Entrevista a Rafael Chirbes por Alfonso Armada, [ABC, 28 de mayo de 2013]
Entrevista a Rafael Chirbes por Gabriel Ruiz Ortega [Siglo XXI, 29 de octubre de 2009]
Rafael
Chirbes (Tavernes de la Valldigna, 1949) vive solo con dos perros,
Tomás y Ramonet, en una casa que le compró a un camionero jubilado
hace diez o doce años a las afueras de Beniarbeig,
en la carreterita que se aleja sinuosa de las tapias del cementerio,
en una región tan hermosa como degradada por urbanizaciones y
puticlubs como buena parte de los personajes, endiabladamente
humanos, de su paisaje literario. Nos cita en su bar, El
Moss de Segaria, donde saluda a los vecinos por su nombre.
Nada distingue al escritor, salvo su vida interior. Segaria es el
macizo que se ve desde la casa donde se desentiende de las pompas del
mundo, pero no de sus entrañas, como demuestra en sus novelas. Su
penúltima obra «Crematorio» (premio de la Crítica, éxito
editorial en Alemania, de la que Canal Plus hizo una celebrada serie
protagonizada por Pepe Sancho), un aguafuerte del que no puedes salir
una vez que empiezas a leer, la situó, justo por detrás de «La
fiesta del chivo», de Mario Vargas Llosa, como la mejor novela
española de lo que va de siglo, según una encuesta que ABC convocó
hace diez días. «En la orilla», publicada también por Anagrama,
como prácticamente toda la obra de este autor imprescindible si
alguien quiere saber de verdad qué ha pasado en esta península
europea en lo que va de siglo, desde las cimas del ladrillo a la
escombrera moral y económica posterior, es más que una secuela. Por
eso elegimos un marjal, el de Pego,
para retratarle, porque es el de su último libro, el que ahonda en
las dudas y certezas de este hombre que cree que «no
hay riqueza inocente».
Desde los ocho
años estudió en colegios de huérfanos de ferroviarios, estudió
Historia Moderna y Contemporánea, fue profesor de español en
Marruecos y durante años escribió en la revista
«Sobremesa». Dice que por culpa de unos análisis ha pasado de
tomarse diez gin tónics diarios y fumarse tres paquetes de tabaco «a
nada», de ser «un adolescente inconsciente» a un «anciano
enfermo», de un epicúreo a un estoico.
Junto a su trasteado ordenador, una leída y releída edición de San
Juan de la Cruz, obras de Peter Handke y de Gracián,
botellas de agua y una cama sin hacer. Hablamos entre plato y plato
en Un cuiner a l'escoleta, en Sagra, entre Pego y Beniarbeig, un
restaurante donde saben cautivar el paladar de este escritor
exquisito, pero sin pelos en la lengua.
—
Una
cosa que fascina es la forma como construye las grandes tiradas de
prosa, por ejemplo en «Crematorio», que son como bloques de texto,
recuerda una imagen de Kafka: que el texto fuera precisamente eso, un
bloque compacto en el que el lector debía sumergirse, con muy pocos
puntos y aparte, muy poco diálogo...
—Yo
creo que tanto la vista como el ritmo de lectura, la atmósfera, te
vienen marcado por esas cosas. Por qué por ejemplo novelas como
«Mimoun» o «La buena letra» son novelas de párrafos cortos,
novelas cortas. De «Mimoun» yo siempre decía que era un sorbo de
flautines, un poema, en donde cada capítulo está tratado como una
estrofa, cada frase como un verso, de algún modo. Y yo creo que es
verdad que el impulso de la prosa está en
el ritmo de la puntuación, en la música, que es muy
importante. Yo creo que el lenguaje por sí mismo no es nada, si no
es contenedor de cosas, pero tienes que jugar con ese contenedor,
cómo lo distribuyes. El ritmo de un libro es muy importante, su
respiración, la tensión. En libros como
«Crematorio» o «En la orilla», se busca, dado que el lector se
enfrenta a cosas que no le hacen ninguna gracia, y que le hablan de
sí mismo de un modo no muy gratificante, que el lector no te deje.
«En la orilla» es un libro totalmente centrífugo, como
un pulpo que quiere tocar todas las cosas. No quiere ser un libro de
personajes sino de un tiempo. Me viene a la cabeza la trilogía de
John Dos Passos («USA»), o «Manhattan Transfer». Eso quiere decir
que es un libro que lo mismo te habla de comida como del aceite, de
las putas, de la crisis económica, de pederastia... Yo que sé, está
todo. Se quiere hablar de todo. Si además de estar todo y en un tono
que al lector no le hace gracia, sobre todo identificarse con algunas
cosas, la única forma que tienes para tratarlo es el ritmo de la
prosa, meterle en una túrmix de la que no pueda salir...
—
Incluso
visualmente. Aparte de la prosa en sí, de la cadencia de cada frase,
de la forma de pensamiento, de la forma física...
—Esto
es cazón seco (dice señalando el plato que acaba de llegar a la
mesa) y tostado. Salazón.
—
Decía
que me impresiona el aspecto físico de la página en sí. Un bloque
de texto. Una vez que entras, te quedas dentro...
—Sí,
yo creo que es así. El proyecto es así. Atrapar al lector y no
dejarle salir.
—
No
dejarle respirar, casi.
—Ahí
voy. No puedes dejar esa frase porque viene otra a continuación. El
punto y aparte te marca un respiro. «En la orilla» te deja respirar
algo más que «Crematorio».
—
De
hecho comentó que después de «Cremación» quedó agotado, vacío.
¿Fue «En la orilla» una especie de desagüe lógico?
—Me
pasa con cada libro, y los amigos me lo dicen, y a fuerza de
repetírmelo, he acabado por creérmelo también. Yo no soy un
novelista profesional, no tengo plano de mis
novelas...
—
¿No
sabe qué va a pasar?
—No
sé qué va a pasar. En ese sentido yo siempre digo que soy
proustiano: aprendes de lo que escribes al tiempo que lo escribes. La
propia escritura es el aprendizaje de lo que estás escribiendo, y
esto yo creo que hace que cuando termines una novela no has contado
una historia ajena a ti, sino que de alguna manera te has exprimido
tú mismo. Por ejemplo, cuando la gente me decía acerca
de «La buena letra», que es una
historia que cuenta una mujer: "Ah, es la voz de una mujer. Es
literatura oral". Mentira. Es un artificio. Es la voz de una
mujer que yo he inventado, un artilugio que recoge parte de mi
memoria, mi formación literaria, recoge mi idea como historiador, y
sobre todo es un libro escrito desde el presente, es decir, que
recoge mi enmienda a la totalidad –por así
decirlo- a mi generación en el año 90, 91, que es cuando está
escrito el libro. Es un libro sobre la España de la
Olimpiada y la Expo, y en todos los libros pasa igual. Como tú no
eres un ilustrador de historias en realidad en todos los libros eres
tú mismo en tus preocupaciones distribuido por una serie de
personajes. Y si me preguntas quién es cada
uno de los personajes que aparecen en «Crematorio», diré: "Soy
yo".
—
Veo
una voluntad clara de evitar el maniqueísmo, y desde el soliloquio
que abre «Crematorio», de Rubén en el coche, de meterse dentro de
la cabeza de cada personaje y no juzgarlo, tratar de hablar desde
toda su complejidad.
—Claro,
es que yo creo que esa es la principal diferencia de la novela con
cualquier otro género, que es lo que plantea Bajtín con respecto a
la epopeya o a la poesía. ¿Cuál es la posición del novelista?
Pues búscala. La posición del novelista es esa incertidumbre de
correr de un personaje a otro. ¿Pero tú con cuál estás? Estoy
en la dinámica de moverme entre unos y otros, escuchar todas las
razones, y cada cual que se forme su opinión. Me decían:
"Hombre, es que el protagonista de «Crematorio» qué malísimo
es, es un especulador, es horroroso, y tal". A mí no me parece
un personaje tan malo. Es un personaje, un individuo que tiene una
historia, y siento hacia él una especie de piedad... En alguna
novela he hablado de la tercera persona compasiva.
—
Habla
mucho también de ponerse en el lugar del otro...
—Eso
es. La tercera persona compasiva.
—
Como
de querer entender las razones de cada uno...
—Sí,
están estos personajes que se manchan para comprarle su inocencia a
otros. En «En la orilla» hay un momento en que se dice que si
el dinero sirve para algo es para comprarle inocencia a tus
descendientes.
—
¿Es
un proceso de muchas sociedades, de blanqueamiento, que se ha vivido
en Estados Unidos y en muchas partes...?
—Es
un proceso que hemos vivido aquí mismo. ¿Tras
la guerra civil hay alguna fortuna legítima? Ninguna. Porque las que
las han mantenido ha sido por connivencia y los que se han
enriquecido a la primera ha sido por expropiaciones, por
contratas, por subcontratas. No hay riqueza inocente. En cambio sus
hijos sí que son inocentes. Sus hijos son mis contemporáneos.
—
No
son culpables de los pecados de sus padres...
—Pero
gozan de ellos.
—
Es
un poco la conciencia que tiene Silvia en «Crematorio», que sí
sabe de dónde viene ella, de dónde viene su buena vida...
—Sin
pararme a pensar cuál es la mejor novela, de construcción y eso,
creo que son seguramente «La buena letra» y «Los disparos del
cazador». Me gustan más las novelas cortas porque puedes manejar
mejor las cosas, jugar con el material literario, quitar las comas...
—
Sin
embargo en las novelas largas hay también un gran trabajo de
depuración, de corrección. No sé si corrige mucho...
—Se
hace lo que se puede.
—
En
una entrevista hablaba de «cocer y cocer el plato de la novela hasta
que tenga un sabor determinado»...
—Hay
una empatía con estos personajes. Siempre me cae mejor el cazador
que el que se come la caza y denuncia al cazador, que son los hijos
de los disparos del cazador. La metáfora es quizá la muerte, que
está esperando, pero que él es cazador, es
un especulador de la posguerra, y sus hijos son mi generación,
arquitectos, que enseguida dicen que ellos están haciendo
arquitectura social...
—
La
conciencia impecable.
—Eso
es. Si oyen hablar de dinero: no, no, por Dios. Siempre me acaba
gustando más Torquemada. El personaje que
me inspira a todos estos es el Torquemada de Galdós.
Siempre me cae mejor Torquemada con sus
contradicciones, sus trampas y sus barullos, que no toda la familia
del Águila, impoluta, pero que vive a espaldas y a costa suya, y
encima se avergüenza de él. Me parece eso bastante más
deleznable y repulsivo. Es Torquemada el que está detrás de «Los
disparos del cazador», el que está detrás de Rubén Bertomeu [el
protagonista de «Crematorio»], el que está detrás de todos los
malvados estos. Me gusta mucho Vautrin, de Balzac...
—
Hay
una frase que mencionaba en una entrevista, y que no sé si es de
Balzac, de que «la novela es la vida privada de las naciones». ¿Se
reconoce ahí, es uno de sus afanes?
—Sí,
yo creo que es mi manera de ver el mundo. Vamos a ver. A mí la vida
interior me aburre como una ostra.
—
Y
sin embargo le gusta San Juan de la Cruz.
—Sí,
pero San Juan de la Cruz en su tiempo. Yo creo que, como
soy materialista, el alma que tenemos es la que nos toca en nuestro
tiempo.
—
Fruto
de nuestra experiencia y nuestras lecturas.
—Ahí
voy, fruto de nuestras lecturas, experiencia, todo eso. Y entonces,
dado eso, cuando yo me pongo a analizarme a
mí mismo no me entiendo si no entiendo mi tiempo. Yo no
me entiendo a mí mismo si no entiendo que parte de mi generación
acabó como yonkis, que parte de mi generación gestionó el poder,
se lió a tiros, que vivimos un momento en el cual cuando
yo entré en la universidad apenas había hijos de obreros, y diez
años después estaba repleta, y treinta años después los hijos de
obreros protestan porque les piden un seis para tener una beca. Son
universitarios y parados, esa es otra contradicción.
¿Para qué quieres ir a la universidad si luego te vas a ir al paro?
Eres el nudo de contradicciones de tu época. Como historiador yo no
puedo entender esto si no lo tengo en cuenta...
—
Veo
que le gusta mucho el término historiador, ¿tal vez porque estudió
Historia y por devoción hacia Heródoto y todo lo que vino después?
—Es
que somos historia. Es que no somos más que historia. ¿Por qué nos
vestimos así? ¿Por qué si ves una foto y sabes si es de los años
veinte o treinta? Y las caras. Cuando ves por ejemplo «Tierra y
libertad», esa película malísima de Ken Loach, esos que saltan por
las trincheras te das cuentas de que son actorcillos. ¿Qué hacen
estos muchachos de la facultad haciendo esos papeles?
—
No
te los crees. No han pasado hambre.
—Tú
ves las fotos de los años treinta, ves las caras rugosas, la manera
de llevar una camisa, un pantalón. No tienen nada que ver. Pues
porque somos alimentación, somos cultura, somos trabajo. Una de las
cosas que me gustan de haber trabajado en una revista gastronómica
[«Sobremesa»] es la historia de la cocina. Saber la historia del
té, de los espías que entraban a analizar qué planta era esa. La
independencia de Estados Unidos tiene en su origen la guerra del té,
en que no querían pagar impuestos. Saber cómo los
tópicos que hay detrás de expresiones como "me gusta la
tortilla española". Pero usted qué dice, si las patatas vienen
de América. Me gusta el gazpacho andaluz. Pero desde cuándo ha
habido pimiento y tomate aquí. La cocina mediterránea, esa Sicilia,
con esos tomates. Que vienen de allá. La
historia pone en cuestión la permanencia de las cosas, que algo sea
eterno. La historia te lleva a lo de Walter Benjamin: que todo es
encubrir el crimen originario. Toda fortuna procede de una
injusticia originaria, cuando no de un crimen, que es lo más
probable, y eso es la novela, además. Eso es la esencia de la
novela. La novela que está fuera de la historia es lírica. No es
novela. La novela es el cambio, la transformación. Que
empiezas a leer acerca de un personaje y cuando terminas es otro,
lo miras desde otro punto de vista. Transforma al lector, y
transforma al escritor también. No te consuela.
—
Si
no te transforma no sirve para nada.
—La
literatura que no es conocimiento no es nada. El más
admirable de todos me parece Broch. ¿Cómo alguien describe la
muerte de Virgilio? Es, diríamos, pura belleza, y se caga en la puta
madre de la belleza. Yo no sé si en «El novelista perplejo» o en
«Por cuenta propia» hablo de eso, pero los partidarios de la
belleza por la belleza son como los traficantes de armas en la
guerra, porque la literatura es aprendizaje.
Si estás leyendo «La muerte de Virgilio» ves que es una
aprendizaje sobre el poder, la relación de la cultura con el
poder... Que luego te dé gusto leerla... Porque la belleza qué es.
La belleza es el ajuste entre una idea y una palabra, una
concatenación de palabras. La floritura a mí no me interesa para
nada, me aburre. Me parece prosa cascabel, que diría Marsé. Que por
cierto, Marsé ha sido el padre de gran
parte de mi generación. Yo creo que «Si te dicen que caí» es una
novela que cambia la perspectiva de lo que es la literatura social,
de lo que es el realismo. De repente es esa especie de
unión perfecta entre fondo y forma, donde no hay ninguna duda de que
un texto literario es una construcción y al mismo tiempo tiene toda
la verdad del mundo, eso me parece extraordinario.
—
¿De
todos modos a usted le incomoda especialmente esas actitudes
despectivas hacia el realismo español, hacia Galdós y todo lo que
vino después?
—Es
que para empezar eso es una tontería, es una falsa polémica que
crearon en los setenta simplemente porque había un grupo de
escritores señoritos, o delicados, que no querían pringarse con el
franquismo, querían estar por encima de él sin enfrentarse a él.
Lo cual era imposible.
—
Un
lavado estético de conciencia.
—Ahí
voy. De todo eso hablo en «Por
cuenta propia», en el capítulo dedicado a Galdós.
Se inventan algo que es mentira: que el realismo es un garbanceo
español, y ¿qué me dice usted de Dos Passos, u hoy mismo qué me
dice usted de Roth, qué me dice usted de Mailer, qué me dice usted
de Capote, qué me dice usted de Updike? ¿Es es garbanceo? Vamos a
ver. ¿O qué me dice uste de Laurent Mauvignier, autor de una novela
tan extraordinaria como «Hombres», que habla de la presencia de la
guerra de Argelia en la Francia contemporánea? Para empezar,
mentira. No es un fenómeno español. ¿Qué me dice uste de Solojov,
el de «El Don apacible», con todo lo que ustedes pueden despreciar
eso? Primero se crea esa ficción. Creo
que es querer superar el franquismo sin enfrentarse a él. Y eso no
es posible.
Cómo puedes decir que Max
Aub
es el garbancero español. Para empezar es tan poco garbancero que
prácticamente no escribe ninguna novela aquí, las escribe todas en
México. Y además está en contacto con todos los intelectuales
europeos, habla cuatro o cinco idiomas. No para de hacer
experimentos. Lee «El correo de Euclides», que te mueres de risa.
Mira las obras de teatro, que son de un vanguardismo y de una
actualidad rabiosa... Galdós. O Clarín. O la Pardo Bazán. Son de
los escritores más cultos de su tiempo, están en contacto con
Europa, viajan a París, a Londres. Saben lo que se está publicando.
Es todo mentira. Recuerdo una encuesta en los años ochenta de por
qué no había novela española. No teníamos esa cosa inglesa del
«plot», del no sé qué. ¿Cómo no va a haber novela española en
el país del que ha salido «El Quijote», «El lazarillo», la
novela picaresca, «La Regenta»... «La Regenta» es de una
modernidad... Donde todas las metáforas son cubistas, es decir, se
ponen de perfil y es un triángulo. Y Blasco Ibáñez, te lees «La
horda», «Arroz y tartana», o El intruso», sobre el País Vasco,
una novela excelente. Es todo una pura fantasmagoría. Dime
tres novelas que hayan quedado de aquel movimiento de los setenta...
—Acusada
de realismo, aunque en realidad se dijo que era un sainete. ¿Qué
más?
—
¿Algún
experimento de Juan Goytisolo...?
—«Señas
de identidad» es realismo en estado puro, y tiradas
enteras de «Tiempo de silencio»... Al
final, en la resolución, que se quiere poner más moderno, la novela
se te viene abajo. La volví a leer hacia siete u ocho
años, y al final, que se quiere poner un poquito rarito, se te cae
la novela en picado. Es una falsa polémica que ha servido para que
alguno hable de Galdós sin habérselo leído. ¿Cómo puedes quitar
del diccionario a Eça de Queiroz en Portugal, a Balzac y Zola en
Francia, y a Galdós en España, que es lo mismo?
—
No
sé si forma parte de nuestra dificultad para asumirnos, para asumir
nuestra propia historia, del paradójico auto-odio, que luego es
capaz de pasar a la exaltación desaforada...
—Yo
creo que es confundir lo que se oponía a la
autarquía con la autarquía, y lo que se oponía al casticismo con
el casticismo. Decir que Galdós es un escritor castizo
cuando justamente es un escritor cosmopolita que se está enfrentando
a la España conservadora por tierra, mar y aire. Tú te coges los
últimos «Episodios nacionales» y se los puedes leer en la Puerta
del Sol a los indignados y se rebelan los indignados. Yo tengo un
amigo que se está leyendo ahora los «Episodios» y está
deslumbrado. "¡Pero si está todo lo
que está pasando ahora!", me dice. Hace tres o
cuatro noches me llamó, que estaba acabando «Prim», que es un
episodio cojonudo. Pero si es que está lleno de episodios cojonudos.
«Aita Tettauen»: la alianza de civilizaciones, el relativismo del
punto de vista, la misma historia contada por un moro, por un
cristiano, por un judío, por uno que no se sabe si es moro o
cristiano, porque se ha pasado al otro lado. Está Torquemada, en los
monólogos interiores. Luis Cernuda lo decía muy bien: hay
tanto idiota que se cree moderno despreciando cuanto ignora,
despreciando a Galdós, y cómo el manejo del monólogo interior está
en Galdós.