viernes, 28 de junio de 2019

Viajando voy, leyendo vengo



lunes, 24 de junio de 2019

El año del pensamiento mágico


domingo, 23 de junio de 2019

La guerra no tiene rostro de mujer


viernes, 21 de junio de 2019

Historias comunes


martes, 18 de junio de 2019


lunes, 17 de junio de 2019

Densidad poética


sábado, 15 de junio de 2019

Lección involuntaria

'Lección involuntaria' (un fragmento de 'Autorretrato sin mí')

No es mi propósito juzgarlo. Y, si tal fuera, recibiría de antemano mi absolución. Pero el recuerdo viene cuando quiere y no es raro que me traiga escenas nítidas, intactas, de aquellos sábados hogareños de mi adolescencia en los que él representaba un papel penoso.
Tras la cena, sentados mi madre y yo en la sala, mirábamos algún programa de televisión en blanco y negro. Alrededor de las once, a veces más tarde, lo sentíamos introducir con distintos grados de torpeza, según la cantidad de alcohol que hubiese ingerido, la llave en la cerradura.
Entraba por fin en casa, a menudo hablando solo con dicción borrosa, la mirada turbia, el gesto aturdido y culpable. Trascendía de él una intensa fetidez de borracho. Su aspecto me causaba no sólo repugnancia, sino algo, por humillante, más doloroso: un sentimiento de íntima vergüenza ante su manifiesta degradación, conocida por todo el vecindario.
De camino a la cama se detenía, tambaleante, a nuestro lado, farfullando, para congraciarse con nosotros, demostraciones serviles de ternura. Y aniquilaba mi último designio de ver un modelo, no digamos un héroe, en la figura paterna, cuando se escudaba en el pueril embuste de haber bebido poco.
Trabajaba largas horas diarias en la fábrica y era bondadoso, incapaz de la violencia. Por eso lo quise; por eso él es en mi recuerdo, ahora que desdichadamente no puedo decírselo, el héroe modélico que no era. De sus debilidades ostensibles nació mi voluntad de no sucumbir ni entonces ni después a la tentación de la bebida, de las sustancias estupefacientes; en fin, de cualesquiera paraísos artificiales a los que profeso desde mi juventud desconfianza profunda y rechazo, no tanto por ser artificiales como por no creer que haya en ellos un adarme de paraíso. / Fernando Aramburu

viernes, 14 de junio de 2019

La novia

I
Eran cerca de las diez de la noche, y la luna llena alumbraba el jardín. En casa de los Shumm acababa de terminar el oficio religioso organizado por la abuela, Marfa Mijaílovna. Nadia, que había salido al jardín un instante, vio poner la mesa en la sala, donde se iba a servir la cena, y a su abuela, ataviada con un pomposo vestido de seda, trajinar de un lado para otro; el padre Andréi, arcipreste de la iglesia catedral, conversaba con Nina Ivánovna, madre de Nadia, que parecía incomprensiblemente joven a la luz de las lámparas; junto a ella estaba Andréi Andréich, hijo del arcipreste, escuchando con atención.
El ambiente en el jardín era apacible y fresco, y las sombras cubrían la tierra. Allá a lo lejos, quizá en las afueras de la ciudad, croaban las ranas. Se notaba el hálito del gentil mes de mayo. El aire penetraba profundamente en los pulmones; Nadia se sentía impulsada a pensar que no era allí, sino más cerca del cielo, por encima de los árboles, lejos de la ciudad, en los campos y en los bosques, donde bullía ahora la vida primaveral, misteriosa, bella, rica, sagrada, inaccesible al entendimiento del hombre, débil y pecador. Y le daban ganas de llorar.
Nadia tenía veintitrés años. Desde los dieciséis había soñado apasionadamente con el matrimonio, y ahora, ¡por fin, era ya novia de Andréi Andréich, el que se hallaba tras la ventana! Su prometido le gustaba, y la boda estaba fijada para el siete de julio; pero la chica no se sentía contenta: dormía mal por las noches y toda su alegría se había esfumado… Por la ventana del semisótano, donde se encontraba la cocina, oía el rumor de un presuroso ajetreo, ruido de cuchillos, portazos. Olía a pavo asado y a cerezas en compota. ¡Y a Nadia se le antojaba que toda la vida iba a ser así, sin cambios y sin fin!
Alguien salió de la casa y se detuvo en el porche. Era Aleksandr Timófeich o, sencillamente, Sasha, un huésped venido de Moscú diez o doce días antes. Hacía mucho tiempo, una pariente lejana, llamada Maria Petrovna, de noble ascendencia, pero empobrecida, solía visitar a la abuela de Nadia en busca de una limosna. Era viuda, pequeña, endeble, enfermiza. Tenía un hijo, Sasha, al que se atribuían grandes dotes de pintor y, al morir su madre, la abuela de Nadia decidió, en sufragio de su propia alma, hacer una obra de caridad con el chico enviándolo a la «Academia Komissarovskoie». A los dos o tres años, Sahsa pasó a la Escuela de Pintura y Arquitectura, en la que se graduó al cabo de casi tres lustros, a trancas y barrancas, como arquitecto, sin que llegara nunca a ejercer la profesión, pues trabajaba en una litografía moscovita. Casi todos los veranos venía a casa de la abuela de Nadia para descansar y reponerse, ya que solía llegar muy enfermo.
Llevaba chaqueta, un pantalón con el bajo pisoteado y camisa sin planchar y tenía un aspecto descuidado. Era flaco, de ojos grandes, dedos largos y huesudos, espesa barba y tez morena. Pese a su delgadez, poseía un semblante atractivo. Compenetrado con los Shumin, se sentía en aquella casa como en la suya propia. Hasta el cuarto donde vivía llevaba ya de antiguo el nombre de «cuarto de Sasha».
Al ver a Nadia se acercó a ella.
—¡Qué hermoso es esto! —le dijo.
—Claro que sí. Debiera usted quedarse hasta el otoño.
—Parece que así será. Creo que estaré con ustedes hasta septiembre. Dicho esto se echó a reír, sin motivo aparente, y se sentó junto a ella.
—Estoy mirando a mamá —dijo Nadia—. ¡Desde aquí parece muy joven! Mi madre, naturalmente, tiene sus flaquezas —añadió después de un breve silencio—; pero, no obstante, es una mujer extraordinaria.
—Buena sí que es… —concedió Sasha—: Ni que decir tiene, es bondadosa a su manera, pero…, no sé cómo decirle… Esta mañana temprano entré en la cocina y encontré a cuatro criadas durmiendo en el suelo, sin cama, un montón de andrajos en vez de colchón, pestilencia, chinches, cucarachas… Exactamente lo mismo que hace veinte años, sin la menor innovación. De la abuela no se puede pedir más; para eso es la abuela; pero su madre, que seguramente habla francés y que participa en las funciones benéficas… Bien podría comprender…
Cuando hablaba, Sasha alargaba ante sus interlocutores dos de sus largos y sarmentosos dedos. —
Por falta de costumbre —prosiguió—, todo se me antoja extraño aquí. ¡Nadie hace nada, diablo! Su mamá se pasa el día de paseo, como una duquesa; su abuela tampoco hace nada; usted, lo mismo, y su prometido, Andréi Andréich, también vive en la ociosidad.
Nadia había oído la misma cantilena el año anterior y acaso dos años antes; sabía que Sasha era incapaz de otros razonamientos; y esto, que antes la hacía reír, ahora la exasperaba.
—Todo eso es muy viejo y hace tiempo que me aburre oírlo —replicó levantándose—. Podía usted sacar algo nuevo.
Él se echó a reír, se levantó también, y ambos se encaminaron hacia la casa. Ella, alta, guapa, esbelta, parecía mucho más lozana y elegante al lado de Sasha. Dándose cuenta, tuvo compasión de él y hasta se sintió un poco violenta.
—Habla usted más de lo necesario —le reprochó—. Ahora mismo acaba de criticar a mi Andréi, a pesar de que no le conoce.
—Mi Andréi… ¡Que Dios ampare a su Andréi!
A mí lo que me da pena es la juventud de usted.
Cuando entraron en la sala, todos se disponían a cenar. La abuela, o como la llamaban en casa la «abuelita», muy gruesa, fea, de cejas hirsutas y bigote algo crecido, hablaba fuerte, y por su tono de voz y sus ademanes se notaba que era la que mandaba. Le pertenecían varias naves comerciales en el mercado y una casa de viejo estilo con columnata y jardín, no obstante lo cual, rezaba todas las mañanas pidiendo a Dios que la salvase de la ruina, y lo hacía llorando. Su nuera, Nina Ivánovna, madre de Nadia, rubia, muy entallada la cintura, calados los lentes y con brillantes en cada dedo; el padre Andréi, un vejete seco, desdentado, con expresión de ir a contar algo muy gracioso, y su hijo Andréi Andréich, prometido de Nadia, regordete y apuesto, de cabello ondulado y aire de actor o de pintor, hablaban de hipnotismo.
—En una semana te pones bien aquí —se dirigió la «abuelita» a Sasha—. Lo que hace falta es que comas más. ¡Hay que ver lo horrible que te has puesto! —suspiró—. Enteramente el hijo pródigo.
Después de despilfarrar los bienes de su padre —habló lentamente el arcipreste con ojos risueños—, se entregó, insensato, al pecado…
—¡Cuánto quiero yo a mi padre! —exclamó Andréi colocando la mano en el hombro de aquél—. Es un viejo simpático, un buenazo.
Todos callaron. De pronto, Sasha rompió a reír y trató de ahogar la risa llevándose la servilleta a la boca.
—¿De modo que no cree usted en el hipnotismo? —preguntó el padre Andréi a Nina Ivánovna. —
No puedo asegurar que crea —respondió ella, dando a su semblante una expresión seria y hasta severa—, pero he de reconocer que hay en la naturaleza muchas cosas enigmáticas e incomprensibles.
—En todo de acuerdo, aunque debo añadir, por mi parte, que la fe reduce en grado considerable el reino de lo misterioso.
Sirvieron un gran pavo muy grasoso. El clérigo y Nina Ivánovna prosiguieron su conversación. En los dedos de ella refulgían los brillantes; de pronto, asomaron lágrimas a sus ojos.
—Aunque no me atrevo a discutir con usted —dijo—, reconocerá que hay en la vida tantos enigmas sin resolver…
—No hay ni uno, se lo aseguro.
Terminada la cena, Andréi Andréich se puso a tocar el violín acompañado al piano por Nina Ivánovna. Se había graduado diez años antes en la facultad de filosofía de la universidad, pero no trabajaba en ninguna parte ni se le conocía ocupación determinada, y sólo de tarde en tarde participaba en algún concierto benéfico. No obstante, en la ciudad le tenían por un artista.
Mientras él tocaba, los demás escuchaban en silencio. El samovar hervía plácidamente sobre la mesa, y sólo Sasha tomaba té. Pasada ya la medianoche, se le rompió una cuerda al violín; todos se echaron a reír y, aprovechando el momento, se apresuraron a despedirse.
Después de acompañar a su novio, Nadia se retiró al piso de arriba, donde vivía con su madre (el de abajo estaba habitado por la abuela). En la sala de la planta inferior apagaban ya las luces, pero Sasha continuaba tomando té. Lo bebía siempre lentamente, a la manera moscovita, apurando siete u ocho vasos. Mucho después de haberse acostado, aún siguió Nadia oyendo a las criadas recoger la mesa y a la «abuelita» refunfuñar. Por fin se hizo el silencio, y sólo de cuando en cuando resonaba la bronca tos de Sasha en su habitación.
II
Cuando Nadia se despertó, debían de ser alrededor de las dos, pues comenzaba a amanecer [144] . En algún lugar lejano daba sus señales un sereno. Como no podía conciliar el sueño y el colchón era incómodo por demasiado blando, Nadia se sentó en la cama y, al igual que las restantes noches de mayo, se puso a pensar. Sus pensamientos fueron los mismos de la noche anterior, monótonos, vanos, persistentes; recordó cómo Andréi Andréich empezó a cortejarla, cómo le pidió relaciones, cómo aceptó ella y cómo fue tomando afecto, poco a poco, a aquel hombre bondadoso e inteligente; pero ahora, cuando no quedaba ya para la boda más que un mes, comenzaba a experimentar un temor y una inquietud incomprensibles, como si la esperase algo imprecisamente desagradable.
«Tac-tac, tac-tac… —sonaba, cansina, la matraca del sereno—. Tactac…».
Por la ancha y vieja ventana se veía el jardín; más allá florecían lilas, lánguidas de frío, y una blanca y espesa neblina, flotando sobre ellas, trataba de cubrirlas. En los lejanos árboles graznaban, soñolientos, los grajos.
—¡Dios mío! ¿Por qué sentiré tanta angustia?
Acaso también la experimentaran todas las novias poco antes de la boda. Pudiera ser. ¿O era la influencia de Sasha? Pero Sasha llevaba ya varios años diciendo lo mismo, como si le hubieran dado cuerda, y sus palabras resultaban ingenuas y extrañas. Y, sin embargo, ¿por qué no se le iba Sasha de la mente? ¿Por qué?
El sereno llevaba ya un buen rato sin tocar. Bajo la ventana y en el jardín trinaban los pájaros. Se había disipado la niebla, y el paisaje, iluminado por el sol de primavera, tenía un aspecto risueño y jovial. A poco tardar, todo el jardín, acariciado por los cálidos rayos solares, revivió; las gotas de rocío brillaron como diamantes sobre las hojas; y el viejo jardín, descuidado hacía tiempo, parecía lozano y engalanado aquella mañana.
Se despertó la «abuelita». Sasha tosió con su vozarrón de bajo. Se oyó servir el samovar y mover sillas en la planta inferior.
Las horas transcurrían lentamente. Nadia estaba ya harta de pasear por el jardín, y aún no se había acabado la mañana.
Apareció Nina Ivánovna con un vaso de agua mineral y ojos de haber llorado. Practicaba el espiritismo y la homeopatía, leía mucho y gustaba de conversar acerca de sus dudas, todo lo cual, a juicio de Nadia, debía encerrar un sentido profundo y misterioso. La joven besó a su madre y se puso a andar al paso de ella.
—¿Por qué has llorado? —le preguntó.
—Anoche comencé a leer una novela cuyos protagonistas son un padre y una hija. El padre trabaja en una oficina, y el jefe se enamora de la hija. No he terminado de leerla, pero hay un pasaje donde no es posible contener las lágrimas —explicó Nina Ivánovna, y se tomó un sorbo de agua del vaso—. Esta mañana, al acordarme, también me eché a llorar.
—Pues yo siento mucha tristeza todos estos días —dijo Nadia después de una pausa—. ¿Por qué no dormiré de noche?
—No lo sé, querida. Yo, cuando sufro de insomnio, cierro los ojos fuertemente, así, y me imagino a Anna Karénina, sus andares, su voz, o alguna cosa histórica, del mundo antiguo…
Nadia notó que su madre no la entendía ni podía entenderla. Fue la primera vez que lo advirtió en su vida, y se asustó de su descubrimiento, hasta el punto de querer ocultarse. Por ello, se retiró a su cuarto.
A las dos se pusieron a almorzar. Como era miércoles, día de vigilia, a la abuela le sirvieron borsch sin carne y sargo con kasha.
Para hacerla rabiar, Sasha comió su sopa con carne y el borsch viudo. Mientras duró el almuerzo estuvo bromeando, pero sus bromas resultaban empalagosas, recargadas de espíritu moralizador; y no hacía ninguna gracia verle, antes de soltar una agudeza, levantar sus largos dedos de muerto, como tampoco la hacía pensar que estaba muy enfermo y que, probablemente, su permanencia en el mundo no sería muy larga: daba lástima.
Después del almuerzo, la abuela se marchó a su habitación a descansar. Nina Ivánovna estuvo unos instantes tocando el piano y luego se retiró también.
—¡Ay, querida Nadia! —inició Sasha su habitual conversación de sobremesa—. ¡Si usted me hiciera caso!
Ella estaba sentada en un vetusto sillón, con los ojos cerrados, y él recorría el aposento, de rincón en rincón.
—¡Si fuera usted a estudiar! —iba diciendo—. Solamente las personas cultas y los santos son interesantes y necesarios. Cuanto mayor sea su número, tanto más pronto se instaurará el reino de Dios en la tierra. Entonces, poco a poco, no quedará piedra sobre piedra de vuestra ciudad; todo volará en mil pedazos y cambiará como por ensalmo. Surgirán aquí edificios soberbios y majestuosos, jardines encantadores, surtidores mágicos, hombres magníficos… Pero lo principal no es eso; lo principal es que la masa, en el mal sentido que ahora se da a la palabra, dejará de existir, puesto que cada cual tendrá fe y sabrá para qué vive, sin que ninguno haya de buscar apoyo en la masa. ¡Váyase a estudiar, paloma mía! Demuestre a todos que esta vida sedentaria, gris y pecadora ha terminado por hastiarla. Demuéstreselo, por lo menos, a sí misma.
—Imposible, Sasha. Voy a casarme.
—Pues no se case… ¿Qué necesidad hay de ello?
Salieron al jardín y dieron un paseo.
—Sea como fuere, querida —continuó Sasha—, hay que pensar y comprender hasta qué punto es impura e inmoral esta vida de ocio que llevan ustedes aquí. Hágase cargo de que si ni usted, ni su madre, ni su «abuelita» hacen nada, quiere decirse que alguien trabaja para ustedes, que ustedes chupan la sangre de otros seres. ¿No es esto inmoral y repulsivo?
Nadia quiso decir que sí, que lo comprendía, pero, a punto de romper en llanto, corrió a refugiarse en su cuarto.
Todas las tardes venía Andréi Andréich y, de ordinario, pasaba largo tiempo tocando el violín. Era poco locuaz y acaso amaba el violín porque mientras lo tocaba podía estar callado. Aquella noche, al despedirse, pasadas las diez, con el gabán puesto ya, abrazó a Nadia y le besó ansiosamente la cara, los hombros, los brazos.
—¡Amada mía, hermosa mía! —murmuró—. ¡Qué feliz soy! ¡Me vuelvo loco de alegría!
A ella le pareció haber oído estas palabras hacía tiempo, mucho tiempo, o haberlas leído en algún sitio… en una novela vieja, rota, abandonada…
En la sala, Sasha, sentado a la mesa, tomaba té sosteniendo el platillo con sus cinco dedos, largos y huesudos. La «abuelita» hacía solitarios, y Nina Ivánovna estaba leyendo. Chisporroteaba el pabilo de una mariposa. Todo respiraba quietud y bienestar. Nadia dio las buenas noches, se dirigió a su habitación, se acostó y se durmió en seguida. Pero, igual que la noche anterior, apenas apuntó el alba se desveló. Su angustioso desasosiego espiritual le impedía dormir. Sentada en su lecho, apoyando la cabeza en las rodillas, pensaba en su novio, en la boda… Por asociación instintiva, recordó que su madre no quería a su difunto esposo y que ahora, sin recurso alguno, vivía en total dependencia de su suegra, la «abuelita». Y aunque lo intentó repetidas veces, Nadia no logró explicarse por qué, hasta aquel momento, había atribuido a su madre cualidades excepcionales, extraordinarias, y no había visto en ella a una simple mujer desdichada.
Tampoco Sasha dormía. Desde abajo llegaba el bronco ruido de su tos. Nadia le tenía por un ingenuo extravagante, y notaba algo absurdo en sus sueños, en sus jardines admirables y en sus surtidores maravillosos; pero, sin saber por qué, le pareció tan hermosa aquella ingenuidad absurda, que le bastó la insinuación de la idea de irse a estudiar para que el corazón se le llenase de júbilo y contento.
—Más vale no pensar, más vale no pensar —murmuró para sí—. No debo pensar en eso.
«Tac-tac… Tac-tac», sonaba a lo lejos la matraca del sereno.


miércoles, 12 de junio de 2019


martes, 11 de junio de 2019

El duelo

I Eran las ocho de la mañana, la hora en que los oficiales, los funcionarios y los forasteros solían bañarse en el mar, después de una noche calurosa y sofocante; luego se dirigían al pabellón a tomarse un café o un té. Iván Andreich Laievski, un joven de veintiocho años, enjuto, rubio, con la gorra del Ministerio de Hacienda y zapatillas, encontró en la playa a muchos conocidos, entre ellos a su amigo el médico militar Samóilenko. Con su gran cabeza rapada, sin cuello, colorado, narigudo, espesas cejas negras y patillas llenas de canas, gordo, adiposo y, por si eso fuera poco, con ese vozarrón ronco y marcial, el tal Samóilenko causaba una impresión desagradable a cada nuevo recién llegado. A estos se les antojaba un tipo tosco y desabrido, aunque, después de tratarlo dos o tres días, empezaban a encontrar su rostro extremadamente bondadoso, gentil y hasta atractivo. A pesar de su aire desmañado y de su tono poco ceremonioso, era un hombre pacífico, de una bondad desmesurada, afable y servicial. En la ciudad tuteaba a todo el mundo, prestaba dinero a cualquiera, curaba, concertaba voluntades, reconciliaba, organizaba meriendas campestres en las que asaban brochetas de cordero y preparaba una deliciosa sopa de pescado; siempre andaba ocupándose de alguien, pidiendo favores, y nunca le faltaban motivos para estar alegre. Según la opinión general, era un hombre intachable, y sólo se le atribuían dos debilidades: la primera era que se avergonzaba de su bondad y trataba de enmascararla con una mirada severa y una rudeza postiza; la segunda consistía en su manía de que los enfermeros y los soldados le dieran el trato de excelencia, cuando sólo era consejero de Estado [15] . —Respóndeme a una pregunta, Aleksandr Davídich —dijo Laievski cuando, en compañía de Samóilenko, se metió en el agua hasta los hombros—. Supongamos que te enamoras de una mujer y tienes una relación con ella. Vivís juntos, pongamos, más de dos años, y luego, como sucede a menudo, dejas de quererla y empiezas a considerarla una extraña. ¿Cómo te comportarías en una situación de ese tipo? —Muy sencillo. Largo de aquí, querida. Y se acabó la discusión. —¡Eso es muy fácil decirlo! Pero ¿y si ella no tiene adónde ir? Es una mujer sola, sin familia, sin un céntimo, incapaz de trabajar… —¿Y qué? Se le dan quinientos rublos de una vez o se le entregan veinticinco cada mes. Y asunto concluido. Es muy sencillo. —Supongamos que dispones de esos quinientos rublos, y también de veinticinco cada mes, pero la mujer de la que te estoy hablando es instruida y orgullosa. ¿ —Naturalmente, es complicado vivir con una mujer a la que ya no quieres —dijo Samóilenko, mientras sacaba la arena que se le había metido en una bota—. Pero hay que actuar con humanidad, Vania. Si me sucediera a mí, no le dejaría ver que he dejado de quererla y seguiría viviendo con ella hasta la muerte —de pronto se avergonzó de sus propias palabras y, dando marcha atrás, añadió—: En cualquier caso, a mí las mujeres me importan un bledo. ¡Que se vayan al diablo! Los amigos terminaron de vestirse y se dirigieron al pabellón. Allí Samóilenko se sentía como en casa; hasta había un servicio especial para él. Cada mañana le llevaban una bandeja con una taza de café, un vaso de agua con hielo —un vaso alto, de cristal tallado — y una copa de coñac. Tomaba primero el coñac, luego el café caliente y por último el agua con hielo, que debía de saberle a gloria porque, después de beberla, los ojos le brillaban y, acariciándose las patillas con ambas manos, exclamaba, sin dejar de mirar el mar: —¡Qué vista tan asombrosa y sublime! Después de una larga noche ocupada en pensamientos tristes e inútiles, que le impedían dormir y parecían aumentar el bochorno y la penumbra, Laievski se sentía destrozado y maltrecho. El baño y el café no habían mejorado su disposición. —Sigamos con nuestra conversación, Aleksandr Davídich —dijo—. No voy a ocultarte nada y te hablaré con toda franqueza, como corresponde a un amigo: mi relación con Nadezhda Fiódorovna va mal… muy mal. Perdona que te confíe mis secretos, pero necesito hablar con alguien. Samóilenko, adivinando de lo que iban a hablar, bajó la vista y tamborileó con los dedos en la mesa. —He vivido dos años con ella y he dejado de quererla… —prosiguió Laievski—; o mejor dicho, he comprendido que no la he amado nunca… Esos dos años han sido un engaño —Laievski tenía la costumbre de examinarse atentamente las rosadas palmas de las manos, morderse las uñas o estrujarse los puños de la camisa mientras hablaba. Y eso era lo que estaba haciendo ahora—. Sé muy bien que no puedes ayudarme —dijo—, pero te cuento estas cosas porque la única salvación de los hombres fracasados e inútiles consiste en hablar. Debo dar un sentido general a cada uno de mis actos, encontrar una explicación y una justificación de mi vida absurda en alguna teoría, en los modelos literarios, en el hecho de que los nobles hemos degenerado o en otras cosas por estilo… La pasada noche, por ejemplo, me consolé pensando todo el tiempo: «¡Ah, cuánta razón tiene Tolstói! ¡Es despiadado, pero tiene toda la razón!». Y esas consideraciones me aliviaban. En verdad, amigo, es un escritor soberbio, dígase lo que se diga. Samóilenko, que nunca había leído a Tolstói, aunque todas las mañanas hacía propósito de leerlo, se turbó y dijo: —Sí, todos los escritores se imaginan lo que escriben; él, en cambio, lo saca de la realidad… —Dios mío —suspiró Laievski—, ¡hasta qué punto nos ha desfigurado la civilización! Me enamoro de una mujer casada, y ella de mí… Al principio vinieron los besos, las tardes tranquilas, los juramentos, las referencias a Spencer, los ideales, los intereses comunes… ¡Qué mentira! En realidad, huíamos de su marido, pero nos engañábamos diciéndonos que estábamos huyendo del vacío de nuestras vidas ociosas. Nos representábamos así nuestro futuro: iríamos al Cáucaso y, mientras nos familiarizábamos con el lugar y la gente, yo me pondría el uniforme de funcionario y trabajaría; luego, adquiriríamos una parcela de tierra, la labraríamos con nuestro sudor, plantaríamos un viñedo, cultivaríamos los campos, etcétera. Si en mi lugar hubieras estado tú o ese zoólogo, von Koren, probablemente habrías vivido con Nadezhda Fiódorovna treinta años y habríais dejado a vuestros herederos un rico viñedo y mil desiatinas [16] de maizales; yo, en cambio, me he sentido descorazonado desde el primer día. Si se queda uno en la ciudad le agobia el calor insoportable, el aburrimiento, la escasez de gente, y si sale al campo, se figura que debajo de cada arbusto o cada piedra hay una serpiente, un escorpión o un falangio. Y más allá del campo, montañas y desiertos. Gente extraña, naturaleza extraña, ignorancia: todo eso, amigo mío, no es tan fácil como pasear por la avenida Nevski, bien abrigado, llevando del brazo a Nadezhda Fiódorovna y soñando con regiones cálidas. En este lugar hay que luchar a muerte, y ya ves qué clase de combatiente soy yo. Un neurasténico digno de lástima, un señorito… Desde el primer día comprendí que esas ideas mías sobre una vida dedicada al trabajo, al cultivo de un viñedo, no valían un comino. Y, en lo que respecta al amor, debo confesar que vivir con una mujer que ha leído a Spencer y se ha venido contigo al fin del mundo, resulta tan aburrido como pasar tus días con una Anfisa o una Akulina cualquiera. El mismo olor a plancha, a polvos y a medicinas, los mismos rizadores cada mañana y el mismo autoengaño… —Un hogar no puede pasarse sin plancha —dijo Samóilenko, que se había ruborizado al oír la desenvoltura con que su amigo hablaba de una señora a la que conocía—. Ya me he dado cuenta, Vania, de que hoy no estás de buen humor. Nadezhda Fiódorovna es una mujer hermosa, cultivada, y tú eres un hombre inteligentísimo… Ya sé que no estáis casados —prosiguió Samóilenko, echando un vistazo a las mesas vecinas—, pero no es culpa vuestra y además… hay que dejarse de prejuicios y estar a la altura de las ideas modernas. Yo soy partidario del matrimonio civil, desde luego… Pero, en mi opinión, cuando uno se une a otra persona, hay que quedarse a su lado hasta la muerte. —¿Aunque no haya amor? —Voy a contarte una cosa —dijo Samóilenko—. Hará cosa de ocho o nueve años teníamos aquí como agente comercial a un viejecito más listo que el hambre, que solía decir lo siguiente: «En la vida familiar, lo más importante es la paciencia». ¿Lo oyes, Vania? No el amor, sino la paciencia. El amor no puede durar mucho. Has estado enamorado un par de años; ahora, por lo visto, tu vida conyugal ha entrado en un período en que, para mantener el equilibrio, por decirlo así, tendrás que poner en juego toda tu paciencia… —Tú puedes creer a ese viejo agente, pero a mí su consejo me parece absurdo. Tu vejestorio era capaz de fingir, de ejercitar la paciencia y, en consecuencia, de considerar a una persona a la que no amaba como un objeto indispensable para sus ejercicios, pero yo todavía no he caído tan bajo. Si alguna vez me entran ganas de ejercitar la paciencia, me compraré unas pesas de gimnasia o un caballo testarudo, pero a las personas las dejaré en paz. Samóilenko pidió vino blanco con hielo. Después de beberse un vaso, Laievski preguntó de pronto: —Dime, por favor, ¿qué significa reblandecimiento del cerebro? —Pues, cómo te lo explico… Es una enfermedad en que el cerebro se ablanda… es como si se licuara. —¿Tiene cura? —Sí, si se coge a tiempo. Duchas frías, emplastos… Algún medicamento de uso interno. —Ah… Pues ya ves a qué situación he llegado. No puedo vivir con ella: es superior a mis fuerzas. Mientras estoy contigo, puedo filosofar y sonreír, pero en casa se me viene el mundo encima. Me siento tan deprimido que, si alguien me dijese, pongamos, que estoy obligado a vivir con ella un mes más, creo que me alojaría una bala en la sien. Y al mismo tiempo no puedo dejarla. Está sola, es incapaz de trabajar, ninguno de los dos tiene dinero… ¿Dónde iba a meterse? ¿Quién la acogería? No consigo encontrar una solución… Bueno, dime tú: ¿qué puedo hacer? —Hum… —mugió Samóilenko, sin saber qué responder—. ¿Ella te quiere? —Sí, me quiere, en la medida en que a sus años y con su temperamento necesita a un hombre. Le sería tan duro separarse de mí como de sus polvos o de los rizadores. Soy un elemento indispensable de su tocador. Samóilenko se turbó. —Hoy no estás de buen humor, Vania —dijo—. Se ve que has dormido mal. —Sí, he dormido mal… En general, amigo, me siento fatal. La cabeza vacía, el corazón helado y esa debilidad… ¡Tengo que huir! —¿Adónde? —Al norte. Donde haya pinos, setas, gente, ideas… Daría la mitad de mi vida por estar ahora en algún lugar de la provincia de Moscú o de Tula, bañarme en un riachuelo, tiritando de frío, y luego pasear dos o tres horas con el último de los estudiantes, charlando sin parar… ¡Y cómo huele el heno! ¿Te acuerdas? Y al atardecer, cuando vaga uno por el jardín, llegan desde la casa los acordes de un piano y se oye el ruido de un tren… Laievski se reía de placer, algunas lágrimas asomaron a sus ojos; para ocultarlas, se inclinó hacia la mesa vecina, sin levantarse, para coger unas cerillas. —Yo llevo ya fuera de Rusia dieciocho años —dijo Samóilenko—. Hasta me he olvidado de cómo es. En mi opinión, no existe lugar más maravilloso que el Cáucaso [17] . —Hay un cuadro de Verschaguin que representa a varios condenados a muerte que languidecen en el fondo de un pozo profundísimo. Pues tu maravilloso Cáucaso a mí se me antoja un pozo de ese tipo. Si me dieran a elegir entre estas dos posibilidades, trabajar como deshollinador en San Petersburgo o vivir aquí como un príncipe, elegiría lo primero. Laievski se quedó pensativo. Al mirar su cuerpo encorvado, sus ojos fijos en un punto, su cara pálida y sudorosa, sus sienes hundidas, sus uñas mordisqueadas y la zapatilla, por la que asomaba un calcetín mal zurcido a la altura del talón, Samóilenko sintió compasión y, quizá porque le recordaba a un niño indefenso, le preguntó: —¿Vive tu madre? —Sí, pero no nos hablamos. No ha podido perdonarme esta relación. Samóilenko le había cogido cariño a su amigo. Veía en Laievski a un buen muchacho, un estudiante, un tipo campechano con el que se podía beber, pasar un buen rato, hablar con el corazón en la mano. Los rasgos de ese joven que le resultaban comprensibles no le gustaban nada. Laievski bebía en demasía y a destiempo, jugaba a las cartas, despreciaba su trabajo, vivía por encima de sus medios, empleaba con frecuencia en su conversación expresiones indecorosas, salía a la calle en zapatillas y discutía con Nadezhda Fiódorovna en presencia de extraños: todo eso desagradaba a Samóilenko. Por otro lado, Laievski había estudiado en la Facultad de Filosofía, estaba suscrito a dos voluminosas revistas, solía hacer comentarios tan profundos que pocos lo entendían, vivía con una mujer instruida: todo eso le resultaba incomprensible a Samóilenko, pero le gustaba; de hecho, consideraba a Laievski superior a él y lo respetaba. —Otro detalle más —dijo Laievski, sacudiendo la cabeza—. Pero que quede entre nosotros. Todavía no le he comentado nada a Nadezhda Fiódorovna, así que no digas nada en su presencia… Hace tres días recibí una carta en la que se me informaba de que su marido había muerto de un reblandecimiento del cerebro. —Que Dios lo acoja en su gloria —suspiró Samóilenko—. ¿Y por qué se lo ocultas? —Enseñarle esa carta sería como decirle: «Vamos a la iglesia a casarnos». Antes hay que aclarar nuestras relaciones. Y, una vez que se convenza de que no podemos seguir viviendo juntos, le mostraré la carta. Entonces no habrá ningún peligro. —¿Sabes una cosa, Vania? —dijo Samóilenko, y su rostro de pronto adoptó una expresión triste y suplicante, como si se dispusiera a pedir un dulce y temiera que se lo negaran—. ¡Cásate, amigo mío! —¿Por qué? —¡Cumple con tu deber ante esa mujer maravillosa! Su marido ha muerto, de modo que la misma providencia te está señalando lo que tienes que hacer. —Pero ¿no entiendes, alma de cántaro, que eso no es posible? Casarse sin amor es algo tan abominable e indigno de un hombre como oficiar una misa sin creer en Dios. —Pero ¡es tu obligación! —¿Por qué? —preguntó Laievski con enfado. —Porque se la arrebataste a su marido y la tomaste bajo tu protección. —Pero si te lo estoy diciendo bien clarito: ¡he dejado de quererla! —Bueno, pues si no hay amor, respétala, cuídala… —Respétala, cuídala… —lo remedó Laievski—. Ni que fuera la madre superiora… Eres un mal psicólogo y fisiólogo si piensas que, para convivir con una mujer, basta con circasianos eran un pueblo honrado y hospitalario. «Es raro que a Laievski no le guste el Cáucaso —cavilaba—. Muy raro». Cinco soldados con fusiles se cruzaron con él y le hicieron el saludo. Por la acera de la derecha pasó la mujer de un funcionario con su hijo, estudiante de bachillerato. —¡Buenos días, Maria Konstantínovna! —le gritó Samóilenko, con una afable sonrisa —. ¿Ha ido a bañarse? Ja, ja, ja… ¡Saludos a Nikodim Aleksándrich! Y siguió su camino, sin dejar de sonreír alegremente; no obstante, cuando vio venir a su encuentro a un practicante militar, frunció el ceño, lo detuvo y le preguntó: —¿Hay alguien en la enfermería? —Nadie, excelencia. —¿Qué? —Nadie, excelencia. —Bien, puedes irte… Balanceándose majestuosamente, se dirigió al quiosco de las limonadas, atendido por una anciana judía de prominente pecho, que se hacía pasar por georgiana, y le dijo en voz alta, como si estuviera dando órdenes a un regimiento: —¡Haga el favor de darme un vaso de soda! 

II La falta de cariño de Laievski por Nadezhda Fiódorovna se manifestaba ante todo en el hecho de que, dijese ella lo que dijese e hiciese lo que hiciese, a él le parecía una mentira o algo semejante a una mentira, y consideraba que todo lo que leía contra las mujeres y el amor podía aplicarse a las mil maravillas a Nadezhda Fiódorovna, su marido y él mismo. Cuando regresó a casa, ella ya estaba vestida y peinada, y se había sentado junto a la ventana, donde tomaba café y hojeaba un número de una voluminosa revista con cara de preocupación. Laievski pensó que tomar un café no era un acontecimiento tan notable como para poner cara de preocupación y que no valía la pena que perdiese el tiempo peinándose a la moda, ya que en un lugar como ese no había nadie a quien seducir. Y en la revista vio también una mentira. Pensó que se vestía y se peinaba para parecer hermosa y que leía para parecer inteligente. —¿Te importa que vaya hoy a bañarme? —preguntó ella. —¿Y por qué no? Vayas o no vayas, no creo que se hunda la Tierra. —Te lo pregunto porque no me gustaría que se enfadara el médico. —Bueno, pues pregúntaselo a él. Yo no soy médico. Esta vez lo que más desagradó a Laievski de Nadezhda Fiódorovna fue el cuello blanco, descubierto, y los tirabuzones sobre la nuca. Recordó que, cuando Anna Karénina dejó de querer a su marido, lo que más le molestaban eran sus orejas, y se dijo: «¡Qué verdad! ¡Qué verdad!». Vencido por la debilidad, la cabeza vacía, se retiró a su despacho, se tumbó en el sofá y se cubrió la cara con un pañuelo para que no le molestaran las moscas. Pensamientos desganados e indolentes, siempre los mismos, se arrastraban por su cabeza como una larga caravana en una desapacible tarde otoñal, hasta que acabó cayendo en un estado de somnolencia y abatimiento. Se sentía culpable ante Nadezhda Fiódorovna y ante su marido, de cuya muerte se acusaba. Se sentía culpable ante su propia vida, que había malgastado, ante el mundo de los ideales elevados, de la ciencia y del trabajo, y ese mundo maravilloso le parecía posible y real, pero no allí, a la orilla del mar, donde vagaban turcos hambrientos y perezosos abjasios, sino en el norte, donde había ópera, teatros, periódicos y actividades culturales de todo tipo. Sólo en el norte los hombres podían ser honrados, inteligentes, elevados y puros. Se acusaba de no tener ideales ni una idea conductora en la vida, aunque sólo entendía de una manera vaga lo que quería decir con eso. Dos años antes, cuando se enamoró de Nadezhda Fiódorovna, creía que bastaría con marcharse al Cáucaso en su compañía para escapar de la vulgaridad y la vacuidad de la vida; ahora, en cambio, estaba convencido de que bastaría con abandonar a Nadezhda Fiódorovna y volver a San Petersburgo para alcanzar todo lo que anhelaba. —¡Tengo que escapar! —murmuró, sentándose y mordiéndose las uñas—. ¡Tengo que escapar! Se imagino subiendo a un vapor, donde desayunaba, bebía cerveza fría, charlaba en cubierta con algunas señoras; luego, en Sebastopol, tomaría el tren y partiría. ¡Hola, libertad! Las estaciones pasaban una tras otra, el aire se volvía cada vez más frío y recio, surgían los abedules y los abetos, pasaba por Kursk y por Moscú… En las cantinas servían sopa de verdura, cordero con gachas, esturión, cerveza; en resumidas cuentas, ya no estaría en Asia, sino en Rusia, la auténtica Rusia. Los pasajeros del tren hablarían de negocios, de cantantes nuevos, de las simpatías franco-rusas; por todas partes bulliría una vida animada, culta, intelectual, vigorosa… ¡Rápido, rápido! Ya llega, por fin, a la avenida Nevski, a la Bolsháia Morskaia; allí está el callejón Kovenski, donde vivió en tiempos con otros estudiantes; ya vislumbra el cielo amable y grisáceo, la llovizna helada, los cocheros mojados… —¡Iván Andreich! —lo llamó alguien desde la habitación vecina—. ¿Está usted en casa? —¡Estoy aquí! —respondió Laievski—. ¿Qué quiere? —¡Los papeles! Laievski se incorporó con indolencia y, medio mareado, arrastrando las zapatillas y sin dejar de bostezar, se dirigió a la habitación contigua, se acercó a la ventana abierta y vio en la calle a uno de sus jóvenes compañero de trabajo, que estaba depositando unos documentos oficiales en el alféizar. —Ya voy, amigo —dijo Laiesvki con voz amable, y fue a buscar el tintero; una vez de vuelta, firmó los documentos sin leerlos y dijo—: ¡Qué calor! —Sí, señor. ¿Va a ir usted hoy a la oficina? —No lo sé… No me encuentro bien… Dígale a Sheshkovski que después de comer pasaré a verlo. El funcionario se marchó. Laievski se tumbó de nuevo en el sofá y se puso a pensar: «Así pues, hay que sopesar todas las circunstancias y tomar una decisión. Antes de abandonar este lugar tengo que pagar las deudas. Debo cerca de dos mil rublos. Y el caso es que no tengo dinero… Claro que eso no tiene importancia: de algún modo me las arreglaré para pagar una parte ahora y el resto lo mandaré después desde San Petersburgo. Lo principal es Nadezhda Fiódorovna… Ante todo hay que aclarar nuestras relaciones… Sí». Al cabo de un rato se le ocurrió que tal vez no fuera mala idea ir a ver a Samóilenko y pedirle consejo. «Puedo ir —pensó—, pero ¿de qué me va a valer? Volveré a hablarle, sin venir a cuento, del tocador, de las mujeres, de lo que es noble e innoble. ¿De qué diablos pueden valerme esos discursos sobre lo noble y lo innoble cuando se trata de salvar mi vida lo antes posible, cuando me estoy ahogando en esta maldita prisión, cuando yo mismo me estoy dando muerte? En suma, debo meterme en la cabeza que seguir llevando esta existencia es una bajeza y una crueldad, ante lo cual todo lo demás se vuelve insignificante y baladí». —¡Tengo que escapar! —murmuró, mientras se incorporaba—. ¡Tengo que escapar! La orilla desierta del mar, el calor implacable y la monotonía de las montañas brumosas y lilas, siempre idénticas y silenciosas, siempre solitarias, le llenaban de pesar y, según creía, lo adormecían y le dejaban la cabeza en blanco. Quizá fuese un hombre de talento, muy inteligente y honrado; quizá, si no lo rodearan por todas partes el mar y las montañas, podría convertirse en un magnífico representante de la asamblea local, en un hombre de Estado, en un orador, en un publicista, en un héroe. ¡Quién sabe! Si un hombre dotado y útil, por ejemplo un músico o un pintor, para escapar de su cautiverio derribase el muro de su prisión y engañase a sus carceleros, ¿no sería estúpido discutir si se trataba de un acto noble o innoble? En una coyuntura como la de ese hombre, todo era noble. A las dos Laievski y Nadezhda Fiódorovna se sentaron a comer. Cuando la cocinera les sirvió sopa de arroz con tomate, Laievski comentó: —Cada día lo mismo. ¿Por qué no prepara sopa de repollo? —Porque no hay repollo. —Qué raro. En casa de Samóilenko preparan sopa de repollo y en la de Maria Konstantínovna también; sólo yo estoy obligado a comer este bodrio dulzón. Debe de haber otra explicación, querida. Como sucede en la inmensa mayoría de las parejas, al principio no había almuerzo en que no se produjera alguna escena o en que uno de los dos no diera rienda suelta a sus caprichos, pero, desde que Laievski decidió que había dejado de quererla, se esforzaba por ceder en todo, le hablaba en tono cortés y respetuoso, sonreía, la trataba con cariño. —Esta sopa sabe a regaliz —dijo con una sonrisa; hacía cuanto podía por mostrarse amable, pero no pudo contenerse y acabó diciendo—: En esta casa todo está manga por hombro… Si estás tan enferma o tan interesada en la lectura, deja que me ocupe yo de la cocina. Antes ella le habría respondido: «Vale» o: «Ya veo que quieres hacer de mí una cocinera», pero ahora se limitó a mirarlo con timidez y se ruborizó. —¿Cómo te sientes hoy? —preguntó Laievski con voz cariñosa. —Bastante bien. Sólo un poco débil. —Hay que cuidarse, querida. Me tienes muy preocupado. Nadezhda Fiódorovna padecía cierta enfermedad. Samóilenko decía que tenía fiebre intermitente y le recetaba quinina; otro médico, Ustimóvich, hombre alto, enjuto, arisco, que se pasaba el día metido en casa y por la tarde paseaba en silencio por la orilla, sin dejar de toser, las manos atrás y el bastón a lo largo de la espalda, consideraba que tenía una dolencia femenina y le prescribía compresas calientes. Antes, cuando Laievski la quería, la enfermedad de Nadezhda Fiódorovna suscitaba en él compasión y miedo; ahora, en cambio, se le antojaba una mera mentira. El rostro amarillo y soñoliento, la mirada vidriosa y sus continuos bostezos después de los accesos de fiebre, así como el hecho de que durante los ataques estuviese tumbada bajo una manta, más parecida a un niño que a una mujer, y que en su habitación el ambiente fuera sofocante y oliera mal, destruían, a su parecer, la ilusión y constituían una protesta contra el amor y el matrimonio. De segundo le sirvieron espinacas con huevos duros, y a Nadezhda Fiódorovna, como estaba enferma, gelatina de frutas con leche. Cuando ella, con cara de preocupación, se puso a tocar la gelatina con la cuchara y luego empezó a comérsela con desidia, sorbiendo la leche, el ruido que hacía al tragar despertó en él un odio tan profundo que hasta le entraron picores. Era consciente de que sería ofensivo albergar un sentimiento semejante hasta por un perro, pero no se enfadó consigo mismo, sino con Nadezhda Fiódorovna, que había suscitado en él esa reacción, y comprendió por qué a veces los hombres matan a sus amantes. Él no llegaría a esos extremos, desde luego, pero, si en ese momento hubiera formado parte de un jurado, habría absuelto al asesino. —Merci, querida —dijo después de la comida y besó a Nadezhda Fiódorovna en la frente. Una vez en su despacho, pasó unos cinco minutos yendo de un rincón a otro y mirándose las botas de reojo; luego se sentó en el sofá y farfulló: —¡Escapar! ¡Escapar! Tengo que aclarar nuestras relaciones y marcharme. Se tumbó en el sofá y de nuevo le dio por pensar que quizá el marido de Nadezhda Fiódorovna había muerto por su culpa. «Es estúpido acusar a una persona de haber amado o de haber dejado de amar — trataba de convencerse, levantando los pies para ponerse las botas—. El amor y el odio no dependen de nuestra voluntad. En lo que respecta a su marido, puede que yo haya sido una de las causas indirectas de su muerte, pero, una vez más, ¿acaso tengo yo la culpa de haberme enamorado de su mujer y ella de mí?». Luego se puso en pie, buscó la gorra y se dirigió a casa de su colega Sheshkovski, donde se reunían a diario varios funcionarios para jugar a las cartas y beber cerveza fría. «Soy tan indeciso como Hamlet —iba pensando Laievski por el camino—. ¡Cuánta razón tenía Shakespeare! ¡Ah, cuánta razón!». 

III Para no aburrirse y, al mismo tiempo, para aliviar la acuciante necesidad de los recién llegados y de los solteros que, debido a la falta de albergues de la ciudad, no tenían dónde comer, el doctor Samóilenko había organizado en su propia casa una especie de table d’hôte. En la época que nos ocupa, sólo contaba con dos comensales: el joven zoólogo von Koren, llegado en verano al Mar Negro para estudiar la embriología de las medusas, y el diácono Pobédov, salido hacía poco del seminario y enviado a la ciudad para sustituir al anciano diácono local, que había tenido que ausentarse por motivos de salud. Cada uno de ellos pagaba doce rublos al mes por la comida y la cena, y Samóilenko les había hecho dar su palabra de honor de que se presentarían puntualmente en el comedor a las dos de la tarde. Por lo común, von Koren era el primero en llegar. Se sentaba silencioso en la sala, cogía un álbum de la mesa y se ponía a examinar con atención las fotografías desvaídas de unos hombres desconocidos con pantalones anchos y chistera y unas señoras con miriñaque y cofia. Samóilenko sólo recordaba el apellido de algunos; de los que se había olvidado por completo decía con un suspiro: «¡Un hombre excelente, inteligente como pocos!». Cuando acababa con el álbum, von Koren cogía una pistola de la estantería, entornaba el ojo izquierdo y pasaba un buen rato apuntando al retrato del príncipe Vorontsov [18] o se detenía ante el espejo y contemplaba su rostro moreno, su alta frente, sus cabellos oscuros y ensortijados como los de un negro, su camisa deslustrada de percal, con un estampado de grandes flores, semejante a una alfombra persa, y su ancho cinturón de cuero. La contemplación de sí mismo le procuraba una satisfacción casi mayor que el examen de las fotografías o de la pistola de magnífica montura. Estaba muy satisfecho de su rostro, de su barbita recortada con esmero, de sus anchos hombros, muestra evidente de su buena salud y robusta constitución. También estaba satisfecho de su elegante atuendo, empezando por la corbata, que hacía juego con la camisa, y terminando por los zapatos amarillos. Mientras von Koren observaba el álbum o se contemplaba delante del espejo, Samóilenko trajinaba alrededor de las mesas, en la cocina o en el zaguán contiguo, sin guerrera ni chaleco, con el pecho descubierto, agitado y chorreando sudor, preparando la ensalada, o una salsa o la carne, o los pepinillos y la cebolla para la menestra, al tiempo que miraba con inquina a su ayudante y lo amenazaba tan pronto con un cuchillo como con una cuchara. —¡Pásame el vinagre! —ordenaba—. ¡No, el vinagre no, el aceite de oliva! —gritaba, dando patadas en el suelo—. ¿Adónde vas, animal? —A coger el aceite, excelencia —decía confuso el ayudante con cascada voz de tenor. —¡Date prisa! ¡Está en el armario! ¡Y dile a Daria que ponga un poco más de hinojo en el bote de los pepinillos! ¡Hinojo! ¡Tapa la nata agria, papanatas, o se llenará de moscas! La casa entera parecía retumbar con sus gritos. Cuando quedaban diez o quince minutos para las dos, llegaba el diácono, un joven de unos veintidós años, enjuto, de pelo largo, sin barba y con un bigote apenas incipiente. Al entrar en la sala se santiguaba ante el icono, sonreía y tendía la mano a von Koren. —Hola —decía el zoólogo con frialdad—. ¿Dónde ha estado usted? —Pescando brecas en el muelle. —Claro, ya veo… A lo que parece, señor diácono, no tiene usted intención de ponerse a trabajar. —¿Para qué? El trabajo no es un oso, no se escapará al bosque —decía el diácono, sonriendo y metiendo las manos en los profundísimos bolsillos de su hábito blanco. —¡Y que no haya nadie que le dé una buena tunda! —suspiraba el zoólogo. Transcurrían quince o veinte minutos más sin que los llamaran a comer; seguían oyéndose los pasos del ayudante, que corría del zaguán a la cocina o viceversa, y los gritos de Samóilenko: —¡Pon la mesa! ¿Dónde te metes? ¡Lávalo primero! El diácono y von Koren, hambrientos, empezaban a golpear el suelo con los tacones, expresando de ese modo su impaciencia, como en el teatro el público del gallinero. Por fin se abría la puerta y el martirizado ayudante anunciaba que la comida estaba lista. En el comedor los recibía Samóilenko, colorado, enfadado, sofocado por los vapores de la cocina; los miraba con encono, levantaba la tapa de la sopera con expresión de espanto y les servía un plato a cada uno; sólo cuando se convencía de que ambos comían con apetito y de que el guiso les gustaba, suspiraba aliviado y se sentaba en un mullido sillón. Su rostro adoptaba una expresión lánguida y gozosa… Se servía sin prisas una copa de vodka y decía: —¡A la salud de la joven generación! Después de conversar con Laievski, Samóilenko, a pesar de su excelente humor, había sentido cierta inquietud en lo más profundo de su alma, que se prolongó hasta la hora de la comida; le daba pena de Laievski y quería ayudarlo. Se bebió la copa de vodka, antes de probar la sopa, suspiró y dijo: —Hoy he visto a Vania Laievski. Lo está pasando mal. Su situación económica es desesperada, pero lo que más me preocupa es el aspecto psicológico. Me da pena del muchacho. —¡Pues a mí no me da ninguna! —dijo von Koren—. Si ese buen hombre se estuviera ahogando, yo lo empujaría con mi bastón: ahógate, querido, ahógate… —No es verdad. No harías eso. —¿Por qué? —el zoólogo se encogió de hombros—. Soy tan capaz como tú de cometer una buena acción. —¿Es que consideras que ayudar a que una persona se ahogue es una buena acción? —preguntó el diácono y se echó a reír. —En el caso de Laievski sí. —Me parece que a la menestra le falta algo… —dijo Samóilenko, que deseaba cambiar de conversación. —Laievski es, sin duda, tan nocivo y peligroso para la sociedad como el microbio del cólera —continuó von Koren—. Contribuir a que se ahogue sería un acto digno de elogio. —No te hace mucho honor esa manera de hablar de tu prójimo. Dime, ¿por qué lo —A los hombres hay que juzgarlos por sus actos —prosiguió von Koren—. Juzgue usted, diácono… Ahora voy a dirigirme a usted. Las actividades del señor Laievski se irán desplegando ante sus ojos como un largo pergamino y podrá usted leerlas de principio a fin. ¿Qué ha hecho a lo largo de los dos años que lleva viviendo aquí? Contemos con los dedos. Primero, ha enseñado a los habitantes de la ciudad a jugar al vint. Hace dos años ese juego era desconocido en la ciudad, ahora juegan todos desde la mañana hasta bien entrada la noche, incluyendo las mujeres y los adolescentes. Segundo, ha enseñado a los lugareños a beber cerveza, que también era desconocida; además, los vecinos le deben numerosas informaciones sobre diversas clases de vodka que en la actualidad les permiten distinguir con los ojos vendados el vodka Kosheliov del Smirnov número 21. Tercero, antes, si alguien vivía con una mujer ajena, lo hacía en secreto, ateniéndose a los mismos principios según los cuales los ladrones roban a escondidas y no a la luz del día; el adulterio se consideraba algo vergonzoso que había que ocultar de las miradas ajenas; en ese sentido, Laievski ha sido un pionero: vive con una mujer ajena abiertamente. Cuarto… —Von Koren se acabó la menestra en un santiamén y le entregó el plato al ayudante—. Al mes de conocerlo, había calado a Laievski —prosiguió, dirigiéndose al diácono—. Llegamos aquí al mismo tiempo. Las personas como él aprecian mucho la amistad, la proximidad, la solidaridad y todas esas cosas, porque siempre necesitan compañía para jugar a las cartas, beber y salir a tomar algo; además, son habladores y necesitan que alguien los escuche. Nos hicimos amigos, es decir, él pasaba a verme a diario, me impedía trabajar y me hacía confidencias sobre su mantenida. Desde el principio me sorprendió su extraordinaria mendacidad, que me daba verdadero asco. En calidad de amigo le reprendía: le preguntaba por qué bebía tanto, por qué vivía por encima de sus propios medios y contraía deudas, por qué no hacía nada ni leía un libro, por qué tenía una cultura tan escasa y sabía tan poco, y en respuesta a todas mis preguntas esbozaba una amarga sonrisa, suspiraba y decía: «Soy un fracasado, un hombre superfluo», o: «¡Qué puede esperarse de nosotros, residuos de la época de servidumbre?», o: «Hemos degenerado…». O se perdía en consideraciones prolijas y descabelladas sobre Onieguin, Pechorin, el Caín de Byron y Bazárov [19] , de los que decía: «Son nuestros padres en cuerpo y alma». Todo eso había que interpretarlo así: no era culpa suya que los paquetes de documentos oficiales estuvieran semanas enteras sin abrir o que él se entregara a la bebida y animara a beber a otros; la culpa la tenían Onieguin, Pechorin y Turguénev, inventor del fracasado, del hombre superfluo. La causa de la extrema depravación y envilecimiento no hay que buscarla dentro de uno mismo, sino fuera, en el espacio. Además, mire usted qué bien, el pervertido, el embustero y el miserable no era sólo él, sino también nosotros… «Nosotros, hombres de los años ochenta», «nosotros, progenie indolente y neurótica del régimen de servidumbre», «nosotros, despojos desfigurados por la civilización». En resumidas cuentas, debíamos comprender que un hombre tan grande como Laievski era grande incluso en su caída; que su depravación, su ignorancia y su incuria constituían un fenómeno histórico natural, consagrado por la necesidad; que nos encontrábamos ante causas universales, elementales, y que había que encender una vela por Laievski, víctima fatal de la época, de las tendencias, de la herencia y demás. Todos los funcionarios y las señoras se quedaban boquiabiertos escuchándolo; yo, por mi parte, tardé bastante en dilucidar si tenía que vérmelas con un cínico o con un astuto embaucador. Los tipos como él, con aspecto de intelectuales, una capa de cultura y una tendencia irreprimible a hablar de su propia nobleza, saben hacerse pasar por criaturas extraordinariamente complejas. —¡Cállate! —estalló Samóilenko—. ¡No te permito que hables mal en mi presencia de un hombre intachable! —¡No me interrumpas, Aleksandr Davídich! —dijo con frialdad von Koren—. Ya termino. Laievski es un organismo bastante simple. He aquí su estructura moral: por la mañana, zapatillas, baño y café; luego, hasta la hora de la comida, zapatillas, movimiento y conversación; a las dos, zapatillas, comida y vino; a las cinco, baño, té y vino; después, naipes y embustes; a las diez, cena y vino, y después de medianoche, descanso y la femme. Su existencia se encierra en ese reducido programa, como el huevo en la cáscara. Ya ande, se siente, se enfade, escriba o se alegre, todo se reduce al vino, las cartas, las zapatillas y la mujer. La mujer desempeña en su vida un papel fatal, agobiante. Él mismo cuenta que se enamoró ya a los trece años. Siendo estudiante de primer curso, vivió con una señora que ejerció sobre él una influencia beneficiosa y a la que debe su instrucción musical. En el segundo curso sacó a una ramera de un prostíbulo y la elevó a su altura, es decir, la tomó como concubina; la joven vivió seis meses con él y luego volvió con su madama. Esa fuga causó a Laievski profundos padecimientos espirituales. Tanto sufrió que tuvo que dejar la universidad y se pasó dos años en casa sin hacer nada. Pero no hay mal que por bien no venga, pues, una vez allí, tuvo relaciones con una viuda que le aconsejó dejar la Facultad de Derecho e ingresar en la de Filología. Y así lo hizo. Al acabar el curso, se enamoró perdidamente de su actual (¿cómo llamarla?) mujer casada, con la que tuvo que escapar al Cáucaso, en nombre de no sé qué ideales… Si no hoy, mañana dejará de quererla y volverá a huir a San Petersburgo, siempre en nombre de los ideales. —¿Y tú cómo lo sabes? —rezongó Samóilenko, mirando con animadversión al zoólogo—. Come y calla. Trajeron sargos cocidos con salsa polaca. Samóilenko sirvió un pescado entero a cada uno de sus pensionados y los cubrió de salsa con su propia mano. Pasaron un par de minutos en silencio. —La mujer desempeña un papel fundamental en la vida de cualquier hombre —dijo el diácono—. No se puede hacer nada. —Sí, pero ¿hasta qué punto? Para cada uno de nosotros la mujer es la madre, la hermana, la esposa, la amiga; en cambio, para Laievski es sólo la amante. La mujer, es decir, la convivencia con la mujer constituye para él la felicidad y el objeto de su vida. Si se alegra, se entristece, se aburre o se desencanta, la causa es siempre la mujer. Si la vida se le vuelve insoportable, la culpa es de la mujer. Si se enciende la aurora de una nueva vida, si surgen nuevos ideales, de nuevo hay que buscar a la mujer… Sólo le satisfacen las obras y los cuadros en los que aparecen mujeres. Nuestra época, en su opinión, es mala, aun peor que los años cuarenta y sesenta, sólo porque no sabemos dedicarnos con abnegación al éxtasis amoroso y la pasión. Esos lujuriosos deben de tener en la cabeza una excrecencia particular, una especie de sarcoma que les oprime el cerebro y condiciona toda su psicología. Si observan a Laievski cuando está en compañía de otras personas, se darán cuenta de que, en el momento en que se plantea en su presencia una cuestión general, por ejemplo, sobre la célula o sobre el instinto, se aparta, guarda silencio y no escucha; parece cansado, desilusionado, nada le interesa, todo es vulgar e insignificante, pero en cuanto se habla de machos y de hembras, de que la araña, por ejemplo, después de la fecundación, devora al macho, sus ojos resplandecen de curiosidad y su rostro se ilumina; en resumidas cuentas, el hombre vuelve a la vida. Todos sus pensamientos, por muy nobles, elevados o indiferentes que sean, tienen siempre el mismo punto de partida. Si vas con él por la calle y te encuentras, pongamos, con un burro… ya está preguntando: «Dígame, por favor, ¿qué pasaría si se cruzara una burra con un camello?». ¿Y qué me dicen de los sueños? ¿No les ha contado sus sueños? ¡Son maravillosos! Tan pronto sueña que está casado con la Luna como que le citan en una comisaría y le ordenan que viva con una guitarra… El diácono prorrumpió en una sonora carcajada. Samóilenko frunció el ceño y puso cara de pocos amigos, tratando de conservar la seriedad, pero al final no pudo contenerse y estalló en una risotada —¡Todo es mentira! —dijo, secándose las lágrimas—. ¡Dios mío, qué sarta de mentiras! 


Venció al mayor enemigo del hombre



-He vivido dos años con ella y he dejado de quererla…-prosiguió Laievski-; o mejor dicho, he comprendido que no la he amado nunca…Esos dos años han sido un engaño- […] Sé muy bien que no puedes ayudarme –dijo-, pero te cuento estas cosas porque la única salvación de los hombres fracasados e inútiles consiste en hablar. Debo dar un sentido general a cada uno de mis actos, encontrar una explicación y una justificación de mi vida absurda en alguna teoría, en los modelos literarios, en el hecho de que los nobles hemos degenerado o en otras cosas por estilo…La pasada noche, por ejemplo, me consolé pensando todo el tiempo: “¡Ah, cuánta razón tiene Tolstói! ¡Es despiadado, pero tiene toda la razón!”. Y esas consideraciones me aliviaban. En verdad, amigo, es un escritor soberbio, dígase lo que se diga. […]
El duelo [1891], Cinco novelas cortas, Antón Chéjov. Traductor Víctor Gallego Ballestero
«El duelo» (1891), de Antón Chéjov, no es un cuento, sino una novela corta ambientada en un mundo muy parecido al actual. Sus personajes afrontan los mismos problemas que nosotros: hastío, inseguridad, miedo al compromiso, desorientación vital. El individualismo ha desplazado al sentimiento de comunidad y las convicciones religiosas perviven por inercia, sin proporcionar consuelo ni esperanza. El duelo entre Laievski, un funcionario pusilánime y egoísta, y Von Koren, un zoólogo admirador del darwinismo social de Herbert Spencer, finaliza sin muertos ni heridos. No hay nada admirable ni heroico en el intercambio de disparos. De hecho, la escena resulta odiosa y repugnante. Aunque el desenlace parece menos pesimista que otras narraciones de Chéjov, prevalecen las sensaciones de angustia, nihilismo y desesperanza. 
Fragmento de El duelo o el arte de matar por Rafael Narbona



Fragmentos de El duelo, de Antón Chéjov
El duelo, Antón Chéjov
La voz de Chéjov, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 20 de febrero de 2014]


Cuando ella, con cara de preocupación, se puso a tocar la gelatina con la cuchara y luego empezó a comérsela con desidia, sorbiendo la leche, el ruido que hacía al tragar despertó en él un odio tan profundo que hasta le entraron picores. Era consciente de que sería ofensivo albergar un sentimiento semejante hasta por un perro, pero no se enfadó consigo mismo, sino con Nadezhda Fiódorovna, que había suscitado en él esa reacción, y comprendió por qué a veces los hombres matan a sus amantes.Él no llegaría a esos extremos, desde luego, pero, si en ese momento hubiera formado parte de un jurado, habría absuelto al asesino. […]El amor y el odio no dependen de nuestra voluntad.

Sí, todos los escritores se imaginan lo que escriben; él, en cambio, lo saca de la realidad…


Referencias a Tolstói y Ana Karénina [1877]

Los juramentos, las referencias a Spencer, los ideales

Y más allá del campo, montañas y desiertos. Gente extraña, naturaleza extraña, ignorancia: todo eso, amigo mío, no es tan fácil como pasear por la avenida Nevski, bien abrigado, llevando del brazo a Nadezhda Fiódorovna y soñando con regiones cálidas. En este lugar hay que luchar a muerte, …
Hay que dejarse de prejuicios y estar a la altura de las ideas modernas.
Yo soy partidario del matrimonio civil, desde luego…Pero, en mi opinión, cuando uno se une a otra persona, hay que quedarse a su lado hasta la muerte.
-¿Aunque no haya amor? […]
No el amor, sino la paciencia. El amor no puede durar mucho. […]
Tu vejestorio era capaz de fingir, de ejercitar la paciencia y, en consecuencia, de considerar a una persona a la que no amaba como un objeto indispensable para sus ejercicios, pero yo todavía no he caído tan bajo. […]
No puedo vivir con ella: es superior a mis fuerzas. […] Y al mismo tiempo no puedo dejarla. Está sola, es incapaz de trabajar, ninguno de los dos tiene dinero…¿Dónde iba a meterse? ¿Quién la acogería? […]
¿Ella te quiere?
-Sí, me quiere, en la medida en que a sus años y con su temperamento necesita a un hombre. Le sería tan duro separarse de mí como de sus polvos o de los rizadores. […]
La cabeza vacía, el corazón helado y esa debilidad…¡Tengo que huir!
-Hay un cuadro de Vereshchaguin que representa a varios condenados a muerte que languidecen en el fondo de un pozo profundísimo. Pues tu maravilloso Cáucaso a mí se me antoja un pozo de ese tipo. […]
Los rasgos de ese joven que le resultaban comprensibles no le gustaban nada. […]
Todo eso le resultaba incomprensible a Samóilenko, pero le gustaba; de hecho, consideraba a Laievski superior a él y lo respetaba. […]
¡Cumple con tu deber ante esa mujer maravillosa! Su marido ha muerto, de modo que la misma providencia te está señalando lo que tienes que hacer. […]
Se sentía culpable ante Nadezhda Fiódorovna y ante su marido, de cuya muerte se acusaba. Se sentía culpable ante su propia vida, que había malgastado, ante el mundo de los ideales elevados, de la ciencia y del trabajo, y ese mundo maravilloso le parecía posible y real, pero no allí, […]
Sólo en el norte los hombres podían ser honrados, inteligentes, elevados y puros. […]
Antes de abandonar este lugar tengo que pagar las deudas. Debo cerca de dos mil rublos. […] Lo principal es Nadezhda Fiódorovna…Ante todo hay que aclarar nuestras relaciones. […]
¿De qué diablos pueden valerme esos discursos sobre lo noble y lo innoble cuando se trata de salvar mi vida lo antes posible, […]
En suma, debo meterme en la cabeza que seguir llevando esta existencia es una bajeza y una crueldad, ante lo cual todo lo demás se vuelve insignificante y baladí. […]
Desde que Laievski decidió que había dejado de quererla, se esforzaba por ceder en todo, le hablaba en tono cortés y respetuoso, sonreía, la trataba con cariño. […]
Le daba pena de Laievski y quería ayudarlo […]
Tan nocivo y peligroso para la sociedad como el microbio del cólera. […]
Contribuir a que se ahogue sería un acto digno de elogio.
La causa de la extrema depravación y envilecimiento no hay que buscarla dentro de uno mismo, sino fuera, en el espacio.
Además, mire usted qué bien, el pervertido, el embustero y el miserable no era sólo él, sino también nosotros…[…] su depravación, su ignorancia y su incuria constituían un fenómeno histórico natural, consagrado por la necesidad; […]
En interés de la humanidad y en su propio interés las personas como él deben ser eliminadas. Sin falta. […]
Todos los males de la política y de la ciencia se debían a los alemanes.
Ni él mismo habría sabido decir a qué se debía esa opinión, pero se atenía a ella con firmeza. […]
-La joven generación…la estrella de la ciencia y el candil de la Iglesia. […]
Habría sido aún más agradable y placentero si la hubiese insultado o amenazado, pues se sentía totalmente culpable ante él. Creía que era culpable, ante todo, de no compartir sus ilusiones de una vida de trabajo […]
En nuestra sociedad hay muchísimos prejuicios y la vida no es tan fácil como parece. […]
Y algo en lo más profundo de su alma le susurró de forma vaga y confusa que era una mujer ruin, vulgar, despreciable, insignificante…
[…]
Cuando uno se pasa el día entero admirando la naturaleza lo único que hace es dejar constancia de su falta de imaginación. En comparación con las imágenes que puede crear mi imaginación, todos estos arroyuelos y peñascos son una nadería. […]
Se le había pasado por la imaginación la ridícula idea de que, si su moral no hubiese sido lo bastante firme para impedírselo, habría podido saldar la deuda en ese mismo instante. […] Pero de pronto le entraron ganas de enamorarlo, desplumarlo, abandonarlo y ver después lo que pasaba. […]
No hay que fomentar el vicio. Sólo lo condenamos a espaldas de la gente, y eso equivale a hacer la higa con la mano en el bolsillo. Soy zoólogo, o sociólogo, que viene a ser lo mismo; tú eres médico. La sociedad cree en nosotros. Estamos obligados a mostrarle la amenaza que supone para las generaciones presentes y futuras la existencia de señoras como Nadezhda Ivánovna. […]
En mi opinión el camino más seguro y directo es la violencia. Habría que mandarla manu militari con su marido y, si el marido no la acogiese, enviarla a trabajos forzados o ingresarla en algún reformatorio. […]
Figúrate que el gobierno o la sociedad te confiaran la misión de eliminarlo…
¿Serías capaz de hacerlo?
-No me temblaría la mano.

El duelo [1891]

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