ¡Deprisa! Kerbalai asintió con su cabeza rasurada y balbuceó algo que sólo quienes viajaban en el último carruaje llegaron a entender: —¡Tengo truchas, excelencia! —¡Tráelas, tráelas! —le dijo von Koren. Los carruajes se detuvieron a unos quinientos pasos de la taberna. Samóilenko eligió un pequeño prado en el que sobresalían algunas piedras que podían servir de asiento y donde yacía un árbol abatido por la tormenta, con las velludas raíces desenterradas y las agujas secas y amarillentas. En ese punto un inestable puente de troncos atravesaba el río, y en la otra orilla, justo enfrente, se alzaba sobre cuatro pequeños pilares un secadero de maíz, que recordaba las isbas con patas de gallina de los cuentos [21] ; una escalerita conducía hasta la puerta. En un primer momento se apoderó de todos la sensación de que jamás saldrían de allí. Por todas partes, mirasen donde mirasen, se alzaban y se sucedían montañas imponentes, y por la parte de la taberna y del oscuro ciprés avanzaban a toda prisa las sombras del atardecer; de este modo, el estrecho y tortuoso valle del riachuelo Negro parecía más angosto y las montañas, más altas. Se oía el borboteo de las aguas y el incesante chirrido de las cigarras. —¡Qué maravilla! —dijo Maria Konstantínovna, entusiasmada, exhalando un profundo suspiro—. ¡Niños, mirad qué bonito! ¡Y qué silencio! —Sí, la verdad es que es bonito —admitió Laievski, a quien había complacido la vista; no obstante, después de contemplar el cielo y luego el humo azul que salía de la chimenea de la taberna se sintió triste, vaya usted a saber por qué—. ¡Sí, es bonito! —repitió. —Iván Andreich, describa este paisaje —dijo Maria Konstantínovna con voz llorosa. —¿Para qué? —preguntó Laievski—. La impresión es mejor que cualquier descripción. Esta riqueza de colores y sonidos, que cualquiera recibe de la naturaleza por medio de las impresiones, los escritores la revelan bajo un aspecto informe e irreconocible. —¿Cómo dice? —preguntó con frialdad von Koren, que había escogido la roca más grande que había junto al río y buscaba el modo de encaramarse a ella para sentarse—. ¿Cómo dice? —repitió, mirando fijamente a Laievski—. ¿Y Romeo y Julieta? ¿Y la noche ucraniana descrita por Pushkin? Ante esos ejemplos, la naturaleza tiene que inclinarse hasta el suelo. —Tal vez… —concedió Laievski, demasiado perezoso para argumentar y rebatir—. Por otro lado —añadió al cabo de un rato—, ¿qué representa Romeo y Julieta en realidad? Un amor bello, poético, sagrado, unas rosas bajo las que se trata de ocultar la podredumbre. Romeo es un animal, como todo el mundo. —Siempre que se habla con usted de algo, acababa reduciéndolo todo… Von Koren se quedó mirando a Katia y no terminó la frase. —¿A qué acabo reduciéndolo? —preguntó Laievski. —Si alguien dice, por ejemplo: «¡Qué hermoso es este racimo de uvas!», usted responde: «Sí, pero qué horrible cuando uno se lo come y lo digiere en el estómago». ¿A qué viene decir eso? No es nada nuevo y… en general, es una manera de proceder bastante extraña. Laievski sabía que no le caía bien a von Koren; por eso le tenía miedo y en su presencia se sentía incómodo, como si alguien le estuviera echando el aliento en el cogote. Sin responder palabra, se apartó unos pasos y se lamentó de haber emprendido ese viaje. —¡Señores, vamos a coger leña para la hoguera! —ordenó Samóilenko. Casi todos los presentes se dispersaron y en el lugar sólo quedaron Kirilin, Achmiánov y Nikodim Aleksándrich. Kerbalai trajo sillas, extendió una alfombra sobre la hierba y depositó unas cuantas botellas de vino. El jefe de policía, Kirilin, hombre alto y apuesto, que hiciera el tiempo que hiciera llevaba siempre un capote por encima de la guerrera, con su altanero porte, sus andares solemnes y su voz profunda y algo ronca, era el prototipo del joven comisario de provincias. Tenía una expresión triste y soñolienta, como si acabaran de despertarlo en contra de su voluntad. —¿Qué es lo que nos has traído, animal? —le preguntó a Kerbalai, pronunciando lentamente cada palabra—. Te pedí que nos sirvieras kvareli [22] , ¿y qué es lo que nos has traído, tártaro del demonio? ¿Eh? ¿Con quién crees que estás hablando? —Tenemos mucho vino, Yegor Alekseich —terció Nikodim Aleksándrich, tímido y cortés. —¿Y qué? Quiero que también haya vino mío. Participo en esta excursión y supongo que tengo todo el derecho a aportar mi contribución. ¡Su-pon-go! ¡Trae diez botellas de kvareli! —¿Por qué tantas? —preguntó sorprendido Nikodim Aleksándrich, pues sabía que Kirilin no tenía dinero. —¡Veinte botellas! ¡Treinta! —gritó Kirilin. —No se preocupe, déjelo —le susurró Achmiánov a Nikodim Aleksándrich—. Lo pagaré yo. Nadezhda Fiódorovna estaba de un humor alegre y juguetón. Quería saltar, reír, gritar, gastar bromas, coquetear. Llevaba un vestido barato de percal, con dibujo de lunares azules, unas sandalias rojas y aquel sombrero de paja que se había puesto por la mañana, y se imaginaba que era menuda, sencilla, ligera y aérea como una mariposa. Corrió por el inestable puentecillo y se asomó a las aguas un instante, para sentir el vértigo de las alturas; luego pegó un grito, pasó corriendo a la otra orilla y se acercó al secadero, sintiéndose admirada por todos los hombres, incluso por Kerbalai. Mientras, en la oscuridad que descendía veloz, los árboles se confundían con las montañas, los caballos con los carruajes, y en las ventanas de la taberna relucía una lucecilla. Nadezhda Fiódorovna subió a una montaña por una vereda que serpenteaba ente las peñas y los arbustos espinosos y se sentó en una roca. Abajo ardía ya la hoguera. Alrededor del fuego trajinaba el diácono, con la camisa remangada; su larga sombra negra giraba en torno a las llamas como un rayo; tan pronto echaba ramitas como removía el perol con una cuchara atada a una larga vara. Samóilenko, con el rostro entre púrpura y cobrizo, se ajetreaba alrededor de la lumbre, como hacía en la cocina de su casa, y gritaba hecho una fiera: —¿Dónde está la sal, caballeros? ¿No la habrán olvidado? ¿Qué hacen ahí sentados como señoritos? ¿Es que no van a echarme una mano? Sentados en el árbol caído, uno al lado del otro, Laievski y Nikodim Aleksándrich contemplaban el fuego con aire pensativo. Maria Konstantínovna, Katia y Kostia sacaban de la cesta el servicio de té y los platos. Von Koren, los brazos cruzados y un pie apoyado sobre la roca, estaba en la orilla, al borde mismo del agua, y parecía meditar. Las manchas rojas de la hoguera y las sombras que se desplazaban por el suelo junto a las oscuras figuras humanas temblaban en la montaña, en los troncos, en el puente, en el secadero; al otro lado, la abrupta y escarpada orilla estaba toda iluminada, centelleaba y se reflejaba en el río, y las tumultuosas aguas, que pasaban raudas, rompían en pedazos su reflejo. El diácono fue por el pescado que Kerbalai estaba limpiando y lavando en la orilla, pero se detuvo a medio camino y se quedó mirando a su alrededor. «¡Dios mío, qué hermosura! —pensó—. Los hombres, las rocas, el fuego, el crepúsculo, un árbol monstruoso: sólo eso. Y, sin embargo, ¡qué hermosura!». En la otra orilla, junto al secadero, aparecieron unos desconocidos. Como la luz reverberaba y el humo de la hoguera iba en esa dirección, no fue posible distinguir a todos esos hombres en un primer momento; sólo se veía de forma fragmentaria tan pronto un gorro de piel y una barba canosa como una camisa azul o un montón de harapos de los hombros a las rodillas y un puñal terciado en la cintura, o un rostro joven y moreno con cejas negras, tan espesas y precisas que parecían dibujadas a carboncillo. Cinco o seis de ellos se sentaron en el suelo formando un corro, mientras los cinco restantes entraron en el secadero. Uno se quedó en la puerta, de espaldas a la hoguera, y, con las manos a la espalda, se puso a contar algo por lo visto muy interesante, porque, cuando Samóilenko echó unas ramas al fuego y las llamas se recrudecieron, echando chispas e iluminando con toda claridad el secadero, vieron en el interior a dos figuras serenas, que escuchaban con profunda atención, mientras los del corro se habían vuelto y prestaban oídos a la narración. Al cabo de un rato los que estaban sentados entonaron en voz baja un estribillo prolongado y melódico, semejante a los cánticos eclesiásticos de la cuaresma… Al escucharlo, el diácono se imaginó lo que sería de él dentro de diez años, cuando regresara de la expedición: joven sacerdote misionero, autor renombrado y con un pasado magnífico; lo promoverían a archimandrita; luego, a obispo; oficiaría misa en la catedral; con su mitra de oro y su panagia [23] saldría al ambón y, bendiciendo a la multitud con candelabros de dos y tres brazos en la mano, proclamaría: «¡Protégenos desde el cielo, Señor, contempla y honra con tu presencia esta viña plantada por tu diestra!». Y los niños, en respuesta, cantarían con voz angelical: «Dios santo»… —¿Dónde está el pescado, diácono? —se oyó la voz de Samóilenko. Una vez de vuelta junto a la hoguera, el diácono imaginó una calurosa jornada de julio en la que una procesión avanzara por un camino polvoriento: delante, los campesinos con los estandartes y las mujeres y las muchachas con los iconos; a continuación, los niños cantores y el sacristán con la mejilla vendada y briznas de paja entre los cabellos; luego él, el diácono, detrás el pope con el bonete y la cruz, y después, levantando una nube de polvo, una muchedumbre de mujiks, campesinas y muchachos, entre la que se encontrarían la mujer del pope y la suya, con el chal en la cabeza. Canta el coro, chillan los niños, pían las codornices, gorjean las alondras… De pronto la comitiva se detiene para asperjar el ganado con agua bendita… Luego reanudan la marcha y, puestos de rodillas, invocan la lluvia. Y por último toman un bocado, charlan… «También eso es hermoso…», pensó el diácono.
VII Kirilin y Achmiánov subieron a la montaña por el sendero. Achmiánov se quedó rezagado y se detuvo, pero Kirilin se acercó a Nadezhda Fiódorovna. —¡Buenas tardes! —dijo, llevándose la mano a la visera. —Buenas tardes. —Pues sí —dijo Kirilin, contemplando el cielo con aire pensativo. —¿Cómo que pues sí? —preguntó Nadezhda Fiódorovna, al cabo de un rato, dándose cuenta de que Achmiánov los estaba observando. —Quiero decir —pronunció lentamente el policía— que nuestro amor se ha marchitado antes de florecer, por decirlo de alguna manera. ¿Cómo pretende que me lo tome? ¿Se trata de coquetería por su parte o es que me considera un tunante con el que puede hacer lo que le venga en gana? —¡Fue un error! ¡Déjeme! —dijo con brusquedad Nadezhda Fiódorovna, mirándolo con temor y preguntándose sorprendida cómo era posible que alguna vez hubiera encontrado atractivo a ese tipo y hubiera aceptado su compañía. —¡Ya! —exclamó Kirilin; guardó silencio un momento, con aire meditabundo, y comentó—: ¡Qué le vamos a hacer! Esperaremos a que esté usted de mejor humor; mientras tanto, me atrevo a asegurarle que soy un hombre íntegro y que no permito que nadie lo ponga en duda. ¡Conmigo no se juega! Adieu! Se llevó la mano a la visera y se alejó, abriéndose paso entre los arbustos. Algo después se acercó Achmiánov con pasos indecisos. —¡Qué tarde tan hermosa! —exclamó con un ligero acento armenio. Era un hombre nada feo, vestía a la moda y se conducía con sencillez, como un joven bien educado, pero a Nadezhda le caía mal porque le debía a su padre trescientos rublos; también le desagradaba que hubiesen invitado a la excursión a un tendero y que este se hubiera acercado a ella precisamente esa tarde, cuando se sentía tan pura de espíritu. —En general la excursión ha sido un éxito —dijo al cabo de un rato. —Sí —convino ella y, como si de pronto le hubiese venido a la cabeza su deuda, añadió distraída—: A propósito, diga en la tienda que dentro de unos días pasará Iván Andreich y pagará los trescientos rublos… o la cantidad que sea. —Le daría con gusto otros trescientos con tal de que dejara de recordarme esa deuda cada día. ¿Por qué menciona siempre ese asunto tan prosaico? Nadezhda Fiódorovna se echó a reír; se le había pasado por la imaginación la ridícula idea de que, si su moral no hubiese sido lo bastante firme para impedírselo, habría podido saldar la deuda en ese mismo instante. ¡Le habría bastado, por ejemplo, con hacer que ese tontorrón joven y apuesto perdiera la cabeza! En realidad, ¡qué ridículo, absurdo y descabellado sería! Pero de pronto le entraron ganas de enamorarlo, desplumarlo, abandonarlo y ver después lo que pasaba. —Permítame que le dé un consejo —dijo tímidamente Achmiánov—. Haga el favor de apartarse de Kirilin. Va diciendo por todas partes cosas horribles de usted. —No me interesa saber lo que pueda contar de mí un estúpido —dijo Nadezhda Fiódorovna con frialdad; en ese momento se apoderó de ella una gran inquietud y la idea ridícula de jugar un poco con ese joven apuesto perdió de pronto todo su encanto—. Tenemos que volver con los demás —dijo—. Nos están llamando. Abajo la sopa de pescado ya estaba lista. La sirvieron en los platos y se pusieron a comerla con esa solemnidad típica de las excursiones; todos la encontraron muy apetitosa y afirmaron que en casa nunca habían comido nada igual. Como sucede siempre en las excursiones, nadie sabía dónde estaba su vaso y su pan, perdidos entre un montón de servilletas, envoltorios e inútiles papeles llenos de grasa arrastrados por el viento; vertían el vino en la alfombra o en las propias rodillas, se les caía la sal. Alrededor reinaba la oscuridad y la hoguera ya no ardía con tanta fuerza como antes, pero nadie era capaz de sacudirse la pereza y levantarse para echar un poco de leña. Todos habían bebido vino; a Kostia y a Katia les habían servido medio vaso. Nadezhda Fiódorovna se había bebido un vaso entero, luego otro, se había emborrachado y se había olvidado de Kirilin. —Una merienda suntuosa, una tarde maravillosa —dijo Laievski, que gracias al vino se sentía más alegre—, pero yo cambiaría todo esto por un invierno de verdad. «El polvo de la escarcha plateaba su cuello de castor.» [24] —Cada cual tiene su gusto —señaló von Koren. Laievski se sintió incómodo: por la espalda le llegaba el calor de la hoguera y de frente, el odio de von Koren, hombre probo e inteligente; ese odio, que probablemente tenía razones fundadas, lo humillaba y lo debilitaba; sin fuerzas para contrarrestarlo, dijo en tono obsequioso: —Amo apasionadamente la naturaleza y lamento no ser naturalista. Le envidio. —Yo, en cambio, no lamento nada ni le envidio —dijo Nadezhda Fiódorovna—. No entiendo que alguien pueda ocuparse seriamente de los bichos y de las sabandijas cuando hay un pueblo que sufre. Laievski compartía esa opinión. No sabía absolutamente nada de ciencias naturales y, por tanto, nunca había podido congraciarse con el tono autoritario y el aire doctoral y sesudo de las personas que se dedicaban a las antenas de las hormigas y las patas de las cucarachas; siempre le había molestado que esas personas, basándose en el estudio de las antenas, las patas y no sé qué protoplasma (que él, por alguna razón, se imaginaba como una especie de ostra), pretendiesen resolver cuestiones relativas al origen y la vida del hombre. Pero las palabras de Nadezhda Fiódorovna le sonaron a falsas y, con la única intención de llevarle la contraria, comentó: —¡Lo importante no son los insectos, sino las conclusiones!
VIII Cuando empezaron a acomodarse en los carruajes para volver a casa, ya era tarde, alrededor de las once. Sólo faltaban Nadezhda Fiódorovna y Achmiánov, que corrían uno detrás del otro en la orilla opuesta del río y se reían a carcajadas. —¡Vamos, señores! —les gritó Samóilenko. —No habría que darle vino a las señoras —dijo von Koren en voz baja. Laievski, cansado de la excursión, dolido por el odio de von Koren y extenuado por sus propios pensamientos, fue al encuentro de Nadezhda Fiódorovna, y cuando ella, alegre, contenta, sintiéndose ligera como una pluma, sofocada y risueña, le cogió ambas mano y reclinó la cabeza en su pecho, retrocedió un paso y dijo con severidad: —Te estás comportando… como una cocotte. El comentario había sido tan grosero que hasta sintió pena de ella. En el rostro enfadado y fatigado de Laievski, Nadezhda Fiódorovna leyó odio, compasión e irritación, y de pronto se sintió abatida. Comprendió que se había pasado de la raya, que se había comportado con demasiada desenvoltura; apesadumbrada, sintiéndose gorda, pesada, vulgar y borracha, subió al primer carruaje vacío que encontró, junto con Achmiánov. Laievski se sentó con Kirilin; el zoólogo, con Samóilenko; el diácono, con las señoras, y la caravana se puso en marcha. —Así son los macacos… —empezó von Koren, arrebujándose en la capa y cerrando los ojos—. Ya lo has oído, a ella no le gustaría ocuparse de bichos y sabandijas porque hay un pueblo que sufre. Así juzgan a su semejante todos los macacos. Es una estirpe servil, maliciosa, atemorizada desde hace diez generaciones por el puño y el látigo; tiembla, se conmueve y adula sólo cuando se le obliga; pero, si sueltas al macaco en un espacio libre, donde no haya nadie que pueda cogerlo por la cabezota, se envalentona y se hace notar. Mira qué audaz es en las exposiciones de pintura, en los museos, en los teatros y cuando expresa sus opiniones sobre la ciencia: se le eriza el pelo, se encabrita, insulta, critica… Critica sin falta: una característica de los esclavos. Fíjese: los hombres que se dedican a profesiones liberales reciben más insultos que los granujas, y ello se debe a que la sociedad, en sus tres cuartas partes, se compone de esclavos, de macacos como estos. No sucederá nunca que un esclavo te tienda la mano y te agradezca sinceramente tu trabajo. —¡No sé adónde quieres ir a parar! —dijo Samóilenko, bostezando—. La pobrecilla, en su ingenuidad, quería hablar contigo de un tema elevado, y tú ya estás sacando conclusiones. Estás enfadado con él por algún motivo y la has tomado también con ella. ¡Es una mujer maravillosa! —¡Ah, basta! No es más que una mantenida, disoluta y vulgar. Escucha, Aleksandr Davídich, cuando te encuentras con una simple aldeana que no vive con su marido y no hace más que reírse, le dices que se ponga a trabajar. ¿Por qué en este caso te muestras tan timorato y no te atreves a decir la verdad? ¿Sólo porque en este caso quien mantiene a Nadezhda Fiódorovna no es un marinero, sino un funcionario? —¿Y qué quieres que haga? —se enfadó Samóilenko—. ¿Que le dé una paliza? —No hay que fomentar el vicio. Sólo lo condenamos a espaldas de la gente, y eso equivale a hacer la higa con la mano en el bolsillo. Soy zoólogo, o sociólogo, que viene a ser lo mismo; tú eres médico. La sociedad cree en nosotros. Estamos obligados a mostrarle la amenaza que supone para las generaciones presentes y futuras la existencia de señoras como Nadezhda Ivánovna. —Fiódorovna —le corrigió Samóilenko—. ¿Y qué debe hacer la sociedad? —¿La sociedad? Eso es asunto suyo. En mi opinión, el camino más seguro y directo es la violencia. Habría que mandarla manu militari con su marido y, si el marido no la acogiese, enviarla a trabajos forzados o ingresarla en algún reformatorio. —¡Uf! —suspiró Samóilenko; luego guardó silencio y al cabo comentó en voz baja—: Hace unos días dijiste que a la gente como Laievski había que eliminarla… Dime… Figúrate que el gobierno o la sociedad te confiaran la misión de eliminarlo… ¿Serías capaz de hacerlo? —No me temblaría la mano.
IX De vuelta en casa, Laievski y Nadezhda Fiódorovna entraron en sus habitaciones oscuras, sofocantes y desangeladas. Los dos callaban. Laievski encendió una vela; Nadezhda Fiódorovna, por su parte, se sentó y, sin quitarse el abrigo y el sombrero, levantó hasta él sus ojos tristes y culpables. Laievski comprendió que ella estaba esperando una explicación; pero explicarse habría sido tedioso, inútil y fatigoso; por otro lado, le apenaba no haber podido contenerse y haberle dicho esa grosería. Casualmente palpó en el bolsillo la carta que a diario se proponía leerle y pensó que, si se la mostrara en ese momento, conseguiría que sus pensamientos tomaran otro rumbo. «Es hora de que aclaremos nuestras relaciones —pensó—. Se la daré, y que pase lo que tenga que pasar». Sacó la carta y se la tendió. —Léela. Te concierne. Y, tras pronunciar esas palabras, se retiró a su despacho y se tumbó a oscuras en el sofá, sin coger siquiera un cojín. Cuando leyó la carta, Nadezhda Fiódorovna tuvo la impresión de que el techo se hundía y las paredes la aplastaban. De pronto todo le pareció opresivo, tenebroso y terrible. Se santiguó tres veces con gestos bruscos y murmuró: —Descanse en paz… Descanse en paz… Y se echó a llorar. —¡Vania! —llamó—. ¡Iván Andreich! No obtuvo respuesta. Creyendo que Laievski había entrado y estaba detrás de la silla, se puso a sollozar como una niña y dijo: —¿Por qué no me has dicho antes que había muerto? No hubiera participado en la excursión, no me habría reído de ese modo atroz… Los hombres me han dicho vulgaridades. ¡Qué pecado, qué pecado! Sálvame, Vania, sálvame… Me he vuelto loca… Estoy perdida… Laievski oía sus sollozos. Sentía una suerte de ahogo y su corazón latía con fuerza. Lleno de angustia, se levantó, se detuvo en medio de la habitación, buscó a tientas el sillón que había junto a la mesa y se sentó. «Esto es una cárcel —pensó—. Tengo que marcharme… No puedo más…». Ya era tarde para ir a jugar a las cartas y en la ciudad no había restaurantes. Volvió a tumbarse y se tapó las orejas para no escuchar los sollozos, y de repente cayó en la cuenta de que podía ir a casa de Samóilenko. Para no pasar al lado de Nadezhda Fiódorovna, salió por la ventana al jardín, atravesó la cerca y echó a andar por la calle. Estaba oscuro. Acababa de llegar un vapor, a juzgar por las luces un gran navío de pasajeros… La cadena del ancla chirrió. Desde la orilla se acercaba veloz al vapor una lucecilla roja: era la lancha de los aduaneros. «Los pasajeros duermen en las cabinas…», pensó Laievski, sintiendo envidia de la serenidad ajena. En casa de Samóilenko las ventanas estaban abiertas. Laievski se quedó mirando una, luego otra: en las habitaciones reinaban la oscuridad y el silencio. —¿Estás durmiendo, Aleksandr Davídich? —llamó—. ¡Aleksandr Davídich! Se oyó una tos y una exclamación inquieta. —¿Quién está ahí? ¿Quién diablos es? —Soy yo, Aleksandr Davídich. Perdona. Al cabo de unos instantes se abrió la puerta. Brilló la pálida luz de una lamparilla y apareció la enorme figura de Samóilenko, todo de blanco, con un gorro de dormir del mismo color. —¿Qué quieres? —preguntó medio dormido, respirando con dificultad y rascándose la cabeza—. Espera, voy a abrirte. —No te molestes, entraré por la ventana… Laievski se encaramó al alféizar, se acercó a Samóilenko y le cogió del brazo. —¡Aleksandr Davídich —dijo con voz temblorosa—, sálvame! ¡Te lo ruego, te lo suplico, trata de comprenderme! Mi situación es insoportable. Si se prolonga un par de días más, me ahorcaré como… como se ahorca a un perro. —Espera… ¿De qué me estás hablando? —Enciende una vela. —Ay, ay… —suspiró Samóilenko, obedeciéndole—. Dios mío, Dios mío… Ya es más de la una, amigo. —Perdona, pero no puedo quedarme en casa —dijo Laievski, a quien la luz y la presencia de Samóilenko procuraron un gran alivio—. Eres mi mejor amigo, mi único amigo, Aleksandr Davídich… En ti tengo depositadas todas mis esperanzas. Lo quieras o no, debes echarme una mano. He de marcharme de aquí a cualquier precio. ¡Préstame algo de dinero! —¡Ah, Dios mío, Dios mío! —suspiró Samóilenko, rascándose de nuevo—. Estaba a punto de dormirme y de pronto oí el silbido de un vapor que entraba en el puerto, y ahora apareces tú… ¿Cuánto necesitas? —Unos trescientos rublos por lo menos. Tengo que dejarle cien a ella y yo necesito doscientos para el viaje… Te debo ya cerca de cuatrocientos, pero te lo enviaré todo… todo… Samóilenko se cogió con una mano ambas patillas, abrió las piernas y se quedó pensativo. —A ver… —murmuraba, sumido en sus cavilaciones—. Trescientos… Sí… Pero no tengo tanto. Habrá que pedírselo a alguien. —¡Pues hazlo, por el amor de Dios! —dijo Laievski, viendo por la expresión de Samóilenko que su amigo estaba dispuesto a facilitarle ese dinero y que, de una u otra manera, se lo procuraría—. Pídeselo prestado a alguien y yo te lo devolveré sin falta. En cuanto llegue a San Petersburgo, te lo enviaré. De eso puedes estar seguro. Oye, Sasha — añadió, animándose—, podíamos beber un poco de vino. —Sí… Por qué no. Ambos se dirigieron al comedor. —¿Y qué va a ser de Nadezhda Fiódorovna? —preguntó Samóilenko, poniendo sobre la mesa tres botellas y un plato de melocotones—. ¿Va a quedarse aquí? —Me ocuparé de todo, me ocuparé de todo… —dijo Laievski, sintiéndose anegado por una alegría inesperada—. Le enviaré dinero más tarde y se reunirá conmigo… Allí aclararemos nuestras relaciones. A tu salud, amigo. —¡Espera! —exclamó Samóilenko—. Primero prueba esto… Es de mi propio viñedo. Esta, en cambio, es una botella del viñedo de Navaridze y esa del de Ajatúlov… Prueba los tres tipos y dime sinceramente… El mío parece un poco ácido, ¿no es verdad? —Sí… Tu compañía ha sido un gran consuelo, Aleksandr Davídich. Gracias… He vuelto a la vida. —¿Lo encuentras ácido? —Yo qué sé. Al diablo con eso. Eres un hombre estupendo, maravilloso. Al contemplar su rostro pálido, agitado y bondadoso, Samóilenko se acordó de la opinión de von Koren sobre la necesidad de eliminar a las personas como él, y Laievski le pareció un niño débil e indefenso, al que cualquiera podía ofender y aniquilar. —Cuando vuelvas al norte, reconcíliate con tu madre —dijo—. No podéis seguir así. —Sí, sí, lo haré sin falta. Guardaron silencio un rato. Cuando terminaron la primera botella, Samóilenko dijo: —También deberías reconciliarte con von Koren. Ambos sois personas excelentes e inteligentísimas, y en cambio os miráis como lobos. —Sí, es un hombre excelente e inteligentísimo —convino Laievski, que en esos momentos estaba dispuesto a alabar y perdonar a todo el mundo—. Un hombre notable, pero me resulta imposible tratar con él. ¡Imposible! Nuestras naturalezas son demasiado diferentes. Con mi temperamento débil, apocado, complaciente, quizá en un momento propicio podría tenderle la mano, pero él me daría la espalda… con desprecio —Laievski se tomó un trago de vino, se puso a pasear de un lado a otro y al final se detuvo en medio de la habitación—. Comprendo perfectamente a von Koren. Tiene un carácter fuerte, decidido, despótico. Como ya sabes, está siempre hablando de esa expedición, y no son palabras vacías. Necesita el desierto, una noche de luna: alrededor, en las tiendas y bajo el cielo raso, hambrientos y enfermos, extenuados por la fatigosa marcha, duermen sus cosacos, sus guías, sus porteadores, el médico y el sacerdote; él es el único que no duerme: como Stanley, sentado en una silla plegable, se siente el rey del desierto y el amo de esos hombres. Él sigue adelante, avanza sin parar, no se sabe adónde; sus hombres gimen y mueren uno tras otro. Pero él sigue, sigue adelante; al final muere también él, pero queda como déspota y rey del desierto, pues la cruz de su tumba, que las caravanas ven a treinta y cuarenta millas de distancia, domina todo ese espacio vacío. Lamento que ese hombre no haya ingresado en el ejército. Sería un caudillo excelente, genial. Sería capaz de hundir en el río a su caballería para hacer un puente de cadáveres, y esas gestas son más necesarias en la guerra que todas las tácticas y fortificaciones. ¡Ah, lo entiendo perfectamente! Dime, ¿por qué languidece en un lugar como este? ¿Qué se le ha perdido aquí? —Está estudiando la fauna marina. —No. ¡No, amigo, no! —exclamó Laievski con un suspiro—. Un científico que iba en el vapor me contó que la fauna del Mar Negro es muy pobre y que en sus profundidades hay un exceso de ácido sulfúrico que impide la existencia de vida orgánica. Todos los zoólogos serios trabajan en las estaciones biológicas de Nápoles o Villefrance. Pero von Koren es independiente y testarudo: trabaja en el Mar Negro porque nadie trabaja aquí. Ha roto con la universidad, no quiere saber nada de los científicos ni de los colegas, porque ante todo es un déspota, y sólo después, un zoólogo. Ya verás cómo hace algo grande. Ya está soñando con desterrar de nuestras universidades la intriga y la mediocridad y con meter en cintura a los científicos en cuanto regrese de su expedición. El despotismo en la ciencia es tan fuerte como en la guerra. Ya es el segundo verano que pasa en este villorrio apestoso porque prefiere ser el primero en una aldea antes que el segundo en una ciudad. Aquí es un rey, un águila. Amedrenta a todos los habitantes y los oprime con su autoridad. Los tiene a todos en un puño, se inmiscuye en asuntos ajenos, se mete en todo y todo el mundo le teme. Yo no caigo en sus garras, y él se da cuenta y me odia. ¿No te ha dicho que habría que eliminarme o enviarme a trabajos forzados? —Sí —respondió Samóilenko, sonriendo. Laievski también sonrió y bebió un trago de vino. —Sus ideales también son despóticos —dijo, riéndose y mordiendo un melocotón—. El común de los mortales, cuando habla del bien general, tiene en mente a su prójimo: a ti, a mí, en resumidas cuentas, al hombre. Para von Koren, en cambio, los hombres son insectos, nulidades, criaturas demasiado insignificantes para constituir el fin de su vida. Trabajador incansable, emprenderá su expedición y se dejará la vida en el empeño, pero no en nombre del amor al prójimo, sino de abstracciones como la humanidad, las generaciones futuras, la raza humana ideal. Se preocupa de la mejora de la raza humana, y en ese sentido para él no somos más que esclavos, carne de cañón, bestias de carga; a algunos los eliminaría o los enviaría a trabajos forzados; a otros los metería en vereda, los obligaría, como Arakchéiev, a levantarse y acostarse a toque de tambor; pondría eunucos para salvaguardar nuestra castidad y moralidad, les ordenaría disparar sobre cualquiera que se saliera del círculo de nuestra estrecha moral conservadora, y todo eso en nombre del mejoramiento de la especie humana… Pero ¿qué es la especie humana? Una ilusión, un espejismo… Los déspotas siempre han sido unos ilusos. Yo entiendo perfectamente a von Koren, amigo. Lo aprecio y no niego su importancia. El mundo se mantiene en pie gracias a personas como él; si nos encargaran a nosotros solos de su custodia, a pesar de nuestra bondad y nuestras buenas intenciones, haríamos lo mismo que las moscas han hecho en este cuadro. Sí —Laievski se sentó al lado de Samóilenko y añadió con sincera emoción—: ¡Yo soy un hombre vacío, insignificante, acabado! El aire que respiro es vino, es amor; en definitiva, hasta ahora he comprado la vida al precio de la mentira, la ociosidad y la cobardía. Hasta la fecha no he hecho otra cosa que engañar a los demás y engañarme a mí mismo, y he sufrido por ello, pero mis sufrimientos han sido vulgares y deleznables. Ante el odio de von Koren doblo la espalda avergonzado, porque de vez en cuando yo mismo me odio y me desprecio —Laievski, de nuevo muy agitado, empezó a dar vueltas de un rincón al otro de la habitación y al final añadió—: Me alegra ver con claridad mis defectos y reconocerlos. Eso me ayudará a emprender una nueva vida, a convertirme en otra persona. ¡Si supieras con qué pasión y con qué angustia anhelo esa regeneración, amigo mío! ¡Te juro que volveré a ser un hombre! ¡Te lo juro! No sé si hablo bajo los efectos del vino o es verdad lo que digo, pero tengo la sensación de que hacía mucho tiempo que no conocía unos momentos tan radiantes y puros como estos. —Es hora de dormir, amigo… —comentó Samóilenko. —Sí, sí… Perdona. Ya me voy —Laievski se puso a rebuscar por los muebles y las inmediaciones de las ventanas, pues no se acordaba de dónde había dejado su gorra—. Gracias… —balbuceó, suspirando—. Gracias… El afecto y una palabra amable valen más que cualquier limosna. Me has devuelto a la vida —cuando encontró su gorra, se detuvo y se quedó mirando a Samóilenko con aire culpable—: ¡Aleksandr Davídich! —dijo con voz suplicante. —¿Qué? —¡Permíteme que pase la noche en tu casa, amigo! —Bueno… ¿por qué no? Laievski se tumbó en el sofá y se quedó conversando un buen rato con el médico.
X Dos o tres días después de la excursión, Maria Konstantínovna se presentó inesperadamente en casa de Nadezhda Fiódorovna y, sin saludarla ni quitarse el sombrero, le cogió ambas manos, las apretó contra su pecho y exclamó, presa de la mayor agitación: —Querida mía, me he quedado anonadada, estupefacta. Nuestro amable y simpático doctor le comunicó ayer a mi Nikodim Aleksándrich que al parecer su marido ha fallecido. Dígame, querida… ¿es verdad? —Sí, es verdad, ha fallecido —respondió Nadezhda Fiódorovna. —¡Es terrible, terrible, querida! Pero no hay mal que por bien no venga. Su marido seguramente era un hombre maravilloso, admirable, un santo, y las personas así son más necesarias en el cielo que en la tierra —todos los rasgos y facciones de su rostro se estremecieron, como si bajo la piel se le hubieran clavado unas agujas diminutas; luego esbozó una sonrisa meliflua y dijo con entusiasmo, toda sofocada—: Ahora es usted libre, querida. Puede llevar la cabeza bien alta y mirar de frente, con atrevimiento, a todo el mundo. De hoy en adelante Dios y los hombres bendecirán su unión con Iván Andreich. ¡Qué maravilla! Tiemblo de alegría, no encuentro palabras. Yo seré su madrina, querida… Con lo que la apreciamos Nikodim Aleksándrich y yo, debe usted permitirnos que bendigamos su unión pura y legal. ¿Cuándo piensan ustedes casarse? —Todavía no he pensado en esa cuestión —dijo Nadezhda Fiódorovna, liberando sus manos. —No es posible, querida. ¡Claro que lo ha pensado! ¡Cómo no va a pensarlo! —Le juro que no —afirmo Nadezhda Fiódorovna, riéndose—. ¿Para qué íbamos a casarnos? No veo ninguna necesidad. Seguiremos viviendo como hasta ahora. —Pero ¡qué dice! —se horrorizó Maria Konstantínovna—. ¡Qué dice usted, por el amor de Dios! —Las cosas no irían mejor si nos casáramos; al contrario, empeorarían, porque perderíamos nuestra libertad. —¡Querida! ¿Qué está usted diciendo, querida? —gritó Maria Konstantínovna, retrocediendo un paso y levantando las manos en señal de asombro—. ¡Qué extravagante es usted! ¡Dese cuenta de lo que hace! ¡Ya es hora de que siente la cabeza! —¿Y por qué debo sentar la cabeza? ¡Aún no he empezado a vivir, y me pide usted que siente la cabeza! Nadezhda Fiódorovna recordó que en verdad aún no había empezado a vivir. Al acabar sus estudios en el internado, se había casado con un hombre al que no quería, luego se unió a Laievski, con quien había pasado todo el tiempo en aquel aburrido y desierto rincón de la costa, en espera de algo mejor. ¿Acaso se podía llamar vida a eso? «En cualquier caso, deberíamos casarnos…», pensó, pero, acordándose de Kirilin y de Achmiánov, se ruborizó y dijo: —No, no es posible. Aunque Iván Andreich me lo pidiera de rodillas, me negaría. Maria Konstantínovna estuvo un momento en el sofá sin pronunciar palabra, apenada, seria, la mirada fija en un punto; luego se levantó y declaró con frialdad: —¡Adiós, querida! Perdone que la haya molestado. Aunque no me resulta fácil, debo decirle que a partir de este momento todo ha terminado entre nosotras y que, a pesar de mi profunda estima por Iván Andreich, la puerta de mi casa está cerrada para ustedes —lo dijo con solemnidad, y ella misma quedó consternada de la severidad de su tono. Su rostro volvió a estremecerse, adquirió una expresión dulce y meliflua. Tendió las dos manos a Nadezhda Fiódorovna, que estaba asustada y confusa, y le dijo con voz suplicante—: ¡Querida, permítame que desempeñe por un instante el papel de su madre o de su hermana mayor! Seré tan sincera con usted como una madre. A Nadezhda Fiódorovna la embargó tan sentimiento de calor, alegría y compasión por sí misma como si en verdad su madre hubiera resucitado y estuviera delante de ella. Abrazó de improviso a Maria Konstantínovna y apretó el rostro contra su hombro. Ambas se echaron a llorar. Luego se sentaron en el sofá y pasaron unos minutos sollozando, sin mirarse y sin fuerzas para pronunciar una sola palabra. —Querida, niña mía —empezó Maria Konstantínovna—, voy a decirle verdades muy crudas, sin callarme nada. —¡Hágalo, por el amor de Dios! —Confíe en mí, querida, recuerde que de todas las señoras de la ciudad soy la única que la ha recibido en su casa. Desde el día en que la vi me inspiró usted horror, pero me faltó valor para tratarla con desprecio, como los demás. Sufría por el noble y bondadoso Iván Andreich como por un hijo. Un hombre joven e inexperto en una tierra extraña, débil, lejos de su madre… ¡Ah, cuánto he sufrido por él! Mi marido no quería tratos de ningún tipo, pero yo insistí… Lo convencí… Empezamos a invitar a Iván Andreich, y, por tanto, también a usted, pues de otro modo él se habría ofendido. Tengo una hija y un hijo… Ya sabe usted: la tierna inteligencia infantil, el corazón puro… «Quien escandalice a uno de estos pequeños» [25]… La recibía a usted y temblaba por mis hijos. Ah, cuando sea usted madre, entenderá mis temores. Todos se sorprendían de que la recibiera como si fuera usted una mujer decente, perdone que se lo diga, y me daban a entender… Bueno, ya puede figurárselo: rumores, hipótesis… En lo más profundo de mi alma la censuraba, pero era usted desdichada, digna de lástima, extravagante, y yo sentía compasión. —Pero ¿por qué? ¿Por qué? —preguntó Nadezhda Fiódorovna, temblando de pies a cabeza—. ¿Qué mal le he hecho a nadie? —Es usted una grandísima pecadora. Ha roto la promesa que le hizo a su marido delante del altar. Ha seducido a un excelente muchacho que tal vez, de no haberla conocido, se habría unido de por vida a una compañera legítima, eligiendo a una joven de buena familia y de su círculo, y ahora sería un hombre como los demás. Ha arruinado su juventud. ¡No diga nada, no diga nada, querida! No creo que los hombres tengan la culpa de nuestros pecados. La culpa es siempre de las mujeres. Los hombres son muy ingenuos en la vida diaria, le hacen más caso a la cabeza que al corazón, y no comprenden muchas cosas; en cambio, la mujer lo comprende todo. Todo depende de ella. Se le concede mucho y, por tanto, también se le exige mucho. Ah, querida, si en ese sentido la mujer fuese más necia o débil que el hombre, Dios no le habría confiado la educación de los hijos. Además, querida, ha entrado usted en la senda del vicio, ha olvidado todo decoro; otra en su lugar se habría ocultado de los demás, se habría encerrado en casa, y la gente sólo la habría visto en el templo de Dios, pálida, vestida toda de negro, llorosa, de suerte que cualquier día habría dicho con sincera aflicción: «Oh, Dios, este ángel pecador ha vuelto de nuevo a ti…». Pero usted, querida, ha olvidado todo recato, ha vivido a la plena luz del día, de la manera más extravagante, como enorgulleciéndose de su pecado, pasándoselo a lo grande, riéndose a carcajadas. Yo, al verla, temblaba de espanto y temía que un rayo del cielo destruyese nuestra casa cuando estaba usted allí. ¡No diga nada, querida, no diga nada! —gritó Maria Konstantínovna, advirtiendo que Nadezhda Fiódorovna quería decir algo—. Confíe en mí; no voy a engañarla ni ocultaré a su alma una sola verdad. Escúcheme, querida… Dios señala a los grandes pecadores y a usted la ha señalado. ¡Recuerde esos vestidos tan horribles que se pone! —Nadezhda Fiódorovna, que siempre había tenido la mejor opinión de sus vestidos, dejó de llorar y se la quedó mirando con estupor—. ¡Sí, horribles! —prosiguió Maria Konstantínovna—. Por lo rebuscado y llamativo de su indumentaria cualquiera podía juzgar su conducta. Todos, al verla, se reían y se encogían de hombros, y yo sufría, sufría… Y perdóneme que se lo diga, querida, pero va usted bastante sucia. Cada vez que nos encontrábamos en los baños, me echaba a temblar. El vestido puede pasar, pero la enagua, la camisa… ¡Me ponía colorada, querida! Al pobre Iván Andreich nadie le hacía el nudo de la corbata como es debido, y en su ropa y sus zapatos se veía que en casa nadie se ocupaba del infeliz. Además, tesoro mío, siempre estaba muerto de hambre; no es de extrañar que se gastara la mitad del sueldo en el pabellón, ya que en su hogar nadie se preocupaba de prepararle el samovar y el café. ¡Y su casa es un horror, un verdadero horror! En toda la ciudad no hay nadie que tenga moscas, en cambio aquí no la dejan a una en paz, y todos los platos y platillos están negros. Y mire, las ventanas y las mesas están llenas de polvo, de moscas muertas, de vasos… ¿Qué hacen ahí esos vasos? Con la hora que es, y no ha recogido usted la mesa, querida. En cuanto a su dormitorio, hasta da vergüenza entrar: ropa blanca tirada por todas partes, objetos de tocador colgados de las paredes, tazas aquí y allá… ¡Querida! El marido no debe saber nada y la mujer debe presentarse ante él pura como un angelito. Yo me levanto cada mañana en cuanto amanece y me lavo con agua fría para que mi Nikodim Aleksándrich no me vea con cara de haber dormido. —Eso son naderías —dijo Nadezhda Fiódorovna estallando en sollozos—. Si al menos fuese feliz, pero ¡soy tan desdichada…! —¡Sí, sí, es usted muy desdichada! —suspiró Maria Kosntantínovna, haciendo un esfuerzo por no llorar—. ¡Y le esperan en el futuro desgracias terribles! Una vejez solitaria, enfermedades y luego tendrá que responder en el Juicio Final… ¡Qué horror, qué horror! Ahora el propio destino le tiende la mano en señal de ayuda y usted la rechaza de la manera más insensata. ¡Cásense, cásense cuanto antes! —Sí, sería lo mejor, lo mejor —dijo Nadezhda Fiódorovna—, pero no es posible. —¿Por qué? —¡No es posible! ¡Ah, si supiera usted! Nadezhda Fiódorovna sintió deseos de contarle el asunto de Kirilin y de confesarle que la tarde anterior se había encontrado con el joven y apuesto Achmiánov y se le había pasado por la cabeza la idea descabellada y ridícula de saldar la deuda de trescientos rublos, que esa idea le había hecho mucha gracia y que había vuelto a casa muy tarde, sintiendo que se había convertido irremediablemente en una mujer depravada y venal. Ni ella misma sabía cómo había ocurrido. Y ahora quería jurar ante Maria Konstantínovna que pagaría la deuda sin falta, pero los sollozos y la vergüenza le impedían hablar. —Me marcharé de aquí —dijo—. Iván Andreich puede quedarse, pero yo me marcho. —¿Adónde? —A Rusia. —¿Y de qué va a vivir? No tiene usted nada. —Me ocuparé de alguna traducción o… abriré una pequeña biblioteca… —Déjese de fantasías, querida. Para abrir una biblioteca se necesita dinero. Bueno, ahora voy a dejarla. Tranquilícese, piense en lo que le he dicho y mañana, ya más alegre, venga a verme. ¡Será estupendo! Bueno, adiós, angelito. Déjeme que le dé un beso. Maria Konstantínovna besó a Nadezhda Fiódorovna en la frente, hizo sobre ella la señal de la cruz y salió en silencio. Reinaba ya la oscuridad, y Olga había encendido la luz en la cocina. Sin dejar de llorar, Nadezhda Fiódorovna pasó al dormitorio y se tumbó en la cama, presa de un violento acceso de fiebre. A continuación se desnudó, tiró el vestido a un lado y se hizo un ovillo debajo de la manta. Tenía sed, pero no había nadie que pudiera llevarle un vaso. —¡Lo restituiré! —se dijo, y en medio del delirio se imaginó que estaba sentada al lado de una enferma, en la que se reconocía a sí misma—. Lo restituiré. Sería estúpido pensar que yo, por dinero… Me marcharé y le enviaré el dinero desde San Petersburgo. Primero cien… luego cien más… y después los cien restantes… Ya bien entrada la noche llegó Laievski. —Primero cien… —le dijo Nadezhda Fiódorovna—, luego cien más… —Deberías tomar quinina —dijo él, y pensó: «Mañana miércoles sale el barco, pero no me marcharé. Eso significa que tendré que quedarme aquí hasta el sábado». Nadezhda Fiódorovna se puso de rodillas en la cama. —¿He dicho algo? —preguntó, sonriendo y entornando los ojos, porque le molestaba la luz de la vela. —No. Mañana por la mañana habrá que llamar al médico. Duerme —cogió un almohadón y se dirigió a la puerta. Desde que había tomado la resolución definitiva de marcharse y abandonar a Nadezhda Fiódorovna, había empezado a compadecerse de ella y a sentirse culpable. Se avergonzaba en su presencia, como sucede delante de un caballo viejo o enfermo al que se ha decidido sacrificar. Se detuvo en el umbral y se volvió para mirarla—. En la excursión estaba enfadado y te dije una grosería. Perdóname, por el amor de Dios. Y, tras pronunciar esas palabras, pasó a su despacho y se tumbó, pero tardó mucho tiempo en conciliar el sueño. A la mañana siguiente, cuando Samóilenko, luciendo su uniforme de gala, con charreteras y condecoraciones, como exigía la jornada festiva, salió del dormitorio de Nadezhda Fiódorovna, después de tomarle el pulso y examinarle la lengua, Laievski, que estaba en el umbral, le preguntó con preocupación: —Bueno, ¿qué me dices? Su rostro expresaba terror, extrema inquietud y al tiempo cierta esperanza. —Tranquilízate, no es nada grave —dijo Samóilenko—. Una simple fiebre. —No me refiero a eso —exclamó con impaciencia Laievski, frunciendo el ceño—. ¿Has conseguido el dinero? —Perdóname, amigo mío —susurró Samóilenko, volviéndose hacia la puerta, todo confuso—. ¡Perdóname, por el amor de Dios! Nadie tiene dinero disponible y he tenido que ir pidiendo cinco rublos a uno, diez a otro… En total he reunido ciento diez. Hoy hablaré con alguien más. Ten paciencia. —Pero ¡la fecha límite es el sábado! —musitó Laievski, temblando de inquietud—. ¡Por todos los santos, debes tenerlo antes del sábado! Si no me marcho el sábado, ya no necesitaré nada… ¡nada! ¡No entiendo cómo a un médico puede faltarle dinero! —Eres muy libre de no creerme —murmuró Samóilenko con apresuramiento y cierta tensión, y de su garganta salió un débil chillido—. Lo he prestado todo, me deben siete mil, he contraído deudas por todas partes. ¿Acaso es culpa mía? —Entonces los reunirás para el sábado, ¿verdad? —Lo intentaré. —¡Te lo suplico, amigo mío! ¡Si tuviera el dinero en mano el viernes por la mañana…! Samóilenko se sentó, recetó una solución de quinina, kalii bromati, tintura de ruibarbo, tincturae gentianae y aquae foeniculi, todo ello en una mixtura, a la que había que añadir un poco de jarabe de rosa para que no resultase tan amarga, y se marchó.
XI —Por la expresión de tu cara se diría que vienes a arrestarme —dijo von Koren cuando vio entrar en su habitación a Samóilenko con uniforme de gala. —Pasaba por aquí y he pensado: «Voy a hacerle una visita a la zoología» —dijo Samóilenko, sentándose junto a una gran mesa que se había fabricado el propio zoólogo uniendo unos simples tablones—. ¡Buenos días, reverendo padre! —saludó al diácono, que estaba sentado al lado de la ventana, copiando un papel—. Me quedaré un momento y me iré corriendo a casa a preparar la comida. Ya es hora… ¿No les estaré molestando? —En absoluto —respondió el zoólogo, depositando sobre la mesa unas cuartillas escritas con letra menuda—. Estamos haciendo unas copias. —Ya… Ah, Dios mío, Dios mío… —suspiró Samóilenko, acercando con mucho cuidado un libro lleno de polvo en el que había un falangio muerto y seco, y comentando a continuación—: ¡Vaya! Imagínate que un escarabajo verde va por su camino y de golpe se encuentra con semejante monstruo. ¡Me imagino el miedo que pasará! —Sí, supongo. —¿El veneno es para defenderse de sus enemigos? —Para defenderse y también para atacar. —Ya, ya, ya… Todo en la naturaleza tiene un sentido y una explicación, amigos míos —suspiró Samóilenko—. Pero hay una cosa que no entiendo. Haz el favor de explicármelo, tú que eres tan inteligente. Como sabes, hay unos animalillos no mayores que una rata, muy bonitos de aspecto, pero viles y dañinos en grado sumo, te lo digo yo. Uno de esos animalillos, supongamos, va por el bosque, ve un pajarillo, lo caza y se lo come. Sigue adelante y encuentra entre la hierba un nido con huevos; ya no tiene hambre, está saciado, pero de todos modos muerde un huevo y arroja los demás del nido con una pata. Luego se topa con una rana y se pone a juguetear con ella. Después de atormentarla, se relame y sigue adelante, hasta que tropieza con un escarabajo, al que propina un golpe con una pata… Va destruyendo y estropeando cuanto encuentra a su paso… Penetra en madrigueras ajenas, destroza sin motivo los hormigueros, aplasta los caracoles… Si se encuentra con una rata, lucha con ella; si ve una culebra o un ratoncillo, no deja de ahogarlos. Y así el día entero. Bueno, dime, ¿para qué sirve un animalejo de ese tipo? ¿Para qué ha sido creado? —No sé a qué animal te refieres —dijo von Koren—. Probablemente se trata de un insectívoro. ¿Qué es lo que no entiendes? El pájaro ha caído en sus manos porque ha sido imprudente; el nido con los huevos lo ha destrozado porque el ave no ha sido habilidosa, lo ha construido mal y no ha sabido camuflarlo. En cuanto a la rana, probablemente presenta alguna particularidad en la pigmentación, de otro modo no la habría visto. Y así todo lo demás. Tu animalillo destruye sólo a los débiles, a los menos hábiles, a los incautos; en definitiva, a aquellos ejemplares con algún defecto que la naturaleza no considera necesario transmitir a las generaciones futuras. Sólo sobreviven los más aptos, los más precavidos, los más fuertes y evolucionados. De modo que tu animalillo, sin sospecharlo siquiera, sirve a los supremos fines del perfeccionamiento de la especie. —Sí, sí, sí… A propósito, amigo —dijo Samóilenko con desenvoltura—. Préstame cien rublos. —Vale. Entre los insectívoros hay especies interesantísimas. Por ejemplo, el topo. Se dice que es útil porque acaba con los insectos nocivos. Cuentan que un alemán envió al emperador Guillermo I un abrigo de piel de topo y que el emperador ordenó que lo amonestaran por haber acabado con tantos animales útiles. Pero lo cierto es que el topo no es, ni de lejos, menos cruel que tu animalejo y, además, resulta muy perjudicial, porque estropea completamente los prados —von Koren abrió con llave un cofrecillo y sacó un billete de cien rublos—. El topo tiene una poderosa caja torácica, como el murciélago — prosiguió, mientras cerraba el cofrecillo—, huesos y músculos extremadamente desarrollados y una boca de una fuerza impresionante. Si alcanzara las dimensiones de un elefante, sería un animal indestructible, capaz de destrozarlo todo. Es curioso que, cuando dos topos se encuentran bajo tierra, ambos, como si se hubieran puesto de acuerdo, empiezan a allanar un pequeño espacio para luchar más cómodamente. Una vez listo, se enzarzan en una batalla cruel que no concluye hasta que el más débil sucumbe. Toma los cien rublos —dijo von Koren, bajando el tono de su voz—, pero a condición de que no sean para Laievski. —¿Y qué pasa si fueran para Laievski? —pregunto irritado Samóilenko—. ¿A ti qué te importa? —Si son para Laievski, no puedo dártelos. Ya sé que te gusta prestar dinero. Hasta al bandido Kerim le harías un préstamo si te lo pidiese. Perdóname, pero si es para eso no puedo ayudarte. —¡Sí, te los pido para Laievski! —dijo Samóilenko, poniéndose en pie y agitando la mano derecha—. ¡Sí! ¡Para Laievski! Y ningún demonio ni diablo tiene derecho a darme lecciones de cómo debo disponer de mi dinero. ¿Vas a prestármelos o no? El diácono se echó a reír. —En vez de enfadarte, vale más que razones —dijo el zoólogo—. Hacer un favor al señor Laievski es tan estúpido, en mi opinión, como regar la maleza o dar de comer a las langostas. —¡Pues yo creo que estamos obligados a ayudar a nuestros semejantes! —gritó Samóilenko. —¡En tal caso ayuda a ese turco muerto de hambre que está tirado al pie de la valla! Es un trabajador y, por tanto, más útil y necesario que tu Laievski. ¡Entrégale estos cien rublos! ¡U ofréceme cien rublos para mi expedición! —¿Me los vas a dar o no? —Dime con franqueza: ¿para qué necesita el dinero? —No es un secreto. Debe marcharse el sábado a San Petersburgo. —¡Ya veo! —dijo von Koren, arrastrando las palabras—. ¡Ah! Ahora lo entiendo. ¿Y ella se marcha con él o se queda? —De momento se queda. Él arreglará sus asuntos en San Petersburgo y le enviará el dinero para que también se vaya ella. —¡Qué listo!… —dijo el zoólogo con su voz de tenor, acompañando el comentario de una breve risita—. ¡Qué listo! Muy bien pensado —se acercó con pasos veloces a Samóilenko y, cara a cara con él, lo miró a los ojos y le preguntó—: Dime la verdad: ¿ha dejado de quererla? ¿Eh? Habla. ¿Ha dejado de quererla? ¿Eh? —Sí —confesó Samóilenko, cubierto de sudor. —¡Qué repugnante es todo esto! —dijo von Koren, y la expresión de su rostro reflejaba el asco que sentía—. Una de dos, Aleksandr Davídich: o estás tramando algo con él o, perdona que te lo diga, eres un pánfilo. ¿Es que no entiendes que te está engañando como si fueras un niño, de la manera más desvergonzada? Está más claro que el agua que quiere separarse de ella y abandonarla aquí. Ella quedará a tu cargo y luego tendrás que mandarla a San Petersburgo a tu costa, no te quepa duda. ¿Será posible que tu maravilloso amigo te haya cegado con sus méritos hasta el punto de que no veas las cosas más sencillas? —Sólo son suposiciones tuyas —dijo Samóilenko, sentándose. —¿Suposiciones? Entonces, ¿por qué se va solo? ¿Por qué no se la lleva? Pregúntale por qué no la manda a ella primero y se marcha luego él. ¡Es un caradura redomado! Abrumado por imprevistas dudas y sospechas sobre su amigo, Samóilenko sintió de pronto que le abandonaban las fuerzas y bajó el tono. —¡No es posible! —exclamó, recordando la noche que Laievski había pasado en su casa—. ¡Sufre muchísimo! —¿Y qué? ¡También los ladrones y los incendiarios sufren! —Admitamos incluso que tengas razón… —dijo Samóilenko, pensativo—. Admitámoslo… Pero se trata de un joven que se encuentra en una tierra extraña… Es un hombre con estudios, como nosotros, y en este lugar no hay nadie, excepto nosotros, que pueda prestarle ayuda. —¿Ayudarlo a cometer una villanía sólo porque en momentos distintos acudisteis ambos a la universidad, sin que a ninguno de los dos os sirviera de mucho provecho? ¡Qué bobada! —Espera: vamos a analizar el asunto con sangre fría. Supongamos que hiciéramos lo siguiente… —sopesaba Samóilenko, moviendo los dedos—. Mira, yo le entrego el dinero, pero le exijo que me dé su palabra de honor y de caballero de que al cabo de una semana enviará el dinero para que Nadezhda Fiódorovna pueda ponerse en camino. —Y él te dará su palabra de honor, derramará incluso algunas lágrimas y acabará creyéndoselo él mismo, pero ¿qué valor tiene esa palabra? No la cumplirá y dentro de uno o dos años, cuando te encuentres con él en la avenida Nevski, del bracete de su nuevo amor, se justificará diciendo que ha sido corrompido por la civilización y que es una copia de Rudin [26] . ¡Aléjate de él, por el amor de Dios! ¡Más valdría que salieras del fango, en lugar de estar removiéndolo con las dos manos! Samóilenko se quedó pensando un momento y dijo con decisión: —De todos modos le daré el dinero. Tú puedes hacer lo que quieras, pero yo soy incapaz de negarle algo a una persona en virtud de meras suposiciones. —Muy bien. Hasta puedes darle un beso. —Así que dame los cien rublos —le rogó tímidamente Samóilenko. —No. Se produjo un silencio. Samóilenko había perdido todas las fuerzas: su rostro adoptó una expresión culpable, avergonzada, servil; en cierto modo, resultaba extraño ver esa cara apenada, confusa como la de un niño, en un hombretón con charreteras y condecoraciones. —El obispo local recorre su diócesis a caballo, no en coche —dijo el diácono, dejando la pluma—. Su aspecto, cuando va sobre la grupa, es de lo más conmovedor. Su sencillez y su modestia están llenas de una grandeza bíblica. —¿Es un buen hombre? —preguntó von Koren, que se alegraba de cambiar de tema. —Pues claro. Si no lo fuera, ¿cómo iban a haberlo consagrado obispo? —Entre los obispos hay personas muy bondadosas y dotadas —dijo von Koren—. Lo malo es que muchos de ellos tienen la debilidad de considerarse hombres de Estado. Uno se ocupa de la rusificación; otro, critica las ciencias. Y eso no es asunto suyo. Más valdría que se dejaran ver más a menudo por el consistorio. —Un laico no puede juzgar a los obispos. —¿Por qué, diácono? Los obispos son hombres igual que yo. —Iguales, pero diferentes —comentó ofendido el diácono, tomando de nuevo la pluma —. Si fuera usted igual, habría descendido sobre usted la gracia divina y sería obispo; pero, como no lo es, quiere decirse que es usted distinto. —¡No diga bobadas, diácono! —dijo Samóilenko, apenado—. Escucha lo que se me ha ocurrido —añadió, dirigiéndose a von Koren—. No me des esos cien rublos. Pero, como vas a comer en mi casa tres meses más, hasta el invierno, págame por adelantado esos tres meses. —No. Samóilenko parpadeó y se puso colorado. Maquinalmente, acercó el libro con el falangio y se quedó mirándolo, luego se levantó y cogió su gorra. Von Koren sintió pena de él. —¡Que siga usted viviendo y tratando con esa clase de señores! —dijo el zoólogo lleno de ira, dando una patada a un papel que había por el suelo—. ¡A ver si te entra en la cabeza que eso no es bondad ni amor al prójimo, sino cobardía, depravación, veneno! ¡Lo que hace la razón lo destruye vuestro corazón débil, que no sirve para nada! Cuando enfermé de tifus, siendo estudiante de bachillerato, mi tía, por compasión, me atiborró de setas en vinagre, y por poco me mata. ¡Mi tía y tú deberías comprender que el amor al prójimo no tiene su asiento en el corazón ni en el pecho ni en la cintura, sino aquí! —y von Koren se dio un golpe en la frente—. ¡Toma! —añadió, arrojándole el billete de cien rublos. —Haces mal en enfadarte, Kolia —repuso con mansedumbre Samóilenko, doblando el billete—. Te comprendo perfectamente, pero… ponte en mi lugar. —¡Una viejecita, eso es lo que eres! El diácono soltó la carcajada. —¡Escucha mi última petición, Aleksandr Davídich! —dijo con acaloramiento von Koren—. Cuando le entregues el dinero a ese granuja, ponle una condición: que se vaya con su señora o que la mande a ella primero. De lo contrario, no se lo des. Con ese tipo no puede uno andarse con contemplaciones. Díselo así; si no lo haces, te doy mi palabra de honor de que me presentaré en su oficina y lo arrojaré por la escalera; en cuanto a ti, no volveré a dirigirte la palabra. ¡Ya lo sabes! —¿Y por qué no se lo voy a decir? Será mucho más cómodo para él marcharse con ella o enviarla primero —dijo Samóilenko—. Hasta se alegrará. Bueno, adiós —se despidió afablemente y salió, pero, antes de cerrar la puerta tras él, se volvió hacia von Koren y, con una mueca terrible, comentó—: ¡Los alemanes te han echado a perder, amigo! ¡Sí! ¡Los alemanes!
XII Al día siguiente, jueves, Maria Konstantínovna celebraba el cumpleaños de Kostia. A mediodía todas sus amistades estaban invitadas a comer empanada y por la tarde, a tomar chocolate. Cuando Laievski y Nadezhda Fiódorovna aparecieron por la tarde, el zoólogo, que estaba ya en la sala tomando el chocolate, le preguntó a Samóilenko: —¿Has hablado con él? —Todavía no. —No debes andarte con cumplidos. ¡No entiendo el descaro de estos señores! Saben perfectamente lo que piensa esta familia de su relación, y sin embargo se presentan aquí. —Si tuviéramos que prestar atención a todos los prejuicios —dijo Samóilenko—, acabaríamos por no ir a ninguna parte. —¿Te parece que el rechazo de la gente al amor extramatrimonial y al libertinaje es un prejuicio? —Pues sí. Un prejuicio. Un prejuicio y una muestra de odio. Los soldados, en cuanto ven a una mujer de vida airada, se ríen a carcajadas y silban, pero ¿quiénes son ellos? —Tienen razones para silbar. ¿Es acaso un prejuicio que esas mujerzuelas estrangulen a sus hijos ilegítimos y sean condenadas a trabajos forzados o que Anna Karénina se arroje al paso de un tren o que en las aldeas embadurnen de pez las puertas de algunas casas, o que a ti y a mí, vaya usted a saber por qué, nos guste la pureza de Katia o que cualquiera sienta vagamente la necesidad de un amor puro, aun sabiendo que tal amor no existe? Eso, amigo mío, es lo único que queda de la selección natural. De no haber sido por esa fuerza oscura que regula las relaciones entre los sexos, los señores Laievski te habrían enseñado lo que es bueno, y la humanidad habría degenerado en el curso de un par de años. Laievski entró en la sala, saludó a todo el mundo y, al estrechar la mano a von Koren, esbozó una sonrisa obsequiosa. Esperó el momento oportuno y le dijo a Samóilenko: —Perdona, Aleksandr Davídich, pero tengo que decirte dos palabras. Samóilenko se levantó, le rodeó la cintura con el brazo y ambos pasaron al despacho de Nikodim Aleksándrich. —Mañana es viernes… —dijo Laievski, mordiéndose las uñas—. ¿Has conseguido lo que me prometiste? —Sólo he reunido doscientos diez rublos. El resto lo tendré hoy o mañana. No te preocupes. —¡Gracias a Dios!… —suspiró Laievski, y las manos le temblaron de alegría—. Me has salvado, Aleksandr Davídich. Te juro por Dios, por mi felicidad y por lo que quieras que te enviaré este dinero en cuanto llegue, así como lo que te debo de antes. —Mira, Vania… —dijo Samóilenko, asiéndolo por un botón de la chaqueta y ruborizándose—. Perdona que me inmiscuya en tus asuntos personales, pero… ¿por qué no te llevas a Nadezhda Fiódorovna? —Pero ¿no te das cuenta de que no es posible, hombre de Dios? Uno de los dos tiene que quedarse sin falta; de otro modo, los acreedores pondrían el grito en el cielo. Debo setecientos rublos en las tiendas, si no más. En cuanto les envíe el dinero y les tape la boca, ella podrá marcharse. —Ya… Pero ¿no sería mejor que se fuera ella primero? —¡Ah, Dios mío! Pero ¿no ves que es imposible? —exclamó Laievski, aterrorizado—. ¿Qué va a hacer una mujer allí sola? ¿Qué sabe ella? Sería perder el tiempo y gastar dinero en vano. «Es razonable…», pensó Samóilenko, pero en ese momento recordó la conversación con von Koren, bajó la mirada y dijo con aire sombrío: —No estoy de acuerdo contigo. O te marchas con ella o la envías a ella primero. De otro modo… de otro modo no te daré el dinero. Es mi última palabra… Retrocedió un paso, empujó la puerta con la espalda y pasó a la sala, todo colorado y presa de una terrible confusión. «Viernes… viernes —pensaba Laievski, volviendo también a la sala—. Viernes…». Le sirvieron una taza de chocolate. Estaba tan caliente que se quemó los labios y la lengua. No hacía más que decirse: «Viernes… viernes…». Por alguna razón, esa palabra no se le iba de la cabeza; sólo podía pensar en que era viernes, y de lo único que estaba seguro, aunque no era la cabeza la que se lo decía, sino el corazón, era de que el sábado no se marcharía. Ante él estaba Nikodim Aleksándrich, de punta en blanco, con los cuatro pelos peinados sobre las sienes, ofreciéndole algo de comer: —Haga el favor de servirse… Maria Konstantínovna enseñaba a los invitados las notas de Katia y decía, alargando las palabras: —¡En estos tiempos estudiar es tremendamente difícil! Exigen un montón de cosas… —¡Mamá! —gemía Katia, tan avergonzada de los elogios que no sabía dónde meterse. También Laievski examinó las calificaciones y las alabó. Religión, lengua rusa, comportamiento… Los sobresalientes y los notables saltaron ante sus ojos, y todo ello, junto con esa obsesión por la palabra «viernes», los cuatro pelos de Nikodim Aleksándrich peinados sobre las sienes y las rubicundas mejillas de Katia, le produjo un tedio tan inmenso e insoportable que estuvo a punto de gritar desesperado y se preguntó: «¿Será posible que no me vaya?». Unieron dos mesas de juego y se sentaron a jugar al «correo». Laievski también ocupó su sitio. «Viernes… viernes —pensaba sonriendo, mientras sacaba un lápiz del bolsillo—. Viernes…». Quería hacerse una composición de lugar, pero no se atrevía a pensar. Le daba miedo admitir que el médico había descubierto su engaño, un engaño que durante mucho tiempo se había ocultado escrupulosamente a sí mismo. Cada vez que pensaba en el futuro, no daba rienda suelta a su imaginación. Subiría al tren y se marcharía: con eso se resolvería el problema de su vida; no permitía que sus pensamientos fueran más allá. Como una lucecilla débil y lejana en medio del campo, de vez en cuando centelleaba en su cabeza la idea de que en un futuro lejano, en algún callejón de San Petersburgo, tendría que recurrir a una pequeña mentira para separarse de Nadezhda Fiódorovna y pagar las deudas; mentiría sólo una vez, y luego se produciría una completa renovación. Y estaba bien así: al precio de una pequeña mentira compraría una gran verdad. Y ahora, cuando el médico, con su negativa, había aludido groseramente a su engaño, había entendido que no sólo tendría que echar mano de la mentira en un futuro lejano, sino también ese mismo día, y el siguiente, y dentro de un mes y tal vez incluso toda su vida. En efecto, para marcharse tendría que mentir a Nadezhda Fiódorovna, a los acreedores y a sus superiores; luego, para procurarse dinero en San Petersburgo, debería mentir a su madre, decirle que ya se había separado de Nadezhda Fiódorovna, y su madre no le daría más de quinientos rublos, lo que significaba que ya había engañado al médico, porque no estaría en condiciones de enviarle el dinero en breve plazo. Más tarde, cuando Nadezhda Fiódorovna llegara a San Petersburgo, sería necesario recurrir a toda una serie de engaños grandes y pequeños para separarse de ella, y de nuevo volverían las lágrimas, el tedio, esa vida tan odiosa, el arrepentimiento; en definitiva, no se produciría ninguna renovación. Todo era un engaño, nada más. En su imaginación se había ido levantando toda una montaña de mentiras. Para superarla de un solo salto y no incidir en mentiras menudas, necesitaba recurrir a una medida extrema; por ejemplo, levantarse, ponerse la gorra y marcharse sin dinero y sin decir una palabra a nadie, pero Laievski se daba cuenta de que era incapaz de dar un paso semejante. «Viernes, viernes… —pensaba—. Viernes…». Escribían notas, las doblaban y las metían en la vieja chistera de Nikodim Aleksándrich; cuando había una cantidad suficiente de mensajes, Kostia, que hacía las veces de cartero, daba la vuelta a la mesa y los repartía. El diácono, Katia y Kostia, que habían recibido unos billetes muy divertidos y se esforzaban por escribir otros más graciosos aún, estaban entusiasmados. «Tenemos que hablar», decía la nota que le tocó a Nadezhda Fiódorovna. Miró a Maria Konstantínovna y esta le dedicó una afable sonrisa y le hizo una señal con la cabeza. «¿De qué? —pensó Nadezhda Fiódorovna—. Si uno no puede contarlo todo, más vale callarse». Antes de salir de casa había anudado la corbata de Laievski, y ese gesto intrascendente había llenado su alma de ternura y tristeza. La inquietud del rostro de Laievski, sus miradas distraídas, la palidez y el incomprensible cambio que se había operado en él en los últimos tiempos, así como el horrible y repugnante secreto que ocultaba y el temblor de sus manos mientras le hacía el nudo: todo eso, por alguna razón, parecía anunciarle que les quedaba poco tiempo de vida en común. Se lo quedó mirando como si fuera un icono, con temor y arrepentimiento, al tiempo que pensaba: «Perdóname, perdóname…». Enfrente tenía a Achmiánov, que no le quitaba de encima sus ojos negros y enamorados; atormentada por el deseo, se avergonzaba de sí misma y temía que ni siquiera su angustia y su pesar le impedirían entregarse a esa pasión impura más tarde o más temprano, sin que ella, como un borracho empedernido, pudiera hacer nada por oponerse. Para acabar de una vez con esa vida, oprobiosa para ella y ofensiva para Laievski, decidió marcharse. Le rogaría con lágrimas en los ojos que la dejara partir, y si él se oponía, se iría en secreto. No le contaría lo que había pasado. Que al menos conservara de ella un recuerdo puro. «La amo, la amo, la amo», leyó. Sin duda lo había escrito Achmiánov. Se iría a vivir a algún lugar apartado, trabajaría y enviaría a Laievski de manera anónima dinero, camisas bordadas, tabaco, y sólo volvería a su lado cuando fuesen viejos o si él contraía una grave enfermedad y necesitaba que alguien lo cuidara. Y cuando, ya muy mayor, se enterara de los motivos por los que no había querido casarse con él y lo había abandonado, apreciaría su sacrificio y la perdonaría. «Tiene usted una nariz muy larga». Probablemente eso lo había escrito el diácono o Kostia. Nadezhda Fiódorovna se imaginó que, al despedirse de Laievski, lo abrazaría con fuerza, le besaría la mano y le juraría que lo amaría toda la vida; luego, ya establecida en cualquier rincón perdido, entre gente extraña, pensaría cada día que en algún lugar tenía un amigo, un hombre querido, intachable, noble y elevado, que conservaba de ella un recuerdo puro. «Si no me concede hoy mismo una cita, le doy mi palabra de honor de que tomaré medidas. Debe darse cuenta de que no puede tratar así a las personas honradas». Eso era de Kirilin.
XIII Laievski recibió dos notas. Desdobló una y la leyó: «No te vayas, tesoro mío». «¿Quién lo habrá escrito? —pensó—. Desde luego, no Samóilenko… Y tampoco el diácono, porque no sabe que me dispongo a partir. ¿Habrá sido von Koren?». El zoólogo, inclinado sobre la mesa, estaba dibujando una pirámide. A Laievski le pareció advertir una mirada risueña. «Seguramente Samóilenko se ha ido de la lengua…», pensó Laievski. En el otro billete, escrito con la misma caligrafía descuidada, llena de ganchos y largos rabos, podía leerse: «Alguien no se marchará el sábado». «Qué burla tan estúpida —pensó Laievski—. Viernes, viernes…». De pronto sintió un nudo en la garganta. Se llevó la mano al cuello y quiso toser, pero de su garganta, en lugar de un acceso de tos, salió una carcajada. —¡Ja, ja, ja! —se rio—. ¡Ja, ja, ja! «Pero ¿qué estoy haciendo?», pensó. —¡Ja, ja, ja! Trató de contenerse, se tapó la boca con la mano, pero la risa le oprimía el pecho y el cuello, y la mano no conseguía tener la boca tapada. «¡Qué situación más estúpida! —se decía, retorciéndose de risa—. ¿Me habré vuelto loco?». Las carcajadas fueron subiendo de tono, hasta acabar convirtiéndose en algo semejante al ladrido de un perrito faldero. Hizo ademán de levantarse, pero las piernas no le obedecieron, mientras la mano derecha, contra su voluntad, saltaba de un modo extraño sobre la mesa, aferraba convulsamente los billetes y los estrujaba. Vio miradas de asombro, el rostro serio y asustado de Samóilenko y los ojos del zoólogo, fríos, burlones, llenos de repugnancia, y comprendió que era presa de un ataque de histeria. «Qué horror, qué vergüenza —pensaba, sintiendo en las mejillas la tibieza de las lágrimas—. ¡Ah, ah, qué escándalo! Nunca me había sucedido nada semejante…». Lo cogieron por debajo de los hombros, le sujetaron la cabeza por atrás y se lo llevaron de allí. Un vaso centelleó ante sus ojos y chocó con sus dientes; el agua se le derramó por el pecho. Estaba en una pequeña habitación, en medio de dos camas cubiertas con colchas limpias y blancas como la nieve. Se desplomó sobre una de ellas y estalló en sollozos. —No es nada, no es nada… —decía Samóilenko—. Pasa a veces… Pasa a veces… Nadezhda Fiódorovna, muerta de miedo, temblando de pies a cabeza y con un presentimiento terrible, le preguntaba al pie de la cama: —¿Qué te sucede? ¿Qué? Habla, por el amor de Dios… «¿No le habrá escrito algo Kirilin?», pensaba. —No es nada —respondió Laievski, riendo y llorando—. Vete de aquí… cariño. Su rostro no expresaba odio ni repugnancia, prueba de que no sabía nada. Algo más tranquila, Nadezhda Fiódorovna volvió a la sala. —¡No se preocupe, querida! —le dijo Maria Konstantínovna, sentándose a su lado y cogiéndole la mano—. Se le pasará. Los hombres son tan débiles como nosotras, pecadoras. Están ustedes atravesando una crisis… ¡y es comprensible! Bueno, querida, estoy esperando una respuesta. Hablemos un poco. —No, no puedo hablar… —dijo Nadezhda Fiódorovna, prestando oídos a los sollozos de Laievski—. Tengo una angustia… Deje que me vaya… —Pero ¡qué dice, qué dice, querida! —se asustó Maria Konstantínovna—. ¿Cree que voy a dejar que se marche sin cenar? Tomaremos algo y luego, si quiere, se va usted. —Tengo una angustia… —susurró Nadezhda Fiódorovna y, para no caer, se agarró con ambas manos al brazo del sillón. —¡Le ha dado un patatús! —dijo von Koren, con voz alegre, entrando en la sala, pero al ver a Nadezhda Fiódorovna se turbó y salió. Cuando el ataque de histeria pasó, Laievski se sentó en esa cama ajena y pensó: «¡Qué vergüenza! ¡Me he puesto a lloriquear como una chiquilla! He debido de parecerles ridículo y repugnante. Me marcharé por la puerta trasera… No obstante, eso daría a entender que concedo una enorme importancia a ese ataque de histeria. Será mejor que me lo tome a risa…». Se miró en el espejo, siguió sentado un rato y luego salió a la sala. —¡Aquí estoy! —dijo, sonriendo; sentía una vergüenza terrible y notaba que los demás se encontraban incómodos en su presencia—. Estas cosas pasan —añadió, sentándose—. Mientras estaba aquí, sentí de pronto un profundo pinchazo en el costado… un dolor insoportable… Mis nervios no pudieron resistirlo y… me vino ese estúpido ataque. ¡Este es el siglo de las enfermedades nerviosas! ¡Qué le vamos a hacer! Durante la cena bebió vino y conversó; de vez en cuando, exhalando un profundo suspiro, se masajeaba el costado, como dando a entender que aún le dolía. Pero nadie le creía, excepto Nadezhda Fiódorovna, y él se daba cuenta. Después de las nueve se fueron a dar un paseo por el bulevar. Nadezhda Fiódorovna, temiendo que Kirilin le dirigiera la palabra, hacía todo lo posible por no separarse ni un momento de Maria Konstantínovna y de sus hijos. El miedo y la angustia la habían dejado sin fuerzas; presintiendo un nuevo acceso de fiebre, sufría y apenas podía dar un paso, pero no se fue a casa, pues estaba convencida de que Kirilin o Achmiánov, o tal vez los dos, la seguirían. Kirilin iba detrás, junto a Nikodim Aleksándrich, canturreando a media voz: —¡No per-mito que jue-guen conmigo! ¡No lo per-mito! Desde el bulevar se dirigieron al pabellón, continuaron por la orilla del mar y pasaron un buen rato contemplando sus fosforescencias. Von Koren se puso a explicar a qué se debían.
XIV —Bueno, es la hora de mi partida de cartas… Me están esperando —dijo Laievski—. Adiós, señores. —Me voy contigo —dijo Nadezhda Fiódorovna y lo cogió del brazo. Se despidieron de todos y se marcharon. También Kirilin se despidió y, aduciendo que llevaba el mismo camino, se unió a ellos. «Que pase lo que tenga que pasar… —pensaba Nadezhda Fiódorovna—. Qué le vamos a hacer…». Tenía la impresión de que todos los recuerdos desagradables habían salido de su cabeza y avanzaban a su lado, en la oscuridad, respirando con dificultad, mientras ella, como una mosca que ha caído en un tintero, se arrastraba a duras penas por la calzada, manchando de negro el costado y el brazo de Laievski. Si Kirilin cometiera alguna vileza, se decía, la culpa no sería de él, sino de ella. Hubo un tiempo en que ningún hombre se atrevía a hablarle como lo había hecho Kirilin, y ella misma había borrado ese tiempo como quien corta un hilo y lo había perdido para siempre: ¿quién tenía la culpa? Embriagada por el deseo, había sonreído a un completo desconocido sólo porque era alto y apuesto; después de dos entrevistas, se había aburrido de él y lo había dejado. ¿Y por eso tenía derecho aquel hombre —pensaba ahora Nadezhda Fiódorovna— a tratarla como le viniera en gana? —Bueno, cariño, aquí nos separamos —dijo Laievski, deteniéndose—. Iliá Mijáilich te acompañará. Saludó a Kirilin con una inclinación de cabeza, atravesó a toda prisa el bulevar y se internó en la calle donde se encontraba la casa de Sheshkovski, que tenía las ventanas iluminadas; poco después se oyó el ruido de la cancela. —Permítame que le dé una explicación —soltó Kirilin—. No soy un chiquillo. No soy ningún Achkásov, Lachkásov o Zachkásov… ¡Exijo que se me tome en serio! —a Nadezhda Fiódorovna empezó a latirle con fuerza el corazón. No respondió nada—. En un principio atribuí a la coquetería su brusco cambio de actitud —prosiguió Kirilin—, pero luego me he dado cuenta de que simplemente no sabe usted tratar con personas honradas. Sólo quería jugar conmigo, como con ese muchacho armenio, pero yo soy un hombre honrado y exijo que se me trate como tal. Así pues, estoy a su disposición… —Tengo una angustia… —dijo Nadezhda Fiódorovna, echándose a llorar y, para ocultar las lágrimas, se dio la vuelta. —Yo también estoy angustiado, pero ¿qué importancia tiene eso? —Kirilin guardó silencio un instante y a continuación dijo con voz clara, separando mucho las palabras—: Le repito, señora, que, si no me concede una cita, hoy mismo armaré un escándalo. —Deje que me vaya —dijo Nadezhda Fiódorovna, sin reconocer su propia voz, hasta tal punto era lastimera y débil. —Tengo que darle una lección… Perdone la rudeza de mi tono, pero me veo obligado a darle una lección. Sí, señora, lo lamento mucho, pero tengo que darle una lección. Exijo dos entrevistas: una hoy y otra mañana. Pasado mañana será usted completamente libre y podrá irse con quien quiera y donde le plazca. Hoy y mañana. Nadezhda Fiódorovna se acercó a la cancela de su casa y se detuvo. —¡Déjeme! —murmuró, temblando de pies a cabeza, sin ver otra cosa, en medio de la oscuridad, que la blanca guerrera—. Tiene usted razón, soy una mujer horrible… Es culpa mía, pero deje que me vaya… Se lo ruego… —tocó la fría mano de él y se estremeció—, se lo suplico… —¡Ay! —suspiró Kirilin—. ¡Ay! Eso no entra en mis planes. Sólo quiero darle una lección, hacerle comprender las cosas… Además, madame, me fío muy poco de las mujeres. —Tengo una angustia… —Nadezhda Fiódorovna se quedó escuchando el monótono rumor del mar, miró el cielo, sembrado de estrellas, y tuvo ganas de acabar con todo cuanto antes, de liberarse de esa maldita sensación de la vida, con su mar, sus estrellas, sus hombres, su fiebre…—. Lo único que le pido es que no sea en mi casa… —añadió con frialdad—. Lléveme a algún sitio. —Vamos a casa de Miurídov. Es lo mejor. —¿Dónde está eso? —Junto a la muralla vieja. Nadezhda Fiódorovna echó a andar a toda prisa por la calle y luego torció en un callejón que conducía a las montañas. Reinaba la oscuridad. En algunos lugares atravesaban la calzada las pálidas franjas de luz de las ventanas iluminadas, y Nadezhda Fiódorovna volvió a sentirse como una mosca, que tan pronto cae en un tintero como sale de nuevo a la luz. Kirilin iba tras ella. En un momento determinado se tambaleó, estuvo a punto de caer y se echó a reír. «Está borracho… —pensó Nadezhda Fiódorovna—. Da igual… da igual… Que sea lo que sea». También Achmiánov se despidió pronto del grupo y se fue en busca de Nadezhda Fiódorovna para invitarla a dar un paseo en barca. Se aproximó a su casa y miró a través de la cerca: las ventanas estaban abiertas de par en par, pero no había luz. —¡Nadezhda Fiódorovna! —llamó. Al cabo de un minuto, volvió a llamar. —¿Quién está ahí? —se oyó la voz de Olga. —¿Está en casa Nadezhda Fiódorovna? —No. Aún no ha regresado. «Es extraño… Muy extraño… —se dijo Achmiánov, que empezaba a sentir una profunda inquietud—. Si dijo que se iba a su casa…». Echó a andar por el bulevar, luego se introdujo en una calle y se quedó mirando el interior de la casa de Sheshkovski a través de la ventana. Laievski estaba sentado a la mesa en mangas de camisa y examinaba las cartas con atención —Qué extraño, qué extraño… —farfulló Achmiánov y, al recordar el ataque de histeria que había sufrido Laievski, sintió vergüenza—. Si no está en casa, ¿adónde habrá ido? Si dirigió de nuevo al domicilio de Nadezhda Fiódorovna y se quedó mirando las ventanas oscuras. «Me ha engañado, me ha engañado», pensaba, recordando que ese mismo día, cuando se encontró con ella a las doce en casa de los Bitiugov, le había prometido que lo acompañaría a dar un paseo en barca por la tarde. Las ventanas de la casa de Kirilin también estaban oscuras, y junto a la puerta cochera un policía dormía tumbado en un banco. Cuando vio las ventanas y a ese policía, Achmiánov lo entendió todo. Decidió irse a su casa y hacia allí se encaminó, pero, sin saber muy bien cómo, se encontró de nuevo delante de la cancela de Nadezhda Fiódorovna. Se sentó entonces en un banco y se quitó el sombrero: tan vehementes eran sus celos y tan grande se le antojaba la magnitud de la ofensa que la cabeza le ardía. La iglesia de la ciudad sólo daba la hora dos veces al día: a las doce de la mañana y a las doce de la noche. Poco después de que sonaran las campanadas que anunciaban el final de la jornada, se oyeron unos pasos apresurados. —¡Entonces, mañana por la tarde volvemos a vernos en casa de Miurídov! —oyó Achmiánov y reconoció la voz de Kirilin—. A las ocho. ¡Adiós, señora! Nadezhda Fiódorovna apareció junto a la cerca. Sin percatarse de la presencia de Achmiánov en el banco, pasó a su lado como una sombra, abrió la cancela y, sin pararse a cerrarla, entró en la casa. Una vez en su habitación, encendió una vela y se desvistió a toda prisa, pero no se metió en la cama, sino que se arrodilló delante de una silla, la abrazó y apoyó la frente en el asiento. Cuando Laievski regresó, eran más de las dos de la madrugada.
XV Al día siguiente, después de la una, Laievski, que había tomado la resolución de recurrir no a una sola gran mentira, sino a varias pequeñas, fue a casa de Samóilenko para pedirle el dinero que le permitiera marcharse el sábado sin falta. Tras el ataque de histeria de la víspera, que había añadido a su desánimo un agudo sentimiento de vergüenza, quedarse en la ciudad se le antojaba impensable. Si Samóilenko insistía en sus condiciones, pensaba, las aceptaría, cogería el dinero y al día siguiente, a la hora de la partida, le diría que Nadezhda Fiódorovna se había negado a partir, y por la tarde trataría de convencerla a ella de que todo lo hacía por su propio bien. Si Samóilenko, que sin duda se hallaba bajo la influencia de von Koren, se negaba de plano a entregarle el dinero o le imponía nuevas condiciones, se marcharía ese mismo día en un barco de carga, o incluso en un velero, a Novi Afón o Novorossisk, desde donde enviaría a su madre un telegrama en el que expresaría su arrepentimiento y donde viviría hasta que esta le mandase el dinero necesario para emprender el viaje. Cuando llegó a casa de Samóilenko encontró en la sala a von Koren. El zoólogo acababa de llegar para comer y, según su costumbre, había abierto el álbum y estaba contemplando a los caballeros con chistera y a las señoras con cofia. «¡Qué inoportuno! —se dijo Laievski, al verlo—. Puede estorbarme». —Buenos días —saludó. —Buenos días —respondió von Koren, sin mirarlo. —¿Está en casa Aleksandr Davídich? —Sí. En la cocina. Laievski pasó a la cocina, pero, viendo desde el umbral que Samóilenko estaba ocupado con la ensalada, regresó a la sala y se sentó. Siempre se sentía incómodo en presencia del zoólogo y ahora temía que se suscitara la cuestión de su ataque de histeria. Pasaron más de un minuto en silencio. De pronto von Koren levantó los ojos hasta Laievski y le preguntó: —¿Cómo se siente después de lo de ayer? —Estupendamente —respondió Laievski, ruborizándose—. En realidad, no sucedió nada de particular… —Hasta el día de ayer creía que sólo las damas sufrían ataques de histeria; por eso, al principio, pensé que tenía usted el baile de San Vito. Laievski esbozó una sonrisa obsequiosa y pensó: «Es una falta de delicadeza por su parte, pues sabe perfectamente lo incómodo que me siento…». —Sí, fue una situación de lo más ridícula —dijo, sin dejar de sonreír—. Me he pasado toda la mañana riéndome. Lo más curioso de los ataques de histeria es que, aunque uno sabe que son absurdos y se ríe de ellos en el fondo de su alma, al mismo tiempo no puede dejar de sollozar. En este siglo de enfermedades nerviosas nos hemos convertido en esclavos de nuestros nervios, que son nuestros amos y hacen con nosotros lo que se les antoja. En ese sentido, la civilización nos ha hecho un flaco favor… —mientras hablaba, le resultaba molesto que von Koren lo mirara y lo escuchara con atención y seriedad, sin pestañear, como si lo estuviera estudiando, y se enfadaba consigo mismo porque, a pesar de la antipatía que le profesaba, no conseguía en modo alguno borrar de su cara esa sonrisa obsequiosa—. Aunque debo admitir —prosiguió— que había motivos inmediatos, y de mucho peso, para ese ataque de histeria. En los últimos tiempos mi salud ha empeorado bastante. Añada usted a todo eso el aburrimiento, la continua falta de dinero… la falta de personas con intereses comunes… Una situación verdaderamente complicada. —Sí, su situación es desesperada —dijo von Koren. Esas palabras serenas y frías, que no sabía si tomarse como un comentario jocoso o una profecía impertinente, lo ofendieron. Recordó la mirada llena de burla y repugnancia que el zoólogo le había dirigido la víspera, guardó silencio unos instantes y preguntó, ya sin sonreír: —¿Y cómo conoce usted mi situación? —Usted mismo acaba de exponerla; además, sus amigos muestran tan ardiente preocupación por sus tribulaciones que uno se pasa el día entero oyendo hablar de usted. —¿Qué amigos? ¿Se refiere a Samóilenko? —Sí, también a él. —Me gustaría que Aleksandr Davídich y, en general, mis amigos, se ocuparan menos de mí. —Ahí viene Samóilenko, así que puede decírselo a él. —No entiendo a qué viene ese tono… —farfulló Laievski; era como si en ese mismo instante hubiera comprendido que el zoólogo lo odiaba, lo despreciaba, se mofaba de él y era su peor y más encarnizado enemigo—. Guárdese ese tono para otro —dijo muy bajo, sin fuerzas para levantar la voz, pues el odio que se había apoderado de él le oprimía el cuello y la garganta, igual que la víspera el deseo de reír. Entró Samóilenko en mangas de camisa, sudoroso y colorado por los vapores de la cocina. —¡Ah, estás aquí! —dijo—. Buenos días, amigo. ¿Has comido? No te andes con cumplidos y di la verdad: ¿has comido? —Aleksandr Davídich —dijo Laievski, poniéndose en pie—, el hecho de que de te haya dirigido alguna petición de índole personal no te exonera de la obligación de ser discreto y de respetar los secretos ajenos. —¿A qué te refieres? —se sorprendió Samóilenko. —Si no tienes dinero —prosiguió Laievski, levantando la voz y apoyándose, muy agitado, tan pronto en un pie como en el otro—, no me lo prestes, niégamelo, pero ¿por qué pregonar a los cuatro vientos que mi situación es desesperada? ¡No puedo soportar esas buenas obras, esas ayudas amistosas! ¡Se da un kopek y se afirma haber entregado un rublo! ¡Puedes jactarte de tus buenas acciones cuanto quieras, pero nadie te ha autorizado a revelar mis secretos! —¿Qué secretos? —preguntó Samóilenko, que no entendía nada y empezaba a enfadarse—. Si has venido a discutir, es mejor que te vayas. ¡Vuelve más tarde! Le vino a la cabeza esa regla que aconseja contar hasta cien y tranquilizarse cuando uno ha discutido con una persona a la que aprecia, y se puso a contar a toda prisa. —¡Le ruego que no se ocupe más de mí! —continuó Laievski—. No me preste atención. ¿Qué le importa a nadie mi modo de vida? ¡Sí, quiero marcharme! ¡Sí, contraigo deudas, bebo, vivo con una mujer ajena, tengo ataques de histeria, soy un hombre vulgar y no tan profundo como otros! Pero ¿a quién le importa todo eso? ¡Respete mi personalidad! —Perdona, amigo —dijo Samóilenko, después de haber contado hasta treinta y cinco —, pero… —¡Respete mi personalidad! —lo interrumpió Laievski—. ¡Al diablo esas continuas conversaciones sobre el prójimo, todos esos «ohs» y «ahs», esa manía de estar siempre cotilleando y fisgando, esa comprensión amistosa! ¡Me prestan dinero y me ponen condiciones como si fuera un chiquillo! ¡Me exigen el diablo sabe qué! ¡No quiero nada! —gritó, tan alterado que se tambaleó; por un momento temió que le sobreviniera otro ataque de histeria. «Por lo visto, no me marcharé el sábado», se le pasó de pronto por la cabeza—. ¡No quiero nada! Lo único que les pido es que hagan el favor de liberarme de su tutela. ¡No soy un chiquillo ni un loco, así que les ruego que no me prodiguen más cuidados! —en ese momento entró el diácono y, al ver a Laievski todo pálido, agitando los brazos y dirigiendo su extraño discurso al retrato del príncipe Vorontsov, se detuvo junto a la puerta como petrificado—. Esa continua indagación de mi alma —prosiguió Laievski— ofende mi dignidad humana, así que pido a todos esos investigadores voluntarios que acaben de una vez con su espionaje. ¡Ya basta! —¿Qué… has dicho? —preguntó Samóilenko, después de contar hasta cien, enrojeciendo y acercándose a Laievski. —¡Ya basta! —repitió este, sofocado, mientras cogía su gorra. —¡Soy médico, noble y consejero de Estado! —dijo Samóilenko, separando mucho las palabras—. ¡No he sido nunca un espía y no permito que nadie me ofenda! —gritó con voz temblorosa, poniendo el acento en la última palabra—. ¡Cállese! —el diácono, que nunca había visto al médico tan colorado y con un aspecto tan majestuoso, altivo y terrible, se tapó la boca, corrió al recibidor y allí se desternilló de risa. Como a través de la niebla, Laievski vio cómo von Koren se levantaba, se metía las manos en los bolsillos del pantalón y se quedaba quieto, como esperando a ver qué pasaba. Esa actitud serena le pareció insolente y ofensiva en grado sumo—. ¡Haga el favor de retirar sus palabras! — gritó Samóilenko. Laievski, que ya no recordaba lo que había dicho, respondió: —¡Déjeme en paz! ¡No necesito nada! ¡Lo único que quiero es que usted y los alemanes de ascendencia judía me dejen tranquilo! ¡De otro modo tomaré medidas! ¡Estoy dispuesto a batirme! —Ahora entiendo —dijo von Koren, saliendo de detrás de la mesa—. Antes de partir, al señor Laievski le apetece divertirse con un duelo. Yo puedo darle esa satisfacción. Señor Laievski, acepto su desafío. —¿Desafío? —dijo en voz baja Laievski, acercándose al zoólogo y mirando con odio su frente morena y sus cabellos rizados—. ¿Desafío? ¡Con mucho gusto! ¡Lo odio a usted! ¡Lo odio! —Me alegro mucho. Mañana por la mañana, cerca de la taberna de Kerbalai, con todos los detalles a su gusto. Y ahora desaparezca. —¡Lo odio! —dijo Laievski en voz baja, respirando con dificultad—. ¡Hace mucho tiempo que lo odio! ¡Un duelo! ¡Sí! —Sácalo de aquí, Aleksandr Davídich, o me voy yo —dijo von Koren—. Va a acabar mordiéndome. El tono reposado de von Koren enfrió al médico, que de repente recobró la serenidad, se dio cuenta de lo que estaba pasando, cogió por la cintura a Laievski con ambas manos y, apartándolo del zoólogo, farfulló con voz tierna, trémula de emoción: —Mis buenos y queridos… amigos… Nos hemos acalorado y… y… Amigos míos… Al escuchar esa voz dulce y amistosa, Laievski comprendió que en su vida acababa de suceder algo inaudito y monstruoso; era como si por poco no le hubiese arrollado un tren. Estuvo a punto de echarse a llorar, hizo un gesto de desaliento con la mano y salió corriendo de la habitación. «¡Dios mío, qué duro es sentir en uno mismo el odio ajeno y presentarte ante la persona que te odia bajo el aspecto más vil, despreciable e impotente! —pensaba al poco rato, sentado en el pabellón y creyendo notar sobre su cuerpo una especie de moho, producto del odio que acababa de experimentar—. ¡Y qué vulgar es todo esto, Dios mío!». El agua fría con coñac le infundió ánimos. Recordó con nitidez el rostro sereno y altivo de von Koren, su mirada de la víspera, su camisa parecida a una alfombra, su voz, sus manos blancas, y un odio profundo, apasionado y voraz se revolvió en su pecho exigiendo satisfacción. Se imaginó que derribaba a von Koren y empezaba a patearlo. Rememoró, hasta en los menores detalles, lo que había sucedido y se sorprendió de haber prodigado sonrisas obsequiosas a un hombre insignificante y, en general, de haber valorado la opinión de unos tipejos miserables, ignorados por todos, que vivían en un pueblucho de mala muerte, un lugar que ni siquiera figuraba en los mapas y que ninguna persona honrada de San Petersburgo conocía. Si a ese villorrio de pronto se lo tragara la tierra o desapareciera pasto de las llamas, la noticia sería recibida con tanta indiferencia en Rusia como el anuncio de venta de unos muebles de segunda mano. Matar a von Koren al día siguiente o dejarlo vivo era lo mismo: ambas opciones le parecían igual de inútiles y desprovistas de interés. Lo mejor sería apuntarle a una pierna o un brazo, herirlo y luego reírse de él; como un insecto con una pata rota se pierde entre la hierba, von Koren, con su sordo sufrimiento, se perdería en medio de una multitud de personas tan insignificantes como él. Laievski fue a ver a Sheshkovski, le contó lo que había sucedido y le pidió que fuera su padrino; luego ambos se dirigieron a casa del jefe de correos y telégrafos, le propusieron que actuara también de padrino y se quedaron a comer allí. Durante el almuerzo, no dejaron de bromear y de reírse. Laievski ironizaba sobre sus escasos conocimientos de tiro y se llamaba a sí mismo «arcabucero del rey» y «Guillermo Tell». —Hay que darle una lección a ese señor —decía. Después del almuerzo echaron una partida de cartas. Laievski jugaba, bebía vino y pensaba que los duelos, en general, eran una solución estúpida e insensata porque, lejos de resolver los problemas, los complicaban aún más, pero a veces no había manera de evitarlos. Por ejemplo, en el presente caso, pues no se podía denunciar a von Koren ante el juez de paz. Además, el duelo inminente en cierto modo era positivo porque, una vez celebrado, no podría quedarse en la ciudad. Estaba algo achispado, se había distraído con los naipes, se sentía bien. Pero, cuando se puso el sol y empezó a oscurecer, lo dominó la inquietud. No era temor a la muerte, porque ya mientras almorzaba y jugaba a las cartas había abrigado la certeza, vaya usted a saber por qué, de que el duelo acabaría en nada; era miedo a ese algo desconocido que sucedería al día siguiente por primera vez en su vida, así como también a la noche inminente… Sabía que esa noche sería larga, que la pasaría en vela y que tendría que pensar no sólo en von Koren y en su odio, sino también en la montaña de mentiras que debería atravesar, pues carecía de la fuerza y la habilidad necesarias para rodearla. Tenía la impresión de haber enfermado de repente. Perdió de improviso cualquier interés por los naipes y por la gente, y, presa de un intenso nerviosismo, pidió que lo dejaran regresar a su casa. Tenía ganas de tumbarse cuanto antes en la cama, quedarse inmóvil y poner en orden sus pensamientos. Sheshkovski y el jefe de correos lo acompañaron y luego fueron a ver a von Koren para hablar del duelo. Cerca de su domicilio Laievski se encontró con Achmiánov. El joven estaba casi sin aliento y daba muestras de una gran agitación. —¡Lo estoy buscando, Iván Andreich! —dijo—. Le ruego que me acompañe… —¿Adónde? —Un señor al que usted no conoce desea verlo para tratar un asunto muy importante que le concierne. Le ruega con insistencia que vaya a verlo un momento. Necesita hablar con usted… Para él es cuestión de vida o muerte… Achmiánov estaba tan alterado que hablaba con un acento armenio muy acusado. —¿De quién se trata? —preguntó Laievski. —Me ha pedido que no revelara su nombre. —Dígale que estoy ocupado. Mañana, si le parece bien… —¡Cómo es posible! —se asustó Achmiánov—. Quiere decirle algo de capital importancia para usted… ¡De capital importancia! Si no acude usted, sucederá una desgracia. —Qué raro… —balbuceó Laievski, que no comprendía por qué Achmiánov estaba tan alterado y qué secretos podía haber en ese aburrido villorrio de mala muerte—. Qué raro —repitió, meditabundo—. Pero bueno, vamos. Lo mismo da. Achmiánov se puso delante y avanzó a buen paso, seguido de Laievski. Recorrieron una calle, después un callejón. —Todo esto es muy molesto —dijo Laievski. —Ya llegamos, ya llegamos… Es aquí mismo. Cerca de la muralla vieja se internaron en una estrecha calleja que discurría entre dos descampados vallados, luego desembocaron en un gran patio y se dirigieron a una pequeña casita… —¿No es la casa de Miurídov? —preguntó Laievski. —Sí. —Entonces, ¿por qué hemos dado tantos rodeos? Si hubiéramos venido por la calle principal, habríamos tardado menos… —No importa, no importa… A Laievski también le pareció extraño que Achmiánov lo llevara por la puerta trasera y le hiciese indicaciones con la mano, como rogándole que no hiciera ruido y guardara silencio. —Por aquí, por aquí… —dijo Achmiánov, abriendo con tiento la puerta y entrando de puntillas en el zaguán—. Silencio, silencio, por favor… Pueden oírnos —se quedó escuchando, mientras trataba afanosamente de recobrar el aliento, y añadió en un susurro —: Abra la puerta y entre… No tema. Laievski, perplejo, abrió la puerta y entró en una habitación de techo bajo, con cortinas en las ventanas. Sobre la mesa ardía una vela. —¿Quién es? —preguntó alguien en la habitación contigua—. ¿Eres tú, Miurídov? Laievski penetró en esa habitación y se encontró a Kirilin, acompañado de Nadezhda Fiódorovna. No oyó lo que le decían. Retrocedió y, sin saber cómo, se encontró en la calle. El odio a von Koren y la inquietud desaparecieron de su alma. De camino a casa, agitaba torpemente la mano derecha y miraba el suelo con atención, procurando pisar terreno liso. Una vez en su despacho, se puso a pasear de un rincón al otro, frotándose las manos y encogiendo el cuello y los hombros, como si la chaqueta y la camisa le quedaran estrechas; luego encendió una vela y se sentó a la mesa…
XVI —Las ciencias humanas de las que habla usted sólo satisfarán el espíritu humano cuando, en su desarrollo, se encuentren con las ciencias exactas y marchen a su lado. No sé si se encontrarán bajo el microscopio o en los monólogos de un nuevo Hamlet o en una nueva religión, pero creo que la Tierra se cubrirá de una capa de hielo antes de que eso suceda. Sin duda, el más firme y vital de todos los conocimientos humanos es la doctrina de Cristo, pero fíjese de qué modos tan distintos se entiende. Unos enseñan que hay que amar a todos los semejantes, pero hacen una excepción con los soldados, los criminales y los locos: a los primeros les permiten matar en la guerra, a los segundos se los aísla o se los ejecuta y a los terceros se les prohíbe casarse. Otros exégetas enseñan a amar a todos los semejantes sin excepción, sin distinguir entre buenos y malos. Según esa interpretación, si aparece en vuestra casa un tuberculoso, un asesino o un epiléptico y pide la mano de vuestra hija, debéis concedérsela; si los cretinos declaran la guerra a los hombres sanos de cuerpo y espíritu, hay que presentar la cabeza para que os la corten. Esa teoría del amor por el amor, como la del arte por el arte, si acabara imponiéndose, conduciría en última instancia a la extinción total de la humanidad, consumándose, de ese modo, el crimen más horrendo que jamás se haya visto sobre la faz de la Tierra. Hay muchísimas interpretaciones, pero ni una sola que pueda satisfacer a una inteligencia rigurosa, que se apresta a añadir a ese caudal de interpretaciones la suya propia. Por eso nunca debe plantear la cuestión sobre una base filosófica, como dice usted, o sobre el llamado cristianismo, pues no conseguiría otra cosa que alejarse de la solución del problema. El diácono escuchó atentamente al zoólogo, se quedó pensativo y preguntó: —La ley moral, que es inherente a cualquier persona, ¿la han inventado los filósofos o la ha creado Dios junto con el cuerpo? —No lo sé. Pero esa ley es hasta tal punto común a todos los pueblos y épocas que, en mi opinión, deberíamos considerarla orgánicamente ligada al hombre. No ha sido inventada, sino que es y será. No le estoy diciendo que un día alguien la vea en el microscopio, pero su vínculo orgánico ya ha sido demostrado por la evidencia: según tengo entendido, los trastornos cerebrales graves y las llamadas enfermedades mentales se manifiestan ante todo en la desfiguración de la ley moral. —Bien. Entonces, igual que el estómago exige comida, el sentimiento moral quiere que amemos a nuestros semejantes. ¿Es así? Pero nuestra naturaleza, por amor propio, se opone a la voz de la conciencia y de la razón: por eso surgen tantas cuestiones insolubles. ¿A quién debemos dirigirnos para solucionar esos problemas si no los planteamos en el ámbito filosófico? —Apele usted a los escasísimos conocimientos precisos de que disponemos. Confíe en la evidencia y la lógica de los hechos. Cierto que no es mucho, pero al menos no es algo tan precario y vago como la filosofía. Supongamos que la ley moral exige amar a los hombres. ¿Y qué? El amor debe consistir en el alejamiento de todo lo que de uno u otro modo resulte perjudicial para los hombres y represente un peligro para su presente y su futuro. Nuestros conocimientos y la evidencia nos dicen que las personas con deficiencias físicas y mentales representan un peligro para la humanidad. En tal caso, hay que combatir a los anormales. Y, si nos faltan las fuerzas para elevarnos a la normalidad, debemos poner en juego todas nuestras energías y habilidades para volverlos inocuos, es decir, para aniquilarlos. —¿Significa eso que el amor consiste en que los fuertes derroten a los débiles? —Sin duda. —Pero ¡fueron los fuertes quienes crucificaron a Nuestro Señor Jesucristo! —dijo el diácono con acaloramiento. —Nada de eso: fueron los débiles quienes lo crucificaron, no los fuertes. La cultura humana se ha debilitado y pretende reducir a cero la lucha por la existencia y la selección, de ahí la rápida multiplicación de los débiles y su preponderancia sobre los fuertes. Imagínese que consigue inculcar a las abejas ideas humanas en una forma rudimentaria y elemental. ¿Qué conseguiría con ello? Los zánganos, a los que habría que matar, seguirían vivos, se comerían la miel, pervertirían y ahogarían a las abejas. El resultado sería el predominio de los débiles sobre los fuertes y la degeneración de estos últimos. Lo mismo está sucediendo ahora con los seres humanos: los débiles oprimen a los fuertes. Entre los salvajes, que no han sido rozados por la cultura, el más fuerte, sabio y moralmente íntegro va a la cabeza; es amo y señor. En cambio nosotros, gente culta, hemos crucificado a Cristo y seguimos crucificándolo. Eso significa que nos falta algo… Y ese «algo» debemos restablecerlo entre nosotros, pues de otro modo esas incoherencias nunca tendrán fin. —Pero ¿cuál es su criterio para distinguir entre fuertes y débiles? —El conocimiento y la evidencia. A los tísicos y escrofulosos se los reconoce por sus enfermedades, y a los locos e inmorales, por sus actos. —Pero ¡es posible cometer equivocaciones! —Sí, pero no hay que tener miedo de mojarse los pies cuando amenaza diluvio. —Eso es filosofía —sonrió el diácono. —En absoluto. Su juicio está tan pervertido por esa filosofía de seminario que ve niebla por todas partes. Las ciencias abstractas, de las que su joven cabeza está llena, reciben ese nombre porque abstraen el pensamiento de la evidencia. Atrévase a mirar al diablo a los ojos y, si es el diablo, diga que es el diablo, sin acudir a Kant o Hegel en busca de explicaciones —el zoólogo guardó silencio un instante y continuó—: Dos y dos son cuatro y una piedra es una piedra. Mañana tenemos un duelo. Ambos diremos que es un acto absurdo y estúpido, que la época de los duelos ya ha pasado, que, en el fondo, un duelo aristocrático no se diferencia en nada de una pelea de borrachos en una taberna, y de todos modos no nos detendremos, acudiremos y nos batiremos. De ahí se deduce que hay una fuerza más poderosa que nuestros razonamientos. Clamamos que la guerra es destrucción, barbarie, horror, fratricidio, no podemos ver la sangre sin desmayarnos, pero basta que los franceses o los alemanes nos ofendan para que al punto se enardezca nuestro ánimo, gritemos «hurra» con el mayor entusiasmo y nos arrojemos sobre el enemigo; usted invocará el favor divino para nuestras armas, y nuestro valor desatará un júbilo generalizado y sincero. Otra prueba más de que hay una fuerza, si no superior, al menos más poderosa que nosotros y nuestra filosofía. No podemos contrarrestarla, como no podemos detener esa nube que viene del mar. Así que no sea usted hipócrita, no apriete los puños en el bolsillo y deje de decir: «¡Ah, qué estupidez! ¡Ah, qué idea tan trasnochada! ¡Ah, no concuerda con las Escrituras!». Mírela a los ojos, reconozca su razonable legitimidad, y, cuando esa fuerza quiera destruir, por ejemplo, una raza desmedrada, escrofulosa y depravada, no se lo impida usted con píldoras y una interpretación incorrecta del Evangelio. En un relato de Leskov aparece un personaje llamado Danila, hombre de grandes escrúpulos, que se encuentra en las afueras de la ciudad con un leproso y le ofrece alimento y abrigo en nombre del amor y de Cristo. Si ese Danila hubiese amado de verdad a sus semejantes, habría alejado al leproso de la ciudad, lo habría arrojado a un barranco, y después se habría ido a trabajar para los sanos. Cristo, si no me equivoco, nos predicó un amor razonable, sensato y útil. —¡Cómo es usted! —exclamó el diácono, echándose a reír—. Si no cree en Cristo, ¿por qué lo nombra tan a menudo? —Creo en Cristo. Pero, naturalmente, a mi manera, no a la de usted. ¡Ah, diácono, diácono! —se rio el zoólogo; luego le pasó la mano por la cintura y le dijo con aire jovial —: ¿Y qué? ¿Va a asistir usted mañana al duelo? —Mi dignidad no me lo permite; sino, iría. —¿Qué significa eso de su dignidad? —Estoy consagrado. La gracia divina está conmigo. —Ah, diácono, diácono —repitió von Koren, soltando una carcajada—. Me gusta charlar con usted. —Dice que tiene usted fe —dijo el diácono—. Pero ¿qué clase de fe es esa? Mi tío, que es pope, tiene tanta fe que, cuando va al campo en época de sequía para invocar la lluvia, se lleva el paraguas y el impermeable para no mojarse al volver. ¡A eso se le llama fe! Cuando habla de Cristo parece irradiar una especie de luz, y todos los hombres y mujeres lloran y sollozan. Él podría detener esa nube y pondría en fuga a todas esas fuerzas de las que habla usted. Sí, la fe mueve montañas —el diácono se rio y le dio al zoólogo una palmada en el hombro—. Así es… —prosiguió—. Usted se pasa el día entero estudiando, explora el fondo de los mares, distingue entre fuertes y débiles, escribe libros, entabla desafíos, y, sin embargo, todo sigue en su sitio. En cambio, basta que un pobre anciano, lleno del espíritu santo, balbucee una sola palabra o que desde Arabia cabalgue un nuevo Mahoma con su cimitarra para que todo se vuelva patas arriba y no quede en Europa piedra sobre piedra. —¡Todo eso está aún por ver, diácono! —La fe sin obras es una fe muerta, y las obras sin fe son algo aún peor: una pérdida de tiempo, nada más. En el malecón apareció el médico. Al ver al zoólogo y al diácono, se aproximó. —Parece que está todo arreglado —dijo, sofocado—. Los padrinos serán Govorovski y Boiko. Vendrán a recogerlo a las cinco de la mañana. ¡Qué encapotado está! —dijo, mirando el cielo—. No se ve nada. Va a ponerse a llover de un momento a otro. —Vendrás con nosotros, supongo —se interesó von Koren. —No, Dios me libre. Ya he sufrido bastante. En mi lugar irá Ustimóvich. Ya he hablado con él. Lejos, por encima del mar, centelleó un relámpago y a continuación se oyó el sordo retumbar del trueno. —¡Qué sofocante es el ambiente antes de la tormenta! —dijo von Koren—. Apuesto a que ya has ido a ver a Laievski y has llorado sobre su pecho. —¿Por qué iba a ir? —respondió el médico, confuso—. ¡Lo que me faltaba! —antes de la puesta de sol, había recorrido varias veces el bulevar y la calle con la esperanza de encontrar a Laievski. Se avergonzaba de su arrebato de ira y de la repentina efusión de bondad que le siguió. Quería disculparse ante Laievski en tono desenfadado, reprenderlo, calmarlo y decirle que los duelos eran un vestigio de la barbarie medieval, pero que la misma providencia les había indicado el duelo como medio de reconciliación: al día siguiente, los dos contendientes, hombres excelentes, de gran inteligencia, después de dispararse, apreciarían mutuamente su nobleza y se harían amigos. Pero no coincidió con Laievski ni una sola vez—. ¿Por qué iba a ir? —repitió Samóilenko—. No es él el ofendido, sino yo. Dime, por favor, ¿por qué la tomó conmigo? ¿Qué le había hecho? Entro en la sala y de pronto, así sin más, me llama espía. ¡Ahí queda eso! Dime, ¿cómo empezó todo? ¿Qué le dijiste? —Que su situación era desesperada. Y tenía razón. Sólo los hombres honrados y los granujas pueden encontrar una salida a cualquier situación, pero quien quiere ser honrado y granuja al mismo tiempo es incapaz de hallar una solución. En cualquier caso, señores, ya son las once, y mañana hay que levantarse temprano. De pronto empezó a soplar el viento, que levantó el polvo del malecón y lo hizo girar en remolinos, rugiendo y acallando el rumor del mar. —¡Vaya vendaval! —dijo el diácono—. Si no nos marchamos, se nos irritarán los ojos. Cuando echaron a andar, Samóilenko dejó escapar un suspiro y comentó, sujetándose la gorra: —Seguro que esta noche no pego ojo. —No te preocupes —dijo el zoólogo, echándose a reír—. Puedes estar tranquilo, el duelo acabará en nada. Laievski se mostrará magnánimo y disparará al aire; en su caso, no puede obrar de otro modo. En cuanto a mí, lo más probable es que ni siquiera dispare. Acabar procesado por culpa de Laievski y perder el tiempo: no vale la pena. A propósito, ¿qué condena está prevista para quienes participan en un duelo? —Arresto, y en caso de muerte del adversario hasta tres años de reclusión en una fortaleza. —¿En la de San Pedro y San Pablo [27]? —No, creo que en una militar. —Y, sin embargo, habría que darle una lección a ese joven. Sobre la superficie del mar resplandeció un relámpago, iluminando por un instante los tejados de las casas y las montañas. Cerca del bulevar los amigos se separaron. Cuando el médico desapareció en la oscuridad y el ruido de sus pasos ya casi se había apagado, von Koren le gritó: —¡Veremos si el tiempo no se convierte mañana en un impedimento! —¡Puede ser! ¡Dios lo quiera! —¡Buenas noches! —¿Cómo? ¿Qué dices de la noche? El rumor del viento y del mar y el estampido de los truenos impedía distinguir bien las palabras. —¡Nada! —gritó el zoólogo y se encaminó a buen paso a su casa.
Tanto si lo mataban al día siguiente como si se burlaban de él, es decir, si lo dejaban con vida, estaba perdido. Tanto si se mataba de desesperación y vergüenza como si seguía arrastrando su lamentable existencia, esa mujer deshonesta también estaba perdida… Así razonaba Laievski, sentado a la mesa a última hora de la tarde, sin dejar de frotarse las manos. De pronto la ventana se abrió y golpeó la pared; una ráfaga de viento entró en la habitación y los papeles salieron volando de la mesa. Cerró la ventana y se agachó para recoger los papeles del suelo. Sentía en su cuerpo algo nuevo, cierta torpeza desconocida, y no reconocía sus propios movimientos; andaba de manera insegura, separando los codos del cuerpo y subiendo y bajando los hombros. Cuando se sentó de nuevo en la silla, volvió a frotarse las manos. Su cuerpo había perdido agilidad. La víspera de la muerte conviene escribir a los seres queridos. Laievski recordó esa máxima. Cogió la pluma y escribió con trazo tembloroso: «¡Mamá!». Quería pedirle a su madre que, en nombre del Dios misericordioso en quien ella creía, amparara y confortara con su cariño a la desdichada mujer, sola, pobre y débil, a la que había deshonrado, que olvidara y perdonara todo, todo, todo, y expiara con su sacrificio, al menos en parte, el horrible pecado de su hijo; pero, cuando se acordó de cómo su madre, una viejecita gorda y pesada, con una cofia de encaje, salía por la mañana al jardín, seguida de su dama de compañía con el perrito faldero, cómo gritaba en tono imperioso al jardinero y a la servidumbre y qué orgullosa y altiva era la expresión de su rostro, borró la palabra escrita. En las tres ventanas refulgió el resplandor de un relámpago y a continuación retumbó el ensordecedor y horrísono estallido de un trueno, que empezó como un rumor sordo y acabó convirtiéndose en un estruendo estrepitoso, tan violento que los cristales de las ventanas retemblaron. Laievski se levantó, se acercó a la ventana y apretó la frente contra el cristal. Fuera se había desatado una violenta y hermosa tormenta. En el horizonte, las cintas blancas de los relámpagos se precipitaban sin descanso desde las nubes al mar, iluminando hasta la lejanía las altas olas negras. —¡Vaya tormenta! —susurró Laievski, sintiendo deseos de rezar ante alguien o ante algo, aunque fuese ante los rayos o los truenos—. ¡Querida tormenta! Le vino a la memoria que, cuando era niño, los días de tormenta salía corriendo al jardín con la cabeza descubierta, seguido de dos niñas rubias de ojos azules. La lluvia los mojaba y ellos se reían entusiasmados, pero, cuando resonaba el violento estallido de un trueno, las niñas se apretujaban confiadas contra él, que se santiguaba y se apresuraba a rezar: «Santo, santo, santo…». Ah, ¿dónde habrían desaparecido, en qué mar se habrían hundido los albores de aquella vida maravillosa y pura? Ya no temía las tormentas ni amaba la naturaleza, ni creía en Dios; todas las niñas confiadas que había conocido en otro tiempo habían sido corrompidas por él u otros como él; en toda su vida no había plantado en el jardín paterno un solo árbol ni había contribuido a que creciera una sola hierba, y, aunque vivía entre los vivos, no había salvado ni siquiera a una mosca; no había hecho más que destruir, arrasar, mentir, mentir… «¿Hay algo en mi pasado que no sea vicio?», se preguntaba, tratando de agarrarse a algún recuerdo luminoso, como se agarra a un matojo quien se despeña por un barranco. ¿El instituto? ¿La universidad? Todo eso había sido un engaño. Tan mal había estudiado que se había olvidado ya de lo que había aprendido. ¿El servicio a la sociedad? Otro engaño, porque no hacía nada, cobraba el sueldo sin merecérselo, y su actividad consistía en un fraude repugnante que no estaba perseguido por la ley. No necesitaba la verdad y, por tanto, no la buscaba; su conciencia, esclava del vicio y la mentira, dormía o callaba; como un extraño o alguien que viniese de otro planeta, no participaba en la vida común de los hombres, se mostraba indiferente a sus sufrimientos, ideas, religiones, conocimientos, búsquedas, luchas; jamás había dicho a nadie una palabra amable, ni escrito una sola línea útil, que no fuera vulgar, ni hecho un pequeño favor a los demás; se limitaba a comerse su pan, a beberse su vino, a llevarse sus mujeres, a repetir sus ideas, y, para justificar su despreciable vida de parásito ante ellos y ante sí mismo, siempre estaba tratando de presentarse como un ser superior y mejor que nadie. Mentira, mentira, mentira… Se representó con toda claridad lo que había visto esa tarde en casa de Miurídov y sintió que se ahogaba de tristeza y de asco. Kirilin y Achmiánov eran repugnantes, pero sólo habían continuado lo que él había iniciado: eran sus cómplices y sus discípulos. Había apartado de su marido, de su círculo de amistades y de su patria a una joven y débil mujer que confiaba en él más que en un hermano, y se la había llevado allí, donde había sido presa del sofocante calor, las fiebres y el aburrimiento; día tras día ella debía reflejar como un espejo la ociosidad de él, sus vicios y su falsedad; de eso, sólo de eso, se alimentaba su vida anodina, indolente, miserable; luego se había cansado de ella y había empezado a odiarla, pero no había tenido el valor suficiente para abandonarla y la había ido enredando cada vez más en sus mentiras como en una telaraña… El resto lo habían hecho aquellos hombres. Laievski tan pronto se sentaba a la mesa como se acercaba a la ventana; tan pronto apagaba la vela como la encendía. Se maldecía en voz alta, lloraba, se lamentaba, pedía perdón. Varias veces, desconsolado, corrió a la mesa y escribió: «¡Mamá!». Aparte de su madre, no tenía familiares ni deudos; pero ¿cómo podía ayudarlo su madre? ¿Y dónde estaba? Sintió deseos de correr en busca de Nadezhda Fiódorovna para ponerse de rodillas, besar sus manos y sus pies y suplicarle que lo perdonara, pero ella era su víctima y él la temía tanto como a una muerta. —¡Mi vida está hecha añicos! —balbució, frotándose las manos—. ¿Por qué sigo viviendo, Dios mío? Él solo tenía la culpa de que su deslucida estrella hubiera rodado por el cielo y de que, al caer, su estela se hubiera confundido con la tiniebla nocturna; ya no volvería al cielo, porque la vida sólo se concede una vez y no se repite. Si hubiera podido recuperar los días y los años pasados, habría sustituido la mentira por la verdad; la ociosidad, por el trabajo; el aburrimiento, por la alegría; habría restituido la pureza a quien se la había arrebatado, habría encontrado a Dios y la justicia, pero todo eso era tan imposible como devolver al cielo aquella estrella caída. Y esa imposibilidad lo llenaba de desesperación. Había pasado ya la tormenta, pero él seguía sentado junto a la ventana, pensando con serenidad en lo que sería de él. Von Koren probablemente lo mataría. La clara y fría concepción del mundo de ese hombre contemplaba la aniquilación de los débiles y de los inútiles, y, en caso de que en el momento decisivo esa concepción lo traicionara, acudirían en su ayuda el desprecio y el sentimiento de repugnancia que él le inspiraba. Y si erraba el tiro o, para burlarse de su odioso contrincante, sólo lo hería o disparaba al aire, ¿qué haría él? ¿Adónde iría? «¿A San Petersburgo? —se preguntaba—. Pero eso significaría retomar esa vida de antes que tanto detesto. Además, quien busca la salvación cambiando de lugar, como un ave migratoria, no encuentra nada, porque para él la Tierra es igual en todas partes. ¿Buscar la salvación en los hombres? La bondad y la magnanimidad de Samóilenko son tan poco salvadoras como la propensión a la risa del diácono o el odio de von Koren. La salvación hay que buscarla sólo en uno mismo y, si no se encuentra, ¿para qué perder el tiempo? Entonces debe uno matarse, y ya está…». Se oyó el rumor de un carruaje. Estaba amaneciendo. El coche pasó de largo, giró y, con un chirrido de las ruedas sobre la arena mojada, se detuvo ante la casa. En el interior viajaban dos personas. —¡Esperen, voy en seguida! —les dijo Laievski por la ventana—. Estoy despierto. ¿Ya es la hora? —Sí. Son las cuatro. Mientras llegamos… Laievski se puso el abrigo y la gorra, se metió un cigarrillo en el bolsillo y se quedó meditabundo; tenía la impresión de que le quedaba algo por hacer. En la calle los padrinos hablaban en voz baja, los caballos piafaban; esos sonidos, a primera hora de una mañana húmeda, cuando todos dormían y en el cielo apenas alboreaba, llenaron su alma de una angustia semejante a un mal presentimiento. Siguió pensando un rato y al final se acercó al dormitorio. Nadezhda Fiódorovna yacía en la cama, estirada y envuelta en una manta hasta la cabeza; inmóvil como estaba, recordaba a una momia egipcia, sobre todo por el aspecto de la cabeza. Mirándola en silencio, Laievski le pidió mentalmente perdón y pensó que, si el cielo no estaba vacío y Dios en verdad existía, cuidaría de ella, y, si Dios no existía, daba igual que se muriese, porque no había motivo para seguir viviendo. De pronto Nadezhda Fiódorovna se incorporó de un salto y se sentó en la cama, alzó el pálido rostro, lo miró con espanto y le preguntó: —¿Eres tú? ¿Ha pasado la tormenta? —Sí. Se acordó de lo que había sucedido y se llevó ambas manos a la cabeza; un estremecimiento recorrió todo su cuerpo. —¡Qué angustia siento! —exclamó—. ¡Si supieras qué angustia siento! Esperaba — continuó, frunciendo el ceño— que me mataras o me echaras de casa en medio de la lluvia y la tormenta, pero tú sigues esperando… no haces nada… Laievski la abrazó con ímpetu y pasión, le cubrió de besos las rodillas y las manos, y luego, mientras ella balbucía alguna palabra y temblaba bajo el peso del recuerdo, le acarició los cabellos, la miró a la cara y comprendió que esa mujer desdichada y depravada era el único ser querido, próximo e insustituible que le quedaba. Cuando salió de la casa y subió al carruaje, sintió deseos de regresar vivo.
XVIII El diácono se levantó, se vistió, cogió su grueso y nudoso bastón y salió de casa sin hacer ruido. Estaba tan oscuro que en un primer momento, cuando echó a andar por la calle, no distinguía ni siquiera su bastón blanco; en el cielo no había ni una estrella y daba la impresión de que iba a volver a llover. Olía a arena mojada y a mar. «Espero que no me ataquen los chechenos», pensaba, escuchando los golpes de su bastón contra el empedrado, que resonaban solitarios en medio del silencio de la noche. Al salir de la ciudad, empezó a distinguir el camino y el bastón. En algunos puntos del cielo negro surgieron manchas imprecisas y al poco despuntó una estrella que guiñó indecisa su único ojo. El diácono avanzaba por la alta y pedregosa orilla y no veía el mar, que reposaba más abajo; sus olas invisibles rompían contra la costa con indolencia y desgana y parecían suspirar: «¡uf!». ¡Qué lentitud! Una ola rompía, él tenía tiempo de contar ocho pasos, y a continuación rompía otra, y al cabo de seis pasos, una tercera. No se veía nada y, en medio de esa tiniebla y del rumor soñoliento y perezoso del mar, parecía sentirse el tiempo infinitamente lejano e inimaginable en que Dios flotaba sobre el caos. El diácono se aterrorizó. Pensó que Dios podía castigarlo por juntarse con ateos e ir a presenciar un duelo. Cierto que sería un duelo ridículo, sin consecuencias, sin efusión de sangre, pero, en cualquier caso, no dejaba de ser un espectáculo pagano al que un religioso no debería asistir. Se detuvo y se quedó pensando si no sería mejor volverse. Pero una curiosidad apasionada e inquieta prevaleció sobre las dudas, y el diácono decidió seguir su camino. «Aunque no crean, son buenas personas y se salvarán», se decía, tratando de tranquilizarse. —¡Seguro que se salvarán! —dijo en voz alta, encendiendo un cigarrillo. ¿Qué vara de medir había que emplear para ponderar los méritos de los hombres y juzgarlos con justicia? El diácono se acordó de su enemigo, el inspector del seminario, que creía en Dios, no se batía en duelos y vivía castamente, pero que un día le había dado de comer pan con arena y en una ocasión estuvo a punto de arrancarle una oreja. Si la vida humana estaba tan mal organizada que ese inspector cruel y corrupto, que robaba la harina de la comunidad, gozaba del respeto de todo el seminario, que rezaba por su salud y salvación, ¿era justo apartarse de hombres como von Koren y Laievski sólo porque no eran creyentes? El diácono trató resolver esa cuestión, pero de pronto le vino a la memoria qué aspecto tan grotesco tenía Samóilenko la jornada anterior y ese recuerdo interrumpió el curso de sus pensamientos. ¡Cuánto iba a reírse ese día! El diácono se imaginaba que se ocultaría detrás de un arbusto y lo observaría todo, y cuando más tarde, durante la comida, von Koren empezara a fanfarronear, él le referiría entre risas todos los detalles del duelo. «¿Cómo lo sabe usted?», preguntaría el zoólogo. «Ya lo ve: no me he movido de casa y me he enterado de todo». Sería una buena idea describir el duelo bajo un aspecto ridículo. Su suegro leería la burla y se reiría; ese hombre podía quedarse sin comer con tal de que alguien le contara o le escribiese algo divertido. Ante él surgió el valle del río Amarillo. Las lluvias habían aumentado el caudal y la furia de sus aguas, que ya no refunfuñaban, como antes, sino que rugían. Estaba amaneciendo. La mañana gris y deslucida, las nubes que se desplazaban hacia occidente para alcanzar los nubarrones de tormenta, las montañas circundadas de niebla y los árboles mojados, todo le parecía feo y hosco. Se lavó en un arroyo y dijo sus oraciones matinales; se habría tomado con gusto una taza de té y unos panecillos calientes con nata agria de esos que servían todas las mañanas en casa de su suegro. Se acordó de su mujer y de los sones de Ese tiempo irrecuperable, que ella tocaba al piano. ¿Qué clase de persona era? Se la habían presentado, lo habían obligado a prometerse y al cabo de una semana ya se había celebrado el matrimonio. No llevaban ni un mes casados cuando lo enviaron a ese lugar, de manera que todavía no había podido dilucidar qué clase de persona era. En cualquier caso, la echaba un poco de menos. «Tengo que escribirle una carta…», pensó. La bandera de la taberna, empapada de agua de lluvia, pendía toda arrugada. Hasta el propio edificio, con el tejado mojado, parecía más oscuro y bajo que antes. Junto a la puerta había un carro. Kerbalai, en compañía de dos abjasios y de una joven tártara con pantalones bombachos, probablemente su mujer o su hija, sacaban de la taberna sacos llenos que iban poniendo en el carro, sobre un lecho de paja de maíz. Cerca del carro, con la cabeza baja, había un par de asnos. Una vez cargados los sacos, los abjasios y la tártara se pusieron a cubrirlos de paja, mientras Kerbalai se aprestaba a enganchar los asnos. «Seguro que está pasando algo de contrabando», se dijo el diácono. Allí estaba el árbol abatido con las agujas secas y la mancha negra dejada por la hoguera. Recordó la excursión con todo detalle: el fuego, la canción de los abjasios, el dulce sueño de convertirse en obispo, aquella procesión imaginaria… Con las lluvias caídas, el río Negro se había vuelto más turbio y más ancho. El diácono atravesó con cautela el inestable puentecillo, hasta cuyas tablas llegaban las crestas de las sucias olas, y subió por la escalerilla del secadero. «¡Un tipo listo! —pensó, tendiéndose sobre la paja y acordándose de von Koren—. Un tipo inteligente, que Dios le dé salud. Pero tiene rasgos de una crueldad…». ¿Por qué Laievski y von Koren se odiaban tanto? ¿Por qué iban a batirse en duelo? Si hubieran padecido desde niños las mismas estrecheces que él, si hubieran crecido entre gente ignorante, dura de corazón, ávida de ganancias, que le echaba a uno en cara cada mendrugo de pan, grosera y con malos modos, que escupía en el suelo y eructaba a la mesa y durante las oraciones; si desde pequeños no hubiesen disfrutado de un ambiente selecto y un círculo escogido de personas, cómo se habrían comprendido, cómo se habrían perdonado de buena gana sus defectos y habrían valorado sus virtudes. ¡Con lo poco que abundan en el mundo las personas decentes, aunque sólo sea en el aspecto externo! Cierto que Laievski era un hombre inconsciente, depravado y extraño, pero no robaba, no escupía ruidosamente en el suelo, no le hacía reproches a su mujer: «Te atiborras de comida, pero no das un palo al agua», ni se ponía a azotar a un niño con las riendas, ni daba de comer a sus criados carne podrida. ¿Acaso todo eso no bastaba para tratarlo con indulgencia? Además, era el primero que sufría con sus defectos, como el enfermo con sus heridas. En lugar de buscar el uno en el otro, por aburrimiento o cierta incomprensión, rasgos de degeneración, decadencia, atavismo y demás defectos no menos oscuros, ¿no sería mejor que bajaran a la tierra y dirigieran su odio y su ira contra aquellas calles donde los gemidos resuenan a todas horas, rebosantes de grosera ignorancia, codicia, improperios, suciedad, blasfemias y gritos de mujer…? El ruido de un carruaje interrumpió las meditaciones del diácono. Echó un vistazo desde la puerta y vio un coche ocupado por tres personas: Laievski, Sheshkovski y el jefe de la estafeta de Correos y Telégrafos. —¡Alto! —ordenó Sheshkovski. Los tres hombres se apearon del carruaje y se miraron. —No han llegado todavía —dijo Sheshkovski, sacudiéndose el barro—. Bueno, en tanto aparecen, vamos a buscar un buen sitio. Aquí no puede uno ni moverse. Echaron a andar río arriba y no tardaron en perderse de vista. El cochero tártaro se subió al pescante, inclinó la cabeza sobre el hombro y se quedó dormido. Al cabo de diez minutos de espera, el diácono salió del secadero y, quitándose el sombrero negro para que no lo vieran, agachándose y mirando a su alrededor, empezó a avanzar entre la maleza y los maizales. De los árboles y los arbustos le caían gruesas gotas de agua; la hierba y las matas de maíz estaban húmedas. —¡Habrase visto! —farfulló, recogiéndose los faldones mojados y llenos de barro—. Si lo sé, no vengo. Al poco rato oyó voces y distinguió tres figuras. Laievski, encorvado, las manos metidas en las mangas, recorría de un extremo al otro, con pasos apresurados, el pequeño calvero. Sus padrinos, al borde mismo del agua, estaban liando sendos cigarrillos. «Qué extraño… —pensó el diácono, que no reconocía el modo de andar de Laievski —. Parece un viejo». —¡Qué falta de respeto la de esos señores! —exclamó el funcionario de correos, consultando su reloj—. Puede que entre los hombres de ciencia esté bien visto retrasarse, pero en mi opinión es una cochinada. Sheshkovski, individuo gordo, de barba negra, prestó oídos y dijo: —¡Ya llegan!
XIX —¡Es la primera vez en mi vida que lo veo! ¡Qué maravilla! —dijo von Koren, apareciendo en el calvero y tendiendo ambas manos hacia el este—. ¡Fíjense, rayos verdes! —en la porción oriental del cielo, detrás de las montañas, despuntaban dos rayos verdes, espectáculo en verdad hermoso. Estaba saliendo el sol—. ¡Buenos días! — prosiguió el zoólogo, saludando con una inclinación de cabeza a los padrinos de Laievski —. ¿Llego tarde? Tras él iban sus padrinos, dos oficiales muy jóvenes de la misma estatura, Boiko y Govorovski, con guerreras blancas, y el enjuto y arisco doctor Ustimóvich, que llevaba un atadijo en una mano, mientras con la otra sostenía el bastón terciado sobre la espalda, como era su costumbre. Tras dejar el atadijo en el suelo, sin saludar a nadie, se llevó también la otra mano a la espalda y se puso a andar por el calvero. Laievski, que daba muestras de ese cansancio y malestar de quien acaso en breve va a morir, concitaba la atención general. Quería que lo mataran cuanto antes o que lo llevaran a casa. Era la primera vez en su vida que contemplaba la salida del sol; esas primeras horas de la mañana, los rayos verdes, la humedad y esos hombres de botas empapadas le parecían cosas superfluas, innecesarias, agobiantes, algo que no guardaba relación alguna con la noche que había pasado, con sus pensamientos y el sentimiento de culpa; por eso se habría marchado de buena gana, sin aguardar la celebración del duelo. Von Koren estaba visiblemente alterado y trataba de disimularlo fingiendo que lo que más le interesaba eran los rayos verdes. Los padrinos, confusos, intercambiaban miradas, como preguntándose qué hacían allí y qué debían hacer. —Creo, señores, que no hay razón para que nos alejemos más —dijo Sheshkovski—. Aquí estamos bien. —Sí, desde luego —convino von Koren. Se produjo un silencio. Ustimóvich, sin dejar de andar, se volvió bruscamente hacia Laievski y le dijo a media voz, echándole el aliento en la cara: —Es probable que no hayan tenido tiempo de comunicarle mis condiciones. Cada parte me pagará quince rublos y, en caso de muerte de uno de los contendientes, el que quede con vida me abonará los treinta. Laievski conocía de antes a ese individuo, pero sólo ahora, por primera vez, observó en detalle sus ojos turbios, su hirsuto bigote, su cuello delgado de tuberculoso: ¡más que un médico, parecía un usurero! Su aliento exhalaba un desagradable olor a carne de vaca. «¡Qué gente más rara hay en este mundo!», pensó Laievski y respondió: —De acuerdo. El médico asintió y siguió paseando; era evidente que no necesitaba para nada ese dinero, que lo pedía simplemente para dejar patente su odio. A todos les parecía que había llegado el momento de empezar o terminar lo ya iniciado pero, en lugar de comenzar o acabar, seguían paseando, deteniéndose de vez en cuando, fumando. Los jóvenes oficiales, que asistían a un duelo por primera vez en su vida, y a quienes apenas importaba ese desafío, en su opinión inútil por tratarse de civiles, miraban con atención sus guerreras y se alisaban las mangas. Sheshkovski se acercó a ellos y les dijo en voz baja: —Señores, debemos hacer todo lo posible para evitar la celebración de este duelo. Hay que reconciliarlos —se ruborizó y prosiguió—: Ayer vino a verme Kirilin para informarme de que Laievski lo había sorprendido con Nadezhda Fiódorovna, y todo eso. —Sí, también lo sabemos nosotros —dijo Boiko. —Bueno, ya lo ven… A Laievski le tiemblan las manos y todo eso… En estos momentos no está en condiciones de levantar la pistola. Batirse con él sería tan inhumano como batirse con un borracho o un enfermo de tifus. Si no conseguimos reconciliarlos, señores, al menos habría que aplazar el duelo… Un asunto tan endiablado que dan ganas de salir corriendo. —Hable con von Koren. —No conozco las reglas de los duelos, que el diablo se las lleve, y no quiero conocerlas; tal vez piense que Laievski se ha acobardado y me ha pedido que hable con él. En cualquier caso, que piense lo que quiera. Voy a hablarle —Sheshkovski, indeciso y arrastrando un poco la pierna, como si se le hubiera dormido, dio unos pasos en dirección a von Koren, mientras se aclaraba la garganta; toda su figura denotaba pereza—. Tengo que decirle una cosa, señor mío —empezó, observando atentamente las flores de la camisa del zoólogo—. Es algo confidencial… No conozco las reglas de los duelos, que el diablo se las lleve, y no tengo el menor deseo de conocerlas. No le hablo como padrino ni nada parecido, sino como un hombre a secas. —Bien. ¿Qué quiere? —Cuando los padrinos proponen la reconciliación, lo habitual es que no se les escuche, que se contemple su actuación como una mera formalidad. Ya sabe, orgullo y todo eso. Pero le pido humildemente que preste atención a la situación de Iván Andreich. Hoy no se encuentra bien, por decirlo de algún modo, está destrozado, en un estado lamentable. Ha sufrido una desgracia. No puedo soportar los chismes —Sheshkovski se ruborizó y miró a su alrededor—, pero, en vista de que va a celebrarse un duelo, considero necesario informarle. Ayer por la noche sorprendió a su madame con… un señor en casa de Miurídov. —¡Qué asco! —farfulló el zoólogo; palideció, frunció el ceño y escupió ruidosamente —. ¡Uf! Con el labio inferior tembloroso, se apartó de Sheshkovski, sin querer oír nada más; como si hubiera probado por equivocación alguna cosa amarga, volvió a escupir ruidosamente y por primera vez en toda la mañana miró con odio a Laievski. Su agitación y malestar desaparecieron, sacudió la cabeza y dijo en voz alta: —Señores, ¿a qué estamos esperando? ¿Por qué no empezamos de una vez? Sheshkovski intercambió una mirada con los oficiales y se encogió de hombros. —¡Señores! —dijo en voz alta, sin dirigirse a nadie en concreto—. ¡Señores! ¡Les proponemos que se reconcilien! —Acabemos cuanto antes con las formalidades —dijo von Koren—. Ya hemos hablado de la reconciliación. ¿Queda alguna otra formalidad? Démonos prisa, caballeros, que el tiempo apremia. —Seguimos insistiendo en la reconciliación —dijo Sheshkovski en tono de disculpa, como quien se ve obligado a inmiscuirse en asuntos ajenos; se ruborizó, se llevó la mano al corazón y continuó—: Señores, no vemos una relación causal entre la ofensa y el duelo. Entre las ofensas que a veces, por culpa de nuestra debilidad humana, podemos infligirnos unos a otros y el duelo no hay ninguna correspondencia. Ustedes son hombres instruidos, con estudios superiores, y estoy seguro de que consideran los duelos una antigualla, una formalidad vana y todo eso. Lo mismo pensamos nosotros, de otro modo no habríamos venido, pues no podemos permitir que en nuestra presencia dos hombres la emprendan a tiros y todo eso —Sheshkovski se enjugó el sudor de la frente y prosiguió—: Acaben de una vez con este malentendido, señores, estréchense la mano y volvamos a casa a brindar por la paz. ¡Palabra de honor, señores! Von Koren guardó silencio. Laievski, sin darse cuenta de que lo estaban mirando, dijo: —No tengo nada en contra de Nikolái Vasílevich. Si considera que la culpa es mía, estoy dispuesto a ofrecerle una disculpa. Von Koren se ofendió. —Por lo visto —dijo—, les gustaría a ustedes que el señor Laievski volviera a casa con fama de caballero y hombre magnánimo, pero no puedo darles esa satisfacción. Para brindar por la paz, tomar un bocado y explicarme que los duelos son una formalidad anticuada no había necesidad de madrugar y alejarse diez verstas de la ciudad. Un duelo es un duelo, y no hay razón para convertirlo en algo más falso y estúpido de lo que ya es. ¡Yo quiero batirme! Se produjo un silencio. El oficial Boiko sacó dos pistolas de una caja, entregó una a von Koren y otra a Laievski; a continuación se produjo un contratiempo que divirtió por un instante al zoólogo y a los padrinos. Resultó que ninguno de los presentes había asistido a un duelo en toda su vida y nadie sabía con exactitud cómo debían colocarse, qué debían decir y hacer los padrinos. Pero luego Boiko se acordó y, sonriendo, ofreció las explicaciones oportunas. —Señores, ¿quién recuerda la descripción de Lérmontov? —preguntó von Koren, echándose a reír—. Me parece que Bazárov, el personaje de Turguénev, también se batía con alguien… —¿Qué necesidad hay de recordar nada? —exclamó Ustimóvich con impaciencia, deteniéndose—. Midan la distancia y basta. Y dio dos o tres zancadas, como mostrando la manera de medir. Boiko contó los pasos, mientras su compañero, desenvainando el sable, trazó dos líneas en los puntos extremos para delimitar el campo. Los contendientes, rodeados del silencio general, ocuparon sus puestos. «Comos los topos», recordó el diácono, agazapado entre los arbustos. Sheshkovski hizo algún comentario, Boiko volvió a explicar alguna cosa, pero Laievski no escuchaba; o, mejor dicho, escuchaba, pero no entendía. Cuando llegó su turno, amartilló el arma y levantó la pesada y fría pistola con el cañón hacia arriba. Se había olvidado de desabotonarse el abrigo, que le apretaba mucho en los hombros y en las sisas; levantó la mano con tanta dificultad como si la manga fuera de hojalata. Le vino a la memoria el odio que había sentido la víspera por esa frente morena y esos cabellos rizados y pensó que, ni siquiera en aquel momento de odio arrebatador y rabia, habría sido capaz de disparar a un hombre. Temiendo que la bala, por azar, pudiera alcanzar a von Koren, levantó la pistola cada vez más; se daba cuenta de que esa magnanimidad demasiado manifiesta era poco delicada y generosa, pero no podía ni sabía actuar de otra manera. Mirando la cara pálida y burlona de von Koren, que evidentemente estaba convencido desde el principio de que su adversario dispararía al aire, Laievski pensó que, gracias a Dios, pronto terminaría todo; sólo le quedaba apretar con fuerza el gatillo… Sintió un fuerte golpe en el hombro, sonó un disparo y el eco de las montañas respondió: ¡pac-tac! Von Koren amartilló también su pistola y se quedó mirando a Ustimóvich, que seguía andando, las manos a la espalda, sin prestar atención a nada. —Doctor —dijo el zoólogo—, haga el favor de dejar de moverse como un péndulo. Me está usted distrayendo. El médico se detuvo. Von Koren apuntó. «¡Es el fin!», pensó Laievski. El cañón de la pistola apuntando directamente al rostro, el odio y el desprecio que se reflejaban en la actitud y la figura de von Koren, el asesinato que iba a cometer un hombre decente, a plena luz del día, en presencia de personas decentes, el silencio y esa fuerza desconocida que obligaba a Laievski a seguir en su puesto, en lugar de salir huyendo: ¡qué misterioso, incomprensible y espantoso resultaba todo! El tiempo que pasó von Koren apuntando le pareció a Laievski más largo que una noche entera. Dirigió una mirada suplicante a los padrinos, pálidos e inmóviles. «Dispara de una vez», se dijo Laievski, sintiendo que su rostro demudado, tembloroso y lamentable debía suscitar un odio aún más profundo en el ánimo de von Koren. «Voy a matarlo —se dijo von Koren, apuntando a la frente y rozando ya el gatillo con el dedo—. Sí, estoy seguro, voy a matarlo…». —¡Lo va a matar! —se oyó de pronto, a poca distancia, un grito desesperado. En ese momento resonó el disparo. Al ver que Laievski, en lugar de desplomarse, seguía en pie, todos dirigieron la mirada al lugar del que había salido el grito y vieron al diácono. Pálido, con los cabellos húmedos pegados a la frente y a las mejillas, todo empapado y sucio, estaba en la orilla opuesta, en medio de un maizal, sonriendo de un modo extraño, y agitaba el sombrero mojado. Sheshkovski rio de alegría, pero luego se echó a llorar y se apartó…
XX Poco después von Koren y el diácono se reunieron junto al puentecillo. El diácono estaba alterado, respiraba con dificultad y evitaba mirar a su amigo a los ojos. Se avergonzaba de su propio miedo, así como de su ropa sucia y mojada. —Me pareció que quería usted matarlo… —farfulló—. ¡Qué contrario es eso a la naturaleza humana! ¡No puede haber algo más antinatural! —¿Qué hacía usted aquí? —preguntó el zoólogo. —¡No me lo pregunte! —exclamó el diácono, haciendo un gesto de desagrado con la mano—. El diablo me tentó: «Vete, vete». Así que acabé viniendo, y casi me muero de miedo en los maizales. Pero ahora, gracias a Dios, gracias a Dios… Estoy muy satisfecho de usted —murmuró—. Y nuestra tarántula también se alegrará mucho… ¡Cómo nos vamos a reír! No obstante, le ruego encarecidamente que no le diga a nadie que he estado aquí, porque como se enteren mis superiores me va a caer una buena. Dirán que he sido padrino en un duelo. —¡Señores! —dijo von Koren—. El diácono les ruega que no le digan a nadie que lo han visto aquí. Podría tener algún disgusto. —¡Qué contrario es todo esto a la naturaleza humana! —repitió el diácono con un suspiro—. Haga el favor de perdonarme, pero por la cara que tenía usted pensé que iba a matarlo sin falta. —Sentí una tentación muy grande de acabar con ese miserable —dijo von Koren—, pero gritó usted justo cuando me disponía a apretar el gatillo y erré el tiro. De todos modos, reconozco que toda esta ceremonia es repugnante para quien no está habituado y que me ha agotado, diácono. Me siento terriblemente débil. Subamos al coche… —No, permítame que regrese a pie. Tengo que secar mis ropas, porque estoy empapado y aterido. —Bueno, como quiera —dijo con voz cansada el zoólogo, que estaba al límite de sus fuerzas, y a continuación se sentó en el coche y cerró los ojos—. Como quiera… Mientras se movían alrededor de los coches y se acomodaban, Kerbalai, a un lado del camino, con las dos manos sobre el vientre, hacía profundas reverencias y mostraba los dientes; creía que esos señores habían acudido al lugar para admirar la naturaleza y beber té y no comprendía por qué habían subido a los carruajes. La comitiva partió en medio de un silencio general, y cerca de la taberna sólo quedó el diácono. —Entrar taberna, beber té —le dijo a Kerbalai—. Mí querer comida —Kerbalai hablaba correctamente en ruso, pero el diácono pensaba que el tártaro lo entendería mejor si empleaba un ruso macarrónico—. Tortilla freír, queso darme… —Ven, pope, ven —dijo Kerbalai, inclinándose—. Te daré de todo… Tengo queso y vino… Come lo que quieras. —¿Cómo se dice Dios en tártaro? —preguntó el diácono, entrando en la taberna. —Tu Dios y el mío son iguales —dijo Kerbalai, sin comprenderle—. Dios es el mismo para todos, sólo los hombres son diferentes. Hay rusos, hay turcos, hay ingleses, hay hombres de todo tipo, pero Dios sólo hay uno. —Muy bien. Pero, si todos los pueblos se prosternan ante el mismo Dios, ¿por qué vosotros, los musulmanes, consideráis a los cristianos enemigos irreconciliables? —¿Por qué te enfadas? —dijo Kerbalai, llevándose las dos manos al vientre—. Tú eres pope, yo musulmán; tú dices que quieres comer, yo te doy lo que me pides… Sólo los ricos distinguen entre tu Dios y el mío; para los pobres es lo mismo. Come, por favor. Mientras en la taberna se desarrollaba esa conversación teológica, Laievski volvía a casa pensando en lo angustioso que le había resultado viajar al amanecer, cuando el camino, las rocas y las montañas estaban mojadas y oscuras y el ignoto futuro se le antojaba no menos terrible que un abismo cuyo fondo no se ve; ahora, en cambio, las gotas de lluvia prendidas a la hierba y las piedras brillaban al sol como diamantes, la naturaleza sonreía gozosa y ese futuro tan terrible había quedado atrás. Contemplaba el rostro sombrío de Sheshkovski, aún con rastros de lágrimas, y los dos carruajes que les precedían, en los que viajaban von Koren, sus padrinos y el médico, y tenía la impresión de que todos regresaban del cementerio, donde acababan de enterrar a un hombre pesado e insoportable que les impedía vivir. «Todo ha terminado», pensaba, refiriéndose a su pasado, y se pasaba cuidadosamente la mano por el cuello, en cuyo lado derecho, junto a la camisa, le había salido una pequeña hinchazón del tamaño del dedo meñique, que le dolía como si alguien le hubiera puesto una plancha caliente. Era el roce de la bala. Luego, cuando llegó a casa, tuvo que enfrentarse a una jornada larga y extraña, dulce y nebulosa como un sueño. Igual que un hombre que acaba de salir de la cárcel o del hospital, observaba esos objetos que conocía al detalle y se maravillaba de que las mesas, las ventanas, las sillas, la luz y el mar despertaran en su ánimo una alegría vital e infantil como hacía mucho tiempo que no sentía. Nadezhda Fiódorovna, pálida y repentinamente enflaquecida, sin entender la dulzura de su voz ni sus extraños andares, se apresuró a referirle todo lo que le había sucedido… Tenía la impresión de que Laievski no oía bien y no la comprendía, y creía que, cuando se enterara de todo, la maldeciría y la mataría; pero él la escuchaba, le acariciaba el rostro y los cabellos, la miraba a los ojos y decía: —No tengo a nadie más que a ti… Luego pasaron un buen rato en el jardincillo, apretados el uno contra el otro, guardando silencio o soñando en voz alta con la venturosa vida que les aguardaba; las frases que pronunciaban eran breves y entrecortadas, pero Laievski tenía la sensación de que nunca había hablado tanto ni tan bien.
XXI Transcurrieron más de tres meses. Llegó el día señalado por von Koren para la partida. Desde primera hora de la mañana caía una lluvia copiosa y fría, soplaba viento del nordeste y en el mar se había levantado fuerte oleaje. Decían que con ese tiempo el vapor no iba a poder entrar en la rada. Según el horario, debía llegar a las diez de la mañana, pero von Koren, que se había acercado al malecón a mediodía y después de almorzar, no había visto con sus anteojos nada más que olas grises y la lluvia que velaba el horizonte. A última hora de la tarde dejó de llover y el viento empezó a amainar. Von Koren, que ya se había hecho a la idea de no partir ese día, se puso a jugar al ajedrez con Samóilenko; pero, cuando oscureció, el ayudante le anunció que habían aparecido luces en el mar y se había visto una bengala. Sin perder un instante, von Koren se colgó al hombro el saco de viaje, besó a Samóilenko y al diácono, recorrió toda la habitación sin necesidad alguna, se despidió del ayudante y de la cocinera y salió a la calle con la sensación de haber olvidado algo en casa del médico o en su propio domicilio. Echó a andar en compañía de Samóilenko; detrás iba el diácono con una caja y cerraba la comitiva el ayudante con dos maletas. Sólo Samóilenko y el ayudante distinguían unas lucecillas mortecinas en el mar; los demás escrutaban las tinieblas y no veían nada. El vapor había fondeado lejos de la orilla. —Deprisa, deprisa —decía con impaciencia—. ¡Tengo miedo de que se vaya! Al pasar junto a la casita de tres ventanas a la que se había trasladado Laievski poco después del duelo, von Koren no pudo resistirse y echó un vistazo al interior. Laievski, de espaldas a la ventana, escribía inclinado sobre la mesa. —Estoy sorprendido —dijo en voz baja el zoólogo—. ¡Cómo ha cambiado! —Sí, hay motivos para sorprenderse —suspiró Samóilenko—. Se pasa trabajando de la mañana a la noche. Quiere pagar sus deudas. ¡Y vive peor que un pordiosero, amigo! — pasaron medio minuto en silencio. El zoólogo, el médico y el diácono seguían junto a la ventana, mirando a Laievski—. Al final el pobrecillo no pudo irse de aquí —añadió Samóilenko—. ¿Te acuerdas de todos sus esfuerzos por marcharse? —Sí, ha cambiado mucho —repitió von Koren—. Su matrimonio, ese trabajo agotador para ganar un pedazo de pan, la nueva expresión de su rostro y hasta su modo de andar: es algo tan extraordinario que no sé cómo definirlo —el zoólogo cogió a Samóilenko por la manga y prosiguió, con la voz alterada por la emoción—: Diles a su mujer y a él que, en el momento de partir, me he sentido maravillado de su conducta y les he deseado todo lo mejor… Y ruégales que, si pueden, no me guarden rencor. Él me conoce y sabe que, si en aquel entonces hubiera podido prever este cambio, habría sido su mejor amigo. —Entra un momento y despídete. —No, me da vergüenza. —¿Por qué? Dios sabe si volverás a verlo alguna vez. El zoólogo se quedó pensativo y dijo: —Es verdad. Samóilenko dio unos golpecitos en la ventana con el dedo. Laievski se sobresaltó y se dio la vuelta. —Vania, Nikolái Vasílevich quiere despedirse de ti —dijo Samóilenko—. Se marcha ahora mismo. Laievski se levantó y se dirigió al zaguán para abrir la puerta. Samóilenko, von Koren y el diácono entraron en la casa. —Será sólo un instante —empezó el zoólogo y se quitó los chanclos, arrepintiéndose ya de haber cedido a ese impulso y haber entrado sin que nadie lo hubiera invitado. «Le estoy imponiendo mi presencia —pensó—, y eso no está bien»—. Perdone que le moleste —dijo, siguiendo a Laievski al interior de la habitación—, pero me marcho ya, y me entraron ganas de pasar a verlo. Dios sabe si volveremos a vernos. —Me alegro mucho… Hagan el favor —dijo Laievski y, con escasa desenvoltura, lo alargó sillas a sus invitados, como si deseara cerrarles el paso, y se detuvo en medio de la habitación, frotándose las manos. «Tendría que haber dejado a estos testigos en la calle», pensó von Koren y a continuación dijo con voz firme: —No me guarde rencor, Iván Andreich. Ya sé que es imposible olvidar el pasado, pues es demasiado triste, y no he venido aquí a disculparme ni a afirmar que no soy culpable. Obré con sinceridad y no he modificado mis convicciones desde entonces… Cierto que ahora constato con gran alegría que me equivoqué con respeto a usted, pero uno puede tropezar hasta en una carretera lisa, y tal es el destino de los hombres: si no te equivocas en lo general, te equivocas en los detalles. Nadie conoce la auténtica verdad. —Sí, nadie conoce la verdad… —dijo Laievski. —Bueno, adiós… Que Dios le colme de venturas. Von Koren tendió la mano a Laievski, que se la estrechó, al tiempo que hacía una inclinación de cabeza. —No me guarde rencor —dijo von Koren—. Transmítale mis saludos a su mujer y dígale que lamento mucho no haber podido despedirme de ella. —Está en casa. Laievski se acercó a la puerta de la habitación contigua y dijo: —Nadia, Nikolái Vasílevich quiere despedirse de ti. Nadezhda Fiódorovna entró en la estancia, se detuvo en la puerta y miró con timidez a los invitados. Tenía una expresión culpable y atemorizada y juntaba las manos como una colegiala a la que acaban de reprender. —Me marcho, Nadezhda Fiódorovna —dijo von Koren—, y he venido a despedirme. Ella le tendió la mano con indecisión y Laievski hizo una reverencia. «¡Qué dignos de lástima son los dos! —pensó von Koren—. Esta vida debe de resultarles muy dura». —Me voy a Moscú y a San Petersburgo. ¿Quieren que les mande algo desde allí? — preguntó. —¿Por ejemplo? —dijo Nadezhda Fiódorovna, intercambiado una mirada inquieta con su marido—. No, creo que no necesitamos nada… —No, nada… —dijo Laievski, frotándose las manos—. Dé saludos por allí. Von Koren no sabía qué más podía o debía añadir, aunque, cuando entró, pensaba que pronunciaría muchas palabras amables, afectuosas e importantes. Estrechó la mano a Laievski y a su mujer en silencio y salió de allí con una sensación penosa. —¡Qué gente! —dijo a media voz el diácono, que iba detrás—. ¡Dios mío, qué gente! ¡En verdad puede decirse que la diestra del Señor ha plantado esta viña! ¡Señor, Señor! El uno ha vencido a miles y el otro, a cientos de miles. Nikolái Vasílevich —añadió con solemnidad—, sepa que hoy ha vencido usted al mayor enemigo de la humanidad: el orgullo. —¡Basta, diácono! ¿Qué clase de vencedores somos Laievski y yo? Los vencedores tienen mirada de águila; en cuanto a nosotros, no tiene más que vernos: él, apocado, abatido, digno de lástima, se inclina como un fantoche, y yo… yo soy un hombre triste. Oyeron pasos a su espalda. Era Laievski, que se unía a ellos para acompañarlos. En el muelle estaba el ayudante con las dos maletas y, algo más lejos, cuatro remeros. —Vaya viento… ¡Brrr! —exclamó Samóilenko—. En el mar debe de haber una buena tormenta. ¡Ay, ay, no te vayas con este tiempo, Kolia! —No temo marearme. —No es eso… Pero figúrate que estos estúpidos vuelcan la barca. Tendrías que ir en la canoa del agente marítimo. ¿Dónde está la canoa del agente marítimo? —gritó a los remeros. —Se ha ido, excelencia. —¿Y la de la aduana? —También. —¿Por qué no nos han informado? —se enfadó Samóilenko—. ¡Cretinos! —Da igual, no te preocupes… —dijo von Koren—. Bueno, adiós. Que Dios os guarde a todos. Samóilenko abrazó a von Koren e hizo tres veces sobre su pecho la señal de la cruz. —No nos olvides, Kolia… Escribe… Te esperamos para la próxima primavera. —Adiós, diácono —dijo von Koren, estrechándole la mano—. Gracias por su compañía y las gratas conversaciones. Piense en lo de la expedición. —¡Con usted estoy dispuesto a ir al fin del mundo! —exclamó el diácono, echándose a reír—. ¿Acaso me he negado? Von Koren reconoció a Laievski en medio de la oscuridad y le tendió la mano en silencio. Los remeros ya habían bajado y sujetaban la barca, que chocaba contra los pilotes, aunque el muelle la protegía del fuerte oleaje. Von Koren descendió por la escalerilla, saltó a la barca y se puso al timón. —¡Escribe! —le gritó Samóilenko—. ¡Y cuídate! «Nadie conoce la auténtica verdad», pensaba Laievski, levantando el cuello del abrigo y metiendo las manos en las mangas. La barca atravesó con decisión las aguas del muelle y salió a mar abierto. En un principio desapareció entre las olas, pero de pronto emergió de un profundo abismo y se encaramó en la cresta de una ola tan alta que pudieron distinguirse los hombres y hasta los remos. La barca recorría unas seis brazas y a continuación retrocedía cuatro. —¡Escribe! —gritó Samóilenko—. ¡No tendrías que haberte ido con este tiempo! «Sí, nadie conoce la auténtica verdad —pensaba Laievski, mirando con pesadumbre el mar oscuro y agitado—. El mar empuja la barca hacia atrás —se decía—; avanza dos pasos y retrocede uno, pero los remeros son obstinados, bogan incansables y no se asustan de las elevadas olas. La barca sigue avanzando, ya no se la ve; dentro de media hora los remeros avistarán claramente las luces de la embarcación, y al cabo de una hora estarán junto a la escala. Así sucede también en la vida… En su búsqueda de la verdad los hombres avanzan dos pasos y retroceden uno. Los sufrimientos, los errores y el tedio de la vida los empujan hacia atrás, pero la sed de verdad y una voluntad inquebrantable los impulsan hacia delante, cada vez más lejos. ¿Quién sabe? Tal vez lleguen a alcanzar la auténtica verdad…». —¡A-di-ós! —gritó Samóilenko. —Ya no se le ve ni se le oye —dijo el diácono—. ¡Buen viaje! Empezó a caer una fina llovizna.
Por qué queremos a Chéjov, Elvira Lindo [El País, 21 de agosto de 2010]
II La falta de cariño de Laievski por Nadezhda Fiódorovna se manifestaba ante todo en el hecho de que, dijese ella lo que dijese e hiciese lo que hiciese, a él le parecía una mentira o algo semejante a una mentira, y consideraba que todo lo que leía contra las mujeres y el amor podía aplicarse a las mil maravillas a Nadezhda Fiódorovna, su marido y él mismo. Cuando regresó a casa, ella ya estaba vestida y peinada, y se había sentado junto a la ventana, donde tomaba café y hojeaba un número de una voluminosa revista con cara de preocupación. Laievski pensó que tomar un café no era un acontecimiento tan notable como para poner cara de preocupación y que no valía la pena que perdiese el tiempo peinándose a la moda, ya que en un lugar como ese no había nadie a quien seducir. Y en la revista vio también una mentira. Pensó que se vestía y se peinaba para parecer hermosa y que leía para parecer inteligente. —¿Te importa que vaya hoy a bañarme? —preguntó ella. —¿Y por qué no? Vayas o no vayas, no creo que se hunda la Tierra. —Te lo pregunto porque no me gustaría que se enfadara el médico. —Bueno, pues pregúntaselo a él. Yo no soy médico. Esta vez lo que más desagradó a Laievski de Nadezhda Fiódorovna fue el cuello blanco, descubierto, y los tirabuzones sobre la nuca. Recordó que, cuando Anna Karénina dejó de querer a su marido, lo que más le molestaban eran sus orejas, y se dijo: «¡Qué verdad! ¡Qué verdad!». Vencido por la debilidad, la cabeza vacía, se retiró a su despacho, se tumbó en el sofá y se cubrió la cara con un pañuelo para que no le molestaran las moscas. Pensamientos desganados e indolentes, siempre los mismos, se arrastraban por su cabeza como una larga caravana en una desapacible tarde otoñal, hasta que acabó cayendo en un estado de somnolencia y abatimiento. Se sentía culpable ante Nadezhda Fiódorovna y ante su marido, de cuya muerte se acusaba. Se sentía culpable ante su propia vida, que había malgastado, ante el mundo de los ideales elevados, de la ciencia y del trabajo, y ese mundo maravilloso le parecía posible y real, pero no allí, a la orilla del mar, donde vagaban turcos hambrientos y perezosos abjasios, sino en el norte, donde había ópera, teatros, periódicos y actividades culturales de todo tipo. Sólo en el norte los hombres podían ser honrados, inteligentes, elevados y puros. Se acusaba de no tener ideales ni una idea conductora en la vida, aunque sólo entendía de una manera vaga lo que quería decir con eso. Dos años antes, cuando se enamoró de Nadezhda Fiódorovna, creía que bastaría con marcharse al Cáucaso en su compañía para escapar de la vulgaridad y la vacuidad de la vida; ahora, en cambio, estaba convencido de que bastaría con abandonar a Nadezhda Fiódorovna y volver a San Petersburgo para alcanzar todo lo que anhelaba. —¡Tengo que escapar! —murmuró, sentándose y mordiéndose las uñas—. ¡Tengo que escapar! Se imagino subiendo a un vapor, donde desayunaba, bebía cerveza fría, charlaba en cubierta con algunas señoras; luego, en Sebastopol, tomaría el tren y partiría. ¡Hola, libertad! Las estaciones pasaban una tras otra, el aire se volvía cada vez más frío y recio, surgían los abedules y los abetos, pasaba por Kursk y por Moscú… En las cantinas servían sopa de verdura, cordero con gachas, esturión, cerveza; en resumidas cuentas, ya no estaría en Asia, sino en Rusia, la auténtica Rusia. Los pasajeros del tren hablarían de negocios, de cantantes nuevos, de las simpatías franco-rusas; por todas partes bulliría una vida animada, culta, intelectual, vigorosa… ¡Rápido, rápido! Ya llega, por fin, a la avenida Nevski, a la Bolsháia Morskaia; allí está el callejón Kovenski, donde vivió en tiempos con otros estudiantes; ya vislumbra el cielo amable y grisáceo, la llovizna helada, los cocheros mojados… —¡Iván Andreich! —lo llamó alguien desde la habitación vecina—. ¿Está usted en casa? —¡Estoy aquí! —respondió Laievski—. ¿Qué quiere? —¡Los papeles! Laievski se incorporó con indolencia y, medio mareado, arrastrando las zapatillas y sin dejar de bostezar, se dirigió a la habitación contigua, se acercó a la ventana abierta y vio en la calle a uno de sus jóvenes compañero de trabajo, que estaba depositando unos documentos oficiales en el alféizar. —Ya voy, amigo —dijo Laiesvki con voz amable, y fue a buscar el tintero; una vez de vuelta, firmó los documentos sin leerlos y dijo—: ¡Qué calor! —Sí, señor. ¿Va a ir usted hoy a la oficina? —No lo sé… No me encuentro bien… Dígale a Sheshkovski que después de comer pasaré a verlo. El funcionario se marchó. Laievski se tumbó de nuevo en el sofá y se puso a pensar: «Así pues, hay que sopesar todas las circunstancias y tomar una decisión. Antes de abandonar este lugar tengo que pagar las deudas. Debo cerca de dos mil rublos. Y el caso es que no tengo dinero… Claro que eso no tiene importancia: de algún modo me las arreglaré para pagar una parte ahora y el resto lo mandaré después desde San Petersburgo. Lo principal es Nadezhda Fiódorovna… Ante todo hay que aclarar nuestras relaciones… Sí». Al cabo de un rato se le ocurrió que tal vez no fuera mala idea ir a ver a Samóilenko y pedirle consejo. «Puedo ir —pensó—, pero ¿de qué me va a valer? Volveré a hablarle, sin venir a cuento, del tocador, de las mujeres, de lo que es noble e innoble. ¿De qué diablos pueden valerme esos discursos sobre lo noble y lo innoble cuando se trata de salvar mi vida lo antes posible, cuando me estoy ahogando en esta maldita prisión, cuando yo mismo me estoy dando muerte? En suma, debo meterme en la cabeza que seguir llevando esta existencia es una bajeza y una crueldad, ante lo cual todo lo demás se vuelve insignificante y baladí». —¡Tengo que escapar! —murmuró, mientras se incorporaba—. ¡Tengo que escapar! La orilla desierta del mar, el calor implacable y la monotonía de las montañas brumosas y lilas, siempre idénticas y silenciosas, siempre solitarias, le llenaban de pesar y, según creía, lo adormecían y le dejaban la cabeza en blanco. Quizá fuese un hombre de talento, muy inteligente y honrado; quizá, si no lo rodearan por todas partes el mar y las montañas, podría convertirse en un magnífico representante de la asamblea local, en un hombre de Estado, en un orador, en un publicista, en un héroe. ¡Quién sabe! Si un hombre dotado y útil, por ejemplo un músico o un pintor, para escapar de su cautiverio derribase el muro de su prisión y engañase a sus carceleros, ¿no sería estúpido discutir si se trataba de un acto noble o innoble? En una coyuntura como la de ese hombre, todo era noble. A las dos Laievski y Nadezhda Fiódorovna se sentaron a comer. Cuando la cocinera les sirvió sopa de arroz con tomate, Laievski comentó: —Cada día lo mismo. ¿Por qué no prepara sopa de repollo? —Porque no hay repollo. —Qué raro. En casa de Samóilenko preparan sopa de repollo y en la de Maria Konstantínovna también; sólo yo estoy obligado a comer este bodrio dulzón. Debe de haber otra explicación, querida. Como sucede en la inmensa mayoría de las parejas, al principio no había almuerzo en que no se produjera alguna escena o en que uno de los dos no diera rienda suelta a sus caprichos, pero, desde que Laievski decidió que había dejado de quererla, se esforzaba por ceder en todo, le hablaba en tono cortés y respetuoso, sonreía, la trataba con cariño. —Esta sopa sabe a regaliz —dijo con una sonrisa; hacía cuanto podía por mostrarse amable, pero no pudo contenerse y acabó diciendo—: En esta casa todo está manga por hombro… Si estás tan enferma o tan interesada en la lectura, deja que me ocupe yo de la cocina. Antes ella le habría respondido: «Vale» o: «Ya veo que quieres hacer de mí una cocinera», pero ahora se limitó a mirarlo con timidez y se ruborizó. —¿Cómo te sientes hoy? —preguntó Laievski con voz cariñosa. —Bastante bien. Sólo un poco débil. —Hay que cuidarse, querida. Me tienes muy preocupado. Nadezhda Fiódorovna padecía cierta enfermedad. Samóilenko decía que tenía fiebre intermitente y le recetaba quinina; otro médico, Ustimóvich, hombre alto, enjuto, arisco, que se pasaba el día metido en casa y por la tarde paseaba en silencio por la orilla, sin dejar de toser, las manos atrás y el bastón a lo largo de la espalda, consideraba que tenía una dolencia femenina y le prescribía compresas calientes. Antes, cuando Laievski la quería, la enfermedad de Nadezhda Fiódorovna suscitaba en él compasión y miedo; ahora, en cambio, se le antojaba una mera mentira. El rostro amarillo y soñoliento, la mirada vidriosa y sus continuos bostezos después de los accesos de fiebre, así como el hecho de que durante los ataques estuviese tumbada bajo una manta, más parecida a un niño que a una mujer, y que en su habitación el ambiente fuera sofocante y oliera mal, destruían, a su parecer, la ilusión y constituían una protesta contra el amor y el matrimonio. De segundo le sirvieron espinacas con huevos duros, y a Nadezhda Fiódorovna, como estaba enferma, gelatina de frutas con leche. Cuando ella, con cara de preocupación, se puso a tocar la gelatina con la cuchara y luego empezó a comérsela con desidia, sorbiendo la leche, el ruido que hacía al tragar despertó en él un odio tan profundo que hasta le entraron picores. Era consciente de que sería ofensivo albergar un sentimiento semejante hasta por un perro, pero no se enfadó consigo mismo, sino con Nadezhda Fiódorovna, que había suscitado en él esa reacción, y comprendió por qué a veces los hombres matan a sus amantes. Él no llegaría a esos extremos, desde luego, pero, si en ese momento hubiera formado parte de un jurado, habría absuelto al asesino. —Merci, querida —dijo después de la comida y besó a Nadezhda Fiódorovna en la frente. Una vez en su despacho, pasó unos cinco minutos yendo de un rincón a otro y mirándose las botas de reojo; luego se sentó en el sofá y farfulló: —¡Escapar! ¡Escapar! Tengo que aclarar nuestras relaciones y marcharme. Se tumbó en el sofá y de nuevo le dio por pensar que quizá el marido de Nadezhda Fiódorovna había muerto por su culpa. «Es estúpido acusar a una persona de haber amado o de haber dejado de amar — trataba de convencerse, levantando los pies para ponerse las botas—. El amor y el odio no dependen de nuestra voluntad. En lo que respecta a su marido, puede que yo haya sido una de las causas indirectas de su muerte, pero, una vez más, ¿acaso tengo yo la culpa de haberme enamorado de su mujer y ella de mí?». Luego se puso en pie, buscó la gorra y se dirigió a casa de su colega Sheshkovski, donde se reunían a diario varios funcionarios para jugar a las cartas y beber cerveza fría. «Soy tan indeciso como Hamlet —iba pensando Laievski por el camino—. ¡Cuánta razón tenía Shakespeare! ¡Ah, cuánta razón!».
III Para no aburrirse y, al mismo tiempo, para aliviar la acuciante necesidad de los recién llegados y de los solteros que, debido a la falta de albergues de la ciudad, no tenían dónde comer, el doctor Samóilenko había organizado en su propia casa una especie de table d’hôte. En la época que nos ocupa, sólo contaba con dos comensales: el joven zoólogo von Koren, llegado en verano al Mar Negro para estudiar la embriología de las medusas, y el diácono Pobédov, salido hacía poco del seminario y enviado a la ciudad para sustituir al anciano diácono local, que había tenido que ausentarse por motivos de salud. Cada uno de ellos pagaba doce rublos al mes por la comida y la cena, y Samóilenko les había hecho dar su palabra de honor de que se presentarían puntualmente en el comedor a las dos de la tarde. Por lo común, von Koren era el primero en llegar. Se sentaba silencioso en la sala, cogía un álbum de la mesa y se ponía a examinar con atención las fotografías desvaídas de unos hombres desconocidos con pantalones anchos y chistera y unas señoras con miriñaque y cofia. Samóilenko sólo recordaba el apellido de algunos; de los que se había olvidado por completo decía con un suspiro: «¡Un hombre excelente, inteligente como pocos!». Cuando acababa con el álbum, von Koren cogía una pistola de la estantería, entornaba el ojo izquierdo y pasaba un buen rato apuntando al retrato del príncipe Vorontsov [18] o se detenía ante el espejo y contemplaba su rostro moreno, su alta frente, sus cabellos oscuros y ensortijados como los de un negro, su camisa deslustrada de percal, con un estampado de grandes flores, semejante a una alfombra persa, y su ancho cinturón de cuero. La contemplación de sí mismo le procuraba una satisfacción casi mayor que el examen de las fotografías o de la pistola de magnífica montura. Estaba muy satisfecho de su rostro, de su barbita recortada con esmero, de sus anchos hombros, muestra evidente de su buena salud y robusta constitución. También estaba satisfecho de su elegante atuendo, empezando por la corbata, que hacía juego con la camisa, y terminando por los zapatos amarillos. Mientras von Koren observaba el álbum o se contemplaba delante del espejo, Samóilenko trajinaba alrededor de las mesas, en la cocina o en el zaguán contiguo, sin guerrera ni chaleco, con el pecho descubierto, agitado y chorreando sudor, preparando la ensalada, o una salsa o la carne, o los pepinillos y la cebolla para la menestra, al tiempo que miraba con inquina a su ayudante y lo amenazaba tan pronto con un cuchillo como con una cuchara. —¡Pásame el vinagre! —ordenaba—. ¡No, el vinagre no, el aceite de oliva! —gritaba, dando patadas en el suelo—. ¿Adónde vas, animal? —A coger el aceite, excelencia —decía confuso el ayudante con cascada voz de tenor. —¡Date prisa! ¡Está en el armario! ¡Y dile a Daria que ponga un poco más de hinojo en el bote de los pepinillos! ¡Hinojo! ¡Tapa la nata agria, papanatas, o se llenará de moscas! La casa entera parecía retumbar con sus gritos. Cuando quedaban diez o quince minutos para las dos, llegaba el diácono, un joven de unos veintidós años, enjuto, de pelo largo, sin barba y con un bigote apenas incipiente. Al entrar en la sala se santiguaba ante el icono, sonreía y tendía la mano a von Koren. —Hola —decía el zoólogo con frialdad—. ¿Dónde ha estado usted? —Pescando brecas en el muelle. —Claro, ya veo… A lo que parece, señor diácono, no tiene usted intención de ponerse a trabajar. —¿Para qué? El trabajo no es un oso, no se escapará al bosque —decía el diácono, sonriendo y metiendo las manos en los profundísimos bolsillos de su hábito blanco. —¡Y que no haya nadie que le dé una buena tunda! —suspiraba el zoólogo. Transcurrían quince o veinte minutos más sin que los llamaran a comer; seguían oyéndose los pasos del ayudante, que corría del zaguán a la cocina o viceversa, y los gritos de Samóilenko: —¡Pon la mesa! ¿Dónde te metes? ¡Lávalo primero! El diácono y von Koren, hambrientos, empezaban a golpear el suelo con los tacones, expresando de ese modo su impaciencia, como en el teatro el público del gallinero. Por fin se abría la puerta y el martirizado ayudante anunciaba que la comida estaba lista. En el comedor los recibía Samóilenko, colorado, enfadado, sofocado por los vapores de la cocina; los miraba con encono, levantaba la tapa de la sopera con expresión de espanto y les servía un plato a cada uno; sólo cuando se convencía de que ambos comían con apetito y de que el guiso les gustaba, suspiraba aliviado y se sentaba en un mullido sillón. Su rostro adoptaba una expresión lánguida y gozosa… Se servía sin prisas una copa de vodka y decía: —¡A la salud de la joven generación! Después de conversar con Laievski, Samóilenko, a pesar de su excelente humor, había sentido cierta inquietud en lo más profundo de su alma, que se prolongó hasta la hora de la comida; le daba pena de Laievski y quería ayudarlo. Se bebió la copa de vodka, antes de probar la sopa, suspiró y dijo: —Hoy he visto a Vania Laievski. Lo está pasando mal. Su situación económica es desesperada, pero lo que más me preocupa es el aspecto psicológico. Me da pena del muchacho. —¡Pues a mí no me da ninguna! —dijo von Koren—. Si ese buen hombre se estuviera ahogando, yo lo empujaría con mi bastón: ahógate, querido, ahógate… —No es verdad. No harías eso. —¿Por qué? —el zoólogo se encogió de hombros—. Soy tan capaz como tú de cometer una buena acción. —¿Es que consideras que ayudar a que una persona se ahogue es una buena acción? —preguntó el diácono y se echó a reír. —En el caso de Laievski sí. —Me parece que a la menestra le falta algo… —dijo Samóilenko, que deseaba cambiar de conversación. —Laievski es, sin duda, tan nocivo y peligroso para la sociedad como el microbio del cólera —continuó von Koren—. Contribuir a que se ahogue sería un acto digno de elogio. —No te hace mucho honor esa manera de hablar de tu prójimo. Dime, ¿por qué lo —A los hombres hay que juzgarlos por sus actos —prosiguió von Koren—. Juzgue usted, diácono… Ahora voy a dirigirme a usted. Las actividades del señor Laievski se irán desplegando ante sus ojos como un largo pergamino y podrá usted leerlas de principio a fin. ¿Qué ha hecho a lo largo de los dos años que lleva viviendo aquí? Contemos con los dedos. Primero, ha enseñado a los habitantes de la ciudad a jugar al vint. Hace dos años ese juego era desconocido en la ciudad, ahora juegan todos desde la mañana hasta bien entrada la noche, incluyendo las mujeres y los adolescentes. Segundo, ha enseñado a los lugareños a beber cerveza, que también era desconocida; además, los vecinos le deben numerosas informaciones sobre diversas clases de vodka que en la actualidad les permiten distinguir con los ojos vendados el vodka Kosheliov del Smirnov número 21. Tercero, antes, si alguien vivía con una mujer ajena, lo hacía en secreto, ateniéndose a los mismos principios según los cuales los ladrones roban a escondidas y no a la luz del día; el adulterio se consideraba algo vergonzoso que había que ocultar de las miradas ajenas; en ese sentido, Laievski ha sido un pionero: vive con una mujer ajena abiertamente. Cuarto… —Von Koren se acabó la menestra en un santiamén y le entregó el plato al ayudante—. Al mes de conocerlo, había calado a Laievski —prosiguió, dirigiéndose al diácono—. Llegamos aquí al mismo tiempo. Las personas como él aprecian mucho la amistad, la proximidad, la solidaridad y todas esas cosas, porque siempre necesitan compañía para jugar a las cartas, beber y salir a tomar algo; además, son habladores y necesitan que alguien los escuche. Nos hicimos amigos, es decir, él pasaba a verme a diario, me impedía trabajar y me hacía confidencias sobre su mantenida. Desde el principio me sorprendió su extraordinaria mendacidad, que me daba verdadero asco. En calidad de amigo le reprendía: le preguntaba por qué bebía tanto, por qué vivía por encima de sus propios medios y contraía deudas, por qué no hacía nada ni leía un libro, por qué tenía una cultura tan escasa y sabía tan poco, y en respuesta a todas mis preguntas esbozaba una amarga sonrisa, suspiraba y decía: «Soy un fracasado, un hombre superfluo», o: «¡Qué puede esperarse de nosotros, residuos de la época de servidumbre?», o: «Hemos degenerado…». O se perdía en consideraciones prolijas y descabelladas sobre Onieguin, Pechorin, el Caín de Byron y Bazárov [19] , de los que decía: «Son nuestros padres en cuerpo y alma». Todo eso había que interpretarlo así: no era culpa suya que los paquetes de documentos oficiales estuvieran semanas enteras sin abrir o que él se entregara a la bebida y animara a beber a otros; la culpa la tenían Onieguin, Pechorin y Turguénev, inventor del fracasado, del hombre superfluo. La causa de la extrema depravación y envilecimiento no hay que buscarla dentro de uno mismo, sino fuera, en el espacio. Además, mire usted qué bien, el pervertido, el embustero y el miserable no era sólo él, sino también nosotros… «Nosotros, hombres de los años ochenta», «nosotros, progenie indolente y neurótica del régimen de servidumbre», «nosotros, despojos desfigurados por la civilización». En resumidas cuentas, debíamos comprender que un hombre tan grande como Laievski era grande incluso en su caída; que su depravación, su ignorancia y su incuria constituían un fenómeno histórico natural, consagrado por la necesidad; que nos encontrábamos ante causas universales, elementales, y que había que encender una vela por Laievski, víctima fatal de la época, de las tendencias, de la herencia y demás. Todos los funcionarios y las señoras se quedaban boquiabiertos escuchándolo; yo, por mi parte, tardé bastante en dilucidar si tenía que vérmelas con un cínico o con un astuto embaucador. Los tipos como él, con aspecto de intelectuales, una capa de cultura y una tendencia irreprimible a hablar de su propia nobleza, saben hacerse pasar por criaturas extraordinariamente complejas. —¡Cállate! —estalló Samóilenko—. ¡No te permito que hables mal en mi presencia de un hombre intachable! —¡No me interrumpas, Aleksandr Davídich! —dijo con frialdad von Koren—. Ya termino. Laievski es un organismo bastante simple. He aquí su estructura moral: por la mañana, zapatillas, baño y café; luego, hasta la hora de la comida, zapatillas, movimiento y conversación; a las dos, zapatillas, comida y vino; a las cinco, baño, té y vino; después, naipes y embustes; a las diez, cena y vino, y después de medianoche, descanso y la femme. Su existencia se encierra en ese reducido programa, como el huevo en la cáscara. Ya ande, se siente, se enfade, escriba o se alegre, todo se reduce al vino, las cartas, las zapatillas y la mujer. La mujer desempeña en su vida un papel fatal, agobiante. Él mismo cuenta que se enamoró ya a los trece años. Siendo estudiante de primer curso, vivió con una señora que ejerció sobre él una influencia beneficiosa y a la que debe su instrucción musical. En el segundo curso sacó a una ramera de un prostíbulo y la elevó a su altura, es decir, la tomó como concubina; la joven vivió seis meses con él y luego volvió con su madama. Esa fuga causó a Laievski profundos padecimientos espirituales. Tanto sufrió que tuvo que dejar la universidad y se pasó dos años en casa sin hacer nada. Pero no hay mal que por bien no venga, pues, una vez allí, tuvo relaciones con una viuda que le aconsejó dejar la Facultad de Derecho e ingresar en la de Filología. Y así lo hizo. Al acabar el curso, se enamoró perdidamente de su actual (¿cómo llamarla?) mujer casada, con la que tuvo que escapar al Cáucaso, en nombre de no sé qué ideales… Si no hoy, mañana dejará de quererla y volverá a huir a San Petersburgo, siempre en nombre de los ideales. —¿Y tú cómo lo sabes? —rezongó Samóilenko, mirando con animadversión al zoólogo—. Come y calla. Trajeron sargos cocidos con salsa polaca. Samóilenko sirvió un pescado entero a cada uno de sus pensionados y los cubrió de salsa con su propia mano. Pasaron un par de minutos en silencio. —La mujer desempeña un papel fundamental en la vida de cualquier hombre —dijo el diácono—. No se puede hacer nada. —Sí, pero ¿hasta qué punto? Para cada uno de nosotros la mujer es la madre, la hermana, la esposa, la amiga; en cambio, para Laievski es sólo la amante. La mujer, es decir, la convivencia con la mujer constituye para él la felicidad y el objeto de su vida. Si se alegra, se entristece, se aburre o se desencanta, la causa es siempre la mujer. Si la vida se le vuelve insoportable, la culpa es de la mujer. Si se enciende la aurora de una nueva vida, si surgen nuevos ideales, de nuevo hay que buscar a la mujer… Sólo le satisfacen las obras y los cuadros en los que aparecen mujeres. Nuestra época, en su opinión, es mala, aun peor que los años cuarenta y sesenta, sólo porque no sabemos dedicarnos con abnegación al éxtasis amoroso y la pasión. Esos lujuriosos deben de tener en la cabeza una excrecencia particular, una especie de sarcoma que les oprime el cerebro y condiciona toda su psicología. Si observan a Laievski cuando está en compañía de otras personas, se darán cuenta de que, en el momento en que se plantea en su presencia una cuestión general, por ejemplo, sobre la célula o sobre el instinto, se aparta, guarda silencio y no escucha; parece cansado, desilusionado, nada le interesa, todo es vulgar e insignificante, pero en cuanto se habla de machos y de hembras, de que la araña, por ejemplo, después de la fecundación, devora al macho, sus ojos resplandecen de curiosidad y su rostro se ilumina; en resumidas cuentas, el hombre vuelve a la vida. Todos sus pensamientos, por muy nobles, elevados o indiferentes que sean, tienen siempre el mismo punto de partida. Si vas con él por la calle y te encuentras, pongamos, con un burro… ya está preguntando: «Dígame, por favor, ¿qué pasaría si se cruzara una burra con un camello?». ¿Y qué me dicen de los sueños? ¿No les ha contado sus sueños? ¡Son maravillosos! Tan pronto sueña que está casado con la Luna como que le citan en una comisaría y le ordenan que viva con una guitarra… El diácono prorrumpió en una sonora carcajada. Samóilenko frunció el ceño y puso cara de pocos amigos, tratando de conservar la seriedad, pero al final no pudo contenerse y estalló en una risotada —¡Todo es mentira! —dijo, secándose las lágrimas—. ¡Dios mío, qué sarta de mentiras!
IV El diácono era un hombre muy risueño; bastaba cualquier bobada para que se desternillara y se partiera de risa. Se diría que el único placer que hallaba en la compañía de sus semejantes era que todos tenían un aspecto ridículo y a todos podía poner un apodo jocoso. A Samóilenko lo llamaba «La Tarántula»; a su ayudante, «El Pato», y se mostró entusiasmado un día en que von Koren tildó a Laievski y Nadezhda Fiódorovna de macacos. Examinaba con minucia los rostros, escuchaba sin pestañear y se veía cómo sus ojos se iban iluminando y sus rasgos se tensaban, en espera del momento en que pudiera dar rienda suelta a la risa. —Es un tipo depravado y pervertido —prosiguió el zoólogo, mientras el diácono, que aguardaba otra expresión divertida, lo miraba fijamente a la cara—. No es fácil encontrar una nulidad semejante. Físicamente es un hombre débil, endeble, avejentado; e intelectualmente no se distingue en nada de la gorda mujer de un mercader, que se pasa la vida zampando, bebiendo, durmiendo en un colchón de plumas y teniendo relaciones con su cochero. El diácono volvió a reírse a carcajadas. —No se ría, diácono —dijo von Koren—. Es de tontos eso de reírse tanto. Yo no habría reparado en su nulidad —continuó, una vez que el diácono acabó con sus carcajadas— y no le habría prestado atención si no fuera un individuo tan perjudicial y peligroso. Es dañino, ante todo, porque tiene éxito entre las mujeres y, en consecuencia, amenaza con dejar descendencia, es decir, con donar al mundo una docena de Laievski, tan endebles y depravados como él. En segundo lugar, es contagioso en grado sumo. Ya les he hablado del vint y la cerveza. Un año o dos más y habrá conquistado toda la costa del Cáucaso. Ya saben ustedes la fe ciega que tiene la masa, sobre todo las capas medias, en la intelectualidad, en la instrucción universitaria, en las buenas maneras y en el lenguaje literario. Por muchas canalladas que cometa, todos creerán que hace bien, que así debe ser, porque es un joven instruido, liberal, con formación universitaria. Además, es un fracasado, un hombre superfluo, un neurasténico, una víctima de la época, y eso significa que se le puede permitir todo. Un buen tipo, un corazón de oro, siempre tan indulgente con las flaquezas humanas; condescendiente, considerado, asequible, nada orgulloso, con él se puede uno tomar una copa, chismorrear, soltar unas cuantas palabrotas… La masa siempre se inclina por el antropomorfismo en religión y en moral; sus divinidades preferidas son las que muestran las mismas debilidades que ella. ¡Juzguen ustedes qué campo más amplio para el contagio! Además, es un actor nada malo, un embustero habilidoso y sabe perfectamente lo que hace. Observen sus artimañas y subterfugios, por ejemplo, su actitud ante la civilización. Aunque la civilización apenas le ha rozado, no para de decir: «¡Ah, cómo nos ha desfigurado la civilización! ¡Ah, cómo envidio a los salvajes, a esos hijos de la naturaleza que no conocen la civilización!». Con eso deja entrever, fíjense ustedes, que en tiempos fue fiel a la civilización en cuerpo y alma, la sirvió, la comprendió a fondo, pero luego esta lo cansó, lo decepcionó, lo engañó; él es un Fausto, dense cuenta, un segundo Tolstói… A Schopenhauer y Spencer, en cambio, los trata como si fueran chiquillos, y les da palmaditas en la espalda con aire paternal. ¿Qué hay, amigo Spencer? Ni que decir tiene que no lo ha leído, pero qué expresión tan dulce adopta cuando, con ligera y despreocupada ironía, dice, refiriéndose a su dama: «¡Ha leído a Spencer!». Todos lo escuchan y nadie quiere comprender que ese charlatán no sólo no tiene derecho a hablar de Spencer en ese tono, sino ni siquiera a besarle las suelas de los zapatos. Únicamente un animal muy presuntuoso, mezquino e infame puede pisotear la civilización, la autoridad y los altares ajenos, cubrirlos de barro y burlarse de ellos con el solo propósito de justificar y ocultar su propia debilidad y su indigencia moral. —No sé qué es lo que esperas de él, Kolia —dijo Samóilenko, que ya no miraba al zoólogo con inquina, sino con aire culpable—. Es un hombre como todos. Desde luego, tiene sus flaquezas, pero está a la altura de las ideas modernas, trabaja, es útil a su patria. Hace diez años vivía aquí un agente de comercio, un viejecito listo como pocos que solía decir… —¡Basta, basta! —lo interrumpió el zoólogo—. Dices que trabaja. Pero ¿cómo trabaja? ¿Es que, gracias a su venida, han mejorado algo las cosas, los funcionarios se han vuelto más diligentes, honrados y serviciales? Al contrario, con su autoridad de intelectual con formación universitaria lo único que ha hecho es sancionar su falta de celo. Sólo se muestra diligente el veinte de cada mes, cuando recibe el sueldo; los demás días se los pasa en casa, arrastrando las zapatillas y adoptando una expresión con la que pretende dar a entender el enorme favor que está haciendo al gobierno ruso por el solo hecho de vivir en el Cáucaso. No, Aleksandr Davídich, no lo defiendas. Ni tú mismo crees lo que dices. Si de verdad lo apreciaras y lo consideraras un semejante, no le pasarías por alto sus flaquezas ni serías tan condescendiente con él, y por su propio bien tratarías de neutralizar su mal ejemplo. —¿Cómo? —Neutralizándolo. Dado que es incorregible, sólo hay un medio de lograrlo… —von Koren se pasó un dedo por el cuello, para dejar claro a qué se refería—. Eso o ahogarlo… —prosiguió—. En interés de la humanidad y en su propio interés las personas como él deben ser eliminadas. Sin falta. —Pero ¿qué dices? —murmuró Samóilenko, poniéndose en pie y mirando perplejo el rostro sereno e impasible del zoólogo—. Diácono, ¿qué está diciendo? ¿Estás en tus cabales? —No insisto en la pena de muerte —dijo von Koren—. Si está demostrado que es perjudicial, busquen otro remedio. Si no se puede aniquilar a Laievski, entonces aíslenlo, despersonalícenlo, condénenlo a trabajos forzados… —¿Qué dices? —se horrorizó Samóilenko—. ¡Con pimienta, con pimienta! —gritó con voz desesperada, al advertir que el diácono se estaba comiendo sin pimienta los calabacines rellenos—. ¿Es posible que un hombre tan inteligente como tú esté diciendo esas cosas? ¡¡Condenar a trabajos forzados a nuestro amigo, un joven orgulloso y cultivado!! —Pues, si es orgulloso y se resiste, que le pongan grilletes. Samóilenko, incapaz ya de decir una sola palabra, se limitaba a mover los dedos. El diácono echó un vistazo a su rostro aturdido, verdaderamente ridículo, y soltó una carcajada. —Dejemos el tema —dijo el zoólogo—. Sólo te pido que recuerdes, Aleksandr Davídich, que la lucha por la existencia y la selección natural protegían al hombre primitivo de tipos como Laievski; ahora nuestra cultura ha debilitado de manera considerable la lucha y la selección, de suerte que debemos ocuparnos nosotros mismos de la eliminación de los débiles e incapaces; de otro modo, cuando los Laievski se multipliquen, la civilización se vendrá abajo y la humanidad degenerará del todo. Y los culpables seremos nosotros. —¡Si se ahoga y se cuelga a la gente —dijo Samóilenko—, tu civilización y la humanidad se irán al diablo! ¡Al diablo! Escucha lo que voy a decirte: eres un hombre cultísimo, listísimo, el orgullo de tu patria, pero los alemanes te han estropeado. ¡Sí, los alemanes! ¡Los alemanes! —Samóilenko, desde que partió de Derpt [20] , en donde estudió medicina, rara vez había visto a un alemán y no había leído un solo libro alemán, pero, a su juicio, todos los males de la política y de la ciencia se debían a los alemanes. Ni él mismo habría sabido decir a qué se debía esa opinión, pero se atenía a ella con firmeza—. ¡Sí, los alemanes! —repitió una vez más—. Vamos a tomar el té. Los tres se levantaron y, tras ponerse el sombrero, se dirigieron al jardincillo y se sentaron a la sombra de unos pálidos arces, unos perales y un castaño. El zoólogo y el diácono se acomodaron en un banco, junto a una mesita, mientras Samóilenko se desplomaba en un sillón de rejilla, de ancho respaldo inclinado. El ayudante sirvió té, mermelada y una botella de almíbar. Hacía mucho calor, unos treinta grados a la sombra. El aire sofocante se había serenado, hasta dejar de soplar, y una larga telaraña pendía inmóvil y flácida desde el castaño hasta el suelo. El diácono cogió la guitarra que había siempre junto a la mesa, la templó y se puso a cantar en voz queda Los seminaristas junto a la taberna, pero hacía demasiado calor, así que se calló al instante, se enjugó el sudor de la frente y elevó los ojos al cielo ardiente y azul. Samóilenko se había quedado traspuesto: el bochorno, el silencio y el dulce sopor de la sobremesa, que no tardaron en apoderarse de todos sus miembros, le habían robado las fuerzas, produciéndole una suerte de ebriedad: yacía con los brazos colgando, los ojos semicerrados, la cabeza hundida en el pecho. Dirigió una mirada enternecida a von Koren y al diácono y murmuró: —La joven generación… La estrella de la ciencia y el candil de la Iglesia… En un visto y no visto, este santo varón de largos faldones será promovido a metropolita y habrá que besarle la mano… Así… lo quiera Dios… No tardó en oírse un ronquido. Von Koren y el diácono se acabaron el té y salieron a la calle. —¿Va otra vez a pescar al muelle? —preguntó el zoólogo. —No, hace demasiado calor. —Pues véngase conmigo. Me hará un paquete y me copiará unos papeles. Luego hablaremos de cómo debe usted ocupar el tiempo. Hay que trabajar, diácono. No puede seguir así. —Sus palabras son justas y lógicas —dijo el diácono—, pero creo que mi pereza es disculpable, dadas las circunstancias de mi vida actual. Como usted bien sabe, la incertidumbre contribuye en gran medida a la apatía de la gente. Sólo Dios sabe si me han enviado aquí temporalmente o para siempre. Nadie me informa de nada y, mientras tanto, mi mujer sigue aburriéndose en casa de sus padres. Además, confieso que el calor me ha secado el cerebro. —Bobadas —dijo el zoólogo—. Al calor puede acostumbrarse uno y también a vivir sin la compañía de una mujer. Hay que dejarse de remilgos y aprender a dominarse.
V Nadezhda Fiódorovna iba a bañarse por la mañana, seguida de su cocinera Olga, que llevaba un cántaro, una taza de cobre, toallas y una esponja. En la rada había dos vapores desconocidos, probablemente navíos mercantes extranjeros, con sus chimeneas blancas llenas de suciedad. Algunos hombres vestidos de blanco, con zapatos del mismo color, iban por el muelle, dando gritos en francés, y desde los vapores les respondían. En la pequeña iglesia de la ciudad repicaron con fuerza las campanas. «Hoy es domingo», recordó con satisfacción Nadezhda Fiódorovna. Se sentía rebosante de salud y su estado de ánimo era alegre, festivo. Con su nuevo y amplio vestido de seda cruda y su gran sombrero de paja, cuya ancha ala se doblaba hacia abajo a la altura de las orejas, dando la impresión de que su rostro salía de una caja, se sentía muy atractiva. Pensaba que era la única mujer joven, hermosa e inteligente de toda la ciudad, que sólo ella sabía vestirse con gusto y elegancia gastando poco dinero. Ese vestido, por ejemplo, sólo le había costado veintidós rublos, y, sin embargo, qué bonito era. Era la única mujer que despertaba admiración en la ciudad, y como había muchos hombres, todos tenían que envidiar a Laievski, lo quisieran o no. Le alegraba que en los últimos tiempos Laievski fuera tan indiferente con ella, tan comedido y cortés y a veces incluso tan grosero y vulgar; a sus desaires y sus miradas despectivas, frías, extrañas o incomprensibles, antes habría contestado con lágrimas, reproches y amenazas de abandonarlo o dejarse morir de hambre; ahora, en cambio, por toda respuesta se ruborizaba, lo miraba con aire culpable y se alegraba de que no se mostrase afectuoso con ella. Habría sido aún más agradable y placentero si la hubiese insultado o amenazado, pues se sentía totalmente culpable ante él. Creía que era culpable, ante todo, de no compartir sus ilusiones de una vida de trabajo, aspiración por la que Laievski había dejado San Petersburgo y se había marchado al Cáucaso, y estaba convencida de que en los últimos tiempos estaba enfadado con ella precisamente por esa cuestión. Cuando ella iba de camino al Cáucaso, pensaba encontrar desde el primer día un rincón apartado en la orilla del mar, un jardín ameno y fresco, con pajarillos y arroyuelos, donde podría plantar flores y hortalizas, criar patos y gallinas, recibir a los vecinos, curar a los campesinos pobres y distribuir libros entre ellos; pero resultó que el Cáucaso consistía en una sucesión de montañas peladas, bosques y valles inmensos, donde había que pasar mucho tiempo eligiendo sitio, haciendo gestiones, organizándose; donde no había vecinos, hacía muchísimo calor y podían robarle a uno. Laievski no se había dado prisa en adquirir una parcela, y ella se alegró de esa tardanza; parecía como si se hubieran puesto de acuerdo para no mencionar la vida dedicada al trabajo. Como él callaba, Nadezhda Fiódorovna pensaba que se había enfadado porque ella no sacaba a colación ese tema. En segundo lugar, a lo largo de esos dos años había adquirido en la tienda de Achmiánov, a espaldas de Laievski, diversas naderías por valor de unos trescientos rublos: un poco de tela, una pieza de seda, una sombrilla… Y poco a poco, sin darse cuenta, había acumulado aquella deuda. —Hoy mismo se lo diré… —decidió, pero acto seguido paró mientes en que, dado el humor de Laievski, tal vez no era el momento más oportuno para hablarle de deudas. En tercer lugar, había recibido ya dos veces, en ausencia de Laievski, a Kirilin, el jefe de la policía: una vez por la mañana, cuando Laievski había ido a bañarse, y otra, a medianoche, mientras él estaba jugando a las cartas. Al recordarlo, Nadezhda Fiódorovna se puso como la grana y miró a la cocinera, como si temiera que esta pudiera leerle los pensamientos. Las largas jornadas, aburridas e insoportablemente calurosas; los hermosos y lánguidos atardeceres, las noches sofocantes y toda esa vida, en que uno no sabía cómo emplear tanto tiempo libre; el pensamiento recurrente de que era la mujer más bonita y joven de la ciudad y de que estaba malgastando su juventud, así como la presencia del propio Laievski, hombre honrado e idealista, pero monótono, siempre arrastrando las zapatillas, mordiéndose las uñas y fastidiándola con sus caprichos, habían contribuido a que el deseo poco a poco acabara apoderándose de ella, hasta el punto de que, como una loca, no pensaba en otra cosa ni de día ni de noche. En su aliento, en sus miradas, en el tono de su voz y en sus andares sólo percibía ese deseo; el rumor de las olas le hablaba de la necesidad de amar, y también la oscuridad de la noche y las montañas… Cuando Kirilin empezó a cortejarla, no había encontrado las fuerzas ni la voluntad necesarias para oponer resistencia y se había entregado… En aquel momento, vaya usted a saber por qué, los vapores extranjeros y los hombres de blanco le recordaron una enorme sala; junto a las palabras en francés resonaron en sus oídos los sones de un vals, y su pecho se estremeció, lleno de una alegría inexplicable. Le entraron ganas de bailar y de hablar en francés. Con inmensa satisfacción llegó a la conclusión de que su traición no era algo tan terrible, pues su alma no había participado. Seguía queriendo a Laievski, como demostraba el hecho de que se sintiera celosa, de que lo echara de menos y se entristeciera cuando él no estaba en casa. Kirilin, en cambio, había resultado un tipo normalillo, más bien vulgar, aunque atractivo. Ya había roto con él y no volvería a verlo. Lo que había sucedido pertenecía ya al pasado; a nadie le importaba y, si Laievski llegaba a enterarse, no lo creería. En la orilla sólo había una casa de baños para las damas; los hombres, en cambio, se bañaban al aire libre. Al entrar en la casa de baños, Nadezhda Fiódorovna se encontró con una señora ya madura, Maria Konstantínovna Bitiugova, esposa de un funcionario, y con su hija de quince años, Katia, estudiante de bachillerato; ambas estaban sentadas en un banco, desnudándose. Maria Konstantínovna era una mujer bondadosa, entusiasta y delicada, que hablaba con mucha pasión, alargando las palabras. Hasta los treinta y dos años había trabajado como institutriz, luego se había casado con el funcionario Bitiugov, hombre de baja estatura, calvo (con los cuatro pelos que le quedaban procuraba cubrirse las sienes) y muy pacífico. Seguía enamorada de él, tenía celos, se ruborizaba cuando oía la palabra «amor» y aseguraba a todo el mundo que era muy feliz. —¡Hola, querida! —dijo con alborozo al ver a Nadezhda Fiódorovna, adoptando una expresión que todos sus conocidos calificaban de «meliflua»—. ¡Cuánto me alegro de que haya venido, amiga mía! Nos bañaremos juntas: ¡será estupendo! Olga se quitó rápidamente el vestido y la camisa y procedió a desvestir a su señora. —Hoy no hace tanto calor como ayer, ¿no es verdad? —dijo Nadezhda Fiódorovna, encogiéndose al sentir el rudo contacto de la cocinera desnuda—. Ayer estuve a punto de asfixiarme. —¡Ah, sí, querida! A mí me pasó lo mismo. No se lo va a creer, pero ayer me bañé tres veces. Hasta Nikodim Aleksándrich se intranquilizó. «¿Cómo es posible que sean tan feas? —pensaba Nadezhda Fiódorovna, mirando a Olga y a la mujer del funcionario. Luego se fijó en Katia y se dijo—: La muchacha no tiene malas formas». —¡Su Nikodim Aleksándrich es amabilísimo! —comentó en voz alta—. La verdad es que estoy enamorada de él. —Ja, ja, ja —estalló Maria Konstantínovna en una risa forzada—. ¡Qué maravilla! Una vez liberada de la ropa, Nadezhda Fiódorovna sintió deseos de volar. Tenía la impresión de que le bastaría con batir los brazos para salir volando. Advirtió que Olga miraba con repugnancia su cuerpo blanco. Olga, aún joven, casada con un soldado, vivía con su marido legítimo y eso le daba derecho a considerarse mejor y superior a ella. Nadezhda Fiódorovna notaba que Maria Konstantínovna y Katia tampoco la respetaban y que la temían. Era una impresión desagradable, y para realzarse a sus ojos, dijo: —Ahora en San Petersburgo está en su apogeo la temporada veraniega. ¡Cuántos conocidos teníamos mi marido y yo! Tendría que ir a hacerles una visita. —Su marido es ingeniero, ¿no es verdad? —preguntó con timidez Maria Kaspárovna. —Estoy hablando de Laievski. Tiene muchísimos conocidos. Pero, por desgracia, su madre, una aristócrata orgullosa, es una mujer de cortos alcances… Nadezhda Fiódorovna dejó la frase a medias y se zambulló; Maria Konstantínovna y Katia la siguieron. —En nuestra sociedad hay muchísimos prejuicios —prosiguió Nadezhda Fiódorovna —, y la vida no es tan fácil como parece. Maria Konstantínovna, que había trabajado de institutriz para familias aristocráticas y conocía la alta sociedad, dijo: —¡Ah, sí! No se lo va a creer, querida, pero en casa de los Garatinski había que vestirse convenientemente para el desayuno y el almuerzo; por ese motivo, además de mi sueldo, recibía una cantidad suplementaria para ropa, como si fuera una actriz. Se había situado entre Nadezhda Fiódorovna y Katia, como queriendo apartar de su hija el agua en que se bañaba la primera. A través de la puerta, abierta sobre el mar, se veía nadar a alguien a unos cien pasos de allí. —¡Mamá, es nuestro Kostia! —dijo Katia. —¡Ah, ah! —cacareó Maria Konstantínovna asustada—. ¡Ah! ¡Kostia, vuelve! —gritó —. ¡Kostia, vuelve! Kostia, un muchacho de unos catorce años, queriendo dárselas de valiente delante de su madre y de su hermana, se sumergió y siguió nadando, pero acabó cansándose y se apresuró a volver. En su rostro serio y contraído se veía que no confiaba en sus propias fuerzas. —¡Estos muchachos son una cruz, querida! —dijo Maria Konstantínovna, ya más tranquila—. Basta que se dé uno la vuelta para que se partan la crisma. ¡Ah, querida, qué agradable y a la vez qué duro es ser madre! Siempre estás con el alma en vilo. Nadezhda Fiódorovna se puso el sombrero de paja y salió a mar abierto. Nadó unos diez metros y se quedó flotando boca arriba. Veía el mar hasta la línea del horizonte, los vapores, la gente en la orilla, la ciudad; ese cuadro, junto con el bochorno y las olas blandas y transparentes, la excitaba y le susurraba que había que vivir, vivir… Junto a ella pasó rauda una barca de vela, cortando enérgicamente las olas y el aire; el hombre que manejaba el timón se la quedó mirando, y a ella le agradó que la contemplara… Después del baño, las señoras se vistieron y se marcharon juntas. —Cada dos días tengo fiebre, pero no adelgazo —dijo Nadezhda Fiódorovna, pasándose la lengua por labios, salados después del baño, y respondiendo con una sonrisa a los saludos de los conocidos—. Siempre he sido más bien gruesa y ahora tengo la sensación de haber engordado todavía más. —Eso depende de la disposición, querida. Si alguien no tiene tendencia a engordar, como yo, por ejemplo, no hay comida que pueda ayudarle. Me parece que se le ha mojado el sombrero, querida. —Da igual, ya se secará. Nadezhda Fiódorovna volvió a ver a los hombres vestidos de blanco, que paseaban por el malecón hablando en francés, y, por alguna razón, su pecho volvió a estremecerse de alegría y le vino a la memoria la imagen imprecisa de una espaciosa sala en la que alguna vez había bailado o con la que acaso había soñado. Y algo en lo más profundo de su alma le susurró de forma vaga y confusa que era una mujer ruin, vulgar, despreciable, insignificante… Maria Konstantínovna se detuvo a la puerta de su casa y la invitó a pasar. —¡Entre, querida! —dijo con voz suplicante, al tiempo que la miraba con angustia, esperando que rechazase el ofrecimiento. —Con mucho gusto —aceptó Nadezhda Fiódorovna—. ¡Ya sabe cuánto me gusta pasar un rato con usted! Y entró en la casa. Maria Konstantínovna le pidió que tomara asiento, le sirvió café, le ofreció panecillos, luego le enseñó unas fotografías de sus antiguas pupilas, las señoritas Garatinski, que ya se habían casado, y después le mostró las calificaciones de Katia y de Kostia, que eran excelentes; no obstante, para que parecieran aún mejores, suspiró y se quejó de lo difícil que era en esos tiempos estudiar el bachillerato… Agasajaba a su invitada, pero al mismo tiempo lamentaba que estuviera allí, sufría pensando que su presencia podía ejercer una influencia perniciosa en la moral de Kostia y de Katia y se alegraba de que Nikodim Aleksándrich no se hallara en casa, pues, en su opinión, a todos los hombres les gustaban «esas mujeres», de suerte que Nadezhda Fiódorovna también podía ejercer una influencia negativa sobre Nikodim Aleksándrich. Mientras conversaba con su invitada, a Maria Konstantínovna no se le iba de la cabeza que esa misma tarde se celebraría una merienda campestre y que von Koren le había rogado encarecidamente que no dijera nada a los macacos, es decir, a Laievski y Nadezhda Fiódorovna. No obstante, en un momento determinado se le escapó sin darse cuenta, y tuvo que añadir, roja como la grana y toda confusa: —¡Espero que vengan ustedes!
VI Habían acordado alejarse siete verstas de la ciudad, en dirección sur, y detenerse junto a la taberna, en la confluencia de los riachuelos Negro y Amarillo, donde prepararían la sopa de pescado. Partieron poco después de las cinco. Delante de todos, en un charabán, iban Samóilenko y Laievski; detrás, en un landó tirado por tres caballos, viajaban Maria Konstantínovna, Nadezhda Fiódorovna, Katia y Kostia, llevando la cesta con las provisiones y la vajilla. El siguiente carruaje estaba ocupado por el jefe de policía, Kirilin, y el joven Achmiánov, hijo del comerciante al que Nadezhda Fiódorovna debía trescientos rublos; en el asiento de enfrente, hecho un ovillo y con las piernas encogidas, se había acomodado Nikodim Aleksándrich, diminuto, pulcro, con sus cuatro pelos cubriéndole las sienes. Cerraban la comitiva von Koren y el diácono, que llevaba sobre las rodillas una cesta de pescado. —¡A la derecha! —gritaba Samóilenko a voz en cuello cada vez que se cruzaban con un carro o con un abjasio a lomos de una mula. —Dentro de dos años, cuando disponga de los medios y del personal necesario, emprenderé una expedición —decía von Koren al diácono—. Recorreré la costa desde Vladivostok hasta el estrecho de Bering y luego desde allí hasta la desembocadura del río Yeniséi. Trazaremos un mapa, estudiaremos la fauna y la flora y realizaremos detalladas investigaciones geológicas, antropológicas y etnográficas. De usted depende acompañarme o no. —Es imposible —dijo el diácono. —¿Por qué? —Tengo obligaciones, estoy casado. —Su mujer le dejará venir. Nos ocuparemos de que no le falte de nada. Lo mejor sería que, por el bien de todos, la convenciera de que se metiera monja, lo que le permitiría a usted tomar los hábitos y participar en la expedición en calidad de sacerdote. Yo puedo arreglarlo. El diácono guardaba silencio. —¿Conoce usted bien su materia, la teología? —preguntó el zoólogo. —No mucho. —Hum… No puedo ofrecerle ninguna indicación en ese sentido, porque también yo la conozco mal. Pero si me da una lista con los libros que necesita, se los enviaré este invierno desde San Petersburgo. También tendrá que leer las memorias de los misioneros, entre los que figuran buenos etnólogos y conocedores de lenguas orientales. Cuando se haya familiarizado con su modo de trabajar, le será más fácil ponerse manos a la obra. Y, mientras llegan los libros, no pierda el tiempo en vano: venga a verme y nos ejercitaremos con la brújula, estudiaremos la meteorología. Todo eso es indispensable. —Sí, sí —farfulló el diácono y se echó a reír—. He solicitado un puesto en la Rusia central y mi tío, que es arcipreste, ha prometido ocuparse del caso. Si me voy con usted, lo habría molestado en vano. —No entiendo sus vacilaciones. Si sigue siendo un simple diácono, que oficia sólo los días de fiesta y el resto del tiempo se dedica a no hacer nada, dentro de diez años será lo mismo que es ahora, con la única diferencia, quizá, de que le habrá salido bigote y un poco de barba; en cambio, si participa en la expedición, dentro de diez años se habrá convertido en otro hombre y se sentirá orgulloso de haber hecho algo de provecho. En el carruaje de las señoras resonaron unos gritos que denotaban temor y asombro. Estaban pasando por una carretera excavada en un acantilado rocoso cortado a pico, y todos tenían la impresión de que avanzaban por una tabla fijada a un alto muro y de que los carruajes iban a despeñarse en el abismo en cualquier momento. A la derecha se extendía el mar, a la izquierda se levantaba un muro escarpado y marrón, con manchas negras, vetas rojas y raíces trepadoras, mientras en lo alto las frondosas ramas de las coníferas se asomaban al vacío como con pavor y curiosidad. Al cabo de unos cinco minutos volvieron a oírse gritos y risas: había que pasar por debajo de una enorme roca suspendida sobre la carretera. —No entiendo por qué diablos he venido con vosotros —dijo Laievski—. ¡Qué estúpido y trivial! En lugar de ir al norte, de huir, de salvarme, participo en esta excursión idiota. —Pero ¡mira qué paisaje! —exclamó Samóilenko, cuando los caballos torcieron a la izquierda y se abrió el valle del riachuelo Amarillo, cuyas aguas centellearon, amarillas, turbias, alocadas… —Yo no veo nada de particular —respondió Laievski—. Cuando uno se pasa el día entero admirando la naturaleza lo único que hace es dejar constancia de su falta de imaginación. En comparación con las imágenes que puede crear mi imaginación, todos estos arroyuelos y peñascos son una nadería. Los carruajes avanzaban ya por la orilla del río. Las altas y abruptas riberas iban confluyendo poco a poco, el valle se estrechaba y algo más adelante se transformaba en desfiladero; la montaña rocosa junto a la que pasaban había sido creada por la naturaleza con peñascos enormes, compactados con tanta fuerza que Samóilenko, cada vez que los veía, emitía un rugido involuntario. La sombría y bella montaña estaba atravesada aquí y allá por angostas grietas y hendiduras, que despedían un vaho de humedad y de misterio; a través de las hendiduras se veían otras montañas, parduscas, rosadas, lilas, humeantes o bañadas de brillante luz. De vez en cuando, cuando pasaban por uno de esos resquicios, se oía el rumor del agua, que caía desde lo alto y se estrellaba contra las rocas. —¡Ah, malditas montañas —suspiraba Laievski—, van a matarme de aburrimiento! A un lado del camino, en el punto donde el riachuelo Negro desembocaba en el Amarillo y sus aguas negras como la tinta entablaban combate con las amarillas y las manchaban, se alzaba la taberna del tártaro Kerbalai, con una bandera rusa en el tejado y un letrero escrito con tiza: «La Taberna de la Alegría». Alrededor se extendía un jardincillo con mesas y bancos, rodeado por una cerca, y en medio de los escuálidos arbustos espinosos se alzaba un ciprés solitario, esbelto y oscuro. Kerbalai, un tártaro vivaracho, de baja estatura, con una camisa azul y un mandil blanco, estaba junto al camino y, con las manos en el estómago, hacía profundas reverencias a los carruajes, al tiempo que sonreía, mostrando sus dientes blancos y brillantes. —¡Hola, Kerbalai! —le gritó Samóilenko—. Vamos a seguir un poco más. Llévanos el samovar y unas sillas. ¡Deprisa! Kerbalai asintió con su cabeza rasurada y balbuceó algo que sólo quienes viajaban en el último carruaje llegaron a entender: —¡Tengo truchas, excelencia! —¡Tráelas, tráelas! —le dijo von Koren. Los carruajes se detuvieron a unos quinientos pasos de la taberna. Samóilenko eligió un pequeño prado en el que sobresalían algunas piedras que podían servir de asiento y donde yacía un árbol abatido por la tormenta, con las velludas raíces desenterradas y las agujas secas y amarillentas. En ese punto un inestable puente de troncos atravesaba el río, y en la otra orilla, justo enfrente, se alzaba sobre cuatro pequeños pilares un secadero de maíz, que recordaba las isbas con patas de gallina de los cuentos [21] ; una escalerita conducía hasta la puerta. En un primer momento se apoderó de todos la sensación de que jamás saldrían de allí. Por todas partes, mirasen donde mirasen, se alzaban y se sucedían montañas imponentes, y por la parte de la taberna y del oscuro ciprés avanzaban a toda prisa las sombras del atardecer; de este modo, el estrecho y tortuoso valle del riachuelo Negro parecía más angosto y las montañas, más altas. Se oía el borboteo de las aguas y el incesante chirrido de las cigarras. —¡Qué maravilla! —dijo Maria Konstantínovna, entusiasmada, exhalando un profundo suspiro—. ¡Niños, mirad qué bonito! ¡Y qué silencio! —Sí, la verdad es que es bonito —admitió Laievski, a quien había complacido la vista; no obstante, después de contemplar el cielo y luego el humo azul que salía de la chimenea de la taberna se sintió triste, vaya usted a saber por qué—. ¡Sí, es bonito! —repitió. —Iván Andreich, describa este paisaje —dijo Maria Konstantínovna con voz llorosa. —¿Para qué? —preguntó Laievski—. La impresión es mejor que cualquier descripción. Esta riqueza de colores y sonidos, que cualquiera recibe de la naturaleza por medio de las impresiones, los escritores la revelan bajo un aspecto informe e irreconocible. —¿Cómo dice? —preguntó con frialdad von Koren, que había escogido la roca más grande que había junto al río y buscaba el modo de encaramarse a ella para sentarse—. ¿Cómo dice? —repitió, mirando fijamente a Laievski—. ¿Y Romeo y Julieta? ¿Y la noche ucraniana descrita por Pushkin? Ante esos ejemplos, la naturaleza tiene que inclinarse hasta el suelo. —Tal vez… —concedió Laievski, demasiado perezoso para argumentar y rebatir—. Por otro lado —añadió al cabo de un rato—, ¿qué representa Romeo y Julieta en realidad? Un amor bello, poético, sagrado, unas rosas bajo las que se trata de ocultar la podredumbre. Romeo es un animal, como todo el mundo. —Siempre que se habla con usted de algo, acababa reduciéndolo todo… Von Koren se quedó mirando a Katia y no terminó la frase. —¿A qué acabo reduciéndolo? —preguntó Laievski. —Si alguien dice, por ejemplo: «¡Qué hermoso es este racimo de uvas!», usted responde: «Sí, pero qué horrible cuando uno se lo come y lo digiere en el estómago». ¿A qué viene decir eso? No es nada nuevo y… en general, es una manera de proceder bastante extraña. Laievski sabía que no le caía bien a von Koren; por eso le tenía miedo y en su presencia se sentía incómodo, como si alguien le estuviera echando el aliento en el cogote. Sin responder palabra, se apartó unos pasos y se lamentó de haber emprendido ese viaje. —¡Señores, vamos a coger leña para la hoguera! —ordenó Samóilenko. Casi todos los presentes se dispersaron y en el lugar sólo quedaron Kirilin, Achmiánov y Nikodim Aleksándrich. Kerbalai trajo sillas, extendió una alfombra sobre la hierba y depositó unas cuantas botellas de vino. El jefe de policía, Kirilin, hombre alto y apuesto, que hiciera el tiempo que hiciera llevaba siempre un capote por encima de la guerrera, con su altanero porte, sus andares solemnes y su voz profunda y algo ronca, era el prototipo del joven comisario de provincias. Tenía una expresión triste y soñolienta, como si acabaran de despertarlo en contra de su voluntad. —¿Qué es lo que nos has traído, animal? —le preguntó a Kerbalai, pronunciando lentamente cada palabra—. Te pedí que nos sirvieras kvareli [22] , ¿y qué es lo que nos has traído, tártaro del demonio? ¿Eh? ¿Con quién crees que estás hablando? —Tenemos mucho vino, Yegor Alekseich —terció Nikodim Aleksándrich, tímido y cortés. —¿Y qué? Quiero que también haya vino mío. Participo en esta excursión y supongo que tengo todo el derecho a aportar mi contribución. ¡Su-pon-go! ¡Trae diez botellas de kvareli! —¿Por qué tantas? —preguntó sorprendido Nikodim Aleksándrich, pues sabía que Kirilin no tenía dinero. —¡Veinte botellas! ¡Treinta! —gritó Kirilin. —No se preocupe, déjelo —le susurró Achmiánov a Nikodim Aleksándrich—. Lo pagaré yo. Nadezhda Fiódorovna estaba de un humor alegre y juguetón. Quería saltar, reír, gritar, gastar bromas, coquetear. Llevaba un vestido barato de percal, con dibujo de lunares azules, unas sandalias rojas y aquel sombrero de paja que se había puesto por la mañana, y se imaginaba que era menuda, sencilla, ligera y aérea como una mariposa. Corrió por el inestable puentecillo y se asomó a las aguas un instante, para sentir el vértigo de las alturas; luego pegó un grito, pasó corriendo a la otra orilla y se acercó al secadero, sintiéndose admirada por todos los hombres, incluso por Kerbalai. Mientras, en la oscuridad que descendía veloz, los árboles se confundían con las montañas, los caballos con los carruajes, y en las ventanas de la taberna relucía una lucecilla. Nadezhda Fiódorovna subió a una montaña por una vereda que serpenteaba ente las peñas y los arbustos espinosos y se sentó en una roca. Abajo ardía ya la hoguera. Alrededor del fuego trajinaba el diácono, con la camisa remangada; su larga sombra negra giraba en torno a las llamas como un rayo; tan pronto echaba ramitas como removía el perol con una cuchara atada a una larga vara. Samóilenko, con el rostro entre púrpura y cobrizo, se ajetreaba alrededor de la lumbre, como hacía en la cocina de su casa, y gritaba hecho una fiera: —¿Dónde está la sal, caballeros? ¿No la habrán olvidado? ¿Qué hacen ahí sentados como señoritos? ¿Es que no van a echarme una mano? Sentados en el árbol caído, uno al lado del otro, Laievski y Nikodim Aleksándrich contemplaban el fuego con aire pensativo. Maria Konstantínovna, Katia y Kostia sacaban de la cesta el servicio de té y los platos. Von Koren, los brazos cruzados y un pie apoyado sobre la roca, estaba en la orilla, al borde mismo del agua, y parecía meditar. Las manchas rojas de la hoguera y las sombras que se desplazaban por el suelo junto a las oscuras figuras humanas temblaban en la montaña, en los troncos, en el puente, en el secadero; al otro lado, la abrupta y escarpada orilla estaba toda iluminada, centelleaba y se reflejaba en el río, y las tumultuosas aguas, que pasaban raudas, rompían en pedazos su reflejo. El diácono fue por el pescado que Kerbalai estaba limpiando y lavando en la orilla, pero se detuvo a medio camino y se quedó mirando a su alrededor. «¡Dios mío, qué hermosura! —pensó—. Los hombres, las rocas, el fuego, el crepúsculo, un árbol monstruoso: sólo eso. Y, sin embargo, ¡qué hermosura!». En la otra orilla, junto al secadero, aparecieron unos desconocidos. Como la luz reverberaba y el humo de la hoguera iba en esa dirección, no fue posible distinguir a todos esos hombres en un primer momento; sólo se veía de forma fragmentaria tan pronto un gorro de piel y una barba canosa como una camisa azul o un montón de harapos de los hombros a las rodillas y un puñal terciado en la cintura, o un rostro joven y moreno con cejas negras, tan espesas y precisas que parecían dibujadas a carboncillo. Cinco o seis de ellos se sentaron en el suelo formando un corro, mientras los cinco restantes entraron en el secadero. Uno se quedó en la puerta, de espaldas a la hoguera, y, con las manos a la espalda, se puso a contar algo por lo visto muy interesante, porque, cuando Samóilenko echó unas ramas al fuego y las llamas se recrudecieron, echando chispas e iluminando con toda claridad el secadero, vieron en el interior a dos figuras serenas, que escuchaban con profunda atención, mientras los del corro se habían vuelto y prestaban oídos a la narración. Al cabo de un rato los que estaban sentados entonaron en voz baja un estribillo prolongado y melódico, semejante a los cánticos eclesiásticos de la cuaresma… Al escucharlo, el diácono se imaginó lo que sería de él dentro de diez años, cuando regresara de la expedición: joven sacerdote misionero, autor renombrado y con un pasado magnífico; lo promoverían a archimandrita; luego, a obispo; oficiaría misa en la catedral; con su mitra de oro y su panagia [23] saldría al ambón y, bendiciendo a la multitud con candelabros de dos y tres brazos en la mano, proclamaría: «¡Protégenos desde el cielo, Señor, contempla y honra con tu presencia esta viña plantada por tu diestra!». Y los niños, en respuesta, cantarían con voz angelical: «Dios santo»… —¿Dónde está el pescado, diácono? —se oyó la voz de Samóilenko. Una vez de vuelta junto a la hoguera, el diácono imaginó una calurosa jornada de julio en la que una procesión avanzara por un camino polvoriento: delante, los campesinos con los estandartes y las mujeres y las muchachas con los iconos; a continuación, los niños cantores y el sacristán con la mejilla vendada y briznas de paja entre los cabellos; luego él, el diácono, detrás el pope con el bonete y la cruz, y después, levantando una nube de polvo, una muchedumbre de mujiks, campesinas y muchachos, entre la que se encontrarían la mujer del pope y la suya, con el chal en la cabeza. Canta el coro, chillan los niños, pían las codornices, gorjean las alondras… De pronto la comitiva se detiene para asperjar el ganado con agua bendita… Luego reanudan la marcha y, puestos de rodillas, invocan la lluvia. Y por último toman un bocado, charlan… «También eso es hermoso…», pensó el diácono.
VII Kirilin y Achmiánov subieron a la montaña por el sendero. Achmiánov se quedó rezagado y se detuvo, pero Kirilin se acercó a Nadezhda Fiódorovna. —¡Buenas tardes! —dijo, llevándose la mano a la visera. —Buenas tardes. —Pues sí —dijo Kirilin, contemplando el cielo con aire pensativo. —¿Cómo que pues sí? —preguntó Nadezhda Fiódorovna, al cabo de un rato, dándose cuenta de que Achmiánov los estaba observando. —Quiero decir —pronunció lentamente el policía— que nuestro amor se ha marchitado antes de florecer, por decirlo de alguna manera. ¿Cómo pretende que me lo tome? ¿Se trata de coquetería por su parte o es que me considera un tunante con el que puede hacer lo que le venga en gana? —¡Fue un error! ¡Déjeme! —dijo con brusquedad Nadezhda Fiódorovna, mirándolo con temor y preguntándose sorprendida cómo era posible que alguna vez hubiera encontrado atractivo a ese tipo y hubiera aceptado su compañía. —¡Ya! —exclamó Kirilin; guardó silencio un momento, con aire meditabundo, y comentó—: ¡Qué le vamos a hacer! Esperaremos a que esté usted de mejor humor; mientras tanto, me atrevo a asegurarle que soy un hombre íntegro y que no permito que nadie lo ponga en duda. ¡Conmigo no se juega! Adieu! Se llevó la mano a la visera y se alejó, abriéndose paso entre los arbustos. Algo después se acercó Achmiánov con pasos indecisos. —¡Qué tarde tan hermosa! —exclamó con un ligero acento armenio. Era un hombre nada feo, vestía a la moda y se conducía con sencillez, como un joven bien educado, pero a Nadezhda le caía mal porque le debía a su padre trescientos rublos; también le desagradaba que hubiesen invitado a la excursión a un tendero y que este se hubiera acercado a ella precisamente esa tarde, cuando se sentía tan pura de espíritu. —En general la excursión ha sido un éxito —dijo al cabo de un rato. —Sí —convino ella y, como si de pronto le hubiese venido a la cabeza su deuda, añadió distraída—: A propósito, diga en la tienda que dentro de unos días pasará Iván Andreich y pagará los trescientos rublos… o la cantidad que sea. —Le daría con gusto otros trescientos con tal de que dejara de recordarme esa deuda cada día. ¿Por qué menciona siempre ese asunto tan prosaico? Nadezhda Fiódorovna se echó a reír; se le había pasado por la imaginación la ridícula idea de que, si su moral no hubiese sido lo bastante firme para impedírselo, habría podido saldar la deuda en ese mismo instante. ¡Le habría bastado, por ejemplo, con hacer que ese tontorrón joven y apuesto perdiera la cabeza! En realidad, ¡qué ridículo, absurdo y descabellado sería! Pero de pronto le entraron ganas de enamorarlo, desplumarlo, abandonarlo y ver después lo que pasaba. —Permítame que le dé un consejo —dijo tímidamente Achmiánov—. Haga el favor de apartarse de Kirilin. Va diciendo por todas partes cosas horribles de usted. —No me interesa saber lo que pueda contar de mí un estúpido —dijo Nadezhda Fiódorovna con frialdad; en ese momento se apoderó de ella una gran inquietud y la idea ridícula de jugar un poco con ese joven apuesto perdió de pronto todo su encanto—. Tenemos que volver con los demás —dijo—. Nos están llamando. Abajo la sopa de pescado ya estaba lista. La sirvieron en los platos y se pusieron a comerla con esa solemnidad típica de las excursiones; todos la encontraron muy apetitosa y afirmaron que en casa nunca habían comido nada igual. Como sucede siempre en las excursiones, nadie sabía dónde estaba su vaso y su pan, perdidos entre un montón de servilletas, envoltorios e inútiles papeles llenos de grasa arrastrados por el viento; vertían el vino en la alfombra o en las propias rodillas, se les caía la sal. Alrededor reinaba la oscuridad y la hoguera ya no ardía con tanta fuerza como antes, pero nadie era capaz de sacudirse la pereza y levantarse para echar un poco de leña. Todos habían bebido vino; a Kostia y a Katia les habían servido medio vaso. Nadezhda Fiódorovna se había bebido un vaso entero, luego otro, se había emborrachado y se había olvidado de Kirilin. —Una merienda suntuosa, una tarde maravillosa —dijo Laievski, que gracias al vino se sentía más alegre—, pero yo cambiaría todo esto por un invierno de verdad. «El polvo de la escarcha plateaba su cuello de castor.» [24] —Cada cual tiene su gusto —señaló von Koren. Laievski se sintió incómodo: por la espalda le llegaba el calor de la hoguera y de frente, el odio de von Koren, hombre probo e inteligente; ese odio, que probablemente tenía razones fundadas, lo humillaba y lo debilitaba; sin fuerzas para contrarrestarlo, dijo en tono obsequioso: —Amo apasionadamente la naturaleza y lamento no ser naturalista. Le envidio. —Yo, en cambio, no lamento nada ni le envidio —dijo Nadezhda Fiódorovna—. No entiendo que alguien pueda ocuparse seriamente de los bichos y de las sabandijas cuando hay un pueblo que sufre. Laievski compartía esa opinión. No sabía absolutamente nada de ciencias naturales y, por tanto, nunca había podido congraciarse con el tono autoritario y el aire doctoral y sesudo de las personas que se dedicaban a las antenas de las hormigas y las patas de las cucarachas; siempre le había molestado que esas personas, basándose en el estudio de las antenas, las patas y no sé qué protoplasma (que él, por alguna razón, se imaginaba como una especie de ostra), pretendiesen resolver cuestiones relativas al origen y la vida del hombre. Pero las palabras de Nadezhda Fiódorovna le sonaron a falsas y, con la única intención de llevarle la contraria, comentó: —¡Lo importante no son los insectos, sino las conclusiones!
VIII Cuando empezaron a acomodarse en los carruajes para volver a casa, ya era tarde, alrededor de las once. Sólo faltaban Nadezhda Fiódorovna y Achmiánov, que corrían uno detrás del otro en la orilla opuesta del río y se reían a carcajadas. —¡Vamos, señores! —les gritó Samóilenko. —No habría que darle vino a las señoras —dijo von Koren en voz baja. Laievski, cansado de la excursión, dolido por el odio de von Koren y extenuado por sus propios pensamientos, fue al encuentro de Nadezhda Fiódorovna, y cuando ella, alegre, contenta, sintiéndose ligera como una pluma, sofocada y risueña, le cogió ambas mano y reclinó la cabeza en su pecho, retrocedió un paso y dijo con severidad: —Te estás comportando… como una cocotte. El comentario había sido tan grosero que hasta sintió pena de ella. En el rostro enfadado y fatigado de Laievski, Nadezhda Fiódorovna leyó odio, compasión e irritación, y de pronto se sintió abatida. Comprendió que se había pasado de la raya, que se había comportado con demasiada desenvoltura; apesadumbrada, sintiéndose gorda, pesada, vulgar y borracha, subió al primer carruaje vacío que encontró, junto con Achmiánov. Laievski se sentó con Kirilin; el zoólogo, con Samóilenko; el diácono, con las señoras, y la caravana se puso en marcha. —Así son los macacos… —empezó von Koren, arrebujándose en la capa y cerrando los ojos—. Ya lo has oído, a ella no le gustaría ocuparse de bichos y sabandijas porque hay un pueblo que sufre. Así juzgan a su semejante todos los macacos. Es una estirpe servil, maliciosa, atemorizada desde hace diez generaciones por el puño y el látigo; tiembla, se conmueve y adula sólo cuando se le obliga; pero, si sueltas al macaco en un espacio libre, donde no haya nadie que pueda cogerlo por la cabezota, se envalentona y se hace notar. Mira qué audaz es en las exposiciones de pintura, en los museos, en los teatros y cuando expresa sus opiniones sobre la ciencia: se le eriza el pelo, se encabrita, insulta, critica… Critica sin falta: una característica de los esclavos. Fíjese: los hombres que se dedican a profesiones liberales reciben más insultos que los granujas, y ello se debe a que la sociedad, en sus tres cuartas partes, se compone de esclavos, de macacos como estos. No sucederá nunca que un esclavo te tienda la mano y te agradezca sinceramente tu trabajo. —¡No sé adónde quieres ir a parar! —dijo Samóilenko, bostezando—. La pobrecilla, en su ingenuidad, quería hablar contigo de un tema elevado, y tú ya estás sacando conclusiones. Estás enfadado con él por algún motivo y la has tomado también con ella. ¡Es una mujer maravillosa! —¡Ah, basta! No es más que una mantenida, disoluta y vulgar. Escucha, Aleksandr Davídich, cuando te encuentras con una simple aldeana que no vive con su marido y no hace más que reírse, le dices que se ponga a trabajar. ¿Por qué en este caso te muestras tan timorato y no te atreves a decir la verdad? ¿Sólo porque en este caso quien mantiene a Nadezhda Fiódorovna no es un marinero, sino un funcionario? —¿Y qué quieres que haga? —se enfadó Samóilenko—. ¿Que le dé una paliza? —No hay que fomentar el vicio. Sólo lo condenamos a espaldas de la gente, y eso equivale a hacer la higa con la mano en el bolsillo. Soy zoólogo, o sociólogo, que viene a ser lo mismo; tú eres médico. La sociedad cree en nosotros. Estamos obligados a mostrarle la amenaza que supone para las generaciones presentes y futuras la existencia de señoras como Nadezhda Ivánovna. —Fiódorovna —le corrigió Samóilenko—. ¿Y qué debe hacer la sociedad? —¿La sociedad? Eso es asunto suyo. En mi opinión, el camino más seguro y directo es la violencia. Habría que mandarla manu militari con su marido y, si el marido no la acogiese, enviarla a trabajos forzados o ingresarla en algún reformatorio. —¡Uf! —suspiró Samóilenko; luego guardó silencio y al cabo comentó en voz baja—: Hace unos días dijiste que a la gente como Laievski había que eliminarla… Dime… Figúrate que el gobierno o la sociedad te confiaran la misión de eliminarlo… ¿Serías capaz de hacerlo? —No me temblaría la mano.
IX De vuelta en casa, Laievski y Nadezhda Fiódorovna entraron en sus habitaciones oscuras, sofocantes y desangeladas. Los dos callaban. Laievski encendió una vela; Nadezhda Fiódorovna, por su parte, se sentó y, sin quitarse el abrigo y el sombrero, levantó hasta él sus ojos tristes y culpables. Laievski comprendió que ella estaba esperando una explicación; pero explicarse habría sido tedioso, inútil y fatigoso; por otro lado, le apenaba no haber podido contenerse y haberle dicho esa grosería. Casualmente palpó en el bolsillo la carta que a diario se proponía leerle y pensó que, si se la mostrara en ese momento, conseguiría que sus pensamientos tomaran otro rumbo. «Es hora de que aclaremos nuestras relaciones —pensó—. Se la daré, y que pase lo que tenga que pasar». Sacó la carta y se la tendió. —Léela. Te concierne. Y, tras pronunciar esas palabras, se retiró a su despacho y se tumbó a oscuras en el sofá, sin coger siquiera un cojín. Cuando leyó la carta, Nadezhda Fiódorovna tuvo la impresión de que el techo se hundía y las paredes la aplastaban. De pronto todo le pareció opresivo, tenebroso y terrible. Se santiguó tres veces con gestos bruscos y murmuró: —Descanse en paz… Descanse en paz… Y se echó a llorar. —¡Vania! —llamó—. ¡Iván Andreich! No obtuvo respuesta. Creyendo que Laievski había entrado y estaba detrás de la silla, se puso a sollozar como una niña y dijo: —¿Por qué no me has dicho antes que había muerto? No hubiera participado en la excursión, no me habría reído de ese modo atroz… Los hombres me han dicho vulgaridades. ¡Qué pecado, qué pecado! Sálvame, Vania, sálvame… Me he vuelto loca… Estoy perdida… Laievski oía sus sollozos. Sentía una suerte de ahogo y su corazón latía con fuerza. Lleno de angustia, se levantó, se detuvo en medio de la habitación, buscó a tientas el sillón que había junto a la mesa y se sentó. «Esto es una cárcel —pensó—. Tengo que marcharme… No puedo más…». Ya era tarde para ir a jugar a las cartas y en la ciudad no había restaurantes. Volvió a tumbarse y se tapó las orejas para no escuchar los sollozos, y de repente cayó en la cuenta de que podía ir a casa de Samóilenko. Para no pasar al lado de Nadezhda Fiódorovna, salió por la ventana al jardín, atravesó la cerca y echó a andar por la calle. Estaba oscuro. Acababa de llegar un vapor, a juzgar por las luces un gran navío de pasajeros… La cadena del ancla chirrió. Desde la orilla se acercaba veloz al vapor una lucecilla roja: era la lancha de los aduaneros. «Los pasajeros duermen en las cabinas…», pensó Laievski, sintiendo envidia de la serenidad ajena. En casa de Samóilenko las ventanas estaban abiertas. Laievski se quedó mirando una, luego otra: en las habitaciones reinaban la oscuridad y el silencio. —¿Estás durmiendo, Aleksandr Davídich? —llamó—. ¡Aleksandr Davídich! Se oyó una tos y una exclamación inquieta. —¿Quién está ahí? ¿Quién diablos es? —Soy yo, Aleksandr Davídich. Perdona. Al cabo de unos instantes se abrió la puerta. Brilló la pálida luz de una lamparilla y apareció la enorme figura de Samóilenko, todo de blanco, con un gorro de dormir del mismo color. —¿Qué quieres? —preguntó medio dormido, respirando con dificultad y rascándose la cabeza—. Espera, voy a abrirte. —No te molestes, entraré por la ventana… Laievski se encaramó al alféizar, se acercó a Samóilenko y le cogió del brazo. —¡Aleksandr Davídich —dijo con voz temblorosa—, sálvame! ¡Te lo ruego, te lo suplico, trata de comprenderme! Mi situación es insoportable. Si se prolonga un par de días más, me ahorcaré como… como se ahorca a un perro. —Espera… ¿De qué me estás hablando? —Enciende una vela. —Ay, ay… —suspiró Samóilenko, obedeciéndole—. Dios mío, Dios mío… Ya es más de la una, amigo. —Perdona, pero no puedo quedarme en casa —dijo Laievski, a quien la luz y la presencia de Samóilenko procuraron un gran alivio—. Eres mi mejor amigo, mi único amigo, Aleksandr Davídich… En ti tengo depositadas todas mis esperanzas. Lo quieras o no, debes echarme una mano. He de marcharme de aquí a cualquier precio. ¡Préstame algo de dinero! —¡Ah, Dios mío, Dios mío! —suspiró Samóilenko, rascándose de nuevo—. Estaba a punto de dormirme y de pronto oí el silbido de un vapor que entraba en el puerto, y ahora apareces tú… ¿Cuánto necesitas? —Unos trescientos rublos por lo menos. Tengo que dejarle cien a ella y yo necesito doscientos para el viaje… Te debo ya cerca de cuatrocientos, pero te lo enviaré todo… todo… Samóilenko se cogió con una mano ambas patillas, abrió las piernas y se quedó pensativo. —A ver… —murmuraba, sumido en sus cavilaciones—. Trescientos… Sí… Pero no tengo tanto. Habrá que pedírselo a alguien. —¡Pues hazlo, por el amor de Dios! —dijo Laievski, viendo por la expresión de Samóilenko que su amigo estaba dispuesto a facilitarle ese dinero y que, de una u otra manera, se lo procuraría—. Pídeselo prestado a alguien y yo te lo devolveré sin falta. En cuanto llegue a San Petersburgo, te lo enviaré. De eso puedes estar seguro. Oye, Sasha — añadió, animándose—, podíamos beber un poco de vino. —Sí… Por qué no. Ambos se dirigieron al comedor. —¿Y qué va a ser de Nadezhda Fiódorovna? —preguntó Samóilenko, poniendo sobre la mesa tres botellas y un plato de melocotones—. ¿Va a quedarse aquí? —Me ocuparé de todo, me ocuparé de todo… —dijo Laievski, sintiéndose anegado por una alegría inesperada—. Le enviaré dinero más tarde y se reunirá conmigo… Allí aclararemos nuestras relaciones. A tu salud, amigo. —¡Espera! —exclamó Samóilenko—. Primero prueba esto… Es de mi propio viñedo. Esta, en cambio, es una botella del viñedo de Navaridze y esa del de Ajatúlov… Prueba los tres tipos y dime sinceramente… El mío parece un poco ácido, ¿no es verdad? —Sí… Tu compañía ha sido un gran consuelo, Aleksandr Davídich. Gracias… He vuelto a la vida. —¿Lo encuentras ácido? —Yo qué sé. Al diablo con eso. Eres un hombre estupendo, maravilloso. Al contemplar su rostro pálido, agitado y bondadoso, Samóilenko se acordó de la opinión de von Koren sobre la necesidad de eliminar a las personas como él, y Laievski le pareció un niño débil e indefenso, al que cualquiera podía ofender y aniquilar. —Cuando vuelvas al norte, reconcíliate con tu madre —dijo—. No podéis seguir así. —Sí, sí, lo haré sin falta. Guardaron silencio un rato. Cuando terminaron la primera botella, Samóilenko dijo: —También deberías reconciliarte con von Koren. Ambos sois personas excelentes e inteligentísimas, y en cambio os miráis como lobos. —Sí, es un hombre excelente e inteligentísimo —convino Laievski, que en esos momentos estaba dispuesto a alabar y perdonar a todo el mundo—. Un hombre notable, pero me resulta imposible tratar con él. ¡Imposible! Nuestras naturalezas son demasiado diferentes. Con mi temperamento débil, apocado, complaciente, quizá en un momento propicio podría tenderle la mano, pero él me daría la espalda… con desprecio —Laievski se tomó un trago de vino, se puso a pasear de un lado a otro y al final se detuvo en medio de la habitación—. Comprendo perfectamente a von Koren. Tiene un carácter fuerte, decidido, despótico. Como ya sabes, está siempre hablando de esa expedición, y no son palabras vacías. Necesita el desierto, una noche de luna: alrededor, en las tiendas y bajo el cielo raso, hambrientos y enfermos, extenuados por la fatigosa marcha, duermen sus cosacos, sus guías, sus porteadores, el médico y el sacerdote; él es el único que no duerme: como Stanley, sentado en una silla plegable, se siente el rey del desierto y el amo de esos hombres. Él sigue adelante, avanza sin parar, no se sabe adónde; sus hombres gimen y mueren uno tras otro. Pero él sigue, sigue adelante; al final muere también él, pero queda como déspota y rey del desierto, pues la cruz de su tumba, que las caravanas ven a treinta y cuarenta millas de distancia, domina todo ese espacio vacío. Lamento que ese hombre no haya ingresado en el ejército. Sería un caudillo excelente, genial. Sería capaz de hundir en el río a su caballería para hacer un puente de cadáveres, y esas gestas son más necesarias en la guerra que todas las tácticas y fortificaciones. ¡Ah, lo entiendo perfectamente! Dime, ¿por qué languidece en un lugar como este? ¿Qué se le ha perdido aquí? —Está estudiando la fauna marina. —No. ¡No, amigo, no! —exclamó Laievski con un suspiro—. Un científico que iba en el vapor me contó que la fauna del Mar Negro es muy pobre y que en sus profundidades hay un exceso de ácido sulfúrico que impide la existencia de vida orgánica. Todos los zoólogos serios trabajan en las estaciones biológicas de Nápoles o Villefrance. Pero von Koren es independiente y testarudo: trabaja en el Mar Negro porque nadie trabaja aquí. Ha roto con la universidad, no quiere saber nada de los científicos ni de los colegas, porque ante todo es un déspota, y sólo después, un zoólogo. Ya verás cómo hace algo grande. Ya está soñando con desterrar de nuestras universidades la intriga y la mediocridad y con meter en cintura a los científicos en cuanto regrese de su expedición. El despotismo en la ciencia es tan fuerte como en la guerra. Ya es el segundo verano que pasa en este villorrio apestoso porque prefiere ser el primero en una aldea antes que el segundo en una ciudad. Aquí es un rey, un águila. Amedrenta a todos los habitantes y los oprime con su autoridad. Los tiene a todos en un puño, se inmiscuye en asuntos ajenos, se mete en todo y todo el mundo le teme. Yo no caigo en sus garras, y él se da cuenta y me odia. ¿No te ha dicho que habría que eliminarme o enviarme a trabajos forzados? —Sí —respondió Samóilenko, sonriendo. Laievski también sonrió y bebió un trago de vino. —Sus ideales también son despóticos —dijo, riéndose y mordiendo un melocotón—. El común de los mortales, cuando habla del bien general, tiene en mente a su prójimo: a ti, a mí, en resumidas cuentas, al hombre. Para von Koren, en cambio, los hombres son insectos, nulidades, criaturas demasiado insignificantes para constituir el fin de su vida. Trabajador incansable, emprenderá su expedición y se dejará la vida en el empeño, pero no en nombre del amor al prójimo, sino de abstracciones como la humanidad, las generaciones futuras, la raza humana ideal. Se preocupa de la mejora de la raza humana, y en ese sentido para él no somos más que esclavos, carne de cañón, bestias de carga; a algunos los eliminaría o los enviaría a trabajos forzados; a otros los metería en vereda, los obligaría, como Arakchéiev, a levantarse y acostarse a toque de tambor; pondría eunucos para salvaguardar nuestra castidad y moralidad, les ordenaría disparar sobre cualquiera que se saliera del círculo de nuestra estrecha moral conservadora, y todo eso en nombre del mejoramiento de la especie humana… Pero ¿qué es la especie humana? Una ilusión, un espejismo… Los déspotas siempre han sido unos ilusos. Yo entiendo perfectamente a von Koren, amigo. Lo aprecio y no niego su importancia. El mundo se mantiene en pie gracias a personas como él; si nos encargaran a nosotros solos de su custodia, a pesar de nuestra bondad y nuestras buenas intenciones, haríamos lo mismo que las moscas han hecho en este cuadro. Sí —Laievski se sentó al lado de Samóilenko y añadió con sincera emoción—: ¡Yo soy un hombre vacío, insignificante, acabado! El aire que respiro es vino, es amor; en definitiva, hasta ahora he comprado la vida al precio de la mentira, la ociosidad y la cobardía. Hasta la fecha no he hecho otra cosa que engañar a los demás y engañarme a mí mismo, y he sufrido por ello, pero mis sufrimientos han sido vulgares y deleznables. Ante el odio de von Koren doblo la espalda avergonzado, porque de vez en cuando yo mismo me odio y me desprecio —Laievski, de nuevo muy agitado, empezó a dar vueltas de un rincón al otro de la habitación y al final añadió—: Me alegra ver con claridad mis defectos y reconocerlos. Eso me ayudará a emprender una nueva vida, a convertirme en otra persona. ¡Si supieras con qué pasión y con qué angustia anhelo esa regeneración, amigo mío! ¡Te juro que volveré a ser un hombre! ¡Te lo juro! No sé si hablo bajo los efectos del vino o es verdad lo que digo, pero tengo la sensación de que hacía mucho tiempo que no conocía unos momentos tan radiantes y puros como estos. —Es hora de dormir, amigo… —comentó Samóilenko. —Sí, sí… Perdona. Ya me voy —Laievski se puso a rebuscar por los muebles y las inmediaciones de las ventanas, pues no se acordaba de dónde había dejado su gorra—. Gracias… —balbuceó, suspirando—. Gracias… El afecto y una palabra amable valen más que cualquier limosna. Me has devuelto a la vida —cuando encontró su gorra, se detuvo y se quedó mirando a Samóilenko con aire culpable—: ¡Aleksandr Davídich! —dijo con voz suplicante. —¿Qué? —¡Permíteme que pase la noche en tu casa, amigo! —Bueno… ¿por qué no? Laievski se tumbó en el sofá y se quedó conversando un buen rato con el médico.
X Dos o tres días después de la excursión, Maria Konstantínovna se presentó inesperadamente en casa de Nadezhda Fiódorovna y, sin saludarla ni quitarse el sombrero, le cogió ambas manos, las apretó contra su pecho y exclamó, presa de la mayor agitación: —Querida mía, me he quedado anonadada, estupefacta. Nuestro amable y simpático doctor le comunicó ayer a mi Nikodim Aleksándrich que al parecer su marido ha fallecido. Dígame, querida… ¿es verdad? —Sí, es verdad, ha fallecido —respondió Nadezhda Fiódorovna. —¡Es terrible, terrible, querida! Pero no hay mal que por bien no venga. Su marido seguramente era un hombre maravilloso, admirable, un santo, y las personas así son más necesarias en el cielo que en la tierra —todos los rasgos y facciones de su rostro se estremecieron, como si bajo la piel se le hubieran clavado unas agujas diminutas; luego esbozó una sonrisa meliflua y dijo con entusiasmo, toda sofocada—: Ahora es usted libre, querida. Puede llevar la cabeza bien alta y mirar de frente, con atrevimiento, a todo el mundo. De hoy en adelante Dios y los hombres bendecirán su unión con Iván Andreich. ¡Qué maravilla! Tiemblo de alegría, no encuentro palabras. Yo seré su madrina, querida… Con lo que la apreciamos Nikodim Aleksándrich y yo, debe usted permitirnos que bendigamos su unión pura y legal. ¿Cuándo piensan ustedes casarse? —Todavía no he pensado en esa cuestión —dijo Nadezhda Fiódorovna, liberando sus manos. —No es posible, querida. ¡Claro que lo ha pensado! ¡Cómo no va a pensarlo! —Le juro que no —afirmo Nadezhda Fiódorovna, riéndose—. ¿Para qué íbamos a casarnos? No veo ninguna necesidad. Seguiremos viviendo como hasta ahora. —Pero ¡qué dice! —se horrorizó Maria Konstantínovna—. ¡Qué dice usted, por el amor de Dios! —Las cosas no irían mejor si nos casáramos; al contrario, empeorarían, porque perderíamos nuestra libertad. —¡Querida! ¿Qué está usted diciendo, querida? —gritó Maria Konstantínovna, retrocediendo un paso y levantando las manos en señal de asombro—. ¡Qué extravagante es usted! ¡Dese cuenta de lo que hace! ¡Ya es hora de que siente la cabeza! —¿Y por qué debo sentar la cabeza? ¡Aún no he empezado a vivir, y me pide usted que siente la cabeza! Nadezhda Fiódorovna recordó que en verdad aún no había empezado a vivir. Al acabar sus estudios en el internado, se había casado con un hombre al que no quería, luego se unió a Laievski, con quien había pasado todo el tiempo en aquel aburrido y desierto rincón de la costa, en espera de algo mejor. ¿Acaso se podía llamar vida a eso? «En cualquier caso, deberíamos casarnos…», pensó, pero, acordándose de Kirilin y de Achmiánov, se ruborizó y dijo: —No, no es posible. Aunque Iván Andreich me lo pidiera de rodillas, me negaría. Maria Konstantínovna estuvo un momento en el sofá sin pronunciar palabra, apenada, seria, la mirada fija en un punto; luego se levantó y declaró con frialdad: —¡Adiós, querida! Perdone que la haya molestado. Aunque no me resulta fácil, debo decirle que a partir de este momento todo ha terminado entre nosotras y que, a pesar de mi profunda estima por Iván Andreich, la puerta de mi casa está cerrada para ustedes —lo dijo con solemnidad, y ella misma quedó consternada de la severidad de su tono. Su rostro volvió a estremecerse, adquirió una expresión dulce y meliflua. Tendió las dos manos a Nadezhda Fiódorovna, que estaba asustada y confusa, y le dijo con voz suplicante—: ¡Querida, permítame que desempeñe por un instante el papel de su madre o de su hermana mayor! Seré tan sincera con usted como una madre. A Nadezhda Fiódorovna la embargó tan sentimiento de calor, alegría y compasión por sí misma como si en verdad su madre hubiera resucitado y estuviera delante de ella. Abrazó de improviso a Maria Konstantínovna y apretó el rostro contra su hombro. Ambas se echaron a llorar. Luego se sentaron en el sofá y pasaron unos minutos sollozando, sin mirarse y sin fuerzas para pronunciar una sola palabra. —Querida, niña mía —empezó Maria Konstantínovna—, voy a decirle verdades muy crudas, sin callarme nada. —¡Hágalo, por el amor de Dios! —Confíe en mí, querida, recuerde que de todas las señoras de la ciudad soy la única que la ha recibido en su casa. Desde el día en que la vi me inspiró usted horror, pero me faltó valor para tratarla con desprecio, como los demás. Sufría por el noble y bondadoso Iván Andreich como por un hijo. Un hombre joven e inexperto en una tierra extraña, débil, lejos de su madre… ¡Ah, cuánto he sufrido por él! Mi marido no quería tratos de ningún tipo, pero yo insistí… Lo convencí… Empezamos a invitar a Iván Andreich, y, por tanto, también a usted, pues de otro modo él se habría ofendido. Tengo una hija y un hijo… Ya sabe usted: la tierna inteligencia infantil, el corazón puro… «Quien escandalice a uno de estos pequeños» [25]… La recibía a usted y temblaba por mis hijos. Ah, cuando sea usted madre, entenderá mis temores. Todos se sorprendían de que la recibiera como si fuera usted una mujer decente, perdone que se lo diga, y me daban a entender… Bueno, ya puede figurárselo: rumores, hipótesis… En lo más profundo de mi alma la censuraba, pero era usted desdichada, digna de lástima, extravagante, y yo sentía compasión. —Pero ¿por qué? ¿Por qué? —preguntó Nadezhda Fiódorovna, temblando de pies a cabeza—. ¿Qué mal le he hecho a nadie? —Es usted una grandísima pecadora. Ha roto la promesa que le hizo a su marido delante del altar. Ha seducido a un excelente muchacho que tal vez, de no haberla conocido, se habría unido de por vida a una compañera legítima, eligiendo a una joven de buena familia y de su círculo, y ahora sería un hombre como los demás. Ha arruinado su juventud. ¡No diga nada, no diga nada, querida! No creo que los hombres tengan la culpa de nuestros pecados. La culpa es siempre de las mujeres. Los hombres son muy ingenuos en la vida diaria, le hacen más caso a la cabeza que al corazón, y no comprenden muchas cosas; en cambio, la mujer lo comprende todo. Todo depende de ella. Se le concede mucho y, por tanto, también se le exige mucho. Ah, querida, si en ese sentido la mujer fuese más necia o débil que el hombre, Dios no le habría confiado la educación de los hijos. Además, querida, ha entrado usted en la senda del vicio, ha olvidado todo decoro; otra en su lugar se habría ocultado de los demás, se habría encerrado en casa, y la gente sólo la habría visto en el templo de Dios, pálida, vestida toda de negro, llorosa, de suerte que cualquier día habría dicho con sincera aflicción: «Oh, Dios, este ángel pecador ha vuelto de nuevo a ti…». Pero usted, querida, ha olvidado todo recato, ha vivido a la plena luz del día, de la manera más extravagante, como enorgulleciéndose de su pecado, pasándoselo a lo grande, riéndose a carcajadas. Yo, al verla, temblaba de espanto y temía que un rayo del cielo destruyese nuestra casa cuando estaba usted allí. ¡No diga nada, querida, no diga nada! —gritó Maria Konstantínovna, advirtiendo que Nadezhda Fiódorovna quería decir algo—. Confíe en mí; no voy a engañarla ni ocultaré a su alma una sola verdad. Escúcheme, querida… Dios señala a los grandes pecadores y a usted la ha señalado. ¡Recuerde esos vestidos tan horribles que se pone! —Nadezhda Fiódorovna, que siempre había tenido la mejor opinión de sus vestidos, dejó de llorar y se la quedó mirando con estupor—. ¡Sí, horribles! —prosiguió Maria Konstantínovna—. Por lo rebuscado y llamativo de su indumentaria cualquiera podía juzgar su conducta. Todos, al verla, se reían y se encogían de hombros, y yo sufría, sufría… Y perdóneme que se lo diga, querida, pero va usted bastante sucia. Cada vez que nos encontrábamos en los baños, me echaba a temblar. El vestido puede pasar, pero la enagua, la camisa… ¡Me ponía colorada, querida! Al pobre Iván Andreich nadie le hacía el nudo de la corbata como es debido, y en su ropa y sus zapatos se veía que en casa nadie se ocupaba del infeliz. Además, tesoro mío, siempre estaba muerto de hambre; no es de extrañar que se gastara la mitad del sueldo en el pabellón, ya que en su hogar nadie se preocupaba de prepararle el samovar y el café. ¡Y su casa es un horror, un verdadero horror! En toda la ciudad no hay nadie que tenga moscas, en cambio aquí no la dejan a una en paz, y todos los platos y platillos están negros. Y mire, las ventanas y las mesas están llenas de polvo, de moscas muertas, de vasos… ¿Qué hacen ahí esos vasos? Con la hora que es, y no ha recogido usted la mesa, querida. En cuanto a su dormitorio, hasta da vergüenza entrar: ropa blanca tirada por todas partes, objetos de tocador colgados de las paredes, tazas aquí y allá… ¡Querida! El marido no debe saber nada y la mujer debe presentarse ante él pura como un angelito. Yo me levanto cada mañana en cuanto amanece y me lavo con agua fría para que mi Nikodim Aleksándrich no me vea con cara de haber dormido. —Eso son naderías —dijo Nadezhda Fiódorovna estallando en sollozos—. Si al menos fuese feliz, pero ¡soy tan desdichada…! —¡Sí, sí, es usted muy desdichada! —suspiró Maria Kosntantínovna, haciendo un esfuerzo por no llorar—. ¡Y le esperan en el futuro desgracias terribles! Una vejez solitaria, enfermedades y luego tendrá que responder en el Juicio Final… ¡Qué horror, qué horror! Ahora el propio destino le tiende la mano en señal de ayuda y usted la rechaza de la manera más insensata. ¡Cásense, cásense cuanto antes! —Sí, sería lo mejor, lo mejor —dijo Nadezhda Fiódorovna—, pero no es posible. —¿Por qué? —¡No es posible! ¡Ah, si supiera usted! Nadezhda Fiódorovna sintió deseos de contarle el asunto de Kirilin y de confesarle que la tarde anterior se había encontrado con el joven y apuesto Achmiánov y se le había pasado por la cabeza la idea descabellada y ridícula de saldar la deuda de trescientos rublos, que esa idea le había hecho mucha gracia y que había vuelto a casa muy tarde, sintiendo que se había convertido irremediablemente en una mujer depravada y venal. Ni ella misma sabía cómo había ocurrido. Y ahora quería jurar ante Maria Konstantínovna que pagaría la deuda sin falta, pero los sollozos y la vergüenza le impedían hablar. —Me marcharé de aquí —dijo—. Iván Andreich puede quedarse, pero yo me marcho. —¿Adónde? —A Rusia. —¿Y de qué va a vivir? No tiene usted nada. —Me ocuparé de alguna traducción o… abriré una pequeña biblioteca… —Déjese de fantasías, querida. Para abrir una biblioteca se necesita dinero. Bueno, ahora voy a dejarla. Tranquilícese, piense en lo que le he dicho y mañana, ya más alegre, venga a verme. ¡Será estupendo! Bueno, adiós, angelito. Déjeme que le dé un beso. Maria Konstantínovna besó a Nadezhda Fiódorovna en la frente, hizo sobre ella la señal de la cruz y salió en silencio. Reinaba ya la oscuridad, y Olga había encendido la luz en la cocina. Sin dejar de llorar, Nadezhda Fiódorovna pasó al dormitorio y se tumbó en la cama, presa de un violento acceso de fiebre. A continuación se desnudó, tiró el vestido a un lado y se hizo un ovillo debajo de la manta. Tenía sed, pero no había nadie que pudiera llevarle un vaso. —¡Lo restituiré! —se dijo, y en medio del delirio se imaginó que estaba sentada al lado de una enferma, en la que se reconocía a sí misma—. Lo restituiré. Sería estúpido pensar que yo, por dinero… Me marcharé y le enviaré el dinero desde San Petersburgo. Primero cien… luego cien más… y después los cien restantes… Ya bien entrada la noche llegó Laievski. —Primero cien… —le dijo Nadezhda Fiódorovna—, luego cien más… —Deberías tomar quinina —dijo él, y pensó: «Mañana miércoles sale el barco, pero no me marcharé. Eso significa que tendré que quedarme aquí hasta el sábado». Nadezhda Fiódorovna se puso de rodillas en la cama. —¿He dicho algo? —preguntó, sonriendo y entornando los ojos, porque le molestaba la luz de la vela. —No. Mañana por la mañana habrá que llamar al médico. Duerme —cogió un almohadón y se dirigió a la puerta. Desde que había tomado la resolución definitiva de marcharse y abandonar a Nadezhda Fiódorovna, había empezado a compadecerse de ella y a sentirse culpable. Se avergonzaba en su presencia, como sucede delante de un caballo viejo o enfermo al que se ha decidido sacrificar. Se detuvo en el umbral y se volvió para mirarla—. En la excursión estaba enfadado y te dije una grosería. Perdóname, por el amor de Dios. Y, tras pronunciar esas palabras, pasó a su despacho y se tumbó, pero tardó mucho tiempo en conciliar el sueño. A la mañana siguiente, cuando Samóilenko, luciendo su uniforme de gala, con charreteras y condecoraciones, como exigía la jornada festiva, salió del dormitorio de Nadezhda Fiódorovna, después de tomarle el pulso y examinarle la lengua, Laievski, que estaba en el umbral, le preguntó con preocupación: —Bueno, ¿qué me dices? Su rostro expresaba terror, extrema inquietud y al tiempo cierta esperanza. —Tranquilízate, no es nada grave —dijo Samóilenko—. Una simple fiebre. —No me refiero a eso —exclamó con impaciencia Laievski, frunciendo el ceño—. ¿Has conseguido el dinero? —Perdóname, amigo mío —susurró Samóilenko, volviéndose hacia la puerta, todo confuso—. ¡Perdóname, por el amor de Dios! Nadie tiene dinero disponible y he tenido que ir pidiendo cinco rublos a uno, diez a otro… En total he reunido ciento diez. Hoy hablaré con alguien más. Ten paciencia. —Pero ¡la fecha límite es el sábado! —musitó Laievski, temblando de inquietud—. ¡Por todos los santos, debes tenerlo antes del sábado! Si no me marcho el sábado, ya no necesitaré nada… ¡nada! ¡No entiendo cómo a un médico puede faltarle dinero! —Eres muy libre de no creerme —murmuró Samóilenko con apresuramiento y cierta tensión, y de su garganta salió un débil chillido—. Lo he prestado todo, me deben siete mil, he contraído deudas por todas partes. ¿Acaso es culpa mía? —Entonces los reunirás para el sábado, ¿verdad? —Lo intentaré. —¡Te lo suplico, amigo mío! ¡Si tuviera el dinero en mano el viernes por la mañana…! Samóilenko se sentó, recetó una solución de quinina, kalii bromati, tintura de ruibarbo, tincturae gentianae y aquae foeniculi, todo ello en una mixtura, a la que había que añadir un poco de jarabe de rosa para que no resultase tan amarga, y se marchó.
XI —Por la expresión de tu cara se diría que vienes a arrestarme —dijo von Koren cuando vio entrar en su habitación a Samóilenko con uniforme de gala. —Pasaba por aquí y he pensado: «Voy a hacerle una visita a la zoología» —dijo Samóilenko, sentándose junto a una gran mesa que se había fabricado el propio zoólogo uniendo unos simples tablones—. ¡Buenos días, reverendo padre! —saludó al diácono, que estaba sentado al lado de la ventana, copiando un papel—. Me quedaré un momento y me iré corriendo a casa a preparar la comida. Ya es hora… ¿No les estaré molestando? —En absoluto —respondió el zoólogo, depositando sobre la mesa unas cuartillas escritas con letra menuda—. Estamos haciendo unas copias. —Ya… Ah, Dios mío, Dios mío… —suspiró Samóilenko, acercando con mucho cuidado un libro lleno de polvo en el que había un falangio muerto y seco, y comentando a continuación—: ¡Vaya! Imagínate que un escarabajo verde va por su camino y de golpe se encuentra con semejante monstruo. ¡Me imagino el miedo que pasará! —Sí, supongo. —¿El veneno es para defenderse de sus enemigos? —Para defenderse y también para atacar. —Ya, ya, ya… Todo en la naturaleza tiene un sentido y una explicación, amigos míos —suspiró Samóilenko—. Pero hay una cosa que no entiendo. Haz el favor de explicármelo, tú que eres tan inteligente. Como sabes, hay unos animalillos no mayores que una rata, muy bonitos de aspecto, pero viles y dañinos en grado sumo, te lo digo yo. Uno de esos animalillos, supongamos, va por el bosque, ve un pajarillo, lo caza y se lo come. Sigue adelante y encuentra entre la hierba un nido con huevos; ya no tiene hambre, está saciado, pero de todos modos muerde un huevo y arroja los demás del nido con una pata. Luego se topa con una rana y se pone a juguetear con ella. Después de atormentarla, se relame y sigue adelante, hasta que tropieza con un escarabajo, al que propina un golpe con una pata… Va destruyendo y estropeando cuanto encuentra a su paso… Penetra en madrigueras ajenas, destroza sin motivo los hormigueros, aplasta los caracoles… Si se encuentra con una rata, lucha con ella; si ve una culebra o un ratoncillo, no deja de ahogarlos. Y así el día entero. Bueno, dime, ¿para qué sirve un animalejo de ese tipo? ¿Para qué ha sido creado? —No sé a qué animal te refieres —dijo von Koren—. Probablemente se trata de un insectívoro. ¿Qué es lo que no entiendes? El pájaro ha caído en sus manos porque ha sido imprudente; el nido con los huevos lo ha destrozado porque el ave no ha sido habilidosa, lo ha construido mal y no ha sabido camuflarlo. En cuanto a la rana, probablemente presenta alguna particularidad en la pigmentación, de otro modo no la habría visto. Y así todo lo demás. Tu animalillo destruye sólo a los débiles, a los menos hábiles, a los incautos; en definitiva, a aquellos ejemplares con algún defecto que la naturaleza no considera necesario transmitir a las generaciones futuras. Sólo sobreviven los más aptos, los más precavidos, los más fuertes y evolucionados. De modo que tu animalillo, sin sospecharlo siquiera, sirve a los supremos fines del perfeccionamiento de la especie. —Sí, sí, sí… A propósito, amigo —dijo Samóilenko con desenvoltura—. Préstame cien rublos. —Vale. Entre los insectívoros hay especies interesantísimas. Por ejemplo, el topo. Se dice que es útil porque acaba con los insectos nocivos. Cuentan que un alemán envió al emperador Guillermo I un abrigo de piel de topo y que el emperador ordenó que lo amonestaran por haber acabado con tantos animales útiles. Pero lo cierto es que el topo no es, ni de lejos, menos cruel que tu animalejo y, además, resulta muy perjudicial, porque estropea completamente los prados —von Koren abrió con llave un cofrecillo y sacó un billete de cien rublos—. El topo tiene una poderosa caja torácica, como el murciélago — prosiguió, mientras cerraba el cofrecillo—, huesos y músculos extremadamente desarrollados y una boca de una fuerza impresionante. Si alcanzara las dimensiones de un elefante, sería un animal indestructible, capaz de destrozarlo todo. Es curioso que, cuando dos topos se encuentran bajo tierra, ambos, como si se hubieran puesto de acuerdo, empiezan a allanar un pequeño espacio para luchar más cómodamente. Una vez listo, se enzarzan en una batalla cruel que no concluye hasta que el más débil sucumbe. Toma los cien rublos —dijo von Koren, bajando el tono de su voz—, pero a condición de que no sean para Laievski. —¿Y qué pasa si fueran para Laievski? —pregunto irritado Samóilenko—. ¿A ti qué te importa? —Si son para Laievski, no puedo dártelos. Ya sé que te gusta prestar dinero. Hasta al bandido Kerim le harías un préstamo si te lo pidiese. Perdóname, pero si es para eso no puedo ayudarte. —¡Sí, te los pido para Laievski! —dijo Samóilenko, poniéndose en pie y agitando la mano derecha—. ¡Sí! ¡Para Laievski! Y ningún demonio ni diablo tiene derecho a darme lecciones de cómo debo disponer de mi dinero. ¿Vas a prestármelos o no? El diácono se echó a reír. —En vez de enfadarte, vale más que razones —dijo el zoólogo—. Hacer un favor al señor Laievski es tan estúpido, en mi opinión, como regar la maleza o dar de comer a las langostas. —¡Pues yo creo que estamos obligados a ayudar a nuestros semejantes! —gritó Samóilenko. —¡En tal caso ayuda a ese turco muerto de hambre que está tirado al pie de la valla! Es un trabajador y, por tanto, más útil y necesario que tu Laievski. ¡Entrégale estos cien rublos! ¡U ofréceme cien rublos para mi expedición! —¿Me los vas a dar o no? —Dime con franqueza: ¿para qué necesita el dinero? —No es un secreto. Debe marcharse el sábado a San Petersburgo. —¡Ya veo! —dijo von Koren, arrastrando las palabras—. ¡Ah! Ahora lo entiendo. ¿Y ella se marcha con él o se queda? —De momento se queda. Él arreglará sus asuntos en San Petersburgo y le enviará el dinero para que también se vaya ella. —¡Qué listo!… —dijo el zoólogo con su voz de tenor, acompañando el comentario de una breve risita—. ¡Qué listo! Muy bien pensado —se acercó con pasos veloces a Samóilenko y, cara a cara con él, lo miró a los ojos y le preguntó—: Dime la verdad: ¿ha dejado de quererla? ¿Eh? Habla. ¿Ha dejado de quererla? ¿Eh? —Sí —confesó Samóilenko, cubierto de sudor. —¡Qué repugnante es todo esto! —dijo von Koren, y la expresión de su rostro reflejaba el asco que sentía—. Una de dos, Aleksandr Davídich: o estás tramando algo con él o, perdona que te lo diga, eres un pánfilo. ¿Es que no entiendes que te está engañando como si fueras un niño, de la manera más desvergonzada? Está más claro que el agua que quiere separarse de ella y abandonarla aquí. Ella quedará a tu cargo y luego tendrás que mandarla a San Petersburgo a tu costa, no te quepa duda. ¿Será posible que tu maravilloso amigo te haya cegado con sus méritos hasta el punto de que no veas las cosas más sencillas? —Sólo son suposiciones tuyas —dijo Samóilenko, sentándose. —¿Suposiciones? Entonces, ¿por qué se va solo? ¿Por qué no se la lleva? Pregúntale por qué no la manda a ella primero y se marcha luego él. ¡Es un caradura redomado! Abrumado por imprevistas dudas y sospechas sobre su amigo, Samóilenko sintió de pronto que le abandonaban las fuerzas y bajó el tono. —¡No es posible! —exclamó, recordando la noche que Laievski había pasado en su casa—. ¡Sufre muchísimo! —¿Y qué? ¡También los ladrones y los incendiarios sufren! —Admitamos incluso que tengas razón… —dijo Samóilenko, pensativo—. Admitámoslo… Pero se trata de un joven que se encuentra en una tierra extraña… Es un hombre con estudios, como nosotros, y en este lugar no hay nadie, excepto nosotros, que pueda prestarle ayuda. —¿Ayudarlo a cometer una villanía sólo porque en momentos distintos acudisteis ambos a la universidad, sin que a ninguno de los dos os sirviera de mucho provecho? ¡Qué bobada! —Espera: vamos a analizar el asunto con sangre fría. Supongamos que hiciéramos lo siguiente… —sopesaba Samóilenko, moviendo los dedos—. Mira, yo le entrego el dinero, pero le exijo que me dé su palabra de honor y de caballero de que al cabo de una semana enviará el dinero para que Nadezhda Fiódorovna pueda ponerse en camino. —Y él te dará su palabra de honor, derramará incluso algunas lágrimas y acabará creyéndoselo él mismo, pero ¿qué valor tiene esa palabra? No la cumplirá y dentro de uno o dos años, cuando te encuentres con él en la avenida Nevski, del bracete de su nuevo amor, se justificará diciendo que ha sido corrompido por la civilización y que es una copia de Rudin [26] . ¡Aléjate de él, por el amor de Dios! ¡Más valdría que salieras del fango, en lugar de estar removiéndolo con las dos manos! Samóilenko se quedó pensando un momento y dijo con decisión: —De todos modos le daré el dinero. Tú puedes hacer lo que quieras, pero yo soy incapaz de negarle algo a una persona en virtud de meras suposiciones. —Muy bien. Hasta puedes darle un beso. —Así que dame los cien rublos —le rogó tímidamente Samóilenko. —No. Se produjo un silencio. Samóilenko había perdido todas las fuerzas: su rostro adoptó una expresión culpable, avergonzada, servil; en cierto modo, resultaba extraño ver esa cara apenada, confusa como la de un niño, en un hombretón con charreteras y condecoraciones. —El obispo local recorre su diócesis a caballo, no en coche —dijo el diácono, dejando la pluma—. Su aspecto, cuando va sobre la grupa, es de lo más conmovedor. Su sencillez y su modestia están llenas de una grandeza bíblica. —¿Es un buen hombre? —preguntó von Koren, que se alegraba de cambiar de tema. —Pues claro. Si no lo fuera, ¿cómo iban a haberlo consagrado obispo? —Entre los obispos hay personas muy bondadosas y dotadas —dijo von Koren—. Lo malo es que muchos de ellos tienen la debilidad de considerarse hombres de Estado. Uno se ocupa de la rusificación; otro, critica las ciencias. Y eso no es asunto suyo. Más valdría que se dejaran ver más a menudo por el consistorio. —Un laico no puede juzgar a los obispos. —¿Por qué, diácono? Los obispos son hombres igual que yo. —Iguales, pero diferentes —comentó ofendido el diácono, tomando de nuevo la pluma —. Si fuera usted igual, habría descendido sobre usted la gracia divina y sería obispo; pero, como no lo es, quiere decirse que es usted distinto. —¡No diga bobadas, diácono! —dijo Samóilenko, apenado—. Escucha lo que se me ha ocurrido —añadió, dirigiéndose a von Koren—. No me des esos cien rublos. Pero, como vas a comer en mi casa tres meses más, hasta el invierno, págame por adelantado esos tres meses. —No. Samóilenko parpadeó y se puso colorado. Maquinalmente, acercó el libro con el falangio y se quedó mirándolo, luego se levantó y cogió su gorra. Von Koren sintió pena de él. —¡Que siga usted viviendo y tratando con esa clase de señores! —dijo el zoólogo lleno de ira, dando una patada a un papel que había por el suelo—. ¡A ver si te entra en la cabeza que eso no es bondad ni amor al prójimo, sino cobardía, depravación, veneno! ¡Lo que hace la razón lo destruye vuestro corazón débil, que no sirve para nada! Cuando enfermé de tifus, siendo estudiante de bachillerato, mi tía, por compasión, me atiborró de setas en vinagre, y por poco me mata. ¡Mi tía y tú deberías comprender que el amor al prójimo no tiene su asiento en el corazón ni en el pecho ni en la cintura, sino aquí! —y von Koren se dio un golpe en la frente—. ¡Toma! —añadió, arrojándole el billete de cien rublos. —Haces mal en enfadarte, Kolia —repuso con mansedumbre Samóilenko, doblando el billete—. Te comprendo perfectamente, pero… ponte en mi lugar. —¡Una viejecita, eso es lo que eres! El diácono soltó la carcajada. —¡Escucha mi última petición, Aleksandr Davídich! —dijo con acaloramiento von Koren—. Cuando le entregues el dinero a ese granuja, ponle una condición: que se vaya con su señora o que la mande a ella primero. De lo contrario, no se lo des. Con ese tipo no puede uno andarse con contemplaciones. Díselo así; si no lo haces, te doy mi palabra de honor de que me presentaré en su oficina y lo arrojaré por la escalera; en cuanto a ti, no volveré a dirigirte la palabra. ¡Ya lo sabes! —¿Y por qué no se lo voy a decir? Será mucho más cómodo para él marcharse con ella o enviarla primero —dijo Samóilenko—. Hasta se alegrará. Bueno, adiós —se despidió afablemente y salió, pero, antes de cerrar la puerta tras él, se volvió hacia von Koren y, con una mueca terrible, comentó—: ¡Los alemanes te han echado a perder, amigo! ¡Sí! ¡Los alemanes!
XII Al día siguiente, jueves, Maria Konstantínovna celebraba el cumpleaños de Kostia. A mediodía todas sus amistades estaban invitadas a comer empanada y por la tarde, a tomar chocolate. Cuando Laievski y Nadezhda Fiódorovna aparecieron por la tarde, el zoólogo, que estaba ya en la sala tomando el chocolate, le preguntó a Samóilenko: —¿Has hablado con él? —Todavía no. —No debes andarte con cumplidos. ¡No entiendo el descaro de estos señores! Saben perfectamente lo que piensa esta familia de su relación, y sin embargo se presentan aquí. —Si tuviéramos que prestar atención a todos los prejuicios —dijo Samóilenko—, acabaríamos por no ir a ninguna parte. —¿Te parece que el rechazo de la gente al amor extramatrimonial y al libertinaje es un prejuicio? —Pues sí. Un prejuicio. Un prejuicio y una muestra de odio. Los soldados, en cuanto ven a una mujer de vida airada, se ríen a carcajadas y silban, pero ¿quiénes son ellos? —Tienen razones para silbar. ¿Es acaso un prejuicio que esas mujerzuelas estrangulen a sus hijos ilegítimos y sean condenadas a trabajos forzados o que Anna Karénina se arroje al paso de un tren o que en las aldeas embadurnen de pez las puertas de algunas casas, o que a ti y a mí, vaya usted a saber por qué, nos guste la pureza de Katia o que cualquiera sienta vagamente la necesidad de un amor puro, aun sabiendo que tal amor no existe? Eso, amigo mío, es lo único que queda de la selección natural. De no haber sido por esa fuerza oscura que regula las relaciones entre los sexos, los señores Laievski te habrían enseñado lo que es bueno, y la humanidad habría degenerado en el curso de un par de años. Laievski entró en la sala, saludó a todo el mundo y, al estrechar la mano a von Koren, esbozó una sonrisa obsequiosa. Esperó el momento oportuno y le dijo a Samóilenko: —Perdona, Aleksandr Davídich, pero tengo que decirte dos palabras. Samóilenko se levantó, le rodeó la cintura con el brazo y ambos pasaron al despacho de Nikodim Aleksándrich. —Mañana es viernes… —dijo Laievski, mordiéndose las uñas—. ¿Has conseguido lo que me prometiste? —Sólo he reunido doscientos diez rublos. El resto lo tendré hoy o mañana. No te preocupes. —¡Gracias a Dios!… —suspiró Laievski, y las manos le temblaron de alegría—. Me has salvado, Aleksandr Davídich. Te juro por Dios, por mi felicidad y por lo que quieras que te enviaré este dinero en cuanto llegue, así como lo que te debo de antes. —Mira, Vania… —dijo Samóilenko, asiéndolo por un botón de la chaqueta y ruborizándose—. Perdona que me inmiscuya en tus asuntos personales, pero… ¿por qué no te llevas a Nadezhda Fiódorovna? —Pero ¿no te das cuenta de que no es posible, hombre de Dios? Uno de los dos tiene que quedarse sin falta; de otro modo, los acreedores pondrían el grito en el cielo. Debo setecientos rublos en las tiendas, si no más. En cuanto les envíe el dinero y les tape la boca, ella podrá marcharse. —Ya… Pero ¿no sería mejor que se fuera ella primero? —¡Ah, Dios mío! Pero ¿no ves que es imposible? —exclamó Laievski, aterrorizado—. ¿Qué va a hacer una mujer allí sola? ¿Qué sabe ella? Sería perder el tiempo y gastar dinero en vano. «Es razonable…», pensó Samóilenko, pero en ese momento recordó la conversación con von Koren, bajó la mirada y dijo con aire sombrío: —No estoy de acuerdo contigo. O te marchas con ella o la envías a ella primero. De otro modo… de otro modo no te daré el dinero. Es mi última palabra… Retrocedió un paso, empujó la puerta con la espalda y pasó a la sala, todo colorado y presa de una terrible confusión. «Viernes… viernes —pensaba Laievski, volviendo también a la sala—. Viernes…». Le sirvieron una taza de chocolate. Estaba tan caliente que se quemó los labios y la lengua. No hacía más que decirse: «Viernes… viernes…». Por alguna razón, esa palabra no se le iba de la cabeza; sólo podía pensar en que era viernes, y de lo único que estaba seguro, aunque no era la cabeza la que se lo decía, sino el corazón, era de que el sábado no se marcharía. Ante él estaba Nikodim Aleksándrich, de punta en blanco, con los cuatro pelos peinados sobre las sienes, ofreciéndole algo de comer: —Haga el favor de servirse… Maria Konstantínovna enseñaba a los invitados las notas de Katia y decía, alargando las palabras: —¡En estos tiempos estudiar es tremendamente difícil! Exigen un montón de cosas… —¡Mamá! —gemía Katia, tan avergonzada de los elogios que no sabía dónde meterse. También Laievski examinó las calificaciones y las alabó. Religión, lengua rusa, comportamiento… Los sobresalientes y los notables saltaron ante sus ojos, y todo ello, junto con esa obsesión por la palabra «viernes», los cuatro pelos de Nikodim Aleksándrich peinados sobre las sienes y las rubicundas mejillas de Katia, le produjo un tedio tan inmenso e insoportable que estuvo a punto de gritar desesperado y se preguntó: «¿Será posible que no me vaya?». Unieron dos mesas de juego y se sentaron a jugar al «correo». Laievski también ocupó su sitio. «Viernes… viernes —pensaba sonriendo, mientras sacaba un lápiz del bolsillo—. Viernes…». Quería hacerse una composición de lugar, pero no se atrevía a pensar. Le daba miedo admitir que el médico había descubierto su engaño, un engaño que durante mucho tiempo se había ocultado escrupulosamente a sí mismo. Cada vez que pensaba en el futuro, no daba rienda suelta a su imaginación. Subiría al tren y se marcharía: con eso se resolvería el problema de su vida; no permitía que sus pensamientos fueran más allá. Como una lucecilla débil y lejana en medio del campo, de vez en cuando centelleaba en su cabeza la idea de que en un futuro lejano, en algún callejón de San Petersburgo, tendría que recurrir a una pequeña mentira para separarse de Nadezhda Fiódorovna y pagar las deudas; mentiría sólo una vez, y luego se produciría una completa renovación. Y estaba bien así: al precio de una pequeña mentira compraría una gran verdad. Y ahora, cuando el médico, con su negativa, había aludido groseramente a su engaño, había entendido que no sólo tendría que echar mano de la mentira en un futuro lejano, sino también ese mismo día, y el siguiente, y dentro de un mes y tal vez incluso toda su vida. En efecto, para marcharse tendría que mentir a Nadezhda Fiódorovna, a los acreedores y a sus superiores; luego, para procurarse dinero en San Petersburgo, debería mentir a su madre, decirle que ya se había separado de Nadezhda Fiódorovna, y su madre no le daría más de quinientos rublos, lo que significaba que ya había engañado al médico, porque no estaría en condiciones de enviarle el dinero en breve plazo. Más tarde, cuando Nadezhda Fiódorovna llegara a San Petersburgo, sería necesario recurrir a toda una serie de engaños grandes y pequeños para separarse de ella, y de nuevo volverían las lágrimas, el tedio, esa vida tan odiosa, el arrepentimiento; en definitiva, no se produciría ninguna renovación. Todo era un engaño, nada más. En su imaginación se había ido levantando toda una montaña de mentiras. Para superarla de un solo salto y no incidir en mentiras menudas, necesitaba recurrir a una medida extrema; por ejemplo, levantarse, ponerse la gorra y marcharse sin dinero y sin decir una palabra a nadie, pero Laievski se daba cuenta de que era incapaz de dar un paso semejante. «Viernes, viernes… —pensaba—. Viernes…». Escribían notas, las doblaban y las metían en la vieja chistera de Nikodim Aleksándrich; cuando había una cantidad suficiente de mensajes, Kostia, que hacía las veces de cartero, daba la vuelta a la mesa y los repartía. El diácono, Katia y Kostia, que habían recibido unos billetes muy divertidos y se esforzaban por escribir otros más graciosos aún, estaban entusiasmados. «Tenemos que hablar», decía la nota que le tocó a Nadezhda Fiódorovna. Miró a Maria Konstantínovna y esta le dedicó una afable sonrisa y le hizo una señal con la cabeza. «¿De qué? —pensó Nadezhda Fiódorovna—. Si uno no puede contarlo todo, más vale callarse». Antes de salir de casa había anudado la corbata de Laievski, y ese gesto intrascendente había llenado su alma de ternura y tristeza. La inquietud del rostro de Laievski, sus miradas distraídas, la palidez y el incomprensible cambio que se había operado en él en los últimos tiempos, así como el horrible y repugnante secreto que ocultaba y el temblor de sus manos mientras le hacía el nudo: todo eso, por alguna razón, parecía anunciarle que les quedaba poco tiempo de vida en común. Se lo quedó mirando como si fuera un icono, con temor y arrepentimiento, al tiempo que pensaba: «Perdóname, perdóname…». Enfrente tenía a Achmiánov, que no le quitaba de encima sus ojos negros y enamorados; atormentada por el deseo, se avergonzaba de sí misma y temía que ni siquiera su angustia y su pesar le impedirían entregarse a esa pasión impura más tarde o más temprano, sin que ella, como un borracho empedernido, pudiera hacer nada por oponerse. Para acabar de una vez con esa vida, oprobiosa para ella y ofensiva para Laievski, decidió marcharse. Le rogaría con lágrimas en los ojos que la dejara partir, y si él se oponía, se iría en secreto. No le contaría lo que había pasado. Que al menos conservara de ella un recuerdo puro. «La amo, la amo, la amo», leyó. Sin duda lo había escrito Achmiánov. Se iría a vivir a algún lugar apartado, trabajaría y enviaría a Laievski de manera anónima dinero, camisas bordadas, tabaco, y sólo volvería a su lado cuando fuesen viejos o si él contraía una grave enfermedad y necesitaba que alguien lo cuidara. Y cuando, ya muy mayor, se enterara de los motivos por los que no había querido casarse con él y lo había abandonado, apreciaría su sacrificio y la perdonaría. «Tiene usted una nariz muy larga». Probablemente eso lo había escrito el diácono o Kostia. Nadezhda Fiódorovna se imaginó que, al despedirse de Laievski, lo abrazaría con fuerza, le besaría la mano y le juraría que lo amaría toda la vida; luego, ya establecida en cualquier rincón perdido, entre gente extraña, pensaría cada día que en algún lugar tenía un amigo, un hombre querido, intachable, noble y elevado, que conservaba de ella un recuerdo puro. «Si no me concede hoy mismo una cita, le doy mi palabra de honor de que tomaré medidas. Debe darse cuenta de que no puede tratar así a las personas honradas». Eso era de Kirilin.
XIII Laievski recibió dos notas. Desdobló una y la leyó: «No te vayas, tesoro mío». «¿Quién lo habrá escrito? —pensó—. Desde luego, no Samóilenko… Y tampoco el diácono, porque no sabe que me dispongo a partir. ¿Habrá sido von Koren?». El zoólogo, inclinado sobre la mesa, estaba dibujando una pirámide. A Laievski le pareció advertir una mirada risueña. «Seguramente Samóilenko se ha ido de la lengua…», pensó Laievski. En el otro billete, escrito con la misma caligrafía descuidada, llena de ganchos y largos rabos, podía leerse: «Alguien no se marchará el sábado». «Qué burla tan estúpida —pensó Laievski—. Viernes, viernes…». De pronto sintió un nudo en la garganta. Se llevó la mano al cuello y quiso toser, pero de su garganta, en lugar de un acceso de tos, salió una carcajada. —¡Ja, ja, ja! —se rio—. ¡Ja, ja, ja! «Pero ¿qué estoy haciendo?», pensó. —¡Ja, ja, ja! Trató de contenerse, se tapó la boca con la mano, pero la risa le oprimía el pecho y el cuello, y la mano no conseguía tener la boca tapada. «¡Qué situación más estúpida! —se decía, retorciéndose de risa—. ¿Me habré vuelto loco?». Las carcajadas fueron subiendo de tono, hasta acabar convirtiéndose en algo semejante al ladrido de un perrito faldero. Hizo ademán de levantarse, pero las piernas no le obedecieron, mientras la mano derecha, contra su voluntad, saltaba de un modo extraño sobre la mesa, aferraba convulsamente los billetes y los estrujaba. Vio miradas de asombro, el rostro serio y asustado de Samóilenko y los ojos del zoólogo, fríos, burlones, llenos de repugnancia, y comprendió que era presa de un ataque de histeria. «Qué horror, qué vergüenza —pensaba, sintiendo en las mejillas la tibieza de las lágrimas—. ¡Ah, ah, qué escándalo! Nunca me había sucedido nada semejante…». Lo cogieron por debajo de los hombros, le sujetaron la cabeza por atrás y se lo llevaron de allí. Un vaso centelleó ante sus ojos y chocó con sus dientes; el agua se le derramó por el pecho. Estaba en una pequeña habitación, en medio de dos camas cubiertas con colchas limpias y blancas como la nieve. Se desplomó sobre una de ellas y estalló en sollozos. —No es nada, no es nada… —decía Samóilenko—. Pasa a veces… Pasa a veces… Nadezhda Fiódorovna, muerta de miedo, temblando de pies a cabeza y con un presentimiento terrible, le preguntaba al pie de la cama: —¿Qué te sucede? ¿Qué? Habla, por el amor de Dios… «¿No le habrá escrito algo Kirilin?», pensaba. —No es nada —respondió Laievski, riendo y llorando—. Vete de aquí… cariño. Su rostro no expresaba odio ni repugnancia, prueba de que no sabía nada. Algo más tranquila, Nadezhda Fiódorovna volvió a la sala. —¡No se preocupe, querida! —le dijo Maria Konstantínovna, sentándose a su lado y cogiéndole la mano—. Se le pasará. Los hombres son tan débiles como nosotras, pecadoras. Están ustedes atravesando una crisis… ¡y es comprensible! Bueno, querida, estoy esperando una respuesta. Hablemos un poco. —No, no puedo hablar… —dijo Nadezhda Fiódorovna, prestando oídos a los sollozos de Laievski—. Tengo una angustia… Deje que me vaya… —Pero ¡qué dice, qué dice, querida! —se asustó Maria Konstantínovna—. ¿Cree que voy a dejar que se marche sin cenar? Tomaremos algo y luego, si quiere, se va usted. —Tengo una angustia… —susurró Nadezhda Fiódorovna y, para no caer, se agarró con ambas manos al brazo del sillón. —¡Le ha dado un patatús! —dijo von Koren, con voz alegre, entrando en la sala, pero al ver a Nadezhda Fiódorovna se turbó y salió. Cuando el ataque de histeria pasó, Laievski se sentó en esa cama ajena y pensó: «¡Qué vergüenza! ¡Me he puesto a lloriquear como una chiquilla! He debido de parecerles ridículo y repugnante. Me marcharé por la puerta trasera… No obstante, eso daría a entender que concedo una enorme importancia a ese ataque de histeria. Será mejor que me lo tome a risa…». Se miró en el espejo, siguió sentado un rato y luego salió a la sala. —¡Aquí estoy! —dijo, sonriendo; sentía una vergüenza terrible y notaba que los demás se encontraban incómodos en su presencia—. Estas cosas pasan —añadió, sentándose—. Mientras estaba aquí, sentí de pronto un profundo pinchazo en el costado… un dolor insoportable… Mis nervios no pudieron resistirlo y… me vino ese estúpido ataque. ¡Este es el siglo de las enfermedades nerviosas! ¡Qué le vamos a hacer! Durante la cena bebió vino y conversó; de vez en cuando, exhalando un profundo suspiro, se masajeaba el costado, como dando a entender que aún le dolía. Pero nadie le creía, excepto Nadezhda Fiódorovna, y él se daba cuenta. Después de las nueve se fueron a dar un paseo por el bulevar. Nadezhda Fiódorovna, temiendo que Kirilin le dirigiera la palabra, hacía todo lo posible por no separarse ni un momento de Maria Konstantínovna y de sus hijos. El miedo y la angustia la habían dejado sin fuerzas; presintiendo un nuevo acceso de fiebre, sufría y apenas podía dar un paso, pero no se fue a casa, pues estaba convencida de que Kirilin o Achmiánov, o tal vez los dos, la seguirían. Kirilin iba detrás, junto a Nikodim Aleksándrich, canturreando a media voz: —¡No per-mito que jue-guen conmigo! ¡No lo per-mito! Desde el bulevar se dirigieron al pabellón, continuaron por la orilla del mar y pasaron un buen rato contemplando sus fosforescencias. Von Koren se puso a explicar a qué se debían.
XIV —Bueno, es la hora de mi partida de cartas… Me están esperando —dijo Laievski—. Adiós, señores. —Me voy contigo —dijo Nadezhda Fiódorovna y lo cogió del brazo. Se despidieron de todos y se marcharon. También Kirilin se despidió y, aduciendo que llevaba el mismo camino, se unió a ellos. «Que pase lo que tenga que pasar… —pensaba Nadezhda Fiódorovna—. Qué le vamos a hacer…». Tenía la impresión de que todos los recuerdos desagradables habían salido de su cabeza y avanzaban a su lado, en la oscuridad, respirando con dificultad, mientras ella, como una mosca que ha caído en un tintero, se arrastraba a duras penas por la calzada, manchando de negro el costado y el brazo de Laievski. Si Kirilin cometiera alguna vileza, se decía, la culpa no sería de él, sino de ella. Hubo un tiempo en que ningún hombre se atrevía a hablarle como lo había hecho Kirilin, y ella misma había borrado ese tiempo como quien corta un hilo y lo había perdido para siempre: ¿quién tenía la culpa? Embriagada por el deseo, había sonreído a un completo desconocido sólo porque era alto y apuesto; después de dos entrevistas, se había aburrido de él y lo había dejado. ¿Y por eso tenía derecho aquel hombre —pensaba ahora Nadezhda Fiódorovna— a tratarla como le viniera en gana? —Bueno, cariño, aquí nos separamos —dijo Laievski, deteniéndose—. Iliá Mijáilich te acompañará. Saludó a Kirilin con una inclinación de cabeza, atravesó a toda prisa el bulevar y se internó en la calle donde se encontraba la casa de Sheshkovski, que tenía las ventanas iluminadas; poco después se oyó el ruido de la cancela. —Permítame que le dé una explicación —soltó Kirilin—. No soy un chiquillo. No soy ningún Achkásov, Lachkásov o Zachkásov… ¡Exijo que se me tome en serio! —a Nadezhda Fiódorovna empezó a latirle con fuerza el corazón. No respondió nada—. En un principio atribuí a la coquetería su brusco cambio de actitud —prosiguió Kirilin—, pero luego me he dado cuenta de que simplemente no sabe usted tratar con personas honradas. Sólo quería jugar conmigo, como con ese muchacho armenio, pero yo soy un hombre honrado y exijo que se me trate como tal. Así pues, estoy a su disposición… —Tengo una angustia… —dijo Nadezhda Fiódorovna, echándose a llorar y, para ocultar las lágrimas, se dio la vuelta. —Yo también estoy angustiado, pero ¿qué importancia tiene eso? —Kirilin guardó silencio un instante y a continuación dijo con voz clara, separando mucho las palabras—: Le repito, señora, que, si no me concede una cita, hoy mismo armaré un escándalo. —Deje que me vaya —dijo Nadezhda Fiódorovna, sin reconocer su propia voz, hasta tal punto era lastimera y débil. —Tengo que darle una lección… Perdone la rudeza de mi tono, pero me veo obligado a darle una lección. Sí, señora, lo lamento mucho, pero tengo que darle una lección. Exijo dos entrevistas: una hoy y otra mañana. Pasado mañana será usted completamente libre y podrá irse con quien quiera y donde le plazca. Hoy y mañana. Nadezhda Fiódorovna se acercó a la cancela de su casa y se detuvo. —¡Déjeme! —murmuró, temblando de pies a cabeza, sin ver otra cosa, en medio de la oscuridad, que la blanca guerrera—. Tiene usted razón, soy una mujer horrible… Es culpa mía, pero deje que me vaya… Se lo ruego… —tocó la fría mano de él y se estremeció—, se lo suplico… —¡Ay! —suspiró Kirilin—. ¡Ay! Eso no entra en mis planes. Sólo quiero darle una lección, hacerle comprender las cosas… Además, madame, me fío muy poco de las mujeres. —Tengo una angustia… —Nadezhda Fiódorovna se quedó escuchando el monótono rumor del mar, miró el cielo, sembrado de estrellas, y tuvo ganas de acabar con todo cuanto antes, de liberarse de esa maldita sensación de la vida, con su mar, sus estrellas, sus hombres, su fiebre…—. Lo único que le pido es que no sea en mi casa… —añadió con frialdad—. Lléveme a algún sitio. —Vamos a casa de Miurídov. Es lo mejor. —¿Dónde está eso? —Junto a la muralla vieja. Nadezhda Fiódorovna echó a andar a toda prisa por la calle y luego torció en un callejón que conducía a las montañas. Reinaba la oscuridad. En algunos lugares atravesaban la calzada las pálidas franjas de luz de las ventanas iluminadas, y Nadezhda Fiódorovna volvió a sentirse como una mosca, que tan pronto cae en un tintero como sale de nuevo a la luz. Kirilin iba tras ella. En un momento determinado se tambaleó, estuvo a punto de caer y se echó a reír. «Está borracho… —pensó Nadezhda Fiódorovna—. Da igual… da igual… Que sea lo que sea». También Achmiánov se despidió pronto del grupo y se fue en busca de Nadezhda Fiódorovna para invitarla a dar un paseo en barca. Se aproximó a su casa y miró a través de la cerca: las ventanas estaban abiertas de par en par, pero no había luz. —¡Nadezhda Fiódorovna! —llamó. Al cabo de un minuto, volvió a llamar. —¿Quién está ahí? —se oyó la voz de Olga. —¿Está en casa Nadezhda Fiódorovna? —No. Aún no ha regresado. «Es extraño… Muy extraño… —se dijo Achmiánov, que empezaba a sentir una profunda inquietud—. Si dijo que se iba a su casa…». Echó a andar por el bulevar, luego se introdujo en una calle y se quedó mirando el interior de la casa de Sheshkovski a través de la ventana. Laievski estaba sentado a la mesa en mangas de camisa y examinaba las cartas con atención —Qué extraño, qué extraño… —farfulló Achmiánov y, al recordar el ataque de histeria que había sufrido Laievski, sintió vergüenza—. Si no está en casa, ¿adónde habrá ido? Si dirigió de nuevo al domicilio de Nadezhda Fiódorovna y se quedó mirando las ventanas oscuras. «Me ha engañado, me ha engañado», pensaba, recordando que ese mismo día, cuando se encontró con ella a las doce en casa de los Bitiugov, le había prometido que lo acompañaría a dar un paseo en barca por la tarde. Las ventanas de la casa de Kirilin también estaban oscuras, y junto a la puerta cochera un policía dormía tumbado en un banco. Cuando vio las ventanas y a ese policía, Achmiánov lo entendió todo. Decidió irse a su casa y hacia allí se encaminó, pero, sin saber muy bien cómo, se encontró de nuevo delante de la cancela de Nadezhda Fiódorovna. Se sentó entonces en un banco y se quitó el sombrero: tan vehementes eran sus celos y tan grande se le antojaba la magnitud de la ofensa que la cabeza le ardía. La iglesia de la ciudad sólo daba la hora dos veces al día: a las doce de la mañana y a las doce de la noche. Poco después de que sonaran las campanadas que anunciaban el final de la jornada, se oyeron unos pasos apresurados. —¡Entonces, mañana por la tarde volvemos a vernos en casa de Miurídov! —oyó Achmiánov y reconoció la voz de Kirilin—. A las ocho. ¡Adiós, señora! Nadezhda Fiódorovna apareció junto a la cerca. Sin percatarse de la presencia de Achmiánov en el banco, pasó a su lado como una sombra, abrió la cancela y, sin pararse a cerrarla, entró en la casa. Una vez en su habitación, encendió una vela y se desvistió a toda prisa, pero no se metió en la cama, sino que se arrodilló delante de una silla, la abrazó y apoyó la frente en el asiento. Cuando Laievski regresó, eran más de las dos de la madrugada.
XV Al día siguiente, después de la una, Laievski, que había tomado la resolución de recurrir no a una sola gran mentira, sino a varias pequeñas, fue a casa de Samóilenko para pedirle el dinero que le permitiera marcharse el sábado sin falta. Tras el ataque de histeria de la víspera, que había añadido a su desánimo un agudo sentimiento de vergüenza, quedarse en la ciudad se le antojaba impensable. Si Samóilenko insistía en sus condiciones, pensaba, las aceptaría, cogería el dinero y al día siguiente, a la hora de la partida, le diría que Nadezhda Fiódorovna se había negado a partir, y por la tarde trataría de convencerla a ella de que todo lo hacía por su propio bien. Si Samóilenko, que sin duda se hallaba bajo la influencia de von Koren, se negaba de plano a entregarle el dinero o le imponía nuevas condiciones, se marcharía ese mismo día en un barco de carga, o incluso en un velero, a Novi Afón o Novorossisk, desde donde enviaría a su madre un telegrama en el que expresaría su arrepentimiento y donde viviría hasta que esta le mandase el dinero necesario para emprender el viaje. Cuando llegó a casa de Samóilenko encontró en la sala a von Koren. El zoólogo acababa de llegar para comer y, según su costumbre, había abierto el álbum y estaba contemplando a los caballeros con chistera y a las señoras con cofia. «¡Qué inoportuno! —se dijo Laievski, al verlo—. Puede estorbarme». —Buenos días —saludó. —Buenos días —respondió von Koren, sin mirarlo. —¿Está en casa Aleksandr Davídich? —Sí. En la cocina. Laievski pasó a la cocina, pero, viendo desde el umbral que Samóilenko estaba ocupado con la ensalada, regresó a la sala y se sentó. Siempre se sentía incómodo en presencia del zoólogo y ahora temía que se suscitara la cuestión de su ataque de histeria. Pasaron más de un minuto en silencio. De pronto von Koren levantó los ojos hasta Laievski y le preguntó: —¿Cómo se siente después de lo de ayer? —Estupendamente —respondió Laievski, ruborizándose—. En realidad, no sucedió nada de particular… —Hasta el día de ayer creía que sólo las damas sufrían ataques de histeria; por eso, al principio, pensé que tenía usted el baile de San Vito. Laievski esbozó una sonrisa obsequiosa y pensó: «Es una falta de delicadeza por su parte, pues sabe perfectamente lo incómodo que me siento…». —Sí, fue una situación de lo más ridícula —dijo, sin dejar de sonreír—. Me he pasado toda la mañana riéndome. Lo más curioso de los ataques de histeria es que, aunque uno sabe que son absurdos y se ríe de ellos en el fondo de su alma, al mismo tiempo no puede dejar de sollozar. En este siglo de enfermedades nerviosas nos hemos convertido en esclavos de nuestros nervios, que son nuestros amos y hacen con nosotros lo que se les antoja. En ese sentido, la civilización nos ha hecho un flaco favor… —mientras hablaba, le resultaba molesto que von Koren lo mirara y lo escuchara con atención y seriedad, sin pestañear, como si lo estuviera estudiando, y se enfadaba consigo mismo porque, a pesar de la antipatía que le profesaba, no conseguía en modo alguno borrar de su cara esa sonrisa obsequiosa—. Aunque debo admitir —prosiguió— que había motivos inmediatos, y de mucho peso, para ese ataque de histeria. En los últimos tiempos mi salud ha empeorado bastante. Añada usted a todo eso el aburrimiento, la continua falta de dinero… la falta de personas con intereses comunes… Una situación verdaderamente complicada. —Sí, su situación es desesperada —dijo von Koren. Esas palabras serenas y frías, que no sabía si tomarse como un comentario jocoso o una profecía impertinente, lo ofendieron. Recordó la mirada llena de burla y repugnancia que el zoólogo le había dirigido la víspera, guardó silencio unos instantes y preguntó, ya sin sonreír: —¿Y cómo conoce usted mi situación? —Usted mismo acaba de exponerla; además, sus amigos muestran tan ardiente preocupación por sus tribulaciones que uno se pasa el día entero oyendo hablar de usted. —¿Qué amigos? ¿Se refiere a Samóilenko? —Sí, también a él. —Me gustaría que Aleksandr Davídich y, en general, mis amigos, se ocuparan menos de mí. —Ahí viene Samóilenko, así que puede decírselo a él. —No entiendo a qué viene ese tono… —farfulló Laievski; era como si en ese mismo instante hubiera comprendido que el zoólogo lo odiaba, lo despreciaba, se mofaba de él y era su peor y más encarnizado enemigo—. Guárdese ese tono para otro —dijo muy bajo, sin fuerzas para levantar la voz, pues el odio que se había apoderado de él le oprimía el cuello y la garganta, igual que la víspera el deseo de reír. Entró Samóilenko en mangas de camisa, sudoroso y colorado por los vapores de la cocina. —¡Ah, estás aquí! —dijo—. Buenos días, amigo. ¿Has comido? No te andes con cumplidos y di la verdad: ¿has comido? —Aleksandr Davídich —dijo Laievski, poniéndose en pie—, el hecho de que de te haya dirigido alguna petición de índole personal no te exonera de la obligación de ser discreto y de respetar los secretos ajenos. —¿A qué te refieres? —se sorprendió Samóilenko. —Si no tienes dinero —prosiguió Laievski, levantando la voz y apoyándose, muy agitado, tan pronto en un pie como en el otro—, no me lo prestes, niégamelo, pero ¿por qué pregonar a los cuatro vientos que mi situación es desesperada? ¡No puedo soportar esas buenas obras, esas ayudas amistosas! ¡Se da un kopek y se afirma haber entregado un rublo! ¡Puedes jactarte de tus buenas acciones cuanto quieras, pero nadie te ha autorizado a revelar mis secretos! —¿Qué secretos? —preguntó Samóilenko, que no entendía nada y empezaba a enfadarse—. Si has venido a discutir, es mejor que te vayas. ¡Vuelve más tarde! Le vino a la cabeza esa regla que aconseja contar hasta cien y tranquilizarse cuando uno ha discutido con una persona a la que aprecia, y se puso a contar a toda prisa. —¡Le ruego que no se ocupe más de mí! —continuó Laievski—. No me preste atención. ¿Qué le importa a nadie mi modo de vida? ¡Sí, quiero marcharme! ¡Sí, contraigo deudas, bebo, vivo con una mujer ajena, tengo ataques de histeria, soy un hombre vulgar y no tan profundo como otros! Pero ¿a quién le importa todo eso? ¡Respete mi personalidad! —Perdona, amigo —dijo Samóilenko, después de haber contado hasta treinta y cinco —, pero… —¡Respete mi personalidad! —lo interrumpió Laievski—. ¡Al diablo esas continuas conversaciones sobre el prójimo, todos esos «ohs» y «ahs», esa manía de estar siempre cotilleando y fisgando, esa comprensión amistosa! ¡Me prestan dinero y me ponen condiciones como si fuera un chiquillo! ¡Me exigen el diablo sabe qué! ¡No quiero nada! —gritó, tan alterado que se tambaleó; por un momento temió que le sobreviniera otro ataque de histeria. «Por lo visto, no me marcharé el sábado», se le pasó de pronto por la cabeza—. ¡No quiero nada! Lo único que les pido es que hagan el favor de liberarme de su tutela. ¡No soy un chiquillo ni un loco, así que les ruego que no me prodiguen más cuidados! —en ese momento entró el diácono y, al ver a Laievski todo pálido, agitando los brazos y dirigiendo su extraño discurso al retrato del príncipe Vorontsov, se detuvo junto a la puerta como petrificado—. Esa continua indagación de mi alma —prosiguió Laievski— ofende mi dignidad humana, así que pido a todos esos investigadores voluntarios que acaben de una vez con su espionaje. ¡Ya basta! —¿Qué… has dicho? —preguntó Samóilenko, después de contar hasta cien, enrojeciendo y acercándose a Laievski. —¡Ya basta! —repitió este, sofocado, mientras cogía su gorra. —¡Soy médico, noble y consejero de Estado! —dijo Samóilenko, separando mucho las palabras—. ¡No he sido nunca un espía y no permito que nadie me ofenda! —gritó con voz temblorosa, poniendo el acento en la última palabra—. ¡Cállese! —el diácono, que nunca había visto al médico tan colorado y con un aspecto tan majestuoso, altivo y terrible, se tapó la boca, corrió al recibidor y allí se desternilló de risa. Como a través de la niebla, Laievski vio cómo von Koren se levantaba, se metía las manos en los bolsillos del pantalón y se quedaba quieto, como esperando a ver qué pasaba. Esa actitud serena le pareció insolente y ofensiva en grado sumo—. ¡Haga el favor de retirar sus palabras! — gritó Samóilenko. Laievski, que ya no recordaba lo que había dicho, respondió: —¡Déjeme en paz! ¡No necesito nada! ¡Lo único que quiero es que usted y los alemanes de ascendencia judía me dejen tranquilo! ¡De otro modo tomaré medidas! ¡Estoy dispuesto a batirme! —Ahora entiendo —dijo von Koren, saliendo de detrás de la mesa—. Antes de partir, al señor Laievski le apetece divertirse con un duelo. Yo puedo darle esa satisfacción. Señor Laievski, acepto su desafío. —¿Desafío? —dijo en voz baja Laievski, acercándose al zoólogo y mirando con odio su frente morena y sus cabellos rizados—. ¿Desafío? ¡Con mucho gusto! ¡Lo odio a usted! ¡Lo odio! —Me alegro mucho. Mañana por la mañana, cerca de la taberna de Kerbalai, con todos los detalles a su gusto. Y ahora desaparezca. —¡Lo odio! —dijo Laievski en voz baja, respirando con dificultad—. ¡Hace mucho tiempo que lo odio! ¡Un duelo! ¡Sí! —Sácalo de aquí, Aleksandr Davídich, o me voy yo —dijo von Koren—. Va a acabar mordiéndome. El tono reposado de von Koren enfrió al médico, que de repente recobró la serenidad, se dio cuenta de lo que estaba pasando, cogió por la cintura a Laievski con ambas manos y, apartándolo del zoólogo, farfulló con voz tierna, trémula de emoción: —Mis buenos y queridos… amigos… Nos hemos acalorado y… y… Amigos míos… Al escuchar esa voz dulce y amistosa, Laievski comprendió que en su vida acababa de suceder algo inaudito y monstruoso; era como si por poco no le hubiese arrollado un tren. Estuvo a punto de echarse a llorar, hizo un gesto de desaliento con la mano y salió corriendo de la habitación. «¡Dios mío, qué duro es sentir en uno mismo el odio ajeno y presentarte ante la persona que te odia bajo el aspecto más vil, despreciable e impotente! —pensaba al poco rato, sentado en el pabellón y creyendo notar sobre su cuerpo una especie de moho, producto del odio que acababa de experimentar—. ¡Y qué vulgar es todo esto, Dios mío!». El agua fría con coñac le infundió ánimos. Recordó con nitidez el rostro sereno y altivo de von Koren, su mirada de la víspera, su camisa parecida a una alfombra, su voz, sus manos blancas, y un odio profundo, apasionado y voraz se revolvió en su pecho exigiendo satisfacción. Se imaginó que derribaba a von Koren y empezaba a patearlo. Rememoró, hasta en los menores detalles, lo que había sucedido y se sorprendió de haber prodigado sonrisas obsequiosas a un hombre insignificante y, en general, de haber valorado la opinión de unos tipejos miserables, ignorados por todos, que vivían en un pueblucho de mala muerte, un lugar que ni siquiera figuraba en los mapas y que ninguna persona honrada de San Petersburgo conocía. Si a ese villorrio de pronto se lo tragara la tierra o desapareciera pasto de las llamas, la noticia sería recibida con tanta indiferencia en Rusia como el anuncio de venta de unos muebles de segunda mano. Matar a von Koren al día siguiente o dejarlo vivo era lo mismo: ambas opciones le parecían igual de inútiles y desprovistas de interés. Lo mejor sería apuntarle a una pierna o un brazo, herirlo y luego reírse de él; como un insecto con una pata rota se pierde entre la hierba, von Koren, con su sordo sufrimiento, se perdería en medio de una multitud de personas tan insignificantes como él. Laievski fue a ver a Sheshkovski, le contó lo que había sucedido y le pidió que fuera su padrino; luego ambos se dirigieron a casa del jefe de correos y telégrafos, le propusieron que actuara también de padrino y se quedaron a comer allí. Durante el almuerzo, no dejaron de bromear y de reírse. Laievski ironizaba sobre sus escasos conocimientos de tiro y se llamaba a sí mismo «arcabucero del rey» y «Guillermo Tell». —Hay que darle una lección a ese señor —decía. Después del almuerzo echaron una partida de cartas. Laievski jugaba, bebía vino y pensaba que los duelos, en general, eran una solución estúpida e insensata porque, lejos de resolver los problemas, los complicaban aún más, pero a veces no había manera de evitarlos. Por ejemplo, en el presente caso, pues no se podía denunciar a von Koren ante el juez de paz. Además, el duelo inminente en cierto modo era positivo porque, una vez celebrado, no podría quedarse en la ciudad. Estaba algo achispado, se había distraído con los naipes, se sentía bien. Pero, cuando se puso el sol y empezó a oscurecer, lo dominó la inquietud. No era temor a la muerte, porque ya mientras almorzaba y jugaba a las cartas había abrigado la certeza, vaya usted a saber por qué, de que el duelo acabaría en nada; era miedo a ese algo desconocido que sucedería al día siguiente por primera vez en su vida, así como también a la noche inminente… Sabía que esa noche sería larga, que la pasaría en vela y que tendría que pensar no sólo en von Koren y en su odio, sino también en la montaña de mentiras que debería atravesar, pues carecía de la fuerza y la habilidad necesarias para rodearla. Tenía la impresión de haber enfermado de repente. Perdió de improviso cualquier interés por los naipes y por la gente, y, presa de un intenso nerviosismo, pidió que lo dejaran regresar a su casa. Tenía ganas de tumbarse cuanto antes en la cama, quedarse inmóvil y poner en orden sus pensamientos. Sheshkovski y el jefe de correos lo acompañaron y luego fueron a ver a von Koren para hablar del duelo. Cerca de su domicilio Laievski se encontró con Achmiánov. El joven estaba casi sin aliento y daba muestras de una gran agitación. —¡Lo estoy buscando, Iván Andreich! —dijo—. Le ruego que me acompañe… —¿Adónde? —Un señor al que usted no conoce desea verlo para tratar un asunto muy importante que le concierne. Le ruega con insistencia que vaya a verlo un momento. Necesita hablar con usted… Para él es cuestión de vida o muerte… Achmiánov estaba tan alterado que hablaba con un acento armenio muy acusado. —¿De quién se trata? —preguntó Laievski. —Me ha pedido que no revelara su nombre. —Dígale que estoy ocupado. Mañana, si le parece bien… —¡Cómo es posible! —se asustó Achmiánov—. Quiere decirle algo de capital importancia para usted… ¡De capital importancia! Si no acude usted, sucederá una desgracia. —Qué raro… —balbuceó Laievski, que no comprendía por qué Achmiánov estaba tan alterado y qué secretos podía haber en ese aburrido villorrio de mala muerte—. Qué raro —repitió, meditabundo—. Pero bueno, vamos. Lo mismo da. Achmiánov se puso delante y avanzó a buen paso, seguido de Laievski. Recorrieron una calle, después un callejón. —Todo esto es muy molesto —dijo Laievski. —Ya llegamos, ya llegamos… Es aquí mismo. Cerca de la muralla vieja se internaron en una estrecha calleja que discurría entre dos descampados vallados, luego desembocaron en un gran patio y se dirigieron a una pequeña casita… —¿No es la casa de Miurídov? —preguntó Laievski. —Sí. —Entonces, ¿por qué hemos dado tantos rodeos? Si hubiéramos venido por la calle principal, habríamos tardado menos… —No importa, no importa… A Laievski también le pareció extraño que Achmiánov lo llevara por la puerta trasera y le hiciese indicaciones con la mano, como rogándole que no hiciera ruido y guardara silencio. —Por aquí, por aquí… —dijo Achmiánov, abriendo con tiento la puerta y entrando de puntillas en el zaguán—. Silencio, silencio, por favor… Pueden oírnos —se quedó escuchando, mientras trataba afanosamente de recobrar el aliento, y añadió en un susurro —: Abra la puerta y entre… No tema. Laievski, perplejo, abrió la puerta y entró en una habitación de techo bajo, con cortinas en las ventanas. Sobre la mesa ardía una vela. —¿Quién es? —preguntó alguien en la habitación contigua—. ¿Eres tú, Miurídov? Laievski penetró en esa habitación y se encontró a Kirilin, acompañado de Nadezhda Fiódorovna. No oyó lo que le decían. Retrocedió y, sin saber cómo, se encontró en la calle. El odio a von Koren y la inquietud desaparecieron de su alma. De camino a casa, agitaba torpemente la mano derecha y miraba el suelo con atención, procurando pisar terreno liso. Una vez en su despacho, se puso a pasear de un rincón al otro, frotándose las manos y encogiendo el cuello y los hombros, como si la chaqueta y la camisa le quedaran estrechas; luego encendió una vela y se sentó a la mesa…
XVI —Las ciencias humanas de las que habla usted sólo satisfarán el espíritu humano cuando, en su desarrollo, se encuentren con las ciencias exactas y marchen a su lado. No sé si se encontrarán bajo el microscopio o en los monólogos de un nuevo Hamlet o en una nueva religión, pero creo que la Tierra se cubrirá de una capa de hielo antes de que eso suceda. Sin duda, el más firme y vital de todos los conocimientos humanos es la doctrina de Cristo, pero fíjese de qué modos tan distintos se entiende. Unos enseñan que hay que amar a todos los semejantes, pero hacen una excepción con los soldados, los criminales y los locos: a los primeros les permiten matar en la guerra, a los segundos se los aísla o se los ejecuta y a los terceros se les prohíbe casarse. Otros exégetas enseñan a amar a todos los semejantes sin excepción, sin distinguir entre buenos y malos. Según esa interpretación, si aparece en vuestra casa un tuberculoso, un asesino o un epiléptico y pide la mano de vuestra hija, debéis concedérsela; si los cretinos declaran la guerra a los hombres sanos de cuerpo y espíritu, hay que presentar la cabeza para que os la corten. Esa teoría del amor por el amor, como la del arte por el arte, si acabara imponiéndose, conduciría en última instancia a la extinción total de la humanidad, consumándose, de ese modo, el crimen más horrendo que jamás se haya visto sobre la faz de la Tierra. Hay muchísimas interpretaciones, pero ni una sola que pueda satisfacer a una inteligencia rigurosa, que se apresta a añadir a ese caudal de interpretaciones la suya propia. Por eso nunca debe plantear la cuestión sobre una base filosófica, como dice usted, o sobre el llamado cristianismo, pues no conseguiría otra cosa que alejarse de la solución del problema. El diácono escuchó atentamente al zoólogo, se quedó pensativo y preguntó: —La ley moral, que es inherente a cualquier persona, ¿la han inventado los filósofos o la ha creado Dios junto con el cuerpo? —No lo sé. Pero esa ley es hasta tal punto común a todos los pueblos y épocas que, en mi opinión, deberíamos considerarla orgánicamente ligada al hombre. No ha sido inventada, sino que es y será. No le estoy diciendo que un día alguien la vea en el microscopio, pero su vínculo orgánico ya ha sido demostrado por la evidencia: según tengo entendido, los trastornos cerebrales graves y las llamadas enfermedades mentales se manifiestan ante todo en la desfiguración de la ley moral. —Bien. Entonces, igual que el estómago exige comida, el sentimiento moral quiere que amemos a nuestros semejantes. ¿Es así? Pero nuestra naturaleza, por amor propio, se opone a la voz de la conciencia y de la razón: por eso surgen tantas cuestiones insolubles. ¿A quién debemos dirigirnos para solucionar esos problemas si no los planteamos en el ámbito filosófico? —Apele usted a los escasísimos conocimientos precisos de que disponemos. Confíe en la evidencia y la lógica de los hechos. Cierto que no es mucho, pero al menos no es algo tan precario y vago como la filosofía. Supongamos que la ley moral exige amar a los hombres. ¿Y qué? El amor debe consistir en el alejamiento de todo lo que de uno u otro modo resulte perjudicial para los hombres y represente un peligro para su presente y su futuro. Nuestros conocimientos y la evidencia nos dicen que las personas con deficiencias físicas y mentales representan un peligro para la humanidad. En tal caso, hay que combatir a los anormales. Y, si nos faltan las fuerzas para elevarnos a la normalidad, debemos poner en juego todas nuestras energías y habilidades para volverlos inocuos, es decir, para aniquilarlos. —¿Significa eso que el amor consiste en que los fuertes derroten a los débiles? —Sin duda. —Pero ¡fueron los fuertes quienes crucificaron a Nuestro Señor Jesucristo! —dijo el diácono con acaloramiento. —Nada de eso: fueron los débiles quienes lo crucificaron, no los fuertes. La cultura humana se ha debilitado y pretende reducir a cero la lucha por la existencia y la selección, de ahí la rápida multiplicación de los débiles y su preponderancia sobre los fuertes. Imagínese que consigue inculcar a las abejas ideas humanas en una forma rudimentaria y elemental. ¿Qué conseguiría con ello? Los zánganos, a los que habría que matar, seguirían vivos, se comerían la miel, pervertirían y ahogarían a las abejas. El resultado sería el predominio de los débiles sobre los fuertes y la degeneración de estos últimos. Lo mismo está sucediendo ahora con los seres humanos: los débiles oprimen a los fuertes. Entre los salvajes, que no han sido rozados por la cultura, el más fuerte, sabio y moralmente íntegro va a la cabeza; es amo y señor. En cambio nosotros, gente culta, hemos crucificado a Cristo y seguimos crucificándolo. Eso significa que nos falta algo… Y ese «algo» debemos restablecerlo entre nosotros, pues de otro modo esas incoherencias nunca tendrán fin. —Pero ¿cuál es su criterio para distinguir entre fuertes y débiles? —El conocimiento y la evidencia. A los tísicos y escrofulosos se los reconoce por sus enfermedades, y a los locos e inmorales, por sus actos. —Pero ¡es posible cometer equivocaciones! —Sí, pero no hay que tener miedo de mojarse los pies cuando amenaza diluvio. —Eso es filosofía —sonrió el diácono. —En absoluto. Su juicio está tan pervertido por esa filosofía de seminario que ve niebla por todas partes. Las ciencias abstractas, de las que su joven cabeza está llena, reciben ese nombre porque abstraen el pensamiento de la evidencia. Atrévase a mirar al diablo a los ojos y, si es el diablo, diga que es el diablo, sin acudir a Kant o Hegel en busca de explicaciones —el zoólogo guardó silencio un instante y continuó—: Dos y dos son cuatro y una piedra es una piedra. Mañana tenemos un duelo. Ambos diremos que es un acto absurdo y estúpido, que la época de los duelos ya ha pasado, que, en el fondo, un duelo aristocrático no se diferencia en nada de una pelea de borrachos en una taberna, y de todos modos no nos detendremos, acudiremos y nos batiremos. De ahí se deduce que hay una fuerza más poderosa que nuestros razonamientos. Clamamos que la guerra es destrucción, barbarie, horror, fratricidio, no podemos ver la sangre sin desmayarnos, pero basta que los franceses o los alemanes nos ofendan para que al punto se enardezca nuestro ánimo, gritemos «hurra» con el mayor entusiasmo y nos arrojemos sobre el enemigo; usted invocará el favor divino para nuestras armas, y nuestro valor desatará un júbilo generalizado y sincero. Otra prueba más de que hay una fuerza, si no superior, al menos más poderosa que nosotros y nuestra filosofía. No podemos contrarrestarla, como no podemos detener esa nube que viene del mar. Así que no sea usted hipócrita, no apriete los puños en el bolsillo y deje de decir: «¡Ah, qué estupidez! ¡Ah, qué idea tan trasnochada! ¡Ah, no concuerda con las Escrituras!». Mírela a los ojos, reconozca su razonable legitimidad, y, cuando esa fuerza quiera destruir, por ejemplo, una raza desmedrada, escrofulosa y depravada, no se lo impida usted con píldoras y una interpretación incorrecta del Evangelio. En un relato de Leskov aparece un personaje llamado Danila, hombre de grandes escrúpulos, que se encuentra en las afueras de la ciudad con un leproso y le ofrece alimento y abrigo en nombre del amor y de Cristo. Si ese Danila hubiese amado de verdad a sus semejantes, habría alejado al leproso de la ciudad, lo habría arrojado a un barranco, y después se habría ido a trabajar para los sanos. Cristo, si no me equivoco, nos predicó un amor razonable, sensato y útil. —¡Cómo es usted! —exclamó el diácono, echándose a reír—. Si no cree en Cristo, ¿por qué lo nombra tan a menudo? —Creo en Cristo. Pero, naturalmente, a mi manera, no a la de usted. ¡Ah, diácono, diácono! —se rio el zoólogo; luego le pasó la mano por la cintura y le dijo con aire jovial —: ¿Y qué? ¿Va a asistir usted mañana al duelo? —Mi dignidad no me lo permite; sino, iría. —¿Qué significa eso de su dignidad? —Estoy consagrado. La gracia divina está conmigo. —Ah, diácono, diácono —repitió von Koren, soltando una carcajada—. Me gusta charlar con usted. —Dice que tiene usted fe —dijo el diácono—. Pero ¿qué clase de fe es esa? Mi tío, que es pope, tiene tanta fe que, cuando va al campo en época de sequía para invocar la lluvia, se lleva el paraguas y el impermeable para no mojarse al volver. ¡A eso se le llama fe! Cuando habla de Cristo parece irradiar una especie de luz, y todos los hombres y mujeres lloran y sollozan. Él podría detener esa nube y pondría en fuga a todas esas fuerzas de las que habla usted. Sí, la fe mueve montañas —el diácono se rio y le dio al zoólogo una palmada en el hombro—. Así es… —prosiguió—. Usted se pasa el día entero estudiando, explora el fondo de los mares, distingue entre fuertes y débiles, escribe libros, entabla desafíos, y, sin embargo, todo sigue en su sitio. En cambio, basta que un pobre anciano, lleno del espíritu santo, balbucee una sola palabra o que desde Arabia cabalgue un nuevo Mahoma con su cimitarra para que todo se vuelva patas arriba y no quede en Europa piedra sobre piedra. —¡Todo eso está aún por ver, diácono! —La fe sin obras es una fe muerta, y las obras sin fe son algo aún peor: una pérdida de tiempo, nada más. En el malecón apareció el médico. Al ver al zoólogo y al diácono, se aproximó. —Parece que está todo arreglado —dijo, sofocado—. Los padrinos serán Govorovski y Boiko. Vendrán a recogerlo a las cinco de la mañana. ¡Qué encapotado está! —dijo, mirando el cielo—. No se ve nada. Va a ponerse a llover de un momento a otro. —Vendrás con nosotros, supongo —se interesó von Koren. —No, Dios me libre. Ya he sufrido bastante. En mi lugar irá Ustimóvich. Ya he hablado con él. Lejos, por encima del mar, centelleó un relámpago y a continuación se oyó el sordo retumbar del trueno. —¡Qué sofocante es el ambiente antes de la tormenta! —dijo von Koren—. Apuesto a que ya has ido a ver a Laievski y has llorado sobre su pecho. —¿Por qué iba a ir? —respondió el médico, confuso—. ¡Lo que me faltaba! —antes de la puesta de sol, había recorrido varias veces el bulevar y la calle con la esperanza de encontrar a Laievski. Se avergonzaba de su arrebato de ira y de la repentina efusión de bondad que le siguió. Quería disculparse ante Laievski en tono desenfadado, reprenderlo, calmarlo y decirle que los duelos eran un vestigio de la barbarie medieval, pero que la misma providencia les había indicado el duelo como medio de reconciliación: al día siguiente, los dos contendientes, hombres excelentes, de gran inteligencia, después de dispararse, apreciarían mutuamente su nobleza y se harían amigos. Pero no coincidió con Laievski ni una sola vez—. ¿Por qué iba a ir? —repitió Samóilenko—. No es él el ofendido, sino yo. Dime, por favor, ¿por qué la tomó conmigo? ¿Qué le había hecho? Entro en la sala y de pronto, así sin más, me llama espía. ¡Ahí queda eso! Dime, ¿cómo empezó todo? ¿Qué le dijiste? —Que su situación era desesperada. Y tenía razón. Sólo los hombres honrados y los granujas pueden encontrar una salida a cualquier situación, pero quien quiere ser honrado y granuja al mismo tiempo es incapaz de hallar una solución. En cualquier caso, señores, ya son las once, y mañana hay que levantarse temprano. De pronto empezó a soplar el viento, que levantó el polvo del malecón y lo hizo girar en remolinos, rugiendo y acallando el rumor del mar. —¡Vaya vendaval! —dijo el diácono—. Si no nos marchamos, se nos irritarán los ojos. Cuando echaron a andar, Samóilenko dejó escapar un suspiro y comentó, sujetándose la gorra: —Seguro que esta noche no pego ojo. —No te preocupes —dijo el zoólogo, echándose a reír—. Puedes estar tranquilo, el duelo acabará en nada. Laievski se mostrará magnánimo y disparará al aire; en su caso, no puede obrar de otro modo. En cuanto a mí, lo más probable es que ni siquiera dispare. Acabar procesado por culpa de Laievski y perder el tiempo: no vale la pena. A propósito, ¿qué condena está prevista para quienes participan en un duelo? —Arresto, y en caso de muerte del adversario hasta tres años de reclusión en una fortaleza. —¿En la de San Pedro y San Pablo [27]? —No, creo que en una militar. —Y, sin embargo, habría que darle una lección a ese joven. Sobre la superficie del mar resplandeció un relámpago, iluminando por un instante los tejados de las casas y las montañas. Cerca del bulevar los amigos se separaron. Cuando el médico desapareció en la oscuridad y el ruido de sus pasos ya casi se había apagado, von Koren le gritó: —¡Veremos si el tiempo no se convierte mañana en un impedimento! —¡Puede ser! ¡Dios lo quiera! —¡Buenas noches! —¿Cómo? ¿Qué dices de la noche? El rumor del viento y del mar y el estampido de los truenos impedía distinguir bien las palabras. —¡Nada! —gritó el zoólogo y se encaminó a buen paso a su casa.
XVII … en mi cabeza, abrasada por la pena, cúmulos se espesan de amargos pensamientos; el mudo recuerdo ante mí su largo pergamino desenrolla. Leo entonces con repugnancia el libro de mi vida, me estremezco y maldigo, me lamento amargamente, amargamente lloro, pero no puedo borrar sus líneas deplorables. PUSHKIN
Tanto si lo mataban al día siguiente como si se burlaban de él, es decir, si lo dejaban con vida, estaba perdido. Tanto si se mataba de desesperación y vergüenza como si seguía arrastrando su lamentable existencia, esa mujer deshonesta también estaba perdida… Así razonaba Laievski, sentado a la mesa a última hora de la tarde, sin dejar de frotarse las manos. De pronto la ventana se abrió y golpeó la pared; una ráfaga de viento entró en la habitación y los papeles salieron volando de la mesa. Cerró la ventana y se agachó para recoger los papeles del suelo. Sentía en su cuerpo algo nuevo, cierta torpeza desconocida, y no reconocía sus propios movimientos; andaba de manera insegura, separando los codos del cuerpo y subiendo y bajando los hombros. Cuando se sentó de nuevo en la silla, volvió a frotarse las manos. Su cuerpo había perdido agilidad. La víspera de la muerte conviene escribir a los seres queridos. Laievski recordó esa máxima. Cogió la pluma y escribió con trazo tembloroso: «¡Mamá!». Quería pedirle a su madre que, en nombre del Dios misericordioso en quien ella creía, amparara y confortara con su cariño a la desdichada mujer, sola, pobre y débil, a la que había deshonrado, que olvidara y perdonara todo, todo, todo, y expiara con su sacrificio, al menos en parte, el horrible pecado de su hijo; pero, cuando se acordó de cómo su madre, una viejecita gorda y pesada, con una cofia de encaje, salía por la mañana al jardín, seguida de su dama de compañía con el perrito faldero, cómo gritaba en tono imperioso al jardinero y a la servidumbre y qué orgullosa y altiva era la expresión de su rostro, borró la palabra escrita. En las tres ventanas refulgió el resplandor de un relámpago y a continuación retumbó el ensordecedor y horrísono estallido de un trueno, que empezó como un rumor sordo y acabó convirtiéndose en un estruendo estrepitoso, tan violento que los cristales de las ventanas retemblaron. Laievski se levantó, se acercó a la ventana y apretó la frente contra el cristal. Fuera se había desatado una violenta y hermosa tormenta. En el horizonte, las cintas blancas de los relámpagos se precipitaban sin descanso desde las nubes al mar, iluminando hasta la lejanía las altas olas negras. —¡Vaya tormenta! —susurró Laievski, sintiendo deseos de rezar ante alguien o ante algo, aunque fuese ante los rayos o los truenos—. ¡Querida tormenta! Le vino a la memoria que, cuando era niño, los días de tormenta salía corriendo al jardín con la cabeza descubierta, seguido de dos niñas rubias de ojos azules. La lluvia los mojaba y ellos se reían entusiasmados, pero, cuando resonaba el violento estallido de un trueno, las niñas se apretujaban confiadas contra él, que se santiguaba y se apresuraba a rezar: «Santo, santo, santo…». Ah, ¿dónde habrían desaparecido, en qué mar se habrían hundido los albores de aquella vida maravillosa y pura? Ya no temía las tormentas ni amaba la naturaleza, ni creía en Dios; todas las niñas confiadas que había conocido en otro tiempo habían sido corrompidas por él u otros como él; en toda su vida no había plantado en el jardín paterno un solo árbol ni había contribuido a que creciera una sola hierba, y, aunque vivía entre los vivos, no había salvado ni siquiera a una mosca; no había hecho más que destruir, arrasar, mentir, mentir… «¿Hay algo en mi pasado que no sea vicio?», se preguntaba, tratando de agarrarse a algún recuerdo luminoso, como se agarra a un matojo quien se despeña por un barranco. ¿El instituto? ¿La universidad? Todo eso había sido un engaño. Tan mal había estudiado que se había olvidado ya de lo que había aprendido. ¿El servicio a la sociedad? Otro engaño, porque no hacía nada, cobraba el sueldo sin merecérselo, y su actividad consistía en un fraude repugnante que no estaba perseguido por la ley. No necesitaba la verdad y, por tanto, no la buscaba; su conciencia, esclava del vicio y la mentira, dormía o callaba; como un extraño o alguien que viniese de otro planeta, no participaba en la vida común de los hombres, se mostraba indiferente a sus sufrimientos, ideas, religiones, conocimientos, búsquedas, luchas; jamás había dicho a nadie una palabra amable, ni escrito una sola línea útil, que no fuera vulgar, ni hecho un pequeño favor a los demás; se limitaba a comerse su pan, a beberse su vino, a llevarse sus mujeres, a repetir sus ideas, y, para justificar su despreciable vida de parásito ante ellos y ante sí mismo, siempre estaba tratando de presentarse como un ser superior y mejor que nadie. Mentira, mentira, mentira… Se representó con toda claridad lo que había visto esa tarde en casa de Miurídov y sintió que se ahogaba de tristeza y de asco. Kirilin y Achmiánov eran repugnantes, pero sólo habían continuado lo que él había iniciado: eran sus cómplices y sus discípulos. Había apartado de su marido, de su círculo de amistades y de su patria a una joven y débil mujer que confiaba en él más que en un hermano, y se la había llevado allí, donde había sido presa del sofocante calor, las fiebres y el aburrimiento; día tras día ella debía reflejar como un espejo la ociosidad de él, sus vicios y su falsedad; de eso, sólo de eso, se alimentaba su vida anodina, indolente, miserable; luego se había cansado de ella y había empezado a odiarla, pero no había tenido el valor suficiente para abandonarla y la había ido enredando cada vez más en sus mentiras como en una telaraña… El resto lo habían hecho aquellos hombres. Laievski tan pronto se sentaba a la mesa como se acercaba a la ventana; tan pronto apagaba la vela como la encendía. Se maldecía en voz alta, lloraba, se lamentaba, pedía perdón. Varias veces, desconsolado, corrió a la mesa y escribió: «¡Mamá!». Aparte de su madre, no tenía familiares ni deudos; pero ¿cómo podía ayudarlo su madre? ¿Y dónde estaba? Sintió deseos de correr en busca de Nadezhda Fiódorovna para ponerse de rodillas, besar sus manos y sus pies y suplicarle que lo perdonara, pero ella era su víctima y él la temía tanto como a una muerta. —¡Mi vida está hecha añicos! —balbució, frotándose las manos—. ¿Por qué sigo viviendo, Dios mío? Él solo tenía la culpa de que su deslucida estrella hubiera rodado por el cielo y de que, al caer, su estela se hubiera confundido con la tiniebla nocturna; ya no volvería al cielo, porque la vida sólo se concede una vez y no se repite. Si hubiera podido recuperar los días y los años pasados, habría sustituido la mentira por la verdad; la ociosidad, por el trabajo; el aburrimiento, por la alegría; habría restituido la pureza a quien se la había arrebatado, habría encontrado a Dios y la justicia, pero todo eso era tan imposible como devolver al cielo aquella estrella caída. Y esa imposibilidad lo llenaba de desesperación. Había pasado ya la tormenta, pero él seguía sentado junto a la ventana, pensando con serenidad en lo que sería de él. Von Koren probablemente lo mataría. La clara y fría concepción del mundo de ese hombre contemplaba la aniquilación de los débiles y de los inútiles, y, en caso de que en el momento decisivo esa concepción lo traicionara, acudirían en su ayuda el desprecio y el sentimiento de repugnancia que él le inspiraba. Y si erraba el tiro o, para burlarse de su odioso contrincante, sólo lo hería o disparaba al aire, ¿qué haría él? ¿Adónde iría? «¿A San Petersburgo? —se preguntaba—. Pero eso significaría retomar esa vida de antes que tanto detesto. Además, quien busca la salvación cambiando de lugar, como un ave migratoria, no encuentra nada, porque para él la Tierra es igual en todas partes. ¿Buscar la salvación en los hombres? La bondad y la magnanimidad de Samóilenko son tan poco salvadoras como la propensión a la risa del diácono o el odio de von Koren. La salvación hay que buscarla sólo en uno mismo y, si no se encuentra, ¿para qué perder el tiempo? Entonces debe uno matarse, y ya está…». Se oyó el rumor de un carruaje. Estaba amaneciendo. El coche pasó de largo, giró y, con un chirrido de las ruedas sobre la arena mojada, se detuvo ante la casa. En el interior viajaban dos personas. —¡Esperen, voy en seguida! —les dijo Laievski por la ventana—. Estoy despierto. ¿Ya es la hora? —Sí. Son las cuatro. Mientras llegamos… Laievski se puso el abrigo y la gorra, se metió un cigarrillo en el bolsillo y se quedó meditabundo; tenía la impresión de que le quedaba algo por hacer. En la calle los padrinos hablaban en voz baja, los caballos piafaban; esos sonidos, a primera hora de una mañana húmeda, cuando todos dormían y en el cielo apenas alboreaba, llenaron su alma de una angustia semejante a un mal presentimiento. Siguió pensando un rato y al final se acercó al dormitorio. Nadezhda Fiódorovna yacía en la cama, estirada y envuelta en una manta hasta la cabeza; inmóvil como estaba, recordaba a una momia egipcia, sobre todo por el aspecto de la cabeza. Mirándola en silencio, Laievski le pidió mentalmente perdón y pensó que, si el cielo no estaba vacío y Dios en verdad existía, cuidaría de ella, y, si Dios no existía, daba igual que se muriese, porque no había motivo para seguir viviendo. De pronto Nadezhda Fiódorovna se incorporó de un salto y se sentó en la cama, alzó el pálido rostro, lo miró con espanto y le preguntó: —¿Eres tú? ¿Ha pasado la tormenta? —Sí. Se acordó de lo que había sucedido y se llevó ambas manos a la cabeza; un estremecimiento recorrió todo su cuerpo. —¡Qué angustia siento! —exclamó—. ¡Si supieras qué angustia siento! Esperaba — continuó, frunciendo el ceño— que me mataras o me echaras de casa en medio de la lluvia y la tormenta, pero tú sigues esperando… no haces nada… Laievski la abrazó con ímpetu y pasión, le cubrió de besos las rodillas y las manos, y luego, mientras ella balbucía alguna palabra y temblaba bajo el peso del recuerdo, le acarició los cabellos, la miró a la cara y comprendió que esa mujer desdichada y depravada era el único ser querido, próximo e insustituible que le quedaba. Cuando salió de la casa y subió al carruaje, sintió deseos de regresar vivo.
XVIII El diácono se levantó, se vistió, cogió su grueso y nudoso bastón y salió de casa sin hacer ruido. Estaba tan oscuro que en un primer momento, cuando echó a andar por la calle, no distinguía ni siquiera su bastón blanco; en el cielo no había ni una estrella y daba la impresión de que iba a volver a llover. Olía a arena mojada y a mar. «Espero que no me ataquen los chechenos», pensaba, escuchando los golpes de su bastón contra el empedrado, que resonaban solitarios en medio del silencio de la noche. Al salir de la ciudad, empezó a distinguir el camino y el bastón. En algunos puntos del cielo negro surgieron manchas imprecisas y al poco despuntó una estrella que guiñó indecisa su único ojo. El diácono avanzaba por la alta y pedregosa orilla y no veía el mar, que reposaba más abajo; sus olas invisibles rompían contra la costa con indolencia y desgana y parecían suspirar: «¡uf!». ¡Qué lentitud! Una ola rompía, él tenía tiempo de contar ocho pasos, y a continuación rompía otra, y al cabo de seis pasos, una tercera. No se veía nada y, en medio de esa tiniebla y del rumor soñoliento y perezoso del mar, parecía sentirse el tiempo infinitamente lejano e inimaginable en que Dios flotaba sobre el caos. El diácono se aterrorizó. Pensó que Dios podía castigarlo por juntarse con ateos e ir a presenciar un duelo. Cierto que sería un duelo ridículo, sin consecuencias, sin efusión de sangre, pero, en cualquier caso, no dejaba de ser un espectáculo pagano al que un religioso no debería asistir. Se detuvo y se quedó pensando si no sería mejor volverse. Pero una curiosidad apasionada e inquieta prevaleció sobre las dudas, y el diácono decidió seguir su camino. «Aunque no crean, son buenas personas y se salvarán», se decía, tratando de tranquilizarse. —¡Seguro que se salvarán! —dijo en voz alta, encendiendo un cigarrillo. ¿Qué vara de medir había que emplear para ponderar los méritos de los hombres y juzgarlos con justicia? El diácono se acordó de su enemigo, el inspector del seminario, que creía en Dios, no se batía en duelos y vivía castamente, pero que un día le había dado de comer pan con arena y en una ocasión estuvo a punto de arrancarle una oreja. Si la vida humana estaba tan mal organizada que ese inspector cruel y corrupto, que robaba la harina de la comunidad, gozaba del respeto de todo el seminario, que rezaba por su salud y salvación, ¿era justo apartarse de hombres como von Koren y Laievski sólo porque no eran creyentes? El diácono trató resolver esa cuestión, pero de pronto le vino a la memoria qué aspecto tan grotesco tenía Samóilenko la jornada anterior y ese recuerdo interrumpió el curso de sus pensamientos. ¡Cuánto iba a reírse ese día! El diácono se imaginaba que se ocultaría detrás de un arbusto y lo observaría todo, y cuando más tarde, durante la comida, von Koren empezara a fanfarronear, él le referiría entre risas todos los detalles del duelo. «¿Cómo lo sabe usted?», preguntaría el zoólogo. «Ya lo ve: no me he movido de casa y me he enterado de todo». Sería una buena idea describir el duelo bajo un aspecto ridículo. Su suegro leería la burla y se reiría; ese hombre podía quedarse sin comer con tal de que alguien le contara o le escribiese algo divertido. Ante él surgió el valle del río Amarillo. Las lluvias habían aumentado el caudal y la furia de sus aguas, que ya no refunfuñaban, como antes, sino que rugían. Estaba amaneciendo. La mañana gris y deslucida, las nubes que se desplazaban hacia occidente para alcanzar los nubarrones de tormenta, las montañas circundadas de niebla y los árboles mojados, todo le parecía feo y hosco. Se lavó en un arroyo y dijo sus oraciones matinales; se habría tomado con gusto una taza de té y unos panecillos calientes con nata agria de esos que servían todas las mañanas en casa de su suegro. Se acordó de su mujer y de los sones de Ese tiempo irrecuperable, que ella tocaba al piano. ¿Qué clase de persona era? Se la habían presentado, lo habían obligado a prometerse y al cabo de una semana ya se había celebrado el matrimonio. No llevaban ni un mes casados cuando lo enviaron a ese lugar, de manera que todavía no había podido dilucidar qué clase de persona era. En cualquier caso, la echaba un poco de menos. «Tengo que escribirle una carta…», pensó. La bandera de la taberna, empapada de agua de lluvia, pendía toda arrugada. Hasta el propio edificio, con el tejado mojado, parecía más oscuro y bajo que antes. Junto a la puerta había un carro. Kerbalai, en compañía de dos abjasios y de una joven tártara con pantalones bombachos, probablemente su mujer o su hija, sacaban de la taberna sacos llenos que iban poniendo en el carro, sobre un lecho de paja de maíz. Cerca del carro, con la cabeza baja, había un par de asnos. Una vez cargados los sacos, los abjasios y la tártara se pusieron a cubrirlos de paja, mientras Kerbalai se aprestaba a enganchar los asnos. «Seguro que está pasando algo de contrabando», se dijo el diácono. Allí estaba el árbol abatido con las agujas secas y la mancha negra dejada por la hoguera. Recordó la excursión con todo detalle: el fuego, la canción de los abjasios, el dulce sueño de convertirse en obispo, aquella procesión imaginaria… Con las lluvias caídas, el río Negro se había vuelto más turbio y más ancho. El diácono atravesó con cautela el inestable puentecillo, hasta cuyas tablas llegaban las crestas de las sucias olas, y subió por la escalerilla del secadero. «¡Un tipo listo! —pensó, tendiéndose sobre la paja y acordándose de von Koren—. Un tipo inteligente, que Dios le dé salud. Pero tiene rasgos de una crueldad…». ¿Por qué Laievski y von Koren se odiaban tanto? ¿Por qué iban a batirse en duelo? Si hubieran padecido desde niños las mismas estrecheces que él, si hubieran crecido entre gente ignorante, dura de corazón, ávida de ganancias, que le echaba a uno en cara cada mendrugo de pan, grosera y con malos modos, que escupía en el suelo y eructaba a la mesa y durante las oraciones; si desde pequeños no hubiesen disfrutado de un ambiente selecto y un círculo escogido de personas, cómo se habrían comprendido, cómo se habrían perdonado de buena gana sus defectos y habrían valorado sus virtudes. ¡Con lo poco que abundan en el mundo las personas decentes, aunque sólo sea en el aspecto externo! Cierto que Laievski era un hombre inconsciente, depravado y extraño, pero no robaba, no escupía ruidosamente en el suelo, no le hacía reproches a su mujer: «Te atiborras de comida, pero no das un palo al agua», ni se ponía a azotar a un niño con las riendas, ni daba de comer a sus criados carne podrida. ¿Acaso todo eso no bastaba para tratarlo con indulgencia? Además, era el primero que sufría con sus defectos, como el enfermo con sus heridas. En lugar de buscar el uno en el otro, por aburrimiento o cierta incomprensión, rasgos de degeneración, decadencia, atavismo y demás defectos no menos oscuros, ¿no sería mejor que bajaran a la tierra y dirigieran su odio y su ira contra aquellas calles donde los gemidos resuenan a todas horas, rebosantes de grosera ignorancia, codicia, improperios, suciedad, blasfemias y gritos de mujer…? El ruido de un carruaje interrumpió las meditaciones del diácono. Echó un vistazo desde la puerta y vio un coche ocupado por tres personas: Laievski, Sheshkovski y el jefe de la estafeta de Correos y Telégrafos. —¡Alto! —ordenó Sheshkovski. Los tres hombres se apearon del carruaje y se miraron. —No han llegado todavía —dijo Sheshkovski, sacudiéndose el barro—. Bueno, en tanto aparecen, vamos a buscar un buen sitio. Aquí no puede uno ni moverse. Echaron a andar río arriba y no tardaron en perderse de vista. El cochero tártaro se subió al pescante, inclinó la cabeza sobre el hombro y se quedó dormido. Al cabo de diez minutos de espera, el diácono salió del secadero y, quitándose el sombrero negro para que no lo vieran, agachándose y mirando a su alrededor, empezó a avanzar entre la maleza y los maizales. De los árboles y los arbustos le caían gruesas gotas de agua; la hierba y las matas de maíz estaban húmedas. —¡Habrase visto! —farfulló, recogiéndose los faldones mojados y llenos de barro—. Si lo sé, no vengo. Al poco rato oyó voces y distinguió tres figuras. Laievski, encorvado, las manos metidas en las mangas, recorría de un extremo al otro, con pasos apresurados, el pequeño calvero. Sus padrinos, al borde mismo del agua, estaban liando sendos cigarrillos. «Qué extraño… —pensó el diácono, que no reconocía el modo de andar de Laievski —. Parece un viejo». —¡Qué falta de respeto la de esos señores! —exclamó el funcionario de correos, consultando su reloj—. Puede que entre los hombres de ciencia esté bien visto retrasarse, pero en mi opinión es una cochinada. Sheshkovski, individuo gordo, de barba negra, prestó oídos y dijo: —¡Ya llegan!
XIX —¡Es la primera vez en mi vida que lo veo! ¡Qué maravilla! —dijo von Koren, apareciendo en el calvero y tendiendo ambas manos hacia el este—. ¡Fíjense, rayos verdes! —en la porción oriental del cielo, detrás de las montañas, despuntaban dos rayos verdes, espectáculo en verdad hermoso. Estaba saliendo el sol—. ¡Buenos días! — prosiguió el zoólogo, saludando con una inclinación de cabeza a los padrinos de Laievski —. ¿Llego tarde? Tras él iban sus padrinos, dos oficiales muy jóvenes de la misma estatura, Boiko y Govorovski, con guerreras blancas, y el enjuto y arisco doctor Ustimóvich, que llevaba un atadijo en una mano, mientras con la otra sostenía el bastón terciado sobre la espalda, como era su costumbre. Tras dejar el atadijo en el suelo, sin saludar a nadie, se llevó también la otra mano a la espalda y se puso a andar por el calvero. Laievski, que daba muestras de ese cansancio y malestar de quien acaso en breve va a morir, concitaba la atención general. Quería que lo mataran cuanto antes o que lo llevaran a casa. Era la primera vez en su vida que contemplaba la salida del sol; esas primeras horas de la mañana, los rayos verdes, la humedad y esos hombres de botas empapadas le parecían cosas superfluas, innecesarias, agobiantes, algo que no guardaba relación alguna con la noche que había pasado, con sus pensamientos y el sentimiento de culpa; por eso se habría marchado de buena gana, sin aguardar la celebración del duelo. Von Koren estaba visiblemente alterado y trataba de disimularlo fingiendo que lo que más le interesaba eran los rayos verdes. Los padrinos, confusos, intercambiaban miradas, como preguntándose qué hacían allí y qué debían hacer. —Creo, señores, que no hay razón para que nos alejemos más —dijo Sheshkovski—. Aquí estamos bien. —Sí, desde luego —convino von Koren. Se produjo un silencio. Ustimóvich, sin dejar de andar, se volvió bruscamente hacia Laievski y le dijo a media voz, echándole el aliento en la cara: —Es probable que no hayan tenido tiempo de comunicarle mis condiciones. Cada parte me pagará quince rublos y, en caso de muerte de uno de los contendientes, el que quede con vida me abonará los treinta. Laievski conocía de antes a ese individuo, pero sólo ahora, por primera vez, observó en detalle sus ojos turbios, su hirsuto bigote, su cuello delgado de tuberculoso: ¡más que un médico, parecía un usurero! Su aliento exhalaba un desagradable olor a carne de vaca. «¡Qué gente más rara hay en este mundo!», pensó Laievski y respondió: —De acuerdo. El médico asintió y siguió paseando; era evidente que no necesitaba para nada ese dinero, que lo pedía simplemente para dejar patente su odio. A todos les parecía que había llegado el momento de empezar o terminar lo ya iniciado pero, en lugar de comenzar o acabar, seguían paseando, deteniéndose de vez en cuando, fumando. Los jóvenes oficiales, que asistían a un duelo por primera vez en su vida, y a quienes apenas importaba ese desafío, en su opinión inútil por tratarse de civiles, miraban con atención sus guerreras y se alisaban las mangas. Sheshkovski se acercó a ellos y les dijo en voz baja: —Señores, debemos hacer todo lo posible para evitar la celebración de este duelo. Hay que reconciliarlos —se ruborizó y prosiguió—: Ayer vino a verme Kirilin para informarme de que Laievski lo había sorprendido con Nadezhda Fiódorovna, y todo eso. —Sí, también lo sabemos nosotros —dijo Boiko. —Bueno, ya lo ven… A Laievski le tiemblan las manos y todo eso… En estos momentos no está en condiciones de levantar la pistola. Batirse con él sería tan inhumano como batirse con un borracho o un enfermo de tifus. Si no conseguimos reconciliarlos, señores, al menos habría que aplazar el duelo… Un asunto tan endiablado que dan ganas de salir corriendo. —Hable con von Koren. —No conozco las reglas de los duelos, que el diablo se las lleve, y no quiero conocerlas; tal vez piense que Laievski se ha acobardado y me ha pedido que hable con él. En cualquier caso, que piense lo que quiera. Voy a hablarle —Sheshkovski, indeciso y arrastrando un poco la pierna, como si se le hubiera dormido, dio unos pasos en dirección a von Koren, mientras se aclaraba la garganta; toda su figura denotaba pereza—. Tengo que decirle una cosa, señor mío —empezó, observando atentamente las flores de la camisa del zoólogo—. Es algo confidencial… No conozco las reglas de los duelos, que el diablo se las lleve, y no tengo el menor deseo de conocerlas. No le hablo como padrino ni nada parecido, sino como un hombre a secas. —Bien. ¿Qué quiere? —Cuando los padrinos proponen la reconciliación, lo habitual es que no se les escuche, que se contemple su actuación como una mera formalidad. Ya sabe, orgullo y todo eso. Pero le pido humildemente que preste atención a la situación de Iván Andreich. Hoy no se encuentra bien, por decirlo de algún modo, está destrozado, en un estado lamentable. Ha sufrido una desgracia. No puedo soportar los chismes —Sheshkovski se ruborizó y miró a su alrededor—, pero, en vista de que va a celebrarse un duelo, considero necesario informarle. Ayer por la noche sorprendió a su madame con… un señor en casa de Miurídov. —¡Qué asco! —farfulló el zoólogo; palideció, frunció el ceño y escupió ruidosamente —. ¡Uf! Con el labio inferior tembloroso, se apartó de Sheshkovski, sin querer oír nada más; como si hubiera probado por equivocación alguna cosa amarga, volvió a escupir ruidosamente y por primera vez en toda la mañana miró con odio a Laievski. Su agitación y malestar desaparecieron, sacudió la cabeza y dijo en voz alta: —Señores, ¿a qué estamos esperando? ¿Por qué no empezamos de una vez? Sheshkovski intercambió una mirada con los oficiales y se encogió de hombros. —¡Señores! —dijo en voz alta, sin dirigirse a nadie en concreto—. ¡Señores! ¡Les proponemos que se reconcilien! —Acabemos cuanto antes con las formalidades —dijo von Koren—. Ya hemos hablado de la reconciliación. ¿Queda alguna otra formalidad? Démonos prisa, caballeros, que el tiempo apremia. —Seguimos insistiendo en la reconciliación —dijo Sheshkovski en tono de disculpa, como quien se ve obligado a inmiscuirse en asuntos ajenos; se ruborizó, se llevó la mano al corazón y continuó—: Señores, no vemos una relación causal entre la ofensa y el duelo. Entre las ofensas que a veces, por culpa de nuestra debilidad humana, podemos infligirnos unos a otros y el duelo no hay ninguna correspondencia. Ustedes son hombres instruidos, con estudios superiores, y estoy seguro de que consideran los duelos una antigualla, una formalidad vana y todo eso. Lo mismo pensamos nosotros, de otro modo no habríamos venido, pues no podemos permitir que en nuestra presencia dos hombres la emprendan a tiros y todo eso —Sheshkovski se enjugó el sudor de la frente y prosiguió—: Acaben de una vez con este malentendido, señores, estréchense la mano y volvamos a casa a brindar por la paz. ¡Palabra de honor, señores! Von Koren guardó silencio. Laievski, sin darse cuenta de que lo estaban mirando, dijo: —No tengo nada en contra de Nikolái Vasílevich. Si considera que la culpa es mía, estoy dispuesto a ofrecerle una disculpa. Von Koren se ofendió. —Por lo visto —dijo—, les gustaría a ustedes que el señor Laievski volviera a casa con fama de caballero y hombre magnánimo, pero no puedo darles esa satisfacción. Para brindar por la paz, tomar un bocado y explicarme que los duelos son una formalidad anticuada no había necesidad de madrugar y alejarse diez verstas de la ciudad. Un duelo es un duelo, y no hay razón para convertirlo en algo más falso y estúpido de lo que ya es. ¡Yo quiero batirme! Se produjo un silencio. El oficial Boiko sacó dos pistolas de una caja, entregó una a von Koren y otra a Laievski; a continuación se produjo un contratiempo que divirtió por un instante al zoólogo y a los padrinos. Resultó que ninguno de los presentes había asistido a un duelo en toda su vida y nadie sabía con exactitud cómo debían colocarse, qué debían decir y hacer los padrinos. Pero luego Boiko se acordó y, sonriendo, ofreció las explicaciones oportunas. —Señores, ¿quién recuerda la descripción de Lérmontov? —preguntó von Koren, echándose a reír—. Me parece que Bazárov, el personaje de Turguénev, también se batía con alguien… —¿Qué necesidad hay de recordar nada? —exclamó Ustimóvich con impaciencia, deteniéndose—. Midan la distancia y basta. Y dio dos o tres zancadas, como mostrando la manera de medir. Boiko contó los pasos, mientras su compañero, desenvainando el sable, trazó dos líneas en los puntos extremos para delimitar el campo. Los contendientes, rodeados del silencio general, ocuparon sus puestos. «Comos los topos», recordó el diácono, agazapado entre los arbustos. Sheshkovski hizo algún comentario, Boiko volvió a explicar alguna cosa, pero Laievski no escuchaba; o, mejor dicho, escuchaba, pero no entendía. Cuando llegó su turno, amartilló el arma y levantó la pesada y fría pistola con el cañón hacia arriba. Se había olvidado de desabotonarse el abrigo, que le apretaba mucho en los hombros y en las sisas; levantó la mano con tanta dificultad como si la manga fuera de hojalata. Le vino a la memoria el odio que había sentido la víspera por esa frente morena y esos cabellos rizados y pensó que, ni siquiera en aquel momento de odio arrebatador y rabia, habría sido capaz de disparar a un hombre. Temiendo que la bala, por azar, pudiera alcanzar a von Koren, levantó la pistola cada vez más; se daba cuenta de que esa magnanimidad demasiado manifiesta era poco delicada y generosa, pero no podía ni sabía actuar de otra manera. Mirando la cara pálida y burlona de von Koren, que evidentemente estaba convencido desde el principio de que su adversario dispararía al aire, Laievski pensó que, gracias a Dios, pronto terminaría todo; sólo le quedaba apretar con fuerza el gatillo… Sintió un fuerte golpe en el hombro, sonó un disparo y el eco de las montañas respondió: ¡pac-tac! Von Koren amartilló también su pistola y se quedó mirando a Ustimóvich, que seguía andando, las manos a la espalda, sin prestar atención a nada. —Doctor —dijo el zoólogo—, haga el favor de dejar de moverse como un péndulo. Me está usted distrayendo. El médico se detuvo. Von Koren apuntó. «¡Es el fin!», pensó Laievski. El cañón de la pistola apuntando directamente al rostro, el odio y el desprecio que se reflejaban en la actitud y la figura de von Koren, el asesinato que iba a cometer un hombre decente, a plena luz del día, en presencia de personas decentes, el silencio y esa fuerza desconocida que obligaba a Laievski a seguir en su puesto, en lugar de salir huyendo: ¡qué misterioso, incomprensible y espantoso resultaba todo! El tiempo que pasó von Koren apuntando le pareció a Laievski más largo que una noche entera. Dirigió una mirada suplicante a los padrinos, pálidos e inmóviles. «Dispara de una vez», se dijo Laievski, sintiendo que su rostro demudado, tembloroso y lamentable debía suscitar un odio aún más profundo en el ánimo de von Koren. «Voy a matarlo —se dijo von Koren, apuntando a la frente y rozando ya el gatillo con el dedo—. Sí, estoy seguro, voy a matarlo…». —¡Lo va a matar! —se oyó de pronto, a poca distancia, un grito desesperado. En ese momento resonó el disparo. Al ver que Laievski, en lugar de desplomarse, seguía en pie, todos dirigieron la mirada al lugar del que había salido el grito y vieron al diácono. Pálido, con los cabellos húmedos pegados a la frente y a las mejillas, todo empapado y sucio, estaba en la orilla opuesta, en medio de un maizal, sonriendo de un modo extraño, y agitaba el sombrero mojado. Sheshkovski rio de alegría, pero luego se echó a llorar y se apartó…
XX Poco después von Koren y el diácono se reunieron junto al puentecillo. El diácono estaba alterado, respiraba con dificultad y evitaba mirar a su amigo a los ojos. Se avergonzaba de su propio miedo, así como de su ropa sucia y mojada. —Me pareció que quería usted matarlo… —farfulló—. ¡Qué contrario es eso a la naturaleza humana! ¡No puede haber algo más antinatural! —¿Qué hacía usted aquí? —preguntó el zoólogo. —¡No me lo pregunte! —exclamó el diácono, haciendo un gesto de desagrado con la mano—. El diablo me tentó: «Vete, vete». Así que acabé viniendo, y casi me muero de miedo en los maizales. Pero ahora, gracias a Dios, gracias a Dios… Estoy muy satisfecho de usted —murmuró—. Y nuestra tarántula también se alegrará mucho… ¡Cómo nos vamos a reír! No obstante, le ruego encarecidamente que no le diga a nadie que he estado aquí, porque como se enteren mis superiores me va a caer una buena. Dirán que he sido padrino en un duelo. —¡Señores! —dijo von Koren—. El diácono les ruega que no le digan a nadie que lo han visto aquí. Podría tener algún disgusto. —¡Qué contrario es todo esto a la naturaleza humana! —repitió el diácono con un suspiro—. Haga el favor de perdonarme, pero por la cara que tenía usted pensé que iba a matarlo sin falta. —Sentí una tentación muy grande de acabar con ese miserable —dijo von Koren—, pero gritó usted justo cuando me disponía a apretar el gatillo y erré el tiro. De todos modos, reconozco que toda esta ceremonia es repugnante para quien no está habituado y que me ha agotado, diácono. Me siento terriblemente débil. Subamos al coche… —No, permítame que regrese a pie. Tengo que secar mis ropas, porque estoy empapado y aterido. —Bueno, como quiera —dijo con voz cansada el zoólogo, que estaba al límite de sus fuerzas, y a continuación se sentó en el coche y cerró los ojos—. Como quiera… Mientras se movían alrededor de los coches y se acomodaban, Kerbalai, a un lado del camino, con las dos manos sobre el vientre, hacía profundas reverencias y mostraba los dientes; creía que esos señores habían acudido al lugar para admirar la naturaleza y beber té y no comprendía por qué habían subido a los carruajes. La comitiva partió en medio de un silencio general, y cerca de la taberna sólo quedó el diácono. —Entrar taberna, beber té —le dijo a Kerbalai—. Mí querer comida —Kerbalai hablaba correctamente en ruso, pero el diácono pensaba que el tártaro lo entendería mejor si empleaba un ruso macarrónico—. Tortilla freír, queso darme… —Ven, pope, ven —dijo Kerbalai, inclinándose—. Te daré de todo… Tengo queso y vino… Come lo que quieras. —¿Cómo se dice Dios en tártaro? —preguntó el diácono, entrando en la taberna. —Tu Dios y el mío son iguales —dijo Kerbalai, sin comprenderle—. Dios es el mismo para todos, sólo los hombres son diferentes. Hay rusos, hay turcos, hay ingleses, hay hombres de todo tipo, pero Dios sólo hay uno. —Muy bien. Pero, si todos los pueblos se prosternan ante el mismo Dios, ¿por qué vosotros, los musulmanes, consideráis a los cristianos enemigos irreconciliables? —¿Por qué te enfadas? —dijo Kerbalai, llevándose las dos manos al vientre—. Tú eres pope, yo musulmán; tú dices que quieres comer, yo te doy lo que me pides… Sólo los ricos distinguen entre tu Dios y el mío; para los pobres es lo mismo. Come, por favor. Mientras en la taberna se desarrollaba esa conversación teológica, Laievski volvía a casa pensando en lo angustioso que le había resultado viajar al amanecer, cuando el camino, las rocas y las montañas estaban mojadas y oscuras y el ignoto futuro se le antojaba no menos terrible que un abismo cuyo fondo no se ve; ahora, en cambio, las gotas de lluvia prendidas a la hierba y las piedras brillaban al sol como diamantes, la naturaleza sonreía gozosa y ese futuro tan terrible había quedado atrás. Contemplaba el rostro sombrío de Sheshkovski, aún con rastros de lágrimas, y los dos carruajes que les precedían, en los que viajaban von Koren, sus padrinos y el médico, y tenía la impresión de que todos regresaban del cementerio, donde acababan de enterrar a un hombre pesado e insoportable que les impedía vivir. «Todo ha terminado», pensaba, refiriéndose a su pasado, y se pasaba cuidadosamente la mano por el cuello, en cuyo lado derecho, junto a la camisa, le había salido una pequeña hinchazón del tamaño del dedo meñique, que le dolía como si alguien le hubiera puesto una plancha caliente. Era el roce de la bala. Luego, cuando llegó a casa, tuvo que enfrentarse a una jornada larga y extraña, dulce y nebulosa como un sueño. Igual que un hombre que acaba de salir de la cárcel o del hospital, observaba esos objetos que conocía al detalle y se maravillaba de que las mesas, las ventanas, las sillas, la luz y el mar despertaran en su ánimo una alegría vital e infantil como hacía mucho tiempo que no sentía. Nadezhda Fiódorovna, pálida y repentinamente enflaquecida, sin entender la dulzura de su voz ni sus extraños andares, se apresuró a referirle todo lo que le había sucedido… Tenía la impresión de que Laievski no oía bien y no la comprendía, y creía que, cuando se enterara de todo, la maldeciría y la mataría; pero él la escuchaba, le acariciaba el rostro y los cabellos, la miraba a los ojos y decía: —No tengo a nadie más que a ti… Luego pasaron un buen rato en el jardincillo, apretados el uno contra el otro, guardando silencio o soñando en voz alta con la venturosa vida que les aguardaba; las frases que pronunciaban eran breves y entrecortadas, pero Laievski tenía la sensación de que nunca había hablado tanto ni tan bien.
XXI Transcurrieron más de tres meses. Llegó el día señalado por von Koren para la partida. Desde primera hora de la mañana caía una lluvia copiosa y fría, soplaba viento del nordeste y en el mar se había levantado fuerte oleaje. Decían que con ese tiempo el vapor no iba a poder entrar en la rada. Según el horario, debía llegar a las diez de la mañana, pero von Koren, que se había acercado al malecón a mediodía y después de almorzar, no había visto con sus anteojos nada más que olas grises y la lluvia que velaba el horizonte. A última hora de la tarde dejó de llover y el viento empezó a amainar. Von Koren, que ya se había hecho a la idea de no partir ese día, se puso a jugar al ajedrez con Samóilenko; pero, cuando oscureció, el ayudante le anunció que habían aparecido luces en el mar y se había visto una bengala. Sin perder un instante, von Koren se colgó al hombro el saco de viaje, besó a Samóilenko y al diácono, recorrió toda la habitación sin necesidad alguna, se despidió del ayudante y de la cocinera y salió a la calle con la sensación de haber olvidado algo en casa del médico o en su propio domicilio. Echó a andar en compañía de Samóilenko; detrás iba el diácono con una caja y cerraba la comitiva el ayudante con dos maletas. Sólo Samóilenko y el ayudante distinguían unas lucecillas mortecinas en el mar; los demás escrutaban las tinieblas y no veían nada. El vapor había fondeado lejos de la orilla. —Deprisa, deprisa —decía con impaciencia—. ¡Tengo miedo de que se vaya! Al pasar junto a la casita de tres ventanas a la que se había trasladado Laievski poco después del duelo, von Koren no pudo resistirse y echó un vistazo al interior. Laievski, de espaldas a la ventana, escribía inclinado sobre la mesa. —Estoy sorprendido —dijo en voz baja el zoólogo—. ¡Cómo ha cambiado! —Sí, hay motivos para sorprenderse —suspiró Samóilenko—. Se pasa trabajando de la mañana a la noche. Quiere pagar sus deudas. ¡Y vive peor que un pordiosero, amigo! — pasaron medio minuto en silencio. El zoólogo, el médico y el diácono seguían junto a la ventana, mirando a Laievski—. Al final el pobrecillo no pudo irse de aquí —añadió Samóilenko—. ¿Te acuerdas de todos sus esfuerzos por marcharse? —Sí, ha cambiado mucho —repitió von Koren—. Su matrimonio, ese trabajo agotador para ganar un pedazo de pan, la nueva expresión de su rostro y hasta su modo de andar: es algo tan extraordinario que no sé cómo definirlo —el zoólogo cogió a Samóilenko por la manga y prosiguió, con la voz alterada por la emoción—: Diles a su mujer y a él que, en el momento de partir, me he sentido maravillado de su conducta y les he deseado todo lo mejor… Y ruégales que, si pueden, no me guarden rencor. Él me conoce y sabe que, si en aquel entonces hubiera podido prever este cambio, habría sido su mejor amigo. —Entra un momento y despídete. —No, me da vergüenza. —¿Por qué? Dios sabe si volverás a verlo alguna vez. El zoólogo se quedó pensativo y dijo: —Es verdad. Samóilenko dio unos golpecitos en la ventana con el dedo. Laievski se sobresaltó y se dio la vuelta. —Vania, Nikolái Vasílevich quiere despedirse de ti —dijo Samóilenko—. Se marcha ahora mismo. Laievski se levantó y se dirigió al zaguán para abrir la puerta. Samóilenko, von Koren y el diácono entraron en la casa. —Será sólo un instante —empezó el zoólogo y se quitó los chanclos, arrepintiéndose ya de haber cedido a ese impulso y haber entrado sin que nadie lo hubiera invitado. «Le estoy imponiendo mi presencia —pensó—, y eso no está bien»—. Perdone que le moleste —dijo, siguiendo a Laievski al interior de la habitación—, pero me marcho ya, y me entraron ganas de pasar a verlo. Dios sabe si volveremos a vernos. —Me alegro mucho… Hagan el favor —dijo Laievski y, con escasa desenvoltura, lo alargó sillas a sus invitados, como si deseara cerrarles el paso, y se detuvo en medio de la habitación, frotándose las manos. «Tendría que haber dejado a estos testigos en la calle», pensó von Koren y a continuación dijo con voz firme: —No me guarde rencor, Iván Andreich. Ya sé que es imposible olvidar el pasado, pues es demasiado triste, y no he venido aquí a disculparme ni a afirmar que no soy culpable. Obré con sinceridad y no he modificado mis convicciones desde entonces… Cierto que ahora constato con gran alegría que me equivoqué con respeto a usted, pero uno puede tropezar hasta en una carretera lisa, y tal es el destino de los hombres: si no te equivocas en lo general, te equivocas en los detalles. Nadie conoce la auténtica verdad. —Sí, nadie conoce la verdad… —dijo Laievski. —Bueno, adiós… Que Dios le colme de venturas. Von Koren tendió la mano a Laievski, que se la estrechó, al tiempo que hacía una inclinación de cabeza. —No me guarde rencor —dijo von Koren—. Transmítale mis saludos a su mujer y dígale que lamento mucho no haber podido despedirme de ella. —Está en casa. Laievski se acercó a la puerta de la habitación contigua y dijo: —Nadia, Nikolái Vasílevich quiere despedirse de ti. Nadezhda Fiódorovna entró en la estancia, se detuvo en la puerta y miró con timidez a los invitados. Tenía una expresión culpable y atemorizada y juntaba las manos como una colegiala a la que acaban de reprender. —Me marcho, Nadezhda Fiódorovna —dijo von Koren—, y he venido a despedirme. Ella le tendió la mano con indecisión y Laievski hizo una reverencia. «¡Qué dignos de lástima son los dos! —pensó von Koren—. Esta vida debe de resultarles muy dura». —Me voy a Moscú y a San Petersburgo. ¿Quieren que les mande algo desde allí? — preguntó. —¿Por ejemplo? —dijo Nadezhda Fiódorovna, intercambiado una mirada inquieta con su marido—. No, creo que no necesitamos nada… —No, nada… —dijo Laievski, frotándose las manos—. Dé saludos por allí. Von Koren no sabía qué más podía o debía añadir, aunque, cuando entró, pensaba que pronunciaría muchas palabras amables, afectuosas e importantes. Estrechó la mano a Laievski y a su mujer en silencio y salió de allí con una sensación penosa. —¡Qué gente! —dijo a media voz el diácono, que iba detrás—. ¡Dios mío, qué gente! ¡En verdad puede decirse que la diestra del Señor ha plantado esta viña! ¡Señor, Señor! El uno ha vencido a miles y el otro, a cientos de miles. Nikolái Vasílevich —añadió con solemnidad—, sepa que hoy ha vencido usted al mayor enemigo de la humanidad: el orgullo. —¡Basta, diácono! ¿Qué clase de vencedores somos Laievski y yo? Los vencedores tienen mirada de águila; en cuanto a nosotros, no tiene más que vernos: él, apocado, abatido, digno de lástima, se inclina como un fantoche, y yo… yo soy un hombre triste. Oyeron pasos a su espalda. Era Laievski, que se unía a ellos para acompañarlos. En el muelle estaba el ayudante con las dos maletas y, algo más lejos, cuatro remeros. —Vaya viento… ¡Brrr! —exclamó Samóilenko—. En el mar debe de haber una buena tormenta. ¡Ay, ay, no te vayas con este tiempo, Kolia! —No temo marearme. —No es eso… Pero figúrate que estos estúpidos vuelcan la barca. Tendrías que ir en la canoa del agente marítimo. ¿Dónde está la canoa del agente marítimo? —gritó a los remeros. —Se ha ido, excelencia. —¿Y la de la aduana? —También. —¿Por qué no nos han informado? —se enfadó Samóilenko—. ¡Cretinos! —Da igual, no te preocupes… —dijo von Koren—. Bueno, adiós. Que Dios os guarde a todos. Samóilenko abrazó a von Koren e hizo tres veces sobre su pecho la señal de la cruz. —No nos olvides, Kolia… Escribe… Te esperamos para la próxima primavera. —Adiós, diácono —dijo von Koren, estrechándole la mano—. Gracias por su compañía y las gratas conversaciones. Piense en lo de la expedición. —¡Con usted estoy dispuesto a ir al fin del mundo! —exclamó el diácono, echándose a reír—. ¿Acaso me he negado? Von Koren reconoció a Laievski en medio de la oscuridad y le tendió la mano en silencio. Los remeros ya habían bajado y sujetaban la barca, que chocaba contra los pilotes, aunque el muelle la protegía del fuerte oleaje. Von Koren descendió por la escalerilla, saltó a la barca y se puso al timón. —¡Escribe! —le gritó Samóilenko—. ¡Y cuídate! «Nadie conoce la auténtica verdad», pensaba Laievski, levantando el cuello del abrigo y metiendo las manos en las mangas. La barca atravesó con decisión las aguas del muelle y salió a mar abierto. En un principio desapareció entre las olas, pero de pronto emergió de un profundo abismo y se encaramó en la cresta de una ola tan alta que pudieron distinguirse los hombres y hasta los remos. La barca recorría unas seis brazas y a continuación retrocedía cuatro. —¡Escribe! —gritó Samóilenko—. ¡No tendrías que haberte ido con este tiempo! «Sí, nadie conoce la auténtica verdad —pensaba Laievski, mirando con pesadumbre el mar oscuro y agitado—. El mar empuja la barca hacia atrás —se decía—; avanza dos pasos y retrocede uno, pero los remeros son obstinados, bogan incansables y no se asustan de las elevadas olas. La barca sigue avanzando, ya no se la ve; dentro de media hora los remeros avistarán claramente las luces de la embarcación, y al cabo de una hora estarán junto a la escala. Así sucede también en la vida… En su búsqueda de la verdad los hombres avanzan dos pasos y retroceden uno. Los sufrimientos, los errores y el tedio de la vida los empujan hacia atrás, pero la sed de verdad y una voluntad inquebrantable los impulsan hacia delante, cada vez más lejos. ¿Quién sabe? Tal vez lleguen a alcanzar la auténtica verdad…». —¡A-di-ós! —gritó Samóilenko. —Ya no se le ve ni se le oye —dijo el diácono—. ¡Buen viaje! Empezó a caer una fina llovizna.
Por qué queremos a Chéjov, Elvira Lindo [El País, 21 de agosto de 2010]
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