viernes, 11 de abril de 2014

La realidad y el deseo



Cabe soñar de sí mismo muchas cosas que no son sino representaciones exageradas del propio valor. 


La primera vez que vio la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con revistas o vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntándose aburridamente si valdría la pena responder a la mirada insistente de la pasajera, una americana de las muchas, cuando en el óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta desolada. Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de cerveza, Marini sonrió a la pasajera. «Las islas griegas», dijo. «Oh, yes, Greece», repuso la americana con un falso interés. Sonaba brevemente un timbre y el steward se enderezó sin que la sonrisa profesional se borrara de su boca de labios finos. Empezó a ocuparse de un matrimonio sirio que quería jugo de tomate, pero en la cola del avión se concedió unos segundos para mirar otra vez hacia abajo; la isla era pequeña y solitaria, y el Egeo la rodeaba con un intenso azul que exaltaba la orla de un blanco deslumbrante y como petrificado, que allá abajo sería espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas. Marini vio que las playas desiertas corrían hacia el norte y el oeste, lo demás era la montaña entrando a pique en el mar. Una isla rocosa y desierta, aunque la mancha plomiza cerca de la playa del norte podía ser una casa, quizá un grupo de casas primitivas. Empezó a abrir la lata de jugo, y al enderezarse la isla se borró de la ventanilla; no quedó más que el mar, un verde horizonte interminable. Miró su reloj pulsera sin saber por qué; era exactamente mediodía.
A Marini le gustó que lo hubieran destinado a la línea Roma-Teherán, porque el paisaje era menos lúgubre que en las líneas del norte y las muchachas parecían siempre felices de ir a Oriente o de conocer Italia. Cuatro días después, mientras ayudaba a un niño que había perdido la cuchara y mostraba desconsolado el plato del postre, descubrió otra vez el borde de la isla. Había una diferencia de ocho minutos pero cuando se inclinó sobre una ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tenía una forma inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las patas del agua. La miró hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha plomiza era un grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibujo de unos pocos campos cultivados que llegaban hasta la playa. Durante la escala de Beirut miró el atlas de la stewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos. El radiotelegrafista, un francés indiferente, se sorprendió de su interés. «Todas esas islas se parecen, hace dos años que hago la línea y me importan muy poco. Sí, muéstremela la próxima vez.» No era Horos sino Xiros, una de las muchas islas al margen de los circuitos turísticos. «No durará ni cinco años», le dijo la stewardess mientras bebían una copa en Roma. «Apúrate si piensas ir, las hordas estarán allí en cualquier momento, Gengis Cook vela.» Pero Marini siguió pensando en la isla, mirándola cuando se acordaba o había una ventanilla cerca, casi siempre encogiéndose de hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar tres veces por semana a mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres veces por semana que volaba a mediodía sobre Xiros. Todo estaba falseado en la visión inútil y recurrente; salvo, quizá, el deseo de repetirla, la consulta al reloj pulsera antes de mediodía, el breve, punzante contacto con la deslumbradora franja blanca al borde de un azul casi negro, y las casas donde los pescadores alzarían apenas los ojos para seguir el paso de esa otra irrealidad.
Ocho o nueve semanas después, cuando le propusieron la línea de Nueva York con todas sus ventajas, Marini se dijo que era la oportunidad de acabar con esa manía inocente y fastidiosa. Tenía en el bolsillo el libro donde un vago geógrafo de nombre levantino daba sobre Xiros más detalles que los habituales en las guías. Contestó negativamente, oyéndose como desde lejos, y después de sortear la sorpresa escandalizada de un jefe y dos secretarias se fue a comer a la cantina de la compañía donde lo esperaba Carla. La desconcertada decepción de Carla no lo inquietó; la costa sur de Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban huellas de una colonia lidia o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann había encontrado dos piedras talladas con jeroglíficos que los pescadores empleaban como pilotes del pequeño muelle. A Carla le dolía la cabeza y se marchó casi enseguida; los pulpos eran el recurso principal del puñado de habitantes, cada cinco días llegaba un barco para cargar la pesca y dejar algunas provisiones y géneros. En la agencia de viajes le dijeron que habría que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá se pudiera viajar en la falúa que recogía los pulpos, pero esto último sólo lo sabría Marini en Rynos donde la agencia no tenía corresponsal. De todas maneras la idea de pasar unos días en la isla no era más que un plan para las vacaciones de junio; en las semanas que siguieron hubo que reemplazar a White en la línea de Túnez, y después empezó una huelga y Carla se volvió a casa de sus hermanas en Palermo. Marini fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona, donde había librerías de viejo; se entretenía sin muchas ganas en buscar libros sobre Grecia, hojeaba de a ratos un manual de conversación. Le hizo gracia la palabra kalimera y la ensayó en un cabaret con una chica pelirroja, se acostó con ella, supo de su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta inexplicables. En Roma empezó a llover, en Beirut lo esperaba siempre Tania, había otras historias, siempre parientes o dolores; un día fue otra vez a la línea de Teherán, la isla a mediodía. Marini se quedó tanto tiempo pegado a la ventanilla que la nueva stewardess lo trató de mal compañero y le hizo la cuenta de las bandejas que llevaba servidas. Esa noche Marini invitó a la stewardess a comer en el Firouz y no le costó que le perdonaran la distracción de la mañana. Lucía le aconsejó que se hiciera cortar el pelo a la americana; él le habló un rato de Xiros, pero después comprendió que ella prefería el vodka-lime del Hilton. El tiempo se iba en cosas así, en infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa a la que tenía derecho el pasajero. En los viajes de vuelta el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la mañana; el sol daba contra las ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini prefería esperar los mediodías del vuelo de ida, sabiendo que entonces podía quedarse un largo minuto contra la ventanilla mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente del trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía algunas cosas de la isla, había subrayado las raras menciones en un par de libros. Felisa le contó que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le molestó. Carla acababa de escribirle que había decidido no tener el niño, y Marini le envió dos sueldos y pensó que el resto no le alcanzaría para las vacaciones. Carla aceptó el dinero y le hizo saber por una amiga que probablemente se casaría con el dentista de Treviso. Todo tenía tan poca importancia a mediodía, los lunes y los jueves y los sábados (dos veces por mes, el domingo).
Con el tiempo fue dándose cuenta de que Felisa era la única que lo comprendía un poco; había un acuerdo tácito para que ella se ocupara del pasaje a mediodía, apenas él se instalaba junto a la ventanilla de la cola. La isla era visible unos pocos minutos, pero el aire estaba siempre tan limpio y el mar la recortaba con una crueldad tan minuciosa que los más pequeños detalles se iban ajustando implacables al recuerdo del pasaje anterior: la mancha verde del promontorio del norte, las casas plomizas, las redes secándose en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo sentía como un empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en filmar el paso de la isla, para repetir la imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar el dinero de la cámara ya que apenas le faltaba un mes para las vacaciones. No llevaba demasiado la cuenta de los días; a veces era Tania en Beirut, a veces Felisa en Teherán, casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco borroso, amablemente fácil y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas antes o después del vuelo, y en el vuelo todo era también borroso y fácil y estúpido hasta la hora de ir a inclinarse sobre la ventanilla de la cola, sentir el frío cristal como un límite del acuario donde lentamente se movía la tortuga dorada en el espeso azul.
Ese día las redes se dibujaban precisas en la arena, y Marini hubiera jurado que el punto negro a la izquierda, al borde del mar, era un pescador que debía estar mirando el avión. «Kalimera», pensó absurdamente. Ya no tenía sentido esperar más, Mario Merolis le prestaría el dinero que le faltaba para el viaje, en menos de tres días estaría en Xiros. Con los labios pegados al vidrio, sonrió pensando que treparía hasta la mancha verde, que entraría desnudo en el mar de las caletas del norte, que pescaría pulpos con los hombres, entendiéndose por señas y por risas. Nada era difícil una vez decidido, un tren nocturno, un primer barco, otro barco viejo y sucio, la escala en Rynos, la negociación interminable con el capitán de la falúa, la noche en el puente, pegado a las estrellas, el sabor del anís y del carnero, el amanecer entre las islas. Desembarcó con las primeras luces, y el capitán lo presentó a un viejo que debía ser el patriarca. Klaios le tomó la mano izquierda y habló lentamente, mirándolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y Marini entendió que eran los hijos de Klaios. El capitán de la falúa agotaba su inglés: veinte habitantes, pulpos, pesca, cinco casas, italiano visitante pagaría alojamiento Klaios. Los muchachos rieron cuando Klaios discutió dracmas; también Marini, ya amigo de los más jóvenes, mirando salir el sol sobre un mar menos oscuro que desde el aire, una habitación pobre y limpia, un jarro de agua, olor a salvia y a piel curtida.
Lo dejaron solo para irse a cargar la falúa, y después de quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse un pantalón de baño y unas sandalias, echó a andar por la isla. Aún no se veía a nadie, el sol cobraba lentamente impulso y de los matorrales crecía un olor sutil, un poco ácido mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diez cuando llegó al promontorio del norte y reconoció la mayor de las caletas. Prefería estar solo aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa de arena; la isla lo invadía y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de elegir. La piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó para tirarse al mar desde una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó llevar por corrientes insidiosas hasta la entrada de una gruta, volvió mar afuera, se abandonó de espaldas, lo aceptó todo en un solo acto de conciliación que era también un nombre para el futuro. Supo sin la menor duda que no se iría de la isla, que de alguna manera iba a quedarse para siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su hermano, a Felisa, sus caras cuando supieran que se había quedado a vivir de la pesca en un peñón solitario. Ya los había olvidado cuando giró sobre sí mismo para nadar hacia la orilla.
El sol lo secó enseguida, bajó hacia las casas donde dos mujeres lo miraron asombradas antes de correr a encerrarse. Hizo un saludo en el vacío y bajó hacia las redes. Uno de los hijos de Klaios lo esperaba en la playa, y Marini le señaló el mar, invitándolo. El muchacho vaciló, mostrando sus pantalones de tela y su camisa roja. Después fue corriendo hacia una de las casas, y volvió casi desnudo; se tiraron juntos a un mar ya tibio, deslumbrante bajo el sol de las once.
Secándose en la arena, Ionas empezó a nombrar las cosas. «Kalimera», dijo Marini, y el muchacho rió hasta doblarse en dos. Después Marini repitió las frases nuevas, enseñó palabras italianas a Ionas. Casi en el horizonte, la falúa se iba empequeñeciendo; Marini sintió que ahora estaba realmente solo en la isla con Klaios y los suyos. Dejaría pasar unos días, pagaría su habitación y aprendería a pescar; alguna tarde, cuando ya lo conocieran bien, les hablaría de quedarse y de trabajar con ellos. Levantándose, tendió la mano a Ionas y echó a andar lentamente hacia la colina. La cuesta era escarpada y trepó saboreando cada alto, volviéndose una y otra vez para mirar las redes en la playa, las siluetas de las mujeres que hablaban animadamente con Ionas y con Klaios y lo miraban de reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha verde entró en un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia era una misma materia con el fuego del sol y la brisa del mar. Marini miró su reloj pulsera y después, con un gesto de impaciencia, lo arrancó de la muñeca y lo guardó en el bolsillo del pantalón de baño. No sería fácil matar al hombre viejo, pero allí en lo alto, tenso de sol y de espacio, sintió que la empresa era posible. Estaba en Xiros, estaba allí donde tantas veces había dudado que pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de espaldas entre las piedras calientes, resistió sus aristas y sus lomos encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el zumbido de un motor.
Cerrando los ojos se dijo que no miraría el avión, que no se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, que una vez más iba a pasar sobre la isla. Pero en la penumbra de los párpados imaginó a Felisa con las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las bandejas, y su reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea, alguien que también estaría sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o el café. Incapaz de luchar contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y en el mismo momento vio el ala derecha del avión, casi sobre su cabeza, inclinándose inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la caída casi vertical sobre el mar. Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en las rocas y desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba el lugar de la caída, pero torció antes de llegar a la playa y por un atajo previsible franqueó la primera estribación de la colina y salió a la playa más pequeña. La cola del avión se hundía a unos cien metros, en un silencio total. Marini tomó impulso y se lanzó al agua, esperando todavía que el avión volviera a flotar; pero no se veía más que la blanda línea de las olas, una caja de cartón oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída, y casi al final, cuando ya no tenía sentido seguir nadando, una mano fuera del agua, apenas un instante, el tiempo para que Marini cambiara de rumbo y se zambullera hasta atrapar por el pelo al hombre que luchó por aferrarse a él y tragó roncamente el aire que Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo poco a poco lo trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo vestido de blanco, y tendiéndolo en la arena miró la cara llena de espuma donde la muerte estaba ya instalada, sangrando por una enorme herida en la garganta. De qué podía servir la respiración artificial si con cada convulsión la herida parecía abrirse un poco más y era como una boca repugnante que llamaba a Marini, lo arrancaba a su pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla, le gritaba entre borbotones algo que él ya no era capaz de oír. A toda carrera venían los hijos de Klaios y más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo tendido en la arena, sin comprender cómo había tenido fuerzas para nadar a la orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. «Ciérrale los ojos», pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar, buscando algún otro sobreviviente. Pero como siempre estaban solos en la isla, y el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar.
La isla a mediodía, Julio Cortázar



Muchas cosas me intrigan de esta historia: qué simboliza Xiros, ¿el lugar de origen idealizado? ¿la felicidad? ¿un estado de naturaleza rousseauniano? ¿tiene relación con algún clásico griego, con la Odisea?
¿Qué simboliza Klaios o a quién representa? ¿Y su hijo Ionas? ¿qué significa “Kalimera”? ¿Por qué se ríe Ionas cuando Marini nombra esa palabra?
¿Por qué dice: “Supo de su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta inexplicables”? ¿Se trata de una anticipación o es su abuelo el que padece dolor de garganta?
Al principio dice: “Se preguntó si la isla no sería Horos”, que suena muy parecido a Odos, el lugar de origen de su abuelo.
Me intriga mucho el desdoblamiento del personaje y que hay un momento en el que uno siente que “pierde pie”, “se ahoga” porque no sabe si lo que le están contando pasa sólo en la imaginación del personaje o en la realidad de la ficción.
¿se trata de un sueño dentro de un cuento?, ¿el viaje del personaje a la isla es ficticio?
¿por qué a mediodía? ¿qué papel juega ese recurso a la temporalidad tan preciso?
A mediodía Marini descubre la isla y la observa en cada vuelo, interrumpiendo su rutina. A mediodía el avión cae al mar.
Decía Hegel que se tiene que pasar por la medianoche para alcanzar el mediodía.
¿A ese mediodía se refiere también Cortázar? ¿es un tiempo real o un tiempo interior?
¿qué le grita el moribundo a Marini, qué trata de decirle que el otro ya no puede oir?



“Coloca lo ideal, el pensamiento, entre la violencia del impulso y su satisfacción.”
“El Estado no existe para los fines de los ciudadanos. Podría decirse que el Estado es el fin y los ciudadanos son sus instrumentos."
"El hombre aparece después de la creación de la naturaleza y constituye lo opuesto al mundo natural. Es el ser que se eleva al segundo mundo. Tenemos en nuestra conciencia universal dos reinos, el de la naturaleza y el del espíritu. El reino del espíritu es el creado por el hombre."
"El hombre es fin en sí mismo, por lo divino que hay en él; lo es por eso que hemos llamado desde el principio la razón y, por cuanto ésta es activa en sí y determinante de sí misma, la libertad."
“En la actualidad todo individuo se encuentra ligado a un interés...; se encuentra incorporado a una determinada patria, a una determinada religión, a un determinado círculo de saber y de representaciones sobre lo que es recto y moral. Solo le queda libertad de elegir dentro de ellas los círculos particulares a los cuales se quiere adherir."
"En primer término hemos de observar que nuestro objeto la historia universal, se desenvuelve en el terreno del espíritu. El mundo comprende en sí la naturaleza física y la psíquica."
"La conciencia de la libertad sólo ha surgido entre los griegos y por eso los griegos han sido libres. Pero lo mismo ellos que los romanos sólo supieron que algunos son libres, más no que lo es el hombre como tal. Platón y Aristóteles no supieron esto."
"La existencia del espíritu consiste en tenerse a sí mismo por objeto."
"La historia es el esfuerzo del espíritu para conseguir la libertad."
"La historia es el progreso de la conciencia de la libertad."

Hegel


Marini no puede escapar de la muerte:
Si el viaje es ficticio, el avión caerá al mar al mediodía y perecerá. Esa obsesión con la isla era una "anticipación" de lo que ocurriría.
Si el viaje es real, el viaje ha sido un descenso al Hades, un viaje a la muerte. El desdoblamiento permite que pueda asistir a su propia muerte como espectador. Viajar a la isla sería una "salida de la temporalidad". Sólo ha ganado unas horas a su propia muerte, pero ha cumplido su sueño, ¿de regresar a su lugar de origen?.

Kalimera significa Buen día, "buenos días" en griego moderno.
Odos es una comuna y población de Francia, en la región de Mediodía-Pirineos, departamento de Altos Pirineos, en el distrito de Tarbes.
Horos es un mojón o señal de piedra utilizado en la antigua Grecia para delimitar las propiedades. Sería el límite, la frontera entre los vivos y los muertos.
Por alguna razón pienso que también tiene que ver con Argentina, lugar de origen de Cortázar.

La Odisea, Canto XI, Descenso de Ulises a los infiernos.
Tiresias [Klaios]: le profetizó un difícil regreso a Ítaca.
Aquiles [Ionas]: Preferiría estar sobre la tierra y servir en casa de un hombre pobre, aunque no tuviera gran hacienda, que ser el soberano de todos los cadáveres.

Anticlea: se ha suicidado por la tardanza de su hijo.
Circe [Felisa]: Ulises desciende al Hades siguiendo sus indicaciones

Me intriga aquello que dice una vez en la isla: No sería fácil matar al hombre viejo
¿Se refiere a Klaios, al dios del inframundo o al propio Marini que ha dejado de ser?
Marini quería renunciar a una vida rutinaria y superficial para encontrar una vida plena e ideal. Pero justamente en su encuentro con Aquiles se produce un desengaño...
¿esa es la razón de que Ionas se ría de él?

Pero Ulises regresa de la muerte y Marini no. Esa es quizá la más notable diferencia...

 

jueves, 10 de abril de 2014

Los límites de la ficción: conferencia de Antonio Muñoz Molina

Vive, vive, vive siempre...



“Ha ocultado a los sabios lo que ha revelado a los niños y a los imprudentes”, pensaba Levin de su mujer, mientras hablaba con ella esa tarde.
Levin se había acordado de esas palabras del Evangelio no porque se considerase sabio. No creía que lo fuera, pero no podía dejar de reconocer que era más inteligente que su mujer y que Agafia Mijáilovna, ni tampoco que al pensar en la muerte lo hacía con todas las fuerzas de su espíritu. Sabía también que muchos hombres de inteligencia privilegiada, cuyas reflexiones sobre el particular había leído, habían pensado también en ese asunto, pero no sabían la centésima parte que su mujer y Agafia Mijáilovna. […]

Las dos sabían muy bien lo que era la vida y lo que era la muerte. Y, aunque no habrían sido capaces de entender ni dar respuesta a las preguntas que acuciaban a Levin, ninguna de las dos albergaba la menor duda de la trascendencia de ese fenómeno, sobre el que tenían una visión idéntica, compartida por millones de personas.
En cambio, Levin y los que eran como él podían hablar mucho de la muerte, pero era obvio que desconocían lo que significaba, que les daba miedo y que no tenían la menor idea de cómo ayudar a una persona que se estuviese muriendo. Si Levin hubiera estado solo con su hermano Nikolái, lo habría contemplado con espanto y, con mayor espanto aún, se habría quedado esperando el desenlace, incapaz de tomar ninguna otra decisión.
Y no era sólo eso. No sabía qué decir, cómo mirar, cómo andar. Le parecía no sólo ofensivo, sino también imposible hablar de algún asunto intrascendente; pero tampoco le resultaba posible hablar de la muerte o de cosas tristes, y mucho menos guardar silencio. 

Yo sólo quería que estuvieras tranquilo porque te sentía muy nervioso. Me daba cuenta de que te estabas rebelando por la duración de tu ingreso y parecías más enfadado con el equipo médico que con tu enfermedad.

En cambio, Kitty no pensaba en sí misma, entre otras cosas porque no tenía tiempo. Pensaba en el enfermo, porque sabía lo que debía hacer, y todo salía bien. […] Se advertía en ella esa rapidez de juicio que se apodera de los hombres antes de la batalla, en el ardor de la lucha, en una situación de peligro y en los momentos decisivos de la vida, cuando un hombre demuestra su valía de una vez para siempre y deja claro que su pasado no ha transcurrido en balde, que ha sido una suerte de preparación para esos momentos. 

Educar no es dar carrera para vivir, sino templar el alma para las dificultades de la vida. Pitágoras de Samos

Kitty seguía cumpliendo con los preceptos de la Iglesia, acudía a los oficios y rezaba, siempre con el sereno convencimiento de estar cumpliendo un deber. A pesar de lo que afirmaba su marido, estaba segura de que era tan buen cristiano como ella, o incluso mejor, y de que todo lo que decía sobre el particular no era más que una de esas absurdas salidas de los hombres […]
-Habrías sufrido mucho estando solo –dijo Kitty 

No sé si estoy sufriendo más por estar aquí con mi cabeza allí de lo que podría estarlo sintiéndome arropada y procurando atenciones a mi familia. No puedo dejar de pensar en mis padres. Ellos se sentirían más acompañados, el peso sería más ligero, si pudieran contar conmigo estas horas.

-Lo que más pena me da es que no puedo dejar de verlo tal como era de joven…No puedes imaginarte qué muchacho tan encantador era. Pero entonces yo no lo comprendía. […]
Conocía a su hermano y podía hacerse una idea de lo que estaba pensando. Sabía que su incredulidad no se debía a que le resultara más fácil vivir sin fe, sino a que poco a poco las teorías científicas modernas de los fenómenos del mundo la habían suplantado; por tanto, era consciente de que esa vuelta a la religión no era sincera, fruto de la reflexión, sino meramente temporal e interesada, motivada por una insensata esperanza de recobrar la salud.

No puedo rezar pero sé que tú tienes fe y eso me sostiene. Dijiste que no tienes miedo a morirte pero sí tienes miedo al dolor, al sufrimiento y al deterioro físico que ocasiona tu enfermedad. Que eras consciente de que ésta podía ser la última Semana Santa que pudieses disfrutar. Que para ti, no era consuelo saber que volverá cada año. 

Durante la administración de los sacramentos, Levin también rezó, dirigiendo a Dios, a pesar de su falta de fe, una súplica mil veces repetida: “Si existes, haz que este hombre se cure. De ese modo no sólo se salvará él, sino también yo”.

Mil veces me lo repito mentalmente: “Vive, sal de la operación, no te quedes profunda y serenamente dormido en la anestesia.”
Yo no pienso ni me sale pedir una milagrosa curación. Pienso en tu calidad de vida y en evitar tu sufrimiento. Pienso en el horizonte de la pérdida de visión, en cómo se ha transformado tu cuerpo y como eso está afectando a tu carácter y a tu porvenir. Pienso en el mañana con optimismo imaginando que aún te queda mucho por ver y disfrutar. Estás en el mejor momento de tu vida luchando contra la degeneración física y la muerte. Pienso en cómo eso nos está afectando a todos, especialmente a papá y mamá.

Sin darse cuenta, Levin se puso a meditar en lo que estaría pasando en su interior, pero, por más que intentó que sus pensamientos fueran a la par con los del moribundo, comprendía por la expresión serena y dura de su rostro, como también por el movimiento de los músculos por encima de las cejas, que a su hermano se le aclaraban cada vez más todos esos misterios que para él seguían envueltos en sombras. […]
Y, cosa extraña, sentía una indiferencia total, no experimentaba pena, ni angustia, ni siquiera piedad por su hermano, sino más bien una suerte de envidia, porque había entrado en posesión de unos conocimientos que a él le estaban vedados.

En este párrafo estoy en completo desacuerdo con Levin. ¿Indiferencia? ¿Envidia? ¿Conocimiento del misterio?
Las personas que me quieren me hablan de mi suerte por no haber heredado esa enfermedad, por no tener que sentir el miedo de habérsela transmitido a mis hijas.
Pienso en el incontable número de enfermedades y formas de morir. Tía Charo falleció con 49 años de un cáncer de pecho, abuela Dolores con 64 de un cáncer de matriz, …
¿qué me depara a mí la rueda de la fortuna? Quién lo sabe.
Siento la alegría de estar viva y de sentirme en forma pero no sé mañana que será de mí.
Pienso que sería injusto que te murieras con apenas cuarenta años. No quiero ni planteármelo siquiera…

Por eso todos los deseos se fundían en uno solo: escapar de todos los sufrimientos y de su fuente, el cuerpo. Pero no tenía palabras para expresar ese deseo de liberación, por eso no hablaba de él, y por costumbre exigía la satisfacción de los deseos que ya no podían ser satisfechos. […]
El aspecto de su hermano y la proximidad de la muerte renovaron en el alma de Levin ese sentimiento de horror ante el enigma y la inevitabilidad de la muerte que se había apoderado de él aquella tarde de otoño en que su hermano había ido a visitarle. Ese sentimiento era más intenso que entonces. Se sentía aún más incapaz de comprender el sentido de la muerte, y aún más terrible se le antojaba su inexorabilidad. Pero ahora, gracias a la presencia de su mujer, no cayó en la desesperación. A pesar de la cercanía de la muerte, sentía la necesidad de vivir y de amar. Se daba cuenta de que el amor le salvaba de la desesperación y que, bajo la amenaza de la desesperación, ese amor se iría haciendo más fuerte y más puro. 

Una poderosa razón para mantener la calma pase lo que pase es el sufrimiento que sin duda ocasionará a mis padres. Nadie más que ellos tiene derecho a desesperarse y deben encontrar en nosotras el ánimo y la serenidad, tanto en nuestro comportamiento y como en nuestras palabras, para apoyarse cuanto sea preciso. Si todos nos derrumbamos, no habrá modo de salir adelante.
Pero eso no va a ocurrir.
Fragmentos seleccionados de Anna Karénina, León Tolstói

Aquella noche los vecinos se la pasaron yendo de una habitación a otra; los únicos en mantener la calma éramos los niños y yo. Había tomado una decisión: que me suceda lo que haya de suceder a los demás. Al principio tuve un miedo espantoso; comprendí que no te volvería a ver, y me entraron unas ganas locas de volver a verte, de besarte la frente, los ojos una vez más. Entonces me di cuenta de la suerte que tenía de que estuvieras a salvo […]
Dije adiós a la casa, al jardincito; me senté algunos minutos bajo el árbol; dije adiós a los vecinos. Hay personas que son realmente extrañas. Dos vecinas, en mi presencia, se pusieron a discutir por mis pertenencias: cuál se quedaría con las sillas, cuál con mi pequeño escritorio; pero, en el momento de la despedida, las dos lloraron […]
Me impresionó especialmente un joven: caminaba sin llevar fardo alguno, con la cabeza erguida, manteniendo ante sí un libro abierto, el rostro sereno y altivo. Pero ¡qué locas y aterrorizadas parecían las personas que estaban a su lado! Avanzábamos por la calzada mientras los habitantes de la ciudad permanecían de pie en las aceras, mirándonos pasar.
Parecía incluso que para los judíos que desfilaban por la calle el sol se negara a brillar, como si caminaran a través del frío de una noche de diciembre.
A veces me parece que no soy yo la que está visitando a un enfermo, sino al contrario, que las personas son amables doctores que curan mi alma.
Imagínate a un grupo de gente bajo un temporal: la mayoría se afanará por guarecerse de la lluvia, pero eso no significa que todos sean iguales. Incluso en esa tesitura cada cual se protege de la lluvia a su manera…[…]
Me he dado cuenta de que la esperanza casi nunca va ligada a la razón; está privada de sensatez, creo que nace del instinto. […]
Las personas, Vitia, viven como si les quedaran largos años por delante. Es imposible saber si es estúpido o inteligente, es así y basta. Yo también he acatado esa ley.
Cada vez más gente corrobora que nuestro destino se decidirá el día menos pensado. Y así es, la vida continúa. […]
Soy débil. Me da miedo el dolor y tiemblo cuando me siento en el sillón del dentista. De niña me daban miedo los truenos y la oscuridad. Ahora que soy vieja, tengo miedo de las enfermedades, de la soledad; temo que si enfermara no podría trabajar más y me convertiría en una carga para ti y que tú me lo harías sentir. 

Fragmentos de Vida y destino, Vasili Grossman. Traducción Marta Rebón

Te doy la mano como tú me la dabas a mí en mi primer día de colegio.




lunes, 7 de abril de 2014

El deseo de ser feliz

La felicidad no existe. Lo único que existe es el deseo de ser feliz  
Antón Chéjov





La dama del perrito, Antón Chéjov
Fragmentos seleccionados de Anna Karénina, León Tolstói


Un nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura, que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella.
Después la volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola, llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito; nadie sabía quién era y todos la llamaban sencillamente «la señora del perrito».
«Si está aquí sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó Gurov.
Aún no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos en la escuela. Se había casado joven, cuando era estudiante de segundo año, y por entonces su mujer parecía tener la mitad de edad que él. Era una mujer alta y tiesa, de cejas oscuras, grave y digna, y como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba un lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la consideraba falta de inteligencia, de ideas limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en su casa. Empezó por serle infiel hacía mucho tiempo -le fue infiel bastante a menudo-, y, probablemente por esta razón, casi siempre hablaba mal de las mujeres; y cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas «la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia, que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad de hombres estaba aburrido y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque estuviese callado. En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo llevaba hacia ellas.
La experiencia, a menudo repetida, la cruda y amarga experiencia, le había enseñado hacía tiempo que con gente decente, especialmente gente de Moscú -siempre lentos e irresolutos para todo-, la intimidad, que al principio diversifica agradablemente la vida y parece una ligera y encantadora aventura, llega a ser inevitablemente un intrincado problema, y con el tiempo la situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía ansias de vivir, y todo lo encontraba sencillo y divertido.
Una noche que estaba comiendo en los jardines, la señora de la boina llegó lentamente y se sentó a la mesa de al lado. La expresión de su rostro, su aire, el vestido y el peinado, le indicaron que era una señora, que estaba casada, que se encontraba en Yalta por primera vez y que estaba triste... Las historias inmorales, que se murmuran en sitios como Yalta, son la mayor parte mentira; Gurov las despreciaba, sabiendo que tales historias eran inventos, en su mayor parte, de personas que hubieran pecado tranquilamente, de haber tenido ocasión; pero cuando la señora del perro se sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de él, recordó esas historias de conquistas fáciles, de excursiones a las montañas, y el tentador pensamiento de una dulce y ligera aventura amorosa, una novela con una mujer desconocida, cuyo nombre le fuese desconocido también, se apoderó súbitamente de su ánimo.
Llamó cariñosamente al pomeranio, y cuando el perro se acercó a él lo acarició con la mano. El pomeranio gruñó; Gurov volvió a pasarle la mano.
La señora miró hacia él bajando en seguida los ojos.
-No muerde -dijo, y se sonrojó.
-¿Le puedo dar un hueso? -preguntó Gurov; y como ella asintiera con la cabeza, volvió a decir cortésmente-. ¿Hace mucho tiempo que está usted en Yalta?
-Cinco días.
-Yo llevo ya quince aquí.
Un corto silencio siguió a estas palabras.
-El tiempo pasa de prisa, y sin embargo, ¡es tan triste esto! -dijo ella sin mirarlo.
-Es que se ha puesto de moda decir que esto es triste. Cualquier provinciano viviría en Belyov o en Lhidra sin estar triste, y cuando llega aquí exclama en seguida: «¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!» ¡Cualquiera diría que viene de Granada!
Ella se echó a reír. Luego, ambos siguieron comiendo en silencio, como extraños; pero después de comer pasearon juntos y pronto empezó entre ellos la conversación ligera y burlona de dos personas que se sienten libres y satisfechas, a quienes no importa ni lo que van a hablar ni hacia dónde han de dirigirse. Pasearon y hablaron de la luz tan rara que había sobre el mar; el agua era de un suave tono malva oscuro y la luna extendía sobre ella una estela dorada. Hablaron del bochorno que hacía después de un día de calor. Gurov le contó que había venido de Moscú, en donde tomó el grado en Artes, pero que era empleado de un banco; que había estado como cantante en una compañía de ópera, abandonándola luego; que poseía dos casas en Moscú...
De ella supo que había sido educada en San Petersburgo, pero vivía en S. desde su matrimonio, hacía dos años, y que todavía pasaría un mes en Yalta, donde se le reuniría tal vez su marido, que también necesitaba unos días de descanso. No estaba muy segura de si su marido tenía un puesto en el Departamento de la Corona o en el Consejo Provincial, y esta misma ignorancia parecía divertirla.
También supo Gurov que se llamaba Ana Sergeyevna.
Más tarde, una vez en su cuarto, pensó en ella; pensó que volvería a encontrársela al día siguiente; sí, necesariamente se encontrarían. Al acostarse recordó lo que ella le contara de sus sueños de colegio: había estado en él hasta hacía poco, estudiando lecciones como una niña. Y Gurov pensó en su propia hija. Recordaba también su desconfianza, la timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de hablar a un extraño. Debía ser ésta la primera vez en su vida que se encontraba sola, examinada con curiosidad e interés; la primera vez también que al dirigirse a ella creyó adivinar en las palabras de los demás secretas intenciones... Recordó su cuello esbelto y delicado, sus encantadores ojos grises.
«Algo hay de triste en esta mujer», pensó, y se quedó dormido.
DOS
Una semana había pasado desde que hicieron amistad. Era un día de fiesta. Dentro de las casas hacía bochorno, mientras que en la calle el viento formaba remolinos de polvo y tiraba el sombrero a los transeúntes. Era un día de sed, y Gurov entró varias veces en el pabellón y ofreció a Ana Sergeyevna jarabe y agua o un helado. Nadie sabía qué hacer.
Por la tarde, cuando el viento se calmó un poco, salieron a ver venir el vapor. Había muchas personas paseando por el puerto; se habían reunido para recibir a alguien y llevaban ramos de flores. Se notaban allí dos peculiaridades de la gente elegante de Yalta: las señoras mayores iban como muchachas y había muchos generales vestidos de uniforme.
A causa de lo alborotado que estaba el mar, el vapor llegó muy tarde, después de la puesta del sol, y tardó mucho tiempo en atracar al muelle. Ana Sergeyevna miró a través de sus impertinentes al vapor y a los pasajeros como esperando encontrar algún conocido, y al volverse hacia Gurov sus ojos brillaban. Habló mucho y preguntaba cosas desacordes, olvidando al poco rato lo que había preguntado; al hacer un movimiento con la mano dejó caer los impertinentes al suelo.
La gente empezaba a dispersarse; estaba demasiado oscuro para ver las caras de los que pasaban. El viento se había calmado por completo, pero Gurov y Ana Sergeyevna permanecían allí quietos como si esperasen ver salir a alguien más del vapor.
Ella olía en silencio las flores sin mirar a Gurov.
-El tiempo está mejor esta tarde -dijo él-. ¿Dónde vamos ahora?
Ella no contestó.
Entonces Gurov la miró intensamente, rodeó su cuerpo con el brazo y la besó en los labios, mientras respiraba la frescura y fragancia de las flores; luego miró a su alrededor ansiosamente, temiendo que alguien lo hubiese visto.
-Vamos al hotel -dijo él dulcemente. Y ambos caminaron de prisa.
La habitación estaba cerrada y perfumada con la esencia que ella había comprado en el almacén japonés. Gurov miró hacia Ana Sergeyevna y pensó: ¡Cuán distintas personas encuentra uno en este mundo! Del pasado, conservaba recuerdos de mujeres ligeras, de buen fondo algunas, que lo amaban alegremente agradeciéndole la felicidad que él podía darles, por muy breve que fuese; de mujeres, como la suya, que amaban con frases superfluas, afectadas, histéricas, con una expresión que hacía sospechar que no era amor ni pasión, sino algo más significativo; y de dos o tres más, hermosas, frías, en cuyos rostros sorprendió más de una vez destellos de rapacidad, el deseo obstinado de sacar de la vida aún más de lo que ésta podía darles. Eran mujeres irreflexivas, dominantes, faltas de inteligencia y de edad ya madura; cuando Gurov empezaba a mostrarse frío con ellas, esta misma hermosura excitaba su odio, figurándosele que los encajes con que adornaban su ropa eran para él escalas.
Pero en el caso actual sólo había la timidez de la juventud inexperta, un sentimiento parecido al miedo; y todo esto daba a la escena un aspecto de consternación, como si alguien hubiera llamado de repente a la puerta. La actitud de Ana Sergeyevna -«la señora del perrito»- en todo lo sucedido tenía algo de peculiar, de muy grave, como si hubiera sido su caída; así parecía, y resultaba extraño, inapropiado. Su rostro languideció, y lentamente se le soltó el pelo; en esta actitud de abatimiento y meditación se asemejaba a un grabado antiguo: La mujer pecadora.
-Hice mal -dijo-. Ahora usted será el primero en despreciarme.
Sobre la mesa había una sandía. Gurov cortó una tajada y empezó a comérsela sin prisa. Durante cerca de media hora ambos guardaron silencio.
Ana Sergeyevna estaba conmovedora; había en ella la pureza de la mujer sencilla y buena que ha visto poco de la vida.
La luz de la bujía iluminando su rostro mostraba, sin embargo, que se sentía desgraciada.
-¿Cómo es posible que yo llegara a despreciarla? -preguntó Gurov-. No sabe usted lo que dice.
-Dios me perdone -dijo ella; y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es horrible -añadió.
-Parece que necesita usted ser perdonada.
-¿Perdonada? No. Soy una mala mujer; me desprecio a mí misma y no pretendo justificarme. No es a mi marido, es a mí a quien he engañado. Y esto no es de ahora, hace mucho tiempo que me estoy engañando. Mi marido podrá ser bueno y honrado, pero ¡es un lacayo! No sé qué es lo que hace allí ni en lo que trabaja; pero sé que es un lacayo. Yo tenía veinte años cuando me casé con él. He vivido atormentada por un sentimiento de curiosidad; necesitaba algo mejor. Debe de haber otra clase de vida, me decía a mí misma. Sentía ansias de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir!... La curiosidad me abrasaba... Usted no me comprende, pero le juro a Dios que llegó un momento en que no pude contenerme; algo fuera de lo corriente debió ocurrirme; le dije a mi marido que estaba mala y me vine aquí... Y aquí he estado vagando de un lado para otro como una loca..., y ahora me veo convertida en una mujer vulgar, despreciable, a quien todos mirarán mal.
Gurov se sintió aburrido casi al escucharla.
Le irritaba el tono ingenuo con que hablaba y aquellos remordimientos tan inoportunos; a no ser por las lágrimas hubiera creído que estaba representando una comedia.
-No la entiendo a usted -dijo dulcemente-. ¿Qué es lo que quiere?

-En el caso al que acaba usted de referirse no puede hablarse de amor. Sólo fue una equivocación. […]Quería decirle que esto debe terminar. No he tenido que ruborizarme nunca delante de nadie, pero usted me hace sentirme culpable de algo. […]Vronski se daba cuenta de que esas palabras se las había dictado el sentido del deber, no su propio deseo.
-Si me ama tanto como dice –murmuró Anna-, debería ayudarme a recobrar la calma. […]Se sentía tan culpable y criminal que lo único que le quedaba era humillarse y pedirle perdón. Ya no tenía en el mundo a nadie más, por eso imploraba su gracia. Al mirar a Vronski, su humillación se le hacía tan evidente que no se le ocurría decir otra cosa. En cuanto a él, parecía un asesino al pie de su víctima. […]Entonces, igual que el asesino se abalanza sobre el cadáver con animosidad, casi con pasión, lo arrastra y lo despedaza, Vronski cubría de besos el rostro y los hombros de Anna. […]El sentimiento de vergüenza, alegría y horror que la embargaba al iniciar esa nueva vida […]Cada vez que recordaba lo que había sucedido y pensaba en lo que sería de ella y en lo que debía hacer, se desesperaba y rechazaba esas ideas. […]

Ella ocultó su rostro en el pecho de él estrechándolo tiernamente.
-Créame, créame usted, se lo suplico. Amo la existencia pura y honrada, odio el pecado. Yo no sé lo que estoy haciendo. La gente suele decir: «El demonio me ha tentado». Yo también pudiera decir que el espíritu del mal me ha engañado.
-¡Chis! ¡Chis!... -murmuró Gurov.
Después la miró fijamente, la besó, hablándole con dulzura y cariño, y poco a poco se fue tranquilizando, volviendo a estar alegre, y acabaron por reírse los dos. Cuando salieron afuera no había un alma a orillas del mar. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto mortuorio, y las olas se deshacían ruidosamente al llegar a la orilla; cerca de ella se balanceaba una barca, dentro de la que parpadeaba soñolienta una linterna.
Encontraron un coche y lo tomaron; fueron en dirección de Oreanda.
-Al pasar por el vestíbulo he visto su apellido escrito en la lista: Von Diderits -dijo Gurov-. ¿Su marido de usted es alemán?
-No; creo que su abuelo sí lo era, pero él es ruso ortodoxo.

La elevada posición del marido y, en consecuencia, el eco de esa intriga amorosa en sociedad.La mayoría de las mujeres jóvenes, que envidiaban a Anna y estaban hartas de que se alabara su virtud, se alegraban de que se hubieran cumplido sus predicciones y sólo esperaban que la opinión pública cambiara de signo para descargar sobre ella todo el peso de su desprecio.
Pero adivinan que no se trata de un juego, sino de otra cosa, que esta mujer es para mí más querida que mi propia vida. Y, como no pueden comprenderlo, se irritan. Cualquiera que sea nuestro destino, somos nosotros quienes nos lo hemos forjado y no nos arrepentimos –añadió, uniendo su propio nombre al de Anna en ese “nosotros”-. Quieren enseñarnos a vivir. Ellos, que no tienen ni idea de lo que es la felicidad; que no saben que sin ese amor no existe para nosotros dicha ni desdicha, ni siquiera vida.”Le irritaba que todos se inmiscuyeran porque, en el fondo de su alma, se daba cuenta de que tenían razón. […]La pasión que les unía era tan avasalladora que ambos se olvidaban de cuanto les rodeaba, excepto de su amor.

En Oreanda se sentaron silenciosos en un sitio no lejos de la iglesia y mirando hacia el mar. Yalta apenas era visible a través de la bruma matinal; blancas nubes permanecían quietas en lo alto de las montañas. No se movía una hoja; en los árboles cantaban las cigarras, y sólo llegaba a ellos desde abajo el cavernoso y monótono ruido de las olas hablando de paz, de ese sueño eterno que a todos nos espera. Del mismo modo debía oírse cuando ni Yalta ni Oreanda existían; así se oye ahora, y se oirá con la misma monotonía cuando ya no vivamos. Y en esta constancia, en esta completa indiferencia para la vida y la muerte de cada uno de nosotros, ahí se oculta tal vez la garantía de nuestra eterna salvación, del movimiento incesante de la vida sobre el mundo, del progreso hacia la perfección. Sentado al lado de una mujer joven que en la luz del amanecer parecía tan encantadora, acariciada e idealizada por los mágicos alrededores -el mar, las montañas, las nubes, el cielo azul-, Gurov pensó lo hermoso que es todo en el mundo cuando se refleja en nuestro espíritu: todo, menos lo que pensamos o hacemos cuando olvidamos nuestra dignidad y los altos designios de nuestra existencia.
Un hombre pasó cerca de ellos -un guarda, probablemente-, los miró, y siguió adelante.
Y este detalle les parecía misterioso y lleno de encanto también. Luego vieron un vapor que venía de Teodosia, cuyas luces brillaban confundidas con las del amanecer.
-Hay gotas de rocío sobre la hierba -dijo Ana Sergeyevna después de un silencio.
-Sí. Es hora de volver a casa. Y se volvieron a la ciudad.
Desde entonces volvieron a verse todos los días a las doce; comían juntos, se paseaban, contemplaban el mar. Ella se quejaba de dormir mal, sentía palpitaciones en el corazón; le hacía las mismas preguntas, interrumpidas a veces por celos, otras por el miedo de que Gurov no la respetara bastante. Y a menudo, en los jardines, a orillas del agua, cuando se encontraban solos, él la besaba apasionadamente. Aquella vida reposada, aquellos besos en pleno día mientras miraba alrededor por temor de ser visto, el calor, el olor del mar y el continuo ir y venir de gente desocupada, perfumada, bien vestida, hicieron de Gurov otro hombre. Encontraba a Ana Sergeyevna hermosa, fascinadora, y así se lo repetía a ella. Se volvió impaciente y apasionado hasta el punto de no querer separarse de su lado, y ella, mientras tanto, seguía pensativa y continuamente le decía que no la respetaba bastante, que no la amaba lo más mínimo, y que seguramente pensaría de ella como de una mujer cualquiera. Todos los días a la caída de la tarde se iban en coche fuera de Yalta, a Oreanda o a la cascada, y estos paseos eran siempre un triunfo para ellos; la escena les impresionaba invariablemente como algo magnífico y hermosísimo.
Esperaban al marido, que debía venir pronto; pero un día llegó una carta en la que anunciaba que se encontraba mal y suplicaba a su esposa que volviera cuanto antes. Ana Sergeyevna se preparó, pues, a marcharse.
-Es una buena cosa el que yo me vaya -le dijo a Gurov-. «¡Es el dedo del destino!»
El día de la marcha, Gurov la acompañó en el coche. Cuando llegaron al tren y sonó la segunda campanada, Ana Sergeyevna le dijo:
-¡Déjame mirarte una vez más... otra vez! Así, ya está.
No lloraba, pero en su rostro se reflejaba tal tristeza que parecía enferma, los labios le temblaban.
-Me acordaré de ti siempre..., pensaré siempre en ti -dijo-. Que Dios te proteja; sé feliz. No pienses nunca mal de mí. Nos separamos para no volvernos a ver más; así debe ser, porque nunca debimos habernos encontrado. Que Dios sea contigo, adiós.
El tren partió rápido, sus luces desaparecieron pronto de la vista, y un minuto más tarde no se oía ni el ruido, como si todo hubiera conspirado para hacer terminar lo antes posible aquel dulce delirio, aquella locura. Solo, en el andén, mirando hacia donde el tren desapareció, Gurov escuchó el chirrido de las cigarras, el zumbido de los hilos del telégrafo, y le pareció que acababa de despertarse. Y meditó sobre este episodio de su vida que también tocaba a su fin, y del que sólo el recuerdo quedaba... Se sintió conmovido, triste y con remordimientos. Aquella mujer, que nunca más volvería a encontrar, no fue feliz con él, porque aunque la trató con afecto y cariño, hubo siempre en sus maneras, en sus caricias, una ligera sombra de ironía, la grosera condescendencia de un hombre feliz que, además, le doblaba la edad. Ana Sergeyevna lo llamó siempre bueno, distinto de los demás, sublime a veces...; constantemente se había mostrado a ella como no era en realidad, sin intención la había engañado.
Un vago perfume de otoño se dejaba ya sentir en la atmósfera, hacía una tarde fría y triste.
-Es hora de que me marche al Norte -pensó Gurov al dejar el andén-. ¡Sí, ya es hora!

“Sí, antes era desdichada, pero se sentía orgullosa y gozaba de serenidad. Ahora, por mucho que intente disimularlo, es evidente que ha perdido la calma y la dignidad. Sí, hay que poner fin a esta situación”, decidió. […]“Abandonarlo todo y ocultarnos en alguna parte, a solas con nuestro amor”, se dijo.Ese niño, con su ingenua visión de la vida, era como una brújula que les marcaba cuánto se habían apartado de una norma moral que conocían, pero a la que no querían someterse. […]“¿Se lo digo o me callo? –pensaba Anna, mirando sus ojos serenos y acariciadores-. Se le ve tan feliz y tan entusiasmado con esa carrera que difícilmente entenderá la importancia que este acontecimiento tiene para nosotros.”“No, si no concediera a este acontecimiento la importancia debida, no se lo perdonaría nunca. Más vale que me calle. ¿Para qué ponerlo a prueba?”, pensaba Anna. […]-Estoy embarazada –susurró Anna lentamente. […]Pero se equivocaba al creer que Vronski concedía a esa noticia el mismo significado que ella, como mujer, le atribuía. Su primera reacción había sido un acceso, diez veces más fuerte de lo habitual, de esa extraña sensación de repugnancia; pero en seguida comprendió que por fin había llegado esa crisis que tanto deseaba, que no podrían seguir ocultándole su relación al marido de Anna, que se hacía inevitable acabar cuanto antes, de una u otra manera, con esa situación tan poco natural.

TRES
En su casa de Moscú lo encontró todo en plan de invierno; las estufas estaban encendidas, y por las mañanas aún era oscuro cuando sus hijos tomaban el desayuno para irse al colegio, tanto que la niñera tenía que encender la luz un rato. Habían empezado las heladas. Cuando cae la primera nieve y aparecen los primeros trineos es agradable ver la tierra blanca, los blancos tejados, exhalar el tibio aliento, y la estación trae a la memoria los años juveniles. Las viejas limas y abedules, cubiertos de escarcha, tienen una expresión simpática y están más cerca de nuestro corazón que los cipreses y las palmas. Junto a ellos se olvidan el mar y las montañas.
Gurov había nacido en Moscú; llegó a él en un bello día de nieve, y al ponerse su abrigo de pieles y sus guantes, al pasearse por Petrovka, al oír el domingo por la tarde el sonido de las campanas, olvidó el encanto de su reciente aventura y del sitio que dejara. Poco a poco se absorbió en la vida de Moscú; leía con avidez los periódicos ¡y declaraba que los leía sin fundamento! En seguida sintió un deseo irresistible de ir a los restaurantes, a los clubes, a las comidas, aniversarios y fiestas; se sintió orgulloso de hablar y discutir con célebres abogados, con artistas, de jugar a las cartas con algún profesor en el club de doctores. Ya podía hasta comer un plato de pescado salado o una col...
Al cabo de un mes, le pareció que la imagen de Ana Sergeyevna había de cubrirse de una bruma en su memoria y visitarlo en sueños de cuando en cuando, con una sonrisa, como hacían otras. Pero pasó más de un mes, llegó el verdadero invierno, y recordaba todo aquello tan claramente como si se hubiera separado de Ana Sergeyevna el día antes. Estos recuerdos, lejos de morir, se avivaron con el tiempo. En la tranquilidad de la tarde, al oír las palabras de los niños estudiando en alta voz, el sonido del piano en un restaurante, o el ruido de tormenta que llegaba por la chimenea, volvía de repente todo a su memoria: lo ocurrido en el muelle la mañana de niebla junto a las montañas, el vapor que volvía de Teodosia y los besos. Gurov se levantaba entonces y paseaba por su habitación recordando y sonriendo; luego, sus recuerdos se convertían en ilusiones, y en su fantasía el pasado se mezclaba con el porvenir. Ana Sergeyevna no lo visitaba ya en sueños, lo seguía por todas partes como una sombra, como un fantasma. Al cerrar los ojos la veía como si estuviese viva delante de él, y Gurov la encontraba más encantadora, más joven, más tierna de lo que en realidad era, imaginándosela aún más hermosa de lo que estaba en Yalta. Por la tarde, Ana Sergeyevna lo miraba desde el estante de los libros, desde el hogar de la chimenea; desde cualquier rincón oía su respiración y el roce acariciador de sus faldas. En la calle miraba a todas las mujeres buscando alguna que se pareciese a ella.
Un deseo intenso de comunicar a alguien sus ideas lo atormentaba. Pero en su casa era imposible hablar de su amor, y fuera de ella tampoco tenía a nadie; ni a sus compañeros de oficina ni a ninguno en el banco podía contárselo. ¿De qué iba a hablar entonces? Pero ¿es que había estado enamorado? ¿Hubo algo de poético, de edificante, simplemente de interés en sus relaciones con Ana Sergeyevna? Y todo se le volvía hablar vagamente de amor, de mujer, y nadie sospechaba nada; sólo su esposa fruncía el entrecejo y decía:
-No te va el papel de conquistador, Dimitri.
Una tarde, al volver del club de doctores con un oficial, con el que había estado jugando a las cartas, no se pudo contener y le dijo:
-¡Si supieras la mujer tan fascinadora que conocí en Yalta!
El oficial entró en su trineo, y se iba ya, pero se volvió de pronto exclamando:
-¡Dmitri Dmitrich!
-¿Qué?
-¡Tenías razón esta tarde: el esturión era demasiado fuerte!
Aquellas palabras tan corrientes llenaron a Gurov de indignación, encontrándolas degradantes y groseras. ¡Qué modo tan salvaje de hablar! ¡Qué noches más estúpidas, qué días más faltos de interés! El afán de las cartas, la glotonería, la bebida, el continuo charlar siempre sobre lo mismo. Todas estas cosas absorben la mayor parte del tiempo de muchas personas, la mejor parte de sus fuerzas, y al final de todo eso, ¿qué queda?: una vida servil, acortada, trivial e indigna, de la que no hay medio de salir, como si se estuviera encerrado en un manicomio o una prisión.
Gurov no durmió en toda la noche, tan lleno de indignación estaba. Al día siguiente se levantó con dolor de cabeza. Y a la otra noche volvió a dormir mal; se sentó en la cama, pensando; luego se levantó y empezó a pasearse por la habitación. Estaba harto de sus hijos, del banco, y sin ganas de ir a ningún sitio ni de ver a nadie.
En las vacaciones de diciembre se preparó para un viaje; le dijo a su mujer que iba a San Petersburgo a un asunto de un amigo y se marchó a S. ¿Para qué? Ni él mismo lo sabía. Sentía necesidad de ver a Ana Sergeyevna y de hablarle; a ser posible, arreglar una entrevista con ella.
Llegó a S. por la mañana y tomó el mejor cuarto del hotel; un cuarto con una alfombra gris en el suelo, y un tintero gris de polvo sobre la mesa, adornado con una figura a caballo que tenía el sombrero en la mano. El portero del hotel le informó necesariamente: Von Diderits vivía en una casa de su propiedad en la calle antigua de Gontcharny; no estaba lejos del hotel. Era rico y vivía a lo grande, tenía caballos propios; todo el mundo lo conocía en la ciudad. El portero pronunciaba «Dridirits».
Gurov se encaminó sin prisa a la calle de Gontcharny y encontró la casa. Enfrente de ella se extendía una larga valla gris adornada con clavos.
-Dan ganas de echar a correr al ver este demonio de valla -pensó Gurov, mirando desde allí a las ventanas de la casa y viceversa.
Luego recapacitó: era día de fiesta y probablemente el marido estaría en casa. De todos modos era una falta de tacto entrar en la casa y sorprenderla. Si le mandaba una carta, podía caer en manos del esposo y todo se echaría a perder. Lo mejor de todo era esperar una ocasión, y empezó a pasearse arriba y abajo por la calle esperando esa ocasión. Vio a un mendigo que se acercaba a la verja y a unos perros que salieron a ladrarle; una hora más tarde oyó débil e indistinto el sonido de un piano. Ana Sergeyevna debía tocar probablemente. De repente, se abrió la puerta, y una mujer vieja, acompañada del blanco y familiar pomeranio, salió de la casa. Gurov estuvo a punto de llamar al perro, pero empezó a latirle violentamente el corazón, y en su excitación no pudo recordar el nombre.
Siguió paseándose y midiendo la empalizada gris una y otra vez, y entonces le dio por pensar que Ana Sergeyevna lo había olvidado y se estaba a aquellas horas divirtiendo con otro, lo cual, al fin y al cabo, era natural en una mujer joven, que no tenía otra cosa que mirar desde por la mañana hasta la noche más que aquella condenada valla. Se volvió a su cuarto del hotel y estuvo largo rato sentado en el sofá sin saber qué hacer; luego comió y durmió bastante tiempo.

Y ahora nuestra suerte está echada. Es imprescindible acabar con esta mentira en que se ha convertido nuestra vida¿Acabar? ¿Y cómo vamos a hacerlo, Alekséi? –preguntó ella en voz baja. […]Era como si al empezar a analizarla, la verdadera Anna desapareciera y en su lugar surgiera una mujer extraña y ajena, que le oponía resistencia, y por la que Vronski no sentía cariño, sino temor. Pero esa tarde había decidido decírselo todo. […]-Nunca. Deja que sea yo quien decida. Me doy perfecta cuenta de la bajeza y el horror de mi situación. Pero no es tan fácil como tú crees encontrar una salida. Déjame actuar a mi manera y hazme caso. No vuelvas a hablarme nunca de esta cuestión. ¿Me lo prometes?... […]Recuerde una cosa: delante de los obstáculos no la retenga ni la apremie, déjela a su aire. […]En lugar de seguir el paso del animal, había hecho un movimiento en falso, tan incomprensible como imperdonable, cuando se dejaba caer en la silla. De pronto su situación cambió, y comprendió que había sucedido algo terrible. […]

-¡Qué estúpido! -exclamó al despertarse y mirar por la ventana-. Sin venir a qué, me he quedado dormido y ahora ya es de noche; ¿qué hago?
Se sentó en la cama, que estaba cubierta por una colcha gris como las de los hospitales, y empezó a burlarse de sí mismo; sentía un fastidio terrible.
-¡Al diablo la señora del perro y la dichosa aventura! En buen lío te has metido, Gurov...
Aquella mañana le había llamado la atención un cartel con letras muy grandes. La Geisha iba a ser representada por primera vez. Al recordar esto, se vistió y se marchó al teatro.
-Es posible que ella vaya a la primera representación -pensó.
El teatro estaba lleno. Como en todos los de provincia, había una atmósfera muy pesada, una especie de niebla que flotaba sobre las luces; por las galerías se oía el rumor de la gente; en la primera fila, los pollos elegantes de la localidad estaban de pie mirando a la gente, antes de levantarse el telón. En el palco del gobernador, su hija, adornada con una boa, ocupaba el primer sitio, mientras que él, oculto modestamente detrás de la cortina, sólo dejaba visible las manos. La orquesta empezó a afinar los instrumentos; el telón se levantó.
Seguía entrando gente que iba a ocupar sus sitios, y Gurov los miraba uno a uno con ansia.
Ana Sergeyevna llegó también. Se sentó en la tercera fila y Gurov sintió que su corazón se contraía al mirarla; comprendió entonces claramente que para él no había en todo el mundo ninguna criatura tan querida como aquélla; aquella mujercita sin atractivos de ninguna clase, perdida en la sociedad de provincia, con sus vulgares impertinentes, llenaba toda su vida; era su pena y su alegría, la única felicidad que ambicionaba, y al oír la música de la orquesta y el sonido de los pobres violines provincianos, pensó cuán encantadora era. Pensó, y soñó...
Un hombre joven, con patillas, alto y encorvado, llegó con Ana Sergeyevna y se sentó a su lado; inclinaba la cabeza a cada paso y parecía estar continuamente haciendo reverencias. Debía ser sin duda el esposo, que una vez en Yalta, en una exclamación de amargura llamó ella lacayo; sonreía almibaradamente y en el ojal de la chaqueta llevaba una insignia o distinción que recordaba el número de un criado.
En el primer descanso el marido se salió fuera a fumar y Ana Sergeyevna se quedó sola en su butaca. Gurov se acercó a ella y con voz temblorosa y una sonrisa forzada le dijo:
-Buenas noches.
Al volver la cabeza y encontrarse con él, Ana Sergeyevna se puso intensamente pálida, lo miró otra vez, horrorizada casi, y estrujó el abanico y los impertinentes entre las manos como luchando para no desmayarse. Los dos guardaban silencio. Ella seguía sentada, él de pie, asustado por la confusión que su presencia le produjo, y no atreviéndose a sentarse a su lado.
Los violines y la flauta empezaron a sonar, y de repente Gurov sintió como si de todos los palcos los estuvieran mirando. Ana Sergeyevna se levantó, marchando rápida hacia la puerta; siguió él, y ambos empezaron a andar sin saber adónde iban, a través de pasillos, bajando y subiendo escaleras, viendo desfilar ante sus ojos uniformes escolares, civiles, militares, todos con insignias. Al pasar, veían señoras, abrigos de piel colgados en las perchas, y el aire les traía olor a tabaco viejo. Y Gurov, cuyo corazón latía con violencia, pensó:
«¡Cielos! ¿Para qué habrá aquí esta gente y esa orquesta?»
Y recordó en aquel instante cuando, después de marcharse Ana Sergeyevna de Yalta, creyó él que todo había terminado y que no volverían a encontrarse más. Pero ¡cuán lejos estaban del final!
Al pie de una escalera estrecha y sombría, sobre la que se leía: «Paso al anfiteatro», se pararon.
-¡Cómo me has asustado! -exclamó ella sin respiración casi, todavía pálida y como agobiada-. ¡Oh, cómo me has asustado! Estoy medio muerta. ¿Por qué has venido? ¿Por qué?...
-Pero escúchame, Ana, escúchame... -repetía Gurov rápidamente y en voz baja-. Te suplico que me escuches...
Ella lo miraba con temor mezclado de amor y de súplica; lo miraba intensamente como si quisiera grabar sus facciones más profundamente en su memoria.
-¡Soy tan desgraciada! -siguió diciendo sin escucharle-. No he hecho más que pensar en ti todo el tiempo; no vivo más que para eso. Y, sin embargo, necesitaba olvidar, olvidar; pero ¿por qué?, ¡ah!, ¿por qué has venido?...
En el piso de arriba dos colegiales fumaban mirando hacia abajo, pero a Gurov no le importaba nada; atrayendo hacia sí a Ana Sergeyevna empezó a besarle la cara, las mejillas y las manos.
-¡Qué estás haciendo, qué estás haciendo! -gritaba ella con horror apartándolo de sí-. Estamos locos. Vete; vete ahora mismo... Te lo pido por lo que más quieras... Te lo suplico... ¡Que viene gente!
Alguien subía por las escaleras.
-Es preciso que te vayas -siguió diciendo Ana Sergeyevna, y su voz parecía un susurro-. ¿Oyes, Dmitri Dmitrich? Iré a verte a Moscú. Nunca he sido feliz; ahora lo soy menos todavía, ¡y nunca, nunca seré dichosa!... No me hagas sufrir más. Te juro que iré a Moscú. Pero ahora separémonos, mi amado Gurov, no hay más remedio.
Estrechó su mano y empezó a bajar las escaleras muy de prisa volviendo atrás la cabeza; y en sus ojos pudo ver él que realmente era desgraciada. Gurov esperó un poco más, escuchó hasta que dejó de oírse el rumor de sus pasos, y entonces fue a buscar su abrigo v se marchó del teatro.

Debían pasar esos días en San Petersburgo como si estuvieran en una ciudad extraña, evitando cualquier contacto con su antiguo círculo de amistades para no exponerse a escenas desagradables y ofensivas que tan dolorosas le resultaban. […]La estancia en San Petersburgo se le hizo aún más penosa porque observaba en Anna un estado de ánimo nuevo e incomprensible para él. […]Le parecía natural y sencillo ver a su hijo cuando estaba en la misma ciudad que él. Pero, una vez en San Petersburgo, cobró conciencia de cuál era su situación en la sociedad y comprendió que no iba a ser tan fácil arreglar las cosas. […]Esta obstinada negativa en comprender la situación en la que se encontraba hizo que Vronski sintiera por Anna, por primera vez desde que se conocían, un enojo rayano casi en la ira. […]“Presentarse en el teatro con ese vestido, en compañía de una princesa cuya vida todo el mundo conoce, no sólo significa reconocer tu posición de mujer perdida, sino lanzar un desafío a la sociedad, es decir, renunciar a ella para siempre”. […]Se daba cuenta de que, al tiempo que disminuía su respeto por ella, aumentaba la conciencia de su belleza. […]¿Y yo? Dirán que tengo miedo o que he encargado a Tushkévich que la proteja. Se mire por donde se mire , es una estupidez…¿Por qué me pone en esa situación?”, se preguntó […]Todo su rostro le recordaron cómo era cuando la vio en el baile de Moscú. Pero los sentimientos que le inspiraba ahora su belleza eran completamente distintos. Se había desvanecido ese aire de misterio que la rodeaba, y su belleza, aunque le atraía aún más que antes, también le ofendía. […]En todo el esplendor de su belleza, habrían admirado la calma y la hermosura de esa mujer, sin sospechar que la embargaba la misma vergüenza que a un malhechor expuesto en la picota. […]Aunque estaba furioso con Anna por haberlos puesto a los dos en una posición falsa, le daba pena que sufriera. […]Esa mujer dijo que era una deshonra estar sentada a mi lado […]Le aseguró que la amaba, porque comprendía que era lo único que podía calmarla en esos momentos. No le dirigió ningún reproche, pero en el fondo de su alma le echaba la culpa de lo que había pasado.
CUATRO
Y Ana Sergeyevna empezó a ir a verlo a Moscú. Cada dos o tres meses abandonaba S. diciendo a su esposo que iba a consultar a un doctor acerca de un mal interno que sentía. Y el marido le creía y no le creía. En Moscú paraba en el hotel del Bazar Eslavo, y desde allí enviaba a Gurov un mensajero con una gorra encarnada. Gurov la visitaba y nadie en Moscú lo sabía.

Sigo siendo la misma…Pero dentro de mí hay otra mujer, de la que tengo miedo. Es ella quien se ha enamorado de ese hombre. He intentado odiarte, pero no he podido olvidarme de la que era antes. Esa otra mujer no soy yo. Ahora soy la verdadera, de los pies a la cabeza. Me estoy muriendo; sé que me estoy muriendo. Pregúntaselo a él. […] Sólo quiero una cosa: que me perdones, que me perdones de verdad. Soy una pecadora, pero recuerdo que mi niñera me hablaba de una santa mártir…¿Cómo se llamaba? …Era todavía peor que yo. […]He oído que las mujeres aman a los hombres hasta por sus vicios –dijo de pronto Anna-, pero yo a mi marido lo odio por sus virtudes. […]-Tú no puedes entenderlo. Siento que estoy cayendo cabeza abajo por un abismo y que no debo salvarme. Y además no puedo. […]El recuerdo del mal causado a su marido despertaba en ella un sentimiento semejante a la repulsión, muy parecido al que experimenta una persona que se ahoga y consigue desembarazarse de otra que se ha aferrado a ella, dejando que se lo traguen las aguas. Naturalmente, todo eso estaba muy mal, pero era el único modo de salvarse. […]“La desgracia que le he causado a ese hombre era inevitable –pensaba-, pero no quiero aprovecharme de ella. También yo sufro y seguiré sufriendo. He renunciado a lo que más quería, mi hijo y mi reputación. He obrado mal, así que no merezco la felicidad ni el divorcio. Jamás me abandonará este sentimiento de vergüenza ni se mitigará mi dolor por la separación de mi hijo.” […]En cuanto a Vronski, a pesar de la plena realización de lo que había deseado tanto tiempo, no se sentía totalmente feliz. No tardó en darse cuenta de que el cumplimiento de su deseo sólo le había proporcionado un grano de la montaña de felicidad que había esperado. Esta constatación le demostró la eterna equivocación de quienes esperan encontrar la felicidad en el cumplimiento de todos sus deseos. […]-Me da igual que la sociedad no tolere mi proceder –dijo Vronski-, pero si mi familia quiere seguir considerándome uno de los suyos, debe aceptar a mi mujer.
Tendría que haber comprendido que el gran mundo estaba cerrado para Anna y para él. Pero, después de una serie de vanas reflexiones, había llegado a la conclusión de que tal actitud era una cosa del pasado; en los tiempos presentes, gracias al fulgurante avance del progreso [sin darse cuenta se había vuelto partidario de cualquier clase de progreso], el punto de vista de la sociedad había cambiado. En suma, aún no estaba claro qué acogida les dispensaría la sociedad. […]No obstante, no tardó en descubrir la verdad: esas puertas podían abrirse para él, pero nunca para Anna.
Una mañana de invierno se dirigía hacia el hotel a verla (el mensajero llegó la noche anterior). Iba con él su hija, a quien acompañaba al colegio. La nieve caía en grandes copos blancos.
-Hay tres grados sobre cero y, sin embargo, nieva -dijo Gurov a su hija-. Sólo hay deshielo en la superficie de la tierra; a mucha más altura de la atmósfera la temperatura es distinta completamente.
-¿Y por qué no hay tormentas en invierno, papá?
Y le explicó esto también.
Hablaba pensando que iba a verla a «ella», que nadie lo sabía y probablemente no se enterarían nunca. Tenía dos vidas: una franca, abierta, vista y conocida de todo el que quisiera, llena de franqueza relativa y relativa falsedad, una vida igual a la que llevaban sus amigos y conocidos; y otra que se deslizaba en secreto. Y a través de circunstancias extrañas, quizá accidentales, resultaba que cuanto había en él de verdadero valor, de sinceridad, todo lo que formaba el fondo de su corazón estaba oculto a los ojos de los demás; en cambio, cuanto había en él de falso, el estuche en que solía esconderse para ocultar la verdad -como, por ejemplo, su trabajo en el banco, sus discusiones en el club, aquello de la «raza inferior», su asistencia acompañado de su mujer a aniversarios y fiestas-, todo eso lo hacía delante de todo el mundo. Desde entonces juzgó a los otros por sí mismo, no creyendo en lo que veía y pensando siempre que cada hombre vive su verdadera vida en secreto, bajo el manto de la noche. La personalidad queda siempre ignorada, oculta, y tal vez por esta razón el hombre civilizado tiene siempre interés en que sea respetada.
Después de dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó abajo el abrigo de pieles, subió las escaleras y llamó a la puerta. Ana Sergeyevna, vestida con su traje gris favorito, exhausta por el viaje y la espera, lo aguardaba desde la noche anterior. Estaba pálida; lo miró sin sonreír, y apenas había entrado se arrojó en sus brazos. Fue su beso lento, prolongado, como si hiciera años que no se veían.
-Y bien, ¿qué tal lo vas pasando allí? -preguntó Gurov-. ¿Qué noticias traes?
-Espera; ahora te contaré..., no puedo hablar.
Y no podía; estaba llorando. Se volvió de espaldas a él llevándose el pañuelo a los ojos.
«La dejaremos llorar. Me sentaré y esperaré», pensó Dmitri; y se sentó en una butaca.
Mientras tanto, llamó al timbre y pidió que le trajeran té. Ana Sergeyevna seguía de espaldas a él mirando por la ventana. Lloraba de emoción, al darse cuenta de lo triste y dura que era la vida para ambos; sólo podían verse en secreto, ocultándose de todo el mundo, como ladrones. Sus vidas estaban destrozadas.
-¡Ven, cállate! -dijo Gurov.
Para él era evidente que aquel amor tardaría mucho en acabarse; que no podía encontrarle fin. Ana Sergeyevna cada vez lo quería más. Lo adoraba y no había que pensar en decirle que aquello se acabaría alguna vez; por otra parte, no lo hubiera creído.
Se levantó a consolarla con alguna palabra de cariño, apoyó las manos en sus hombros y en aquel momento se vio en el espejo.
Empezaba a blanquearle la cabeza. Y le pareció raro haber envejecido tan rápida y tontamente durante los últimos años. Aquellos hombros sobre los que reposaban sus manos eran jóvenes, llenos de vida y calor, temblaban.
Sintió compasión por aquella vida todavía tan joven, tan encantadora, pero probablemente no lejos de marchitarse como la suya. ¿Por qué lo amaba ella tanto? Siempre había parecido a las mujeres distinto de como era en realidad; amaban, no a él mismo, sino al hombre que se habían forjado en su imaginación, a aquel a quien con ansia buscaran toda la vida; y después, al notar su engaño, lo seguían amando lo mismo. Sin embargo, ninguna fue feliz con él. El tiempo pasó, hizo amistad con ellas, vivió con algunas, se separó luego, pero nunca había amado; sería lo que quisiera, pero no era amor.
Y he aquí que ahora, cuando su cabeza empezaba a blanquear, se había realmente enamorado por primera vez en su vida.
Ana Sergeyevna y él se amaban como algo muy próximo y querido, como marido y mujer, como tiernos amigos; habían nacido el uno para el otro y no comprendían por qué ella tenía un esposo y él una esposa. Eran como dos aves de paso obligadas a vivir en jaulas diferentes. Olvidaron el uno y el otro cuanto tenían por qué avergonzarse en el pasado, olvidaron el presente, y sintieron que aquel amor los había cambiado.
Otras veces, en momentos de depresión moral, Gurov se había reconfortado a sí mismo con razonamientos de alguna clase; pero ahora no le preocupaban estas cosas; sentía profunda compasión, necesidad de ser sincero y tierno...
-No llores, querida -le dijo-. Ya has llorado bastante, vamos... Ven y hablaremos un poco, arreglaremos algún plan.
Entonces discutieron sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir en ciudades diferentes y verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel intolerable cautiverio?...
-¿Cómo? ¿Cómo? -se preguntaba Gurov con la cabeza entre las manos-. ¿Cómo?...
Y parecía como si dentro de pocos momentos todo fuera a solucionarse y una nueva y espléndida vida empezara para ellos; y ambos veían claramente que aún les quedaba un camino largo, largo que recorrer, y que la parte más complicada y difícil no había hecho más que empezar.
La dama del perrito, Antón Chéjov
Fragmentos seleccionados de Anna Karénina, León Tolstói


Cabalgar en un caballo de la estepa se le antojaba algo salvaje y poético, aunque la realidad no era ni mucho menos así. Pero esa ingenuidad, unida a su belleza, su agradable sonrisa y la gracia de sus movimientos ejercían un enorme atractivo. 
Anna Karenina, León Tólstói
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