Imagino
un libro sobre Cervantes y Don Quijote; una secuencia que sea un
ensayo a la vez riguroso y fragmentario, con elementos de collage,
porque las palabras mismas de Cervantes han
de estar en él, de indagación imaginativa muy controlada
por el respeto a lo que está escrito y a lo que no se sabe. El eje
serían las lecturas que he ido haciendo a lo largo de los años,
especialmente la primera, en Úbeda, cuando encontré un Don
Quijote de Calleja junto a otros dos libros también editados
hacia finales del XIX, aquel Orlando furioso con tapas como
de ataúd y grabados que me provocaban pesadillas, y la Historia
de un hombre contada por su esqueleto, de Manuel Fernández y
González. En el Quijote salen muchos libros olvidados o
rescatados, manuscritos sin firma, libros que alguien encuentra por
azar. Está bien que yo descubriera así la novela, a los diez o los
once años, en aquella casa grande en la que casi no había otros
libros, pero sí corrales y camaranchones y abrevaderos para animales
como en Don Quijote. Cervantinamente, el ejemplar mismo
tiene ya una historia: el Orlando furioso tenía unos filos
quemados. Mi abuelo Manuel los salvó del
incendio de la biblioteca del cortijo en que era mulero, al principio
de la guerra [1]. Unos milicianos asaltaron el cortijo,
degollaron a los animales, hicieron una gran hoguera con libros,
muebles, cuadros, imágenes religiosas. Esos tres volúmenes cayeron
un poco más lejos de la hoguera y mi abuelo pudo rescatarlos sin
peligro.
Muñoz Molina sobre Cervantes y sus lecturas de El Quijote
Diario de una vuelta a Cervantes. La escritura desatada, Antonio Muñoz Molina [Revista de Libros]
Diario de una vuelta a Cervantes. La escritura desatada, Antonio Muñoz Molina [Revista de Libros]
Biblioteca Nacional Austríaca, Viena |
* * *
Cervantes
está siempre apareciendo y desapareciendo en
Don Quijote.
Se nos presenta en el prólogo de la Primera Parte, mirándonos de
frente, mirando al lector desocupado y singular al que se dirige en
un tono de confianza. Nos
mira a cada uno, igual que mira a cada espectador Velázquez en Las
Meninas,
porque la contemplación y la lectura son experiencias solitarias.
Velázquez tiene en las manos los instrumentos de su oficio: la
paleta, el pincel. Es raro que se haya puesto para pintar esa ropa de
gala. Cervantes se retrata con la pluma. El uno y el otro tienen en
común la actitud de suspenso. Velázquez parece estar vislumbrando
en la imaginación el cuadro que todavía no ha empezado a pintar,
que es el que tenemos delante de los ojos. Cervantes no escribe. Está
en ese momento en que uno espera la llegada de las primeras palabras
de algo, las más difíciles de todas:
Estando
en suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en
el bufete, y la mano en la mejilla, pensando lo que diría.
Al
copiar la cita me doy cuenta de la inexactitud de mi recuerdo.
Cervantes no tiene la pluma en la mano, sino en la oreja, como los
carpinteros antiguos se ponían el lápiz. A veces se quedaban
abstraídos y se rascaban con él. La pluma en la mano habría sido
un gesto enfático, como de búsqueda de inspiración, como en un
busto académico. Con la mano en la mejilla, el codo en el bufete y
la pluma en la oreja, Cervantes es un
artesano de la literatura que en mitad del trabajo se queda
cavilando, no sobre el plinto de la gloria sino en un
cuarto que imaginamos de poco lustre. Y entonces queremos saber
también qué hay alrededor de esa figura en el autorretrato, cómo
es la habitación donde está, si está ordenada o no, limpia o no,
si hay polvo, papeles en el suelo, si el suelo es de tierra o de
baldosas de barro, por dónde entra la luz si es de día. Si es de
noche, habrá una vela y el desconocido en la habitación está en
una penumbra de Georges de La Tour. Pero más
allá de esa figura sentada sólo hay oscuridad, esa misma negrura
translúcida que es el fondo de los retratos de Velázquez.
*
* *
Otras
apariciones son más fugaces, más indirectas. El autor es un
pasajero o un polizón en su propia obra. Surge y se pierde como una
sombra ágil detrás de otros personajes, o ni siquiera eso, como un
nombre en la portada de un libro, uno de esos libros escritos por
desconocidos que apenas lee nadie cuando se publican y luego perduran
con una inercia triste en rincones de bibliotecas y puestos de saldo.
Don
Quijote tiene entre sus libros numerosos el primero que Cervantes
publicó, el único y olvidado en el tiempo en el que la novela se
escribe, unos veinte años después.
Del motivo por el que Don Quijote lo compró o de la opinión que
tuviera sobre él, si lo había leído, no sabemos nada. Pero el
Cura, que es un lector muy alerta, muy al día para vivir en una
aldea, sí que ha leído La
Galatea,
y además resulta que conoce al autor, y hasta asegura que es amigo
suyo:
Muchos
años ha que es grande amigo mío este Cervantes, y sé que es más
versado en desdichas que en versos.
Pero
el escrutinio de los libros continúa. Cervantes
es ese nombre que surge al azar en una conversación y de inmediato
se olvida,
como su libro olvidado nada más publicarse, extraviado entre muchos
otros, en la gran abundancia que por primera vez ha traído la
imprenta. Por lo que dice el Cura intuimos que La
Galatea
es uno de esas obras primeras que no pasan de tentativas y
desaparecen sin que se cumpla la promesa que parecían contener:
«tiene algo de buena invención, promete
algo y no cumple nada;
es menester esperar la segunda parte que promete; quizás con la
enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega».
* * *
Un
grado más de presencia y desaparición. En la maleta con libros y
papeles manuscritos que se guarda en la Venta, donde estaba la copia
de «La novela del Curioso Impertinente», el Cura, siempre muy
atento a la palabra escrita, encuentra lo que parece ser otra
historia, pero tiene prisa y sólo se fija en el
título. Es Rinconete
y Cortadillo.
Es verosímil que aparezca manuscrita porque cuando Cervantes
trabajaba en la Primera Parte faltaban más de diez años para que el
texto se imprimiera.
El que ha hecho la copia que encuentra el Cura no se molestó en
copiar también el nombre, aunque es probable que ya no estuviera en
el ejemplar que él copió. La
novela se ha difundido manuscrita y anónima. La literatura es un
mundo de obras copiadas a mano y leídas en voz alta para el recreo
de un público en su mayoría analfabeto.
Y esa maleta de lector la dejó en la venta un huésped de quien el
ventero no recuerda nada, quién sabe si el propio Cervantes, en el
curso de algunos de sus viajes, tantos años yendo y viniendo entre
Andalucía y La Mancha, cargando en su equipaje las cosas que
escribía sin mucha esperanza de llegar a publicarlas.
* * *
Don
Quijote es
un catálogo de casi todas las formas posibles de contar y de
representar.
Historias personales rememoradas en voz alta, cuentos folclóricos,
historias leídas en un manuscrito o en un libro, representadas en
una danza alegórica, en un teatro de títeres, cantadas en romances,
escenificadas con gran aparato barroco, a la moda de la época. Cada
relato y cada variedad de narración permiten un grado distinto de
conocimiento o de falsificación o fabulación de la experiencia
vivida.
Don Quijote viaja al mismo tiempo por los paisajes antiliterarios de
la realidad y por la taxonomía de los géneros y los modos de la
literatura. Igual que llega a una venta, como llegaría un viajero de
hoy a una gasolinera o a un centro comercial, llega a una novela
pastoril, o a una estilizada narración a la italiana de amantes
ideales separados por el infortunio y reunidos por un milagro del
azar. A
la mirada sobre la realidad se yuxtaponen sin transición los
arquetipos literarios que prescinden de ella,
incluso los que en algún caso intentan representarla. La aventura de
los galeotes incluye el encuentro de primera mano con la ficción
picaresca:
Ginés de Pasamonte,
cargado de cadenas y condenado a galeras, se enorgullece ante Don
Quijote de haber escrito la historia de su vida, asegurando que podrá
competir con los únicos dos precedentes que se han publicado por
entonces, el Lazarillo
y
Guzmán
de Alfarache.
Al poco de encontrarse a unos cabreros reales en las cercanías de
Sierra Morena, Don Quijote y Sancho encuentran a personajes vestidos
como en las
ficciones pastoriles.
Los cabreros de la realidad hablan ásperamente como tales. Cuando
cenan disponen la comida sobre el mismo suelo, sobre pieles de cabra,
y no usan vasos ni platos. Los pastores de la realidad cantan bastos
romances acompañándose de instrumentos campesinos. Muy cerca de
ellos, en el mismo paraje serrano, en un universo paralelo, los
pastores literarios se expresan en sonetos y en octavas reales. El
endecasílabo y el amor romántico son patrimonio de las clases
superiores. En
el contraste entre la vida real y los estereotipos lujosos de la
literatura hay sarcasmo, y también autocrítica, mezclada con
nostalgia por los ideales estéticos de la juventud.
El mismo Cervantes era autor de una novela pastoril; él también ha
participado en la retórica embellecedora de la literatura, que se
queda desacreditada
cuando se la contrasta o se la mide con el espectáculo sin gloria de
lo real,
que suele ser la vida del trabajo.
*
* *
Pero
Cervantes también ama la literatura. Si no lo hiciera, no habría
incluido tal vez La
Galatea en
la biblioteca de Don Quijote, ni habría permitido que el Cura la
salvara de la hoguera. Y desde luego no habría pasado toda su vida
planeando una segunda parte, incluso al final, cuando estaba a punto
de morir. Cervantes
se educó en las abstracciones resplandecientes del Renacimiento
italiano y no llegó nunca a desprenderse de ellas,
ni tuvo la menor intención. Tal vez las amaba sobre todo porque
formaban parte de la atmósfera vivificadora de su juventud, porque
las había aprendido sobre todo cuando era joven en Italia. De
aquella claridad, de aquella abundancia y dulzura, no se olvidó
nunca, en la aspereza posterior de la vida española. Amaba a los
héroes de Ariosto y de Tasso, a las parejas de amantes siempre
jóvenes y ricos y de extremada belleza de las novelle
italianas.
El
humanismo renacentista había celebrado las figuras ideales:
el Príncipe, el Cortesano, la Mujer Musa. En las artes visuales, más
aún en las del Manierismo
en boga durante los años italianos de Cervantes, prevalecía
una belleza genérica, que convertía en fórmula cortesana y
eclesiástica la herencia vital de Rafael y Miguel Ángel.
Bellas figuras alegóricas en escenarios más o menos clásicos, en
paisajes ideales, en las nebulosidades de la Teología, según el
código autoritario de Trento. Cristos, Vírgenes, santos, ángeles,
paralizados en una beatitud de fe milagrera y pintura en serie; óleos
para altares y para capillas de conventos, frescos
para palacios nobiliarios, con gran aparato de mitologías.
Los frescos relucían recién pintados en las iglesias magníficas
que visitara el soldado Cervantes, ávido de mirarlo todo. Lo
que él iba a hacer con la literatura lo hizo también un
contemporáneo suyo
que nació más tarde y murió mucho más joven que él, alguien
también versado en las desdichas de la persecución, la marginalidad
y las cárceles, de una manera mucho más truculenta: Michelangelo
Merisi, Caravaggio.
Es llamativo que recorrieran caminos semejantes, con unos años de
diferencia. Nápoles, Sicilia, Roma, los espacios fronterizos del
Mediterráneo oriental. Los dos huyeron de la justicia por matar a
alguien en un duelo. El castigo para Cervantes habría sido que le
cortaran la mano; el de Caravaggio, que lo decapitaran. Caravaggio
estuvo preso en una cárcel de Malta y escapó descolgándose por un
muro con una cuerda. La experiencia carcelaria de Cervantes fue más
variada y más duradera. En
Caravaggio hay una furia desgarrada, una insolencia de provocación
erótica y crueldad física, de caída y castigo. El instrumento
igual de afilado de Cervantes es la ironía, la curiosidad, el oído.
*
* *
Una
transformación gradual sucede a lo largo de los capítulos en que
Don Quijote y Sancho son huéspedes de los
Duques y víctimas reiteradas de sus bromas. Cuanto más
crueles y grotescas las bromas y más zafia la risa de los Duques y
sus servidores, más dignos se vuelven Don Quijote y Sancho, víctimas
sin culpa, bufones involuntarios, inmunes al escarnio, protegidos de
él por su propia inocencia, por la parte de
limpieza moral que de pronto irradia la locura doble en que viven:
Don Quijote la de su caballería, Sancho la de su gobierno en la
Ínsula.
*
* *
Viena |
Es
el verano de Cervantes, uno más, el más prolongado e intenso, en
los veranos cervantinos de mi vida. En el calor y el agobio de
principios de julio empecé a leer Don
Quijote
un poco por azar, porque tenía muy planeadas otras lecturas: volver
a Bashevis Singer, leer completa, en sus más de mil páginas
gozosas, la Vida
de Samuel Johnson
de Boswell. Una mañana, a deshoras, me encontré leyendo el Prólogo,
en una de las ediciones que hay dispersas por la casa, una de Austral
hecha por Alberto Blecua. Compacta, abarcable por las manos, sin
notas. Me encontré leyendo sentado en la cama, por vicio, recién
duchado y vestido, con una cierta prisa por llegar a una cita, con la
desgana y el agobio de las obligaciones sociales. Tomé el libro
impulsivamente y me puse a leer aun sabiendo que sólo disponía de
unos pocos minutos, como el fumador que enciende el cigarro que
deberá apagar al cabo de unas pocas caladas.
El
dormitorio está en el piso de arriba. Los sonidos domésticos y las
voces que lo reclaman a uno porque ya se retrasa suenan lejos. En la
casa donde yo leí por primera vez Don
Quijote
también me gustaba esconderme lo más lejos y lo más alto y hondo
que podía, en las anchas cámaras en que se almacenaba el trigo y
donde en invierno se extendían para que se orearan los jamones
recién salados y se guardaban las orzas de lomo en manteca,
alimentos recios para el trabajo invernal en el campo. En la cámara
que llamaban el Cuarto Grande se amontonaban las panochas de maíz y
luego el suelo crujía bajo sus anchas hojas secas. En el piso más
alto, encima del tejado, se almacenaba la paja que alimentaría a las
bestias mezclándola en los pesebres con cebada. Al niño campesino y
lector le sonaba muy familiar la pregunta de Babieca a Rocinante en
el soneto burlesco: «¿Y qué es de la cebada y de la paja?»
El
trigo tenía un brillo polvoriento de oro. Los colores de los granos
de maíz eran extraordinarios: amarillo cremoso, rojo, morado. Las
hojas secas de las panochas eran lisas y quebradizas como las del
Quijote
que
yo leía. Al abrir sus páginas se desprendía de ellas un olor a
polvo de trigo. Algo como polvo de trilla o como polen se quedaba en
las yemas de los dedos cuando se pasaban las hojas.
El
libro parecía un artefacto traído por algún Viajero en el Tiempo.
Estaba impreso en un año remoto, imposible, un tiempo no de la
realidad sino de la fantasía o de la literatura, casi tanto como la
época misma en que sucedía la historia. Casa Editorial Calleja,
decía, 1881.
*
* *
Otras
veces he decidido de antemano la lectura. He planeado volver a Don
Quijote y
he escogido un tiempo propicio, casi siempre en verano, en agosto,
con tiempo por delante, y sin la tensión de estar escribiendo yo un
libro. He vuelto muchas veces a Don
Quijote con
la misma determinación con que planearía
un viaje; no uno cualquiera, sino un viaje a una ciudad muy bien
conocida y querida, en la que ya haya vivido, uno de los lugares que
forman parte de la vida y a los que de un modo u otro no dejará
nunca de volver.
El mejor camino para que algo no suceda es planearlo mucho. Al
principio la lectura estuvo mezclada con obligaciones, tareas, otras
lecturas, viajes. Poco a poco, sin que yo me diera mucha cuenta, el
libro fue imponiendo su tiempo y su espacio, fue apartando a otros
libros. Pero también fue ocupando mi imaginación, no sólo la
imaginación lectora sino la inventiva, y desplazando mis propias
fantasías narrativas. La imaginación tenía que volcarse entera no
en lo que yo estaba en trance de inventar, sino en el ensueño mucho
más poderoso del mundo de Cervantes. Las
fuerzas que son necesarias para imaginar una novela son las mismas
que exige la plenitud de lectura de otra obra de ficción.
Por eso un novelista no se entrega de verdad a leer la novela de otro
mientras está escribiendo la suya. Así que toda mi imaginación, la
de lector y la de novelista, estoy volcándola en esta lectura de Don
Quijote.
«Me embriago de tinta como otros de vino», dice Flaubert en una
carta. Después de pasarse los días escribiendo agotadoramente
Madame
Bovary,
Flaubert
escribía durante la noche cartas torrenciales y leía
Don Quijote.
Cada
día me doy cuenta de alguna cosa más que he dejado de hacer, ebrio
de tinta cervantina,
entregado a la tarea, la embriaguez, la obsesión, la manía de leer
Don
Quijote
y saber más de Cervantes. No leo ningún otro libro. No escucho
música. No veo películas. Salgo de casa con fastidio, y estoy
impaciente por volver para encontrarme con mis libros cervantinos,
con mi pluma y con este cuaderno en el que copio citas y escribo sin
propósito, dejándome llevar.
*
* *
«Después
de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido»:
Veinte
años
justos, cuando escribe estas palabras en el Prólogo al primer Don
Quijote,
en 1604. Y lo
que se dispone a publicar, después de tanto silencio,
es un librote del que ni él mismo puede decir qué es, a cuál de
los géneros aceptados y previsibles pertenece. La
Galatea
no había tenido mucha repercusión, pero al menos se sabía lo que
era, una novela en clave de pastores intelectuales, una égloga en
prosa, una obra primeriza publicada a la tardía edad de treinta y
seis años. Ni el mismo Cervantes conservaría un ejemplar, con la
vida atribulada que llevó después, consumido por sus obligaciones y
sus apuros de funcionario errante, tan perdido en ella como si
hubiera renunciado a la literatura.
Pero
justo en esos años en los que menos tiempo y sosiego tenía para
escribir, y menos aún para presentarse a los otros como escritor,
fue cuando pudo hacer acopio de todos los materiales que iban a
alimentar su imaginación y su entrega recobrada a la literatura.
Una de las cosas que necesita un escritor es la capacidad de aprender
de la propia experiencia del mundo, que ha de ir aparejada con el
hallazgo de una voz y de una forma.
Hay quien llega muy pronto a ese conocimiento, y quien tarda casi
toda su vida. Entre la vida verdadera que Cervantes había tenido
hasta los treinta y seis años y el libro que publicó a esa edad, La
Galatea,
apenas podrían encontrarse conexiones, a no ser las muy cifradas de
las alusiones personales. No
hay necesidad de poner en juego la propia vida para escribir una
literatura hecha primordialmente de referencias literarias.
La literatura, para un contemporáneo de Cervantes, trata de la
belleza, el misterio, el suspenso, el heroísmo. La
vida común es demasiado mediocre y mezquina para ser usada como
material de partida.
Con los años, esos oros que deslumbran al aprendiz de escritor
resultan ser poco más que papel dorado, espejismo y mentira; una
mentira que ya no cumple su antiguo efecto de consuelo o narcótico
porque ha perdido su capacidad de hechizar, o porque quien tanto la
amaba ya no resulta hechizado. Entonces puede descubrir que el
barro desdeñado de la realidad es un material muy valioso y muy
dúctil.
La gente desastrada, innumerable y diversa –y nada literaria– con
la que Cervantes se había mezclado en todos aquellos años en los
que estuvo más lejos de la literatura acabará prodigándole
los personajes que iban a poblar todo lo que él escribiera en ese
libro sin precedente ni género,
el que prologaba ahora, recién terminado, a los cincuenta y siete
años, una edad mucho más avanzada entonces que ahora, dispuesto a
regresar del silencio, de la deportación del olvido.
*
* *
En
el Prólogo, detrás de la ironía, de la vindicación de sí mismo,
de las imprudentes puyas a Lope de Vega, se trasluce una
inseguridad, no tanto sobre el valor como sobre la naturaleza
literaria del libro.
No lo llama novela porque él sabe mejor que nadie que la palabra
novela significa otra cosa. ¿Cómo llamar a lo que no tiene nombre,
por la simple razón de que hasta ahora no ha existido? Un escritor
trabaja en el marco de un género. El género modela de antemano su
imaginación; le suministra recursos, estrategias, límites. El
escritor de talento casi siempre fuerza el marco del género; incluso
puede hacerlo estallar
desde dentro al someterlo a una presión expansiva que la forma
aceptada no puede contener. No ocurre sólo en literatura: lo
hace Miguel Ángel en el Juicio
Final,
Beethoven en la Novena
Sinfonía,
en la Gran
Fuga,
en las últimas Sonatas para piano.
Pero
Cervantes, cuando se pone a escribir Don
Quijote,
no tiene ningún género al que someterse y del que sacar provecho, o
contra el que rebelarse. Tiene el instinto de la parodia,
muy arraigado en él, la lectura del Lazarillo
y
el Guzmán
de Alfarache,
y también la tradición popular y carnavalesca del escarnio,
con su método riguroso de inversión de los valores, más grotescos
que nunca en una sociedad obsesionada con el heroísmo militar, la
ortodoxia católica, la limpieza de sangre.
*
* *
Con
el mes de agosto llegó el silencio a la casa y al barrio, a la
ciudad entera de la que casi todo el mundo se ha ido. El silencio de
mi casa parece una prolongación del «maravilloso silencio» que a
Cervantes debía de gustarle tanto, porque usa el mismo adjetivo
varias veces. Es el silencio que reina en casa de don Diego de
Miranda, el Caballero del Verde Gabán. Influido por él, Stendhal
imaginó un silencio así para Fabrice del Dongo en su cautiverio de
La
Cartuja de Parma:
un
silencio de contemplación y de retiro,
la antítesis de los ruidos invasores del mundo; los peores de todos,
los de la cárcel, «donde todo triste ruido hace su habitación».
*
* *
Mateo
Alemán se marcha para siempre a las Indias llevando en su equipaje
un ejemplar del Don
Quijote
de 1605.
La nave parte de Cádiz el 12 de junio de 1608 y llega al puerto de
San Juan de Ulía, en la Nueva España, el 19 de agosto. A pesar de
las incomodidades de la navegación, la lectura sería un alivio para
todo el tedio de una travesía tan larga. A la llegada, un oficial de
la Inquisición registra el equipaje y se incauta del libro. Le
pareció al comisario de Aduanas «ser romance que contiene materias
profanas, fabulosas y fingidas».
*
* *
En
1939, recién hundidos los últimos frentes republicanos, un teniente
muy joven, de diecisiete años, Eulalio Ferrer, cruza la frontera de
Francia y es internado por los gendarmes en uno de aquellos infames
campos de concentración para los soldados del ejército vencido.
«Cuando entré
al campo de Argelès-sur-Mer,
un miliciano me ofreció un libro a cambio de una cajetilla de
tabaco. Como yo no fumaba, se la cambié por el libro. Lo guardé en
la mochila y entré al campo de concentración. Había que dormir
sobre la arena y mi almohada era la mochila. Al día siguiente, al
sacar el suéter que llevaba para abrigarme, porque hacía mucho
frío, vi el libro, que era Don
Quijote,
en una edición de Calleja de 1912».
*
* *
En
1934 Thomas Mann viaja a Nueva York en un transatlántico, en un
camarote de primera clase. Ya está exiliado de Alemania. Va leyendo
Don
Quijote,
en una traducción que le gusta mucho, una edición en cuatro tomos
pequeños, encuadernados en tela. A
Mann lo decepciona que Don Quijote recupere el juicio antes de morir.
En la cubierta de primera clase no hay otros viajeros.
*
* *
Hay
una tarea muy necesaria pero muy difícil, quizás imposible: aceptar
el hecho de que no sabemos cómo era la cara de Cervantes, negarnos a
la inercia de imaginarlo con las facciones del retrato falso de
Jáuregui o del otro, más inverosímil todavía, que está en la
Real Academia. No sabemos cómo era. No tenemos más descripción que
la muy burlesca que él mismo ofrece en el prólogo a las Novelas
ejemplares.
Pero las palabras jamás dan la menor idea sobre algo tan específico
visualmente como un rostro humano. Y hay cosas definitivas que nos
perdemos por no saber cómo era el de Cervantes. Cómo imaginaríamos
a Lope si no conociéramos el suyo. En qué medida el retrato que le
hizo Velázquez influye en nuestra manera de pensar sobre Góngora y
de leer su poesía e imaginar su vida. Qué
no daría uno por tener un retrato de Cervantes como los que hay de
Montaigne: esa media sonrisa, esa mirada de inteligencia y desapego.
Miguel de Cervantes, visualmente, es Don Nadie.
El marco de su retrato está vacío, como esas hornacinas vacías en
las que se hacía visible la ausencia de Buda, esas huellas de
pisadas que lo representan a veces, esa silla en la que no está
sentado nadie, ese parasol que no da sombra a nadie.
Algo
sí sabemos, abruptamente, de un posible retrato verídico de
Cervantes. En su vejez usaba gafas. En una carta de Lope de Vega
atisbamos por unos instantes la intimidad de una velada literaria en
Madrid, en 1604. Lope va a leer en alto un poema y comprueba que no
ha traído sus «antojos». Es Cervantes, sentado junto a él, quien
le presta los suyos. Y parece que, tratándose de Cervantes, Lope no
puede evitar el sarcasmo. Se burla de los anteojos desastrosos,
deformes, «como dos huevos fritos».
Quizás
habría que aprovechar el próximo centenario para añadirle gafas a
todos los bustos de Cervantes.
*
* *
El
preso alto y flaco de Faulkner en Wild
Palms, el preso bajo y gordo. Ninguno de los dos tiene
otro nombre. Su anonimato es un rasgo de su pasividad forzosa y
aceptada hacia el mundo, Quijote y Sancho que deambulan sin moverse,
arrastrados por una barca sin remos en mitad de la gran llanura de
agua de la inundación del Misisipí en 1927. Las dos figuras
resaltan contra el horizonte liso de un río inmenso devenido ahora
en océano. Por el mismo río ya había navegado otra pareja
quijotesca, Huck Finn y Jim, el esclavo fugitivo. Huck se cubre en
algún momento con un sombrero de paja que parece, nos dice Twain, un
yelmo de Mambrino: roto, con un hueco ancho como una mordedura en la
parte delantera del ala.
El
preso alto de Faulkner cumple una condena de quince años porque se
dejó enloquecer por la lectura, no de novelas de caballerías, sino
por las novelas y las revistas baratas de atracos y crímenes,
las pulp
fictions
con portadas truculentas y páginas mal impresas que se vendían en
todos los quioscos. También él quiso dar el salto de la lectura
delirante a la acción, cruzar la frontera entre las palabras
escritas y la realidad a que parecían referirse. Compró por
correspondencia un antifaz de forajido y una pistola de juguete que
se anunciaban en una de aquellas revistas. Su primer atraco inepto
acabó rápidamente en la detención y la condena. Más de tres
siglos después de Don Quijote, el preso alto es otra víctima de los
malentendidos de la ficción y de la palabra impresa.
*
* *
En
el final desastroso de su primera salida, cuando un labriego conocido
suyo que lo ha encontrado maltratado en el campo lo trae de vuelta a
su aldea, atravesado como un fardo sobre el lomo de un asno, dice
Don Quijote: «Yo sé quién soy».
En
la Segunda Parte, en Barcelona, en casa de don Antonio Moreno, donde
le muestran como una milagrosa curiosidad una cabeza de bronce que
responde en voz alta cuando se le pregunta algo al oído, uno de los
caballeros ceremoniosos y burlones que agasajan a Don Quijote
pregunta a la cabeza encantada: «¿Quién
soy yo?» Y la voz que murmura en los labios entreabiertos de la
cabeza hueca le dice: «Tú lo sabes».
*
* *
La
imaginación de Cervantes siempre es narrativa y conversadora. A
diferencia de Mateo Alemán, de quien sin duda aprendió tanto, no
accede nunca a la disquisición ni a la prédica.
Personajes, peripecias, lugares, conversaciones, ocupan la mayor
parte del relato, en un flujo permanente de novedad. Los
personajes actúan en la historia y a la vez cuentan otras historias.
Los relatos nunca suceden en el vacío, en la neutralidad de lo que
pareciera estar desarrollándose por sí solo. Alguien bien
identificado cuenta en voz alta, alguien escucha. Don
Quijote está
escrito en tercera persona, pero el punto de vista es el de ese
narrador que se ha identificado en primera
ante nosotros y nos ha interpelado solicitando nuestra atención. La
tercera persona no es esa voz más bien teológica que cuenta desde
un lugar invisible, con una omnisciencia ajena a la duda y a la
incertidumbre. La tercera persona de muchas novelas es tan
inescrutable como la de la Santísima Trinidad. La
de Don
Quijote
es Cervantes mismo, que ya lo avisa en el prólogo. Es él quien dice
haber investigado «en los archivos de La Mancha»; él es quien se
queda sin saber cómo sigue la historia justo en el momento de máxima
tensión, cuando Don Quijote y el Vizcaíno alzan las espadas,
como esas películas que se quedaban paralizadas en un fotograma en
los cines antiguos. El público protesta en la sala. El
proyeccionista sale al escenario para acallar el escándalo y pedir
excusas. El director de escena o el actor principal se disculpan ante
los espectadores de la comedia interrumpida diciendo que el texto de
la obra se les ha extraviado y no saben cómo sigue.
Detenida
la acción, es el narrador quien ocupa el primer plano, mientras al
fondo los dos combatientes se mantienen inmóviles a caballo, con las
espadas en alto, y junto a ellos, como hechizados, los demás
personajes de la escena: las damas en su coche, las mulas que tiran
de él, los frailes.
*
* *
Hay
un corte, un salto en el espacio y en el tiempo. Ahora no estamos en
La Mancha, ni en el pasado, sino en un
barrio de Toledo, el Alcaná. El tiempo ha dado un salto
hacia adelante, hacia un presente que todavía no podría estar
escrito. Las historias nunca están
garantizadas, no pueden darse por supuestas. A veces se
interrumpen porque se ha perdido parte del manuscrito, o porque
faltan fuentes documentales, o porque le ha pasado algo a quien las
estaba contando. Toda continuidad pende de un hilo. Cervantes juega
aquí la burla del manuscrito encontrado y el narrador apócrifo,
habituales en los libros de caballerías, pero le da la vuelta, y va
un paso más allá. El lugar común es socavado por la parodia, pero
también celebrado por ella. En la burla de Cervantes no está la
censura antipática del puritanismo, sino, en el fondo, la
condescendencia de un amor por los arquetipos de los géneros. Se
recrea en la patraña antigua del manuscrito perdido y encontrado,
pero le da una encarnadura de precisión y de verdad, la gloria
novelesca de lo específico: el deambular por la calle, la tienda del
sedero, el muchacho que llega a vender los cartapacios escritos en
árabe. La escena, como tantas veces en Cervantes, es un atisbo hacia
el interior de otro tiempo, y se filtra a nuestra imaginación como a
través de esa ranura mínima que permite una visión detallada y
luminosa en la concavidad de una cámara oscura: es
otra España, negociante y mudéjar, de gente que compra y vende
cosas, que viste de maneras diversas y habla en castellano y en
árabe. Hasta es posible que, si se pone oído, se pueda
escuchar a alguien que habla en hebreo,
aunque Cervantes elude cautelosamente el nombre: «otra lengua mejor
y más antigua». Porque la ciudad donde sucede el hallazgo es
precisamente Toledo, y no otra, en los años
anteriores a la expulsión de los moriscos.
*
* *
El
espacio del pensamiento es la conversación, casi nunca el
soliloquio. La forma que prefiere Cervantes, la que le brota con
naturalidad, es el contrapunto. El prólogo a la primera parte ya es
una invitación a la charla. El lector es interpelado desde la
primera línea. Y muy pronto la cavilación solitaria del escritor se
convierte en diálogo cuando entra su amigo «gracioso y avisado» en
la habitación.
Está,
desde luego, el juego de las dos voces principales que atraviesa toda
la novela, pero en torno a ese hilo hay muchas más conversaciones,
igual que las hay en las Novelas
ejemplares.
La amistad inmediata de Rinconete y Cortadillo desemboca en una
conversación en la que cada uno le cuenta al otro su vida. El
monólogo receloso y misántropo de los narradores de la picaresca se
transmuta en Cervantes en conversaciones
dilatadas y sabrosas.
Cipión y Berganza aprovechan el prodigio de poder hablar para
pasarse la noche entera conversando, dispuestos a no desperdiciar ni
un minuto de ese regalo. El
escrutinio de los libros es un episodio de crítica literaria narrada
y conversada.
Mientras Don Quijote va encerrado en su jaula, en el carro de bueyes
donde cree que lo llevan hechizado, cerca de él caminan y conversan
durante páginas y páginas el Cura y el Canónigo de Toledo,
apasionados discutidores sobre literatura que acaban de conocerse en
el azar del camino. Conversando
es como los personajes se revelan a sí mismos y los unos a los
otros,
sin que haga falta la intervención explicativa del narrador. Cuanto
más seguro va estando Cervantes de sus facultades como escritor y
más profundo es su conocimiento de los personajes, más largas y más
sustanciosas y sin orden se van volviendo las conversaciones entre
ellos. La gran explosión creativa del Don
Quijote de
1615 se hace visible en la secuencia prodigiosa de conversaciones en
los primeros capítulos: Don Quijote y Sancho, Sansón Carrasco y el
Cura y el Barbero, culminando en el despliegue
magnífico de comicidad en la conversación entre Sancho y su mujer.
En esos capítulos, el arte de la novela abre el camino de una
naturalidad que ha de culminar en el fluir plano de La
educación sentimental.
Todas las huellas del artificio se han borrado.
No hay flecha narrativa, no hay tensión, no hay énfasis. La prosa
discurre como la vida misma, «como las aguas mesmas de la vida», en
las palabras de Santa Teresa. La
vida de todos los días
es esa escritura sin aspavientos. Eso no lo había captado nunca la
literatura, igual que las cámaras fotográficas primitivas no eran
capaces de captar imágenes que se movieran.
*
* *
Conversación
a cuatro voces: polifonía en una noche oscura. Don Quijote conversa
con el Caballero de la Blanca Luna; Sancho conversa y come y bebe
vino de la bota opulenta del otro escudero. Los cuatro hablan en la
oscuridad, en un bosque, dos y dos, alto y bajo, solemnidad y burla,
picaresca y libro de caballerías, romance y
novela.
*
* *
No
hay personaje, por episódico que sea, que no tenga una identidad
precisa, que lo salva en una o dos líneas del estereotipo
y de lo genérico. El Ventero es «andaluz, de los de la playa de
Sanlúcar». Las dos mozas «del partido» no se describen, más allá
de la circunstancia de que van de viaje con unos arrieros, camino de
Sevilla. Hemos escuchado su risa, que encoleriza a Don Quijote. Luego
ayudan en la parodia de armarlo caballero, y de nuevo la risa es lo
único que las define. Tienen que contenerse para no reventar de
risa. Sólo un poco antes de desaparecer de la historia se perfilan
ante nosotros. Cada una de ellas tiene un nombre, un origen, una
familia. No son figuras de extras que cruzan al fondo. «Ella
respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era
hija de un remendón de Toledo, que vivía en las Tendillas de Sancho
Bienhaya». La otra se llama la Molinera: «Era hija de un honrado
molinero de Antequera». Lo concreto
sigue existiendo más allá del encuadre de la narración, y aunque
parezca superfluo está bien consignarlo. Cuando
aparecen unos viajeros como una caravana oriental por el camino
polvoriento, el lujo de los detalles cobra un valor de historia
verdadera: «un gran tropel de gente que, como después se supo, eran
unos mercaderes toledanos que iban a Murcia a comprar seda».
¿Después
se supo? ¿Quién se molestó en averiguarlo?
Diario
de una vuelta a Cervantes. La escritura desatada, Antonio Muñoz
Molina [Revista
de Libros]
Wien |
[1]
Luego Félix me pide que le cuente una historia de miedo, sentados al atardecer en el escalón de su casa, mirando los juegos brutales de los otros, y yo le hablo de la mujer emparedada y del ciego al que le dispararon a los ojos dos balas de sal y del niño que dormía sin saber que se le estaba acercando una serpiente. Siempre quiere que le siga contando, y cuando se me acaban las historias que le he oído a mi abuelo las continúo inventando peripecias nuevas mientras hablo, acordándome de películas y de ilustraciones de libros: he descubierto que los libros están llenos de palabras y de voces silenciosas, lo sé porque mi abuelo abre de vez en cuando un gran volumen que guarda en la caja del reloj y es como si levantara la tapa de un baúl lleno de palabras. El libro tiene los cantos requemados, y mi abuelo me explica con orgullo que lo rescató de la hoguera a donde los milicianos habían arrojado todos los libros y los muebles del cortijo donde trabajaba cuando estalló la guerra. «Una gracia que hiciste», dice mi abuela Leonor, «que un poco más y te tiran también a ti a la lumbre». Cuando estoy solo busco el libro y lo pongo sobre la mesa igual que mi abuelo y recorro las páginas buscando las palabras que él dice en voz alta, pero yo sólo veo signos que no puedo descifrar, me humedezco el pulgar, como hace él, para pasar las páginas, sigo las líneas con el dedo índice de mi mano derecha, busco los grabados, que me impresionan más que las imágenes de una película, coches antiguos con los faros encendidos corriendo por una carretera al filo de un precipicio, mujeres vestidas con sombreros de plumas y abrigos de pieles, malvados con la nariz aguileña y la cara torcida que sostienen revólveres.
El jinete polaco, Antonio Muñoz Molina
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