Textos seleccionados de El Proceso, de Frank Kafka
La hermosa habitación, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 20 de abril de 2012]
Se contaba, por ejemplo, una historia, que, según todos los indicios, podía ser verdadera: Un viejo funcionario, un señor bueno y silencioso, había estudiado una noche y un día, sin interrupción ––estos funcionarios eran más diligentes que nadie––, un asunto judicial bastante difícil, especialmente complicado debido a los datos confusos aportados por el abogado. Por la mañana, después de un trabajo de veinticuatro horas, probablemente no muy fecundo, se fue hacia la puerta de entrada, permaneció allí emboscado y arrojó por las escaleras a todos los abogados que pretendían entrar. Los abogados se reunieron al pie de las escaleras y discutieron qué podían hacer. Por una parte, no tenían ningún derecho a entrar, así que no podían emprender acción judicial alguna contra el funcionario y, además, tenían que cuidarse mucho de poner al cuerpo de funcionarios en su contra. Por otra parte, terno no hay día perdido en el juzgado, tenían la necesidad de entrar realmente, se pusieron de acuerdo en intentar cansar al funcionario. Una y otra vez mandaron a un abogado que volvía a ser arrojado escaleras abajo al ofrecer una resistencia meramente pasiva. Todo esto duró alrededor de una hora; entonces el hombre, ya viejo, debilitado por el trabajo nocturno, realmente fatigado, regresó a su despacho. Los de abajo no se lo querían creer, así que enviaron a uno para que mirase detrás de la puerta y comprobara que ya no estaba. Sólo entonces entraron, pero no se atrevieron ni a rechistar. Pues los abogados ––y hasta el más ínfimo de ellos podía abarcar, al menos en parte, las circunstancias que allí prevalecían–– no pretendían introducir ni imponer ninguna mejora en el funcionamiento de los tribunales, mientras que casi todos los acusados ––y esto era lo significativo––, incluso gente muy simple, empezaban a pensar nada más entrar en proposiciones de mejora y así desperdiciaban el tiempo y las energías, que podrían emplear mucho mejor de otra manera.
Lo correcto era adaptarse a las circunstancias. Aun en
el supuesto de que a alguien le fuera posible mejorar algunos detalles ––aunque
sólo se trataba de una superstición absurda––, lo único que habría conseguido,
en el mejor de los casos, sería mejorar algo para asuntos futuros, pero se
habría dañado extraordinariamente a sí mismo, pues habría llamado la atención
del cuerpo de funcionarios, siempre vengativo. ¡Jamás había que llamar la atención!
Había que esforzarse por comprender que ese gran
organismo judicial en cierta manera estaba suspendido, como si flotara, y si
alguien cambiaba algo en su esfera particular podía perder el suelo bajo los
pies y precipitarse, mientras que el gran organismo, para paliar esa pequeña
distorsión, podía encontrar fácilmente un repuesto en otro lugar ––todo está
conectado–– y permanecería así invariable o, lo que era aún más probable,
todavía más cerrado, más atento, más severo, más perverso. Así que lo mejor era
ceder el trabajo a los abogados en vez de molestarlos. […]
tenía que recordar
y examinar concienzudamente, toda su vida, sin tener conocimiento de la
acusación y de sus posibles ampliaciones. Y, por
añadidura, qué trabajo tan triste. Tal vez fuera adecuado para ocupar a un anciano
senil en los días vacíos de su jubilación. Pero, ahora que K necesitaba
invertir toda su capacidad mental; en su trabajo, ahora que cada minuto pasaba
raudo ––ya que se encontraba en plena promoción y representaba un serio peligro
para el subdirector––, y ahora que, como un hombre joven, deseaba disfrutar las
cortas tardes y las noches, precisamente ahora tenía que comenzar a redactar
ese escrito. Otra vez sus pensamientos se tornaron en quejas. […]
––He sabido algo de su proceso a través de un tal Titorelli.
Es un pintor, Titorelli es sólo su nombre artístico, desconozco su nombre
verdadero. Viene desde hace mucho tiempo a mi despacho y trae algunos cuadros
por los que le doy ––es casi un mendigo–– alguna limosna. Además, son cuadros
bonitos, paisajes y cosas parecidas. Estas compras ––ya nos habíamos
acostumbrado ambos a ellas–– se producían con cierta regularidad y sin perder
el tiempo. Pero durante un periodo sus visitas se hicieron tan frecuentes que
le hice alguna objeción, entonces conversamos, me interesé por cómo podía
subsistir sólo pintando y me enteré, para mi sorpresa, de que sus principales
ingresos procedían de los retratos. Me dijo que trabajaba para los tribunales.
Le pregunté para qué tribunal en concreto y entonces me contó acerca de esa
justicia. Se puede figurar mi sorpresa al oír lo que me contaba. Desde ese día
cada vez que me visita me entero de alguna novedad concerniente al tribunal y
así me hago una idea del asunto. Titorelli es, sin embargo, bastante hablador y a veces tengo
que pararle los pies, y no sólo porque miente, sino también porque un hombre de
negocios como yo, abrumado de trabajo, tampoco puede ocuparse en cosas ajenas. Pero esto sea dicho sólo de paso. He pensado que Titorelli, tal vez,
podría serle de alguna ayuda, conoce a muchos jueces y aunque no tenga mucha
influencia, al menos podría darle algún consejo sobre cómo se puede encontrar a
gente influyente. Y aunque estos consejos, considerados en sí mismos, no sean
decisivos, creo que, en su posesión, pueden adquirir alguna importancia. Usted
es casi un abogado. Yo suelo decir siempre: el gerente K es casi un abogado. Oh, no me preocupo en absoluto
por su proceso. ¿Quiere ir a ver a Titorelli? Con mi recomendación
hará todo lo que sea posible. Creo que debería visitarlo.[…]
––Ya sabía ––dijo el fabricante–– que encontraría la
mejor solución. No obstante, pensé
que evitaría invitar al banco a tipos como este Titorelli para hablar del
proceso. Tampoco resulta muy ventajoso poner cartas en manos de esa gente. Pero estoy seguro de que usted lo ha pensado muy bien y sabe lo que tiene
que hacer. […]
––Sí ––dijo el pintor––, pero la tengo que pintar así
por encargo, en realidad representa al mismo tiempo a la justicia y a la diosa
de la victoria.
––No es una buena combinación ––dijo K sonriendo––. La
justicia debería estar quieta, si no oscilaría la balanza y entonces no sería
posible una sentencia justa.
––Me tengo que adaptar a los gustos de mi cliente
––dijo el pintor. […]
––Sí ––dijo el pintor––, pero no es ningún juez
supremo y jamás se ha sentado en un sitial así. […]
La figura que representaba a la justicia quedó de una
tonalidad clara, y esa claridad la hacía resaltar, pero apenas recordaba a la diosa de la
justicia, aunque tampoco a la de la victoria, más bien se parecía a la diosa de
la caza.[…]
––Usted conoce este mundo judicial mucho mejor que yo,
yo no sé más que lo que he oído aquí y allá, aunque lo oído procedía de
personas muy distintas. Todos coinciden en que no se acusa a nadie a la ligera
y que el tribunal, cuando acusa a alguien, está convencido de la culpa del
acusado y que es muy difícil hacer que abandone ese convencimiento.
––¿Difícil? ––preguntó el pintor, y elevó una mano––.
Nunca se le puede disuadir. Si pintase a todos los jueces aquí en la pared, uno al
lado del otro, y usted se defendiese ante ellos, tendría más éxito que ante un
tribunal real. […]
Si los jueces se dejaban influir tan
fácilmente por sus relaciones personales, como el abogado
había manifestado, entonces las relaciones del pintor con los vanidosos jueces
eran muy importantes y de ninguna manera se podían menospreciar. En ese caso el
pintor se adaptaba perfectamente al círculo de ayudantes que K paulatinamente
iba reuniendo a su alrededor. Una vez habían elogiado en el banco su talento
organizador, aquí, en una situación en la que dependía exclusivamente de sí
mismo, había una buena oportunidad para ponerlo a prueba. El pintor observó el
efecto que su aclaración había ejercido en K y dijo, no sin cierto temor:
––¿No le llama la atención que hablo casi como un
jurista? Es por el trato ininterrumpido con los
señores del tribunal, que tanto me ha influido. Por supuesto, saco muchos
beneficios de ello, pero el impulso artístico se pierde en parte. […]
––No debe generalizar––dijo el pintor insatisfecho––,
sólo he hablado de mis experiencias.
––Eso basta ––dijo K––, ¿o acaso ha oído de
absoluciones en otros tiempos?
––Ha debido de haber ese tipo de absoluciones
––respondió el pintor––. Pero es difícil constatarlo. Las sentencias definitivas del
tribunal no se hacen públicas, ni siquiera son accesibles para los jueces, por eso sólo se han conservado leyendas sobre casos judiciales antiguos.
Estas leyendas, en su mayoría, contienen absoluciones reales, se puede creer en
ellas, pero no se pueden demostrar. No obstante, no se deben descuidar,
contienen una cierta verdad, y son muy bellas, yo mismo he pintado varios cuadros
que tienen como tema esas leyendas. […]
Un especialista no
lo creerá jamás. No se pierden las actas, el tribunal no olvida. Un día ––nadie lo espera––, un juez cualquiera toma el acta, le presta un poco
de atención, comprueba que la acusación aún está en vigor y ordena la detención
inmediata. He dado a entender que entre la absolución aparente y la nueva
detención transcurre un largo periodo de tiempo, es posible y conozco algunos
casos, pero también es posible que el absuelto llegue a su casa de los tribunales
y ya allí le esperen unos emisarios para detenerle de nuevo. Entonces, por
supuesto, se ha terminado la vida en libertad. […]
K miró cómo se iba. Su decisión de despedir al abogado
era definitiva. Era mejor no haber hablado antes con Leni. Ella apenas tenía una
visión general del caso, le habría desaconsejado ese paso, probablemente
hubiera convencido a K para no darlo, habría seguido dudando, permanecería
inquieto y, finalmente, habría tenido que tomar la misma decisión, pues era
inevitable. Pero cuanto antes la tomara, más daños se ahorraría. Tal vez el
comerciante pudiera decir algo al respecto. […]
Lo tengo apuntado aquí, si quiere le doy las fechas
precisas. Es difícil mantenerlo todo en la memoria. Mi proceso es posible que
dure más, comenzó poco después de la muerte de mi mujer, y de eso ya hace más
de cinco años. […]
––¿Por qué pregunta eso? ––dijo el comerciante
enojado––. Parece no conocer a la gente de allí y tal vez lo interpretase mal.
Debe tener en cuenta que en este tipo de procedimientos se habla de muchas cosas para las que ya no
basta el sentido común, uno está demasiado cansado y confuso, así que se cae en las supersticiones. Hablo de los demás, pero yo no soy mejor. Una de esas supersticiones es,
por ejemplo, que muchos pueden presagiar el resultado del proceso mirando el
rostro del acusado, especialmente por la forma de los labios. Esas personas afirman que por sus
labios deducen que usted será condenado en breve. Repito, es
una superstición ridícula y en la mayoría de los casos refutada por los hechos,
pero cuando se vive en esa compañía es difícil deshacerse de esas opiniones.
Piense sólo la fuerza con que puede obrar esa superstición. Usted se dirigió a
uno de los acusados ¿verdad? Él apenas le pudo responder. Hay muchas causas
para quedar confuso en una situación así, pero una de ellas era sus labios.
Luego contó que creía haber visto en sus labios el signo de su propia condena.
[…]
––Por regla general no conversan entre ellos ––dijo el
comerciante––, no sería posible, son demasiados. Tampoco hay intereses comunes. Cuando alguna vez surge
en un grupo la creencia en un interés común, resulta al poco tiempo un error. No se puede emprender nada en común contra el tribunal. Cada caso se
investiga por separado, es el tribunal más concienzudo. Así pues, en común no
se puede imponer nada. Sólo un individuo logra algo en secreto. Sólo cuando lo
ha logrado, se enteran los demás. Nadie sabe cómo ha ocurrido.
Así que no hay nada en común, uno se encuentra de vez
en cuando con otro en la sala de espera, pero allí se habla poco. Las
supersticiones vienen ya de muy antiguo y se difunden por sí mismas. […]
–Haré todavía un intento ––dijo el abogado, como si lo
que irritaba a K le afectara en realidad a él––. Tengo la sospecha de que usted
ha sido llevado a su falso enjuiciamiento de mi trabajo y a su comportamiento
por el hecho de que, a pesar de ser un
acusado, se le ha tratado demasiado bien o, mejor
expresado, con aparente indulgencia. También esto último tiene su motivo. A menudo es mejor estar
encadenado que libre. Pero quiero mostrarle cómo se trata a otros acusados, tal vez sea capaz de aprender una lección. Voy a llamar a Block, abra la
puerta y siéntese aquí, junto a la mesilla de noche. […]
El cliente terminaba por olvidarse del mundo y
esperaba arrastrarse hasta el final del proceso por ese camino erróneo.
Eso ya no era un cliente, eso era el perro del
abogado. Si éste le hubiera ordenado meterse debajo de la cama como si fuera una
caseta de perro, y ladrar desde allí dentro, lo hubiera hecho con placer. […]
No obstante, a K le parecía indudable la buena
intención del sacerdote, no sería imposible que pudieran llegar a un acuerdo si
bajaba, tampoco era imposible que recibiera de él un consejo decisivo y
aceptable, que le mostrara, por ejemplo, no cómo se podía influir en el
proceso, sino cómo se podía
salir del proceso, cómo se podía vivir al margen de éste. Esa posibilidad tenía
que existir, K había pensado mucho en ella en los últimos tiempos. Si el sacerdote conocía esa posibilidad, a lo mejor se la decía si se lo
pedía, aunque perteneciera al tribunal, y a pesar de que K, al atacar al
tribunal, hubiese herido sus sentimientos y le hubiera obligado a gritar.
––¿No quieres bajar? ––dijo K––. No vas a pronunciar
ningún sermón. Baja conmigo.
––Ya puedo bajar ––dijo el sacerdote, parecía lamentar
su grito. Mientras descolgaba la lámpara, dijo––: Primero tenía que hablar
contigo guardando las distancias, si no me dejo influir fácilmente y olvido mi
misión […]
––Te engañas en lo que respecta al tribunal ––dijo el
sacerdote––, en la introducción a la Ley se ha escrito sobre este engaño:
«Ante la Ley hay un guardián que protege la puerta de entrada. Un hombre procedente del
campo se acerca a él y le pide permiso para acceder a la Ley. Pero el guardián
dice que en ese momento no le puede permitir la entrada. El hombre reflexiona y
pregunta si podrá entrar más tarde».
––Es posible ––responde el guardián––, pero no ahora.
«Como la puerta de acceso a la Ley permanece abierta,
como siempre, y el guardián se sitúa a un lado, el hombre se inclina para mirar
a través del umbral y ver así qué hay en el interior.
Cuando el guardián advierte su propósito, ríe y dice:
»––Si tanto te incita, intenta entrar a pesar de mi
prohibición. Ten en cuenta, sin embargo, que soy poderoso y que, además, soy el
guardián más insignificante. Ante cada una de las salas permanece un guardián,
el uno más poderoso que el otro. La mirada del tercero ya es para mí
insoportable. […]
»El hombre procedente del campo no había contado con
tantas dificultades. La Ley, piensa,
debe ser accesible a todos y en todo momento, pero al
considerar ahora con más
exactitud al guardián, cubierto con su abrigo de piel,
al observar su enorme y prolongada nariz, la barba negra, fina, larga, tártara,
decide que es mejor esperar hasta que reciba el permiso para entrar. El
guardián le da un taburete y deja que tome asiento en uno de los lados de la
puerta. Allí permanece sentado días y años. Hace muchos intentos para que le
inviten a entrar y cansa al guardián con sus súplicas. El guardián le somete a
menudo a cortos interrogatorios, le pregunta acerca de su hogar y de otras
cosas, pero son preguntas indiferentes, como las que hacen grandes señores, y
al final siempre repetía que todavía no podía permitirle la entrada. El hombre,
que se había provisto muy bien para el viaje, utiliza todo, por valioso que sea,
para sobornar al guardián. Éste lo acepta todo, pero al mismo tiempo dice:
»––Sólo lo acepto para que no creas que has omitido
algo.
»Durante los muchos años que estuvo allí, el hombre
observó al guardián de forma casi ininterrumpida. Olvidó a los otros guardianes y
éste le terminó pareciendo el único impedimento para tener acceso a la Ley. Los primeros años maldijo la desgraciada casualidad, más tarde, ya
envejecido, sólo murmuraba para sí. Se vuelve senil, y como ha sometido durante
tanto tiempo al guardián a un largo estudio ya es capaz de reconocer a la pulga
en el cuello de su abrigo de piel, por lo que solicita a la pulga que le ayude
para cambiar la opinión del guardián. Por último, su vista se torna débil y ya no
sabe realmente si oscurece a su alrededor o son sólo los ojos los que le
engañan. Pero ahora advierte en la oscuridad un brillo que
irrumpe indeleble a través de la puerta de la Ley.
Ya no vivirá mucho más. Antes de su muerte se
concentran en su mente todas las experiencias pasadas, que toman forma en una
sola pregunta que hasta ahora no había hecho al guardián. Entonces le guiña un
ojo, ya que no puede incorporar su cuerpo entumecido. El guardián tiene que
inclinarse hacia él profundamente porque la diferencia de tamaños ha variado en
perjuicio del hombre de la provincia.
»––¿Qué quieres saber ahora? ––pregunta el guardián––.
Eres insaciable.
»––Todos aspiran a
la Ley ––dice el hombre––. ¿Cómo es posible que durante tantos años sólo yo
haya solicitado la entrada?
»El guardián comprueba que el hombre ha llegado a su
fin y, para que su débil oído pueda percibirlo, le grita:
»––Ningún otro
podía haber recibido permiso para entrar por esta puerta, pues esta entrada
estaba reservada sólo para ti. Yo me voy ahora y cierro la puerta».
––El centinela, entonces, ha engañado al hombre ––dijo
K en seguida, fuertemente atraído por la historia […]
En este caso hay, incluso, una opinión según la cual
precisamente el vigilante es el engañado.
––Ésa es una interpretación que va demasiado lejos
––dijo K––. ¿Cómo la fundamentan?
––La fundamentación se basa en la simpleza del
centinela. Él dice que no conoce el interior de la Ley, sino sólo el camino que
una y otra vez tiene que recorrer ante la entrada.
Las ideas que posee del interior se
consideran ingenuas y se cree que él mismo teme aquello que también quiere
hacer que el hombre tema. Sí, incluso él tiene más miedo que el hombre, pues
éste sólo quiere entrar, aun después de haber oído que hay vigilantes más
poderosos; el centinela, sin embargo, no quiere entrar, al menos no se dice
nada sobre ello. Otros, por el contrario, afirman que él ha tenido que estar en
el interior, pues fue admitido para ponerse al servicio de la Ley y eso sólo
puede ocurrir en el interior. A esto se responde que una voz procedente del
interior pudo nombrarle vigilante y que, por consiguiente, es posible que no
hubiese estado en el interior, al menos no en la parte más interna, ya que él
mismo dice que no resiste la mirada del tercer centinela. Además, tampoco se
informa de que durante todos esos años haya mencionado, aparte de su referencia
a los otros vigilantes, algo del interior.
Es posible que lo tuviera prohibido, pero no se nos
dice nada de esa prohibición. De todo esto se deduce que no sabe nada del
aspecto que presenta el interior ni de su importancia y que, por lo tanto,
permanece allí engañado. Pero también
está engañado respecto al hombre de la provincia, pues es su subordinado y no
lo sabe. Que él trata al hombre como si fuera un subordinado,
se reconoce en muchos detalles, fáciles de recordar.
Pero que realmente sea un subordinado debería
derivarse, según esa opinión, con la misma claridad. Ante todo es libre el que está por encima del que
permanece sujeto. Ahora bien, el hombre es el que realmente está libre,
él puede ir a donde quiera, sólo le está prohibida la entrada a la Ley y,
además, sólo por una persona, por el centinela. Si se sienta en el taburete al
lado de la puerta y allí pasa toda su vida, lo hace voluntariamente, la
historia no habla de ninguna obligación.
El centinela, sin embargo, está obligado
por su cargo a permanecer en su puesto, no se puede
alejar; según las apariencias, tampoco puede ir hacia el interior, ni en el
caso de que así lo quisiera. Además, aunque
está al servicio de la Ley, sólo presta su servicio ante esa entrada, es decir,
en realidad está al servicio de ese hombre, el único al
que está destinada dicha entrada. También desde esta perspectiva está
subordinado a él. Se puede suponer que, a través de muchos años, sólo ha
prestado un servicio inútil, pues se dice que llega un hombre maduro, es decir,
que el centinela tuvo que esperar mucho tiempo hasta que pudo cumplir su
objetivo y, además, tuvo que esperar tanto tiempo como quiso el hombre del
campo, que vino voluntariamente. Pero también el final de su servicio
queda determinado por la muerte del hombre, así que permanece subordinado a él
hasta su fallecimiento. Y una y otra vez se acentúa que el centinela no sabe
nada de eso.
No es nada extraordinario, pues, según esta interpretación, el centinela es víctima de
un engaño mucho mayor, el que hace referencia a su servicio. Al final habla de
la entrada y dice: «Ahora me voy y la cierro», pero al principio se dice que la
puerta que da acceso a la Ley permanece abierta, como siempre,
así que siempre está abierta, siempre, con independencia de la vida del hombre
para el que está destinada esa entrada, por consiguiente el vigilante no podrá
cerrarla. Aquí divergen las opiniones. Unos creen que el centinela, con el
anuncio de que va a cerrar la puerta, sólo pretende dar una respuesta o
acentuar su obligación; otros piensan que en el último momento quiere
entristecer al hombre e impulsarle a que se arrepienta. Muchos comentadores
coinciden en que no podrá cerrar la puerta. Opinan, incluso, que al menos al
final, también en lo que sabe, permanece
subordinado al hombre, pues éste ve cómo surge el resplandor de la Ley,
mientras que el centinela permanece de espaldas y no menciona
nada que haga suponer que ha advertido alguna transformación. […]
–Aquí topas con una opinión contraria––dijo el
sacerdote––. Muchos dicen que la historia no otorga a nadie el derecho a juzgar
al centinela. Sea cual sea la impresión que nos dé, es un servidor de la Ley,
esto es, pertenece a la Ley, por lo que es inaccesible al juicio humano.
Tampoco se puede creer que el centinela esté subordinado al hombre. Estar sujeto, por su servicio, a la entrada de la Ley
es incomparablemente más importante que vivir libre en el mundo. El hombre
viene a la Ley, el centinela ya está allí. La Ley ha sido la que le ha puesto a
su servicio. Dudar de su dignidad significa dudar de la Ley.
––Yo no comparto esa opinión ––dijo K moviendo
negativamente la cabeza––, pues si se aceptan sus premisas hay que considerar
que todo lo que dice el vigilante es verdad. Pero eso es imposible, como tú
mismo has fundamentado con todo detalle.
––No ––dijo el sacerdote––, no se debe tener todo por verdad, sólo se tiene que
considerar necesario.
––Triste opinión ––dijo
K––. La mentira se eleva a fundamento del orden mundial. […]
––Yo pertenezco al tribunal ––dijo el sacerdote––.
¿Por qué debería querer algo de ti? El tribunal no quiere nada de ti. Te toma
cuando llegas y te despide cuando te vas. […]
Lo único que puedo hacer es mantener el
sentido común hasta el final. Siempre quise
ir por el mundo con veinte manos y, además, con un objetivo no autorizado. Eso
fue incorrecto, ¿acaso es necesario que diga que ni siquiera un proceso de un
año ha logrado hacerme aprender algo? ¿Acaso debo partir como un ser humano
obcecado? ¿Se puede decir de mí que quise terminar el proceso en su inicio y
que ahora, cuando termina, quiero comenzarlo de nuevo? […]
tanto se alegraba de esa conciencia, cada vez más
rara, de que aún era alguien en el banco y de que sus pensamientos tenían la fuerza de justificarle. Tal vez fuese esa forma de justificarse la mejor, y no sólo en el banco,
sino también en el proceso, quizá mucho mejor que cualquier otra defensa ya
intentada o planeada. […]
Los
libros que no
empezaron siendo libros: los que se han hecho a golpes de azar y han llegado a
existir cuando su autor ya estaba muerto; los que lo acompañan a uno de manera
intermitente a lo largo de los años, rara vez leídos completos, transmitiendo
así mejor su condición fragmentaria, su melancolía de cosas póstumas en las que
nuestra lectura tiene algo de intromisión. Mi preferido tal vez entre ellos,
las Cartas a Milena, de
Kafka, en la traducción de J.R. Wilcock, que está en Alianza, y que
probablemente se publicó antes en Buenos Aires. Kafka murió en 1924 siendo un
desconocido. Milena Jesenska guardó sus cartas hasta 1939, cuando supo que los
nazis ocupantes de Praga la detendrían pronto, y quiso salvarlas, algo tan
secreto y tan frágil que probablemente se perdería sin rastro en el apocalipsis
de Europa. Milena, una mujer valerosa que se jugó la vida ayudando a
resistentes y a fugitivos judíos, que murió en mayo de 1944 en el campo de
Ravensbrück, las entregó a un amigo, Willy Haas, que también tuvo que
esconderse, pero que a diferencia de ella sobrevivió a la guerra.
Conviene
conocer
la historia cuando se tiene el libro entre manos, porque como tantas cosas
valiosas que damos por supuestas estuvo a punto de no existir. El ejemplar que
tengo conmigo, el que he usado para la clase, es el mismo con el que trabajé
mientras escribía Sefarad.
Tiene los subrayados a lápiz de entonces. El libro se abre por sí
solo en las páginas que más he frecuentado. Ésta, por ejemplo, que alguna vez
copié a mano:
“Muchas veces tengo la impresión de que
estuviéramos en una habitación con dos puertas opuestas, y cada uno tuviera
aferrada la manija de una puerta, y apenas uno mueve los párpados ya está el otro
detrás de su puerta, y ahora basta que el
primero diga una sola palabra para que el otro cierre su puerta detrás de sí y
desaparezca. Volverá a abrir la puerta, por supuesto, ya que tal vez
es una habitación que no puede abandonarse. Si por lo menos el primero no se
pareciera tan exactamente al segundo, si se quedara quieto, si por lo menos aparentara
no mirar al segundo, si se dedicara a poner lentamente en orden el cuarto, como
si fuera un cuarto como todos los demás; pero en cambio hace exactamente lo mismo que el otro junto a
su puerta, y a veces se encuentran ambos cada uno detrás de su puerta, y la
hermosa habitación queda vacía”.
No
estoy leyendo
un libro. Estoy espiando una carta de amor. Porque también dice Kafka: “Escribir cartas significa
desnudarse ante los fantasmas que lo esperan ávidamente. Los besos por escrito
no llegan a su destino, se los beben por el camino los fantasmas”.
La hermosa habitación, Antonio Muñoz Molina [Escrito
en un instante, 20 de abril de 2012]
Las leyes mantienen su crédito no porque sean justas sino porque son leyes. Es el fundamento místico de la autoridad, no tienen otro.
Montaigne
La verdad interna de un relato no se deja determinar nunca, sino que debe ser aceptada o negada una y otra vez, de manera renovada, por cada uno de los lectores u oyentes.
Kafka
Todos nosotros somos responsables de todo y de todos ante todos, y yo más que los otros.
Dostoievski
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