-He vivido dos años con ella y he dejado de quererla…-prosiguió Laievski-; o mejor dicho, he comprendido que no la he amado nunca…Esos dos años han sido un engaño- […] Sé muy bien que no puedes ayudarme –dijo-, pero te cuento estas cosas porque la única salvación de los hombres fracasados e inútiles consiste en hablar. Debo dar un sentido general a cada uno de mis actos, encontrar una explicación y una justificación de mi vida absurda en alguna teoría, en los modelos literarios, en el hecho de que los nobles hemos degenerado o en otras cosas por estilo…La pasada noche, por ejemplo, me consolé pensando todo el tiempo: “¡Ah, cuánta razón tiene Tolstói! ¡Es despiadado, pero tiene toda la razón!”. Y esas consideraciones me aliviaban. En verdad, amigo, es un escritor soberbio, dígase lo que se diga. […]«El duelo» (1891), de Antón Chéjov, no es un cuento, sino una novela corta ambientada en un mundo muy parecido al actual. Sus personajes afrontan los mismos problemas que nosotros: hastío, inseguridad, miedo al compromiso, desorientación vital. El individualismo ha desplazado al sentimiento de comunidad y las convicciones religiosas perviven por inercia, sin proporcionar consuelo ni esperanza. El duelo entre Laievski, un funcionario pusilánime y egoísta, y Von Koren, un zoólogo admirador del darwinismo social de Herbert Spencer, finaliza sin muertos ni heridos. No hay nada admirable ni heroico en el intercambio de disparos. De hecho, la escena resulta odiosa y repugnante. Aunque el desenlace parece menos pesimista que otras narraciones de Chéjov, prevalecen las sensaciones de angustia, nihilismo y desesperanza.
El duelo [1891], Cinco novelas cortas, Antón Chéjov. Traductor Víctor Gallego Ballestero
Fragmento de El duelo o el arte de matar por Rafael Narbona
Fragmentos de El duelo, de Antón Chéjov
El duelo, Antón Chéjov
La voz de Chéjov, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 20 de febrero de 2014]
Cuando ella, con cara de preocupación, se puso a tocar la gelatina con la cuchara y luego empezó a comérsela con desidia, sorbiendo la leche, el ruido que hacía al tragar despertó en él un odio tan profundo que hasta le entraron picores. Era consciente de que sería ofensivo albergar un sentimiento semejante hasta por un perro, pero no se enfadó consigo mismo, sino con Nadezhda Fiódorovna, que había suscitado en él esa reacción, y comprendió por qué a veces los hombres matan a sus amantes.Él no llegaría a esos extremos, desde luego, pero, si en ese momento hubiera formado parte de un jurado, habría absuelto al asesino. […]El amor y el odio no dependen de nuestra voluntad.
Sí, todos los escritores se imaginan lo que escriben;
él, en cambio, lo saca de la realidad…
Referencias a Tolstói y Ana Karénina [1877]
Los juramentos, las referencias a Spencer, los ideales
Y más allá del campo, montañas y desiertos. Gente
extraña, naturaleza extraña, ignorancia: todo eso, amigo mío, no es tan fácil
como pasear por la avenida Nevski, bien abrigado, llevando del brazo a Nadezhda
Fiódorovna y soñando con regiones cálidas. En este lugar hay que luchar a
muerte, …
Hay que dejarse de prejuicios y estar a la altura de
las ideas modernas.
Yo soy partidario del matrimonio civil, desde
luego…Pero, en mi opinión, cuando uno se une a otra persona, hay que quedarse a
su lado hasta la muerte.
-¿Aunque no haya amor? […]
No el amor, sino la paciencia. El amor no puede durar
mucho. […]
Tu vejestorio era capaz de fingir, de ejercitar la
paciencia y, en consecuencia, de considerar a una persona a la que no amaba
como un objeto indispensable para sus ejercicios, pero yo todavía no he caído
tan bajo. […]
No puedo vivir con ella: es superior a mis fuerzas.
[…] Y al mismo tiempo no puedo dejarla. Está sola, es incapaz de trabajar,
ninguno de los dos tiene dinero…¿Dónde iba a meterse? ¿Quién la acogería? […]
¿Ella te quiere?
-Sí, me quiere, en la medida en que a sus años y con
su temperamento necesita a un hombre. Le sería tan duro separarse de mí como de
sus polvos o de los rizadores. […]
La cabeza vacía, el corazón helado y esa debilidad…¡Tengo
que huir!
-Hay un cuadro de Vereshchaguin que representa a
varios condenados a muerte que languidecen en el fondo de un pozo profundísimo.
Pues tu maravilloso Cáucaso a mí se me antoja un pozo de ese tipo. […]
Los rasgos de ese joven que le resultaban
comprensibles no le gustaban nada. […]
Todo eso le resultaba incomprensible a Samóilenko,
pero le gustaba; de hecho, consideraba a Laievski superior a él y lo respetaba.
[…]
¡Cumple con tu deber ante esa mujer maravillosa! Su
marido ha muerto, de modo que la misma providencia te está señalando lo que
tienes que hacer. […]
Se sentía culpable ante Nadezhda Fiódorovna y ante su
marido, de cuya muerte se acusaba. Se sentía culpable ante su propia vida, que
había malgastado, ante el mundo de los ideales
elevados, de la ciencia y del trabajo, y ese mundo maravilloso le parecía
posible y real, pero no allí, […]
Sólo en el norte los hombres podían ser honrados,
inteligentes, elevados y puros. […]
Antes de abandonar este lugar tengo que pagar las
deudas. Debo cerca de dos mil rublos. […] Lo principal es Nadezhda Fiódorovna…Ante
todo hay que aclarar nuestras relaciones. […]
¿De qué diablos pueden valerme esos discursos sobre lo
noble y lo innoble cuando se trata de salvar mi vida lo antes posible, […]
En suma, debo meterme en la cabeza que seguir llevando
esta existencia es una bajeza y una crueldad, ante lo cual todo lo demás se
vuelve insignificante y baladí. […]
Desde que Laievski decidió que había dejado de
quererla, se esforzaba por ceder en todo, le hablaba en tono cortés y
respetuoso, sonreía, la trataba con cariño. […]
Le daba pena de Laievski y quería ayudarlo […]
Tan nocivo y peligroso para la sociedad como el
microbio del cólera. […]
Contribuir a que se ahogue sería un acto digno de
elogio.
La causa de la extrema depravación y envilecimiento no
hay que buscarla dentro de uno mismo, sino fuera, en el espacio.
Además, mire usted qué bien, el pervertido, el
embustero y el miserable no era sólo él, sino también nosotros…[…] su
depravación, su ignorancia y su incuria constituían un fenómeno histórico natural,
consagrado por la necesidad; […]
En interés de la humanidad y en su propio interés las
personas como él deben ser eliminadas. Sin falta. […]
Todos los males de la política y de la ciencia se
debían a los alemanes.
Ni él mismo habría sabido decir a qué se debía esa
opinión, pero se atenía a ella con firmeza. […]
-La joven generación…la estrella de la ciencia y el
candil de la Iglesia. […]
Habría sido aún más agradable y placentero si la
hubiese insultado o amenazado, pues se sentía totalmente culpable ante él.
Creía que era culpable, ante todo, de no compartir sus ilusiones de una vida de
trabajo […]
En nuestra sociedad hay muchísimos prejuicios y la
vida no es tan fácil como parece. […]
Y algo en lo más profundo de su alma le susurró de
forma vaga y confusa que era una mujer ruin, vulgar, despreciable,
insignificante…
[…]
Cuando uno se pasa el día entero admirando la
naturaleza lo único que hace es dejar constancia de su falta de imaginación. En
comparación con las imágenes que puede crear mi imaginación, todos estos
arroyuelos y peñascos son una nadería. […]
Se le había pasado por la imaginación la ridícula idea
de que, si su moral no hubiese sido lo bastante firme para impedírselo, habría
podido saldar la deuda en ese mismo instante. […] Pero de pronto le entraron
ganas de enamorarlo, desplumarlo, abandonarlo y ver después lo que pasaba. […]
No hay que fomentar el vicio. Sólo lo condenamos a
espaldas de la gente, y eso equivale a hacer la higa con la mano en el
bolsillo. Soy zoólogo, o sociólogo, que viene a ser lo mismo; tú eres médico.
La sociedad cree en nosotros. Estamos obligados a mostrarle la amenaza que
supone para las generaciones presentes y futuras la existencia de señoras como
Nadezhda Ivánovna. […]
En mi opinión el camino más seguro y directo es la
violencia. Habría que mandarla manu militari con su marido y, si
el marido no la acogiese, enviarla a trabajos forzados o ingresarla en algún
reformatorio. […]
Figúrate que el gobierno o la sociedad te confiaran la
misión de eliminarlo…
¿Serías capaz de hacerlo?
-No me temblaría la mano.
Eran las ocho de la mañana, el momento en que los
oficiales, los funcionarios y los forasteros, comúnmente, se bañaban en el mar
tras una noche calurosa, sofocante, y después iban al pabellón a tomar café o
té. Iván Andréich Layévskii, un joven de unos 28 años, un rubio enjuto, con una
visera del ministerio de finanzas y en pantuflas, al llegar a bañarse, encontró
en la orilla a muchos conocidos, y entre éstos a su amigo, el médico militar
Samóilenko.
Con una gran cabeza rapada, sin cuello, colorado,
narizón, con unas cejas negras peludas y unas patillas canosas, gordo, barrigón
y aún, por añadidura, con una voz ronca de bajo militar, este Samóilenko
producía en todo forastero nuevo, una impresión desagradable de borbón y de
hombre con vozarrón, pero pasaban dos-tres días después de conocerlo, y su
rostro empezaba a parecer en extremo bondadoso, querido e incluso bonito. A
pesar de su torpeza y tono grosero, era un hombre pacífico, infinitamente
bondadoso, generoso y cumplidor. A todos en la ciudad los trataba de tú, a
todos les prestaba dinero, a todos los curaba, casaba, reconciliaba, organizaba
pic-nics en los que asaba shashlík1 y cocinaba una sopa
de sargo muy sabrosa; siempre se afanaba y rogaba por alguien, y siempre se
alegraba de algo. Según la opinión general, era impecable, y se le conocían
sólo dos debilidades: en primer lugar, se avergonzaba de su bondad, e intentaba
ocultarla bajo una mirada severa y una grosería afectada; y en
segundo, le
gustaba que los enfermeros y los soldados lo llamaran su excelencia,
aunque sólo era consejero civil.
-Respóndeme, Alexánder Davídich, una pregunta -empezó Layévskii cuando ambos, él y Samóilenko, entraron en el agua hasta los mismos hombros. –Supongamos que tú quieres a una mujer y te juntaste con ella; viviste con ella, supongamos, más de dos años, y después, como sucede, la dejaste de querer y empezaste a sentir que era una extraña para ti. ¿Cómo tú procederías en tal caso?
-Muy sencillo. Ve, mátushka, a los cuatro vientos, toda la conversación.
-¡Se dice fácil! ¿Pero si ella no tiene dónde meterse? Es una mujer solitaria, sin familia, no tiene ni un grosh2, no sabe trabajar...
-¿Qué pues? Simultáneo, quinientos rublos por la boca, o veinticinco mensuales, y ninguna… Muy sencillo.
-Admitamos que tú tienes esos quinientos, y los veinticinco mensuales, pero la mujer de la que yo hablo es intelectual, orgullosa. ¿Es posible que tú te decidieras a proponerle dinero? ¿Y de qué forma?
Samóilenko quería responder algo, pero en ese momento una ola grande los cubrió a ambos, después rompió en la orilla, y rodó hacia atrás por las piedras menudas ruidosamente. Los amigos salieron a la orilla y se pusieron a vestirse.
-Por supuesto, es difícil vivir con una mujer si no la quieres -dijo Samóilenko, sacudiendo la arena de sus botas. -Pero hay que razonar, Vánia, con humanidad. Si me pasara a mí, pues no le haría ver que dejé de quererla, y viviría con ella hasta la misma muerte.
De pronto, se avergonzó de sus palabras, cayó en la cuenta y dijo:
-Aunque para mí, como si no hubiera mujeres en absoluto. ¡Que se vayan al diablo!
Los amigos se vistieron y fueron al pabellón. Allí Samóilenko era hombre de los suyos, y para él había incluso una vajilla especial. Cada mañana le servían en una bandeja una taza de café, un alto vaso tallado de agua con hielo y una copita de cognac: primero se bebía el cognac, después el café, después el agua con hielo, y eso, debía ser, era muy sabroso, porque después de beber los ojos se le ponían aceitosos, se alisaba las patillas con ambas manos y decía mirando al mar:
-¡Una vista asombrosa, soberbia!
Después de una larga noche, perdida en ideas no alegres, inútiles, que no lo dejaron dormir y, al parecer, acentuaron la sequedad y oscuridad de la noche, Layévskii se sentía quebrado y lánguido. Con el baño y el café no se sintió mejor.
-Vamos a continuar, Alexánder Davídich, nuestra conversación, -dijo. –Yo no te voy a ocultar, y te hablaré con franqueza, como a un amigo: mis asuntos con Nadiézhda Fiódorovna andan mal... ¡muy mal! Disculpa que te confíe mis secretos, pero necesito hablarlo.
Samóilenko, al presentir de qué se trataba, bajó los ojos y golpeó la mesa con los dedos.
-Yo viví con ella dos años y dejé de quererla... -continuó Layévskii, -o sea, más bien, entendí que no hubo ningún amor… Esos dos años fueron un engaño.
Layévskii tenía la costumbre, durante la conversación, de revisar atentamente las palmas de sus manos rosadas, comerse las uñas o arrugar los puños de su camisa con los dedos. Y ahora hacía lo mismo.
-Yo sé, perfectamente, que tú no puedes ayudarme –dijo, -pero te lo digo porque, para tu hermano-fracasado y hombre superfluo, toda la salvación está en la conversación. Yo debo generalizar cada acto mío, yo debo encontrarle una explicación, y una justificación a mi vida absurda en alguna teoría de algo, en los tipos literarios, en que, por ejemplo, nosotros, los nobles, degeneramos y demás… La noche pasada, por ejemplo, yo me consolé pensando todo el tiempo: ¡ah, qué razón tiene Tolstoi, qué razón implacable tiene! Y sentí más alivio por eso. ¡En efecto, hermano, un gran escritor! Digan lo que digan.
Samóilenko, que nunca había leído a Tolstoi y cada día se disponía a leerlo, se confundió y dijo:
-Sí, todos los escritores escriben de la imaginación, y él directo del natural…
-¡Dios mío, -suspiró Layévskii, -hasta qué grado nos ha mutilado la civilización! Yo quise a una mujer casada, y ella a mí también... Al principio tuvimos besos, noches tranquilas, juramentos, Spencer, ideales e intereses comunes... ¡Qué mentira! Huíamos, en esencia, de su marido, pero nos decíamos que huíamos del vacío de nuestra vida intelectual. Nuestro futuro se nos pintaba así: al principio, en el Cáucaso, mientras conocíamos el lugar y a la gente, yo me pondría el uniforme y serviría, y después, en la extensión, agarraríamos un pedazo de tierra, trabajaríamos con el sudor de la frente, nos haríamos de un viñedo, el campo y demás. Si en mi lugar hubieras estado tú, o ése, tu amigo el zoólogo Von Koren, pues ustedes, puede ser, hubieran vivido con Nadiézhda Fiódorovna treinta años, y les hubieran dejado a sus herederos un rico viñedo y mil desiatínas3 de maíz, pero yo me sentí en bancarrota desde el primer día. En la ciudad un calor insufrible, el aburrimiento, no hay gente, y sales al campo, y allí, debajo de cada mata y cada piedra, se esconden los falangios, los escorpiones y las serpientes, y más allá del campo las montañas y el desierto. Una gente extraña, una tierra extraña, una cultura lastimera; todo eso, hermano, no es tan fácil como pasear por la Niévskii con tu pelliza, de la manita de Nadiézhda Fiódorovna, soñando con los parajes cálidos. Ahí hace falta una lucha no a vida, sino a muerte, ¿y qué luchador soy yo? Un pobre neurasténico, un manoblanca... Desde el mismo primer día entendí que mis ideas de una vida de trabajo y del viñedo: se iban al diablo. En lo que respecta al amor, pues debo decirte que vivir con una mujer, que leía a Spencer y fue por ti al fin del mundo, no es tan interesante como vivir con cualquier Anfísa o Akulína. Huele a sí mismo a plancha, a polvo y a medicinas, los mismos papillotes cada mañana y el mismo autoengaño...
-Sin la plancha no se puede en un hogar, -dijo Samóilenko, sonrojado porque Layévskii le hablaba de una dama conocida con tanta franqueza. –Tú, Vánia, no estás de humor hoy, yo lo noto. Nadiézhda Fiódorovna es una mujer hermosa, instruida, tú eres un hombre con una mente grandiosa... Por supuesto, ustedes no están casados, -continuó Samóilenko mirando a las mesas vecinas, -pero eso no es por culpa vuestra, y además pues... hay que ser sin prejuicios, y estar al nivel de las ideas modernas. Yo mismo estoy por el matrimonio civil, sí... Pero para mí, si se juntaron, pues hay que vivir juntos hasta la misma muerte.
-¿Sin amor?
-Yo ahora te voy a explicar, -dijo Samóilenko. -Hace unos ocho años tuvimos aquí un agente-viejecito, un hombre con una mente grandiosa. Así pues, él decía: en la vida familiar, lo principal es la paciencia. ¿Oyes, Vánia? No el amor, sino la paciencia. El amor no puede durar mucho tiempo. Tú viviste unos dos años con amor, y ahora, evidentemente, tu vida familiar ha entrado en un período en que, para mantener el equilibrio, así decir, debes poner en juego toda tu paciencia…
-Tú crees en tu agente-viejecito, pero para mí su consejo: es una insensatez. Tu viejecito pudo ser un hipócrita, él pudo ejercitar su paciencia, y a la vez, mirar a la persona no querida como un objeto necesario para sus ejercicios, pero yo aún no he caído tan bajo; si yo quiero ejercitar mi paciencia, pues me compro un par de pesas de gimnasia, o una yegua testaruda, pero a la persona la dejo en paz.
Samóilenko pidió vino blanco con hielo. Cuando se bebieron un vaso, Layévskii de pronto preguntó:
-Dime, por favor, ¿qué significa ablandamiento del cerebro?
-Eso es, cómo pues explicarte... es una enfermedad, en que el cerebro se pone más blando… como que se diluye.
-¿Es curable?
-Sí, si la enfermedad no está descuidada. Duchas frías, emplastos... Bueno, algo para adentro...
-Así… Así ves pues, cuál es mi situación. Vivir con ella yo no puedo: es superior a mis fuerzas. Mientras estoy contigo, yo pues filosofeo, sonrío, pero en casa pierdo el ánimo por completo. Me siento espantado hasta tal grado, que si me dijeran, supongamos, que estoy obligado a vivir con ella un mes más, pues yo, me parece, me pegaría un tiro en la cabeza. Y al mismo tiempo, separarme de ella no puedo. Está sola, no sabe trabajar, ni ella ni yo tenemos dinero... ¿Dónde se va a meter? ¿Con quién va a ir? No se te ocurre nada... Bueno, dime pues: ¿qué hacer?
-M-sí... -mugió Samóilenko, sin saber qué responder. -¿Ella te quiere?
-Sí, me quiere tanto, cuanto a ella, con sus años y su temperamento, le hace falta un hombre. A ella le sería tan difícil separarse de mí, como de sus polvos y sus papillotes. Yo, para ella, soy una parte integral, necesaria de su boudoir4.
Samóilenko se confundió.
-Tú hoy, Vánia, no estás de humor, -dijo. -No dormiste, debe ser...
-Sí, dormí mal... En general, hermano, me siento infame. La cabeza vacía, se me para el corazón, cierta debilidad... ¡Hay que huir!
-¿Adónde?
-Allá, al norte. A los pinos, a los hongos, a la gente, a las ideas... Yo daría la mitad de mi vida, por bañarme ahora en un riachuelo, en algún lugar del gobierno de Moscú, o de Tula, y helarme, ¿sabes?, y después vagar unas tres horas, siquiera, con el estudiante más malito, y hablar, hablar... ¡Y cómo huele a heno pues! ¿Recuerdas? Y por las tardes, cuando paseas por el jardín, te llegan de la casa los acordes de un piano de cola, se oye cómo va el tren...
Layévskii se echó a reír de gusto, le brotaron lágrimas de los ojos y, para ocultarlas, sin levantarse del asiento, se extendió hacia la mesa vecina por los cerillos.
-Yo ya hace dieciocho años que no estoy en Rusia, -dijo Samóilenko. –Olvidé ya cómo es allá. Para mí, no hay región más soberbia que el Cáucaso.
-Vierescháguin tiene un cuadro: en el fondo de un pozo muy profundo, se amontonan unos condenados a muerte. Ese mismo pozo me parece tu soberbio Cáucaso. Si me propusieran una de dos: ser un deshollinador en Petersburgo, o ser un príncipe local, pues yo tomaría el puesto de deshollinador.
Layévskii se quedó pensativo. Mirando su cuerpo encorvado, sus ojos dirigidos a un punto, su rostro pálido y sudado, sus sienes hundidas, sus uñas comidas y su pantufla, que colgaba por el talón y descubría un calcetín mal zurcido, Samóilenko se llenó de lástima y, probablemente, porque Layévskii le recordaba un niño indefenso, le preguntó:
-¿Tu madre vive?
-Sí, pero ella y yo nos separamos. Ella no me pudo perdonar esta relación.
Samóilenko quería a su amigo. Veía en Layévskii un chico bueno, un estudiante, un bonachón con el que se podía beber, reírse y hablar de alma. Lo que entendía de él, no le gustaba en absoluto. Layévskii bebía mucho y a destiempo, jugaba a las cartas, despreciaba su servicio, vivía no de acuerdo a sus medios, empleaba a menudo en su conversación expresiones indecorosas, andaba por la calle en pantuflas y se peleaba con Nadiézhda Fiódorovna delante de extraños, y eso no le gustaba a Samóilenko. Y que Layévskii hubiera estado alguna vez en la facultad de filología, se suscribiera ahora a dos revistas gruesas, y hablara a menudo de modo tan inteligente que sólo unos pocos lo entendían, y viviera con una mujer intelectual, todo eso no lo entendía Samóilenko, pero le gustaba, y consideraba a Layévskii superior a él, y lo respetaba.
-Aún otro detalle, -dijo Layévskii sacudiendo la cabeza. –Pero esto entre nosotros. Yo se lo oculto por ahora a Nadiézhda Fiódorovna, no te vayas de lengua delante de ella… Hace tres días recibí una carta, sobre que su marido murió de ablandamiento del cerebro.
-El reino celestial… -suspiró Samóilenko. -¿Por qué pues se lo ocultas?
-Enseñarle esa carta significaría: vamos a la iglesia a casarnos. Pero primero hay que aclarar nuestras relaciones. Cuando ella se convenza de que no podemos seguir viviendo juntos, yo le enseño la carta. Entonces no será peligroso.
-¿Sabes qué, Vánia? -dijo Samóilenko, y su rostro adquirió de pronto una expresión triste y suplicante, como si se dispusiera a pedir algo muy dulce, y temiera que se lo negaran. -¡Cásate, hijito!
-¿Para qué?
-¡Cumple con tu deber con esa mujer hermosa! ¡Su marido se le murió, y de ese modo la misma providencia te señala qué hacer!
-Pero entiende, excéntrico, que eso es imposible. Casarse sin amor es tan ruin e indigno de un hombre, como oficiar misa sin creer.
-¡Pero tú estás obligado!
-¿Por qué pues obligado? -preguntó Layévskii con irritación.
-Porque tú se la llevaste a su marido, y la tomaste bajo tu responsabilidad.
-Pero te lo dicen en lengua rusa: ¡no la quiero!
-Bueno, no hay amor, entonces respétala, complácela...
-Respétala, complácela... -remedó Layevskii-. Como si fuera una abadesa... Tú eres un mal psicólogo y fisiólogo, si piensas que al vivir con una mujer, uno puede salirse, solamente, con el respeto y la estima. A la mujer le hace falta, ante todo, la cama.
-Vánia, Vánia... -se confundió Samóilenko.
-Tú eres un niño viejo, un teórico, y yo soy un joven viejo y un práctico, y nunca nos vamos a entender. Vamos a suspender mejor esta conversación.
¡Mustafá! –le
gritó Layévskii al mozo, -¿cuánto debemos?
-No, no... –se asustó el doctor, agarrando a Layévskii por el brazo. -Yo pago.
Yo pedí.
¡Apúntamelo a mí! –le gritó a Mustafá.
Los amigos se levantaron y fueron callados por el malecón. A la entrada del boulevard se detuvieron y, en despedida, se estrecharon la mano el uno al otro.
-¡Están muy malcriados ustedes, señores! -suspiró Samóilenko-. El destino te mandó una mujer joven, bonita, instruída, y tú te niegas, ¡y a mí que Dios me diera, siquiera, una viejecita jorobada, sólo que buena y cariñosa, qué contento estaría yo! Viviría con ella en mi viñedo y...
Samóilenko cayó en la cuenta y dijo:
-¡Y que la vieja bruja ponga el samovar ahí!
Tras despedirse de Layévskii, fue por el boulevard. Cuando él triste, majestuoso, con una expresión severa en el rostro, con su guerrera blanca como la nieve y sus botas cepilladas a la perfección, sacando adelante el pecho, en el que se destacaba la Vladímir con la cinta, iba por el boulevard, en ese momento se gustaba mucho a sí mismo, y le parecía que todo el mundo lo miraba con gusto. Sin voltear la cabeza, echaba miradas a los costados, y hallaba que el boulevard estaba bien dispuesto por completo, que los cipreses jóvenes, los eucaliptos y las no bonitas, raquíticas palmeras eran muy bonitas, y darían con el tiempo una amplia sombra, que los circasianos eran un pueblo honrado y hospitalario. “Es extraño que el Cáucaso no le guste a Layévskii, -pensaba, -muy extraño”. Se encontró con cinco soldados con sus fusiles que le rindieron honores. Por el lado derecho del boulevard, por la acera, pasó la mujer de un funcionario con su hijo alumno de gimnasio.
-¡María Konstantínovna, buenos días! -le gritó Samóilenko, sonriendo afablemente. -¿Fue a bañarse? Ja, ja, ja… ¡Mi respeto a Nikodím Alexándrich!
Y siguió adelante, continuó sonriendo afablemente pero, al ver a un enfermero militar que venía al encuentro, de pronto frunció el ceño, lo detuvo y le preguntó:
-¿Hay alguien en el lazareto?
-Nadie, su excelencia.
-¿Ah?
-Nadie, su excelencia.
-Bueno, anda...
Tambaleándose con majestuosidad, se dirigió a la caseta de la limonada, donde estaba sentada tras el mostrador una hebrea vieja de pecho relleno, que se hacía pasar por georgiana, y le dijo con una voz tan alta, como si comandara un regimiento:
-¡Sea tan amable, deme un agua de soda!
II
El desamor de Layévskii a Nadiézhda Fiódorovna se expresaba, principalmente, en que todo lo que ella decía o hacía, le parecía a él una mentira o parecido a una mentira, y todo lo que él leía en contra de las mujeres y el amor, le parecía que le venía no se podía mejor a él, a Nadiézhda Fiódorovna y a su marido. Cuando volvió a su casa ella, ya vestida y peinada, estaba sentada junto a la ventana y, con un rostro preocupado, tomaba café y hojeaba el librito de una revista gruesa, y él pensó que tomar café no era un suceso tan notable, como para que valiera poner una cara preocupada, y que en vano ella perdía el tiempo en un peinado de moda, ya que allí no había a quién ni para qué gustarle. Y en el librito de la revista vio una mentira. Pensó que ella se vestía y peinaba para parecer bonita, y que leía para parecer inteligente.
-¿No importa, si voy a bañarme hoy? -preguntó ella.
-¿Qué pues? Vayas o no vayas, por eso no va a haber un terremoto, supongo...
-No, yo pregunto, como para que el doctor no se enoje.
-Bueno, y pregúntale al doctor. Yo no soy el doctor.
Esta vez a Layévskii le gustó menos de Nadiézhda Fiódorovna su cuello blanco, descubierto, y los ricitos de los cabellos de su nuca, y recordó que a Anna Kariénina, cuando dejó de querer a su marido, no le gustaban sobre todo sus orejas, y pensó: «¡Qué cierto es!, ¡qué cierto!». Sintiendo debilidad y vaciedad en la cabeza, fue a su gabinete, se acostó en el diván y se cubrió el rostro con un pañuelo, para que no lo cansaran las moscas. Ideas lánguidas, penosas, siempre de lo mismo, se extendían por su cerebro, como un largo convoy en una tarde otoñal lluviosa, y cayó en un estado soñoliento, opresivo. Le parecía que era culpable ante Nadiézhda Fiódorovna y ante su marido, y que su marido había muerto por su culpa. Le parecía que era culpable ante su vida, que había estropeado, ante el mundo de las ideas elevadas, los conocimientos y el trabajo, y ese mundo maravilloso le parecía posible y existente no aquí, a la orilla del mar, por donde vagaban turcos hambrientos y abjasios holgazanes, sino allá en el norte, donde había ópera, teatros, periódicos y todo tipo de trabajo intelectual. Honesto, inteligente, elevado y puro se podía ser sólo allá, y no aquí. Se culpaba de que no tenía ideales ni ideas que lo guiaran en la vida, aunque entendía ahora vagamente qué significaba eso. Dos años antes, cuando se enamoró de Nadiézhda Fiódorovna, le parecía que sólo le bastaría juntarse con Nadiézhda Fiódorovna e irse con ella al Cáucaso, para salvarse de la trivialidad y la vaciedad de la vida; así ahora también estaba seguro, de que sólo le bastaría abandonar a Nadiézhda Fiódorovna e irse a Petersburgo, para obtener todo lo que necesitaba.
-¡Huir! -musitó, sentándose y comiéndose las uñas-.¡Huir!
Su imaginación le pintaba cómo se sentaría en el barco, y después desayunaría, tomaría cerveza fría, conversaría con las damas en cubierta, después en Sevastópol se sentaría en el tren e iría. ¡Saludos, libertad! Las estaciones pasarían fugaces una tras otra, el aire se haría más frío y crudo, he aquí los abedules y los abetos, he aquí Kursk, Moscú... En los buffets schi5, carnero con gachas, esturión, cerveza, en una palabra, no el asiatismo, sino Rusia, la Rusia auténtica. Los pasajeros del tren hablarían de comercio, de los nuevos cantantes, de las simpatías franco-rusas; por doquier se sentiría una vida vívida, culta, intelectual, animada… ¡Pronto, pronto! He aquí, finalmente, la Niévskii, la Gran Morskáya, y he aquí el callejón Koviénskii, donde vivió alguna vez con los estudiantes, he aquí el querido cielo gris, la llovizna helada, los cocheros mojados...
-¡Iván Andréich! -le llamó alguien desde la habitación contigua. -¿Está usted en casa?
-¡Estoy aquí! -respondió Layévskii-. ¿Qué quiere?
-¡Los papeles!
Layévskii se levantó con pereza, la cabeza le daba vueltas y, bostezando, arrastrando las pantuflas, fue a la habitación contigua. Allí, junto a la ventana abierta, en la calle, estaba parado uno de sus jóvenes colegas de servicio, y colocaba en la repisa los papeles oficiales.
-Ahora, hijito -dijo Layévskii suavemente y fue a buscar el tintero; al regresar a la ventana, sin leer, firmó los papeles y dijo: -¡Hace calor!
-Siií. ¿Usted vendrá hoy?
-Apenas... Estoy algo indispuesto. Dígale a Sheshkóvskii, hijito, que después de almuerzo pasaré a verlo.
El funcionario se marchó. Layévskii se acostó en su diván de nuevo y empezó a pensar:
"Así, hay que sopesar todas las circunstancias y entender. Antes de irme de aquí, debo pagar las deudas. Debo cerca de dos mil rublos. No tengo dinero... Eso, por supuesto, no importa; pagaré ahora una parte de algún modo, y otra parte la mandaré después desde Petersburgo. Lo principal es Nadiézhda Fiódorovna... Ante todo, hay que aclarar nuestras relaciones... Sí».
Un poco después entendía: ¿acaso no ir a ver mejor a Samóilenko, para aconsejarme?
«Ir se puede –pensaba, -¿pero qué provecho hay de eso? De nuevo voy a hablarle del boudoir, de las mujeres, de lo que es honesto o deshonesto. ¿Qué conversaciones, vaya al diablo, puede haber ahí sobre lo honesto o deshonesto, si hay que salvar mi vida pronto, si yo me asfixio en este maldito encierro, y me estoy matando?.. Hay que entender, finalmente, que continuar una vida como la mía es una vileza y una crueldad, ante la que todo lo restante es menudo e ínfimo. ¡Huir! -farfullaba sentándose. -¡Huir!»
La orilla del mar desierta, el bochorno insufrible y la monotonía de las montañas humeantes, liláceas, siempre iguales y calladas, siempre solitarias, lo llenaban de aburrimiento y, como parecía, lo adormecían y saqueaban. Acaso, él fuese muy inteligente, talentoso, notablemente honesto; acaso, si no lo rodearan por todas partes el mar y las montañas, de él saldría un excelente hombre de campo, un hombre de Estado, un orador, un publicista, un devoto. ¡Quién sabe! Si era así, ¿pues no era estúpido discutir, si era honesto o deshonesto que un hombre dotado y útil, por ejemplo, un músico o un pintor, para huir de un cautiverio, rompiera un muro y engañara a sus carceleros? En la situación de un hombre así, todo era honesto.
A las dos, Layévskii y Nadiézhda Fiódorovna se sentaron a almorzar. Cuando la cocinera les sirvió la sopa de arroz con tomate, Layévskii dijo:
-Todos los días es lo mismo. ¿Por qué no hacer un schi?
-No hay col.
-Es extraño. En casa de Samóilenko hacen sopa con col, en casa de María Konstantínovna schi, sólo yo, por algo, estoy obligado a comer esta bazofia dulzona. No se puede pues así, hijita.
Como suele suceder en la inmensa mayoría de los esposos, antes, para Layévskii y Nadiézhda Fiódorovna, no pasaba ni un almuerzo sin caprichos ni escenas, pero desde el momento en que Layévskii decidió que ya no la quería, intentaba cederle en todo a Nadiézhda Fiódorovna, le hablaba con suavidad y cortesía, sonreía, la llamaba hijita.
-Esta sopa tiene sabor a regaliz, -dijo sonriendo; hizo un esfuerzo consigo, para parecer afable, pero no se contuvo y dijo: -Nadie en la casa mira por el hogar… Si tú ya estás tan enferma u ocupada con la lectura, pues permíteme, yo me voy a dedicar a la cocina.
Antes ella le hubiera respondido: «dedícate», o «tú, yo veo, quieres hacer de mí una cocinera», pero ahora sólo le echó una mirada con timidez y se sonrojó.
-Bueno, ¿cómo te sientes hoy? -preguntó él con cariño.
-Hoy no mal. Así, sólo una pequeña debilidad.
-Hay que cuidarse, hijita. Yo temo terriblemente por ti.
Nadiézhda Fiódorovna estaba enferma de algo. Samóilenko decía que tenía calentura intermitente, y le daba quinina, pero el otro doctor, Ustimóvich, alto, enjuto, huraño, que por el día estaba en casa, y por las tardes, puestas las manos detrás y extendido el bastón a lo largo de la espalda, paseaba en silencio por el malecón y tosía, hallaba que tenía la enfermedad femenina, y le recetaba compresas calientes. Antes, cuando Layévskii la quería, la enfermedad de Nadiézhda Fiódorovna le producía lástima y miedo, pero ahora veía en la enfermedad una mentira. El rostro amarillento, soñoliento, la mirada lánguida y los bostezos que daba Nadiézhda Fiódorovna después de las recaídas de la calentura, y el hecho de que ella, durante las recaídas, estaba acostaba bajo la manta, y parecía más un chico que una mujer, y que en su habitación era sofocante y no olía bien, todo eso, en su opinión, destruía la ilusión, y era una protesta contra el amor y el matrimonio.
Como segundo plato le sirvieron espinacas con huevos duros, y a Nadiézhda Fiódorovna, como la enferma, jalea con leche. Cuando ella, con un rostro preocupado, tocó primero la jalea con la cuchara, y después la empezó a comer con pereza, tomando leche, y él oyó sus tragos, se apoderó de él tal odio penoso, que incluso le empezó a picar la cabeza. Él reconocía que tal sensación era insultante, incluso, en relación con un perro, pero le daba fastidio no por sí mismo, sino por Nadiézhda Fiódorovna, porque le producía esa sensación, y entendía por qué a veces los amantes matan a sus amantes. Él mismo no la mataría, por supuesto, pero si tuviera la ocasión ahora de ser jurado, hubiera absuelto al asesino.
-Merci, hijita –dijo después del almuerzo, y besó a Nadiézhda Fiódorovna en la frente.
Al llegar a su gabinete, anduvo unos cinco minutos de una esquina a la otra, echando miradas de soslayo a sus botas, después se sentó en el diván y musitó:
-¡Huir, huir! ¡Aclarar la relación y huir!
Se acostó en el diván y recordó de nuevo que el marido de Nadiézhda Fiódorovna, acaso, había muerto por su culpa.
"Culpar a un hombre porque quiso o dejó de querer, es estúpido –se convencía, acostado y alzando las piernas para ponerse las botas. –El amor y el odio no están en nuestro poder. En lo que respecta al marido, pues yo, puede ser, de forma indirecta, fui una de las causas de su muerte, pero, ¿acaso yo soy culpable de nuevo, de que quise a su mujer y su mujer a mí?"
Luego se levantó y, hallada su visera, se dirigió a casa de su colega de servicio, Sheshkóvskii, donde se reunían todos los días los funcionarios para jugar al wint y tomar cerveza fría.
«Con mi indecisión me parezco a Hamlet, -pensaba Layévskii por el camino. -¡Qué bien lo notó Shakespeare! ¡Ah, qué bien!»
III
Para no estar aburrido, y siendo indulgente con la necesidad extrema de los forasteros nuevos o los sin familia, que por la carencia de hotel en la ciudad no tenían donde almorzar, el doctor Samóilenko tenía en su casa algo parecido a un table d’hôte6. En el tiempo que se describe, almorzaban allí sólo dos: el joven zoólogo Von Koren, que venía en verano al Mar Negro para estudiar la embriología de las medusas, y el diácono Pobiédov, recién egresado del seminario y enviado al pueblito en comisión de servicio, para realizar los deberes del diácono-anciano, que había ido a tratarse. Ambos pagaban por el almuerzo y la cena 12 rublos al mes, y Samóilenko les había hecho darles su palabra de honor, que vendrían a almorzar puntualmente a las dos.
El primero en llegar, comúnmente, era Von Koren. Éste se sentaba callado en la sala y, tomado el álbum de la mesa, empezaba a examinar atentamente las fotografías desvaídas de ciertos hombres desconocidos, con pantalones anchos y cilindros, y de unas damas con crinolinas y cofias; Samóilenko sólo recordaba a unos pocos por el apellido, y de los que había olvidado decía con un suspiro: «¡Un hombre con una mente hermosa, grandiosa!» Terminado con el álbum, Von Koren tomaba del estante una pistola y, entornado el ojo izquierdo, apuntaba largo tiempo al retrato del príncipe Vorontzóv7, o se situaba ante el espejo y examinaba su rostro moreno, frente ancha y cabellos negros, rizados como los de un negro, y su camisa de percal desvaído con flores grandes, parecida a una alfombra persa, y su ancho cinturón de piel en lugar del chaleco. La auto-contemplación le brindaba un placer casi mayor que la revisión de las fotografías, o de la pistola de engaste costoso. Estaba muy satisfecho de su rostro, de su barbita bellamente recortada, de sus hombros anchos, que servían como prueba evidente de su buena salud y complexión robusta. Estaba satisfecho también de su traje de petimetre, empezando por la corbata, escogida según el color de la camisa, y terminando por los borceguíes amarillos.
Mientras examinaba el álbum y se paraba ante el espejo, en ese tiempo en la cocina y el zaguán junto a ésta, Samóilenko, sin levita y sin chaleco, con el pecho desnudo, inquieto y bañado en sudor, se ajetreaba entre las mesas preparando la ensalada, o alguna salsa o carne, o pepinos y cebolla para la okróshka8, y con los ojos botados miraba rabioso al ordenanza que lo ayudaba, y agitaba hacia él ya un cuchillo, ya un cucharón.
-¡Dame el vinagre! -le ordenaba. -¡Eso no es vinagre pues, sino aceite de Provant! -gritaba pateando. -¿Adónde vas pues, cerdo?
-Por el aceite, su excelencia -decía el ordenanza estupefacto, con un tenor cascado.
-¡Pronto! ¡Está en el armario! ¡Y dile a Dária, que le añada eneldo al bote de pepinos! ¡Eneldo! ¡Tapa la crema, boquiabierto, si no se meten las moscas!
Y por sus gritos parecía que tronaba toda la casa. Cuando quedaban 10 o 15 minutos para las dos, llegaba el diácono, un joven de unos 22 años, enjuto, de cabellos largos, imberbe y con un bigote apenas visible. Al entrar a la sala, se persignaba ante la imagen, sonreía y le tendía la mano a Von Koren.
-Saludos, -le decía el zoólogo con frialdad. -¿Dónde estuvo?
-En el muelle, pescando toritos.
-Bueno, por supuesto... Por lo visto, diácono, usted nunca se va a dedicar a la obra.
-¿Por qué pues? La obra no es un oso, no se irá al bosque, -decía el diácono sonriente, y metiendo sus manos en los bolsillos profundos de su sotana.
-¡No hay quien le pegue! -suspiraba el zoólogo.
Pasaban 15-20 minutos más, y no llamaban a almorzar, y se oía aún cómo el ordenanza, corriendo del zaguán a la cocina y de vuelta, pisaba con las botas, y cómo Samóilenko le gritaba:
-¡Ponlo en la mesa! ¿Dónde lo metes? ¡Lávalo primero!
El diácono y Von Koren, hambrientos, empezaron a taconear en el suelo, expresando con eso su impaciencia, como los espectadores en el gallinero teatral. Finalmente, la puerta se abrió y el torturado ordenanza anunció: “¡la comida está lista!” En el comedor los recibía un Samóilenko purpúreo, vaporoso por la sequedad de la cocina; los miraba rabioso y, con una expresión de horror en el rostro, levantaba la tapa de la sopera y les servía un plato a cada uno, y sólo cuando se convencía de que ellos comían con apetito, y de que les gustaba la comida, suspiraba levemente y se sentaba en su butaca honda. Su rostro se ponía lánguido, oleaginoso… Sin prisa, se llenó una copita de vodka y dijo:
-¡A la salud de la joven generación!
Después de conversar con Layévskii, Samóilenko, todo el tiempo, desde la mañana hasta el almuerzo, a pesar de su estado de ánimo excelente, sintió en el fondo de su alma cierto pesar, le daba lástima Layévskii y quería ayudarlo. Tras beberse antes de la sopa una copita de vodka, suspiró y dijo:
-Vi hoy a Vánia Layévskii. Le es difícil vivir, al hombre. La parte material de su vida no lo consuela, y lo principal, la psicología lo superó. Da lástima el tipo.
-¡He ahí quien no me da lástima! -dijo Von Koren-. Si ese hombre gracioso se estuviera ahogando, pues yo lo empujaría más con un palo: ahógate, hermano, ahógate...
-Mentira. Tú no lo harías.
-¿Por qué piensas? –se encogió de hombros el zoólogo. -Yo soy tan capaz de una buena obra, como tú.
-¿Acaso ahogar a un hombre es una buena obra? -preguntó el diácono y se echó a reír.
-¿A Layévskii? Sí.
-A la okróshka, parece, le falta algo... -dijo Samóilenko, deseando cambiar la conversación.
-Layévskii es, indudablemente, tan dañino y peligroso para la sociedad, como el microbio del cólera, -continuó Von Koren. –Ahogarlo es un mérito.
-No te hace honor, que te expreses así de tu prójimo. Dime, ¿por qué tú lo odias?
-No digas tonterías, doctor. Odiar o despreciar a un microbio es estúpido, y considerar tu prójimo a cualquiera que encuentres, sea lo que sea, sin diferenciar, eso, agradezco humildemente, eso significa no razonar, renunciar a una actitud justa hacia los hombres, lavarse las manos, en una palabra. Yo considero a tu Layévskii un canalla, no lo oculto, y lo veo como un canalla, con plena conciencia. Bueno, y tú lo consideras tu prójimo, y bésate con él; lo consideras tu prójimo, y eso significa que tú lo ves así mismo, como a mí y al diácono, o sea, de ningún modo. Tú eres igualmente indiferente a todos.
-¡Llamar canalla a un hombre! –musitó Samóilenko, frunciendo el ceño con aprensión. –Eso es hasta tal punto no bueno, que no te lo puedo expresar.
-A los hombres se les juzga por sus actos... -continuó Von Koren-. Juzgue pues ahora, diácono… Yo, diácono, voy a hablar con usted. La actividad del caballero Layévskii se despliega francamente ante usted, como un largo jeroglífico chino, y usted puede leerla de principio a fin. ¿Qué hizo él en estos dos años que vivió aquí? Vamos a contar con los dedos. En primer lugar, enseñó a los paisanos del pueblito a jugar al wint; hace dos años ese juego era desconocido aquí, pero ahora todos juegan al wint desde la mañana hasta la noche tarde, hasta las mujeres y los jóvenes; en segundo, enseñó a los habitantes a tomar cerveza, que también era desconocida aquí; los habitantes le deben a él mismo sus informes en cuanto a las distintas clases de vodka, de modo que ellos, con los ojos vendados, pueden distinguir ahora el vodka Koshelióv del Smirnóv Nº 21. En tercero, antes se vivía aquí con las mujeres ajenas en secreto, por los mismos motivos, por los que los ladrones roban en secreto, y no de modo evidente; el adulterio se consideraba algo así, que daba vergüenza exponerlo a la vista de todos, pero Layévskii, en ese sentido, es un pionero: él vive con una mujer ajena de modo abierto. En cuarto...
Von Koren se comió su okróshka con rapidez y le dio el plato al ordenanza.
-Yo entendí a Layévskii al mismo primer mes de conocerlo, -continuó, dirigiéndose al diácono. –Nosotros llegamos aquí al mismo tiempo. A los hombres como él, les gusta mucho la amistad, el acercamiento, la solidaridad y por el estilo, porque siempre necesitan compañía para el wint, la bebida y el bocado; y además, son habladores y necesitan oyentes. Nos hicimos amigos, o sea, él iba a mi casa todos los días, no me dejaba trabajar, y se franqueaba en cuanto a su concubina. En los primeros instantes, me sorprendió con su extrema falsedad, por la que, sencillamente, me daban náuseas. Yo, en calidad de amigo, lo regañaba; por qué bebía tanto, por qué vivía no de acuerdo a sus medios y tenía deudas, por qué no hacía y no leía nada, por qué era tan poco culto y sabía tan poco, y en respuesta a todas mis preguntas él sonreía con amargura, suspiraba y decía: «Yo soy un fracasado, un hombre superfluo», o: «¿Qué quiere usted de nosotros, padrecito, los retazos del régimen de servidumbre?», o: «Nosotros degeneramos…» O empezaba a introducir un largo galimatías sobre Oniéguin, Pechórin, el Caín byroniano y Bazárov, y decía de ellos: «Son nuestros padres en cuerpo y alma». Entienda así pues, que él no es culpable de que los paquetes oficiales se quedan semanas enteras sin desellar, ni de que él mismo bebe y emborracha a los demás, sino que los culpables de eso son Oniéguin, Pechórin y Turguéniev, que inventaron al fracasado y al hombre superfluo. La causa del libertinaje extremo y el escándalo, ve, no está en él mismo, sino en algún lugar afuera, en el espacio. Y además, -¡cosa astuta!, -el libertino, el mentiroso y el canalla no es él solo, sino nosotros… «nosotros somos hombres de los años ochenta», «nosotros somos el engendro lánguido, nervioso del régimen de servidumbre», «nos mutiló la civilización»…En una palabra, debemos entender que un hombre tan grande como Layévskii, es grande también en su caída; que su libertinaje, falta de instrucción y suciedad constituyen un fenómeno histórico-natural, iluminado por la necesidad, que las causas ahí son universales, espontáneas, y que a Layévskii hay que ponerle una vela, ya que es una víctima fatal del tiempo, las corrientes, la herencia y demás. Todos los funcionarios y las damas, al escucharlo, decían ah y oh, y yo, por largo tiempo, no pude entender con quién trababa: ¿con un cínico o con un ratero astuto? Los individuos como él, de aire intelectual, un poquito instruidos, y que hablan mucho de su nobleza personal, saben aparentar ser unas naturas sumamente complejas.
-¡Cállate! –se inflamó Samóilenko-. ¡Yo no voy a permitir, que en mi presencia hablen mal de un hombre nobilísimo!
-No me interrumpas, Alexánder Davídich –dijo Von Koren fríamente. –Yo ahora termino. Layévskii es un organismo bastante no complejo. Ésta es su armazón moral: por la mañana pantuflas, baño y café; después, antes de almuerzo, pantuflas, motion y conversaciones; a las dos pantuflas, almuerzo y vino; a las cinco baño, té y vino; luego wint y mentiras; a las diez cena y vino, y después de medianoche el sueño y la femme. Su existencia está encerrada en ese programa estrecho, como el huevo en su cáscara. Si él anda, se sienta, se enoja, escribe o se alegra, todo se reduce al vino, las cartas, las pantuflas y la mujer. La mujer juega en su vida un papel fatal, aplastante. Él mismo cuenta que a los trece años ya se había enamorado; siendo alumno de primer año vivía con una dama, que tuvo una «influencia benéfica» en él, y a la que debe su instrucción musical. En el segundo año, le compró una prostituta a una casa de lenocinio, y la elevó hasta sí mismo, o sea, la hizo su concubina, y ella vivió medio año con él, y huyó a casa de su ama, y esa huída le provocó no pocos sufrimientos espirituales. Ay, él sufría tanto, que tuvo que abandonar la universidad, y vivir en su casa dos años sin hacer nada. Pero fue para mejor. En casa se juntó con una viuda, que le aconsejó dejar la facultad de derecho e ingresar a la de filología. Así lo hizo. Terminado el curso, se enamoró apasionadamente de la de ahora... ¿cómo se …?, la casada., y tuvo que huir con ella aquí, al Cáucaso, como que por sus ideales... Si no hoy, mañana la va a dejar de querer, y va a huir a Petersburgo, y también por sus ideales...
-¿Y tú cómo lo sabes? -rezongó Samóilenko, mirando rabioso al zoólogo.-Come pues mejor.
Sirvieron sargos hervidos con salsa polaca. Samóilenko le puso un sargo entero a cada uno de sus huéspedes, y les roció la salsa con su propia mano. Unos dos minutos lo pasaron callados.
-La mujer juega un papel sustancial en la vida de todos los hombres, -dijo el diácono. –No puedes hacer nada.
-Sí, ¿pero en qué grado? Para todos nosotros la mujer es la madre, la hermana, la esposa, la amiga, pero para Layévskii es sólo la amante. Eso, o sea, el concubinato con ella, es la dicha y el fin de su vida; él está contento, triste, aburrido o desilusionado: por la mujer; la vida le repugna: la mujer es la culpable; se encendió la aurora de una nueva vida, aparecieron los ideales: busca ahí a la mujer... Lo satisfacen sólo esas obras o cuadros, donde hay una mujer. Nuestro siglo, en su opinión, es malo y peor que los años cuarenta y sesenta, sólo porque nosotros no sabemos entregarnos con abnegación al éxtasis amoroso y a la pasión. Estos voluptuosos, debe ser, tienen en el cerebro una corteza peculiar, como un sarcoma, que les aplasta el cerebro y les dirige toda la psiquis. Observen pues a Layévskii, cuando está sentado en algún lugar en sociedad. Ustedes lo notarán: cuando planteas, delante de él, alguna cuestión general, por ejemplo, de la célula o del instinto, él está sentado a un costado, calla y no escucha; tiene un aire lánguido, desilusionado, no le interesa nada, todo es trivial e ínfimo, pero tan pronto usted habla de machos y hembras, de que, por ejemplo, entre las arañas la hembra, después de la fecundación, se come al macho, los ojos se le encienden de curiosidad, la cara se le ilumina y el hombre revive, en una palabra. Todas sus ideas, por muy nobles, elevadas o indiferentes que sean, tienen siempre un mismo punto de partida. Vas con él por la calle y te encuentras, por ejemplo, un burro… «Dígame, por favor, - pregunta, -¿qué pasaría si se cruzara una burra con un camello?» ¿Y los sueños? ¿Le contó sus sueños? ¡Es soberbio! Ya sueña que lo casan con la luna, ya como que lo llaman de la policía y le ordenan allí que viva con una guitarra...
El diácono se carcajeó sonoramente; Samóilenko frunció el ceño y arrugó su rostro enojado, para no echarse a reír, pero no se contuvo y se carcajeó.
-¡Y miente todo! -dijo, al enjugarse las lágrimas. -¡Por Dios, miente!
IV
El diácono era muy risueño, y se reía de cualquier tontería hasta el dolor en el costado, hasta caerse. Parecía que le gustaba estar entre las personas, sólo porque éstas tenían partes risibles, y porque se les podía poner apodos risibles. A Samóilenko lo llamaba «tarántula», a su ordenanza «pato», y llegó al éxtasis cuando una vez Von Koren llamó a Layévskii y a Nadiézhda Fiódorovna “macacos”. Miraba los rostros ávidamente, escuchaba sin pestañear, y se veía cómo sus ojos se llenaban de risa, cómo su rostro se ponía tenso en la espera, de cuando podría darse rienda suelta y desternillarse de risa.
-Es un sujeto pervertido y deformado, -continuó el zoólogo, y el diácono, en espera de unas palabras risibles, clavó sus ojos en su rostro. –Es raro el lugar donde se pueda encontrar tal nulidad. De cuerpo es lánguido, enclenque y viejo, y por el intelecto, no se diferencia en nada de la mercader gorda, que sólo jama, toma, duerme sobre las plumas y tiene de amante al cochero.
El diácono se carcajeó de nuevo.
-No se ría, diácono -dijo Von Koren-, es estúpido, finalmente. Yo no le prestaría atención a su nulidad, -continuó, esperado a que el diácono dejara de reír a carcajadas-, y le pasaría por el lado, si él no fuera tan nocivo y peligroso. Su nocividad consiste, ante todo, en que tiene éxito con las mujeres, y de esa forma amenaza con tener descendencia, o sea, con regalarle al mundo una docena de Layévskiis, tan enclenques y deformes como él. En segundo lugar, es contagioso en grado sumo. Yo ya le hablé del wint y la cerveza. Unos dos años más, y va a conquistar todo el litoral caucasiano. Usted sabe, hasta qué punto la masa, en particular su capa media, cree en la intelectualidad, en la instrucción universitaria, en la nobleza de maneras y el lenguaje literario. Cualquier vileza que él haga, todos creen que eso está bien, que debe ser así, ya que él es un hombre intelectual, liberal y universitario. Además pues, es un fracasado, un hombre superfluo, un neurasténico, una víctima de los tiempos, y eso significa que a él todo se le permite. Es un chico gracioso, un alma de hombre, es tan indulgente con las debilidades humanas; es mediador, amoldable, clemente, no es orgulloso; con él se puede beber, blasfemar, chismear... La masa siempre se inclina al antropomorfismo en la religión y la moral, le gustan ante todo esos dioses, que tienen las mismas debilidades que ella. ¡Juzgue pues, qué amplio campo tiene él para la contaminación! Además pues, no es un mal actor, y es un hipócrita astuto, y sabe perfectamente dónde invernan los cangrejos9. Tome pues, por ejemplo, sus mañas y trucos, siquiera su actitud hacia la civilización. Él ni ha olido la civilización, y entre tanto: «¡Ah, cómo nos ha mutilado la civilización! ¡Ah, cómo envidio a esos salvajes, a esos hijos de la naturaleza, que no conocen la civilización!» Hay que entender, ven, que él alguna vez, en los tiempos de Maricastaña, fue fiel con toda su alma a la civilización, le sirvió, la concibió del todo, pero ésta lo fatigó, lo desilusionó, lo engañó; él, ven, es un Fausto, un segundo Tolstoi... A Schopenhauer y a Spencer los trata como a unos chiquillos, y les da palmadas paternales en los hombros: ¿bueno, qué, hermano Spencer? Él a Spencer, por supuesto, no lo ha leído, pero qué gracioso es cuando, con una ironía ligera, descuidada, dice de su señora: «¡Ella ha leído a Spencer!» Y lo escuchan, y nadie quiere entender que ese charlatán, no sólo no tiene derecho a expresarse de Spencer en ese tono, ¡sino ni siquiera a besarle las suelas de los zapatos a Spencer! Escarbar bajo la civilización, las autoridades, los altares ajenos, salpicarlos de fango, guiñar el ojo en broma, sólo para justificar y ocultar su propia condición enclenque y miseria espiritual, eso lo puede hacer sólo un animal con mucho amor propio, bajo y vil.
-Yo no sé, Kólia, qué quieres de él, -dijo Samóilenko, mirando al zoólogo ya no con rabia, sino de modo culpable-. Es un hombre como todos. Por supuesto, no sin debilidades, pero está al nivel de las ideas modernas, sirve, trae provecho a la patria. Hace diez años, sirvió aquí un agente-viejecito, un hombre con una inteligencia grandiosa… Así pues él decía...
-¡Basta, basta! -lo interrumpió el zoólogo. –Tú dices: él sirve. ¿Pero cómo sirve? ¿Acaso porque él vino aquí, el orden se hizo mejor, y los funcionarios más correctos, honestos y corteses? Al contrario, con su autoridad de hombre intelectual, universitario, sólo ha sancionado su libertinaje. Él es correcto sólo en los días veinte, cuando cobra el salario, pero en los días restantes sólo arrastra las pantuflas en su casa, y trata de adoptar una expresión, como si le hiciera una gran concesión al gobierno ruso porque vive en el Cáucaso. No, Alexánder Davídich, no intercedas por él. No eres sincero de principio a fin. Si tú, en efecto, lo quisieras y lo consideraras tu prójimo, pues ante todo no serías indiferente a sus debilidades, no serías indulgente con él, y tratarías de inmunizarlo para su propio provecho.
-¿O sea?
-Inmunizarlo. Ya que es incorregible, pues se le puede inmunizar sólo mediante un método…
Von Koren se pasó el dedo por el cuello.
-O ahogarlo, o qué… -añadió. –Por los intereses de la humanidad, y por tus propios intereses personales, los hombres como Layévskii deben ser eliminados. Seguro.
-¡¿Qué dices tú?! -musitó Samóilenko levantándose, y mirando asombrado el rostro sereno, frío del zoólogo. –Diácono, ¿qué dice? ¿Pero, tú estás en tu juicio?
-Yo no insisto en la pena de muerte, -dijo Von Koren-. Si está demostrado que es perjudicial, pues inventen alguna otra cosa. No se puede eliminar a Layévskii, bueno, aíslenlo así, despersonalícenlo, mándenlo a los trabajos sociales...
-¿Qué dices? -se horrorizó Samóilenko-. ¡Con pimienta, con pimienta! -gritó con voz desolada, al advertir que el diácono comía las calabacitas con picadillo sin pimienta. -¡¿Tú, un hombre con una mente grandiosa, qué dices?! ¡¡A nuestro amigo, un hombre orgulloso, intelectual, mandarlo a los trabajos sociales!!
-Y si es orgulloso y empieza a resistirse, ¡con grilletes!
Samóilenko no pudo ya pronunciar una sola palabra, y sólo movía los dedos; el diácono miró su rostro pasmado, en efecto risible, y se carcajeó.
-Dejemos de hablar de esto, -dijo el zoólogo. –Recuerda sólo una cosa, Alexánder Davídich, que la humanidad primitiva se protegió de tales como Layévskii, con la lucha por la existencia y la selección; ahora pues, nuestra cultura ha debilitado de modo considerable la lucha y la selección, y nosotros mismos debemos preocuparnos por la eliminación de los enclenques y los inservibles; de otra forma, cuando los Layévskiis se multipliquen, la civilización perecerá, y la humanidad va a degenerar por completo. Nosotros seremos los culpables.
-¡Si hay que ahogar y ahorcar a la gente, -dijo Samóilenko, -pues al diablo tu civilización, al diablo la humanidad! ¡Al diablo! Mira lo que te voy a decir: tú eres un hombre con una mente científica, grandiosa, y orgullo de la patria, pero a ti los alemanes te echaron a perder. ¡Sí, los alemanes! ¡Los alemanes!
Samóilenko, desde que se había ido de Derpt, donde estudió medicina, pocas veces había visto alemanes, y no había leído ni un solo libro alemán, pero en su opinión, todo el mal en la política y la ciencia provenía de los alemanes. De dónde había sacado esa opinión, él mismo no lo podía decir, pero la mantenía con firmeza.
-¡Sí, sí, los alemanes! –repitió otra vez. -Vamos a tomar té.
Se levantaron los tres, se pusieron los sombreros y fueron a la empalizada, y se sentaron allí a la sombra de los arces, los perales y los castaños pálidos. El zoólogo y el diácono se sentaron en un banco junto a una mesita, y Samóilenko se tumbó en un butacón de rejilla, de ancho respaldo inclinado. El ordenanza sirvió té, confitura y una botella de sirope.
Hacía mucho calor, unos treinta grados a la sombra. El aire tórrido estaba pasmado, inmóvil, y una larga telaraña, que colgaba del castaño hasta la tierra, pendía débilmente y no se movía.
El diácono tomó una guitarra, que siempre yacía en la tierra, junto a la mesa, la afinó y cantó quedamente, con una voz fina: Los vástagos seminaristas, parados junto a la taberna… pero al instante calló por el calor, se secó el sudor de la frente y miró hacia arriba, al cielo azul caliente. Samóilenko se adormiló; con el bochorno, el silencio y la modorra dulce de después de almuerzo, que pronto se apoderó de todos sus miembros, se debilitó y embriagó; las manos se le caían, los ojos se le pusieron pequeños, la cabeza se le inclinó sobre el pecho. Con una ternura lacrimosa echó una mirada a Von Koren y al diácono, y farfulló:
-La joven generación... Una estrella de la ciencia y una lumbrera de la iglesia... Miras, y el aleluya de falda larga sale un metropolitano, ¿qué hay de bueno?, habrá que besarle la mano... ¿Qué pues?.. Dios quiera…
Pronto se oyó un ronquido. Von Koren y el diácono terminaron el té y salieron a la calle.
-¿Usted de nuevo al muelle, a pescar toritos? –preguntó el zoólogo.
-No, hace calor.
-Vamos a mi casa. Me envuelve el paquete y copia algo. A propósito, platicamos de a qué se podría dedicar usted. Hay que trabajar, diácono. Así no se puede.
-Sus palabras son justas y lógicas –dijo el diácono-, pero mi pereza encuentra su disculpa en las circunstancias de mi vida actual. Usted mismo sabe, que la situación indefinida contribuye, de modo considerable, al estado apático de los hombres. Si a mí me mandaron aquí por un tiempo, o para siempre, sólo Dios lo sabe; yo vivo aquí en la ignorancia, y mi diácona bosteza en casa de su padre y se aburre. Y a mí, lo confieso, con el calor se me derriten los sesos.
-Todo es una sandez, -dijo el zoólogo. –Y al calor se puede habituar uno, y a estar sin la diácona se puede habituar uno. No conviene malcriarse. Hay que cargar la mano.
V
Nadiézhda
Fiódorovna iba a bañarse por la mañana, y tras ella con un aguamanil, una
jofaina de cobre, sábanas y una esponja iba su cocinera Olga. En la rada había
ciertos dos barcos desconocidos, con chimeneas blancas sucias, evidentemente,
cargueros extranjeros. Ciertos hombres de blanco, con borceguíes blancos,
andaban por el muelle y gritaban en francés, y les respondían desde esos
barcos. En la pequeña iglesia citadina tocaban las campanas vivamente.
«¡Hoy es domingo!», recordó Nadiézhda Fiódorovna con gusto.
Se sentía totalmente saludable, y estaba en un estado de ánimo jubiloso, festivo. Con su nuevo vestido ancho de rudo lienzo masculino, y su gran sombrero de pajilla, cuyas alas anchas estaban muy dobladas hacia las orejas, de modo que su rostro miraba como desde una cajita, se veía a sí misma muy graciosa. Pensaba que en toda la ciudad había sólo una mujer joven, bonita e intelectual: ella, y que sólo ella sabía vestirse barato, elegante y con gusto. Por ejemplo, ese vestido costaba sólo veintidós rublos, ¡y entre tanto qué gracioso! En toda la ciudad sólo ella podía gustar, y había muchos hombres, y por eso todos ellos, quieras o no, debían envidiar a Layévskii.
Se alegraba de que Layévskii, en los últimos tiempos, era con ella frío, moderadamente cortés, y por momentos, incluso, insolente y grosero; a todas sus salidas y miradas de desprecio, frías, extrañas e incomprensibles, ella antes hubiera respondido con lágrimas, reproches y amenazas de dejarlo, de matarse de hambre, pero ahora, en respuesta, sólo se sonrojaba, le echaba miradas culpables y se alegraba de que él no fuera cariñoso. Si él la injuriara o la amenazara, pues sería aún mejor y más agradable, ya que ella se sentía culpable por completo. Le parecía que era culpable, en primer lugar, porque no compartía sus sueños sobre la vida de trabajo, en aras de la que él abandonó Petersburgo y vino aquí, al Cáucaso, y estaba segura de que él se enojaba con ella en los últimos tiempos, precisamente, por eso. Cuando ella viajaba al Cáucaso, le parecía que el mismo primer día hallaría allí un rincón apartado en la orilla, un acogedor jardín con sombra, pájaros y arroyos, donde podría plantar flores y legumbres, criar patos y gallinas, recibir a los vecinos, curar a los mujíks pobres y darles libros; pero resultó que el Cáucaso eran montañas peladas, bosques y valles inmensos, donde había que escoger, afanarse y construir largo tiempo, y que allí no habían ningunos vecinos y hacía mucho calor, y podían robarte. Layévskii no se apresuró a adquirir una parcela; ella se alegraba de eso, y ambos como que acordaron mentalmente no hablar nunca de la vida de trabajo. Él callaba, pensaba ella, entonces estaba enojado porque ella callaba.
En segundo ella, sin su conocimiento, en esos dos años, había comprado en el almacén de Achmiánov distintas boberías, por unos trescientos rublos. Compraba ella de a poquito ya telas, ya sedas, ya una sombrilla, y de modo inadvertido se acumuló esa deuda.
-Hoy mismo le diré sobre eso... -decidió, pero al instante entendió que, con el actual estado de ánimo de Layévskii, apenas sería cómodo hablarle de deudas.
En tercero, ella ya dos veces, en ausencia de Layévskii, había recibido en su casa a Kirílin, el jefe de policía: una vez por la mañana, cuando Layévskii fue a bañarse, y otra vez a medianoche, cuando él jugaba a las cartas. Al recordar eso, Nadiézhda Fiódorovna se inflamó toda y miró a la cocinera, como temiendo que ésta adivinara sus ideas. Los días largos, insufriblemente calurosos, aburridos, los hermosos atardeceres lánguidos, las noches fragantes y toda esa vida, cuando de la mañana a la noche no sabías en qué emplear el tiempo inútil, y las ideas pertinaces de que ella era la mujer más joven y bonita de la ciudad, y de que su juventud pasaba en vano, y el mismo Layévskii, honrado, con ideas pero monótono, siempre arrastrando las pantuflas, comiéndose las uñas y aburriendo con sus caprichos, hicieron que el deseo, poco a poco, se apoderara de ella y que, como una loca, día y noche pensara en lo mismo. En su aliento, sus miradas, su tono de voz y andar ella sentía sólo deseo; el rumor de las olas le decía que había que amar, la oscuridad nocturna lo mismo, las montañas lo mismo... Y cuando Kirílin empezó a cortejarla, ella no tuvo fuerzas y no quiso, no pudo oponerse, y se le entregó…
Ahora los barcos extranjeros y los hombres de blanco le recordaron por algo un salón enorme; junto con el habla francesa le repercutieron en los oídos los sonidos de un vals, y su pecho tembló con un júbilo inmotivado. Quiso bailar y hablar en francés.
Entendía con júbilo que en su traición no había nada terrible. En su traición su alma no participaba; ella seguía amando a Layévskii, y eso se veía porque lo celaba, se apiadaba y se aburría cuando él no estaba en casa. Kirílin resultó más o menos, un poco grosero, aunque bonito; con él ya había roto del todo, y no habría más nada. Lo que fue, lo que pasó, no era asunto de nadie, y si Layévskii se enteraba, pues no lo creería.
En la orilla había sólo una caseta para las damas, los hombres se bañaban al aire libre. Al entrar a la caseta, Nadiézhda Fiódorovna encontró allí a la dama madura María Konstantínovna Bitiúgova, mujer de un funcionario, y a su hija de quince años Katia, alumna de gimnasio; ambas estaban sentadas en el banquito y se desvestían. María Konstantínovna era una señora bondadosa, extasiada y delicada, que hablaba de modo alargado y con pathos. Hasta los 32 años vivió como institutriz, después se casó con el funcionario Bitiúgov, un hombre pequeño, calvo, que se peinaba los cabellos de las sienes y era muy pacífico. Hasta ahora estaba enamorada de él, lo celaba, se sonrojaba ante la palabra “amor”, y le aseguraba a todos que era muy feliz.
-¡Querida mía! –dijo extasiada al ver a Nadiézhda Fiódorovna, y dando a su rostro una expresión, que todos sus conocidos llamaban «almendrada»-. ¡Querida, qué agradable que vino! Vamos a bañarnos juntas... ¡Es encantador!
Olga se arrancó el vestido y la camisa con rapidez, y empezó a desvestir a su señora.
-Hoy no hace un tiempo tan caluroso como ayer, ¿no es verdad? -dijo Nadiézhda Fiódorovna, encogiéndose por los rudos acercamientos de la cocinera desnuda. -Ayer casi no me muero por la sequedad.
-¡Oh sí, mi querida! Yo misma casi no me asfixio. Me cree, yo ayer me bañé tres veces… ¡imagínese, querida, tres veces! Hasta Nikodím Alexándrich se inquietó.
«Bueno, ¿acaso pueden ser tan feas?», -pensó Nadiézhda Fiódorovna, echando una mirada a Olga y a la funcionaria; le echó un vistazo a Katia y pensó: «La muchacha no está mal formada». -¡Su Nikodím Alexándrich es muy gracioso, muy gracioso! –dijo. –Yo, sencillamente, estoy enamorada de él.
-¡Ja, ja, ja! –se echó a reír de modo forzado María Konstantínovna. -¡Es encantador!
Liberada de la ropa, Nadiézhda Fiódorovna sintió deseo de volar. Y le parecía que si agitaba las manos, pues seguro volaría hacia arriba. Desvestida, advirtió que Olga miraba con aprensión su cuerpo desnudo. Olga, una joven soldado, vivía con su marido legítimo, y por eso se consideraba mejor y superior a ella. Nadiézhda Fiódorovna sentía asimismo, que María Konstantínovna y Katia no la respetaban y le temían. Eso era desagradable y, para elevarse en sus opiniones, dijo:
-Allá, en Petersburgo, la vida campestre está ahora en su apogeo. ¡Yo y mi marido tenemos tantos conocidos! Habría que ir a verlos.
-¿Su marido, me parece, es ingeniero? –preguntó María Konstantínovna con timidez.
-Yo hablo de Layévskii. Él tiene muchos conocidos. Pero, por desgracia, su madre es una aristócrata orgullosa, limitada...
Nadiézhda Fiódorovna no terminó y se lanzó al agua, tras ella se metieron María Konstantínovna y Katia.
-En nuestra sociedad hay muchos prejuicios, -continuó Nadiézhda Fiódorovna-, y no es tan fácil vivir, como parece.
María Konstantínovna, que había servido de institutriz con familias aristocráticas y entendía de la sociedad, dijo:
-¡Oh, sí! Me cree, querida, en casa de los Garatínskii, en el desayuno y en el almuerzo, se exigía el toilette10 seguro; así que yo recibía, además del salario, para el guardarropa, como una actriz.
Se puso entre Nadiézhda Fiódorovna y Katia, como cubriendo a su hija del agua que bañaba a Nadiézhda Fiódorovna. Por la puerta abierta que daba afuera, al mar, se veía cómo alguien nadaba a cien pasos de la caseta.
-¡Mamá, es nuestro Kóstia! -dijo Katia.
-¡Ah!, ¡ah! -cacareó María Konstantínovna asustada. -¡Ah! ¡Kóstia, -gritó, -vuelve! ¡Kóstia, vuelve!
Kóstia, un muchacho de unos 14 años, para jactarse de su valentía ante su madre y su hermana, buceó y nadó adelante, pero se fatigó y se apuró atrás, y por su cara seria y tensa se veía que no creía en sus fuerzas.
-¡Es una desgracia con estos muchachos, querida! –dijo María Konstantínovna, calmándose. -Cuando vienes a ver, se rompe la crisma. ¡Ah, querida, qué agradable, y al mismo tiempo qué pesado ser madre! Le temes a todo.
Nadiézhda Fiódorovna se puso su sombrero de pajilla y se lanzó afuera, al mar. Nadó unos cuatro sazhénes11 y se aboyó. Veía el mar hasta el horizonte, los barcos, la gente en la orilla, la ciudad, y todo eso, junto con el bochorno y las tiernas olas transparentes, la irritaban y le susurraban que había que vivir, vivir... Junto a ella, cortando las olas y el aire de modo enérgico, pasó un bote de vela; el hombre sentado al timón la miró, y a ella le agradó que la miraran…
Tras bañarse, las damas se vistieron y fueron juntas.
-A mí, cada dos días me da calentura, y entre tanto no adelgazo, -decía Nadiézhda Fiódorovna, lamiendo sus labios salados por el agua de mar, y respondía con una sonrisa a las reverencias de los conocidos. –Yo siempre fui gorda, y ahora, me parece, engordé más aún.
-Eso es, querida, por la propensión. Si alguien no es propenso a la gordura, como yo, por ejemplo, pues ninguna comida ayuda. Pero querida, se le mojó el sombrero.
-No importa, se seca.
Nadiézhda Fiódorovna vio de nuevo a los hombres de blanco, que andaban por el malecón y hablaban en francés, y por algo el júbilo se agitó en su pecho de nuevo, y recordó vagamente cierto gran salón, en el que bailó alguna vez, o con el que acaso soñó alguna vez. Y algo, en lo más profundo de su alma, le susurró vaga y sordamente que ella era una mujer menuda, trivial, canalla, ínfima…
María Konstantínovna se detuvo junto a sus portones y la invitó a pasar y sentarse.
-¡Entre, mi querida! –dijo con voz suplicante, y al mismo tiempo echó una mirada a Nadiézhda Fiódorovna con añoranza y esperanza: ¡acaso se niega y no entra!
-Con gusto, -convino Nadiézhda Fiódorovna-. Usted sabe, cómo me gusta estar en su casa.
Y entró a la casa. María Konstantínovna le ofreció asiento, le dio café, le dio de comer bollos de ensaimada, después le enseñó las tarjetitas12 de sus antiguas educandas, las señoritas Garatínskii, que ya se habían casado, le enseñó asimismo las notas de examen de Katia y Kóstia; las notas eran muy buenas pero, para que parecieran aún mejores, se quejó con un suspiro de lo difícil que era ahora estudiar en el gimnasio... Atendía a la visitante y, al mismo tiempo, se apiadaba de ella y sufría con la idea, de que Nadiézhda Fiódorovna, con su presencia, podía influir de modo negativo en la moralidad de Kóstia y Katia, y se alegraba de que su Nikodím Alexándrich no estuviera en casa. Ya que, en su opinión, a todos los hombres les gustaban “ésas”, y Nadiézhda Fiódorovna podía influir de modo negativo en Nikodím Alexándrich también.
Al conversar con la visitante, María Konstantínovna recordó todo el tiempo que hoy al atardecer había un pic-nic, y que Von Koren le había rogado encarecidamente no hablarle de eso a los «macacos», o sea, a Layévskii y a Nadiézhda Fiódorovna, pero se fue de lengua sin intención, se inflamó toda y dijo turbada:
-¡Espero, que ustedes estén también!
VI
Acordaron ir por el camino hacia el sur, siete vérstas afuera de la ciudad, detenerse cerca de la taberna, en la confluencia de dos riachuelos, el Negro y el Amarillo, y cocinar allí la sopa. Salieron después de las cinco. Delante de todos, en un charabán, iban Samóilenko y Layévskii, tras ellos, en una calesa enganchada a una tróika, María Konstantínovna, Nadiézhda Fiódorovna, Katia y Kóstia; éstos tenían la cesta de provisiones y la vajilla. En el próximo carruaje iban el jefe de policía Kirílin y el joven Achmiánov, hijo de ese mismo mercader Achmiánov, a quien Nadiézhda Fiódorovna debía trescientos rublos, y enfrente de ellos, en un banquito, encorvado y con las piernas recogidas, estaba sentado Nikodím Alexándrich, pequeño, pulcrito, con las sienes peinadas. Detrás de todos iban Von Koren y el diácono, el diácono tenía sobre las piernas una cesta con pescado.
-¡A la
derechaa! -gritaba a toda voz Samóilenko, cuando aparecía al encuentro un carro
o un abjasio sobre un burro.
-Dentro de dos años, cuando tenga listos los medios y la gente, voy a emprender una expedición -contaba Von Koren al diácono. –Voy a recorrer el litoral desde Vladivostók hasta el estrecho de Bering, y después, desde el estrecho hasta el estuario del Yeniséy. Vamos a trazar una carta, a estudiar la fauna y la flora, y nos vamos a dedicar con detalle a las investigaciones geológicas, antropológicas y etnográficas. De usted depende ir conmigo o no.
-Es imposible, -dijo el diácono.
-¿Por qué?
-Yo soy una persona dependiente, de familia.
-La diácona lo dejará ir. La vamos a abastecer. Aún mejor si la convence, por el bien común, de que se tonsure para monja; eso le daría a usted la oportunidad de tonsurarse por sí mismo, e ir en la expedición como hieromonje. Yo le puedo arreglar eso.
El diácono callaba.
-Usted, su parte teológica, ¿la conoce bien? -preguntó el zoólogo.
-Malamente.
-Hum... Yo no puedo hacerle ninguna indicación por esa cuenta, porque yo mismo conozco poco de teología. Déme usted una lista de los libros, los que le hagan falta, y yo se los enviaré en invierno desde Petersburgo. Asimismo, le hará falta leer los apuntes de los viajeros clérigos, entre ésos se encuentran buenos etnólogos y conocedores de las lenguas orientales. Cuando conozca su manera, le será más fácil proceder a la obra. Bueno, y mientras no haya libros, no pierda el tiempo en vano, venga a mi casa, y nos dedicamos a la brújula, repasamos la meteorología. Todo eso es necesario.
-Así pues así... -musitó el diácono y se echó a reír. –Yo me pedí un puesto en la Rusia central, y mi tío-arcipreste me prometió contribuir. Si voy con usted, pues saldrá que los molesté en vano.
-No entiendo sus vacilaciones. Si continúa siendo un diácono ordinario, obligado a oficiar sólo en los festivos, y descansar de las obras en los días restantes, usted, dentro de diez años, seguirá siendo el mismo que es ahora, se le añadirán acaso unos bigotes y una barbita; mientras que, al regresar de la expedición, dentro de esos mismos diez años, usted será otro hombre, se enriquecerá con la conciencia de que ha hecho algo.
Desde el carruaje de las damas se oyeron gritos de horror y éxtasis. Los carruajes iban por un camino excavado en una orilla totalmente vertical, rocosa, y a todos les parecía que corrían por un anaquel fijado a una muralla alta, y que ahora los carruajes caerían por el abismo. A la derecha se extendía el mar, a la izquierda había una muralla irregular, carmelita, con manchas negras, vetas rojas y rizomas rastreros, y desde arriba unos pinos frondosos, inclinados como con miedo y curiosidad, miraban hacia abajo. Al minuto hubo aullidos y risas de nuevo: tenían que pasar bajo una piedra inmensa, colgante.
-No entiendo, para qué diablos voy con ustedes, -dijo Layévskii. -¡Qué estúpido y trivial! A mí me hace falta ir al norte, escapar, salvarme, y yo por algo voy a este pic-nic imbécil.
-¡Y tú mira, qué panorama! –le dijo Samóilenko cuando los caballos voltearon a la izquierda, y se desplegó el valle del riachuelo Amarillo, y brilló el propio riachuelo amarillento, turbio, alocado...
-Yo no veo, Sásha, nada de bueno en esto, -respondió Layévskii-. Extasiarse con la naturaleza de modo constante, significa mostrar tu pobreza de imaginación. En comparación con lo que me puede dar mi imaginación, todos estos riachuelos y peñascos son una basura, y más nada.
Las calesas iban ya por la orilla del riachuelo. Las orillas altas, montañosas, descendían poco a poco, el valle se estrechaba y se presentaba adelante como una garganta; la montaña pedregosa, junto a la que iban, estaba amalgamada por la naturaleza de piedras inmensas, que se aplastaban las unas a las otras con tal fuerza terrible, que al mirarlas Samóilenko gemía cada vez de modo involuntario. La sombría y bonita montaña estaba cortada en lugares por grietas y gargantas estrechas, por las que soplaban hacia los viajeros la humedad y el misterio; a través de la garganta se veían otras montañas pardas, rosadas, liláceas, ahumadas o bañadas de luz brillante. Se oía rara vez, cuando pasaban junto a las gargantas, cómo por algún lugar, desde las alturas, caía el agua y chapoteaba por las piedras.
-¡Ah, malditas montañas! -suspiró Layévskii, -cómo me cansaron!
En ese lugar, donde el riachuelo Negro desembocaba en el Amarillo, y un agua negra, parecida a la tinta, manchaba la amarilla y luchaba contra ésta, a un lado del camino estaba la taberna del tártaro Kerbalay, con una bandera rusa en el tejado y un letrero escrito con tiza: Taberna agradable; junto a ésta había un jardín pequeño rodeado por una valla, donde había mesas y bancos, y entre unos míseros arbustos espinosos se elevaba un único ciprés, bonito y oscuro.
Kerbalay, un tártaro pequeño, vivaracho, con camisa azul y delantal blanco, estaba parado en el camino y, tomando su barriga, hacía reverencias profundas al encuentro de los carruajes y, sonriendo, mostraba sus dientes blancos y brillantes.
-¡Hola, Kerbalay! -le gritó Samóilenko-. ¡Nos vamos un poco más allá, y tú lleva allá el samovar y las sillas! ¡Vivo!
El tártaro asintió con su cabeza rapada y farfulló algo, y sólo los sentados en el carruaje trasero pudieron oír: “tengo truchas, su excelencia”.
-¡Llévalas, llévalas! -le dijo Von Koren.
A unos quinientos pasos de la taberna, los carruajes se detuvieron. Samóilenko escogió un prado pequeño, en el que había piedras tiradas, cómodas para sentarse, y yacía un árbol derribado por la tormenta, con unas raíces torcidas y peludas, y unas agujas secas y amarillentas. Allí, a través del riachuelo, había un puente de troncos flojos, y en la otra orilla, precisamente enfrente, sobre cuatro pilotes pequeños, había un cobertizo pequeño, un secador de maíz, que recordaba las isbítas con cuatro patas de los cuentos infantiles, de su puerta bajaba una escala.
La primera impresión de todos fue que nunca saldrían de allí. Por todas partes, por donde miraras, se agrupaban y acercaban las montañas; y rápido-rápido, por el lado de la taberna y el ciprés oscuro, avanzaba la sombra vespertina, y por eso el valle estrecho, sinuoso del riachuelo Negro se hacía más estrecho, y las montañas más altas. Se oía cómo el riachuelo rumoraba y las cigarras gritaban sin cesar.
-¡Es encantador! –dijo María Konstantínovna, dando un profundo suspiro de éxtasis. -¡Niños, miren qué bien! ¡Qué silencio!
-Sí, en efecto, está bien, -convino Layévskii, a quien le gustó la vista y por algo, cuando echó una mirada al cielo, y después al humito azulado que salía de la chimenea de la taberna, sintió tristeza de pronto. -¡Sí, está bien! -repitió.
-¡Iván Andréich, describa esta vista! -dijo llorosa María Konstantínovna.
-¿Para qué? -preguntó Layévskii-. Una impresión es mejor que cualquier descripción. Esta riqueza de colores y sonidos, que cualquiera recibe de la naturaleza por medio de las impresiones, los escritores la expresan de un modo deforme, irreconocible.
-¿Como si? -preguntó Von Koren fríamente, escogiendo la piedra más grande cerca del agua, e intentando escalarla para sentarse. -¿Como si? -repitió mirando fijamente a Layévskii. -¿Y Romeo y Julieta? ¿Y, por ejemplo, "la noche ucraniana" de Púshkin13? La naturaleza debe ir a hacer una reverencia hasta los pies.
-Es posible... -convino Layévskii, a quien le daba pereza entender y contradecir. –Por lo demás, -dijo un poco después, -¿qué cosa es Romeo y Julieta, en esencia? Un amor bonito, poético, sagrado, unas rosas bajo las que quieren ocultar lo podrido. Romeo es tan animal, como todos.
-De lo que uno hable con usted, usted todo lo reduce a...
Von Koren se volteó a mirar a Katia, y no acabó de decir.
-¿A qué lo reduzco? -preguntó Layévskii.
-A usted se le dice, por ejemplo: «¡qué bonita es la semilla de la uva!», y usted: «sí, pero qué fea es, cuando la mastican y la digieren en el estómago». ¿Para qué decir eso? No es nuevo y... en general, es una manera extraña.
Layévskii sabía que Von Koren no lo quería, y por eso le temía, y en su presencia se sentía así, como si a todos les fuera estrecho, y a su espalda estuviera parado alguien. No respondió nada, se apartó a un costado y lamentó haber venido.
-¡Señores, en marcha por ramas para la hoguera! -comandó Samóilenko.
Todos se alejaron por donde les tocara, y en el lugar se quedaron solamente Kirílin, Achmiánov y Nikodím Alexándrich. Kerbalay trajo unas sillas, extendió una alfombra sobre la tierra y puso varias botellas de vino. El comisario Kirílin, un hombre alto, vistoso que, con el tiempo que fuera, llevaba un capote por encima de la guerrera, recordaba por su porte orgulloso, andar importante y voz espesa, algo ronca, al jefe de policía de provincia, de los jóvenes. Su expresión era triste y soñolienta, como si recién lo hubieran despertado contra su deseo.
-¿Tú qué trajiste pues, cerdo? –le preguntó a Kerbalay, pronunciando cada palabra con lentitud. -¡Yo te ordené traer kvareli14, y tú qué trajiste, jeta de tártaro? ¿Ah? ¿A quién?
-Nosotros tenemos mucho vino propio, Yegór Alexéich, -observó Nikodím Alexándrich con timidez y cortesía.
-¿Qué? Pero yo deseo que esté mi vino. Yo participo en un pic-nic y, supongo, tengo pleno derecho a aportar mi porción. ¡Su-pon-go! ¡Trae diez botellas de kvareli!
-¿Para qué tanto? -se sorprendió Nikodím Alexándrich, sabiendo que Kirílin no tenía dinero.
-¡Veinte botellas! ¡Treinta! -gritó Kirílin.
-No importa, deja, -le susurró Achmiánov a Nikodím Alexándrich, -yo pago.
Nadiézhda Fiódorovna estaba en un estado de ánimo jubiloso, travieso. Quería saltar, reír a carcajadas, gritar, burlarse, coquetear. Con su vestido de percal barato de lunares celestes, sus zapatos rojos y el mismo sombrero de pajilla se veía a sí misma pequeña, sencilla, ligera y etérea como una mariposa. Corrió por el puentecito flojo y miró al agua por un instante, para que la cabeza le diera vueltas, después gritó y echó a correr con risa en dirección al secadero, y le parecía que todos los hombres, e incluso Kerbalay la admiraban. Cuando, bajo el rápido avanzar de la tiniebla, los árboles se fundieron con las montañas, los caballos con los carruajes, y en las ventanas de la taberna brilló una lucecita, trepó a la montaña por un sendero que serpenteaba entre las piedras y los arbustos espinosos, y se sentó en una piedra. Abajo ardía ya la hoguera. Cerca del fuego, el diácono se movía con las mangas recogidas, y su larga sombra negra andaba en radio alrededor de la hoguera; ponía ramas secas y, con un cucharón amarrado a un palo largo, revolvía el caldero. Samóilenko, con un rostro cobrizo-rojizo, se afanaba cerca del fuego como en su cocina, y gritaba con ferocidad:
-¿Dónde pues está la sal, señores? ¿Seguro, se les olvidó? ¿Por qué pues todos se sentaron, como unos hacendados, y yo sólo me afano?
En el árbol derribado estaban sentados juntitos Layévskii y Nikodím Alexándrich, y miraban al fuego de modo pensativo. María Konstantínovna, Katia y Kóstia sacaban la vajilla y los platos de las cestas. Von Koren, cruzados los brazos y puesto un pie sobre la piedra, estaba parado en la orilla junto al agua misma, y pensaba en algo. Las manchas rojizas de la hoguera, junto con las sombras, andaban por la tierra alrededor de las oscuras figuras humanas, temblaban en la montaña, en los árboles, en el puente, en el secadero; en el otro lado la orilla surcada, escarpada estaba toda iluminada, oscilaba y se reflejaba en el riachuelo, y el agua bullente, corriente, rápida, rompía en pedazos su reflejo.
El diácono fue por el pescado, que Kerbalay limpiaba y lavaba en la orilla, pero a mitad de camino se detuvo y echó una mirada a su alrededor.
«¡Dios mío, qué bien! –pensó. -Gente, piedras, fuego, sombras, un árbol deforme, nada más, ¡pero qué bien!»
En la otra orilla, cerca del secador, aparecieron ciertos hombres desconocidos. Por qué la luz oscilaba y el humo de la hoguera se iba en esa dirección, no se podía distinguir a todos los hombres a la vez, y se veían por partes ya un gorro lanudo y una barba canosa, ya una camisa azul, ya unos harapos de los hombros a las rodillas y un puñal terciado en una barriga, ya un rostro joven y moreno, con unas cejas negras tan espesas y ásperas, como si las hubieran pintado con carbón. Unos cinco hombres de éstos se sentaron en círculo en la tierra, y los cinco restantes fueron al secador. Uno se paró en la puerta de espaldas a la hoguera y, puestas las manos detrás, se puso a contar algo, debía ser, muy interesante, porque cuando Samóilenko puso ramas secas y la hoguera se inflamó, lanzó chispas e iluminó vivamente el secadero, se vio cómo miraban desde la puerta dos fisonomías serenas, que expresaban una atención profunda, y cómo los que estaban sentados en círculo se voltearon, y empezaron a prestar oídos al cuento. Un poco después, los sentados en círculo cantaron quedamente algo alargado, melodioso, parecido a un cántico religioso de cuaresma... Al escucharlos, el diácono imaginó qué sería de él dentro de diez años, cuando regresara de la expedición: él, un hieromonje-misionero, autor de renombre y con un pasado soberbio, lo ordenarían archimandrita, después obispo, oficiaría misa en la iglesia catedralicia, saldría al púlpito con una mitra dorada y el ícono de Nuestra Señora y, santiguando a la masa popular con los candelabros triple y doble, proclamaría: «¡Oh Dios, desde los cielos mira y ve, visita a esta viña, la que plantó tu diestra15¡!” Y los niños cantarían en respuesta con voces angelicales: «Santo Dios».
-¿Diácono, dónde pues está el pescado? -se oyó la voz de Samóilenko.
Al regresar a la hoguera, el diácono imaginó cómo iría la procesión con la cruz en un caluroso día de julio, por un camino polvoriento; delante los mujíks llevarían los pendones, y las mujeres y las niñas los íconos, tras éstos irían los niños-cantores y un sacristán con la mejilla vendada y paja en los cabellos; después, en orden, él, el diácono, tras él el pope con el birrete y la cruz, y detrás levantaría polvo una multitud de mujíks, mujeres y niños; ahí mismo, en la multitud, la papiza y la diácona con pañuelos. Cantarían los cantores, llorarían los niños, gritarían las codornices, gorjearía la alondra... He aquí se detenían y salpicaban al rebaño con agua bendita… Seguían adelante e, hincados de rodillas, rogaban por lluvia. Después el bocado, las conversaciones…
«Y eso estaba bien también…», -pensó el diácono.
VII
Kirílin y Achmiánov treparon a la montaña por un sendero. Achmiánov se retrasó y se detuvo, y Kirílin se acercó a Nadiézhda Fiódorovna.
-¡Buenas noches! –le dijo, haciendo el saludo militar.
-Buenas noches.
-¡Siií! –dijo Kirílin, mirando al cielo y pensando.
-¿Siií qué? -preguntó Nadiézhda Fiódorovna, tras callar un poco y advirtiendo que Achmiánov los observaba a ambos.
-Así, entonces, -pronunció el oficial con lentitud, -nuestro amor se marchitó, sin alcanzar a florecer, así decir. ¿Cómo me ordena entender eso? ¿Es una coquetería de su parte, en su género, o usted pues me considera un tunante, con quien se puede proceder como le plazca?
-¡Eso fue un error! ¡Déjeme! –dijo con brusquedad Nadiézhda Fiódorovna en la noche hermosa, maravillosa, mirándolo con miedo, y se preguntaba con perplejidad: «¿será posible, en efecto, que hubo un instante, en que este hombre me gustó y me fue cercano?».
-¡Asiií! –dijo Kirílin, estuvo parado callado un rato, pensó y dijo: -¿Qué pues? Esperaremos a que usted tenga un mejor estado de ánimo, y por ahora me atrevo a asegurarle, que yo soy un hombre decente, y no le permitiré a nadie dudar de eso. ¡Conmigo no se puede jugar! ¡Adieu!
Hizo el saludo militar y fue hacia un costado, abriéndose paso entre la maleza. Un poco después, se acercó Achmiánov indeciso.
-¡Linda noche hoy! –dijo con ligero acento armenio.
No era mal parecido, se vestía a la moda, se conducía con sencillez, como un muchacho bien educado, pero a Nadiézhda Fiódorovna no le gustaba, porque le debía a su padre trescientos rublos; le desagradaba asimismo que habían invitado al tendero al pic-nic, y le desagradaba que él se le hubiera acercado, precisamente, esa noche, cuando sentía el alma tan pura.
-En general, el pic-nic se dio, -dijo, tras callar.
-Sí, -convino ella y, como si recién recordara su deuda, dijo con descuido: -Sí, diga en su almacén, que en estos días pasará Iván Andréich, y pagará los trescientos rublos... o no recuerdo cuánto.
-Yo estoy dispuesto a darle trescientos más, sólo para que usted no me recuerde todos los días esa deuda. ¿Para qué la prosa?
Nadiézhda Fiódorovna se echó a reír; le vino a la cabeza la idea risible de que, si no fuera lo suficiente moral y lo deseara, pues podría librarse de la deuda en un instante. ¡Si, por ejemplo, hacerle perder la cabeza a este tontito bonito, jovencito! ¡Cuán risible, absurdo y salvaje sería eso, en esencia! Y de pronto quiso enamorar, despojar, abandonar, y después echar una mirada a lo que saldría de eso.
-Permítame darle un consejo -dijo Achmiánov con timidez-. Le ruego, cuídese de Kirílin. Él cuenta de usted por doquier cosas horribles.
-A mí no me interesa saber lo que cuenta de mí cualquier imbécil, -dijo Nadiézhda Fiódorovna fríamente, y se apoderó de ella la inquietud, y la idea risible de jugar con el joven, bonito Achmiánov perdió de pronto su encanto.
-Hay que ir abajo, -dijo ella. -Nos llaman.
Abajo ya estaba lista la sopa. La sirvieron en los platos y la comieron con esa solemnidad religiosa, que se ve sólo en los pic-nics; y todos hallaron que la sopa estaba muy sabrosa, y que en la casa nunca habían comido nada tan sabroso. Como sucede en todos los pic-nics, perdidos entre el montón de servilletas, envoltorios e inservibles papeles grasosos, que se arrastraban por el viento, no sabían dónde estaba el vaso de quién ni el pan de quién, derramaban el vino sobre la alfombra y sobre las propias rodillas, tiraban la sal, y alrededor estaba oscuro, y la hoguera ardía ya no tan vivamente, y a cada uno le daba pereza levantarse y ponerle ramas secas. Todos bebían vino, y a Kóstia y Katia les dieron medio vaso. Nadiézhda Fiódorovna se bebió un vaso, después otro, se embriagó y se olvidó de Kirílin.
-Un pic-nic de lujo, una noche encantadora, -dijo Layévskii, contento por el vino-, pero yo preferiría, a todo esto, un buen invierno. «Un polvo de nieve platea su cuello de castor16».
-Cada cual tiene su gusto, -observó Von Koren.
Layévskii sintió embarazo: en la espalda le pagaba el calor de la hoguera, y en el pecho y el rostro el odio de Von Koren; ese odio de un hombre decente, inteligente, que ocultaba, probablemente, una razón fundada, lo humillaba, lo debilitaba y él, sin fuerzas para oponerse a éste, dijo en un tono servicial:
-Yo amo la naturaleza apasionadamente, y lamento que no soy un naturalista. Lo envidio.
-Bueno, y yo no lamento y no envidio, -dijo Nadiézhda Fiódorovna-. Yo no entiendo cómo puede uno dedicarse seriamente a las alimañas y los bichos cuando el pueblo sufre.
Layévskii compartía su opinión. Desconocía por completo las ciencias naturales, y por eso nunca se podía reconciliar con el tono autoritario y el aire científico, de pensador profundo, de los hombres que se dedicaban a las antenas de las hormigas y las patas de las cucarachas, y siempre le daba fastidio que esos hombres, sobre el fundamento de las antenas, las patas y cierto protoplasma (él por algo se lo imaginaba en forma de ostra), se aprestaban a resolver cuestiones que llegaban de por sí al origen y la vida del hombre. Pero en las palabras de Nadiézhda Fiódorovna oyó una mentira, y dijo sólo para contradecirla:
-¡El asunto no está en los bichos, sino en las conclusiones!
VIII
Empezaron a sentarse en los carruajes para irse a casa tarde, hacia las once. Todos se sentaron, y sólo faltaban Nadiézhda Fiódorovna y Achmiánov que, al otro lado del río, corrían, se perseguían y reían a carcajadas.
-¡Señores, pronto! -les gritó Samóilenko.
-No se debería darle vino a las damas, -dijo Von Koren quedamente.
Layévskii, fatigado por el pic-nic, el odio de Von Koren y sus ideas, fue al encuentro de Nadiézhda Fiódorovna, y cuando ella contenta, jubilosa, sintiéndose ligera como una plumita, sofocada y riendo a carcajadas, lo tomó de ambas manos y le apoyó la cabeza en el pecho, él dio un paso atrás y le dijo con severidad:
Eso salió ya muy grosero, de modo que a él, incluso, le dio lástima ella. En su rostro enojado, fatigado, ella leyó odio, lástima, fatiga de sí mismo, y de pronto perdió el ánimo. Entendió que se había pasado, que se había conducido con demasiada soltura y, entristecida, sintiéndose pesada, gorda, grosera y borracha, subió al primer carruaje que encontró vacío, junto con Achmiánov. Layévskii se sentó con Kirílin, el zoólogo con Samóilenko, y el diácono con las damas, y el tren arrancó.
-Mira cómo son los macacos… -empezó Von Koren, arropándose con el sobretodo y cerrando los ojos. –Tú oíste, ella no quisiera dedicarse a las alimañas y los bichos, porque el pueblo sufre. Así juzgan a nuestro prójimo todos los macacos. Una tribu de esclavos, astuta, asustada por el puño y el látigo en diez generaciones; se estremece, se enternece y quema incienso sólo ante la violencia, pero suelta al macaco en una región libre, donde no tenga quien le agarre por el cuello, ahí se desenvuelve y se hace sentir. Mira qué valiente es en las exposiciones de pintura, los museos, los teatros, o cuando juzga sobre la ciencia: se eriza, se alborota, injuria, critica... Y seguro critica, ¡rasgo de esclavo! Tú escúchala: a los hombres de profesión liberal los injurian más a menudo que a los truhanes, eso es porque la sociedad, en tres cuartas partes, se compone de esclavos, de macacos pues como éstos. No sucede que el esclavo te tienda la mano y te dé las gracias con franqueza por tu trabajo.
-¡No sé lo que quieres! –dijo Samóilenko bostezando-. La pobrecita, en su simpleza, quiso hablar contigo de algo inteligente, y tú ya sacas una conclusión. Tú estás enojado con él por algo, bueno, y con ella también por su compañía. ¡Y ella es una mujer hermosa!
-¡Eh, basta! La concubina ordinaria, pervertida y trivial. Escucha, Alexánder Davídich, cuando tú encuentras a una mujer simple, que no vive con su marido, no hace nada y sólo ji-ji y ja-ja, tú le dices: ve a trabajar. ¿Por qué pues tú aquí, te apocas y temes decir la verdad? ¿Sólo porque Nadiézhda Fiódorovna vive como concubina no de un marinero, sino de un funcionario?
-¿Qué puedo hacer con ella pues? -se enojó Samóilenko-. ¿Pegarle, o qué?..
-No elogiar el vicio. Nosotros maldecimos el vicio sólo a la vista, y eso se parece a la higa en el bolsillo. Yo soy un zoólogo, o un sociólogo, lo que es lo mismo, tú eres un médico, la sociedad nos cree; nosotros estamos obligados a señalarle el daño terrible, que la amenaza a ella y a las futuras generaciones, con la existencia de señoras como esa Nadiézhda Ivánovna.
-Fiódorovna, -corrigió Samóilenko-. ¿Y qué debe hacer la sociedad?
-¿Ésta? Es su asunto. Para mí, el camino más directo y correcto es la violencia. Hay que enviarla manu militari18 con su marido, y si el marido no la recibe, pues mandarla a trabajo forzado, o a alguna institución reformatoria.
-¡Uf! -suspiró Samóilenko, calló un poco y preguntó quedamente: -Hace unos días, tú decías que a los hombres como Layévskii había que eliminarlos... supongamos, si el Estado o la sociedad te encargaran eliminarlo, pues tú… ¿te decidirías?
-No me temblaría la mano.
IX
Al llegar a la casa, Layévskii y Nadiézhda Fiódorovna entraron a sus habitaciones oscuras, sofocantes y aburridas. Ambos callaban. Layévskii prendió una vela, y Nadiézhda Fiódorovna se sentó y, sin quitarse el tapado ni el sombrero, alzó hacia él sus ojos tristes y culpables.
Él entendió que ella esperaba una explicación, pero explicarse hubiera sido aburrido, inútil y fatigoso, y tenía un pesar en el alma porque no se contuvo y le dijo una grosería. Casualmente, palpó en su bolsillo una carta que todos los días se disponía a leerle, y pensó que si le mostraba ahora esa carta, ésta abstraería su atención en otra dirección.
«Ya es hora de aclarar las relaciones, -pensó. -Se la daré, que sea lo que sea».
Sacó la carta y se la dio.
-Lee. Esto te compete.
Dicho esto, fue a su gabinete y se acostó en el diván en la tiniebla, sin cojín. Nadiézhda Fiódorovna leyó la carta, y le pareció que el techo descendía y las paredes se le acercaban. De pronto se le hizo estrecho, oscuro, horrible. Se persignó tres veces con rapidez y profirió:
-Guárdalo Señor… guárdalo Señor...
Y rompió a llorar.
-¡Vánia! -llamó-. ¡Iván Andréich!
No hubo respuesta. Pensando que Layévskii había entrado y estaba parado detrás de su silla, sollozó como una niña, y dijo:
-¿Por qué no me dijiste antes que él había muerto? Yo no hubiera ido al pic-nic, no me hubiera reído de modo tan horrible... Los hombres me decían cosas triviales. ¡Qué pecado, qué pecado! Sálvame, Vánia, sálvame… Yo me volví loca… Estoy perdida...
Layévskii oía sus sollozos. Le era insufriblemente sofocante, y el corazón le palpitaba con fuerza. Lleno de angustia, se levantó, estuvo parado en medio de la habitación, palpó en la tiniebla el butacón junto a la mesa, y se sentó.
«Esto es una cárcel... –pensó. –Hay que huir... Yo no puedo...»
Para ir a jugar a las cartas ya era tarde, restaurantes no había en la ciudad. Se acostó de nuevo y se tapó los oídos, para no oír los sollozos, y de pronto recordó que podía ir a casa de Samóilenko. Para no pasar junto Nadiézhda Fiódorovna, se deslizó por la ventana al jardín, pasó a través de la empalizada y fue por la calle. Estaba oscuro. Recién había llegado cierto barco que, a juzgar por las luces, era grande, de pasajeros... Rugió la cadena del ancla. Desde la orilla, en dirección al barco, una lucecita roja se movía con rapidez: eso navegaba la lancha de la aduana.
«Los pasajeros duermen a gusto en los camarotes...», -pensó Layévskii y envidió el sosiego ajeno.
Las ventanas en casa de Samóilenko estaban abiertas. Layévskii echó un vistazo por una, después por otra: en las habitaciones había oscuridad y silencio.
-¿Alexánder Davídich, duermes? –llamó. -¡Alexánder Davídich!
Se oyó una tos y un grito alarmado:
-¿Quién está ahí? ¿Qué diablos?
-Soy yo, Alexánder Davídich. Disculpa.
Un poco después se abrió la puerta, brilló la luz suave de una lámpara y apareció el enorme Samóilenko, todo de blanco y con un gorro de dormir blanco.
-¿Qué quieres? -preguntó, respirando con dificultad, medio dormido y rascándose. -Espera, ahora te abro.
-No te molestes, yo por la ventana...
Layévskii se metió por la ventana y, acercándose a Samóilenko, lo tomó del brazo.
-¡Alexánder Davídich -dijo con voz trémula-, sálvame! ¡Te lo suplico, te lo imploro, entiéndeme! ¡Mi situación es torturante! ¡Si continúa uno o dos días más, pues me voy a ahorcar como... como un perro!
-Espera… ¿Tú en cuanto a qué, en particular?
-Prende una vela.
-Oh, oh -suspiró Samóilenko, prendiendo una vela. -Dios mío, Dios mío… Y ya es más de la una, hermano.
-Disculpa, pero no puedo estar en la casa, -dijo Layévskii, sintiendo un alivio grande por la luz y la presencia de Samóilenko. –Tú, Alexánder Davídich, eres mi único, mi mejor amigo... Toda mi esperanza está en ti. Quieras o no, por Dios, ayúdame. Sea como sea, yo debo irme de aquí. ¡Préstame dinero!
-¡Oh, Dios mío, Dios mío!.. –suspiró Samóilenko rascándose. –Me estoy durmiendo y oigo: una sirena, llegó un barco, y después tú... ¿Te hace falta mucho?
-Por lo menos, unos trescientos rublos. A ella hay que dejarle cien, y a mí doscientos para el camino... Yo ya te debo cerca de cuatrocientos, pero te lo mandaré todo... todo…
Samóilenko se tomó con una mano ambas patillas, abrió las piernas y se quedó pensativo.
-Así… -musitó con reflexión. -Trescientos... Sí... Pero yo no tengo tanto. Tendré que pedirle prestado a alguien.
-¡Pídelos, por Dios! -dijo Layévskii, viendo por la expresión de Samóilenko, que éste quería darle el dinero y se lo daría seguro. –Pídelos, y yo te lo daré seguro. Te lo mandaré de Petersburgo tan pronto llegué allá. Con eso ya está tranquilo. ¡Mira qué, Sásha, -dijo, reviviendo, -vamos a tomar vino!
-Así... Y se puede vino…
Ambos fueron al comedor.
-¿Y cómo pues Nadiézhda Fiódorovna? -preguntó Samóilenko, poniendo sobre la mesa tres botellas y un plato con melocotones-. ¿Ella se quedará acaso?
-Todo lo arreglaré, todo lo arreglaré... -dijo Layévskii, sintiendo una marea de júbilo inesperada. –Yo después le mandaré dinero, ella vendrá a mi casa… Ya allá aclararemos nuestras relaciones. Por tu salud, amigo.
-¡Espera! –dijo Samóilenko-. Primero toma éste... Es de mi viñedo. Esta botella es del viñedo de Navarídze, y ésta es de Ajatúlov... Prueba las tres clases, y díme francamente... El mío como que tiene acidez. ¿Ah? ¿No hallas?
-Sí. Me consolaste, Alexánder Davídich. Gracias... Reviví.
-¿Con la acidez?
-Y el diablo sabe, no sé. ¡Pero tú eres un hombre soberbio, maravilloso!
Mirando su rostro pálido, excitado, bondadoso, Samóilenko recordó la opinión de Von Koren, de que a éstos había que eliminarlos, y Layévskii le pareció un niño débil e indefenso, que cualquiera podía ofender y eliminar.
-Y tú, cuando te vayas, reconcíliate con tu madre –dijo. -No está bien.
-Sí, sí, seguro.
Callaron un poco. Cuando se tomaron la primera botella, Samóilenko dijo:
-Si te reconciliaras con Von Koren. Ustedes, ambos, son dos hombres excelentes, inteligentes, y se miran el uno al otro como lobos.
-Sí, él es un hombre excelente, inteligente -convino Layévskii, dispuesto ahora a elogiar y perdonar a todos. -Es un hombre notable, pero acercarme a él me es imposible. ¡No! Nuestras naturas son demasiado diferentes. Yo soy una natura lánguida, débil, obediente; puede ser, en un buen momento, yo le tendería la mano, pero él me volvería la espalda... con desprecio.
Layévskii bebió
vino, se paseó de una esquina a la otra y continuó, parado en medio de la
habitación:
-Yo entiendo perfectamente a Von Koren. Es una natura firme, fuerte, despótica. Tú lo has oído, él habla de modo constante de la expedición, y eso no son palabras vanas. Él necesita el desierto, la noche de luna: a su alrededor, en las tiendas y a cielo abierto, duermen sus cosacos, sus baquianos y cargadores hambrientos y enfermos, torturados por las marchas penosas, el doctor y el sacerdote, y sólo él no duerme, y como Stanley, está sentado en una silla plegable, y se siente el rey del desierto y el amo de esos hombres. Él va a algún lugar, sus hombres gimen y mueren uno tras otro, y él va y va, al final de todo muere él mismo, y de todos modos sigue siendo un déspota y el rey del desierto, ya que las caravanas ven la cruz de su tumba a treinta o cuarenta millas, y reina en el desierto. Yo lamento que ese hombre no esté en el servicio militar. De él saldría un caudillo excelente, genial. Él sabría hundir su caballería en el río, y hacer un puente con los cadáveres, y en la guerra esa valentía es más necesaria que todas las fortificaciones y las tácticas. ¡Oh, yo lo entiendo a él perfectamente! Dime: ¿para qué él se consume aquí? ¿Qué le hace falta aquí?
-Estudia la fauna marina.
-No. ¡No,
hermano, no! -suspiró Layévskii. –A mí, en el barco, un científico forastero me
contó, que la fauna del Mar Negro es pobre, y que en su fondo, gracias a la
abundancia de hidrógeno sulfurado, es imposible la vida orgánica. Todos los
zoólogos serios trabajan en estaciones biológicas en Nápoles, o en
Villefranche. Pero Von Koren es independiente y testarudo: él trabaja en el
Mar Negro porque nadie trabaja aquí; él rompió con la universidad, no quiere
saber nada de los científicos ni de los colegas, porque es ante todo un déspota,
y después ya un zoólogo. De él, lo verás, va a salir algo grande. Él ya sueña
ahora, que cuando regrese de la expedición, se va a fumar la intriga y
la mediocridad de las universidades, y va a amarrar a los científicos al
cuerno del carnero19. El despotismo es tan fuerte en la ciencia como en la
guerra. Y él vive ya el segundo verano en este pueblito apestoso, porque es mejor
ser el primero en el pueblo, que el segundo en la ciudad. Aquí él es
águila y rey: tiene a todos los paisanos en sus manos, y los oprime con su
autoridad. Los metió en un puño a todos, se inmiscuye en los asuntos ajenos,
todo lo necesita, y todos le temen. Yo me escapo de sus garras, él siente eso,
y me odia. ¿No te ha dicho acaso, que a mí hay que eliminarme, o mandarme a los
trabajos sociales?
-Sí, -se echó a reír Samóilenko.
Layévskii también se echó a reír y bebió vino.
-Y sus ideales son despóticos -dijo riéndose y probando un melocotón. -Los simples mortales, si trabajan para el bien común, tienen en cuenta a su prójimo: a ti, a mí, en una palabra, al hombre. Para Von Koren pues, los hombres son cachorros y nulidades, son demasiado menudos para ser el objetivo de su vida. Él trabaja, va a ir a la expedición y se va a romper la crisma allá, no en nombre del amor al prójimo, sino en nombre de abstracciones como la humanidad, las generaciones futuras, una especie ideal de hombres. Él se preocupa por el mejoramiento de la especie humana, y en ese sentido nosotros, para él, sólo somos esclavos, carne de cañón, animales de carga; a unos los eliminaría, o los mandaría a los trabajos forzados, a otros los amarraría con la disciplina, los obligaría, como Arakchéev, a levantarse y acostarse al toque del tambor, pondría eunucos, para cuidar nuestra castidad y moralidad, ordenaría dispararle a cualquiera que se salga del círculo de nuestra moral estrecha, conservadora, y todo eso en nombre del mejoramiento de la especie humana... ¿Y qué es la especie humana? Una ilusión, un fantasma... Los déspotas siempre fueron unos ilusionistas. Yo, hermano, lo entiendo a él perfectamente. Yo lo aprecio y no niego su significado; este mundo se sustenta en hombres como él, y si el mundo nos fuera ofrecido sólo a nosotros, pues nosotros, con toda nuestra bondad y buenas intenciones, haríamos de él lo mismo, que estas moscas pues con ese cuadro.
Sí.
Layévskii se sentó junto a Samóilenko, y dijo con afición sincera:
Layévskii se sentó junto a Samóilenko, y dijo con afición sincera:
-¡Yo soy un hombre hueco, ínfimo, caído! El aire que respiro es el vino, el amor, en una palabra; yo hasta ahora compré la vida al precio de la mentira, la ociosidad y el apocamiento. Hasta ahora engañé a la gente y a mí mismo, y sufrí por eso, y mis sufrimientos fueron baratos y triviales. Ante el odio de Von Koren, yo encorvo la espalda tímidamente, porque por momentos yo mismo me odio y me desprecio.
Layévskii se paseó con inquietud de nuevo, de una esquina a la otra, y dijo:
-Yo me alegro de que veo claramente mis defectos y los reconozco. Eso me ayudará a resucitar y a hacerme otro hombre. Hijito mío, si supieras con qué pasión, con qué angustia yo ansío mi renovación. ¡Yo te juro que seré un hombre! ¡Lo seré! No sé si el vino habla por mí, o si es así en efecto, pero me parece que hace tiempo ya, que no vivía unos instantes tan luminosos y puros, como ahora en tu casa.
-Es hora, hermano, de dormir... -dijo Samóilenko.
-Sí, sí... Disculpa. Yo ahora…
Layévskii se revolvió cerca de los muebles y la ventana, buscando su visera.
-Gracias... -farfulló, suspirando. -Gracias... El halago y la palabra cariñosa están por encima de la limosna. Me has revivido.
Encontró su visera, se detuvo y echó una mirada culpable a Samóilenko.
-¡Alexánder Davídich! -dijo con voz suplicante.
-¿Qué?
-¡Permíteme, hijito, pasar la noche en tu casa!
-Ten la bondad... ¿por qué no pues?
Layévskii se acostó en el diván y conversó aún largo tiempo con el doctor.
X
Unos tres días después del pic-nic, María Konstantínovna fue a ver de repente a Nadiézhda Fiódorovna y, sin saludar, sin quitarse el sombrero, le tomó ambas manos, las apretó contra su pecho y le dijo con mucha inquietud:
-¡Querida mía, estoy inquieta, pasmada! Nuestro querido, simpático doctor, le trasmitió ayer a mi Nikodím Alexándrich, que su marido, al parecer, murió.
Dígame,
querida… Dígame, ¿es verdad?
-Sí, es verdad, murió, -respondió Nadiézhda Fiódorovna.
-¡Es horrible, horrible, querida! Pero no hay mal que por bien no venga. Su marido era, probablemente, un hombre divino, maravilloso, un santo, y esos hacen más falta en el cielo que en la tierra.
En el rostro de María Konstantínovna temblaron todos los rasguitos y puntitos, como si bajo su piel saltaran unas agujitas menudas, sonrió de modo almendrado y dijo extasiada, sofocada:
-Así, usted es libre, querida. Ahora puede mantener la cabeza en alto, y mirarle a la gente a los ojos con valentía. Desde aquí, Dios y la gente van a bendecir su unión con Iván Andréich. Es encantador. Yo tiemblo de alegría, no encuentro palabras. Querida, yo voy a ser su casamentera... Nikodím Alexándrich y yo la queremos tanto, permítanos bendecir su unión pura, legítima. ¿Cuándo, cuándo piensan casarse?
-Yo no pensé en eso, -dijo Nadiézhda Fiódorovna, liberando sus manos.
-¡Es imposible, querida! ¡Usted pensó, pensó!
-Por Dios, no pensé, -se echó a reír Nadiézhda Fiódorovna-. ¿Para qué casarnos? Yo no veo ninguna necesidad de eso. Vamos a vivir como vivíamos.
-¡Qué dice usted! -se horrorizó María Konstantínovna. ¡Por Dios, qué dice!
-Por el hecho de que nos casemos, no será mejor. Al contrario, es hasta peor. Perdemos nuestra libertad.
-¡Querida! ¡Querida, qué dice! -exclamó María Konstantínovna, reculando y juntando las manos. -¡Usted es extravagante! ¡Arrepiéntase! ¡Tranquilícese!
-¿O sea, cómo “tranquilizarme”? Yo todavía no he vivido, y usted, “¡tranquilícese!”
Nadiézhda Fiódorovna recordó que, en efecto, aún no había vivido. Terminó el curso en el instituto y se casó con un hombre que no quería, después se juntó con Layévskii, y vivió todo el tiempo con él en este litoral aburrido y desierto, en espera de algo mejor. ¿Acaso eso era vida?
«Y convendría casarnos...», -pensó, pero recordó a Kirílin y a Achmiánov, se sonrojó y dijo:
-No, es imposible. Si incluso Iván Andréich me lo suplicara de rodillas, y entonces me negaría.
María Konstantínovna, por un instante, estuvo sentada en el diván triste, seria y mirando a un punto, después se levantó y profirió fríamente:
-¡Adiós, querida! Disculpe la molestia. Aunque no es fácil para mí, debo decirle que, desde este día, entre nosotros todo ha terminado, y a pesar de mi profunda estimación por Iván Andréich, la puerta de mi casa está cerrada para ustedes.
Ella profirió eso de modo solemne, pero fue aplastada por su propio tono solemne; su rostro tembló de nuevo, adquirió una expresión tierna, almendrada, tendió sus dos manos a la asustada, confundida Nadiézhda Fiódorovna, y dijo de modo suplicante:
-¡Querida mía, permítame siquiera por un instante ser su madre, o su hermana mayor! Yo voy a serle franca, como una madre.
Nadiézhda Fiódorovna sintió en su pecho tal calidez, júbilo y compasión por sí misma, como si en efecto su madre hubiera resucitado y estuviera parada ante ella. Abrazó impetuosa a María Konstantínovna, y apretó su rostro contra su hombro. Ambas lloraron. Se sentaron en el diván y sollozaron unos instantes, sin mirarse la una a la otra, y sin fuerzas para pronunciar ni una palabra.
-Querida, niña mía, -empezó María Konstantínovna-, yo voy a decirle verdades crudas, sin apiadarme de usted.
-¡Por Dios, por Dios!
-Confíe en mí, querida. Recuerde, que de todas las señoras de aquí, sólo yo la recibía. Usted me espantó desde el primer día, pero yo no tuve fuerzas para verla con desprecio, como todas. Yo sufría, por el querido y bondadoso Iván Andréich, como por un hijo. Un joven en una tierra extraña, inexperto, débil, sin su madre, y me torturaba, me torturaba... Mi marido estaba en contra de conocerlo, pero yo lo persuadí… lo convencí... Empezamos a recibir a Iván Andréich, y con él, por supuesto, a usted, de otro modo él se hubiera insultado. Yo tengo una hija, un hijo... Entiende, una mente tierna, infantil, un corazón puro... “¡Pero si alguien seduce a uno de esos pequeños!20” Yo la recibía y temblaba por los niños. Oh, cuando usted sea madre entenderá mi temor. Y todos se asombraban de que yo la recibía, disculpe, como a una decente, me insinuaban… bueno, por supuesto, los chismes, las hipótesis... Yo la condenaba en lo profundo de mi alma, pero usted era infeliz, se veía lastimera, extravagante, y yo sufría por la lástima.
-¿Pero por qué? ¿Por qué? -preguntó Nadiézhda Fiódorovna con todo el cuerpo temblando. -¿Qué yo le hice a nadie?
-Usted es una pecadora terrible. Usted violó el voto que dio a su marido ante al altar. Sedujo a un muchacho excelente que, puede ser, si no la hubiera encontrado a usted, hubiera tomado una amiga para la vida, una legítima, de una buena familia de su círculo, y sería ahora como todos. Usted arruinó su juventud. ¡No hable, no hable, querida! Yo no creo que el hombre sea el culpable de nuestros pecados. Las mujeres siempre son las culpables. Los hombres, en la vida hogareña, son superficiales, viven con la mente y no con el corazón, no entienden mucho, pero la mujer lo entiende todo. Todo depende de ella. Le ha sido dado mucho, y se le exige mucho. Oh, querida, si ella fuera en ese sentido más tonta o más débil que los hombres, pues Dios no le confiaría la educación de los niños y las niñas. Y luego, querida, usted entró en la senda del vicio, olvidando toda vergüenza; otra en su situación se hubiera ocultado de la gente, estaría encerrada en su casa, y la gente la vería sólo en el templo de Dios, pálida, vestida toda de negro, llorosa, y cada uno diría con una aflicción auténtica: «¡Dios, eso el ángel pecador regresa a ti de nuevo...!» Pero usted, querida, olvidó toda modestia, vivió abiertamente, de modo extravagante, como si estuviera orgullosa del pecado, usted jugueteó, se rió a carcajadas, y yo, viéndola, temblaba de horror, y temía que un rayo celestial fulminara nuestra casa, en el momento en que usted estaba sentada allí. ¡Querida, no hable, no hable! -gritó María Konstantínovna, al advertir que Nadiézhda Fiódorovna quería hablar. -Confíe en mí, yo no la engañaré, ni le ocultaré a los ojos de su alma ni una verdad. Escúcheme pues, querida… Dios señala a los grandes pecadores, y usted ha sido señalada. ¡Recuerde, sus vestidos siempre eran horribles!
Nadiézhda Fiódorovna, que siempre había tenido la mejor opinión de sus vestidos, dejó de llorar y le echó una mirada asombrada.
-¡Sí, horribles! -continuó María Konstantínovna-. Por lo rebuscado y abigarrado de sus vestidos, cualquiera podía juzgar su conducta. Todos, al verla, se reían y se encogían de hombros, y yo sufría, sufría… ¡Y perdóneme, querida, usted no es limpia! Cuando yo la encontraba en el baño, usted me hacía temblar. La pieza superior aún por aquí, por allá, pero la falda, la camisa... querida, ¡me sonrojo! Al pobre Iván Andréich nadie le anudaba la corbata tampoco, como se debe, y por la camisa y por las botas, pobrecito, se veía que en su casa nadie velaba por él. Y usted siempre lo tiene hambriento, a mi hijito, y en efecto, si en la casa no hay nadie que se ocupe del samovar y el café, pues a la fuerza te gastas la mitad de tu salario en el pabellón. ¡Y en su casa es, simplemente, un horror, un horror! En toda la ciudad nadie tiene moscas, y en su casa no hay empapelado por ellas, todos los platos y los platitos negros. En las ventanas y las mesas, eche una mirada, polvo, moscas muertas, vasos... ¿Para qué los vasos ahí? Y querida, hasta ahora la mesa no está recogida. Y a su dormitorio da vergüenza entrar: la ropa interior tirada por dondequiera, sus cauchitos colgados de las paredes, cierta vajilla ahí... ¡Querida! ¡El marido no debe saber nada, y la mujer debe ser ante él pura, como un angelito! Yo me despierto cada mañana apenas aclara, y me lavo la cara con agua fría, para que mi Nikodím Alexándrich no se dé cuenta de que estoy medio dormida.
-Todo eso son tonterías, -sollozó Nadiézhda Fiódorovna-. ¡Si yo fuera feliz, pero soy tan infeliz!
-¡Sí, sí, usted es muy infeliz! -suspiró María Konstantínovna, apenas conteniéndose para no romper a llorar. -¡Y a usted le espera en el futuro una pena terrible! Una vejez solitaria, enfermedades, y después responder ante el Juicio Final... ¡Horrible, horrible! Ahora el mismo destino le tiende una mano de ayuda, y usted la rechaza de modo insensato. ¡Cásese pronto, cásese!
-¡Sí, hace falta, hace falta, -dijo Nadiézhda Fiódorovna, -pero es imposible!
-¿Por qué pues?
-¡Es imposible! ¡Oh, si usted supiera!
Nadiézhda Fiódorovna quería contar de Kirílin, y de cómo ella ayer por la noche, se había encontrado en el muelle con el joven y bonito Achmiánov, y de cómo le había venido a la cabeza la idea alocada, risible, de librarse de la deuda de trescientos rublos; había sido muy risible, y regresó a la casa por la noche tarde, sintiéndose una caída y una perdida sin remedio. Ella misma no sabía cómo sucedió.
Y quiso ahora jurarle a María Konstantínovna que le pagaría la deuda seguro, pero los sollozos y la vergüenza le impedían hablar.
-Yo me iré, -dijo. -Que Iván Andréich se quede, y yo me iré.
-¿A dónde?
-A Rusia.
-¿Pero de qué va a vivir allá? Pues usted no tiene nada.
-Voy a dedicarme a las traducciones, o... o abriré una biblioteca pequeña.
-No fantasee, mi querida. Para la biblioteca pequeña hace falta dinero. Bueno, yo ahora la voy a dejar, y usted cálmese y piense un poco, y mañana venga a verme contenta. ¡Eso será encantador! Bueno, adiós, mi angelito. Déjeme que la bese.
María Konstantínovna besó en la frente a Nadiézhda Fiódorovna, la persignó y salió en silencio. Se hacía ya oscuro, y Olga encendió la luz en la cocina. Siguiendo llorando, Nadiézhda Fiódorovna fue al dormitorio y se acostó en la cama. La empezó a castigar una fuerte calentura. Acostada, se desvistió, enrolló el vestido hacia los pies, y se encogió bajo la manta como un ovillo. Tenía sed, y no había quien le diera de beber.
-¡Yo te la daré! -se decía a sí misma, y en el delirio le parecía que estaba sentada junto a cierta enferma, y se reconocía en ella. -Yo te la daré. Sería estúpido pensar que yo, por el dinero... Yo me iré y le mandaré dinero desde Petersburgo. Primero cien… después cien… y después cien…
Layévskii llegó por la noche tarde.
-Primero cien... -le dijo Nadiézhda Fiódorovna, -después cien…
-Si tomaras quinina, -dijo y pensó: «Mañana es miércoles, el barco se va, y yo no me iré. Entonces, tendré que vivir aquí hasta el sábado.»
Nadiézhda Fiódorovna se puso de rodillas en la cama.
-¿Yo no decía nada ahora? –preguntó sonriendo y entornando los ojos por la vela.
-Nada. Habrá que llamar al doctor mañana por la mañana. Duerme.
Tomó una almohada y fue hacia la puerta. Después de haber decidido irse de modo definitivo, y dejar a Nadiézhda Fiódorovna, ella empezó a darle lástima y producirle una sensación de culpa; en su presencia le daba un poquito de vergüenza, como en presencia de una yegua vieja o enferma a la que decidieron matar. Se detuvo en la puerta y la miró.
-En el pic-nic estuve irritado, y te dije una grosería. Discúlpame, por Dios.
Dicho esto, fue a su gabinete, se acostó y no pudo dormir en largo tiempo.
Cuando al otro día Samóilenko, vestido, con motivo del día listado, con su uniforme de gala completo, con charreteras y órdenes, tras tomarle el pulso a Nadiézhda Fiódorovna y echarle un vistazo a su lengua, salía del dormitorio, Layévskii, parado en el umbral, le preguntó alarmado:
-¿Bueno, qué? ¿Qué?
Su rostro expresaba miedo, inquietud extrema y esperanza.
-Cálmate, no es nada peligroso, -dijo Samóilenko. -La calentura ordinaria.
-Yo no de eso, -arrugó el ceño Layévskii con impaciencia-. ¿Conseguiste el dinero?
-Alma mía, disculpa, -susurró Samóilenko, mirando hacia la puerta y confundido. -¡Por Dios, disculpa! Nadie tiene dinero, y yo reuní por ahora a cinco y diez rublos, al final de todo hay ciento diez. Hoy hablaré con alguien más. Aguanta.
-¡Pero el plazo límite es el sábado! -susurró Layévskii, temblando de impaciencia. -¡Por todos los santos, antes del sábado! Si yo no me voy el sábado, pues no me hace falta nada… ¡nada! ¡No entiendo cómo un doctor puede no tener dinero!
-Sí, Señor, a tu voluntad… -susurró Samóilenko con rapidez, tenso, e incluso le chilló algo en la garganta, -todo me lo quitaron, me deben siete mil, y yo debo por doquier. ¿Acaso soy culpable?
-Entonces, ¿lo consigues para el sábado? ¿Sí?
-Voy a intentar.
-¡Te lo suplico, hijito! Así, que el viernes por la mañana, tenga yo el dinero en la mano.
Samóilenko se sentó y recetó una solución de quinina, bromato de potasio, una infusión de ruibarbo, tincturae gentianae y aquae foeniculi, todo eso en una mixtura, añadió sirope de rosa para que no fuera amargo, y se fue.
XI
-Tienes un aspecto, como si fueras a arrestarme, -dijo Von Koren al ver a Samóilenko entrando a su casa en uniforme de gala.
-Y yo iba cerca y pienso, deja pues pasar, a visitar a la zoología, -dijo Samóilenko sentándose a una gran mesa, armada por el mismo zoólogo con simples tablas. -¡Saludos, santo padre! –le asintió con la cabeza al diácono, que estaba sentado junto a la ventana y copiaba algo. –Me siento un minuto y me voy corriendo a casa, a disponer en cuanto al almuerzo. Ya es hora... ¿No los molesto?
-En absoluto, -respondió el zoólogo, distribuyendo por la mesa unos papelitos escritos con letra menuda. –Nos dedicamos a la copia...
-Así… Oh, Dios mío, Dios mío… -suspiró Samóilenko, y arrastró con cuidado por la mesa un libro polvoriento, sobre el que yacía un falangio muerto y seco. -¡Pero! Imagínate, va algún escarabajo verdecito por sus asuntos, y de pronto se encuentra por el camino con esta anatema. ¡Me imagino, qué horror!
-Sí, supongo.
-¿Le fue dado el veneno, para defenderse de sus enemigos?
-Sí, para defenderse y atacar él mismo.
-Así, así, así... Y todo en la naturaleza, hijitos míos, es congruente y explicable, -suspiró Samóilenko-. Sólo miren lo que no entiendo. Tú, un hombre con una mente grandiosa, explícame pues, por favor. Hay unas fierecitas, ¿sabes?, no más grandes que una rata, de aspecto bonito, pero viles y amorales, te diré, en grado sumo. Va una fierecita así, supongamos, por el bosque, vio un pajarito, lo atrapó y se lo comió. Sigue adelante, y ve en la hierba un nido con huevos; ya no quiere jamar, está llena, pero de todas formas muerde un huevo, y a los otros los echa del nido con la patita. Después encuentra una ranita, y dale a jugar con ella. Torturó a la ranita, va y se relame, y a su encuentro viene el escarabajo. Le da al escarabajo con la patita… Y todo lo estropea y lo destruye por el camino… Se mete en las madrigueras ajenas, revuelve los hormigueros por gusto, muerde a los caracoles… Se encuentra una rata, entra en pelea con ella, ve una culebra o un ratoncito, hay que ahogarlos. Y así todo el día. Bueno, dime, ¿para qué hace falta esa fiera? ¿Para qué fue creada?
-Yo no sé de qué fierecita hablas tú, -dijo Von Koren-, probablemente, de alguno de los insectívoros. Bueno, ¿qué pues? El pájaro cayó en sus manos por no ser cuidadoso, destruyó el nido con los huevos porque el pájaro no era hábil, hizo mal el nido y no supo disfrazarlo. La ranita, probablemente, tiene algún defecto en el tinte del color, pues de otro modo no la hubiera visto, y demás. Tu fiera destruye sólo a los débiles, a los no hábiles, a los no cuidadosos, en una palabra, a los que tienen defectos, a los que la naturaleza no encuentra necesario trasmitir a la descendencia. Se quedan vivos sólo los más astutos, cuidadosos, fuertes y desarrollados. De esta forma, tu fierecita, sin sospecharlo ella misma, sirve a los grandes objetivos de la perfección.
-Sí, sí, sí... A propósito, hermano, -dijo Samóilenko con soltura, -préstame pues unos cien rublos.
-Bueno. Entre los insectívoros se encuentran sujetos muy interesantes. Por ejemplo, el topo. Se dice de él que es útil, ya que extermina a los insectos dañinos. Cuentan, como que cierto alemán le envió al emperador Guillermo I una pelliza de pieles de topo, y que el emperador ordenó hacerle una reprensión, por exterminar tal cantidad de animales útiles. Y entre tanto, el topo, en crueldad, no cede en absoluto a tu fierecita, y además pues, es muy dañino, ya que estropea las praderas terriblemente.
Von Koren abrió un cofrecito, y sacó de allí un billete de cien rublos.
-El topo tiene una caja torácica fuerte, como la del murciélago, -continuó, cerrando el cofrecito , -unos huesos y unos músculos muy desarrollados, una boca armada en extremo. Si tuviera el tamaño de un elefante, pues sería un animal destructor, invencible. Es interesante, cuando dos topos se encuentran bajo tierra, pues ambos, como de común acuerdo, empiezan a cavar un terreno, ese terreno les hace falta para pelearse más cómodo. Tras hacerlo, entran en un combate feroz, y pelean hasta que cae el más débil. Toma pues los cien rublos, -dijo Von Koren bajando el tono, -pero con la condición, de que no los tomes para Layévskii.
-¿Y si fueran para Layévskii? –se inflamó Samóilenko-. ¿Qué asunto tuyo es?
-Para Layévskii no te los puedo dar. Yo sé que a ti te gusta prestar. Tú le prestarías hasta al bandido Kerim, si te lo pidiera, pero disculpa, ayudarte en ese sentido, yo no puedo.
-¡Sí, yo te lo pido para Layévskii! –dijo Samóilenko, levantándose y agitando la mano derecha. -¡Sí! ¡Para Layévskii! Y ningún diablo, ni ningún demonio tiene derecho a enseñarme, cómo yo debo disponer de mi dinero. ¿A usted no se le ofrece dármelo? ¿No?
El diácono se carcajeó.
-Tú no te acalores, sino razona-dijo el zoólogo-. Beneficiar al sr. Layévskii, para mí, es tan inteligente como regar la mala hierba, o alimentar a las langostas.
-¡Y para mí, nosotros estamos obligados a ayudar al prójimo! -gritó Samóilenko.
-¡En ese caso, ayuda pues a ese turco hambriento, que está acostado junto a la valla! Es un trabajador, y es más necesario y útil que tu Layévskii. ¡Dale a él esos cien rublos! ¡O dóname cien rublos para la expedición!
-¿Tú me los vas a dar o no, te pregunto?
-Tú dime con franqueza: ¿para qué le hace falta a él el dinero?
-Eso no es un secreto. Le hace falta irse el sábado a Petersburgo.
-¡Mira cómo! –dijo Von Koren alargadamente. –Ajá… Entendemos. ¿Y ella se va con él, o cómo?
-Ella por ahora se queda aquí. Él va a arreglar sus asuntos en Petersburgo, y le enviará dinero, entonces ella se irá.
-¡Astuto!.. -dijo el zoólogo, y se echó a reír con una breve risa de tenor. -¡Astuto! Bien pensado.
Se acercó a Samóilenko con rapidez y, poniéndose cara a cara, mirándole a los ojos, le preguntó:
-Tú dime con franqueza: ¿la dejó de querer? ¿Sí? Dime: ¿la dejó de querer? ¿Sí?
-Sí, -pronunció Samóilenko y sudó.
-¡Qué repugnante es esto! -dijo Von Koren, y por su rostro se veía que sentía repulsión. -Una de dos, Alexánder Davídich: o tú estás en una conspiración con él, o pues, disculpa, eres un pazguato. ¿Será posible que no entiendas, que él te dirige como a un chiquillo, de la manera más desvergonzada? Pues está claro como el día, que él quiere librarse de ella y dejarla aquí. Ella se echará sobre tus espaldas, y está claro como el día, que tendrás que enviarla a Petersburgo por tu cuenta. ¿Será posible que tu hermoso amigo te ciegue con sus virtudes hasta tal punto, que tú no ves hasta las cosas más simples?
-Eso son sólo suposiciones, -dijo Samóilenko sentándose.
-¿Suposiciones? ¿Y por qué él se va solo, y no con ella? ¿Y por qué, pregúntale, no va ella delante, y él después? ¡Bestia ladina!
Aplastado por dudas y sospechas repentinas en cuanto a su amigo, Samóilenko de pronto se debilitó y bajó el tono.
-¡Pero eso es imposible! -dijo, recordando esa noche en que Layévskii pernoctó en su casa. -¡Él sufre tanto!
-¿Qué pues hay de eso? Los ladrones y los incendiarios sufren también.
-Admitamos, incluso, que tú tienes razón... –dijo Samóilenko con reflexión. -Admitamos... Pero él es un joven, en una tierra extraña... un estudiante, nosotros también somos estudiantes, y excepto nosotros, aquí no hay nadie que le brinde apoyo.
-¡Ayudarle a cometer una villanía, sólo porque tú y él, en tiempos distintos, estuvieron en la universidad, y ambos no hicieron nada allí! ¡Qué sandez!
-Espera, vamos a razonar con sangre fría. Se va a poder, supongo, arreglarlo así pues… -entendía Samóilenko moviendo los dedos. –Yo, entiendes, le daré el dinero, pero le tomaré su palabra de honor, de noble, de que dentro de una semana le expedirá a Nadiézhda Fiódorovna para el camino.
-Y él te dará su palabra de honor, hasta llorará y se creerá a sí mismo, ¿pero el valor pues de esa palabra? Él no la va a mantener, y cuando te lo encuentres dentro uno o dos años en la Niévskii, con un nuevo amor de la manita, pues se va a justificar con que lo mutiló la civilización, y con que es una copia de Rúdin. ¡Déjalo tú a él, por Dios! ¡Aléjate del fango y no excaves con las dos manos!
Samóilenko pensó un instante y dijo resuelto:
-Pero yo, de todas formas, le daré el dinero. Como quieras. Yo no estoy en condición de negarle a un hombre, solamente, sobre el fundamento de las suposiciones.
-Y excelente. Bésate con él.
-Así dame pues cien rublos -le rogó Samóilenko con timidez.
-No te doy.
Sobrevino un silencio. Samóilenko estaba debilitado por completo, su rostro adquirió una expresión culpable, avergonzada y servicial; y como que era extraño ver ese rostro triste, infantilmente confundido, en un hombre enorme con charreteras y órdenes.
-El ilustrísimo local recorre su diócesis no en una carroza, sino montado a caballo, -dijo el diácono poniendo la pluma. -Su aspecto, sentado en el caballo, es sumamente conmovedor. Su sencillez y modestia están colmadas de grandeza bíblica.
-¿Es buen hombre? -preguntó Von Koren, que se alegraba de cambiar la conversación.
-¿Y si no cómo pues? ¿Si no fuera bueno, pues acaso lo hubieran ordenado obispo?
-Entre los obispos se encuentran hombres muy buenos y dotados, -dijo Von Koren-. Sólo es una lástima que muchos de ellos tienen una debilidad: imaginarse hombres de Estado. Uno se dedica a rusificar, el otro critica las ciencias. Eso no es asunto de ellos. Sería mejor que pasaran por el consistorio más a menudo.
-Un hombre laico no puede juzgar a un obispo.
-¿Por qué pues, diácono? Un obispo es tal hombre, como yo.
-Es tal, pero no es tal, -se ofendió el diácono tomando la pluma. -Si fuera tal, pues sobre usted descansaría una bendición, y usted mismo sería obispo, y si usted no es obispo, pues eso significa que no es tal.
-¡No delires, diácono! –dijo Samóilenko con angustia. –Escucha, mira lo que se me ocurrió, -se dirigió a Von Koren-. Tú, esos cien rublos, no me los des. Tú, hasta el invierno, vas a almorzar en mi comedor unos tres meses más, así pues, dame adelantado por tres meses.
-No te doy.
Samóilenko parpadeó y se puso púrpura; maquinalmente, arrastró hacia sí el libro con el falangio y le echó una mirada, después se levantó y tomó su gorro. A Von Koren le dio lástima.
-¡Pues dígnese a vivir y tratar un asunto con estos señores! –dijo el zoólogo e, indignado, empujó con el pie cierto papel hacia la esquina. -¡Entiende pues, que eso no es bondad, ni amor, sino apocamiento, libertinaje, veneno! ¡Lo que hace la razón, lo destruyen vuestros corazones blandos, que no sirven para nada! Cuando yo era alumno de gimnasio, estuve enfermo de tifus abdominal; mi tía, por compasión, me dio de comer hongos marinados, y yo casi no me muero. Entiende tú junto con mi tía, que el amor al hombre no debe estar en el corazón, ni en la cuchara ni en los riñones, ¡sino aquí pues!
Von Koren se golpeó la frente.
-¡Toma! –dijo, y le arrojó el billete de cien rublos.
-En vano te enojas, Kólia –dijo dócilmente Samóilenko doblando el billete. –Yo te entiendo perfectamente, pero... ponte en mi situación.
-¡Eres una mujer vieja, mira qué!
El diácono se carcajeó.
-¡Escucha, Alexánder Davídich, mi último ruego! -dijo acalorado Von Koren-. Cuando vayas a darle el dinero a ese bellaco, pues ponle una condición: que se vaya con su señora, o que la envíe adelante, y de otro modo no se lo des. No hay por qué andar con ceremonias con él. Así y dile, y si no se lo dices, pues te doy mi palabra de honor, que voy a ir a su oficina, y lo voy a tirar allá por la escalera, y a ti no te voy a saludar. ¡Así lo sabes!
-¿Qué pues? Si él se va con ella, o la envía adelante, pues para él mismo es más cómodo, -dijo Samóilenko-. Él incluso se va a alegrar. Bueno, adiós.
Se despidió con ternura y salió pero, antes de cerrar la puerta tras de sí, miró a Von Koren, puso una cara terrible y le dijo:
-¡Eso a ti, hermano, te echaron a perder los alemanes! ¡Sí! ¡Los alemanes!
XII
Al otro día, el jueves, María Konstantínovna festejaba el día de cumpleaños de su Kóstia. A mediodía todos estaban invitados a comer el pastel, y por la tarde a tomar el chocolate. Cuando llegaron al atardecer Layévskii y Nadiézhda Fiódorovna, el zoólogo, ya sentado en la sala y tomando chocolate, le preguntó a Samóilenko:
-¿Tú hablaste con él?
-Aún no.
-Mira pues, no andes con ceremonias. ¡Yo no entiendo el descaro de estos señores! Pues saben perfectamente, la opinión que tiene esta familia de su concubinato, y entre tanto se meten aquí.
-Si prestar atención a cada prejuicio, -dijo Samóilenko, -pues tendría uno que no ir a ningún lugar.
-¿Acaso la repulsión de la masa al amor sin matrimonio y al libertinaje, es un prejuicio?
-Por supuesto. Un prejuicio y una odiosidad. Los soldados, al ver a una señorita de conducta ligera, se ríen a carcajadas y chiflan, pero pregúntales pues: ¿quiénes son ellos?
-No en vano chiflan. El que las muchachas ahoguen a sus hijos ilegítimos y vayan a los trabajos forzados, o que Anna Kariénina se tire bajo el tren, o que en los pueblos embarren los portones con alquitrán, y que a ti y a mí, no se sabe por qué, nos guste la pureza de Katia, y que cada uno sienta vagamente la necesidad de un amor puro, aunque sabe que ese amor no existe, ¿acaso todo eso es un prejuicio? Eso, hermano, es lo único que sobrevivió de la selección natural, y si no fuera por esa fuerza oscura que regula las relaciones de los sexos, los señores Layévskii te enseñarían donde invernan los cangrejos, y la humanidad degeneraría en dos años.
Layévskii entró a la sala, saludó a todos y, al estrechar la mano de Von Koren, sonrió de modo servicial. Esperó un momento oportuno y le dijo a Samóilenko:
-Disculpa, Alexánder Davídich, me hace falta decirte dos palabras.
Samóilenko se levantó, lo abrazó por el talle, y ambos fueron al gabinete de Nikodím Alexándrich.
-Mañana es viernes... -dijo Layévskii comiéndose las uñas. -¿Tú conseguiste lo que me prometiste?
-Conseguí solamente doscientos diez. El resto lo consigo hoy, o mañana. Está tranquilo.
-¡Gracias a Dios!.. -suspiró Layévskii, y las manos le temblaron de júbilo-. Tú me salvas, Alexánder Davídich, y te juro por Dios, por mi felicidad y por lo que quieras, que te voy a mandar ese dinero al mismo instante de mi llegada. Y la vieja deuda te la voy a mandar.
-Mira qué, Vánia... -dijo Samóilenko, tomándolo por un botón y sonrojado-. Tú disculpa, que me inmiscuya en tus asuntos familiares, pero... ¿por qué no te vas con Nadiézhda Fiódorovna?
-Excéntrico, ¿pero acaso eso se puede? Uno de nosotros debe quedarse seguro, de otro modo los acreedores van a empezar a dar aullidos. Pues yo le debo a las tiendas unos setecientos rublos, si no más. Espera, les mandaré ese dinero, cerraré la boca, y entonces ella saldrá de aquí.
-Así... ¿Pero, por qué no la envías a ella delante?
-¡Ah, Dios mío, ¿acaso es posible? -se horrorizó Layévskii-. Pues ella es una mujer, ¿qué va a hacer allá sola? ¿Qué entiende ella? Eso es sólo una pérdida de tiempo y más gasto de dinero.
«Razonable...», -pensó Samóilenko, pero recordó su conversación con Von Koren, bajó los ojos y dijo sombriamente:
-Yo no puedo convenir contigo. O ve con ella, o envíala delante, de otro modo... de otro modo no te voy a dar el dinero. Es mi última palabra...
Retrocedió, se abalanzó de espalda sobre la puerta y salió a la sala sonrojado, con una turbación terrible.
«El viernes... el viernes, -pensaba Layévskii al volver a la sala. –El viernes...»
Le ofrecieron una taza de chocolate. Se quemó los labios y la lengua con el chocolate caliente, y pensaba:
«El viernes... el viernes...»
La palabra «viernes», por algo, no se le iba de la cabeza; no pensaba en otra cosa que en el viernes, y para él sólo estaba claro, pero no en su cabeza, sino en algún lugar debajo de su corazón, que no se iría el sábado. Ante él estaba parado Nikodím Alexándrích, pulcrito, con las sienes peinadas, y le rogaba:
-Tome, le ruego humildemente...
María Kosntantínovna les mostraba a los visitantes las notas de Katia, y decía alargadamente:
-¡Ahora es terrible, terriblemente difícil estudiar! Exigen tanto...
-¡Mamá! -gimió Katia, sin saber dónde meterse por la vergüenza y los elogios.
Layévskii también echó una mirada a las notas y las elogió. Ley divina, Lengua rusa, Conducta, los cincos y los cuatros le saltaban en los ojos, y todo eso, junto con el "viernes" que se le apegaba, las sienes peinadas de Nikodím Alexándrich y las mejillas rojas de Katia, le pareció tal aburrimiento inabarcable, invencible, que casi gritó de desolación y se preguntó: «¿Será posible, será posible que no me vaya?»
Pusieron juntas dos mesas de juego, y se sentaron a jugar al «correo». Layévskii se sentó también.
«El viernes... el viernes... –pensaba, sonriendo y sacando un lápiz del bolsillo. -El viernes...»
Quería meditar su posición, pero temía pensar. Le daba miedo reconocer que el doctor lo había pescado en un engaño que por mucho tiempo y de modo cuidadoso se había ocultado a sí mismo. Cada vez, al pensar en su futuro, no le daba plena libertad a sus ideas. Él se sentaría en el vagón y se iría, eso resolvería la cuestión de su vida, y no soltaba más sus ideas. Como una lucecita lejana y opaca en el campo, así, rara vez, le pasaba por su cabeza la idea de que en algún lugar, en uno de los callejones de Petersburgo, en un futuro lejano, para separarse de Nadiézhda Fiódorovna y pagar sus deudas, tendría que recurrir a una pequeña mentira; mentiría sólo una vez, y luego sobrevendría una renovación total. Y eso era bueno: al precio de una mentira pequeña, compraría una verdad grande.
Pero ahora, cuando el doctor, con su rechazo, le insinuó de modo grosero el engaño, Layévskii entendió que iba a necesitar la mentira no sólo en el futuro lejano, sino también hoy, y mañana, y dentro de un mes, y acaso hasta el fin de su vida. En efecto, para irse tendría que mentirle a Nadiézhda Fiódorovna, a los acreedores y a la jefatura; luego, para conseguir dinero en Petersburgo, tendría que mentirle a su madre, decirle que ya se había separado de Nadiézhda Fiódorovna; y su madre no le daría más de quinientos rublos, entonces, él habría engañado ya al doctor, ya que no estaría en condición de enviarle en breve tiempo el dinero. Luego, cuando Nadiézhda Fiódorovna viniera a Petersburgo, habría que emplear toda una serie de engaños grandes y pequeños, para separarse de ella; y de nuevo serían las lágrimas, el aburrimiento, la vida abominable, la contrición, y entonces no habría ninguna renovación. Engaño y nada más. En la imaginación de Layévskii surgió toda una montaña de mentiras. Para brincarla de una vez, y no mentir por partes, habría que decidirse a una medida extrema; por ejemplo, sin decir una palabra, levantarse del lugar, ponerse el gorro e irse al instante sin dinero, sin decir una palabra, pero Layévskii sentía que eso era imposible para él.
«El viernes, el viernes... -pensaba-. El viernes...»
Escribían las notitas, las doblaban en dos y las ponían en el viejo cilindro de Nikodím Alexándrich, y cuando se acumulaban suficientes notitas, Kóstia, actuando como un cartero, andaba alrededor de la mesa y las repartía. El diácono, Katia y Kóstia, que recibían notitas risibles, y trataban de escribir de modo más risible, estaban en éxtasis.
«Tenemos que hablar», -leyó Nadiézhda Fiódorovna en una notita. Intercambió una mirada con María Konstantínovna, y ésta le sonrió de modo almendrado y le asintió con la cabeza.
«¿De qué pues hablar? -pensó Nadiézhda Fiódorovna-. Si no se puede contar todo, pues no hay para qué hablar.»
Antes de ir de visita, le había anudado la corbata a Layévskii, y esa acción banal había llenado su alma de ternura y tristeza. La alarma de su rostro, sus miradas distraídas, su palidez y el cambio incomprensible, que se había producido en él en los últimos tiempos, y el que ella le ocultara un secreto terrible, repulsivo, y que le temblaran las manos cuando le anudaba la corbata, todo eso le decía por algo que a ambos ya les quedaba poco tiempo de vivir juntos. Ella lo miraba como a un ícono, con miedo y contrición, y pensaba: “Perdóname, perdóname…” Enfrente, en la mesa, estaba sentado Achmiánov, y no apartaba de ella sus ojos negros, enamorados; el deseo la inquietaba, se avergonzaba de sí misma, y temía que, incluso, la angustia y la tristeza no le impidieran ceder a la pasión impura, si no hoy pues mañana, y que ella, como un borracho perdido, ya no tuviera fuerzas para detenerse.
Para no continuar esa vida, denigrante para ella e insultante para Layévskii, decidió irse. Le iba a suplicar con llanto que la dejara irse, y si él se resistía, pues se iría en secreto. Ella no le contaría lo que había sucedido. Que él guardara un recuerdo puro de ella.
«La amo, la amo, la amo», leyó. Eso era de Achmiánov.
Ella iba a vivir en algún lugar en la espesura, trabajar y enviarle a Layévskii dinero de parte “de un incógnito”, camisas bordadas y tabaco, y volvería a él solamente en la vejez, o en caso de que él se enfermara gravemente, y necesitara una asistenta. Cuando él se enterara en la vejez de las razones por las que ella se había negado a ser su esposa y lo había dejado, apreciaría su sacrificio y la perdonaría.
«Tiene usted una nariz larga». Eso debía ser del diácono o de Kóstia.
Nadiézha Fiódorovna imaginó cómo, al despedirse de Layévskii, lo abrazaría fuertemente, le besaría la mano y le juraría que lo amaría toda la vida, y después, viviendo en la espesura, entre gente extraña, ella pensaría todos los días que, en algún lugar, tenía un amigo, un hombre amado, puro, noble y elevado, que guardaba de ella un recuerdo puro.
«Si usted hoy no me concede una cita, pues yo tomaré medidas, le doy mi palabra de honor. Así no se procede con los hombres decentes, hay que entender eso”. Eso era de Kirílin.
XIII
«¿Quién pudo escribir esto? –pensó. –Por supuesto, no Samóilenko... Y no el diácono, ya que él no sabía que yo me quería ir. ¿Von Koren acaso?»
El zoólogo se inclinaba sobre la mesa y dibujaba una pirámide. A Layévskii le pareció que sus ojos sonreían.
«Probablemente, Samóilenko se fue de lengua...» -pensó Layévskii.
En la otra notita, con la misma letra quebrada, de largas colas y ganchitos, estaba escrito: «Y alguien no se irá el sábado.»
«Una burla estúpida -pensó Layévskii-. El viernes, el viernes...»
Algo le subió a la garganta. Se tocó la camisa y tosió, pero en lugar de tos se le escapó de la garganta una risa.
-¡Ja, ja, ja! –se carcajeó. -¡Ja, ja, ja! «¿Para qué esto yo?» -pensó. -¡Ja, ja, ja!
Intentó contenerse, se cubrió la boca con la mano, pero la risa le presionaba el pecho y el cuello, y la mano no podía cubrir la boca.
«¡Pero qué estúpido es esto! –pensaba, desternillándose de risa. -¿Me volví loco, o qué?»
La carcajada se hacía más y más alta, y se convirtió en algo parecido al ladrido de un perrito faldero. Layévskii quiso levantarse de la mesa, pero sus piernas no le obedecían, y su mano derecha de modo extraño, contra su voluntad, saltaba por la mesa, pescaba febrilmente los papelitos y los estrujaba. Vio miradas asombradas, el rostro seriamente asustado de Samóilenko y la mirada del zoólogo, llena de fría burla y repulsión, y entendió que tenía histeria.
«Qué escándalo, qué vergüenza, -pensaba, sintiendo en su rostro la calidez de las lágrimas. -¡Ah, ah, qué deshonra! Nunca me había pasado esto...»
He aquí lo tomaron del brazo y, apoyando su cabeza por detrás, lo llevaron a algún lugar; he aquí un vaso brilló ante sus ojos y le pegó en los dientes, y el agua se derramó sobre su pecho; he aquí una pequeña habitación, en el medio dos camas juntas, cubiertas con cobijas limpias, blancas como la nieve. Se desplomó en una cama y sollozó.
-No es nada, no es nada... -decía Samóilenko-. Eso pasa… Eso pasa...
Helada de miedo, con todo el cuerpo temblando y presintiendo algo horrible, Nadiézhda Fiódorovna estaba parada junto a la cama y le preguntaba:
-¿Qué te pasa?, ¿qué? Por Dios, habla...
«¿No le habrá escrito algo Kirílin?», -pensaba.
-No es nada... –dijo Layévskii riendo y llorando. –Vete de aquí, hijita.
Su rostro no expresaba ni odio ni repulsión: entonces, él no sabía nada; Nadiézhda Fiódorovna se calmó un poco y fue a la sala.
-¡No se inquiete, querida! -le dijo María Konstantínovna, sentándose a su lado y tomándola de la mano. -Se le pasará. Los hombres son tan débiles como nosotras, las pecadoras. Ustedes ambos sufren ahora una crisis... ¡eso se entiende tanto! Bueno, querida, yo espero una respuesta. Vamos a hablar.
-No, no vamos a hablar... –dijo Nadiézhda Fiódorovna, prestando oídos a los sollozos de Layévskii-. Yo tengo angustia... Permítame irme.
-¡Qué tiene, qué tiene, querida! -se asustó María Konstantínovna-. ¿Será posible que piense, que la voy a dejar ir sin cenar? Vamos a picar, y entonces vaya con Dios.
-Yo tengo angustia... -susurró Nadiézhda Fiódorovna y, para no caerse, se aguantó con ambas manos del brazo del sillón.
-¡Tiene convulsión! –dijo contento Von Koren entrando a la sala, pero al ver a Nadiézhda Fiódorovna se turbó y salió.
Cuando terminó la histeria, Layévskii estaba sentado en una cama ajena, y pensaba:
«¡Qué deshonra, lloriqueé como una muchacha! Debe ser, soy ridículo y asqueroso. Me iré por la puerta trasera... Por lo demás, eso significaría que le otorgo a mi histeria un significado serio. Convendría tomarla en broma...»
Se echó una mirada en el espejo, estuvo sentado un rato y salió a la sala.
-¡Y aquí estoy yo! –dijo sonriendo; le daba una vergüenza torturante, y sentía que a los otros les daba vergüenza también en su presencia. –Hay pues cada historia, -dijo sentándose. -Estaba sentado y de pronto, ¿saben?, sentí un dolor terrible y punzante en el costado... insoportable, mis nervios no lo resistieron, y... y salió esta cosa estúpida. ¡Nuestro siglo nervioso, no puedes hacer nada!
En la cena tomó vino, conversó y, a cada rato, suspirando febrilmente, se tocaba el costado, como mostrando que aún sentía el dolor. Y nadie, excepto Nadiézhda Fiódorovna, le creía, y él veía eso.
Pasadas las nueve fueron a pasear por el boulevard. Nadiézhda Fiódorovna, temiendo que Kirílin empezara a hablarle, intentaba mantenerse todo el tiempo cerca de María Konstantínovna y de sus hijos. Se había debilitado con el miedo y la angustia y, al presentir la calentura, se fatigaba y apenas movía las piernas, pero no iba a casa, ya que estaba segura de que Kirílin o Achmiánov irían tras ella, o acaso ambos. Kirílin iba detrás, junto a Nikodím Alexándrich, y cantaba a media voz:
-¡Jugar conmigo no lo permito! ¡Jugar conmigo no lo permito!
Del boulevard voltearon hacia el pabellón y fueron por la orilla, y miraron largo tiempo cómo el mar se ponía fosforescente. Von Koren se puso a explicar por qué se ponía fosforescente.
XIV
-Pero es hora de wintear… Me están esperando, -dijo Layévskii. -Adiós, señores.
-Y yo voy contigo, espera, -dijo Nadiézhda Fiódorovna y lo tomó del brazo.
Se despidieron de la sociedad y se fueron. Kirílin también se despidió, dijo que le era camino, y fue junto a ellos.
«Que sea lo que sea… -pensaba Nadiézhda Fiódorovna-. Deja…»
Le parecía que todos sus malos recuerdos le habían salido de la cabeza, y andaban a su lado en la tiniebla y respiraban con dificultad, y ella misma, como una mosca caída en el tintero, se arrastraba a la fuerza por la calzada, y manchaba de negro el costado y el brazo de Layévskii. Si Kirílin hacía algo malo, pensaba, pues de eso sería culpable no él, sino ella. Pues hubo un tiempo en que ningún hombre le hablaba así, como Kirílin, y ella misma había roto ese tiempo como un hilo, y lo había arruinado de modo irrevocable, ¿quién era culpable de eso? Aturdida por sus deseos, empezó a sonreírle a un hombre desconocido, probablemente, sólo porque era garboso y de alta estatura; en dos citas le aburrió y lo dejó, ¿y acaso por eso, -pensaba ahora, -él tenía derecho a proceder con ella como le placiera?
-Aquí, hijita, me despido de ti, -dijo Layévskii al detenerse. -Te va a acompañar Ilyá Mijáilich.
Hizo una reverencia a Kirílin y fue por el boulevard con rapidez, cruzó la calle hacia la casa de Sheshkóvskii, donde las ventanas brillaban, y luego se oyó cómo empujaba la portezuela.
-Permítame explicarme con usted, -empezó Kirílin-. Yo no soy un chiquillo, ni ningún Achkásov ni Lachkásov, o Zachkásov... ¡Yo exijo una atención seria!
A Nadiézhda Fiodorovna le empezó a palpitar el corazón fuertemente. No respondió nada.
-Su cambio brusco en su trato conmigo, yo me lo expliqué al principio como una coquetería, -continuó Kirílin, -pero ahora veo que usted, simplemente, no sabe tratar con hombres decentes. Usted quería, simplemente, jugar conmigo, como con ese chiquillo-armenio, pero yo soy un hombre decente, y exijo que procedan conmigo como con un hombre decente. Así, estoy a su servicio…
-Yo tengo angustia... –dijo Nadiézhda Fiódorovna y rompió a llorar, y se volteó para ocultar las lágrimas.
-Yo también tengo angustia, ¿pero qué sigue de eso pues?
Kirílin calló un poco, y dijo de modo preciso, pausado:
-Le repito, señora, que si no me da una cita hoy, pues hoy mismo voy a armar un escándalo.
-Déjeme hoy, -dijo Nadiézhda Fiódorovna y no reconoció su voz, hasta tal grado era lastimera y fina.
-Yo debo darle una lección... Disculpe por el tono grosero, pero necesito darle una lección. Sí, por desgracia, debo darle una lección. Yo exijo dos citas: hoy y mañana. Pasado mañana usted es libre por completo, y puede irse a los cuatro vientos, con quien le plazca. Hoy y mañana.
Nadiézhda Fiódorovna se acercó a su portezuela y se detuvo.
-¡Déjeme! –susurró con todo el cuerpo temblando, sin ver nada en la tiniebla, más que la guerrera blanca. –Usted tiene razón, yo soy una mujer horrible... soy culpable, pero déjeme... Se lo ruego... –ella rozó su mano fría y se estremeció, -se lo suplico...
-¡Ay! -suspiró Kirílin-. -¡Ay! No está en mis planes dejarla, yo sólo quiero darle una lección, darle a entender, y además pues, madame, yo le creo demasiado poco a las mujeres.
-Yo tengo angustia...
Nadiézhda Fiódorovna prestó oídos al regular rumor del mar, echó un vistazo al cielo salpicado de estrellas y quiso acabar con todo pronto, y librarse de la maldita sensación de la vida con su mar, estrellas, hombres, calenturas...
-Sólo no en mi casa... -dijo fríamente. -Lléveme a algún lugar.
-Vamos a casa de Miúridov. Es lo mejor.
-¿Dónde es?
-Cerca de la vieja muralla.
Ella fue por la calle con rapidez, y luego volteó por el callejón que conducía a las montañas. Estaba oscuro. En algún lugar de la calzada, yacían las lúcidas franjas pálidas de las ventanas iluminadas, y a ella le parecía que, como una mosca, ya caía en el tintero, ya salía arrastrándose hacia la luz. Kirílin iba tras ella. En un lugar tropezó, casi se cayó, y se echó a reír.
«Está borracho... -pensó Nadiézhda Fiódorovna-. Da lo mismo… da lo mismo... Deja».
Achmiánov también se despidió de su compañía y fue tras Nadiézhda Fiódorovna, para invitarla a montar en bote. Se acercó a su casa y echó una mirada a través de la empalizada: las ventanas estaban abiertas de par en par, no había luz.
-¡Nadiézhda Fiódorovna! -llamó.
Pasó un minuto. Llamó de nuevo.
-¡Quién está ahí! -se oyó la voz de Olga.
-¿Nadiézhda Fiódorovna está en casa?
-No, aún no llegó.
«Es extraño... Muy extraño... -pensó Achmiánov, empezando a sentir una fuerte inquietud. -Ella se fue a casa...»
Se paseó por el boulevard, después por la calle, y se asomó a la ventana de Sheshkóvskii. Layévskii, sin chaleco, estaba sentado a la mesa y miraba las cartas atentamente.
-Es extraño, es extraño...-musitó Achmiánov y, al recordar la histeria que había tenido Layévskii, le dió vergüenza. -¿Si no está en su casa, pues dónde está?
Fue de nuevo al apartamento de Nadiézhda Fiódorovna, y echó una mirada a las ventanas oscuras.
«Es un engaño, un engaño...», -pensaba, recordando que ella misma, al hallarlo hoy al mediodía en casa de los Bitiúgov, le había prometido montar en bote juntos por la noche.
Las ventanas de la casa donde vivía Kirílin estaban oscuras, y junto al portón, en un banco, estaba sentado el alguacil y dormía. A Achmiánov, cuando echó una mirada a las ventanas y al alguacil, todo se le hizo claro. Decidió irse a casa y fue, pero se encontró de nuevo cerca del apartamento de Nadiézhda Fiodorovna. Allí se sentó en un banco y se quitó el sombrero, sintiendo que la cabeza le ardía de celos y ofensa.
En la iglesia citadina el reloj sonaba sólo dos veces al día: a mediodía y a medianoche. Pronto, después que sonara la medianoche, se oyeron unos pasos apurados.
-¡Entonces, mañana por la noche de nuevo, en casa de Miúridov! -oyó Achmiánov, y reconoció la voz de Kirílin-. A las ocho. ¡Hasta pronto!
Junto a la empalizada apareció Nadiézhda Fiódorovna. Sin advertir que Achmiánov estaba sentado en el banco, pasó como una sombra por su lado, abrió la portezuela y, dejándola abierta, entró a la casa. En su habitación prendió una vela, se desvistió con rapidez, pero no se acostó en la cama, sino cayó de rodillas ante una silla, la abrazó y apoyó su frente en ésta.
Layévskii volvió a la casa pasadas las dos.
XV
Resuelto a mentir no de una vez, sino por partes, Layévskii, al otro día, pasada la una, fue a casa de Samóilenko a pedirle el dinero, para irse seguro el sábado. Después de la histeria de ayer, que añadió a su penoso estado de alma, aún una aguda sensación de vergüenza, quedarse en la ciudad era impensable. Si Samóilenko insistía en sus condiciones, pensaba, pues podría aceptarlas y tomar el dinero, y mañana, a la misma hora de la partida, decir que Nadiézhda Fiódorovna se negó a irse; desde por la tarde la podría convencer de que todo se hacía para su propio provecho. Y si Samóilenko, que se hallaba bajo la evidente influencia de Von Koren, le negaba el dinero en absoluto, o proponía algunas nuevas condiciones, pues él, Layévskii, se iría hoy mismo en un barco de carga, o incluso en un velero a Nuevo Athos o Novorossísk, le enviaría desde allí a su madre un telegrama humillante, y viviría allí hasta que su madre le enviara para el camino.
Al llegar a casa de Samóilenko, encontró en la sala a Von Koren. El zoólogo recién llegaba a almorzar y, como de costumbre, abriendo el álbum, examinaba a los hombres de cilindro y las damas con cofia.
«¡Qué importuno! -pensó Layévskii al verlo-. Puede molestar». –¡Saludos!
-Saludos, -respondió Von Koren sin mirarlo.
-¿Está en casa Alexánder Davídich?
-Sí. En la cocina.
Layévskii fue a la cocina pero, al ver por la puerta que Samóilenko estaba ocupado con la ensalada, volvió a la sala y se sentó. En presencia del zoólogo siempre sentía embarazo, y ahora temía que tendría que hablar de la histeria. Pasó más de un minuto callado. Von Koren de pronto levantó los ojos hacia Layévskii y le preguntó:
-¿Cómo se siente después de lo de ayer?
-Excelente, -respondió Layévskii sonrojándose. -En esencia, pues no hubo nada de particular...
-Hasta el día de ayer, yo siempre supuse que la histeria la tenían sólo las damas, y por eso pensé al principio que usted tenía el baile de San Vito.
Layévskii sonrió de modo servicial y pensó:
«Cuán poco delicado de su parte. Pues él sabe perfectamente que me es penoso…” -Sí, fue una historia risible, -dijo y continuó sonriendo. –Yo hoy me reí toda la mañana. Lo curioso de la recaída histérica, es que sabes que es absurda, y te ríes de alma de ésta, pero al mismo tiempo lloras. En nuestro siglo nervioso somos esclavos de nuestros nervios, ellos son nuestros amos y hacen con nosotros lo que quieren. La civilización, en ese sentido, nos prestó el servicio del oso...
Layévskii hablaba, y le era desagradable que Von Koren lo escuchara con seriedad y atentamente, sin parpadear, como si lo estudiara; y le daba fastidio consigo porque, a pesar de su desamor a Von Koren, no podía quitar de su rostro, de ningún modo, la sonrisa servicial.
-Aunque hay que reconocer, -continuó diciendo- que hubo razones cercanas para la recaída, y bastante fundadas. En los últimos tiempos mi salud se deterioró bastante. Añada a eso el aburrimiento, la constante falta de dinero, la ausencia de personas e intereses comunes... Una situación peor que la del gobernador.
-Sí, su situación es insoluble, -dijo Von Koren.
Esas palabras serenas, frías, que contenían ya una burla, ya una profecía importuna, insultaron a Layévskii. Recordó la mirada de ayer del zoólogo, llena de burla y repulsión, calló un poco y le preguntó, ya sin sonreír:
-¿Y usted de dónde conoce mi situación?
-Usted mismo recién habló de ella, y además, sus amigos sienten tal interés ardiente por usted, que todo el día sólo oyes de usted.
-¿Cuáles amigos? ¿Samóilenko, o qué?
-Sí, y él.
-Yo le rogaría a Alexánder Davídich, y en general a mis amigos, que se preocupen menos por mí.
-Mire, ahí viene Samóilenko, ruéguele que se preocupe menos por usted.
-Yo no entiendo su tono...-musitó Layévskii; se apoderó de él una sensación, como si sólo ahora pudiera entender que el zoólogo lo odiaba, lo despreciaba y se burlaba de él, y que el zoólogo era su enemigo más maligno e implacable.
-Guarde ese tono para algún otro, -dijo quedamente, sin tener fuerzas para hablar en voz alta por el odio, que ya le oprimía el pecho y el cuello, como ayer el deseo de reírse.
Entró Samóilenko sin chaleco, sudado y púrpura por la sequedad de la cocina.
-¿Ah, tú estás aquí? –dijo. –Saludos, hijito. ¿Tú almorzaste? No andes con ceremonias, di: ¿almorzaste?
-Alexánder Davídich, -dijo Layévskii levantándose-, si yo me dirigí a ti con algún ruego íntimo, pues eso no significa, que yo te liberara de la obligación de ser discreto, y respetar los secretos ajenos.
-¿Qué pasa? -se asombró Samóilenko.
-Si tú no tienes dinero -continuó Layévskii, alzando la voz y cambiando de pie por la inquietud,- pues no me lo prestes, niégamelo, ¿pero para qué anunciar en cada callejón, que mi situación es insoluble y demás? ¡Esas buenas acciones y servicios amistosos, cuando los hacen por un kópek y dicen que por un rublo, yo no los puedo soportar! ¡Te puedes jactar de tus buenas acciones cuanto te plazca, pero nadie te dió derecho a revelar mis secretos!
-¿Qué secretos? -preguntó Samóilenko sin entender y empezando a enojarse-. Si tú viniste a injuriar, pues vete. ¡Luego vendrás!
Recordó la regla de que, cuando te enojas con el prójimo, empiezas a contar mentalmente hasta cien, y te serenas, y se puso a contar con rapidez.
-¡Le ruego que no se ocupe de mí! -continuó Layévskii-. No me preste atención. ¡Qué asunto es de nadie mi ser, y cómo yo vivo! ¡Sí, yo quiero irme! Sí, yo contraigo deudas, bebo, vivo con una mujer ajena, tengo histeria, soy trivial, no de mente tan profunda como algunos, ¿pero de quién es asunto eso? ¡Respete al hombre!
-Tú, hermano, disculpa, -dijo Samóilenko contado hasta treinta y cinco. –pero…
-¡Respete al hombre! -lo interrumpió Layévskii-. Esas conversaciones constantes por cuenta ajena, los oh y los ah, esas pesquisas constantes, ese escuchar a escondidas, esas compasiones amistosas… ¡al diablo! ¡Me prestan dinero y me ponen condiciones, como a un chiquillo! ¡Me tratan sabe el diablo cómo! ¡Yo no deseo nada! –gritó Layévskii, tambaleándose por la inquietud, y temiendo que le entrara una histeria. –“Entonces, no me iré el sábado», le pasó por la mente. -¡Y no deseo nada! Sólo ruego, por favor, liberarme de la protección. ¡Yo no soy un chiquillo ni un loco, y les ruego que me quiten de arriba esa vigilancia!
Entró el diácono y, al ver a Layévskii pálido, agitando las manos y dirigiendo su extraño discurso al retrato del príncipe Vorontsóv, se detuvo en la entrada, como clavado.
-Ese constante asomarse a mi alma, -continuó Layévskii- insulta mi dignidad humana, y yo le ruego a los espías voluntarios suspender su espionaje. ¡Es suficiente!
-¿Qué tú… qué tú dijiste? -preguntó Samóilenko contado hasta cien, púrpura, al acercarse a Layévskii.
-¡Es suficiente! -repitió Layévskii, sofocado y tomando la visera.
-¡Yo soy un doctor ruso, un noble y un consejero civil! –dijo Samóilenko de modo pausado. -¡Yo nunca fui un espía, y no le permito a nadie que me insulte! –gritó con voz trémula, acentuando la última palabra. -¡A callar!
El diácono, que nunca había visto al doctor tan majestuoso, inflado, púrpura y terrible, se apretó la boca, salió corriendo de la habitación al vestíbulo y se desternilló de risa allí. Como en la niebla, Layévskii vio como Von Koren se levantó y, metidas las manos en los bolsillos del pantalón, se detuvo en tal pose, como si esperara qué vendría luego; esa pose serena le pareció a Layévskii insolente e insultante en grado sumo.
-¡Dígnese a retirar sus palabras! -gritó Samóilenko.
Layévskii, que ya no recordaba qué palabras había dicho, respondió:
-¡Déjeme en paz! ¡Yo no quiero nada! ¡Yo sólo quiero, que usted y los alemanes que provienen de los judíos me dejen en paz! ¡De otro modo voy a tomar medidas! ¡Voy a batirme!
-Ahora se entiende -dijo Von Koren saliendo de la mesa-. El sr. Layévskii quiere distraerse con un duelo antes de su partida. Yo puedo darle ese gusto. Sr. Layévskii, yo acepto su reto.
-¿Reto? -profirió quedamente Layévskii, acercándose al zoólogo y mirando con odio su frente morena y cabellos rizados. -¿Reto? ¡Dígnese! ¡Yo lo odio! ¡Lo odio!
-Me alegro mucho. Mañana por la mañana temprano, cerca de Kerbalay, todos los detalles a su gusto. Y ahora lárguese.
-¡Lo odio! -decía Layévskii quedamente, respirando con dificultad-. ¡Hace tiempo que lo odio! ¡Un duelo! ¡Sí!
-Llévatelo, Alexánder Davídich, si no me voy a ir, -dijo Von Koren. –Me va a morder.
El tono sereno de Von Koren enfrió al doctor; éste como que volvió en sí de pronto, tomó por el talle a Layévskii con ambas manos y, apartándolo del zoólogo, empezó a farfullar con una voz cariñosa, trémula de inquietud:
-Amigos míos... buenos, bondadosos... Se acaloraron y basta… y basta… Amigos míos...
Al oír la voz suave, amistosa, Layévskii sintió que en su vida recién había ocurrido algo inusitado, monstruoso, como si casi lo hubiera arrollado un tren; casi se echó a llorar, dejó de la mano y salió corriendo de la habitación.
“¡Percibir sobre sí el odio extraño, mostrarse ante el hombre que te odiaba con el aspecto más lastimero, despreciable e indefenso, Dios mío, qué penoso era eso! –pensaba un poco después, sentado en el pabellón y sintiendo como una comezón en su cuerpo, por el odio extraño recién percibido. -¡Qué grosero era eso, Dios mío!»
El agua fría con cognac lo reanimó. Imaginó con claridad el rostro sereno y altivo de Von Koren, su mirada de ayer, su camisa parecida a una alfombra, su voz, manos blancas, y un odio penoso, apasionado y hambriento se revolvió en su pecho, y exigió una satisfacción. En su mente derribó a Von Koren por tierra y empezó a patearlo. Recordaba los detalles mínimos de todo lo sucedido, y le asombraba cómo pudo sonreír de modo servicial a un hombre ínfimo, y en general apreciar la opinión de una gentuza menuda que nadie conocía, que vivía en el pueblito más ínfimo, que al parecer no estaba incluso en el mapa, y que no conocía en Petersburgo ni una persona decente. Si este pueblito, de pronto, se hundiera o se quemara, el telegrama sobre eso lo leerían en Rusia con el mismo aburrimiento con que el anuncio de venta de un mobiliario guardado. Matar mañana a Von Koren o dejarlo vivo daba lo mismo, era igualmente inútil y no interesante. Dispararle a la pierna o al brazo, herirlo, después reírse de él, y que se perdiera entre la hierba como un insecto con una patita cortada, y que se perdiera después con su sordo sufrimiento entre una multitud de hombres tan ínfimos como él mismo.
Layévskii fue a casa de Sheshkóvskii, le contó sobre todo y lo invitó como padrino; después ambos se dirigieron a la casa del jefe de la oficina de correos y telégrafos, lo invitaron también como padrino y se quedaron a almorzar allí. En el almuerzo bromearon y rieron mucho; Layévskii se burlaba de que él casi no sabía disparar en absoluto, y se llamaba “arquero del rey” y «Guillermo Tel».
-Hay que darle una lección a ese señor -decía.
Después de almuerzo se sentaron a jugar a las cartas. Layévskii jugaba, bebía vino y pensaba que el duelo era, en general, estúpido y obtuso, ya que no resolvía la cuestión, y sólo la complicaba, pero que a veces no se podía evitar. Por ejemplo, en este caso: ¡pues no llevarías a Von Koren al juez de paz! Y el duelo inminente era aún bueno, con que después de éste ya no podría quedarse en la ciudad. Se embriagó levemente, se distrajo con las cartas y se sintió bien.
Pero cuando se puso el sol y se hizo oscuro, se apoderó de él la inquietud. No era miedo a la muerte, porque él, mientras almorzaba y jugaba a las cartas, tenía por algo la certeza de que el duelo terminaría en nada; era miedo a algo desconocido, que debía suceder mañana por la mañana, por primera vez en su vida, miedo a la noche que empezaba... Sabía que la noche sería larga, desvelada, y que tendría que pensar no sólo en Von Koren y su odio, sino también en esa montaña de mentiras por la que le tocaría pasar, y que no tenía fuerza ni destreza para sortear. Parecía que se hubiera enfermado de repente; perdió de pronto todo el interés por las cartas y las personas, se revolvió y empezó a rogar que lo dejaran irse a casa. Quería acostarse en la cama pronto, no moverse y preparar sus ideas para la noche. Sheshkóvskii y el funcionario de correos lo acompañaron y se dirigieron a casa de Von Koren, para hablar sobre el duelo.
Cerca de su apartamento, Layévskii encontró a Achmiánov. El joven armenio jadeaba y estaba excitado.
-¡Y yo lo busco, Iván Andréich! –dijo. –Le ruego, vamos pronto...
-¿Adónde?
-Un señor que usted no conoce desea verlo, tiene un asunto muy importante para usted. Él le ruega encarecidamente ir por un minuto. Le hace falta hablar de algo con usted... Para él es cuestión de vida o muerte...
Inquieto, Achmiánov profirió eso con un fuerte acento armenio, de modo que le salió no “vida”, sino “vide”.
-¿Quién es?
-Él rogó no decir su nombre.
-Dígale que estoy ocupado. Mañana, si le place...
-¡Cómo se puede! -se asustó Achmiánov. –Él quiere decirle algo muy importante para usted... ¡muy importante! Si no va, pues va a ocurrir una desgracia.
-Es extraño… -musitó Layévskii, sin entender por qué Achmiánov estaba tan excitado, y qué secretos podría haber en un pueblito aburrido que no le hacía falta a nadie. -Es extraño, -repitió con reflexión. –Por lo demás, vamos. Es lo mismo.
Achmiánov fue delante con rapidez, y él detrás. Pasaron por una calle, después por un callejón.
-Qué aburrido es esto, -dijo Layévskii.
-Ahora, ahora... Es cerca.
Cerca de la vieja muralla, pasaron por un callejón estrecho entre dos solares vallados, después entraron a cierto patio grande, y se dirigieron a una casita pequeña...
-¿Es la casa de Miúridov, o qué? -preguntó Layévskii.
-Sí.
-¿Pero para qué vamos con rodeos, no entiendo? Podríamos ir por la calle. Por allá es más cerca…
-No es nada, no es nada...
A Layévskii le pareció asimismo extraño, que Achmiánov lo condujo a la puerta trasera y agitó su mano, como invitándolo a callar e ir con más lentitud.
-Por aquí, por aquí... –dijo Achmiánov, abriendo con cuidado la puerta y entrando de puntillas al zaguán. –Más bajo, más bajo, le ruego… Pueden oírnos.
Prestó oídos, recobró el aliento de modo penoso, y dijo en susurro:
-Abra pues esa puerta y entre... No tema.
Layévskii, perplejo, abrió la puerta y entró a una habitación de techo bajo y ventanas con cortinas corridas. En la mesa había una vela.
-¿A quién desea? -preguntó alguien en la habitación contigua. -¿Eres tú, Miúridka?
Layévskii volteó hacia esa habitación y vio a Kirílin, y a su lado a Nadiézhda Fiódorovna.
No oyó qué le dijeron, retrocedió y no advirtió cómo se encontró en la calle. El odio a Von Koren y la inquietud, todo desapareció de su alma. Yendo a casa, agitaba la mano derecha con embarazo, y miraba bajo sus pies atentamente, tratando de ir por lo llano. En la casa, en su gabinete, frotándose las manos y encogiendo los hombros y el cuello con torpeza, como si la chaqueta y la camisa le quedaran estrechas, se paseó de una esquina a la otra, después prendió una vela y se sentó a la mesa...
XVI
-Las ciencias humanas, de las que usted habla, van a satisfacer el pensamiento humano sólo entonces, cuando se encuentren en su movimiento con las ciencias exactas, y vayan junto a éstas. Acaso se van a encontrar bajo el microscopio, o en los monólogos de un nuevo Hamlet, o en una nueva religión, yo no sé, pero pienso que la tierra se cubrirá de una corteza de hielo, antes que eso ocurra. El más firme y vivo de todos los conocimientos humanitarios es, por supuesto, la doctrina de Cristo, ¡pero mire de qué modo tan diverso se entiende! Unos enseñan que amemos al prójimo, y hacen en esto una excepción para los soldados, los criminales y los locos: a los primeros permiten matarlos en la guerra, a los segundos aislarlos o ejecutarlos, y a los terceros les prohíben contraer matrimonio. Otros intérpretes enseñan a amar al prójimo sin excepción, sin distinguir los más y los menos. Según su doctrina, si a usted viene a verlo un tuberculoso, un asesino o un epiléptico, y le pide la mano de su hija, désela; si los cretinos van en guerra contra los sanos físicos y mentales, póngales las cabezas. Esa prédica del amor por el amor, como la del arte por el arte, si pudiera tener fuerza, al final de todo, llevaría a la humanidad a una extinción absoluta, y de ese modo se realizaría el más grande de los males, que alguna vez haya habido en la tierra. Interpretaciones hay muchas, y si son muchas, pues el pensamiento serio no se satisface con ninguna de ellas, y se apura a añadir al montón de interpretaciones la suya personal. Por eso nunca plantee la cuestión, como usted dice, sobre el terreno filosófico o tal llamado cristiano, con eso usted, solamente, se aleja de la solución de la cuestión.
El diácono terminó de escuchar al zoólogo atentamente, pensó un poco y preguntó:
-¿La ley moral, que es inherente a cada uno de los hombres, la inventaron los filósofos, o pues la creó Dios junto con el cuerpo?
-No lo sé. Pero esa ley es hasta tal grado común para todos los pueblos y épocas que, me parece, se debe reconocer que está relacionada de modo orgánico con el hombre. No es inventada, sino es y será. Yo no le diré que la verán alguna vez por el microscopio, pero su relación orgánica ya se demuestra con evidencia: el trastorno serio del cerebro y todas las llamadas enfermedades espirituales se expresan, ante todo, en la perversión de la ley moral, en cuanto me es sabido.
-Bien. Entonces, así como el estómago quiere comer, así el sentimiento moral quiere que nosotros amemos a nuestro prójimo. ¿Así? Pero nuestra naturaleza esencial, por amor propio, se opone a la voz de la conciencia y la razón, y por eso surgen muchas cuestiones rompecabezas. ¿A quién pues debemos dirigirnos para resolver estas cuestiones, si usted no quiere plantearlas en un terreno filosófico?
-Diríjase a esos pocos conocimientos exactos que tenemos. Confíe en la evidencia y la lógica de los hechos. Es verdad, es pobre, pero en cambio no es tan inestable e imprecisa como la filosofía. La ley moral, supongamos, exige que usted ame a los hombres. ¿Qué pues? El amor debe consistir en eliminar todo eso que de un modo u otro perjudica a los hombres, y los amenaza con un peligro en el presente y el futuro. Nuestros conocimientos y la evidencia nos dicen que la humanidad está amenazada por un peligro por parte de los anormales morales y físicos. Si es así, pues luche contra los anormales. Si usted no tiene fuerzas para elevarlos hasta la norma, pues tendrá las fuerzas y el saber para inmunizarlos, o sea, eliminarlos.
-¿Entonces, el amor está en que el fuerte venza al débil?
-Indudablemente.
-¡Pero es que los fuertes crucificaron a nuestro Señor Jesucristo! –dijo el diácono acalorado.
-En eso está el asunto, en que lo crucificaron no los fuertes, sino los débiles. La cultura humana se ha debilitado, e intenta reducir a cero la lucha por la existencia y la selección, de ahí la rápida multiplicación de los débiles y su predominio sobre los fuertes. Imagine, que usted consiguió inculcarle a las abejas ideas humanas, en una forma no elaborada, rudimental. ¿Qué pasará con eso? Los zánganos, a quienes hay que matar, se quedarán vivos, van a comerse la miel, a pervertir y asfixiar a las abejas; como resultado: predominio de los débiles sobre los fuertes y degeneración de los últimos. Lo mismo sucede ahora con la humanidad: los débiles oprimen a los fuertes. Entre los salvajes que aún no han tocado la cultura, el más fuerte y sabio, el más moral va adelante, es líder y soberano. Y nosotros, los cultos, crucificamos a Cristo y lo seguimos crucificando. Entonces, nos falta algo... Y ese «algo» debemos restaurarlo en sí mismos, de otra forma no van a tener fin estos malentendidos.
-¿Pero, cuál criterio tiene usted, para la distinción de los fuertes y los débiles?
-El conocimiento y la evidencia. A los tuberculosos y los escrofulosos los reconocen por su enfermedad, y a los inmorales y los locos por sus actos.
-¡Pero es que puede haber errores!
-Sí, pero cuando un diluvio amenaza, no hay que temer mojarse los pies.
-Eso es filosofía –se echó a reír el diácono.
-En absoluto. Usted está hasta tal grado estropeado por su filosofía de seminario, que quiere ver sólo una niebla en todo. Las ciencias abstractas, de las que está repleta su cabeza joven, se llaman abstractas porque abstraen su mente de la evidencia. Mire al diablo a los ojos directamente, y si es el diablo, pues diga eso, que es el diablo, y no acuda a Kant o a Hegel por explicaciones.
El zoólogo calló un poco y continuó:
-Dos y dos son cuatro, y una piedra es una piedra. Mañana pues, tenemos un duelo. Usted y yo vamos a decir que eso es estúpido y absurdo, que el duelo ya vivió su siglo, que el duelo aristocrático no se diferencia nada, en esencia, de una pelea de borrachos en una taberna, y de todos modos no nos vamos a detener, vamos a ir y pelear. Hay, entonces, una fuerza que es más fuerte que nuestras razones. Nosotros gritamos que la guerra es bandidaje, barbarie, horror, fratricidio, no podemos ver la sangre sin un desmayo; pero basta sólo que los franceses o los alemanes nos insulten, para que sintamos al instante un auge del espíritu, gritemos hurra de la forma más sincera y nos lancemos contra el enemigo; usted va a invocar para nuestras armas la bendición divina, y nuestro valor va a despertar un éxtasis general, y además sincero. De nuevo pues, entonces, hay una fuerza que, si no es superior, es más fuerte que nosotros y que nuestra filosofía. Nosotros no podemos detenerla así mismo, como pues a esa nube que viene del mar. No sea hipócrita pues, no le muestre la higa en el bolsillo y no diga: «¡ah, es estúpido!, ¡ah, es anticuado!, ¡ah, no concuerda con la Escritura!», sino mírela directo a los ojos, reconozca su legitimidad racional; y cuando ella quiera, por ejemplo, eliminar a la tribu enclenque, escrofulosa y pervertida, pues no se lo impida con sus píldoras y citas del Evangelio mal entendido. Lieskóv tiene al concienzudo Daníl22, que encuentra en las afueras de la ciudad a un leproso, y le da de comer y lo conforta en nombre del amor y de Cristo. Si ese Daníl, en efecto, quisiera a los hombres, pues se llevaría al leproso lejos de la ciudad, y lo tiraría en una zanja, y él mismo iría a servir a los sanos. Cristo, espero, nos legó un amor racional, juicioso y útil.
-¡Pero cómo es usted! –se echó a reír el diácono. –En Cristo pues, usted no cree, ¿para qué pues, lo recuerda tan a menudo?
-No, creo. Pero sólo, por supuesto, a mi manera, y no a la suya. ¡Ah, diácono, diácono! -se echó a reír el zoólogo, tomó al diácono por el talle y le dijo contento: -¿Bueno, qué pues? ¿Vamos mañana al duelo?
-El hábito no me lo permite, si no iría.
-¿Y qué significa el hábito?
-Yo estoy consagrado. Sobre mí hay bendición.
-¡Ah, diácono, diácono! -repitió Von Koren riendo. -¡Me gusta conversar con usted!
-Usted dice que tiene fe, -dijo el diácono, -¿Qué fe es esa? Y yo pues tengo un tío-pope, y ése cree así; cuando va al campo en la sequía, para rogar por la lluvia, se lleva el paraguas y el paletó de piel, para que la lluvia no lo moje en el camino de regreso. ¡Eso es fe! Cuando habla de Cristo, le sale así una aureola, y todas las mujeres y los mujíks lloran a mares. Él pararía esa nube, y toda su fuerza la pondría en fuga. Sí... La fe mueve montañas.
El diácono se echó a reír y le palmoteó en el hombro al zoólogo.
-Así pues… -continuó. –Usted siempre estudia, llega al fondo del mar, escoge a los débiles y a los fuertes, escribe libritos y reta a duelo, y todo se queda en su lugar, y mire, algún anciano debilito murmura, solamente, una sola palabra por el espíritu santo, o viene corriendo a caballo de Arabia un nuevo Mahoma con su sable, y todo su marasmo va a volar patas arriba, y en Europa no va a quedar piedra sobre piedra.
-¡Bueno, eso, diácono, está escrito en el cielo!
-La fe sin obra está muerta, y la obra sin fe es peor aún, es sólo una pérdida de tiempo, y más nada.
En el malecón apareció el doctor. Vio al diácono y al zoólogo y se acercó a éstos.
-Parece que todo está listo, -dijo sofocado. -Los padrinos serán Govoróvskii y Boikó. Pasarán por la mañana, a las cinco. ¡Cómo se encapotó pues! -dijo mirando al cielo. -No se ve nada. Ahora va a llover.
-¿Tú, espero, vendrás con nosotros? –le preguntó Von Koren.
-No, Dios me guarde, yo y así ya me atormenté. En mi lugar irá Ustimóvich. Yo ya hablé con él.
Lejos, sobre el mar, brilló un rayo y se oyeron los sordos estruendos del trueno.
-¡Qué sofocante es antes de la tormenta! –dijo Von Koren. -Apuesto la cabeza, que tú ya estuviste en casa de Layévskii y le lloraste en el pecho.
-¿Para qué voy a ir a su casa? -respondió el doctor turbado. -¡Mira aún!
Antes de la puesta del sol, se había paseado varias veces por el boulevard y la calle, con la esperanza de encontrar a Layévskii. Le daba vergüenza su estallido, y el súbito arrebato de bondad que siguió a ese estallido. Quería disculparse con Layévskii en tono de broma, regañarlo, calmarlo y decirle que el duelo era un vestigio de la barbarie medieval, pero que la misma providencia le había señalado el duelo como un medio de reconciliación: mañana ambos, unos hombres de mentes hermosas, grandiosas, tras intercambiar disparos, apreciarían la nobleza de cada uno y se harían amigos. Pero no encontró a Layévskii ni una vez.
-¿Para qué voy a ir a su casa? –repitió Samóilenko. –Yo no lo insulté a él, sino él a mí. Dime por bondad, ¿por qué se me abalanzó? ¿Qué le hice de malo? Entró a la sala y de pronto, sin comerlo ni beberlo: ¡espía! ¡Ahí tienes pues! Tú dime: ¿por dónde empezó con ustedes? ¿Qué le dijiste?
-Yo le dije que su situación era insoluble. Y tenía razón. Sólo los honrados y los truhanes pueden hallarle salida a cualquier situación, pero ese que quiere ser a un tiempo honrado y truhán, no tiene salida. Pero señores, ya son las 11, y mañana nos tenemos que levantar temprano.
De repente, se desató un viento que levantó el polvo del malecón, lo hizo girar en un remolino, bramó y apagó el ruido del mar.
-¡Una ráfaga! -dijo el diácono. -Hay que irse, pues te llena los ojos de polvo.
Cuando se iban, Samóilenko suspiró y dijo, agarrándose la visera:
-Debe ser, hoy no voy a dormir.
-Y tú no te inquietes, -se echó a reír el zoólogo. -Puedes estar tranquilo, el duelo va a terminar en nada. Layévskii, generosamente, va a disparar al aire, él no puede de otra forma; y yo, debe ser, no voy a disparar en absoluto. Ir a juicio por Layévskii, perder el tiempo, el juego no vale la vela. A propósito, ¿qué responsabilidad se supone por el duelo?
-Arresto, y en caso de muerte del adversario, encierro en una fortaleza hasta tres años.
-¿En la de Pedro-Pablo?
-No, en una militar, parece.
-¡Aunque debería darle una lección a ese bravo!
Atrás, en el mar, brilló un rayo que, por un instante, iluminó los tejados de las casas y las montañas. Cerca del boulevard los amigos se separaron. Cuando el doctor desapareció en la tiniebla y ya se acallaban sus pasos, Von Koren le gritó:
-¡Como que el tiempo no nos moleste mañana!
-¡Que hay de bueno! ¡Y Dios quiera!
-¡Buenas noches!
-¿Qué noche? ¿Qué dices?
Por el ruido del viento y el mar, por los estruendos del trueno, era difícil oír.
-¡Nada! -gritó el zoólogo y se apresuró a casa.
XVII
… en la mente,
oprimida por el tedio,
se apretuja un
exceso de ideas penosas;
El recuerdo, en silencio delante de mí,
Despliega su largo pergamino.
Y leyendo mi vida con repulsión,
Yo tiemblo y maldigo,
Y me lamento con amargura, y derramo lágrimas con amargura,
Pero no lavo las tristes líneas.
Púshkin
Si acaso lo mataban mañana por la mañana, o se reían de él, o sea, lo
dejaban vivo, de
igual modo estaba perdido. Si acaso se mataba por desolación y
vergüenza esta mujer denigrada, o arrastraba su existencia lastimera, de igual modo
estaba perdida...
Así pensaba
Layévskii sentado a la mesa de noche tarde, y aún continuaba frotándose las
manos. La ventana de pronto se abrió y se azotó, un viento fuerte irrumpió en
la habitación, y los papeles volaron de la mesa. Layévskii cerró la ventana y
se inclinó, para recoger los papeles del suelo. Sentía en su cuerpo algo nuevo,
cierto embarazo que antes no estaba, y no reconocía sus movimientos; andaba
indeciso, sacando los codos hacia los costados y alzando los hombros, y cuando
se sentó a la mesa, empezó a frotarse las manos de nuevo. Su cuerpo había
perdido agilidad.
En vísperas de la muerte había que escribirle a las personas allegadas. Layévskii recordaba eso. Tomó la pluma y escribió con letra trémula:
«¡Mátushka!»
Quería escribirle a su madre, para que ella, en nombre del Dios misericordioso en el que creía, diera abrigo y acogiera con cariño a la mujer desdichada, deshonrada por él, solitaria, miserable y débil, para que ella lo olvidara y perdonara todo, todo, todo, y con su sacrificio expiara, siquiera en parte, el horrible pecado de su hijo; pero él recordaba cómo su madre, una vieja robusta, triste, con una cofia de encaje, salía de la casa al jardín por la mañana, y tras ella iba la lameplatos con el perrito faldero, cómo la madre le gritaba con voz mandona al jardinero y a los sirvientes, y cuán orgulloso, altivo era su rostro, él recordaba eso y tachó la palabra escrita.
En todas las tres ventanas brilló un rayo vivamente, y tras esto resonó el golpe ensordecedor, estruendoso de un trueno, primero sordo, y después retumbante y crujiente, y tan fuerte, que tintinearon los cristales de las ventanas. Layévskii se levantó, se acercó a la ventana y apoyó la frente en el cristal. En el patio había una tormenta fuerte, hermosa. En el horizonte los rayos, como cintas blancas, se lanzaban de las nubes al mar de modo incesante, e iluminaban en el espacio lejano las altas olas negras. Y a derecha e izquierda, y probablemente sobre la casa, brillaban los rayos.
-¡La tormenta! -murmuró Layévskii; sentía el deseo de rezarle a alguien, o a algo, siquiera a los rayos o a las nubes. -¡Querida tormenta!
Recordó cómo en su infancia, durante la tormenta, con la cabeza descubierta, salía corriendo al jardín, seguido de dos niñas rubias de ojos azules, y los mojaba la lluvia; se reían a carcajadas extasiados, pero cuando resonaba el golpe fuerte del trueno, las niñas se apretaban al niño confiadas, él se persignaba y se apresuraba a rezar: «Santo, santo, santo...» ¿Oh, a dónde se fueron, en qué mar se ahogaron esos gérmenes de vida hermosa, pura? Ya no temía a las tormentas y no amaba la naturaleza, no tenía Dios, todas las niñas confiadas que conoció alguna vez, ya estaban arruinadas por él y sus coetáneos; en su jardín natal él, en toda su vida, no había plantado ni un árbol, no había cultivado ni una hierba, y viviendo entre los vivos no había salvado ni a una mosca, y sólo había destruido, arruinado y mentido, mentido...
«¿Qué en mi pasado no fue vicio?», -se preguntaba, intentando aferrarse a algún recuerdo luminoso, como se aferra a un arbusto quien cae por un abismo.
¿El gimnasio? ¿La universidad? Pero eso fue un engaño. Había estudiado mal, y había olvidado lo que había aprendido. ¿El servicio a la sociedad? Eso también fue un engaño, porque en el servicio no hacía nada, cobraba un salario en vano, y su servicio era una vil malversación, por la que no llevaban a juicio.
No necesitaba la verdad y no la buscaba, su conciencia, hechizada por el vicio y la mentira, dormía o callaba; él, como un extraño, o como un llegado de otro planeta, no participaba en la vida común de los hombres, era indiferente a sus sufrimientos, ideas, religión, conocimientos, búsquedas, lucha, no le había dicho a los hombres ni una palabra cariñosa, no había escrito ni una sola línea útil, ni trivial, no había hecho por los hombres ni un grosh, y sólo había comido su pan, bebido su vino, llevado sus mujeres, vivido con sus ideas, y para justificar su vida despreciable, parasitaria ante éstos y ante sí mismo, siempre había intentado darse tal aire, como si fuera superior y mejor que ellos. Mentira, mentira y mentira...
Recordó con claridad lo que había visto al atardecer en casa de Miúridov, y sintió un espanto insufrible por la aversión y la angustia. Kirílin y Achmiánov eran repulsivos, pero es que ellos habían continuado lo que él había empezado, ellos eran sus cómplices y discípulos. A una mujer joven, débil, que confiaba en él más que en un hermano, le había quitado el marido, su círculo de conocidos y su patria, y la había traído aquí, al bochorno, la calentura y el aburrimiento; día tras día ella, como un espejo, debía reflejar en sí su ociosidad, viciosidad y mentira, y eso, sólo eso llenaba su vida débil, lánguida, lastimera; después se hartó de ella y la odió, pero le faltó valor para dejarla, e intentó enredarla más con la mentira, como en una telaraña... Lo restante lo hicieron esos hombres.
Layévskii ya se sentaba a la mesa, ya andaba a la ventana de nuevo; ya apagaba la vela, ya la prendía de nuevo. Se maldecía a sí mismo en voz alta, lloraba, se quejaba, pedía perdón; varias veces, desolado, corrió a la mesa y escribió:
«¡Mátushka!»
Excepto su madre, no tenía ningún pariente ni allegado; ¿pero cómo podía ayudarlo su madre? ¿Y dónde estaba? Quiso correr hacia Nadiézdha Fiódorovna para caer a sus pies, besar sus manos y pies, pedirle perdón, pero ella era su víctima, y él le temía como si hubiera muerto.
-¡Se arruinó mi vida! – farfullaba, frotándose las manos. -¡Para qué pues estoy vivo aún, Dios mío!
Él había tumbado del cielo su estrella apagada, ésta pasó de modo fugaz y se mezcló con la oscuridad nocturna; ya no volvería al cielo, porque la vida se daba sólo una vez y no se repetía. Si se pudieran devolver los días y los años pasados, él hubiera sustituido en éstos la mentira con la verdad, el ocio con el trabajo, el aburrimiento con el júbilo, hubiera devuelto la pureza a quienes se la había quitado, hubiera hallado a Dios y la justicia, pero eso era tan imposible, como devolver una estrella fugaz al cielo. Y porque eso era imposible llegaba a la desolación.
Cuando pasó la tormenta, estaba sentado junto a la ventana abierta, y pensaba calmado qué le pasaría. Von Koren, probablemente, lo mataría. La clara, fría visión de la vida de ese hombre, admitía la eliminación de los enclenques y los inservibles; si la cambiaba en el instante decisivo, lo ayudarían el odio y la sensación asquerosa que le inspiraba Layévskii. Y si fallaba o, para reírse de su odiado enemigo, sólo lo hería o disparaba al aire, ¿pues qué hacer entonces? ¿A dónde ir?
-¿Ir a Petersburgo? -se preguntaba Layévskii. –Pero eso significaría empezar de nuevo la vieja vida, que yo detesto. Y quien busca salvación en el cambio de lugar, como el ave de paso, ese no hallará nada, ya que para él la tierra es igual en todas partes. ¿Buscar la salvación en los hombres? ¿En quién buscarla y cómo? La bondad y la generosidad de Samóilenko eran tan poco salvadoras, como la hilaridad del diácono o el odio de Von Koren. La salvación había que buscarla solamente en sí mismo, y si no la hallabas, pues para qué perder el tiempo, había que matarse, eso es todo…
Se oyó el ruido de un carruaje. Ya aclaraba. La calesa pasó de largo, volteó y, con las ruedas crujiendo por la arena húmeda, se detuvo cerca de la casa. En la calesa estaban sentados dos.
-¡Esperen, yo ahora! -les dijo Layévskii por la ventana. –Yo no duermo. ¿Acaso ya es hora?
-Sí. Son las cuatro. Mientras llegamos...
Layévskii se puso el paletó y la visera, se metió un cigarrillo en el bolsillo y se detuvo con reflexión, le parecía que debía hacer algo aún. En la calle los padrinos conversaban quedamente y los caballos bufaban, y esos sonidos, en la temprana mañana húmeda, cuando todos dormían y el cielo apenas relucía, le llenó el alma a Layévskii de una tristeza parecida a un mal presagio. Estuvo parado con reflexión y fue al dormitorio.
Nadiézhda Fiódorovna estaba acostada en su cama, tendida, arropada con su cobija hasta la cabeza; no se movía y parecía, en particular por la cabeza, una momia egipcia. Mirándola callado, Layévskii le pidió perdón mentalmente, y pensó que si el cielo no estaba vacío y, en efecto, había un Dios allí, éste la guardaría; y si no había un Dios, pues que ella muriera, no tenía por qué vivir.
Ella de pronto saltó y se sentó en la cama. Alzando su rostro pálido y mirando con terror a Layévskii, preguntó:
-¿Eres tú? ¿Pasó la tormenta?
-Pasó.
Ella recordó, se puso ambas manos en la cabeza y todo el cuerpo se le estremeció.
-¡Qué penoso me es! –profirió. -¡Si supieras, qué penoso me es! Yo esperaba, -continuó frunciendo las cejas, -que me mataras, o que me echaras de la casa bajo la lluvia y la tormenta, y tú lo alargas… lo alargas...
Layévskii, impetuoso, la abrazó fuerte, cubrió de besos sus rodillas y brazos, después, cuando ella le farfullaba algo y se estremecía con los recuerdos, le acarició los cabellos y, mirándola a la cara fijamente, comprendió que esa mujer desdichada, depravada, era para él una persona única, cercana, familiar e insustituible.
Cuando él, al salir de la casa, se sentaba en la calesa, quería volver a la casa vivo.
XVIII
El diácono se levantó, se vistió, tomó su bastón grueso, nudoso, y salió de la casa en silencio. Estaba oscuro y el diácono, en los primeros instantes, cuando iba por la calle, no veía incluso su bastón blanco; en el cielo no había ni una estrella, y parecía que iba a llover de nuevo. Olía a arena mojada y a mar.
«Siquiera, que no me ataquen los chechenos», -pensaba el diácono al escuchar cómo su bastón golpeaba la calzada, y de qué modo sonoro e idéntico resonaba ese golpe en el silencio nocturno.
Al salir de la ciudad, empezó a ver el camino, su bastón; en el cielo negro, por algún lugar, aparecían unas manchas turbias, y pronto se asomó una estrella que parpadeó con timidez, con su único ojo. El diácono iba por la orilla alta, pedregosa, y no veía el mar, éste se adormecía abajo, y sus olas invisibles rompían en la orilla con pereza y pesadez, y parecían suspirar: ¡uf! ¡Y con qué lentitud! Una ola rompió, el diácono alcanzó a contar ocho pasos, entonces rompió otra, a los seis pasos la tercera. Asimismo no se veía nada, y en la tiniebla se oía el rumor del mar perezoso, soñoliento, se oía el tiempo infinito, lejano, inimaginable, cuando Dios flotaba sobre el caos.
El diácono sintió espanto. Pensó que Dios lo podía castigar por andar en compañía de no creyentes, e incluso ir a ver un duelo. El duelo sería banal, sin sangre, risible pero, fuera como fuera, era un espectáculo pagano, y para un funcionario eclesiástico, estar presente en éste era indecente por completo. Se detuvo y pensó: ¿no volver acaso? Pero una curiosidad fuerte, inquieta prevaleció sobre sus dudas, y siguió adelante.
«Aunque no son creyentes, son hombres buenos y se salvarán», se calmaba. -¡Seguro se salvarán! -dijo en voz alta, prendiendo un cigarrillo.
¿Con qué medida había que medir la dignidad de los hombres para juzgarlos con justicia? El diácono recordó a su enemigo, el inspector del seminario conciliar, que creía en Dios, no se batía en duelos y vivía en castidad, pero alguna vez le dio de comer al diácono pan con arena, y una vez casi le arrancó la oreja. Si la vida humana se disponía de un modo tan sencillo, que a ese inspector cruel y deshonesto, que se robaba la harina estatal, todos lo respetaban, y rezaban en el seminario por su salud y salvación, pues, ¿era acaso justo apartarse de tales hombres como Von Koren y Layévskii, sólo porque eran no creyentes? El diácono empezó a resolver esa cuestión, pero recordó qué aspecto tan risible tenía hoy Samóilenko, y eso interrumpió su corriente de ideas. ¡Cuánta risa habrá mañana! El diácono imaginaba cómo se agacharía bajo un arbusto y atisbaría, y cuando mañana, en el almuerzo, Von Koren empezara a jactarse, pues él, el diácono, empezaría a contarle todos los detalles del duelo.
«¿De dónde usted lo sabe todo?», -preguntaría el zoólogo. -«Así pues y es. Estaba en casa, pero lo sé».
Sería bueno describir el duelo de modo risible. El suegro iba a leer y a reírse, la suegra "no me des de comer gachas, sino sólo cuéntame o escríbeme algo risible".
Se desplegó la llanura del riachuelo Amarillo. Con la lluvia el riachuelo se había puesto más ancho y maligno, y ahora ya no gruñía como antes, sino rugía. Empezaba el amanecer. La mañana grisácea, nublada, las nubes que corrían a occidente, para alcanzar a la nube tormentosa, las montañas ceñidas de neblina y los árboles mojados, todo le parecía al diácono no bonito y enojado. Se lavó en el riachuelo, rezó las plegarias matinales, y quiso un té caliente y esos panecitos calientes con crema, que cada mañana servían en la mesa de la casa de su suegro. Recordó a la diácona y el Irrevocable que tocaba al fortepiano. ¿Qué clase de mujer era? Al diácono lo presentaron, lo prometieron y lo casaron con ella sólo en una semana; vivió con ella menos de un mes, y lo enviaron en comisión de servicio aquí, de modo que él aún no entendía hasta ahora qué clase de persona era. Y de todas formas sin ella era aburrido.
«Hay que escribirle una esquela»… -pensaba.
La bandera de la taberna estaba mojada por la lluvia y colgaba, y la misma taberna, con su tejado mojado, parecía más oscura y más baja que como era antes. Junto a la puerta había un carro; Kerbalay, ciertos dos abjasios y una joven tártara con bombachas, debía ser la mujer o la hija de Kerbalay, sacaban de la taberna unos sacos de algo, y los ponían en el carro sobre la paja de maíz. Junto al carro, bajas las cabezas, había un par de burros. Colocados los sacos, los abjasios y la tártara se pusieron a cubrirlos por arriba con paja, y Kerbalay se dispuso apurado a enganchar los burros.
«Contrabando, es posible», -pensó el diácono.
He aquí el árbol caído de agujas secas, he aquí la mancha negra de la hoguera. Recordó el pic-nic con todos sus detalles, el fuego, el canto de los abjasios, sus dulces sueños sobre el obispado y la procesión de la cruz... El riachuelo negro se había puesto con la lluvia más negro y más ancho. El diácono pasó con cuidado por el puentecito flojo, al que llegaban ya las olas fangosas con sus crestas, y trepó por la escala al secador.
«¡Una buena cabeza! -pensaba, al tenderse sobre la paja y recordar a Von Koren. -Una buena cabeza, Dios le dé salud. Sólo que hay crueldad en él...»
¿Por qué él odiaba a Layévskii, y éste a él? ¿Por qué se iban a batir en duelo? Si ellos, desde la infancia, hubieran conocido la necesidad como el diácono, si se hubieran educado en un medio de ignorantes duros de corazón, codiciosos hasta el lucro, que te reprochaban por el pedazo de pan, groseros y no refinados en el trato, que escupían en el suelo y eructaban en el almuerzo y durante la plegaria, si desde la infancia no los hubieran malcriado la vida y el ambiente, y un círculo selecto de personas, pues cómo se apoyarían el uno al otro, qué gustosos se perdonarían mutuamente los defectos y apreciarían lo que había en cada uno. ¡Pues habían tan pocos hombres decentes por su aspecto en este mundo! Es verdad, Layévskii era chiflado, libertino, extraño, pero es que él no robaría, no escupiría en el suelo ruidosamente, no le reprocharía a su mujer: «tragas, y no quieres trabajar», ni se pondría a pegarle a un niño con unas riendas, ni le daría de comer a sus sirvientes cecina apestosa, ¿sería posible que eso no fuera suficiente para tratarlo con indulgencia? Y además, él era el primero que sufría con sus defectos, como el enfermo con sus heridas. En lugar de buscar el uno en el otro, por aburrimiento y cierto malentendido, la degeneración, la extinción, la herencia y demás, que era poco entendible, ¿acaso no les sería mejor descender más, y dirigir el odio y la cólera hacia allí, donde calles enteras daban gemidos por la ignorancia grosera, la codicia, los reproches, la impureza, la maldición, el chillido de las mujeres…?
Se oyó el golpeteo de un carruaje que interrumpió las ideas del diácono. Echó una mirada por la puerta y vio una calesa, y en ésta a tres: Layévskii, Sheshkóvskii y el jefe de la oficina de correos y telégrafos.
-¡Stop! -dijo Sheshkóvskii.
Los tres salieron de la calesa y se miraron los unos a los otros.
-Ellos no están aún, -dijo Sheshkóvskii, sacudiéndose el fango. -¿Qué pues? Mientras va el juicio y la causa, iremos a buscar un lugar cómodo. Aquí no hay donde voltear.
Siguieron adelante río arriba, y pronto se perdieron de vista. El cochero-tártaro se sentó en el pescante, inclinó la cabeza sobre el hombro y se durmió. Esperado unos diez minutos, el diácono salió del secadero y, quitándose el sombrero negro, para que no lo advirtieran, agachado y mirando alrededor, empezó a abrirse paso por la orilla, entre los arbustos y los surcos de maíz; desde los árboles y los arbustos le caían gotas gruesas, la hierba y el maíz estaban mojados.
-¡Una deshonra! -farfullaba, recogiendo sus faldones mojados y fangosos. -Si lo hubiera sabido, no vengo.
Pronto oyó voces y vio gente. Layévskii, metiendo las manos en las mangas y encorvado, andaba atrás y adelante con rapidez por un pequeño claro del bosque; sus padrinos estaban parados junto a la misma orilla y enrollaban cigarrillos.
«Qué extraño, -pensó el diácono, sin reconocer el andar de Layévskii-. Como un viejo».
-¡Cuán descortés de su parte! –dijo el funcionario de correos, mirando su reloj.
–Puede ser, a
lo científico es bueno retardarse, pero para mí es una puercada.
Sheshkóvskii, un hombre gordo de barba negra, prestó oídos y dijo:
-¡Vienen!
XIX
-¡Primera vez en la vida que lo veo! ¡Cuán bien! –dijo Von Koren apareciendo en el claro del bosque, y tendiendo ambos brazos hacia el oriente. -¡Miren: rayos verdes!
En el oriente, tras unas montañas, se extendían dos rayos verdes, y eso, en efecto, era bonito. Salía el sol.
-¡Saludos! -continuó el zoólogo, asintiendo con la cabeza a los padrinos de Layévskii-. ¿Yo no me retrasé?
Tras él iban sus padrinos, dos oficiales muy jóvenes de igual estatura, Boikó y Govoróvskii, con guerreras blancas, y el enjuto, huraño doctor Ustimóvich, que en una mano llevaba un hatillo con algo, y la otra la ponía detrás; de costumbre, a lo largo de su espalda, tenía un bastón extendido. Puesto el hatillo en la tierra y sin saludar a nadie, dirigió la otra mano también tras su espalda, y empezó a dar pasos por el claro del bosque.
Layévskii sentía la fatiga y el embarazo del hombre que acaso morirá pronto, y por eso atrae sobre sí la atención general. Quería que lo mataran lo más pronto, o que lo llevaran a casa. La salida del sol la veía ahora por primera vez en su vida; la mañana temprana, los rayos verdes, la humedad y los hombres con las botas mojadas le parecían superfluos en su vida, no necesarios, y lo cohibían; todo eso no tenía ninguna relación con la noche vivida, con sus ideas y sensación de culpa, y por eso se hubiera ido gustoso sin esperar el duelo.
Von Koren estaba notablemente excitado e intentaba ocultarlo, haciendo ver que le interesaban sobre todo los rayos verdes. Los padrinos estaban turbados e intercambiaban miradas entre ellos, como preguntándose para qué estaban allí y qué debían hacer.
-Yo supongo, señores, que no tenemos por qué seguir adelante, -dijo Sheshkóvskii-. Y aquí está bien.
-Sí, por supuesto -convino Von Koren.
Sobrevino un silencio. Ustimóvich, dando pasos, de pronto se volteó en redondo hacia Layévskii, y le dijo a media voz, respirando en su rostro:
-A usted, probablemente, aún no alcanzaron a informarle mis condiciones. Cada parte me paga quince rublos, y en caso de muerte de uno de los adversarios, el que quede vivo me paga todos los treinta.
Layévskii conocía desde antes a aquel hombre, pero sólo ahora, por primera vez, vio con claridad sus ojos apagados, bigotes ásperos y cuello enjuto, tuberculoso: ¡Un usurero, y no un doctor! Su respiración tenía un olor desagradable, vacuno.
«¡Qué gente no hay en el mundo!», pensó Layévskii y respondió:
-Está bien.
El doctor asintió con la cabeza y dio unos pasos de nuevo, y se veía que no necesitaba el dinero en absoluto, y lo solicitaba simplemente por odio. Todos sentían que ya era hora de empezar o terminar lo que ya había empezado, pero no empezaban y no terminaban, sino andaban, se paraban y fumaban. Los jóvenes oficiales, que por primera vez en su vida estaban presentes en un duelo, y ahora mal creían en ese duelo civil, no necesario en su opinión, revisaban atentamente sus guerreras y se alisaban las mangas. Sheshkóvski se acercó a ellos y dijo quedamente:
-Señores, nosotros debemos hacer todos los esfuerzos, para que este duelo no se produzca. Hay que reconciliarlos.
Se sonrojó y continuó:
-Ayer estuvo en casa Kirílin, y se quejaba de que Layévskii lo encontró ayer con Nadiézhda Fiódorovna, y toda la cosa.
-Sí, eso también lo sabemos -dijo Boikó.
-Bueno, pues ven acaso… A Layévskii le tiemblan las manos y toda la cosa... Él ahora no va a levantar ni la pistola. Batirse con él es tan inhumano, como con un borracho o un tifoso. Si la reconciliación no se produce pues, señores, hay que al menos aplazar el duelo, o qué... Tal diablura, que no la vería.
-Hable usted con Von Koren.
-Yo no conozco las reglas del duelo, que se vayan al diablo, y no las deseo conocer; acaso él piense que Layévskii se acobardó, y me mandó a verlo. Y por lo demás, como le plazca, voy a hablarle.
Sheshkóvskii, indeciso, cojeando levemente, como si se le hubiera dormido la pierna, se dirigió a Von Koren y, mientras andaba y graznaba, toda su figura exhalaba pereza.
-He aquí qué debo decirle, muy señor mío, -empezó, examinando atentamente las flores en la camisa del zoólogo. -Es confidencial... Yo no conozco las reglas del duelo, que se vayan al diablo, y no las deseo conocer, y razono no como padrino y toda la cosa, sino como persona y todo.
-Sí. ¿Bueno?
-Cuando los padrinos proponen que se reconcilien, pues comúnmente no los escuchan, lo ven como una formalidad. El amor propio, y todo. Pero yo le ruego humildemente que le preste atención a Iván Andréich. Él hoy no está en un estado normal, así decir, no está en su juicio, y se ve lastimero. Tuvo una desgracia. Yo no soporto los chismes, -Sheshkóvski se sonrojó y se volteó a mirar, -pero en vista del duelo, yo encuentro necesario informarle a usted. Ayer por la tarde él, en casa de Miúridov, encontró a su madame con... un señor.
-¡Qué asquerosidad! -musitó el zoólogo, palideció, frunció el ceño y escupió ruidosamente-: ¡Tfú!
Su labio inferior temblaba, se apartó de Sheshkóvskii no deseando escuchar más y, como sin intención, probó algo amargo, escupió ruidosamente de nuevo y, por primera vez en toda la mañana, echó una mirada de odio a Layévskii. Su excitación y embarazo pasaron, sacudió la cabeza y dijo en voz alta:
-¿Señores, qué pues esperamos, se pregunta? ¿Por qué no empezamos?
Sheshkóvskii intercambió una mirada con los oficiales y se encogió de hombros.
-¡Señores! –dijo en voz alta sin dirigirse a nadie. -¡Señores! ¡Nosotros les proponemos que se reconcilien!
-Terminemos pronto con las formalidades, -dijo Von Koren-. De la reconciliación ya hablamos. ¿Ahora, cuál es la otra formalidad? Pronto, señores, que el tiempo no espera.
-Pero nosotros, de todos modos, insistimos en que se reconcilien -dijo Sheshkóvskii con una voz culpable, como el hombre que debe inmiscuirse en asuntos ajenos; se sonrojó, se puso la mano en el corazón y continuó-: Señores, nosotros no vemos una relación causal entre el insulto y el duelo. Entre la ofensa que a veces, por debilidad humana, nos hacemos los unos a los otros, y el duelo, no hay nada en común. Ustedes son hombres universitarios e instruidos, y por supuesto, ustedes mismos ven en el duelo sólo una formalidad anticuada, vacía, y toda la cosa. Nosotros lo miramos así también, de otra forma no habríamos venido, ya que no podemos permitir que, en nuestra presencia, los hombres se disparen los unos a los otros, y todo. -Sheshkóvskii se secó el sudor de la frente y continuó: -Terminen pues, señores, su malentendido, tiéndase las manos el uno al otro, y vamos a casa a beber por la paz. ¡Palabra de honor, señores!
Von Koren callaba. Layévskii, al advertir que lo miraban, dijo:
-Yo no tengo nada en contra de Nikolai Vasílich. Si él encuentra que yo soy culpable, pues estoy dispuesto a disculparme con él.
Von Koren se ofendió.
-Evidentemente, señores, -dijo, -a ustedes les place, que el sr. Layévskii vuelva a su casa magnánimo, como un caballero, pero yo no puedo brindarle a ustedes y a él ese placer. Y no había necesidad de levantarse temprano, y salir a diez vérstas de la ciudad, sólo para beber por la paz, comer un bocado y explicarme que el duelo es una formalidad anticuada. El duelo es el duelo, y no se debe hacerlo más estúpido y más falso, de lo que es en efecto. ¡Yo deseo batirme!
Sobrevino un silencio. El oficial Boikó sacó de una caja dos pistolas: una se la dieron a Von Koren, la otra a Layévskii, y luego se produjo un desconcierto que, no por mucho tiempo, regocijó al zoólogo y a los padrinos. Resultó que, de todos los presentes, ni uno había estado en un duelo ni una vez en su vida, y nadie sabía exactamente cómo debían situarse, y qué debían decir y hacer los padrinos. Pero después Boikó recordó y, sonriendo, se puso a explicar.
-Señores, ¿quién recuerda cómo se describe en Liérmontov? -preguntó Von Koren riendo. –En Turguéniev, Bazárov se batió asimismo con alguien ahí...
-¿Para qué recordar ahí? –dijo impaciente Ustimóvich, deteniéndose. -Midan la distancia, eso es todo.
Y dio unos tres pasos, como mostrando cómo había que medir. Boikó contó los pasos, y su colega desenvainó el sable y arañó la tierra en los puntos extremos, para señalar la barrera.
Los adversarios, ante el silencio general, ocuparon sus puestos.
«Los topos», recordó el diácono, agachado entre los arbustos.
Algo decía Sheshkóvskii, algo explicaba Boikó de nuevo, pero Layévskii no oía, o más bien, oía pero no entendía. Él, cuando llegó el momento, montó el martillo y levantó la pesada, fría pistola con el cañón hacia arriba. Había olvidado desabrocharse el abrigo, y éste le apretaba fuertemente en el hombro y los sobacos, y levantaba el brazo con tal embarazo, como si la manga estuviera hecha de hojalata. Recordó su odio de ayer hacia la frente morena y los cabellos rizados, y pensó que ni siquiera ayer, en un instante de odio fuerte y cólera, podría haberle disparado a un hombre. Temiendo que la bala, de algún modo sin intención, le diera a Von Koren, levantaba la pistola más y más, y sentía que esa generosidad demasiado ostentosa no era delicada ni generosa, pero de otra forma no sabía y no podía. Al observar el rostro pálido, sonriente con malicia de Von Koren que, evidentemente, desde el mismo principio, estaba seguro de que su adversario dispararía al aire, Layévskii pensaba que ahora, gracias a Dios, todo terminaría, y que sólo hacía falta apretar más fuerte el gatillo...
Le reculó fuerte en el hombro, resonó el disparo, y en las montañas el eco repitió: ¡paj! ¡taj!
Y Von Koren montó el martillo y echó una mirada en dirección a Ustimóvich, que como antes daba pasos, puestas las manos detrás y sin prestar atención a nada.
-Doctor –dijo el zoólogo-, tenga la bondad, no ande como un péndulo. A mí, por usted, me baila en los ojos.
El doctor se detuvo. Von Koren se puso a apuntar a Layévskii.
-¡Se terminó! -pensó Layévskii.
El cañón de la pistola dirigido directamente al rostro, la expresión de odio y desprecio en la pose y en toda la figura de Von Koren, el asesinato que ahora cometería un hombre decente a la luz del día, en presencia de unos hombres decentes, el silencio y la fuerza desconocida que obligaba a Layévskii a pararse y no correr, ¡cuán misterioso e incomprensible, y terrible era todo eso! El tiempo que Von Koren apuntaba le pareció a Layévskii más largo que una noche. Suplicante, echaba miradas a los padrinos, éstos no se movían y estaban pálidos.
«¡Pronto pues, dispara!», pensaba Layévskii, y sentía que su rostro pálido, trémulo, lastimero debía suscitar en Von Koren aún más odio.
«Yo ahora lo voy a matar –pensaba Von Koren, apuntando a la frente y sintiendo ya el gatillo con el dedo. –Sí, por supuesto, lo voy a matar...»
-¡Lo va a matar! –se oyó de pronto un grito desolado, en algún lugar muy cerca.
Y al instante resonó un disparo. Viendo que Layévskii estaba parado en el lugar, y no caía, todos miraron en la dirección de donde se oyó el grito, y vieron al diácono. Éste, pálido, con los cabellos mojados pegados a la frente y las mejillas, todo mojado y fangoso, estaba parado en la orilla opuesta, en el maizal, sonreía como que de un modo extraño y agitaba su sombrero mojado. Sheshkóvski se echó a reír de júbilo, rompió a llorar y se apartó a un costado...
XX
Un poco después, Von Koren y el diácono se juntaron cerca del puentecito. El diácono estaba inquieto, respiraba con dificultad y evitaba mirar a los ojos. Le daba vergüenza su miedo y su ropa fangosa, mojada.
-Me pareció que usted quería matarlo... –farfullaba. -¡Cuán opuesto es esto a la naturaleza humana! ¡Hasta qué grado es antinatural!
-¿Pero cómo cayó usted aquí? -preguntó Von Koren.
-¡No pregunte! –dejó de la mano el diácono. -El impuro me tentó: ve y ve… Pues y fui, y casi no me muero de miedo en el maizal. Pero ahora, gracias a Dios, gracias a Dios... Yo estoy muy satisfecho con usted, -farfullaba el diácono. -Y nuestro abuelito-tarántula va a estar satisfecho... ¡Qué risa pues, qué risa! Y sólo le ruego encarecidamente, no le diga a nadie que yo estuve aquí, si no es posible que la jefatura me dé por el cogote. Dirán: el diácono fue el padrino.
-¡Señores! -dijo Von Koren. -El diácono les ruega no decirle a nadie que lo vieron aquí. Puede tener disgustos.
-¡Qué opuesto es esto a la naturaleza humana! -suspiró el diácono. –Discúlpeme generosamente, pero usted tenía una cara, que yo pensé que lo iba a matar seguro.
-Yo tuve la fuerte tentación de acabar con ese villano -dijo Von Koren, -pero usted me gritó bajo el brazo, y fallé. Pero todo este proceder me es repulsivo por la no costumbre, y me ha fatigado, diácono. Yo me he debilitado terriblemente. Vamos.
-No, permítame ya ir a pie. Me hace falta secarme, pues estoy mojado y helado.
-Bueno, como quiera, -dijo con voz lánguida el debilitado zoólogo, sentándose en la calesa y cerrando los ojos. -Como quiera…
Mientras andaban junto al carruaje y se sentaban, Kerbalay estaba parado junto al camino y, tomándose la barriga con ambas manos, hacía reverencias profundas y sonreía con todos los dientes; pensaba que los señores habían venido a disfrutar la naturaleza y tomar té, y no entendía por qué se sentaban en los carruajes. Ante el silencio general, el tren arrancó y junto a la taberna quedó sólo el diácono.
-Vine a taberna, tomar té –le dijo a Kerbalay. -Mí querer comer.
Kerbalay hablaba bien en ruso, pero el diácono pensaba que el tártaro iba a entender más rápido, si le hablaba en una lengua rusa primitiva:
-Huevos freír, queso darme...
-Ve, ve, pope, -dijo Kerbalay, haciendo una reverencia. –De todo te voy a dar... Tengo queso, y tengo vino... Come lo que quieras.
-¿Cómo se dice Dios en tártaro? -preguntó el diácono entrando a la taberna.
-Tu Dios y mi Dios es lo mismo, -dijo Kerbalay sin entenderlo. -Dios es uno para todos, y sólo los hombres son distintos. Que rusos, que turcos o que ingleses, mucha clase de hombres, pero Dios es uno.
-Está bien. Si todos los pueblos reverencian a un Dios único, ¿pues por qué ustedes, los musulmanes, miran a los cristianos como a sus enemigos perpetuos?
-¿Para qué te enojas? -dijo Kerbalay, tomándose la barriga con ambas manos. -Tú eres un pope, yo un musulmán, tú dices quiero comer, yo te doy... Sólo los ricos aclaran cuál es tu Dios, cuál es el mío, y para los pobres es lo mismo. Come, por favor.
Mientras en la taberna se producía esta conversación teológica, Layévskii iba a casa, y recordaba qué espantoso fue viajar al amanecer, cuando el camino, los peñascos y las montañas estaban mojados y oscuros, y el futuro desconocido se le presentaba terrible, como un abismo al que no se le veía fondo, y ahora las gotas de lluvia, que colgaban de las hierbas y las piedras, brillaban al sol como diamantes, la naturaleza sonreía jubilosa, y el futuro terrible quedaba atrás. Echaba miradas al rostro sombrío, lloroso de Sheshkóvskii, y hacia adelante, a los dos calesas donde estaban sentados Von Koren, sus padrinos y el doctor, y le parecía como que todos regresaban de un cementerio, donde recién acababan de enterrar a un hombre pesado, insufrible, que no dejaba vivir a nadie.
«Todo terminó», -pensaba de su pasado, acariciándose el cuello con los dedos de modo cuidadoso.
En la parte derecha del cuello, cerca de la camisa, le había salido una ampolla pequeña, del largo y grosor de un meñique, y sentía un dolor, como si alguien le hubiera pasado una plancha por el cuello. Era la contusión de la bala.
Luego, cuando llegó a su casa, el día se le hizo largo, extraño, dulce y nublado, como el olvido. Como salido de la cárcel o el hospital, miraba con fijeza los objetos conocidos hacía tiempo, y se asombraba de que las mesas, las ventanas, las sillas, la luz y el mar le despertaran un júbilo vívido, infantil, que hacía mucho, mucho tiempo ya no experimentaba. La pálida y muy delgada Nadiézhda Fiódorovna no entendía su voz tímida y andar extraño, se apresuró a contarle todo lo que le había pasado… Le parecía que él la oía mal y no la entendía, y que si se enterara de todo, pues la maldeciría y la mataría, y él la escuchaba, le acariciaba el rostro y los cabellos, la miraba a los ojos y le decía:
-No tengo a nadie más que a ti.
Después estuvieron sentados largo tiempo junto a la empalizada, apretados el uno al otro, y callaron, o, soñando en voz alta con su futura vida dichosa, decían frases breves, entrecortadas, y a él le parecía que nunca antes había hablado de modo tan largo y bonito.
XXI
Pasaron tres meses y pico.
Llegó el día fijado por Von Koren para la partida. Desde la mañana temprana caía una lluvia gruesa, fría, soplaba un viento nordeste, y en el mar se desataba un oleaje fuerte. Decían que con ese tiempo el barco apenas entraría a la rada. Por el horario debía llegar a las diez de la mañana, pero Von Koren, que había salido al malecón al mediodía y después de almuerzo, no vio por los binóculos nada, excepto las olas grises y la lluvia, que nublaban el horizonte.
Hacia el final del día la lluvia cesó, y el viento empezó a calmarse de modo notable. Von Koren ya se había resignado a la idea de que no se iría hoy, y se sentó a jugar ajedrez con Samóilenko; pero cuando oscureció, el ordenanza informó que habían aparecido unas luces en el mar y habían visto un cohete.
Von Koren se apresuró. Se puso la bolsita a través del hombro, se besó con Samóilenko y con el diácono, recorrió sin ninguna necesidad todas las habitaciones, se despidió del ordenanza y de la cocinera, y salió a la calle con tal sensación, como si hubiera olvidado algo donde el doctor o en su apartamento. Por la calle iba junto a Samóilenko, tras ellos el diácono con un cajón, y detrás de todos el ordenanza con dos maletas. Sólo Samóilenko y el ordenanza distinguían las luces opacas en el mar, los restantes miraban a la tiniebla y no veían nada. El barco se había detenido lejos de la orilla.
-¡Pronto, pronto! –se apresuraba Von Koren-. ¡Temo que se vaya!
Al pasar junto a la casita de tres ventanas, a la que se mudó Layévskii pronto tras el duelo, Von Koren no se contuvo y se asomó a la ventana. Layévskii, encorvado, estaba sentado a la mesa, de espaldas a la ventana, y escribía.
-Me asombra, -dijo el zoólogo quedamente. -¡Cómo se amarró!
-Sí, es digno de admiración, -suspiró Samóilenko-. Así está sentado de la mañana a la noche, siempre está sentado y trabajando. Quiere pagar las deudas. ¡Y vive, hermano, peor que un mendigo!
Pasaron medio minuto callados. El zoólogo, el doctor y el diácono estaban parados junto a la ventana, y miraban a Layévskii.
-Así y no se fue de aquí, pobre, -dijo Samóilenko-. ¿Y recuerdas, cómo se afanaba?
-Sí, se amarró fuerte, -repitió Von Koren. -Su boda, ese trabajo el día entero por el pedazo de pan, como que una nueva expresión en la cara, y hasta su andar, todo eso es hasta tal punto extraordinario, que yo no sé cómo llamar eso, -el zoólogo tomó a Samóilenko por la manga, y continuó con inquietud en la voz: -Tú dile a él y a su mujer, que cuando yo me iba me asombré de él, le deseé todo lo bueno… y ruégale que, si se puede, no me guarde rencor. Él me conoce. Él sabe, que si yo hubiera podido ver entonces este cambio, pues hubiera podido hacerme su mejor amigo.
-Tú entra a verlo, despídete.
-No. Es incómodo.
-¿Por qué? Dios sabe, puede que ya nunca más lo veas.
El zoólogo pensó un poco y dijo:
-Es verdad.
Samóilenko golpeó la ventana con el dedo suavemente. Layévskii se estremeció y se volteó a mirar.
-Vánia, Nikolai Vasílich desea despedirse de ti –dijo Samóilenko-. Se va ahora.
Layévskii se levantó de la mesa y fue al zaguán, para abrir la puerta. Samóilenko, Von Koren y el diácono entraron a la casa.
-Yo por un minuto, -empezó el zoólogo quitándose los chanclos en el zaguán, y ya lamentando que había cedido a su sentimiento y entrado allí sin invitación. «Yo como que me impongo, -pensó-, y eso es estúpido». –Perdone que lo moleste, -dijo entrando tras Layévskii a la habitación-, pero me voy ahora, y me dieron ganas de verlo. Dios sabe, cuando nos veamos otra vez.
-Me alegro mucho... Les ruego humildemente, -dijo Layévskii y, con embarazo, les puso unas sillas a los visitantes, como deseando cerrarles el camino, y se detuvo en medio de la habitación, frotándose las manos.
«En vano no dejé a los testigos en la calle», -pensó Von Koren y dijo con firmeza: -No me guarde rencor, Iván Andréich. Olvidar el pasado, por supuesto, no se puede, es demasiado triste, y yo no vine a disculparme o a asegurarle que no soy culpable. Yo actué con franqueza, y no he cambiado mis convicciones desde entonces... Es verdad, como veo ahora, para mi gran alegría, yo me equivoqué respecto a usted, pero es que, hasta en el camino llano se tropieza, y ese es ya el destino humano: si no te equivocas en lo principal, pues te vas a equivocar en lo particular. Nadie conoce la verdad auténtica.
-Sí, nadie conoce la verdad... -dijo Layévskii.
-Bueno, adiós... Dios le dé todo lo bueno.
Von Koren le tendió la mano a Layévskii, éste se la estrechó y reverenció.
-No me guarde rencor pues, -dijo Von Koren. –Reverencie a su mujer, y dígale que lamenté mucho, que no me pude despedir de ella.
-Ella está en casa.
Layévskii se acercó a la puerta y dijo hacia la otra habitación:
-Nadia, Nikolai Vasílich desea despedirse de ti.
Entró Nadiézhda Fiódorovna, se detuvo junto a la puerta y, con timidez, echó una mirada a los visitantes. Su rostro era culpable y asustado, y mantenía las manos como una alumna de gimnasio, a quien le hacen una reprensión.
-Yo ahora me voy, Nadiézhda Fiódorovna, -dijo Von Koren, -y vine a despedirme.
Ella, indecisa, le tendió la mano, y Layévskii reverenció.
«¡Pero cuán lastimeros se ven ambos! -pensó Von Koren-. No les sale barata esta vida». –Yo voy a estar en Moscú y en Petersburgo –preguntó, -¿no les hace falta que les mande algo de allá?
-¿Qué pues? –dijo Nadiézhda Fiódorovna y, alarmada, intercambió una mirada con su marido. –Parece, que nada…
-Sí, nada... -dijo Layévskii frotándose las manos. -Reverencie.
Von Koren no sabía qué más podía o debía decir, y antes, cuando entraba, pensaba que diría muchas cosas buenas, cálidas y significativas. Callado, le estrechó las manos a Layévskii y a su mujer, y salió de su casa con una sensación penosa.
-¡Qué gente! -decía el diácono a media voz, yendo detrás. -¡Dios mío, qué gente! ¡En verdad, la mano derecha de Dios plantó esta viña! ¡Señor, Señor! Uno venció a miles, y el otro a las tinieblas. ¡Nikolai Vasílich –dijo extasiado-, sepa usted, que hoy venció al más grande enemigo del hombre: el orgullo!
-¡Basta, diácono! ¿Qué vencedores somos él y yo? Los vencedores miran como las águilas, y él se ve lastimero, tímido, golpeado, reverencia como un chino estúpido, y a mí... a mí me da tristeza.
Atrás se oyeron unos pasos. Eso los alcanzaba Layévskii, para acompañarlos. En el muelle estaba parado el ordenanza con dos maletas, y un poco más lejos cuatro remeros.
-¡Pero sopla… brrr! -dijo Samóilenko-. En el mar, debe haber ahora una tormenta, ¡oy, oy! No te vas con buen tiempo, Kólia.
-Yo no le temo al mareo.
-No está en eso… Que no te vuelquen esos imbéciles. Convenía haber ido en la chalupa de la agencia. ¿Dónde está la chalupa de la agencia? –le gritó a los remeros.
-Se fue, su excelencia.
-¿Y la de la Aduana?
-También se fue.
-¿Por qué pues no me informaron? -se enojó Samóilenko-. ¡Papanatas!
-Da lo mismo, no te inquietes…-dijo Von Koren-. Bueno, adiós. Dios los cuide.
Samóilenko abrazó a Von Koren y lo persignó tres veces.
-No nos olvides pues, Kólia... Escribe... En la próxima primavera, te vamos a esperar.
-Adiós, diácono -dijo Von Koren estrechando la mano del diácono. –Gracias por la compañía y por las buenas conversaciones. En cuanto a la expedición, piénselo.
-¡Sí, Señor, siquiera al fin del mundo! –se echó a reír el diácono. -¿Acaso estoy en contra?
Von Koren reconoció en la tiniebla a Layévskii y le tendió la mano callado. Los remeros ya estaban parados abajo y retenían el bote, que se pegaba con el pilote, aunque éste lo protegía de la gran marejada. Von Koren bajó por la escala, saltó al bote y se sentó junto al timón.
-¡Escribe! -le gritó Samóilenko. -¡Cuida la salud!
“Nadie conoce la verdad auténtica”, -pensaba Layévskii, alzando el cuello de su paletó y metiendo sus manos en las mangas.
El bote sorteó el muelle con agilidad y salió a la extensión. Desapareció entre las olas, pero al instante resbaló del foso profundo a la onda alta, de modo que se podía distinguir a los hombres e incluso los remos. El bote recorrió unos tres sazhénes, y fue arrojado atrás unos dos sazhénes.
-¡Escribe! -gritó Samóilenko. –¡Se te ocurrió irte con este tiempo!
«Sí, nadie conoce la verdad auténtica...», -pensaba Layévskii, mirando con tristeza el inquieto mar oscuro.
“El bote echa atrás, -pensaba él, -da dos pasos adelante y un paso atrás, pero los remeros son tenaces, mueven los remos sin descanso y no le temen a las olas altas. El bote va adelante y adelante, he aquí ya no se ve, pero pasará media hora y los remeros verán las luces del barco claramente, y dentro de una hora estarán ya junto a la escala del barco. Así es en la vida... En busca de la verdad los hombres dan dos pasos adelante, un paso atrás. Los sufrimientos, los errores y el aburrimiento de la vida los echan atrás, pero la sed de verdad y la voluntad tesonera los empujan adelante y adelante. ¿Y quién sabe? Acaso lleguen a la verdad auténtica...”
-¡Adio-o-ós! -gritó Samóilenko.
-Ni se ve ni se oye -dijo el diácono. -¡Buen viaje!
Empezó a llover gotas.
1Shashlík, plato caucasiano a base de trocitos de carnero asados en brochetas.
2Grosh, antigua moneda rusa igual a ½ kópek.
3Desiatína, antigua medida rusa de superficie igual a 1,09 ha.
4Boudoir, tocador.
5Schi, sopa de legumbres con carne.
6Table d’hôte, mesa de huésped, con menú común para todos en las pensiones.
7Mijaíl Vorontzóv (1782-1856), príncipe, hombre de estado, mariscal de campo, gobernador del Cáucaso de 1844 a 1854.
8Okróshka, sopa rusa que se hace con kvas, pescado o carne picada y legumbres.
9Yo le enseñaré, dónde invernan los cangrejos (amenaza), aproximadamente, le enseñaré lo que es bueno.
15“¡Oh Dios Sebaot, vuélvete ya, desde los cielos mira y ve, visita a esta viña, cuídala a ella, la que plantó tu diestra!” (Salmo 80: 2–3)
16“Un polvo de nieve platea su cuello de castor», de la novela Eugenio Oniéguin, de Alexánder Púshkin.
19Amarrar al cuerno del carnero (expresión familiar), meter en un puño, en cintura.
20“Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno"(Mateo 18:6).
21“No te vayas, palomo mío…”, de una canción popular en los años 1870s.
22Personaje principal de La leyenda del concienzudo Danila, cuento de Nikolai Lieskóv.
Título original: Duel, publicado por primera vez en el periódico Novoe vremia, 1891, Nºs 5621-5657, con la firma: "Antón Chejov".
Traducido por René Portas
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