Las diversas religiones que existían en Roma eran todas consideradas por el pueblo como igualmente verdaderas, por el filósofo como igualmente falsas y por el político como igualmente útiles.Edward Gibbon, Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, I,II.
El historiador sabe muchas veces que “la tradición” es la historia falsificada y adulterada. Pero el político no solamente no lo sabe o no quiere saberlo, sino que se inventa una tradición y se queda tan ancho.Julio Caro Baroja, El laberinto vasco
Nacionalismo: España no es eterna, Álvarez Junco [El País, 30 de abril de 2016]
Entrevista a Álvarez Junco, José Andrés Rojo [El País, 6 de abril de 2016]
Álvarez Junco desmonta los mitos del nacionalismo, Rodríguez Marcos [El País, 29 de abril de 2016]
La nación, artefacto moderno, Moreno Luzón [El País, 30 de abril de 2016]
Una conversación con Santos Juliá, Manuel Morales [El País, 7 de octubre de 2016]
El patriotismo constitucional, Habermas 2006, 112
Durante
mucho tiempo, las
naciones fueron consideradas realidades naturales.
El ensayista británico Walter Bagehot escribió que eran “tan
viejas como el mundo” y algo así creían los
mejores pensadores del siglo XIX y primera mitad del XX, incluido
Marx,
que hizo de las clases los sujetos de la historia, pero nunca
cuestionó seriamente a las naciones. En plena era de las naciones,
sin embargo, Ernest Renan se planteó la dificultad de su definición
y, tras descartar
todos los factores “objetivos” —raza, lengua, religión,
historia—,
acabó anclándolas en un elemento subjetivo, misterioso, una
“voluntad
de ser nación”,
que se traducía en un “plebiscito cotidiano” a su favor.
La
fase nacional de la historia humana condujo a las dos guerras
mundiales y los fascismos. Y en 1945, al fin, tras descubrirse los
crímenes y las locuras nazis, la reflexión sobre estos problemas
inició un giro.
El
politólogo norteamericano Carlton
Hayes
fue quizás el primero que defendió que las
naciones eran un fenómeno moderno, debido a la secularización de
las sociedades.
Ante el descreimiento, la nación satisfacía la necesidad de
permanencia, de anclaje de las vidas individuales en entes que
trascendieran su finitud. Hayes estudió, a partir de ahí, los
altares de la patria, las
banderas y símbolos nacionales como objetos sagrados
y hasta esa moral que permite —exige— matar para defender los
intereses patrios, a diferencia de la moral individual, que veta
matar a tu prójimo.
Retomando
las reflexiones de Renan, el historiador y politólogo británico
Elie Kedourie explicó que lo
esencial en la nación era, sí, el plebiscito cotidiano, la adhesión
de sus miembros,
pero observó que los plebiscitos se convocan para ganarlos y que, no
pudiendo vivir en la incertidumbre de una votación diaria que
cuestione su existencia, los
Estados se aseguran de que los ciudadanos se sientan nacionales
educándolos
de mil maneras en esa dirección. Kedourie convertía así la
educación en el factor clave del nacionalismo y el Estado en el gran
muñidor del proceso.
Ernest
Gellner vinculó más tarde el surgimiento
de las naciones con la modernización socioeconómica, que
exige movilidad geográfica, división del trabajo y mercados
amplios. El Estado favorece la cultura común, base de todo ello,
alfabetizando a la población en la lengua oficial. El nacionalismo
no era, pues, sólo una invención moderna sino algo funcional.
Benedict
Anderson
añadió su definición de la
nación como una “comunidad política imaginada”.
Comunidad, al concebirse como compuesta de miembros que, pese a las
múltiples desigualdades sociales, son hijos de la misma madre y
están dispuestos a sacrificarse por el conjunto. Política,
porque es el nuevo sujeto de la soberanía y genera derechos
políticos para sus miembros.
E imaginada porque, a diferencia de la familia, la mayoría de sus
miembros no se conocen ni se conocerán nunca personalmente, pese a
lo cual comparten
un mundo mental de mitos y valores comunes (gracias a la literatura
“nacional”, que les ha hecho identificarse con los mismos héroes
y odiar a los mismos villanos).
Eric
Hobsbawm añadió a estas reflexiones una célebre obra, La
invención de la tradición,
y completó así un giro en nuestra comprensión de los fenómenos
nacionales que ha sido llamado modernista, historicista o
constructivista. Frente
a la anterior manera de entender el asunto —esencialista,
naturalista o perennialista—,
ahora se da por supuesto que las naciones no son realidades
naturales, estables y antiquísimas, como los ríos y las montañas,
sino creaciones
político-culturales, relativamente recientes, fruto de
acontecimientos contingentes,
que han surgido en algún momento del pasado (no fechable ni
repentino, sino incierto y lento), han tenido y tendrán vigencia a
lo largo de un cierto lapso de tiempo (durante el cual su significado
evoluciona) y acabarán por desaparecer algún día, pues nada,
y menos aún las identidades colectivas, es eterno en la historia.
De
esta manera, el
fenómeno nacional quedó relativizado.
Pertenecer a una nación dejó de ser un rasgo permanente y esencial
de la especie humana para localizarse en un cierto lugar y momento en
la historia: Europa,
a partir de las revoluciones liberales. Fue entonces, al derribar las
monarquías absolutas, cuando se hizo de la nación la colectividad
soberana, triunfó el principio de igualdad entre sus miembros, se
reescribieron las historias y se reformuló la cultura en torno al
sujeto nacional,
haciendo al fin de la lealtad a la patria el principio legal y el
anclaje ideológico supremo. La nación triunfó sobre cualquier otra
identidad colectiva, las sociedades se homogeneizaron y se eliminaron
o marginaron las culturas minoritarias. Fue un
cambio crucial de las identidades políticas que Europa exportó al
resto del mundo.
[Desde
el siglo X, los territorios alemanes formaron una parte central del
Sacro
Imperio Romano Germánico que duró hasta 1806.
Durante el siglo XVI, las regiones del norte del país se
convirtieron en el centro de la Reforma Protestante.
Como
un moderno estado-nación, el país fue unificado
en tiempos de la guerra franco-prusiana en 1871.
Hace 145 años. Goethe nació en 1749 y falleció en 1832 ]
Pero
en épocas anteriores, durante la inmensa mayoría del pasado humano
conocido, nuestros antecesores han vivido dentro de las más diversas
organizaciones políticas —unidades tribales, feudales,
ciudades-Estado, monarquías patrimoniales, imperios— cuyas
fronteras no coincidían con sociedades culturalmente homogéneas.
Como tampoco era única la identificación de los
súbditos, que se sentían miembros de comunidades mucho más
pequeñas que la nación
(parroquias, aldeas, comarcas, linajes, gremios, estamentos),
insertas
a su vez en mundos culturales mucho más grandes (cristiandad,
islam).
Al revés de lo que ocurriría en el mundo contemporáneo, no se
consideraba contrario al orden natural de las cosas que el monarca
que les regía fuera “extranjero”.
Las
naciones no sólo vieron reducido su espacio en la historia, sino
que, además, se comprendió que su construcción servía a ciertos
fines, que desempeñaba
funciones integradoras del cuerpo social y legitimadoras de la
autoridad política. Las naciones son sistemas de creencias y de
adhesión emocional que surten efectos políticos de los que se
benefician ciertas élites locales.
Y esas élites, bien busquen reforzar un Estado existente o construir
uno nuevo, fomentan los sentimientos nacionales. Lo cual no significa
que debamos caer en una visión instrumentalista y conspiratoria de
este tipo de fenómenos. Que las naciones beneficien a los
nacionalistas, como las religiones al clero, no quiere decir que
desde el principio una secta malévola haya planeado la seducción de
un público incauto. Religiones
y naciones son fenómenos mucho más complejos, surgidos
originariamente alrededor de profetas iluminados y generosos, capaces
de satisfacer necesidades
de sus seguidores muy dignas de respeto.
El
estudio de las identidades nacionales exige, por tanto, partir de la
premisa de que estamos tratando de entes construidos históricamente,
en constante cambio, perecederos y manipulables
al servicio de fines políticos.
Lo cual no hace del sujeto nacional una excepción en el mundo de las
identidades colectivas. Porque todas las
identidades,
incluyendo algunas tan arraigadas en datos fisiológicos como las de
género, tienen
mucho de cultural o construido. Harold Isaacs lo explicó bien en su
Ídolos
de la tribu.
La
nueva visión historicista o constructivista de las naciones tuvo un
enorme éxito y llegó un momento en que todo el mundo denunciaba
“invenciones” y disolvía la realidad social en “discursos”.
Excesos que han llevado a una reacción en los últimos años, con
críticas que en muchos casos merecen ser escuchadas aunque en otros
sean sospechosos retornos al esencialismo, aplaudidos por el
nacionalismo militante. Muchos historiadores han subrayado la
existencia
de identidades colectivas, que incluso eran llamadas “naciones”,
en épocas muy anteriores a la contemporánea. Pero la diferencia es
que no se les atribuía la soberanía sobre un territorio, que es lo
que define al nacionalismo moderno.
También se ha observado, con razón, que este
nacionalismo se alimenta siempre de tradiciones e identidades
culturales procedentes de épocas anteriores.
El hecho de que una identidad sea sobre todo cultural, y no natural,
no quiere decir que sea un “invento” arbitrario. En el terreno de
las naciones no se puede predicar el “todo vale”. Construir un
proyecto nacional que tenga posibilidades de éxito entre el público
requiere, como mínimo, hacerlo sobre rasgos culturales preexistentes
y creíbles.
Pero
ningún autor serio defiende hoy que la humanidad ha vivido dividida
en naciones de forma natural e inmemorial. La visión constructivista
del nacionalismo sigue vigente. Como otras identidades colectivas,
las naciones son creaciones culturales perecederas. Y son
especialmente absurdas las explicaciones de
los procesos históricos a partir de la existencia de mentalidades,
caracteres colectivos o “formas de ser” de los pueblos.
Por ejemplo, la existencia de repetidas guerras civiles en España
hasta 1939 se debería al violento “carácter español”, un
carácter sólo demostrado por las muchas guerras civiles vividas en
el país. Explicación circular e inútil. Cuando el general Franco
tuvo a bien morirse, además, no estalló ninguna guerra civil en
España, contra lo que auguraban los creyentes en estereotipos. No se
entiende cómo y por qué puede alterarse algo tan profundo como la
“manera de ser” de un pueblo.
Concluyamos,
pues. Lamento comunicar a los no expertos en estos temas —pues los
expertos lo saben de sobra— que, contra lo que nos enseñaban de
niños, España no es eterna. Espero que nadie necesite asistencia
psiquiátrica. Para calmar los ánimos, añadiré que los rivales y
competidores de España (Cataluña, Euskadi, Portugal, Francia,
Marruecos) también desaparecerán algún día. Aunque este, me temo,
es un magro consuelo para un creyente.
Nacionalismo:
España no es eterna, Álvarez Junco [El País, 30 de abril de 2016]