Mi lectura de El
Aleph, de Jorge Luis Borges
[Cuento.
Texto completo y comentarios]
O
God, I could be bounded in a nutshell
and
count myself a King of infinite space
[O Dios, yo
podría estar confinado en una cascara de nuez, y sentirme un Rey de
un espacio infinito.]
Hamlet,
II, 2
But
they will teach us that Eternity is the
Standing
still of the Present Time, a
Nunc-stans
(ast
the Schools call it);
which
neither they, nor any else
understand,
no more than they would a
Hic-stans
for
an Infinite greatnesse of
Place.
[Pero nos
enseñarán que la Eternidad es el perpetuo Tiempo Presente; un
Nuncstans (como lo llaman en la escuela); que ni ellos, ni cualquier
otro entiende; no más de lo que entenderían por un Hic stans como
una grandeza de Espacio Infinito.]
Leviathan,
IV, 46
La
candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después
de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al
sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de
la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de
cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí
que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese
cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo
pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez,
lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta yo podía
consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin
humillación. Consideré que el treinta de abril era su cumpleaños;
visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su padre y
a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés,
irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el
crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las
circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz Viterbo, de perfil,
en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la
primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con
Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un
almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco
Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló
Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo, la
mano en el mentón... No estaría obligado, como otras veces, a
justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros
cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar,
meses después, que estaban intactos.
[¿quién
es Beatriz? ¿quién eres en la vida de Beatriz? ¿quién eres para
los seres allegados a Beatriz? ¿qué ocurre cuando muere alguien
que fue importante en tu vida?]
Beatriz
Viterbo murió en 1929; desde entonces, no dejé pasar un treinta
de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las
siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año
aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una
lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No
desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934,
aparecí, ya dadas las ocho, con un alfajor santafecino; con toda
naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y
vanamente eróticos, recibí
las
graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri.
Beatriz
era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si
el oxímoron* es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio
de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de
rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca
ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es
ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas
para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese
italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su
actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo
insignificante. Abunda en inservibles analogías y en
ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos
hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort,
menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable. "Es
el Príncipe de los poetas de Francia", repetía con fatuidad.
"En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la
más inficionada de tus saetas."
[La
descripción de Beatriz es insignificante al lado de la de su primo.
¿Qué significa Carlos Argentino para Beatriz? ¿Y para el
narrador? ¿por qué tiene especial interés en escuchar sus
confidencias?
La noche del 30 de abril es la noche de Walpurgis o noche de brujas.]
El
treinta de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella
de coñac del país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó
interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación
del hombre moderno.
-Lo
evoco -dijo con una animación algo inexplicable- en su gabinete de
estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad,
provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos
de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de
glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...
Observó
que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil;
nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la
montaña; las montañas, ahora, convergían sobre el moderno Mahoma.
Tan
ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su
exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le
dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que
ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos,
figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente
Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años,
sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos
dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad. Primero, abría
las compuertas a la imaginación; luego, hacía uso de la lima. El
poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción del
planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión
y el gallardo apóstrofe**.
[Uso
de la ironía. Sobre el trato social. La seducción de lo novedoso.
Habla del uso de la imaginación y de la lima. Limar es quitar muy
poco.]
Le
rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera breve. Abrió un cajón
del escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas
con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó
con sonora satisfacción:
He
visto, como el griego, las urbes de los hombres,
los
trabajos, los días de varia luz, el hambre;
no
corrijo los hechos, no falseo los nombres,
pero
el voyage que narro, es...
autour
de ma chambre.
[La
buena literatura se sostiene a sí misma. No hace falta explicarla.
Cuando se demandan explicaciones, es que algo ha fallado. No hay que
dar razones de por qué una novela es buena. Simplemente hay que
tratar de leerla prestando mucha atención y tratar de establecer un
“diálogo” con el autor. La lectura complementa el ejercicio de
la creación. Erudición y belleza no son la misma cosa. No sólo
hay que tener una buena historia sino que hay que saber contarla.
Contenido y forma son igualmente importantes y complementarios.]
-Estrofa
a todas luces interesante -dictaminó-. El primer verso granjea el
aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no
de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión; el
segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en
el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía didáctica),
no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura,
la enumeración, congerie o conglobación; el tercero -¿barroquismo,
decadentismo; culto depurado y fanático de la forma?-consta de dos
hemistiquios gemelos; el cuarto, francamente bilingüe, me asegura
el apoyo incondicional de todo espíritu sensible a los desenfadados
envites de la facecia. Nada diré de la
rima rara ni de la ilustración que me permite, ¡sin pedantismo!,
acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abarcan
treinta siglos de apretada literatura: la primera a la
Odisea, la segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela
inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano...
Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la
risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!
[Me
acuerdo ahora de Montaigne y de su Ensayo dedicado a la vanidad y al
pedantismo. Una obra literaria no consiste en hacer un ejercicio de
erudición. Eso es palabrería. El objetivo es alcanzar la belleza
de aquello que se está contando. Tiene que haber belleza y verdad
para que se trate de arte. El lenguaje, el tono, tiene que ser el
adecuado.
Sabemos
más de Daneri por lo que dice que por la valoración del propio
narrador. Nuestro lenguaje, igual que nuestras acciones, hablan por
nosotros. Mucho más que el juicio ajeno.]
Otras
muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su
comentario profuso. Nada memorable había en ellas; ni siquiera las
juzgué mucho peores que la anterior. En su escritura habían
colaborado la aplicación,la resignación y
el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran
posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la
poesía; estaba en la invención de razones
para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese
ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otros. La
dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le
vedó, salvo contadas veces, trasmitir esa extravagancia al poema1.
[¿Cuánto
hay de azar en una obra literaria? ¿No es más bien al contrario,
que todo está medido y calculado sin parecerlo?. ¿Resignación?
Resignarse es no haber trabajado lo suficiente, no tener control
sobre lo que se escribe, quedarse en el ejercicio de tanteo y no
depurar. ¿Aplicación? Hay una parte de esfuerzo pero también hay
una parte en la que lo que se escribe “fluye”, parece que mana
sin esfuerzo pero eso tiene lugar cuando se ha trabajado mucho sobre
lo que se quiere contar. Cuando la creación se convierte en pura
alegría.
¿No
es necesario ser buen lector para ser buen escritor? ¿No es
necesario saber recitar poesía para poder componer versos?
Dice
Montaigne: Hay
autores cuyo único fin es relatar los acontecimientos; el mío, si
a él acertara a tocar, sería escribir,
no lo acontecido, sino lo que puede acontecer.
Lícito es en las discusiones de filosofía atestiguar con cosas
verosímiles cuando no existen las reales; yo no voy tan allá, sin
embargo; y sobrepaso en escrupulosidad a las historias mismas. En
los ejemplos que saco de lo que he leído, oído, hecho o dicho
tengo por sistema no alterar ni modificar siquiera las más inútiles
circunstancias: mi conciencia no falsifica ni una coma; de mi falta
de ciencia no puedo responder lo mismo.
Creo
yo que la ocupación de escribir la historia conviene bien a un
teólogo o a un filósofo, y en general a los hombres prudentes, de
conciencia exacta y exquisita. Sólo ellos,
pueden deslindar su fe de las creencias del pueblo, responder de las
ideas de personas desconocidas y mostrar sus conjeturas
como moneda corriente. De las acciones que pasan ante su vista y que
se prestan a interpretaciones varias opondríanse a prestar
juramento ante un juez, y por íntimo trato que tuvieran con un
hombre rechazarían igualmente el responder con plenitud de sus
intenciones. Tengo por menos aventurado escribir sobre las cosas
pasadas que sobre las presentes, entre otras razones porque en las
primeras el escritor no tiene que dar cuenta sino de una verdad
prestada.
Me
invitan algunos a relatar los sucesos de mi tiempo, considerando que
los veo con ojos menos desapacibles que los demás, y más de cerca,
por la proximidad en que la fortuna me ha puesto de los jefes de los
distintos partidos. Pero no saben aquéllos que por alcanzar la
gloria de Salustio no me procuraría ningún mal rato, como enemigo
jurado que soy de toda obligación asidua y constante; ni que nada
hay tan contrario a mi estilo como una narración dilatada.
Falto de alientos, deténgome a cada momento. Ignoro más que una
criatura los vocablos y frases que se aplican a las cosas más
comunes; por eso he tomado a mi cargo el escribir sólo sobre
aquellas materias que se acomodan a mis fuerzas. Si me impusiera un
asunto determinado, mi medida podría faltar a la suya, y como la
libertad mía es tan grande, emitiría juicios que, en mi sentir
mismo y conforme a las luces de la razón, serían injustos y
censurables. […]
Tal
fue la contestación de Menandro, a quien se censuraba por no haber
puesto mano todavía en una comedia que debía haber terminado en
cierto plazo: «La comedia está ya compuesta y presta, respondió;
sólo falta ponerla en verso.» Como tenía
las ideas bien premeditadas y ordenadas en el espíritu,
daba poca importancia a lo que le quedaba por hacer. […]
Lejos
de sacrificarse el discurso a las palabras, son éstas las que deben
sacrificarse al discurso; y si el francés no hasta a traducir mi
pensamiento, echo mano de mi dialecto gascón. Yo
quiero que las cosas predominen y que de tal manera llenen la
imaginación del oyente, que éste no se fije siquiera en las
palabras
ni se acuerde de ellas. El hablar de que yo gusto es un hablar
sencillo o ingenuo, lo mismo cuando escribo que cuando hablo; un
billar sustancioso y nervioso, corto y conciso, no tanto pulido y
delicado como brusco y vehemente: Que la expresión impresione y
gustará de seguro. Epitafio
de Lucano más
bien difícil que pesado, apartado de afectación; sin regla,
desligado y arrojado; de suerte que cada fragmento represente alguna
idea de por sí, un hablar que no sea pedantesco]
Una
sola vez en mi vida he tenido ocasión de examinar los quince mil
dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que
Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la
orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy
seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es menos
tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste
se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya
había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de
un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz,
las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción,
la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de
Septiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no
lejos del acreditado acuario de Brighton.
Me
leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema;
esos largos e informes alejandrinos carecían de la relativa
agitación del prefacio.
Copio
una estrofa:
Sepan.
A manderecha del poste rutinario
(viniendo,
claro está, desde el Nornoroeste)
se
aburre una osamenta -¿Color? Blanquiceleste-
que
da al corral de ovejas catadura de osario.
[Tan
importante como saber lo que queremos contar es saber la información
que no conviene dar. Qué preciso para contar lo que quiero contar y
fijarme un número de folios o un número de palabras.]
-Dos
audacias -gritó con exultación-, rescatadas, te oigo mascullar,
por el éxito.
Lo
admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente
denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas
pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya
laureado Don Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo
vivo. Otra, el enérgico prosaísmo se aburre una osamenta, que el
melindroso querrá excomulgar con horror pero que apreciará más
que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás,
es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla
animadísima charla con el lector; se adelanta a su viva curiosidad,
le pone una pregunta en la boca y la satisface... al instante. ¿Y
qué me dices de ese hallazgo, blanquiceleste? El pintoresco
neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del
paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado
sombrías las tintas del boceto y el lector se vería compelido a
cerrar el volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y
negra melancolía.
Hacia la
medianoche me despedí.
Dos
domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por
primera vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las
cuatro, "para tomar juntos la leche, en el contiguo salón-bar
que el progresismo de Zunino y de Zungri -los propietarios de mi
casa, recordarás- inaugura en la esquina; confitería que te
importará conocer". Acepté, con más resignación que
entusiasmo. Nos fue difícil encontrar mesa; el "salón-bar",
inexorablemente moderno, era apenas un poco menos atroz que mis
previsiones; en las mesas vecinas, el excitado público mencionaba
las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos
Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la
instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía) y me dijo con
cierta severidad:
-Mal
de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los
más encopetados de Flores.
Me
releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había
corregido según un depravado principio de ostentación
verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en
azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era
bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero
de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal...
Denostó con amargura a los críticos; luego, más benigno, los
equiparó a esas personas, "que no disponen de metales
preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos
sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar
a los otros el sitio de un tesoro". Acto continuo censuró la
prologomanía, "de la que ya hizo mofa, en la donosa prefación
del Quijote, el Príncipe de los Ingenios". Admitió, sin
embargo, que en la portada de la nueva obra convenía
el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de
garra, de fuste.
[La
elocuencia que aparta nuestra atención de las cosas las perjudica y
las daña.
Autor
del prólogo como criterio de autoridad]
Agregó
que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí,
entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba a
pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó
infundado: Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que
no creía errar en el epíteto al calificar de sólido el prestigio
logrado en todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre
de letras, que, si yo me empeñaba,
prologaría con embeleso el poema.
Para
evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme
portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el
rigor científico, "porque ese dilatado jardín de
tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no
confirme la severa verdad". Agregó que Beatriz siempre se
había distraído con Álvaro.
Asentí,
profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no
hablaría el lunes con Álvaro, sino el jueves: en la pequeña cena
que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No hay
tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los
jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los
diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre
adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo,
describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar
por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda
imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con Álvaro
y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz (ese eufemismo
explicativo me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que
parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía
y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví, lúcidamente, que mi
desidia optaría por b.
[La
ironía]
A
partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el
teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo
la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de
las inútiles y quizá coléricas quejas de ese engañado
Carlos Argentino Daneri. Felizmente, nada
ocurrió -salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel hombre
que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.
[¿Qué
significa Borges [el narrador] para Daneri? Un mero transmisor, el
que escucha sus confidencias, tiene una condición de
“invisibilidad” intermitente.]
El
teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos
Argentino me habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al
principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados
Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería,
iban a demoler su casa.
-¡La
casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle
Garay!-repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.
No
me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los
cuarenta años, todo cambio es un símbolo
detestable del pasaje del tiempo; además, se
trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz.
Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó.
Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito
absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por
daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.
El
nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es
de una seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado
ya del asunto.
Daneri dijo que
le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con
esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo
muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la
casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un
Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los
puntos.
-Está
en el sótano del comedor -explicó, aligerada su dicción por la
angustia-. Es mío, es mío: yo lo descubrí en la niñez, antes de
la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me
tenían prohibido el descenso, pero alguien
dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo
supe después, a un baúl, pero yo entendí
que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la
escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.
-¿El
Aleph? -repetí.
-Sí,
el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe,
vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento,
pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado
ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me
despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el
doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
Traté
de razonar.
-Pero,
¿no es muy oscuro el sótano?
-La
verdad no penetra en un entendimiento rebelde. Si todos
los lugares de la tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las
luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.
-Iré
a verlo inmediatamente.
Corté,
antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta
el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de
rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró
no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un
loco. Todos esos Viterbo, por lo demás...
Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una
clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias,
distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez
reclamaban una explicación patológica.
La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad;
íntimamente, siempre nos habíamos
detestado.
[Una
revelación que da un vuelco a nuestro conocimiento anterior. El
Aleph explica la clarividencia de Beatriz y también pone al
descubierto que Daneri ha compartido con ella su secreto. ¿Ése es
el motivo de su preferencia por él, un motivo interesado? Nunca
dejamos de conocer a alguien. Incluso, después de que esa persona
haya muerto.]
En
la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de
esperar. El niño estaba, como siempre, en
el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin
una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que
anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía
vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al
retrato y le dije:
-Beatriz,
Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz
perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
[La
identidad del narrador. Identificación del autor con el narrador.
Aporta verosimilitud al relato.]
Carlos
entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era
capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.
-Una
copita del seudo coñac -ordenó- y te zampuzarás en el sótano. Ya
sabes, el decúbito dorsal es indispensable. También lo son la
oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas
en el piso de baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de
la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo.
Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos
ves el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro
concreto amigo proverbial, el multum in parvo!
Ya
en el comedor, agregó:
-Claro
está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio...
Baja; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las
imágenes de Beatriz.
[Cervantes.
El descenso de Don Quijote al interior de la cueva de Montesinos. El
Retablo de las maravillas. El capítulo en el que el Quijote dice:
Yo sé quién soy y sé que puedo ser.]
Bajé
con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano,
apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la
mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló.
Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un
ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio
preciso.
-La
almohada es humildosa -explicó-, pero si la levanto un solo
centímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y
avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta
diecinueve escalones.
Cumplí con sus
ridículos requisitos; al fin se fue. Cerró cautelosamente la
trampa; la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí,
pudo parecerme total. Súbitamente comprendí
mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un
veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo
terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para
defender su delirio, para no saber que estaba loco, tenía
que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la
rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los
abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo,
ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi
desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos
cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten;
¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa
memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance,
prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla
de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de
Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la
circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras
que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al
Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna
relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el
hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría
contaminado de literatura, de falsedad. Por
lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración,
siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese
instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o
atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el
mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo
que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo,
porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
[El
instante de la revelación. La inspiración.
Dice
Montaigne: Debe el maestro acostumbrar al discípulo a pasar por el
tamiz todas las ideas que le trasmita y hacer de modo que su cabeza
no dé albergue a nada por la simple autoridad y crédito. […]
discernir por sí mismo […] todo va contra la sensatez y confina
con la locura, y que el verdadero filósofo guarda su libertad en su
fuero interno para juzgar libremente de las cosas, mas cuanto al
exterior, sigue ciegamente las maneras y formas aceptadas.Nada o muy
poco interesan a la sociedad nuestras ideas, …
Si
cual nosotros, que tenemos el hábito de estudiarnos, hicieran los
demás, al oir cualquier justa máxima, y considerasen
por qué razón tal o cual juicio les acomoda, cada cual
hallaría que aquella no tanto era una sentencia luminosa cuanto un
buen latigazo a la ordinaria torpeza de su criterio
Plantearse
la posibilidad de lo inconcebible: la omniscencia. Narrador
omniscente.]
En
la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña
esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí
giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión
producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El
diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el
espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño.
Cada
cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo
claramente la veía desde todos los puntos del universo.
Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de
América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra
pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi
interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un
espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó,
vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace
treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi
racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos
desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en
Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el
altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra
seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de
Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la
de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de
chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen
cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi
la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que
parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio
sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre
dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin
arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada
osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla,
enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una
baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el
suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y
ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un
astrolabio persa, vi en un cajón del
escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles,
precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un
adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que
deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la
circulación de mi oscura sangre, vi el
engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el
Aleph, desde todos los puntos, vi en el
Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la
tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y
lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y
conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que
ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
[Contar
lo inefable. El límite del conocimiento y el límite del lenguaje.
¿Qué
contarías si fueras Er? ¿Qué contarías si tuvieras un
conocimiento total del universo?
Cuando
dice: “ví tu cara y sentí vértigo” está pensando en el
lector, en el futuro lector individual de este cuento. Me acordé
del papel que juega el espejo en Las Meninas, de Velázquez. Ahora,
también nosotros estamos dentro de la narración.]
Sentí
infinita veneración, infinita lástima.
-Tarumba
habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman -dijo una voz
aborrecida y jovial-. Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en
un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che
Borges!
Los
zapatos de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la
brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:
-Formidable.
Sí, formidable.
La
indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino
insistía:
-¿Lo
viste todo bien, en colores?
En
ese instante concebí mi venganza.
Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a
Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo
insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la
perniciosa metrópoli, que a nadie ¡créame, que a
nadie! perdona. Me negué, con suave
energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme,
y le repetí que el campo y la serenidad son dos grandes médicos.
[Pensando
si detrás de Daneri y su poema La Tierra está el Canto general de
Neruda. Pensando si discutir el Aleph es discutir sobre la
existencia de Dios, encarar el problema de Dios y la Metafísica.]
En
la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me
parecieron familiares todas las caras. Temí
que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me
abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de
unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido.
[Teoría
del conocimiento en Platón. Conocer es recordar.]
Posdata
del primero de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del
inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó
arredrar por la longitud del considerable poema y lanzó al mercado
una selección de "trozos argentinos". Huelga repetir lo
ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió
el Segundo Premio Nacional de Literatura 2. El primero fue
otorgado al doctor Aita; el tercero, al doctor Mario Bonfanti;
increíblemente, mi obra Los naipes
del
tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron
la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que
no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro
volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida
ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del
doctor Acevedo Díaz.
Dos
observaciones quiero agregar: una, sobre la naturaleza del Aleph;
otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera
letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al disco de
mi historia no parece casual.
Para
la Cábala, esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura
divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que
señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es
el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre,
es el símbolo de los números transfinitos, en los que el
todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría
saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a
otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos
innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por
increíble que parezca, yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo
creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.
Doy
mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el
cargo de cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña
descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba
sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zú al-Karnayn, o
Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el
universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres -la
séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró
en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata
pudo examinar en la luna (Historia verdadera, I, 26), la lanza
especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a
Júpiter, el espejo universal de Merlin, "redondo y hueco y
semejante a un mundo de vidrio" (The Faerie Queene, III, 2,
19)-, y añade estas curiosas palabras: "Pero los anteriores
(además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica.
Los fieles que concurren a la mezquita de
Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior
de una de las columnas de piedra que rodean el patio central...
Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el
oído a la superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado
rumor... La mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de
otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito
Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por nómadas es
indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea
albañilería".
[El
problema de Dios. ¿Cuál es el Dios verdadero? La tradición, ¿en
qué consiste la originalidad? Conocer el Aleph te convierte en un
dios: un ser omniscente.
¿Cómo
puede un ser omniscente ser completamente idiota. Porque no ha
asimilado nada, es como un ordenador que contuviese todos los datos.
¿Podría discernir lo justo de lo injusto, por ejemplo? Tener
conocimiento no equivale a saber pensar.]
¿Existe
ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas
las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido;
yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo
la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.
A
Estela Canto
1.
Recuerdo, sin embargo, estas líneas de una sátira que fustigó con
rigor a los malos poetas:
Aqueste
da al poema belicosa armadura
De
erudicción; estotro le da pompas y galas.
Ambos
baten en vano las ridículas alas...
¡Olvidaron,
cuidados, el factor HERMOSURA!
Sólo
el temor de crearse un ejército de enemigos implacables y poderosos
lo disuadió (me dijo) de publicar sin miedo
el poema.2.
[Quiere
decir que no fue dueño de sí mismo. Él no estaba convencido del
valor de su obra pero sucumbió a la presión de los demás,
interesados en que su obra se publicase.]
"Recibí
tu apenada congratulación", me escribió. "Bufas, mi
lamentable amigo, de envidia, pero confesarás -¡aunque te ahogue!-
que esta vez pude coronar mi bonete con la más roja de las plumas;
mi turbante, con el más califa de los rubíes."
[Hace
unas semanas publicó Javier Marías “No me atrevo”. Decía: Y
así, me percato de que desde hace bastantes años está “mal
visto” que un escritor opine negativamente sobre otro. El que lo
hace es tachado en seguida de envidioso, o de inelegante, o de
resentido, o cuando menos de competitivo. No es que el ataque no se
dé en absoluto. Hay excepciones, pero son sobre todo jóvenes a los
que, por así decir, “toca” rebelarse contra la generación
anterior o fingir que ésta no ha existido, o “matar al padre”, o
intentar hacerse sitio expulsando a quienes ellos creen que lo
acaparan. O bien son escritores con vocación “transgresora”, y
la mayoría sufren la maldición terrible de que sus denuestos y
provocaciones pasen inadvertidos. Lo
que parece “prohibido” es que uno opine sincera y críticamente
sobre sus iguales. Yo mismo noto esa presión,
que en cambio no siento cuando hablo de un arte que no practico.
El
problema, creo yo, es que el que haga la crítica piense que es
criterio de autoridad. O sus seguidores. Y luego está la crítica en
sí. ¿Se trata de una crítica constructiva o de demolición? ¿Se
trata de una crítica a la obra o a la persona? ¿Se trata de una
crítica interesada? Porque si hay intereses enfrentados en juego,
está en entredicho la imparcialidad, la objetividad,...
¿Por
qué no dejar que el tiempo, que los lectores, pongan a cada uno en
su sitio?]
 |
Detalle de Las Meninas. Espejo del fondo donde están reflejados Felipe IV de España y Mariana de Austria. |