jueves, 13 de agosto de 2015

Testigos de su tiempo

Max Aub. Escritor sin público, ciudadano sin país, Antonio Muñoz Molina

Hiroshima y la mentira atómica, Juan Gabriel Vásquez

Rafael Chirbes sobre Las tormentas del 48, de Benito Pérez Galdós [El País, 28 de diciembre de 2013]


Tres artículos que recomendaría y que me han gustado especialmente, por lo que he podido aprender de ellos:

En el primero, Muñoz Molina comenta San Juan, de Max Aub; Hiroshima, de John Hersey, comentado por Juan Gabriel Vásquez, su traductor al castellano; y Las tormentas del 48, de Benito Pérez Galdós, comentado por Rafael Chirbes.

Creo que se nota cuando un articulista hace un perfil sobre otro autor al que conoce bien y admira mucho. En este caso, además, se hace patente una cadena de admiraciones ya que, por ejemplo, Max Aub y Pérez Galdós sirven de maestros a Muñoz Molina y a Chirbes. ¿Cuál es la línea que tienen en común todos ellos? Te invito a descubrirla.
Me gustaría resumir/destacar una vez más lo fundamental [Ich möchte das Wesentliche noch einmal zusammenfassen]:

Max Aub

Escritor sin público, ciudadano sin país

Por Antonio Muñoz Molina

Max Aub, español de vocación, mexicano de adopción, siempre republicano, socialista y liberal, es uno de los grandes heterodoxos de nuestras letras. Irónico, lúdico, de la novela al teatro, de los diarios a la historia ficción, del cuento al anecdotario, su obra nunca decepciona. En su centenario, Antonio Muñoz Molina, uno de los que más ha hecho para que su obra tenga el reconocimiento que merece, vuelve a Aub para narrarnos la lucha del escritor exiliado por sus lectores.
En marzo de 1998 asistí a una representación de San Juan, de Max Aub, en el teatro María Guerrero de Madrid. La sala estaba llena de público, el montaje tenía una admirable envergadura visual y dramática, los numerosos actores, sin excepción, interpretaban a sus personajes con intensidad y sin énfasis. El final apocalíptico dejó un silencio de congoja seguido inmediatamente por un largo diluvio de aplausos. Puesto en pie, entre la gente entusiasmada y conmovida, me acordé de Max Aub, que llevaba muerto 26 años, y a quien le llegaba tan tarde la justicia de aquel reconocimiento. Lo que acabábamos de ver y escuchar en el María Guerrero lo había escrito él hacía exactamente 56 años, en la bodega del barco que lo llevaba de Casablanca a Veracruz, pero lo había empezado a imaginar algún tiempo antes y en otro barco más siniestro, aquel donde viajó prisionero de los franceses de Vichy desde Marsella a África. Max Aub, que fue un escritor asiduo y excelente de diarios, tuvo sin embargo la virtud paradójica de usar la propia experiencia como material narrativo o dramático despojándola de cualquier indicio de autobiografía: "Veo lo que vi sin verme", anota en alguna parte, y ese conciso aforismo, entre Gracián y Bergamín, contiene una parte de su poética. El doble viaje en barco —por el Mediterráneo, por el Atlántico— vivido por él mismo aporta los materiales inmediatos y veraces de la escritura, pero ésta se desplaza narrativamente más allá de la experiencia de su autor, se vuelca en el relato de otro viaje no vivido por él pero verdadero en la medida en que se alimenta de las sensaciones, los olores, el agobio que él ha conocido en esas bodegas penitenciarias y sombrías de buques de carga condenados al desguace: el viaje sin destino de un grupo de judíos europeos a los que nadie quiere en ningún puerto y acaban tragados por el mar, en un anticipo de la gran matanza que en 1938, cuando se sitúa la acción de San Juan, aún no había comenzado, y de la que ni siquiera había noticias muy claras en 1942, cuando Max Aub escribió su drama, que se publicó un año más tarde, ya en México, pero que él no vio nunca representado.

martes, 11 de agosto de 2015

Cosas que preferirías no saber





Entrevista a Rafael Chirbes por Alfonso Armada, [ABC, 28 de mayo de 2013]

Entrevista a Rafael Chirbes por Gabriel Ruiz Ortega [Siglo XXI, 29 de octubre de 2009]

Rafael Chirbes (Tavernes de la Valldigna, 1949) vive solo con dos perros, Tomás y Ramonet, en una casa que le compró a un camionero jubilado hace diez o doce años a las afueras de Beniarbeig, en la carreterita que se aleja sinuosa de las tapias del cementerio, en una región tan hermosa como degradada por urbanizaciones y puticlubs como buena parte de los personajes, endiabladamente humanos, de su paisaje literario. Nos cita en su bar, El Moss de Segaria, donde saluda a los vecinos por su nombre. Nada distingue al escritor, salvo su vida interior. Segaria es el macizo que se ve desde la casa donde se desentiende de las pompas del mundo, pero no de sus entrañas, como demuestra en sus novelas. Su penúltima obra «Crematorio» (premio de la Crítica, éxito editorial en Alemania, de la que Canal Plus hizo una celebrada serie protagonizada por Pepe Sancho), un aguafuerte del que no puedes salir una vez que empiezas a leer, la situó, justo por detrás de «La fiesta del chivo», de Mario Vargas Llosa, como la mejor novela española de lo que va de siglo, según una encuesta que ABC convocó hace diez días. «En la orilla», publicada también por Anagrama, como prácticamente toda la obra de este autor imprescindible si alguien quiere saber de verdad qué ha pasado en esta península europea en lo que va de siglo, desde las cimas del ladrillo a la escombrera moral y económica posterior, es más que una secuela. Por eso elegimos un marjal, el de Pego, para retratarle, porque es el de su último libro, el que ahonda en las dudas y certezas de este hombre que cree que «no hay riqueza inocente».
Desde los ocho años estudió en colegios de huérfanos de ferroviarios, estudió Historia Moderna y Contemporánea, fue profesor de español en Marruecos y durante años escribió en la revista «Sobremesa». Dice que por culpa de unos análisis ha pasado de tomarse diez gin tónics diarios y fumarse tres paquetes de tabaco «a nada», de ser «un adolescente inconsciente» a un «anciano enfermo», de un epicúreo a un estoico. Junto a su trasteado ordenador, una leída y releída edición de San Juan de la Cruz, obras de Peter Handke y de Gracián, botellas de agua y una cama sin hacer. Hablamos entre plato y plato en Un cuiner a l'escoleta, en Sagra, entre Pego y Beniarbeig, un restaurante donde saben cautivar el paladar de este escritor exquisito, pero sin pelos en la lengua.
Una cosa que fascina es la forma como construye las grandes tiradas de prosa, por ejemplo en «Crematorio», que son como bloques de texto, recuerda una imagen de Kafka: que el texto fuera precisamente eso, un bloque compacto en el que el lector debía sumergirse, con muy pocos puntos y aparte, muy poco diálogo...
Yo creo que tanto la vista como el ritmo de lectura, la atmósfera, te vienen marcado por esas cosas. Por qué por ejemplo novelas como «Mimoun» o «La buena letra» son novelas de párrafos cortos, novelas cortas. De «Mimoun» yo siempre decía que era un sorbo de flautines, un poema, en donde cada capítulo está tratado como una estrofa, cada frase como un verso, de algún modo. Y yo creo que es verdad que el impulso de la prosa está en el ritmo de la puntuación, en la música, que es muy importante. Yo creo que el lenguaje por sí mismo no es nada, si no es contenedor de cosas, pero tienes que jugar con ese contenedor, cómo lo distribuyes. El ritmo de un libro es muy importante, su respiración, la tensión. En libros como «Crematorio» o «En la orilla», se busca, dado que el lector se enfrenta a cosas que no le hacen ninguna gracia, y que le hablan de sí mismo de un modo no muy gratificante, que el lector no te deje. «En la orilla» es un libro totalmente centrífugo, como un pulpo que quiere tocar todas las cosas. No quiere ser un libro de personajes sino de un tiempo. Me viene a la cabeza la trilogía de John Dos Passos («USA»), o «Manhattan Transfer». Eso quiere decir que es un libro que lo mismo te habla de comida como del aceite, de las putas, de la crisis económica, de pederastia... Yo que sé, está todo. Se quiere hablar de todo. Si además de estar todo y en un tono que al lector no le hace gracia, sobre todo identificarse con algunas cosas, la única forma que tienes para tratarlo es el ritmo de la prosa, meterle en una túrmix de la que no pueda salir...
Incluso visualmente. Aparte de la prosa en sí, de la cadencia de cada frase, de la forma de pensamiento, de la forma física...
Esto es cazón seco (dice señalando el plato que acaba de llegar a la mesa) y tostado. Salazón.
Decía que me impresiona el aspecto físico de la página en sí. Un bloque de texto. Una vez que entras, te quedas dentro...
Sí, yo creo que es así. El proyecto es así. Atrapar al lector y no dejarle salir.
No dejarle respirar, casi.
Ahí voy. No puedes dejar esa frase porque viene otra a continuación. El punto y aparte te marca un respiro. «En la orilla» te deja respirar algo más que «Crematorio».
De hecho comentó que después de «Cremación» quedó agotado, vacío. ¿Fue «En la orilla» una especie de desagüe lógico?
Me pasa con cada libro, y los amigos me lo dicen, y a fuerza de repetírmelo, he acabado por creérmelo también. Yo no soy un novelista profesional, no tengo plano de mis novelas...
¿No sabe qué va a pasar?
No sé qué va a pasar. En ese sentido yo siempre digo que soy proustiano: aprendes de lo que escribes al tiempo que lo escribes. La propia escritura es el aprendizaje de lo que estás escribiendo, y esto yo creo que hace que cuando termines una novela no has contado una historia ajena a ti, sino que de alguna manera te has exprimido tú mismo. Por ejemplo, cuando la gente me decía acerca de «La buena letra», que es una historia que cuenta una mujer: "Ah, es la voz de una mujer. Es literatura oral". Mentira. Es un artificio. Es la voz de una mujer que yo he inventado, un artilugio que recoge parte de mi memoria, mi formación literaria, recoge mi idea como historiador, y sobre todo es un libro escrito desde el presente, es decir, que recoge mi enmienda a la totalidad –por así decirlo- a mi generación en el año 90, 91, que es cuando está escrito el libro. Es un libro sobre la España de la Olimpiada y la Expo, y en todos los libros pasa igual. Como tú no eres un ilustrador de historias en realidad en todos los libros eres tú mismo en tus preocupaciones distribuido por una serie de personajes. Y si me preguntas quién es cada uno de los personajes que aparecen en «Crematorio», diré: "Soy yo".
Veo una voluntad clara de evitar el maniqueísmo, y desde el soliloquio que abre «Crematorio», de Rubén en el coche, de meterse dentro de la cabeza de cada personaje y no juzgarlo, tratar de hablar desde toda su complejidad.
Claro, es que yo creo que esa es la principal diferencia de la novela con cualquier otro género, que es lo que plantea Bajtín con respecto a la epopeya o a la poesía. ¿Cuál es la posición del novelista? Pues búscala. La posición del novelista es esa incertidumbre de correr de un personaje a otro. ¿Pero tú con cuál estás? Estoy en la dinámica de moverme entre unos y otros, escuchar todas las razones, y cada cual que se forme su opinión. Me decían: "Hombre, es que el protagonista de «Crematorio» qué malísimo es, es un especulador, es horroroso, y tal". A mí no me parece un personaje tan malo. Es un personaje, un individuo que tiene una historia, y siento hacia él una especie de piedad... En alguna novela he hablado de la tercera persona compasiva.
Habla mucho también de ponerse en el lugar del otro...
Eso es. La tercera persona compasiva.
Como de querer entender las razones de cada uno...
Sí, están estos personajes que se manchan para comprarle su inocencia a otros. En «En la orilla» hay un momento en que se dice que si el dinero sirve para algo es para comprarle inocencia a tus descendientes.
¿Es un proceso de muchas sociedades, de blanqueamiento, que se ha vivido en Estados Unidos y en muchas partes...?
Es un proceso que hemos vivido aquí mismo. ¿Tras la guerra civil hay alguna fortuna legítima? Ninguna. Porque las que las han mantenido ha sido por connivencia y los que se han enriquecido a la primera ha sido por expropiaciones, por contratas, por subcontratas. No hay riqueza inocente. En cambio sus hijos sí que son inocentes. Sus hijos son mis contemporáneos.
No son culpables de los pecados de sus padres...
Pero gozan de ellos.
Es un poco la conciencia que tiene Silvia en «Crematorio», que sí sabe de dónde viene ella, de dónde viene su buena vida...
Sin pararme a pensar cuál es la mejor novela, de construcción y eso, creo que son seguramente «La buena letra» y «Los disparos del cazador». Me gustan más las novelas cortas porque puedes manejar mejor las cosas, jugar con el material literario, quitar las comas...
Sin embargo en las novelas largas hay también un gran trabajo de depuración, de corrección. No sé si corrige mucho...
Se hace lo que se puede.
En una entrevista hablaba de «cocer y cocer el plato de la novela hasta que tenga un sabor determinado»...
Hay una empatía con estos personajes. Siempre me cae mejor el cazador que el que se come la caza y denuncia al cazador, que son los hijos de los disparos del cazador. La metáfora es quizá la muerte, que está esperando, pero que él es cazador, es un especulador de la posguerra, y sus hijos son mi generación, arquitectos, que enseguida dicen que ellos están haciendo arquitectura social...
La conciencia impecable.
Eso es. Si oyen hablar de dinero: no, no, por Dios. Siempre me acaba gustando más Torquemada. El personaje que me inspira a todos estos es el Torquemada de Galdós. Siempre me cae mejor Torquemada con sus contradicciones, sus trampas y sus barullos, que no toda la familia del Águila, impoluta, pero que vive a espaldas y a costa suya, y encima se avergüenza de él. Me parece eso bastante más deleznable y repulsivo. Es Torquemada el que está detrás de «Los disparos del cazador», el que está detrás de Rubén Bertomeu [el protagonista de «Crematorio»], el que está detrás de todos los malvados estos. Me gusta mucho Vautrin, de Balzac...
Hay una frase que mencionaba en una entrevista, y que no sé si es de Balzac, de que «la novela es la vida privada de las naciones». ¿Se reconoce ahí, es uno de sus afanes?
Sí, yo creo que es mi manera de ver el mundo. Vamos a ver. A mí la vida interior me aburre como una ostra.
Y sin embargo le gusta San Juan de la Cruz.
Sí, pero San Juan de la Cruz en su tiempo. Yo creo que, como soy materialista, el alma que tenemos es la que nos toca en nuestro tiempo.
Fruto de nuestra experiencia y nuestras lecturas.
Ahí voy, fruto de nuestras lecturas, experiencia, todo eso. Y entonces, dado eso, cuando yo me pongo a analizarme a mí mismo no me entiendo si no entiendo mi tiempo. Yo no me entiendo a mí mismo si no entiendo que parte de mi generación acabó como yonkis, que parte de mi generación gestionó el poder, se lió a tiros, que vivimos un momento en el cual cuando yo entré en la universidad apenas había hijos de obreros, y diez años después estaba repleta, y treinta años después los hijos de obreros protestan porque les piden un seis para tener una beca. Son universitarios y parados, esa es otra contradicción. ¿Para qué quieres ir a la universidad si luego te vas a ir al paro? Eres el nudo de contradicciones de tu época. Como historiador yo no puedo entender esto si no lo tengo en cuenta...
Veo que le gusta mucho el término historiador, ¿tal vez porque estudió Historia y por devoción hacia Heródoto y todo lo que vino después?
Es que somos historia. Es que no somos más que historia. ¿Por qué nos vestimos así? ¿Por qué si ves una foto y sabes si es de los años veinte o treinta? Y las caras. Cuando ves por ejemplo «Tierra y libertad», esa película malísima de Ken Loach, esos que saltan por las trincheras te das cuentas de que son actorcillos. ¿Qué hacen estos muchachos de la facultad haciendo esos papeles?
No te los crees. No han pasado hambre.
Tú ves las fotos de los años treinta, ves las caras rugosas, la manera de llevar una camisa, un pantalón. No tienen nada que ver. Pues porque somos alimentación, somos cultura, somos trabajo. Una de las cosas que me gustan de haber trabajado en una revista gastronómica [«Sobremesa»] es la historia de la cocina. Saber la historia del té, de los espías que entraban a analizar qué planta era esa. La independencia de Estados Unidos tiene en su origen la guerra del té, en que no querían pagar impuestos. Saber cómo los tópicos que hay detrás de expresiones como "me gusta la tortilla española". Pero usted qué dice, si las patatas vienen de América. Me gusta el gazpacho andaluz. Pero desde cuándo ha habido pimiento y tomate aquí. La cocina mediterránea, esa Sicilia, con esos tomates. Que vienen de allá. La historia pone en cuestión la permanencia de las cosas, que algo sea eterno. La historia te lleva a lo de Walter Benjamin: que todo es encubrir el crimen originario. Toda fortuna procede de una injusticia originaria, cuando no de un crimen, que es lo más probable, y eso es la novela, además. Eso es la esencia de la novela. La novela que está fuera de la historia es lírica. No es novela. La novela es el cambio, la transformación. Que empiezas a leer acerca de un personaje y cuando terminas es otro, lo miras desde otro punto de vista. Transforma al lector, y transforma al escritor también. No te consuela.
Si no te transforma no sirve para nada.
La literatura que no es conocimiento no es nada. El más admirable de todos me parece Broch. ¿Cómo alguien describe la muerte de Virgilio? Es, diríamos, pura belleza, y se caga en la puta madre de la belleza. Yo no sé si en «El novelista perplejo» o en «Por cuenta propia» hablo de eso, pero los partidarios de la belleza por la belleza son como los traficantes de armas en la guerra, porque la literatura es aprendizaje. Si estás leyendo «La muerte de Virgilio» ves que es una aprendizaje sobre el poder, la relación de la cultura con el poder... Que luego te dé gusto leerla... Porque la belleza qué es. La belleza es el ajuste entre una idea y una palabra, una concatenación de palabras. La floritura a mí no me interesa para nada, me aburre. Me parece prosa cascabel, que diría Marsé. Que por cierto, Marsé ha sido el padre de gran parte de mi generación. Yo creo que «Si te dicen que caí» es una novela que cambia la perspectiva de lo que es la literatura social, de lo que es el realismo. De repente es esa especie de unión perfecta entre fondo y forma, donde no hay ninguna duda de que un texto literario es una construcción y al mismo tiempo tiene toda la verdad del mundo, eso me parece extraordinario.
¿De todos modos a usted le incomoda especialmente esas actitudes despectivas hacia el realismo español, hacia Galdós y todo lo que vino después?
Es que para empezar eso es una tontería, es una falsa polémica que crearon en los setenta simplemente porque había un grupo de escritores señoritos, o delicados, que no querían pringarse con el franquismo, querían estar por encima de él sin enfrentarse a él. Lo cual era imposible.
Un lavado estético de conciencia.
Ahí voy. De todo eso hablo en «Por cuenta propia», en el capítulo dedicado a Galdós. Se inventan algo que es mentira: que el realismo es un garbanceo español, y ¿qué me dice usted de Dos Passos, u hoy mismo qué me dice usted de Roth, qué me dice usted de Mailer, qué me dice usted de Capote, qué me dice usted de Updike? ¿Es es garbanceo? Vamos a ver. ¿O qué me dice uste de Laurent Mauvignier, autor de una novela tan extraordinaria como «Hombres», que habla de la presencia de la guerra de Argelia en la Francia contemporánea? Para empezar, mentira. No es un fenómeno español. ¿Qué me dice uste de Solojov, el de «El Don apacible», con todo lo que ustedes pueden despreciar eso? Primero se crea esa ficción. Creo que es querer superar el franquismo sin enfrentarse a él. Y eso no es posible. Cómo puedes decir que Max Aub es el garbancero español. Para empezar es tan poco garbancero que prácticamente no escribe ninguna novela aquí, las escribe todas en México. Y además está en contacto con todos los intelectuales europeos, habla cuatro o cinco idiomas. No para de hacer experimentos. Lee «El correo de Euclides», que te mueres de risa. Mira las obras de teatro, que son de un vanguardismo y de una actualidad rabiosa... Galdós. O Clarín. O la Pardo Bazán. Son de los escritores más cultos de su tiempo, están en contacto con Europa, viajan a París, a Londres. Saben lo que se está publicando. Es todo mentira. Recuerdo una encuesta en los años ochenta de por qué no había novela española. No teníamos esa cosa inglesa del «plot», del no sé qué. ¿Cómo no va a haber novela española en el país del que ha salido «El Quijote», «El lazarillo», la novela picaresca, «La Regenta»... «La Regenta» es de una modernidad... Donde todas las metáforas son cubistas, es decir, se ponen de perfil y es un triángulo. Y Blasco Ibáñez, te lees «La horda», «Arroz y tartana», o El intruso», sobre el País Vasco, una novela excelente. Es todo una pura fantasmagoría. Dime tres novelas que hayan quedado de aquel movimiento de los setenta...
¿«Tiempo de silencio»?
Acusada de realismo, aunque en realidad se dijo que era un sainete. ¿Qué más?
¿Algún experimento de Juan Goytisolo...?
«Señas de identidad» es realismo en estado puro, y tiradas enteras de «Tiempo de silencio»... Al final, en la resolución, que se quiere poner más moderno, la novela se te viene abajo. La volví a leer hacia siete u ocho años, y al final, que se quiere poner un poquito rarito, se te cae la novela en picado. Es una falsa polémica que ha servido para que alguno hable de Galdós sin habérselo leído. ¿Cómo puedes quitar del diccionario a Eça de Queiroz en Portugal, a Balzac y Zola en Francia, y a Galdós en España, que es lo mismo?
No sé si forma parte de nuestra dificultad para asumirnos, para asumir nuestra propia historia, del paradójico auto-odio, que luego es capaz de pasar a la exaltación desaforada...
Yo creo que es confundir lo que se oponía a la autarquía con la autarquía, y lo que se oponía al casticismo con el casticismo. Decir que Galdós es un escritor castizo cuando justamente es un escritor cosmopolita que se está enfrentando a la España conservadora por tierra, mar y aire. Tú te coges los últimos «Episodios nacionales» y se los puedes leer en la Puerta del Sol a los indignados y se rebelan los indignados. Yo tengo un amigo que se está leyendo ahora los «Episodios» y está deslumbrado. "¡Pero si está todo lo que está pasando ahora!", me dice. Hace tres o cuatro noches me llamó, que estaba acabando «Prim», que es un episodio cojonudo. Pero si es que está lleno de episodios cojonudos. «Aita Tettauen»: la alianza de civilizaciones, el relativismo del punto de vista, la misma historia contada por un moro, por un cristiano, por un judío, por uno que no se sabe si es moro o cristiano, porque se ha pasado al otro lado. Está Torquemada, en los monólogos interiores. Luis Cernuda lo decía muy bien: hay tanto idiota que se cree moderno despreciando cuanto ignora, despreciando a Galdós, y cómo el manejo del monólogo interior está en Galdós.


viernes, 7 de agosto de 2015

Mujeres

Mujeres en La isla del tesoro
El joven Lloyd Osbourne, hijastro de Stevenson, tenía entonces 12 años, y pasaba los días lluviosos pintando con acuarelas. Para cuando la historia llegó a manos de Lloyd, los personajes estaban en una isla desierta.
Lloyd, por ejemplo, insistió en que no hubiera mujeres en la historia.

Señora Hawkins:
Dícese que la cobardía se contagia y que la discusión enardece y así, cuando [los aldeanos] hubieron manifestado su egoísta voluntad, mi madre les dijo, sin tapujos, la opinión que en conjunto le merecían. Podían quedarse tranquilamente en el caserío, declaró, pero ella no estaba dispuesta a perder el dinero que le correspondía a su hijo.
-Si ninguno de vosotros se atreve a acompañarnos, Jim y yo iremos solos-prosiguió. Volveremos allá sin tener que agradacerles nada a unos hombres que merecían haber nacido gallinas, pues como gallinas mojadas se comportan. Abriremos ese cofre, aunque en ello nos vaya la vida. […]
-Les demostraré a esos bribones que soy una mujer honrada -dijo mi madre-. Quiero coger únicamente lo que me pertenece y ni un solo ochavo más...[...]
Aunque mi madre estaba tan asustada como yo, no quiso tomar más de lo que le correspondía y al mismo tiempo no podía irse con menos dinero del que se le debía. […]
-Hijo mío -murmuró mi madre-; coge todo el dinero y ponte a salvo. Temo que voy a desmayarme...
Lo cual, pensé, sería nuestra muerte; en aquel momento, maldije con mayor vehemencia la cobardía de los vecinos y le eché en cara a mi madre la codicia que había demostrado, después de hacer tantos sacrificios, reprochándole tanto su pasada temeridad como su actual desfallecimiento.

Dice el ciego Pew: ¿Sabiendo que están por aquí cerca y preferís quedaros hechos unos pasmarotes, temblando como mujeres asustadas?...Ninguno de vosotros se atrevió a hacerle frente a Billy [Bones] y tuve que hacerlo yo, ¡un ciego!

Carta de John Trelawney donde se refiere a John Silver El Largo:
Su salud se había quebrantado en tierra y buscaba una plaza de cocinero a bordo de cualquier barco para volver a navegar. […] Olvidaba también deciros que, aunque Silver no es aficionado a hablar de eso, he sabido que tiene dinero en el banco. Está casado y dejará a su esposa aquí o para que regente la taberna durante su ausencia; su mujer es una negra, y en confianza, creo que embarca para huir no sólo de sus achaques terrestres, sino también de ella. - J.T.
P.P.S.- Hawkins no debe pasar más de una noche junto a su madre.

Capitán Smollett: Le había tomado cariño al barco y decía que se ceñía al viento una cuarta más de lo que a la mujer propia podría exigírsele.

-Nada bueno puede producir esta manera de tratar a la gente -solía gruñir Smollett-. Mimar a un marinero es echarle a perder.

John Silver el Largo:
-Efectivamente; allí estaba cuando levamos anclas [el dinero ahorrado, en los Bancos de Bristol], pero a estas horas ya lo tiene en su poder mi vieja. La Taberna del Catalejo está vendida, con material y clientela y mi mujer se ha ido de la ciudad para reunirse conmigo; te diría donde, pero no quiero provocar envidias entre vosotros.
[Dick] -¿Y tenéis confianza en vuestra mujer?
-Los caballeros de fortuna acostumbran a fiarse muy poco de los demás, pero yo tengo mi sistema: cuando un amigo leva anclas y me deja plantado, no respira mucho tiempo el aire de este mundo. Algunos compañeros temían a Flint, otros a Pew; pero ambos y todos juntos, me tenían miedo a mí. Flint lo confesaba sin avergonzarse.

Ben Gunn: He vivido tan duramente aquí, que te daría vergüenza saberlo. ¿Tú podrías creer, por ejemplo, viéndome reducido a tan miserable condición, que tuve una madre buena, cariñosa, una verdadera santa?
-La verdad es que resulta un poco dudoso...-reconocí [Jim].
-¡Ah! Sin embargo, es verdad: fue una santa. Yo era entonces un chiquillo limpio y piadoso que sabía recitar el catecismo […] ¡Mi desgracia empezó el día en que por primera vez jugué a las chapas sobre las losas del cementerio! Mi madre me advertía constantemente que por aquel camino no podría hacer nunca nada bueno y tuvo razón; no hice caso de sus consejos y la Providencia me ha traído a esta isla para que purgue en ella las innumerables faltas que he cometido.

Doña Francisca en Trafalgar, Benito Pérez Galdós

Mis ángeles tutelares fueron D. Alonso Gutiérrez de Cisniega, capitán de navío, retirado del servicio, y su mujer, ambos de avanzada edad. Enseñáronme muchas cosas que no sabía, y como me tomaran cariño, al poco tiempo adquirí la plaza de paje del Sr. Don Alonso, al cual acompañaba en su paseo diario, pues el buen inválido no movía el brazo derecho y con mucho trabajo la pierna correspondiente. No sé qué hallaron en mí para despertar su interés. Sin duda mis pocos años, mi orfandad y también la docilidad con que les obedecía, fueron parte a merecer una benevolencia a que he vivido siempre profundamente agradecido. Hay que añadir a las causas de aquel cariño, aunque me esté mal el decirlo, que yo, no obstante haber vivido hasta entonces en contacto con la más desarrapada canalla, tenía cierta cultura o delicadeza ingénita que en poco tiempo me hizo cambiar de modales, hasta el punto de que algunos años después, a pesar de la falta de todo estudio, hallábame en disposición de poder pasar por persona bien nacida. [...]

-No, no irás... te aseguro que no irás a la escuadra. ¡Pues no faltaba más!... ¡A tus años y cuando te has retirado del servicio por viejo!... ¡Ay, Alonsito, has llegado a los setenta y ya no estás para fiestas!
Me parece que aún estoy viendo a aquella respetable cuanto iracunda señora con su gran papalina, su saya de organdí, sus rizos blancos y su lunar peludo a un lado de la barba. Cito estos cuatro detalles heterogéneos, porque sin ellos no puede representársela mi memoria. Era una mujer hermosa en la vejez, como la Santa Ana de Murillo; y su belleza respetable habría sido perfecta, y la comparación con la madre de la Virgen exacta, si mi ama hubiera sido muda como una pintura.
D. Alonso, algo acobardado, como de costumbre, siempre que la oía, le contestó:
«Necesito ir, Paquita. Según la carta que acabo de recibir de ese buen Churruca, la escuadra combinada debe, o salir de Cádiz provocando el combate con los ingleses, o esperarles en la bahía, si se atreven a entrar. De todos modos, la cosa va a ser sonada».
-Bueno, me alegro -repuso Doña Francisca-. Ahí están Gravina, Valdés, Cisneros, Churruca, Alcalá Galiano y Álava. Que machaquen duro sobre esos perros ingleses. Pero tú estás hecho un trasto viejo, que no sirves para maldita de Dios la cosa. Todavía no puedes mover el brazo izquierdo que te dislocaron en el cabo de San Vicente.
Mi amo movió el brazo izquierdo con un gesto académico y guerrero, para probar que lo tenía expedito. Pero Doña Francisca, no convencida con tan endeble argumento, continuó chillando en estos términos:
«No, no irás a la escuadra, porque allí no hacen falta estantiguas como tú. Si tuvieras cuarenta años, como cuando fuiste a la tierra del Fuego y me trajiste aquellos collares verdes de los indios... Pero ahora... Ya sé yo que ese calzonazos de Marcial te ha calentado los cascos anoche y esta mañana, hablándote de batallas. Me parece que el Sr. Marcial y yo tenemos que reñir... Vuélvase él a los barcos si quiere, para que le quiten la pierna que le queda... ¡Oh, San José bendito! Si en mis quince hubiera sabido yo lo que era la gente de mar... ¡Qué tormento! ¡Ni un día de reposo! Se casa una para vivir con su marido, y a lo mejor viene un despacho de Madrid que en dos palotadas me lo manda qué sé yo a dónde, a la Patagonia, al Japón o al mismo infierno. Está una diez o doce meses sin verle, y al fin, si no se le comen los señores salvajes, vuelve hecho una miseria, tan enfermo y amarillo que no sabe una qué hacer para volverle a su color natural... Pero pájaro viejo no entra en jaula, y de repente viene otro despachito de Madrid... Vaya usted a Tolón, a Brest, a Nápoles, acá o acullá, donde le da la gana al bribonazo del Primer Cónsul... ¡Ah!, si todos hicieran lo que yo digo, ¡qué pronto las pagaría todas juntas ese caballerito que trae tan revuelto al mundo!»
[…]

Era Doña Francisca una señora excelente, ejemplar, de noble origen, devota y temerosa de Dios, como todas las hembras de aquel tiempo; caritativa y discreta, pero con el más arisco y endemoniado genio que he conocido en mi vida. Francamente, yo no considero como ingénito aquel iracundo temperamento, sino, antes bien, creado por los disgustos que la ocasionó la desabrida profesión de su esposo; y es preciso confesar que no se quejaba sin razón, pues aquel matrimonio, que durante cincuenta años habría podido dar veinte hijos al mundo y a Dios, tuvo que contentarse con uno solo: la encantadora y sin par Rosita, de quien hablaré después. Por éstas y otras razones, Doña Francisca pedía al cielo en sus diarias oraciones el aniquilamiento de todas las escuadras europeas.
En tanto, el héroe se consumía tristemente en Vejer viendo sus laureles apolillados y roídos de ratones, y meditaba y discurría a todas horas sobre un tema importante, es decir: que si Córdova, comandante de nuestra escuadra, hubiera mandado orzar a babor en vez de ordenar la maniobra a estribor, los navíos Mejicano, San José, San Nicolás y San Isidro no habrían caído en poder de los ingleses, y el almirante inglés Jerwis habría sido derrotado. Su mujer, Marcial, hasta yo mismo, extralimitándome en mis atribuciones, le decíamos que la cosa no tenía duda, a ver si dándonos por convencidos se templaba el vivo ardor de su manía; pero ni por ésas: su manía le acompañó al sepulcro.
Pasaron ocho años después de aquel desastre, y la noticia de que la escuadra combinada iba a tener un encuentro decisivo con los ingleses, produjo en él cierta excitación que parecía rejuvenecerle. Dio, pues, en la flor de que había de ir a la escuadra para presenciar la indudable derrota de sus mortales enemigos; y aunque su esposa trataba de disuadirle, como he dicho, era imposible desviarle de tan estrafalario propósito. Para dar a comprender cuán vehemente era su deseo, basta decir que osaba contrariar, aunque evitando toda disputa, la firme voluntad de Doña Francisca; y debo advertir, para que se tenga idea de la obstinación de mi amo, que éste no tenía miedo a los ingleses, ni a los franceses, ni a los argelinos, ni a los salvajes del estrecho de Magallanes, ni al mar irritado, ni a los monstruos acuáticos, ni a la ruidosa tempestad, ni al cielo, ni a la tierra: no tenía miedo a cosa alguna creada por Dios, más que a su bendita mujer.








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