viernes, 13 de mayo de 2016

Patriotismo constitucional

Las diversas religiones que existían en Roma eran todas consideradas por el pueblo como igualmente verdaderas, por el filósofo como igualmente falsas y por el político como igualmente útiles.
Edward Gibbon, Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, I,II.


El historiador sabe muchas veces que “la tradición” es la historia falsificada y adulterada. Pero el político no solamente no lo sabe o no quiere saberlo, sino que se inventa una tradición y se queda tan ancho.
Julio Caro Baroja, El laberinto vasco


Nacionalismo: España no es eterna, Álvarez Junco [El País, 30 de abril de 2016]
Entrevista a Álvarez Junco, José Andrés Rojo [El País, 6 de abril de 2016]
Álvarez Junco desmonta los mitos del nacionalismo, Rodríguez Marcos [El País, 29 de abril de 2016]
La nación, artefacto moderno, Moreno Luzón [El País, 30 de abril de 2016]
Una conversación con Santos Juliá, Manuel Morales [El País, 7 de octubre de 2016]
El patriotismo constitucional, Habermas 2006, 112

Durante mucho tiempo, las naciones fueron consideradas realidades naturales. El ensayista británico Walter Bagehot escribió que eran “tan viejas como el mundo” y algo así creían los mejores pensadores del siglo XIX y primera mitad del XX, incluido Marx, que hizo de las clases los sujetos de la historia, pero nunca cuestionó seriamente a las naciones. En plena era de las naciones, sin embargo, Ernest Renan se planteó la dificultad de su definición y, tras descartar todos los factores “objetivos” —raza, lengua, religión, historia—, acabó anclándolas en un elemento subjetivo, misterioso, una “voluntad de ser nación”, que se traducía en un “plebiscito cotidiano” a su favor.
La fase nacional de la historia humana condujo a las dos guerras mundiales y los fascismos. Y en 1945, al fin, tras descubrirse los crímenes y las locuras nazis, la reflexión sobre estos problemas inició un giro.
El politólogo norteamericano Carlton Hayes fue quizás el primero que defendió que las naciones eran un fenómeno moderno, debido a la secularización de las sociedades. Ante el descreimiento, la nación satisfacía la necesidad de permanencia, de anclaje de las vidas individuales en entes que trascendieran su finitud. Hayes estudió, a partir de ahí, los altares de la patria, las banderas y símbolos nacionales como objetos sagrados y hasta esa moral que permite —exige— matar para defender los intereses patrios, a diferencia de la moral individual, que veta matar a tu prójimo.
Retomando las reflexiones de Renan, el historiador y politólogo británico Elie Kedourie explicó que lo esencial en la nación era, sí, el plebiscito cotidiano, la adhesión de sus miembros, pero observó que los plebiscitos se convocan para ganarlos y que, no pudiendo vivir en la incertidumbre de una votación diaria que cuestione su existencia, los Estados se aseguran de que los ciudadanos se sientan nacionales educándolos de mil maneras en esa dirección. Kedourie convertía así la educación en el factor clave del nacionalismo y el Estado en el gran muñidor del proceso.
Ernest Gellner vinculó más tarde el surgimiento de las naciones con la modernización socioeconómica, que exige movilidad geográfica, división del trabajo y mercados amplios. El Estado favorece la cultura común, base de todo ello, alfabetizando a la población en la lengua oficial. El nacionalismo no era, pues, sólo una invención moderna sino algo funcional.
Benedict Anderson añadió su definición de la nación como una “comunidad política imaginada”. Comunidad, al concebirse como compuesta de miembros que, pese a las múltiples desigualdades sociales, son hijos de la misma madre y están dispuestos a sacrificarse por el conjunto. Política, porque es el nuevo sujeto de la soberanía y genera derechos políticos para sus miembros. E imaginada porque, a diferencia de la familia, la mayoría de sus miembros no se conocen ni se conocerán nunca personalmente, pese a lo cual comparten un mundo mental de mitos y valores comunes (gracias a la literatura “nacional”, que les ha hecho identificarse con los mismos héroes y odiar a los mismos villanos).
Eric Hobsbawm añadió a estas reflexiones una célebre obra, La invención de la tradición, y completó así un giro en nuestra comprensión de los fenómenos nacionales que ha sido llamado modernista, historicista o constructivista. Frente a la anterior manera de entender el asunto —esencialista, naturalista o perennialista—, ahora se da por supuesto que las naciones no son realidades naturales, estables y antiquísimas, como los ríos y las montañas, sino creaciones político-culturales, relativamente recientes, fruto de acontecimientos contingentes, que han surgido en algún momento del pasado (no fechable ni repentino, sino incierto y lento), han tenido y tendrán vigencia a lo largo de un cierto lapso de tiempo (durante el cual su significado evoluciona) y acabarán por desaparecer algún día, pues nada, y menos aún las identidades colectivas, es eterno en la historia.
De esta manera, el fenómeno nacional quedó relativizado. Pertenecer a una nación dejó de ser un rasgo permanente y esencial de la especie humana para localizarse en un cierto lugar y momento en la historia: Europa, a partir de las revoluciones liberales. Fue entonces, al derribar las monarquías absolutas, cuando se hizo de la nación la colectividad soberana, triunfó el principio de igualdad entre sus miembros, se reescribieron las historias y se reformuló la cultura en torno al sujeto nacional, haciendo al fin de la lealtad a la patria el principio legal y el anclaje ideológico supremo. La nación triunfó sobre cualquier otra identidad colectiva, las sociedades se homogeneizaron y se eliminaron o marginaron las culturas minoritarias. Fue un cambio crucial de las identidades políticas que Europa exportó al resto del mundo.

[Desde el siglo X, los territorios alemanes formaron una parte central del Sacro Imperio Romano Germánico que duró hasta 1806. Durante el siglo XVI, las regiones del norte del país se convirtieron en el centro de la Reforma Protestante.
Como un moderno estado-nación, el país fue unificado en tiempos de la guerra franco-prusiana en 1871. Hace 145 años. Goethe nació en 1749 y falleció en 1832 ]


Pero en épocas anteriores, durante la inmensa mayoría del pasado humano conocido, nuestros antecesores han vivido dentro de las más diversas organizaciones políticas —unidades tribales, feudales, ciudades-Estado, monarquías patrimoniales, imperios— cuyas fronteras no coincidían con sociedades culturalmente homogéneas. Como tampoco era única la identificación de los súbditos, que se sentían miembros de comunidades mucho más pequeñas que la nación (parroquias, aldeas, comarcas, linajes, gremios, estamentos), insertas a su vez en mundos culturales mucho más grandes (cristiandad, islam). Al revés de lo que ocurriría en el mundo contemporáneo, no se consideraba contrario al orden natural de las cosas que el monarca que les regía fuera “extranjero”.


Las naciones no sólo vieron reducido su espacio en la historia, sino que, además, se comprendió que su construcción servía a ciertos fines, que desempeñaba funciones integradoras del cuerpo social y legitimadoras de la autoridad política. Las naciones son sistemas de creencias y de adhesión emocional que surten efectos políticos de los que se benefician ciertas élites locales. Y esas élites, bien busquen reforzar un Estado existente o construir uno nuevo, fomentan los sentimientos nacionales. Lo cual no significa que debamos caer en una visión instrumentalista y conspiratoria de este tipo de fenómenos. Que las naciones beneficien a los nacionalistas, como las religiones al clero, no quiere decir que desde el principio una secta malévola haya planeado la seducción de un público incauto. Religiones y naciones son fenómenos mucho más complejos, surgidos originariamente alrededor de profetas iluminados y generosos, capaces de satisfacer necesidades de sus seguidores muy dignas de respeto.
El estudio de las identidades nacionales exige, por tanto, partir de la premisa de que estamos tratando de entes construidos históricamente, en constante cambio, perecederos y manipulables al servicio de fines políticos. Lo cual no hace del sujeto nacional una excepción en el mundo de las identidades colectivas. Porque todas las identidades, incluyendo algunas tan arraigadas en datos fisiológicos como las de género, tienen mucho de cultural o construido. Harold Isaacs lo explicó bien en su Ídolos de la tribu.
La nueva visión historicista o constructivista de las naciones tuvo un enorme éxito y llegó un momento en que todo el mundo denunciaba “invenciones” y disolvía la realidad social en “discursos”. Excesos que han llevado a una reacción en los últimos años, con críticas que en muchos casos merecen ser escuchadas aunque en otros sean sospechosos retornos al esencialismo, aplaudidos por el nacionalismo militante. Muchos historiadores han subrayado la existencia de identidades colectivas, que incluso eran llamadas “naciones”, en épocas muy anteriores a la contemporánea. Pero la diferencia es que no se les atribuía la soberanía sobre un territorio, que es lo que define al nacionalismo moderno. También se ha observado, con razón, que este nacionalismo se alimenta siempre de tradiciones e identidades culturales procedentes de épocas anteriores. El hecho de que una identidad sea sobre todo cultural, y no natural, no quiere decir que sea un “invento” arbitrario. En el terreno de las naciones no se puede predicar el “todo vale”. Construir un proyecto nacional que tenga posibilidades de éxito entre el público requiere, como mínimo, hacerlo sobre rasgos culturales preexistentes y creíbles.
Pero ningún autor serio defiende hoy que la humanidad ha vivido dividida en naciones de forma natural e inmemorial. La visión constructivista del nacionalismo sigue vigente. Como otras identidades colectivas, las naciones son creaciones culturales perecederas. Y son especialmente absurdas las explicaciones de los procesos históricos a partir de la existencia de mentalidades, caracteres colectivos o “formas de ser” de los pueblos. Por ejemplo, la existencia de repetidas guerras civiles en España hasta 1939 se debería al violento “carácter español”, un carácter sólo demostrado por las muchas guerras civiles vividas en el país. Explicación circular e inútil. Cuando el general Franco tuvo a bien morirse, además, no estalló ninguna guerra civil en España, contra lo que auguraban los creyentes en estereotipos. No se entiende cómo y por qué puede alterarse algo tan profundo como la “manera de ser” de un pueblo.
Concluyamos, pues. Lamento comunicar a los no expertos en estos temas —pues los expertos lo saben de sobra— que, contra lo que nos enseñaban de niños, España no es eterna. Espero que nadie necesite asistencia psiquiátrica. Para calmar los ánimos, añadiré que los rivales y competidores de España (Cataluña, Euskadi, Portugal, Francia, Marruecos) también desaparecerán algún día. Aunque este, me temo, es un magro consuelo para un creyente.
Nacionalismo: España no es eterna, Álvarez Junco [El País, 30 de abril de 2016]


jueves, 5 de mayo de 2016

En la antigua buhardilla


Algunas divagaciones sobre el oficio de la novela, Antonio Muñoz Molina
La santa de la espada, Antonio Muñoz Molina [El País, 21 de diciembre de 2018]
Contemplación de las imágenes, Antonio Muñoz Molina [El País, 13 de mayo de 2016]
Un viaje a Caravaggio, Antonio Muñoz Molina [El País, 1 de junio de 2013]

I
Dice Philip Roth: «Cada vez que empiezo una novela me veo confrontado con el aprendiz dentro de mí». La novela es un extraño oficio en el que la maestría, si llega, tiene mucho de hallazgo y de azar, y en el que, en cualquier caso, la experiencia de un libro no se transfiere más allá de él. Aprendes, con suerte, a escribir la novela que tienes entre manos mientras estás escribiéndola, y cuando la terminas lo aprendido se esfuma, y con el alivio del final se deshace también cualquier rastro de destreza. Si hay otra novela, vendrá al precio de un nuevo aprendizaje. Y si lo aprendido a lo largo de la que se terminó con tanto esfuerzo se intenta aplicar en la próxima, el resultado será una falsificación. Bien es verdad que no hay a veces falsificador más experto que el autor de la obra original, cuyos vicios expresivos, si hay suerte, se considerarán rasgos de estilo, y sus rutinas y mañas inventivas recibirán el título de nobleza de obsesiones. De modo que casi tanto esfuerzo como a aprender hay que dedicarlo a desaprender: o a lograr que la acumulación de la experiencia no se convierta en seguridad y arrogancia; algo parecido a lo que en la práctica zen se llama espíritu de principiante: un saber que solo es beneficioso en la medida en que es olvidado.
II
Hay temas que están volviendo siempre; hay tonos que no se borran porque forman parte del metal de la voz. Yo tengo la sensación casi física de haber escapado cuando termino un libro y de haberlo escrito para corregir o incluso desmentir el anterior. Pero al final, según acaba de apuntar mi querido Ángel Loureiro, parece que las semejanzas acaban siendo mucho más persistentes que las novedades, y que la morada en la que uno busca refugio es una repetición de aquella de la que se había escapado. El problema es saber dónde se encuentra el punto de equilibrio, el camino intermedio entre esa mezcla de fatalidad y elección con la que se inventa el mundo propio de cada uno y la monotonía consentida por la autoindulgencia. Es una cuestión engañosa porque muchas veces una poética del laconismo puede admitir sin fatiga una casi infinidad de variaciones sutiles. Pienso en Chéjov, en Emily Dickinson. Un rumor monótono de reconocimiento nos acoje desde la primera línea. En media página cabría la lista de los recursos usados. Y, sin embargo, las variaciones no se agotan. Pienso en las novelas de George Simenon, no solo las del comisario Maigret. El tono, la extensión, el estilo, apenas varían entre unas y otras, a lo largo de muchos años. Simenon tiene dentro un reloj infalible que determina la duración máxima de cada historia, un principio riguroso de economía que rige el número de los personajes y el de las pasiones que sienten. Pero esa semejanza es compatible con una extraordinaria diversidad de escenarios, que además en ningun caso son neutrales, porque en Simenon siempre es muy poderosa la sugestión del lugar, la percepción del espacio. Una calle de Nueva York o una plantación en Tahití o una casa de vecinos en una ciudad portuaria y petrolífera del mar Negro o un paisaje provincial de Holanda o de Francia. El tema ronda siempre los mecanismos del deseo, el trastorno, la soledad y la desgracia. De un modo u otro los personajes de Simenon siempre están perdidos. Y, sin embargo, esa reiteración de lo que es casi lo mismo nunca cansa. Las pequeñas variaciones son tan significativas porque las percibimos en el interior del patrón general, como en una pieza de música que siempre es la misma y siempre cambia en cada interpretación. Los que tendemos a la invención expansiva admiramos a los maestros de la concisión: a Paul Klee, a Dickinson, a Thelonious Monk, a William Carlos Williams, Alice Munro. Si, como decía Cyril Connolly, dentro de un hombre gordo hay un hombre muy delgado que grita pidiendo ayuda, dentro de las novelas muy largas quizás haya una novela corta o un cuento comprimido en un grado de síntesis cercano al del haiku, al de la greguería. Pero algo pasó que provocó una explosión, una reacción en cadena. Volveré sobre ella un poco más tarde.

III
Pero Simenon es un caso especial. Algunos no consideran que pertenezca a la gran literatura. Busco sus novelas en una librería de París y ha desaparecido del orden alfabético: De Semprún, Jorge, se pasa a Simon, Claude. En las librerías americanas tampoco suele encontrarse a Raymond Chandler o a Patricia Highsmith en los estantes llamados de Fiction and Literature. Están en Crime. En España, como apenas hemos tenido tradiciones, tampoco hemos tenido clasificaciones demasiado severas, menos aún en los años en los que mi generación de lectores y de novelistas estaba formándose, allá por la mitad de los años setenta. Borges era un modelo poderoso. Borges y Bioy habían fundado en Buenos Aires la colección policial del Séptimo Círculo, poniendo en práctica una premisa estética que el propio Borges había esbozado en su prólogo a la primera novela sólida de Bioy, «La invención de Morel». Las formas breves, el cuento fantástico, el enigma policial eran antídotos contra la proliferación indisciplinada de la novela realista o las efusiones verbales de la novela experimental. A algunos de nosotros esa llamada al orden nos resultó muy atractiva, y creo que también muy beneficiosa durante un cierto tiempo. Nos permitió leer sin prejuicios, saltándonos las divisiones estrictas entre lo que era gran literatura y lo que no lo era, y también forzándonos a valorar por encima de todo no los contenidos y los mensajes tan abrumadores en una época de gran intoxicación ideológica, sino el puro acto de contar. Tardíamente, al abrirnos a los géneros de la literatura popular, con su parte de construcción artificiosa y de descaro sentimental, podíamos acercarnos al arte narrativo con la benéfica desenvoltura con que la explosión visual del pop libró a la pintura americana de los rigores del expresionismo abstracto. Después del experimentalismo inflexible, de la pesadumbre de lo social y de lo vernáculo, la afición a los géneros nos incitaba a una necesaria ligereza. Ligereza, se ha dicho, no es lo contrario de seriedad, sino de pesadez. La novela realista, decía Borges, se permite indulgencias y descuidos de organización que serían inaceptables en el cuento policial o fantástico. Algunos imaginábamos la posibilidad de reunir lo mejor de los dos mundos. Yo me preguntaba cómo habría sido el Viaje al centro de la Tierra si en vez del tosco Julio Verne lo hubieran escrito Rimbaud o Baudelaire. Soñaba una novela policial perfecta en la que cupiera al mismo tiempo la densidad de las vidas reales y el flujo de los hechos históricos. Hubiera querido escribir en el mismo libro La educación sentimental y El Fantasma de la Ópera, El Gran Gatsby y Cosecha roja, El sueño de los héroes y la historia de secreto e infamia de Ramón Mercader. Hubiera deseado que en el salón de la duquesa de Guermantes se cometiera un crimen y que el narrador indolente de Proust consagrara toda su inteligencia y su capacidad de observación a resolverlo.



IV
Era útil esa fascinación con los géneros para inventar novelas, igual que imagino que es útil la disciplina de la métrica y de la rima para domar las efusiones emocionales y verbales de los aprendices de poetas. No hay arte en el que no sea imprescindible la interiorización de una forma. Lo cual me recuerda ese aforismo de Juan Ramón Jiménez según el cual en poesía la forma va por dentro. A diferencia de lo que ocurre en las novelas, en la vida real no hay principios claros ni finales rotundos, no hay simetría, no hay selección ni organización de los materiales, no hay una lógica interior.
El tale of sound and fury told by an idiot signifying nothing de Shakespeare es bastante literal, con solo que ampliemos un poco el catálogo de las cosas de las que trata el cuento, aparte de sonido y de furia. Uno creía tener una buena historia, pero se exasperaba al descubrir que ese conocimiento no le servía de nada. Entre la historia imaginada y el papel, en aquellos tiempos anteriores a las pantallas de cristal líquido, había un espacio en blanco, un cortocircuito, una imposibilidad del mismo orden de la que nos impide hablar a voluntad en los sueños o encontrar de pronto una palabra o una frase trivial en un idioma extranjero. Uno tenía ráfagas de historias, docenas de ellas, relatos escuchados a los mayores y situaciones inventadas a partir de la propia vida, uno tenía libros que le daban el impulso urgente de escribir pero que solo servían para anularlo con el resplandor de su ejemplo. Se escribían unas páginas como en un vendaval de inspiración y al día siguiente se comprobaba que no valían nada o quizás que conducían a un callejón sin salida o a una espesura en la que no había el menor indicio de orientación. Queriendo haber avanzado se encontraba uno de vuelta en el principio. Pero el problema era que no se tenía una sensación indudable de eso, de un principio. Qué envidia de tantas primeras frases, casuales en apariencia, como surgidas sin esfuerzo, imponiéndose sin dificultad, a veces con una promesa inmediata, otras con un aire de irrelevancia, casi de vulgaridad.
«Mucho tiempo he estado acostándome temprano.»
«Pues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes.»
«La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió...»
«A lo largo de tres días y de tres noches del carnaval de 1927 la vida de Emilio Gauna logró su primera y misteriosa culminación.»
«Quisiera no haber visto del hombre (...) nada más que las manos.»
«La primera vez que puse la mirada en Terry Lennox...»
«Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas...»

Había que tener un principio, el cabo de un hilo. ¿Y cómo se podría llegar a él, tirar y sentir que resistía, que procuraba un impulso desde el cual se hiciera más seguro el avance?
Pero además había que sujetar todos los materiales de orígenes tan diversos a una forma que permitiera gobernarlos, que les diera una cierta unidad. La novela de aventuras y la novela de misterio ofrecían un esquema sólido, que en el fondo era el de las narraciones más primitivas: el héroe que abandona su lugar de origen para salir en busca de algo o de alguien, del vellocino de oro o del padre perdido o del cofre del tesoro; el que para lograr lo que busca ha de resolver una serie de enigmas, de todos los cuales el más radical es el de la muerte. La primera vez que yo me puse a escribir una novela anduve perdiéndome durante meses y años en un bosque de historias y poco a poco comprendí que la única manera que tenía de organizarlas era sometiéndolas a un esquema de investigación más o menos policial, aunque también de viaje de búsqueda. Me ayudaron Ross McDonald y Henry James, escritores de dos mundos en apariencia incompatibles. En algún momento de su carrera Ross McDonald dio con un argumento tan admirable que ya nunca dejó de repetirlo, novela tras novela, y que venía en parte de Conan Doyle. Alguien se pone a investigar un crimen recién cometido y descubre otro que ha permanecido oculto durante veinte o treinta años; alguien que parecía llevar muerto mucho tiempo resulta que estaba vivo y había cambiado de identidad: durante veinte o treinta años un cadáver tuvo un nombre que no le pertenecía porque quien se creyó que llevaba todo ese tiempo en la tumba siguió vivo, escondiéndose. El muerto que vuelve es Laura en la película de Otto Preminger y Sherlock Holmes en El Misterio de la casa cerrada, de Conan Doyle. En realidad, se trata de una versión secular de un cuento mucho más antiguo, el de la aparición de Cristo ante los discípulos después de su muerte y su entierro, ese caminante que revela su identidad durante la cena en Emaús.

lunes, 2 de mayo de 2016

Der Hühnerdieb

A mí lo que me hace falta es que tú estés bien. O medio bien. O no tan mal.

«Tú serás quien eres. Y lo mismo seré yo», le escribía Heinrich Blücher a Hannah Arendt poco antes de casarse con ella, para decirle que su vida en común no sería nunca un obstáculo para la libre maduración de su persona. Valiente luchador en las filas espartaquistas y hombre de gran generosidad, Blücher, segundo marido de Hannah Arendt, fue para ella un compañero leal, pero no fue esta relación mantenida bajo el signo del respeto y la paridad personales la que determinó la vida de Hannah, quizás porque, como escribe Dostoievski, para nosotros cuentan sólo las personas que amamos, mientras que las que nos aman es como si no existieran.
Blücher la amaba, pero ella tenía la desgracia de amar a Heidegger y probablemente no fue el genuino y libre amor que demostraba esa carta de Blücher de septiembre de 1936 lo que le conmovió, sino la primera carta que le escribió Heidegger el 10 de febrero de 1925 —una carta untuosa y falsamente profunda en la que el gran profesor de la Universidad de Friburgo, uno de los maestros de la filosofía del siglo, empezaba a seducir a la alumna de diecinueve años elogiando su inteligencia y su alma, ofreciéndose como un guía paterno para ayudarla a permanecer fiel a sí misma, asegurando comprender las inefables inquietudes de su juventud y pidiéndole que comprendiera la tremenda soledad de su vida ascéticamente sacrificada al estudio y a la conciencia.
Con esa carta —que es un modelo de cómo se pueden simular incluso con uno mismo sentimientos aparentemente atormentados y utilísimos para tiranizar a los demás, poniéndolos al servicio de la pretendida hipersensibilidad de uno— da comienzo una penosa historia de amor, que ha sido rigurosamente reconstruida por Elzbieta Ettinger. Tras una primera fase pasional, después transformada en una tierna amistad, la historia se prolongó a lo largo de toda la vida de ambos, con grandes vacíos e interrupciones ligadas a trágicos acontecimientos históricos como la llegada del nazismo, el exilio de la judía Hannah, la Segunda Guerra Mundial, la Alemania dividida y abochornada obligada a ajustar cuentas con su pasado y con los horrores del exterminio.
Martin Heidegger y Hannah Arendt fueron y continúan siendo dos protagonistas del «terrible siglo Veinte», dos personalidades cuya grandeza y cuyo significado no pueden ser menoscabados por una relación sentimental en la que la única grandeza fue la valentía de Hannah Arendt y sobre todo la fidelidad de su afecto, que no logró borrar ni el tiempo ni los espantosos lutos y delitos acaecidos en ese tiempo. Es sobre Heidegger —por supuesto el más grande de los dos, una figura central en la historia de la civilización— sobre quien este avatar arroja una luz ora torva ora mezquina, entrelazándose a su compromiso con el nazismo.
Fue Heidegger quien transformó esta relación en un episodio que va más allá de la esfera afectiva privada y afecta a su objetiva responsabilidad política y moral —y de la cultura que representa— puesto que él mismo mezcló el nivel personal con el público, instrumentalizando cínicamente, muchos años después, su historia de amor con Hannah para ocultar las huellas más sórdidas de su pasado nazi y promover su rehabilitación o incluso su ensalzamiento como víctima más que cómplice del Tercer Reich. La historia de la genial judía alemana que se enamora del genial profesor y obtuso antisemita alemán es, entre otras cosas, un símbolo incluso demasiado socorrido del trágico encuentro de la cultura alemana con la judeoalemana, que fue el alma de Alemania, antes de ser asesinada.
El comienzo del asunto no es demasiado original. Hannah se siente fascinada por el filósofo y por la extraordinaria filosofía alemana que éste encarna y que ha profundizado y vivido tal vez como ninguna otra el giro epocal de la historia contemporánea, la radical transformación del mundo, el exilio y la búsqueda de la verdadera vida, de la autenticidad existencial. Sin esta filosofía, lo mismo que sin la cultura judía y su tragedia, no habrían nacido más tarde los grandes libros de Hannah Arendt, desde el que versa sobre el totalitarismo al que trata la banalidad del mal.
La estudiante se enamora, con arrebato y plena disponibilidad, del profesor, al cual le agrada pero no se enamora, ni siquiera cuando vive una experiencia erótica que hace que se le tambaleen sus metódicas costumbres —que él por lo demás protege escrupulosamente, fijando la hora y el minuto de las citas y prohibiéndole a la muchacha que le escriba. Ella acepta todas las reglas y cautelas impuestas por el maestro, pero no es una frágil Margarita seducida por Fausto, sino una persona libre y decidida, que sabe lo que quiere.
Amar significa amar al otro, respetarlo, querer su bien y querer, aun cuando ello pueda ser doloroso, que sea él mismo. Hannah Arendt sabe amar, no pretende nunca manipular a Heidegger e intenta no darse cuenta de que él la manipula. Heidegger, encantado de que lo gobierne férreamente Elfride, la inflexible y eficiente mujer teutónica y nazi, conoce solamente el amor a sí mismo; necesita ser el ídolo de la joven y necesita de ella como de un «estimulante» —por citar sus palabras— que le haga sentir la intensidad de la vida. Alterna con ella ternuras, órdenes, melancolías, halagos, tomas de distancia, sentimentalismo, algún que otro poemita kitsch como sólo la cultura alemana, en sus peores aspectos, que constituyen una involuntaria autoparodia, es capaz de generar.
Esa cultura es grande por su horizonte filosófico-poético-religioso, que le permite descender al fondo de la vida y la historia, abrirse a ese sentido de lo divino y del absoluto del que nace una excelsa poesía, por ejemplo la ardiente lírica de Hölderlin. Pero basta salirse un poco de ese absoluto, aunque sólo sea en una cuestión de matiz, para caer en un pathos redundante y chabacano, en el mal gusto del énfasis y de la unción pseudorreligiosa, que es a la religión como lo falso a la verdad. De esa cultura alemana ha nacido no sólo una extraordinaria espiritualidad, sino también su caricatura, la pretensión de una asiduidad con lo divino tan regular como la de quien toma todos los días el té en su compañía, y la pretensión también del monopolio de lo sagrado, degradándolo al nivel de la pacotilla —incluso el pastor del Ser, al que Heidegger aspiraba, puede descender a la categoría de su administrador delegado, de la misma forma que la absorta interioridad que resuena en los Lieder acaba distorsionada en una retórica pseudolírica.


Kitch y pasión. Hannah Arendt y Martín Heidegger, por Claudio Magris, 28 de julio de 2015

HANNAH ARENDT: HEIDEGGER EL ZORRO (1953). ARENDT: ENSAYOS DE COMPRENSIÓN, Madrid: Caparrós Editores, 2005; pp. 435-436. Trad. Agustín Serrano de Haro. El texto hace referencia a un cuento de Kafka que según parece era del agrado de Heidegger.

Interpretación del relato por Maite Larrauri
Las voces de Hannah Arendt, Antonio Muñoz Molina [El País, 29 de abril de 2016]
Hannah Arendt y la búsqueda del arraigo, José Antonio Marina [ El Cultural, 12 de octubre de 2006]





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