En
una de sus cartas, Voltaire asegura que los humanos tenemos un número determinado
de dientes,
cabellos e ideas que con los años vamos perdiendo paulatinamente hasta quedar
reducidos al despojado modelo que la vejez presenta al público. Puedo dar fe
personal de ese desguace, pero no todos sus registros me parecen igualmente
deplorables. En concreto el adelgazamiento de la provisión ideológica tiene bastante de
beneficioso.
La
experiencia demuestra que rebosar de ideas no es señal de gran inteligencia,
sino más bien de lo contrario: los sabios las someten al mismo régimen que las
juergas y se permiten muy pocas. A quienes no lo somos, nos viene bien que el
tiempo nos desbroce de la excesiva facundia, sobre todo en lo político. A
mí me ha dejado reducido al ideal socialdemócrata y poco más. Ya sé que el término les suena
peyorativo y anticuado a amigos a los que intelectualmente aprecio, porque les recuerda la propaganda ineficaz o nociva de ciertos
socialistas al hispánico modo, pero a mi juicio equivale al
sentido común (un punto escéptico) aplicado a la gestión de lo común. Aún más, creo que se trata ni
más ni menos de lo que George Orwell (a
quien por cierto ahora algunos, a propósito de Snowden, confunden con Mercedes
Milá) llamaba common
decency, la decencia corriente en lo que toca a lo común.
Ahora
estamos viendo que la socialdemocracia, con su combinación cívica de derechos y
deberes, su énfasis en la defensa de un espacio vital y unos servicios públicos
no sometidos a la mera regulación comercial y su principio de que toda riqueza
es social y por tanto debe ser socialmente responsable, no es una aspiración
política facilona ni aburridamente modesta como algunos han podido suponer. Aún menos, desde luego, una
suerte de totalitarismo light que marchita o proscribe la excelencia
individual. Más bien se trata del auténtico esfuerzo revolucionario de la era
contemporánea, contra la que han ido creciendo obstáculos institucionales y
económicos que revelan el fondo subversivo de sus aparentemente sosegadas
propuestas. Lo que parecía un ideal domesticado se ha convertido por la zapa de
intereses reaccionarios en casi una utopía. En efecto, la
socialdemocracia nunca ha pedido el sol a media noche, sino una red de
alumbrado público eficaz cuando se pone oscuro. Eso la enfrenta por
igual a quienes claman que debemos resignarnos a las tinieblas pues son
naturales (salvo para los héroes capaces de conseguir su propia linterna) y a
los que recomiendan apedrear las pocas farolas que pueda haber y exigir el
amanecer ya o nada.
En
el fondo, los movimientos ciudadanos como el 15-M y derivados, aunque peraltados en
ocasiones por declamaciones radicales de hoja caduca (véase el párrafo primero
de esta nota), lo que coinciden en exigir es la recuperación de los puntos
perdidos o jibarizados del ideario socialdemócrata. Zarandeados por una crisis que
exige reformas de calado, pero también se presta a servir de coartada a
retrocesos antiigualitarios, los más adormecidos han cobrado conciencia de que el
llamado Estado de bienestar no tiene piloto automático y que nada socialmente
bueno está garantizado para siempre si sus beneficiarios no quieren o no saben
empeñarse políticamente en conservarlo y actualizarlo.
Se
nos ha dicho que no solo los ciudadanos de a pie padecen la tormenta actual,
sino también grandes inversores, entidades bancarias y hasta Gobiernos,
nacionales o regionales, para cuya recuperación debemos consentir en
sacrificios… por nuestro bien. Pero aunque puede que, lo queramos o no, los
problemas de los poderosos sean nuestros problemas, “lo que es seguro es que
sus soluciones no son nuestras soluciones”. Tomo la cita del muy sugestivo y
didáctico libro que ha dedicado Félix Ovejero a la teoría de la democracia a
partir del 15-M: ¿Idiotas
o ciudadanos? (ed. Montesinos). Un oportuno prontuario de cómo
mantener y poner al día las reivindicaciones de la socialdemocracia en la estación poco propicia,
sin abandonismo resignado ni autocomplacencia.
A
mi juicio, lo primero que hay que recobrar es la dimensión política de cada uno
y todos en la palestra democrática. Ser político en el sentido auténtico del
término, no en el insultante y pueril, es preferir enmendar errores
a linchar culpables.
Para ello no basta con tener claros los legítimos intereses particulares
sino buscar la forma de encuadrarlos y defenderlos en el conjunto de todos los
afanes sociales, que también debemos considerar como propios para no fraccionar
nuestra ciudadanía.
Una de las exigencias más repetidas, sea con honesto fervor o por rutina
demagógica, es que los políticos que ocupan cargos representativos deben salir
de sus despachos y acercarse más a los problemas de la gente; pero, puesto que
esa gente también está formada por políticos y no por idiotas aislados en sus
reclamaciones, no menos oportuno sería que cada
cual intentase imaginarse en el despacho del representante de turno, teniendo
que armonizar demandas y urgencias contrapuestas. No vale monopolizar en
provecho propio, aun legítimo, la voz del pueblo, porque esta rara vez
suena con la unanimidad del orfeón. “La argumentación pública obliga a mostrar
que, en algún sentido, las tesis defendidas se
corresponden con principios generalmente aceptables, de interés general,
y con la realidad del mundo” (F. Ovejero, op. cit.).
En
España, el peor sabotaje al uso racional de la ciudadanía es el separatismo
bravo o manso que se ha generalizado. Este último, el separatismo de los no
separatistas, es el más extendido y por tanto el más dañino. Esa buena gente
que solo se siente unida al resto de sus compatriotas cuando hay un accidente
trágico o un triunfo deportivo, nunca en la gestión política. En las peores
épocas del terrorismo, oíamos decir a gente bienintencionada (creo yo): “Eso es
algo que tenéis que resolver los propios vascos”. Y hoy
se discute si el derecho a decidir en Cataluña es legal o ilegal, pero pocos
mencionan que excluye antidemocráticamente de la decisión al resto de los
españoles de cuyo país forma parte Cataluña. Es el patriotismo de la vaca que ríe: cada
región una porción separada envuelta en su papel de plata, que comparten la
misma cajita, pero se comen por separado. Y eso en el mejor de los casos…
Defender los derechos de lo común a todos (por ejemplo, la
lengua y el derecho a ser educados en ella) es una agresión a idiosincrasias sacrosantas, a
veces de cuño reciente. El lenguaje políticamente correcto decreta que “euskaldunizar”, “catalanizar” o “descentralizar”
pueden llevar a abusos, pero son términos aceptables; en cambio “españolizar” o “recentralizar” son
voces reaccionarias en sí mismas, incluso fascistas. Los políticos
antiseparatistas, si quieren ser gente progre, serán vasquistas, catalanistas o
galleguistas y proclamarán que ya no tiene sentido reivindicar la nacionalidad
estatal, pasada de moda. Y ni siquiera se puede culpar de este fraccionamiento
a los nacionalistas, lo mismo que no llamamos “ladrón” a quien entra en una
casa de puertas abiertas y se lleva algo precioso que nadie protege ni reclama
como suyo. ¡Qué difícil es que los ciudadanos puedan luchar eficazmente por
actualizar el proyecto socialdemócrata en estas condiciones!
Fernando
Savater, Ciudadanía fraccionada [El País, 15 de agosto de 2013]
De
antaño sabemos que una de las causas más frecuentes de muerte para corrientes
ideológicas o movimientos políticos es el éxito. Tal es el caso de la ética,
que a fuerza de tanto triunfo actual está ya en la UVI y con respiración
asistida. La ética parece ser la bella desconocida que a todos conquistaría si
llegase a tiempo al baile, la coraza que resguarda a cuantos avanzan
justicieros contra el dragón de la realidad, la pócima de Fierabrás que todo lo
cura pero que se dispensa, ay, en redomas demasiado pequeñas. Porque precisamente
en eso consiste el encanto de dar mandobles éticos, un arma que siempre es
crítica y casi nunca autocrítica. Entre varias más académicas, la única
definición consagrada por el uso y la convicción de todos dice así: ética es lo
que les falta a los demás.
¿Cómo resistirse a su encanto?
La
ética sirve hoy para tapar todos los huecos, administrativos o teóricos. Por
ejemplo, en el proyecto de reforma educativa promovida por el ministro Wert, se
la utiliza con el nombre de “valores éticos” como alternativa
y coartada para justificar la inclusión del catecismo como asignatura puntuable
de primera magnitud.
Algo así como obligar a quien no cree en los horóscopos a dedicarse a los
crucigramas… Pero también tropezamos con el fulgor de la ética como remedio de los males de la
economía o la política. En este caso, es más bien como si se
recomendase apagar los incendios forestales con un hisopo de agua bendita. Parece
darse por hecho que todos los valores, por serlo, tienen que pertenecer a la
moral, mientras que el resto de las interacciones humanas se mueven por
intereses y estos sirven solo para enfrentar a los humanos, nunca para unirlos. O sea que la ética baja del
cielo y todo lo demás bulle desde el cieno: mal asunto, porque el lado de los
ángeles es el que queda bien, pero después siempre gana el barro.
No
hay nada peor para los valores que convertirlos todos en moneda ética. ¿Acaso
solo pueden ser principios morales los que aconsejen acabar con los paraísos
fiscales, como si no hubiese razones económicas para obstaculizar los fraudes y
la evasión de impuestos? ¿No pueden encontrarse en la economía misma intereses
sociales que desaconsejen la tolerancia con los depredadores? ¿No
hay en la política razones para tener por bueno a quien busca según sus luces
el acuerdo con otros y el bien común, no su mero lucro privado? ¿Se remediarán
nuestros males exigiendo a los políticos comportamientos morales y no rectitud
política? En
Euskadi, con un terrorismo puesto casi fuera de combate por quienes se enfrentaron
sin eufemismos ni atajos ilegales con él, buscan ahora por medio de una
ponencia de paz parlamentaria un “suelo ético” sobre el que convivir, como si la
Constitución y el Estatuto que hemos defendido con tanto esfuerzo contra ETA y
servicios auxiliares no brindasen valores suficientes para organizar una
comunidad democrática que no excluye a quienes una vez lucharon contra ella aunque sin ceder ante los que
siguen tratando de subvertirla por otros medios.
Pero
es que además la ética, en cuanto reflexión que busca la excelencia personal
(puesto que cada cual solo se conoce a sí mismo como sujeto de la intención,
buena o mala), puede entrar en ocasiones en
conflicto con las exigencias públicas de ciertos roles sociales. Si por
ejemplo un multimillonario (pongan ustedes el nombre que prefieran en la línea
de puntos) siente un retortijón íntimo de conciencia y decide repartir toda su
fortuna entre los más necesitados, es muy probable que encuentre argumentos
morales para justificarse. Pero si ese mismo escrúpulo aqueja al ministro de
Economía de un país respecto al erario público, lo mejor que puede hacer es
renunciar a su cargo para no seguir un impulso que va contra
otros valores prudenciales tan perfectamente respetables como los éticos que conmueven su corazón.
Porque no solo se nos puede exigir una moral de principios, sino
también otros principios derivados de la responsabilidad, como señaló en su día
Max Weber. A quien
quiera aprender en vivo la diferencia entre ambas cosas le recomiendo Lincoln, de Spielberg,
que cuenta cómo el hombre más puro de Estados Unidos revocó la historia para la
libertad por medio de la corrupción.
En
una sociedad abierta y pluralista, por tanto laica y no sometida a rigideces
teocráticas, las
leyes no deben pretender zanjar las divergencias morales de los ciudadanos,
sino crear un ámbito en el que puedan convivir todas sin humillación de nadie. O sea, lo contrario de lo que
ocurrió cuando el Parlamento catalán prohibió las corridas de toros,
convirtiendo en obligatoria la opción moral de una parte de la ciudadanía
contra la de los demás. Algunos que en su día apoyaron esa ley han descubierto ahora,
con motivo de la posible modificación de la ley sobre la interrupción del
embarazo, las virtudes de respetar la decisión personal y no imponer una ética
única a toda la población. Bienvenidos a la tolerancia… o al menos a la cordura
legal. En el tema del aborto, las perplejidades éticas son inevitables y
deberían ser celebradas como una muestra del desarrollo de la conciencia que
aquilata los valores vitales, no como un atraso. Solo un idiota moral —que los
hay— afronta esa situación con la misma despreocupación que quien se extirpa un
lobanillo. Pero ninguna legislación puede zanjar tales escrúpulos: si es
discreta, se conformará con impedir que se vean agravados por persecuciones
penales y una clandestinidad anti-higiénica.
El
supuesto de aborto lícito en el caso de una malformación grave del feto
presenta precisamente el ejemplo de un auténtico dilema moral contemporáneo.
Antes no hubiera existido, porque no teníamos la tecnología adecuada para
detectar tales casos: la cuestión la resolvía en ciertas culturas tras el
nacimiento el infanticidio (que no es lo mismo que un “feticidio”) o la
resignación ante lo que nos manda la naturaleza o Dios. La
ética no cambia radicalmente con los tiempos, pero como trata de la valoración
de nuestras acciones evoluciona según se amplían las capacidades humanas. Hoy podemos decidir con
información suficiente antes del nacimiento, en las primeras etapas del
embarazo, y el verdadero problema moral ahora no es si se tiene derecho a abortar en caso
de graves malformaciones sino si, conociéndolas, se tiene derecho a dar a luz.
La norma legal debe señalar el marco razonable de ese íntimo debate,
sin aspirar a tener nunca la última palabra.
En
cuanto reflexión sobre nuestros fines vitales, la ética puede considerarse el
telón de fondo de acciones e instituciones. Se ocupa de cómo lo humano debe
reconocer y tratar diferenciadamente a lo humano, o sea que siempre es
“especieísta” —contra lo que creen animalistas varios— pero naturalmente
racional, contra lo que piden los teólogos. Aunque desde luego no agota todos
los campos de valoración ni reduce los retos de nuestra interacción a una
simplicidad binaria o maniquea.
Inflacción
ética, Fernando Savater [El País, 29 de mayo de 2013]
En
la España actual, la indignación es un sentimiento bien visto y que despierta anchas
simpatías. No me refiero solamente a los indignados del 15-M, de los que solo
oigo hablar con admiración teñida de nostalgia: ya está claro que son —o
fueron, o serán— la sal de la tierra. Pero la ola airada va mucho más allá y
por desgracia la cenagosa actualidad política que vivimos parece garantizar su
perpetuación multiforme. Por ejemplo, a las dos horas de aparecer en este
periódico la contabilidad autógrafa y clandestina atribuida al turbio Bárcenas,
ya estaba en volcánica marcha la recogida en Internet de firmas pidiendo la
dimisión en bloque de toda la cúpula del PP. ¡Para qué más averiguaciones, ni
presuntos ni leches: todos a la calle o mejor a la cárcel! Santa y comprensible
cólera, como la de los damnificados por las preferentes, los profesionales de
la sanidad pública amenazada o los usuarios de las urgencias clausuradas, por
no mencionar a quienes abominan de una educación recortada que va a disputar a
los jíbaros el triste récord en achicar cabezas…
Ya
digo, se compartan más o menos los detalles de estas manifestaciones de
descontento, toda la gente de bien y progreso siente por ellas comprensión o
franca simpatía. ¡Qué menos, en vista de la que está cayendo y lo que se están
llevando! Ah, pero hay una indignación, al menos una, quizá solo una, que recibe
menos sufragios positivos que recelos en la opinión pública progresista. Me
refiero a la indignación de las víctimas del terrorismo etarra. Sus protestas más o menos
destempladas, sus muestras de desacuerdo con la política seguida por partidos e
instituciones respecto a los presos de la banda o a los herederos políticos de
esta, son vistas con incomodidad en el mejor de los casos y con franco
desagrado en el peor. Se las avecina con la parcela poco recomendable de la
extrema derecha y se deplora su intransigencia, incluso su obnubilación.
Las
protestas ciudadanas y manifiestaciones de descontento despiertan comprensión y
simpatía entre las gentes de bien y de progreso
Los
más caritativos suponen que alguien —la versión actual de la clásica
conspiración judeomasónica de toda la vida, supongo— está manipulando sus
sentimientos, pues por lo visto las víctimas son más manipulables que cualquier
otro grupo de indignados. Los más agresivos no se recatan en llamarles “vengativos”
y deploran que sean un obstáculo para conseguir por fin la paz. ¡Ay,
la paz! Parafraseando a Madame Roland, ¡cuántos crímenes se perdonan o se
olvidan en tu nombre!
A
fin de cuentas, tanto si se comparten como si no, los motivos de indignación de
las víctimas son fácilmente homologables a otros mejor aceptados por la gente
que, con disculpable autoindulgencia, se considera progresista. A
la mayoría de las víctimas les irrita ver legalizado un partido político
formado por quienes siempre han apoyado a ETA, han repudiado sistemáticamente
todas las medidas antiterroristas (desde la Ley de Partidos hasta las últimas
detenciones de activistas armados), comparten los objetivos políticos de la
banda y, aunque proclaman su renuncia actual al uso de la violencia, nunca han
condenado su
sanguinario ejercicio en el pasado. ¿Reconocen el daño causado? Bueno, los
terroristas ya saben que hacen daño, precisamente para eso son terroristas.
Encuadran estos perjuicios en el amplio marco de un conflicto del que no son
responsables y en el que también ellos han padecido, como los demás. ¿Es pura
intransigencia el enfado de las víctimas? Imaginemos que en lugar de crímenes
terroristas estuviésemos hablando de delitos de corrupción económica y de un
partido que los ha justificado en el pasado, que no los condena hoy y que acoge
a quienes los cometieron disculpándolos por las circunstancias políticas
generales, aunque —¡eso sí!— prometiendo no volver a las andadas. ¿Nos
extrañaría que despertase la indignación de muchos, sobre todo de los más
damnificados por tales latrocinios?
La
indignación de las víctimas del terrorismo etarra, en cambio, son vistas con
incomodidad o con franco desagrado
También
enfurece a las víctimas el intento de establecer una especie de memoria oficial de lo
sucedido en las últimas décadas que parece diluir el terrorismo en una niebla de atropellos
generalizados de distinto signo. Sobre ciertas cuestiones es mejor dejar la
palabra a los historiadores, no tratar de pactar una verdad única entre quienes
han padecido y protagonizado los sucesos en litigio. Como bien dice Tony Judt: “El verdadero
problema es que cuando una comunidad habla de ‘contar la verdad’ no solo
pretende maximizar con su versión su propio sufrimiento, sino que a la vez
minimiza implícitamente el sufrimiento de otros” (Pensar el siglo XX).
Para
quienes deben convivir, a la espera del dictamen o los dictámenes de la
historia, el mejor punto de acuerdo es el respeto a la ley y la aplicación de
la justicia. Las víctimas tienen motivos para suponer que se les quiere hurtar
tal compensación: la cámara vasca acaba de rechazar, con los votos de PNV, PSE
y EHBildu, la petición de que inste al ministerio correspondiente a esclarecer
cuanto antes los 326 crímenes de ETA aún sin resolver. Por lo que algunos aseguran,
ese apremio no ayudaría en el momento presente… Imaginen que se dijese algo
parecido respecto a los asuntos de corrupción aún pendientes, los cuales —por
graves que sean— son de menor gravedad que los asesinatos y atentados. ¿No se
levantarían voces indignadas? Es este contexto el que explica las protestas
sublevadas por el nombramiento de Jonan Fernández. Sin prejuzgar sus
intenciones, es evidente que ni en el pasado ni en el presente se le conocen
pronunciamientos a favor de que los culpables de actos terroristas se
reconcilien no con sus víctimas —algo deseable pero que pertenece al reino de
lo subjetivo— sino con la objetividad democrática de la legalidad y sus
sentencias. De ahí la desconfianza preventiva que despierta.
Si
resulta indecente tolerar la corrupción económica alegando que “todos han
incurrido en ella”, menos aceptable es aun dar carpetazo a delitos de sangre
Y desde luego está el tema de los presos, juzgados y condenados
por delitos terroristas. No sé si, como insinúan algunos correveidiles
sectarios, hay víctimas que les niegan su derecho constitucional a la
reinserción. Lo
que resulta evidente es que ETA no quiere que disfruten de él. Es la fidelidad
a los dictados de la banda (transmitidos verosímilmente por algunos abogados
que pueden llegar hoy a senadores) lo que les impide cumplir los requisitos que
legalmente les permitirían alcanzar beneficios penitenciarios individuales. ETA
quiere reinsertarse socialmente a costa de ellos y que cuanto alcancen sea como
batallón y por fidelidad a sus méritos de guerra. Fue eso precisamente lo
solicitado en la manifestación de Bilbao, organizada por la actual variante de
Batasuna y apoyada por notorios figurones del retroprogresismo hispánico.
Consistió en una reivindicación de los presos en cuanto bloque sin fisuras al
servicio del terrorismo, no de sus derechos como penados que solo mutilan
quienes les manipulan. Y para colmo, a quienes se oponen a esta exaltación del
delito se les llamó en ese mismo acto “enemigos de la paz”…
Desde
luego, las víctimas del terrorismo —que no todas piensan igual— pueden
equivocarse como cualquiera. Pero lo indiscutible es su derecho a indignarse
como tantos otros colectivos que se consideran injustamente tratados. Si
resulta indecente tolerar la corrupción económica con la excusa de que “todos
han incurrido en ella”, aún menos aceptable es tragar la
corrupción moral que pretende dar carpetazo a delitos de sangre por aquello de
que “todo vale con tal de que no vuelvan a matar”. ¿O es que vamos a aceptar
que hacer la vista gorda ante latrocinios públicos puede hundir al país,
mientras que recompensar a los justificadores y beneficiarios políticos de
crímenes es el camino para consolidar la paz?
La
indignación proscrita, Fernando Savater [El País, 8 de febrero de 2013]
Seguramente
recuerdan ustedes la vieja historieta del regateo. El señor le dice a la
señora: “¿Se acostaría usted conmigo por un millón de euros?”. ¡Un millón! La
dama suspira, pensativa. Y añade él: “Puedo ofrecerte 200 euros por un polvo”.
Ella se escandaliza: “Pero, bueno, ¿por quién me toma usted?”. Y él: “Eso ya ha
quedado claro. Ahora estamos hablando del precio”.
Según
parece, algo semejante ocurrió en el cambalache secreto que se trajeron Jesús
Eguiguren y los etarras, que ahora ha tocado revelar. No llegó a hacerse ningún
pago, lo mismo que la señora del cuento se queda sin cobrar, pero se ofrecieron
cosas insólitas, como una redefinición de la identidad vasca o una mesa de
partidos extraparlamentaria. Al final, las exigencias de ETA acabaron con el
trato, si no nos engañan otra vez, pero quedó claro al menos que a
la banda terrorista se la trataba como a una instancia política que se había
ganado sanguinariamente su derecho a ser escuchada. De modo que ya obtuvo una
concesión importante y sentó un precedente temible, como puede ver cualquiera a
quien no ciegue el sectarismo o el prejuicio seudopragmático del gato cuyo color
no importa mientras cace ratones.
Los
más avisados dicen ahora, a la vista de las revelaciones de Eguiguren, que
había que ser muy ingenuo para creerse las declaraciones gubernamentales de que
no se negociaba con los terroristas. Confieso mi beata bobería, porque me
tragué el bulo. Padezco la obnubilación de tener un prejuicio favorable hacia
las instituciones democráticas de mi país. Como las pago con mis impuestos y
las defiendo con mi apoyo, asumo que no me engañan. No diré que ya estoy curado de
esa ingenuidad, porque seguramente volverá cualquier día a inducirme a error,
como las veces anteriores. Lo que me asombra es que otros tan equivocados como
yo lo hayan tomado con tanta calma. Recuerdo tertulias radiofónicas que en su
día calificaron de infame patraña la sospecha de que el Gobierno negociaba con
ETA y maltrataron a Mayor Oreja por difundirla: hoy, Eguiguren parlante y
mediante, aceptan con naturalidad el contubernio y hasta lo consideran
elogiable, incluso imprescindible. Después, pasan al tema siguiente del día y
exigen ejemplaridad a los cargos públicos…
Pero
es que, además, la narración de esos contactos non sanctos abunda en contradicciones. Por un lado, pese a promesas
y concesiones a mi juicio injustificables, se nos asegura que ETA rompió la
baraja casi a primeras de cambio. Por otro, se nos da a entender que gracias a
esas fracasadas charlas secretas, entre otras cosas, los terroristas han
renunciado a la violencia por el momento. En el asunto, nos cuentan, fue
decisivo el atentado de la T-4: la izquierda abertzale,
hasta entonces tan distraída que no había advertido la naturaleza criminal de
la banda -a la que hoy también se cuida mucho de condenar-, se convenció de que
en ella predominaban los sujetos peligrosamente brutos. Y decidió amenazarles
con su desaprobación, aún pendiente, lo que causó tal desolación entre los
asesinos que ya no tuvieron ánimo para seguir con sus fechorías. Quizá
sea suspicacia por mi parte, pero algo no termina de encajarme en este esquema
de los efectos y las causas.
Parte
de mis dudas provienen de la consideración que los presos etarras reciben por
parte de quienes hoy blasonan de renuncia a la violencia terrorista. Siguen
considerándolos presos políticos
y sostienen que su acercamiento a cárceles vascas primero y la amnistía
inmediatamente después son inexcusables prioridades, porque deben jugar un
papel importante en el nuevo escenario político, que es el paisaje virtual de
cuya evidencia tratan de convencernos. Pero lo cierto es que quienes cumplen
condenas por pertenencia a ETA o por apoyo a la banda son exactamente lo
contrario de presos políticos: es decir, no están presos por haber hecho
política, sino por haber impedido con actos criminales que pudieran hacer
política libremente los demás. Considerar que tal comportamiento les convierte
en interlocutores imprescindibles para el futuro democrático va más allá de la
simple obstinación y suena a matonismo desvergonzado. Sobre todo cuando ni ellos ni
quienes abogan por ellos han reconocido en modo alguno lo siniestro de su
conducta anterior. Por cierto, ya que tanto se habla ahora de arrepentimiento,
hay una forma de expresarlo de manera clara y objetiva: la aceptación
inequívoca del castigo por parte de quienes cometieron los delitos o los
justificaron.
Cada
cual es libre de prestar más o menos crédito a las confidencias de Eguiguren en
su libro e incluso concederle buena intención en sus gestiones, que a algunos
nos parecen imprudentes (por decirlo con suavidad) y él mismo admite
confusamente que fueron infructuosas. Lo que está claro en cualquier caso es
que no es lo mismo defender la legitimidad de las instituciones
frente a quienes se resignan a abandonar el terrorismo y quieren integrarse en
ellas que servir de mamporrero a los filoetarras para desvirtuarlas o
subvertirlas con el pretexto de acomodarles por fin en el orden democrático
contra el que han luchado.
Los mamporreros no han traído la paz ayer ni la consolidan hoy, sino que
pretenden instaurar
la complacencia política con el radicalismo separatista como necesario peaje
a quienes nos hacen el favor de dejar de amenazarnos. Porque no es verdad que
vivamos un nuevo tiempo político, si se entiende por ello que debamos
relativizar nuestro apoyo a la Constitución para no molestar a nadie: lo único
que ha cambiado es la seguridad con que ahora podemos todos actuar dentro de
ella, aunque unos más contentos que otros.
Poco
antes de la aparición de su libro, Eguiguren hizo unas declaraciones
advirtiendo que si el PP no da con la debida celeridad los pasos requeridos
según él -entre los que al parecer incluye la dichosa mesa de partidos
extraparlamentaria-, los socialistas vascos deberían plantearse romper el
acuerdo de gobierno que mantienen con los populares y merced al cual gobiernan.
Como vivimos una realidad tan ondulante, ya no sé si ahora mantiene esa
advertencia. En cualquier caso, aprovechando que se ha puesto de moda dar
consejos a los socialistas cara a su futura regeneración, ahí va el mío para no
ser menos: en caso de que insista en su exigencia, con quien deben romper los
socialistas vascos cuanto antes es con Eguiguren.
Mamporreros,
Fernando Savater [El País, 21 de diciembre de 2011]
También
acerca de la Ilustración dieciochesca, ese pronunciamiento cultural
antisupersticioso por excelencia, se han fraguado supersticiones. Una de
ellas asegura que los grandes ilustrados, cuyo epítome es Voltaire, persiguieron
a los creyentes. No es cierto o, al menos, no lo es salvo que precisemos
bien y de forma contraintuitiva los creyentes a quienes nos referimos. Porque
en el sentido más acogedor del término, todos somos creyentes… en el siglo
XVIII y hoy en día.
Los
conocimientos bien fundados fueron y son demasiado escasos para lo que
requieren nuestros anhelos de comprender la vida y actuar en la urgencia del
momento presente. Como dijo Wittgenstein, incluso cuando tengamos todas las
respuestas científicas aún no habremos comenzado a responder las preguntas que
más nos importan.
De modo que siempre necesitaremos creer además de saber para poder organizar
racionalmente nuestra existencia humana.
Esta
obviedad paradójica nunca se le escapó a Voltaire, Diderot ni al resto de los
más esclarecidos miembros de la cruzada enciclopedista. Cuando ellos
denunciaron y combatieron a los “creyentes”, nunca
pretendieron acabar con quienes conjeturan más allá de lo que pueden comprobar
-ellos mismos lo hacían constantemente- sino con los que en nombre de su
inverificable certidumbre persiguen y coaccionan a quienes viven según
convicciones diferentes. Porque el creyente peligroso no es quien
reivindica su fe como un derecho personal, sino quien pretende convertirla en
un deber “para todas y todos”, como dicen ahora. Voltaire les caracterizaba con
el lema “piensa como yo o muere”, todavía vigente hoy de forma literal en
algunas siniestras teocracias aunque en nuestras sociedades democráticas haya
sido sustituido por una fórmula menos sanguinaria: “Piensa como yo o muere…
socialmente”.
El laicismo del
Estado, que es uno de los pilares -amenazados, ay- de la democracia
contemporánea, no pretende erradicar creencias personales sino a aquellos que
intentan prescribirlas o proscribirlas. Es decir, el Estado se mantiene laico para que
los ciudadanos puedan serlo o no serlo según su criterio.
Y
las convicciones de cada cual así amparadas no se refieren solamente a
cuestiones religiosas o metafísicas, sino también a estilos de vida. Son estos
últimos los más difíciles de soportar para los creyentes actuales, que solo se
encuentran a gusto en la unanimidad de comportamiento y están dispuestos a
exigirla de acuerdo con elevados principios morales… que dejan de serlo, claro,
en cuanto se les impone por decreto. La institucionalización
democrática no debe pretender instaurar el cielo en la tierra -lo óptimo en
dignidad humana, decencia y costumbres edificantes- sino permitir el marco
político en el que, dentro de una regulada convivencia, cada cual pueda ir al
cielo o al infierno por el camino que prefiera, según postuló Voltaire. Lo contrario es volver a los
usos teocráticos… aunque sea nominalmente para desautorizarlos y prohibirlos.
A
diferencia de lo que pretenden los creyentes, el Estado laico no debe entrar en
ningún tipo de polémicas religiosas. Ninguna fe puede convertirse en un
eximente para incumplir las leyes civiles, pero tampoco en motivo para
penalizar conductas que no se vetan explícitamente en los usos profanos. Si un
conductor de autobús musulmán (el caso ha ocurrido en Reino Unido) no permite
subir en su vehículo a un invidente acompañado de su perro guía, no es cosa de
comenzar a discutir si realmente la saliva del animal es impura o no según no
sé qué ortodoxia: la ley de ayuda a las minusvalías debe cumplirse y punto.
De
igual modo, una
joven de la edad legalmente determinada debe poder comprar la píldora poscoital
en la farmacia sin trabas, tenga la persona que regenta el establecimiento la
opinión moral que fuere
sobre esa transacción.
Pero
tampoco hay derecho a prohibir velos o tocados a nadie porque se les suponga
significados religiosos indeseables según el creyente persecutorio de turno
(algunos muy eruditos, eso sí), cuando no despertarían recelo si se los
justificase en nombre de la moda o de la extravagancia.
La
indudable superioridad de las democracias laicas sobre las teocracias es que en
las primeras las mujeres pueden ponerse el velo que quieran y en las otras en
cambio no se lo pueden quitar. En cuanto a las disquisiciones teológicas,
quedan para los ámbitos académicos y las fiestas de guardar.
Como
los creyentes ejercen su santa coacción en beneficio de las almas de los demás,
su presa favorita suelen ser las mujeres, cuyas almas tradicionalmente han sido
consideradas más vulnerables que el espíritu de los varones.
Sea
que se tapen demasiado o que se ofrezcan desnudas al mejor postor, siempre
deben ser reprimidas y encauzadas porque solo llegarán a ser libres cuando se
las convenza de lo dañino que es hacer lo que les dé la gana.
Antes,
cuando la hembra era siempre revival
de Eva tentadora, tras cada desvarío masculino alguien advertía: ¡cherchez la femme!;
ahora, como ya solo están autorizadas a ser víctimas, en cuanto se recatan o se
descocan demasiado los creyentes claman: ¡cherchez
l’homme!
Porque
se
da por hecho que es un hombre siempre el que las desvía del recto sendero de la
razón y la decencia.
Desgraciadamente es muy frecuente que sean varones quienes las intimidan y
mangonean, pero entonces será contra esos tiranuelos contra quienes habrá que
actuar sin dejar de reconocer que ellas tienen también voluntad propia.
¿Que
no se puede permitir la esclavitud, ni siquiera voluntaria? No hay esclavos ni
esclavas felices
salvo en la ópera de Arriaga y sin embargo todos nos esclavizamos
gustosos de mil maneras por devoción o por ambición. Cuidado con los moralistas
que sin escuchar nuestra opinión se sienten legitimados para emanciparnos a
fuerza de decretos…
A
lo largo de su biografía, los creyentes a veces mejoran de dogmas y pasan del
comunismo a la socialdemocracia o el liberalismo, de la ortodoxia teológica al
cientifismo y la evolución, de las adicciones juveniles a la salud pública,
incluso hay ex caníbales que acaban vegetarianos o antitaurinos.
Pero
lo que nunca pierden es el celo persecutorio que les asegura el subidón de
adrenalina política. Los demás son cavernícolas oscurantistas, ellos siempre
paladines ilustrados inasequibles al desaliento.
Practican
lo que Michael Oakeshott llamó en un ensayo memorable la “política
de la fe”, es decir, tratan de imponer gubernamentalmente la perfección social
según la guía de quienes ya vieron la luz de la verdad. O sea, siguen
confundiendo política y religión… aunque se crean laicos.
Contra
los creyentes, Fernando Savater [El País, 11 de agosto de 2010]
Como
ha señalado Sánchez
Ferlosio, no hay disparo más peligroso que el de quien se ha cargado de razón. Ejemplo señero es el de aquel boy-scout cuya obra
buena del día fue ayudar a cruzar la calle al ciego que no quería cambiar de
acera. En España padecemos hoy una conjura de salvadores para redimirnos de
nuestros vicios y nuestras devociones, en la que confluyen una derecha que
tiene de liberal lo que yo de obispo y una izquierda torpe en la gestión
económica y laboral pero firme en las prohibiciones: del tabaco, de los toros,
de la rotulación comercial en lengua impropia y quizá mañana de las corrientes
de aire, que también salen caras a la Seguridad Social. A
los desobedientes solo nos salva que no siempre se ponen de acuerdo en lo que
debe ser proscrito: cuando coinciden, estamos perdidos.
Ahora
les toca el turno al burka
y al niqab.
El Senado -que de irrelevante parece decidido a ascender a nocivo en varias
lenguas- recomienda prohibirlo por ley en los espacios públicos… incluida la
calle, en nombre de la libertad, la igualdad y la seguridad. Quienes han votado
en contra sostienen que no es para tanto, aunque apoyan el fondo de esa
argumentación. Admirable batiburrillo. Hay espacios
públicos que nadie duda de que deben estar regulados (escuelas, oficinas
ministeriales o municipales, controles de aeropuerto, etcétera) y en los que no
caben máscaras o disfraces. Pero en otros espacios públicos los
controles son más discutibles: ¿debe la autoridad decidir cómo debemos ir por
la calle? ¿Pueden prohibirme el maquillaje estrafalario, las pelucas de colores
o la barba postiza? ¿Qué me dicen de los tatuajes? ¿Está permitido que un
hombre se vista de mujer, aunque eso vaya contra su “dignidad” según el
criterio de algunos?
En
efecto, las instituciones (que son de todos) no deben implicarse en
ceremonias religiosas particulares.
Los demócratas laicos (católicos incluidos) celebran que se suprima la
implicación militar en el Corpus toledano, indeseable residuo teocrático. Ojalá
también se suprimieran los capellanes militares y demás jerarquía
clerosoldadesca. Lo mismo cabe decir de los crucifijos en las aulas, etcétera. Pero la neutralidad laica de lo público tiene como
objetivo permitir la libertad confesional o impía de los particulares.
Mejor dicho, su libertad a secas, de expresar como quieran su personalidad,
religiosa o estética, en ciertos lugares públicos y desde luego en su
privacidad.
Cubrirse
con velos o enseñar todo lo posible forman parte de esa libertad. En el caso de
las mujeres que optan voluntariamente por velarse, resulta obvio que no es el
velo lo que conculca su libertad, sino la imposición de prescindir de él les
guste o no. Y tampoco el más tupido de los velos
ofende su dignidad tanto como quienes no escuchan su testimonio de lo
que piensan o desean y las declara sin apelación esclavas de lo irracional. Llamar
a esos procedimientos impositivos “libertad” o “dignidad” es utilizar un nuevo
lenguaje similar al que George Orwell patentó en 1984.
Si una mujer es obligada
a desnudarse por un proxeneta o a cubrirse de pies a cabeza por un imán, debe haber instancias legales que la protejan eficazmente
de tales atropellos. Pero si lo hacen de
acuerdo a su voluntad, por mal orientada que esté según opinión de
algunos, el atropello vendrá de quien se lo prohíba decidiendo que su criterio
es mejor que el suyo, como si ellas no tuvieran raciocinio propio en materia
ética. O aún peor, de quienes supongan según su prejuicio que cuando se
desnudan lo hacen por gozo liberador y cuando se tapan son prisioneras de
negras supersticiones.[…]
La ciudadanía democrática es un marco abstracto e igualitario
para que cada cual intente su concreta realización personal, de acuerdo con su
cultura, sus creencias, sus pasiones y manías. Como bien analiza Carlo Galli en su jugoso
librito La humanidad
multicultural (ed. Katz) no es fácil “mantener juntos, sin síntesis
definitivas, los diferentes niveles de las culturas (de los grupos dotados de
sentido, de lo común), de lo universal (de todos) y de las individualidades (de
los particulares)”. Un empeño urgente en nuestras complejas y mestizas
sociedades europeas, donde la humanidad concreta “solo puede ser imaginada y
producida como crítica universal de los universalismos no críticos y, por igual
razón, de los particularismos tribales”. Aquí es
imprescindible la educación en valores cívicos y una paciente labor social con
los inmigrantes, mientras que la actitud prohibicionista es un atajo que ni
comprende ni asume ni remedia las irremediables diferencias.[…]
En
cambio creo saber en qué consiste la libertad democrática: en aprender a
convivir con lo que no nos gusta. Conviene recordarlo ahora que hay tantos
paladines dispuestos a todo por defender “nuestros valores”, porque hay amores
que matan… Personalmente, a mí me desagrada profundamente ver mujeres con burka o niqab, pero procuro
recordar que también las señoras que los llevan desaprobarán muchas de mis
aficiones que no quisiera ver prohibidas (aunque hay quien lo intenta, desde
luego).
“Prohibido
prohibir” fue uno de los lemas del ahora denostado -por carcas y arrepentidos,
a cual más bobo- Mayo del 68 y acepto desde luego que, tomado literalmente, se
trata de una peligrosa exageración. Pero entiendo que su verdadero significado
era: “prohibidos los inquisidores que quieren salvarnos de lo que
somos, por nuestro bien”.
Y esta prohibición es de las pocas que siguen en mi devocionario plenamente
vigente.
Prohibido
permitir, Fernando Savater [El País, 30 de junio de 2010]
En
los primeros tiempos del cristianismo, cuando la ortodoxia aún no estaba
definitivamente establecida -si es que lo ha estado alguna vez- y abundaban las
vehementes discrepancias, algunos padres de la Iglesia más imaginativos solían
asegurar: “oportet et
haéreses esse” (o sea, que conviene que haya herejías). Ellos lo
decían suponiendo que refuerzan la fe, pero también podríamos afirmarlo si
creemos que los herejes sirven para espabilar a los creyentes y hacerlos más
reflexivos, menos simplistas en sus dogmas. A quien le incomodan las
perplejidades porque turban su placidez sectaria, los herejes sólo le
despiertan ansias inquisitoriales y exterminadoras; pero a
los capaces de pensar por sí mismos, aunque guarden fidelidad a su familia
ideológica, los herejes les ayudan a conocer mejor las razones, los límites y
sobre todo las posibles alternativas razonables de su compromiso.
Algunos
residuos quedan del franquismo en la política española y el peor de todos es la
tendencia a la “adhesión inquebrantable”: los míos son los míos, con razón o
sin ella. Se elige un campo y se adopta una ceguera voluntaria contra cuanto
puede cuestionar su excelencia, por verosímil que resulte. O somos o no somos:
y claro, somos… ay. Al votante indeciso se le ofrece ante todo la certidumbre
de la maldad del adversario y se le insta a que no suscite peligrosas dudas
sobre la línea seguida por los “buenos”: eso es hacer el juego al enemigo. Los
intelectuales orgánicos de cada bandería tampoco se salen del guión, los unos
denostando a la derecha corrupta y explotadora como única reflexión política de
la que se sienten capaces, mientras los otros siguen dando lanzadas a la Mátrix
progre
por ellos imaginada como punching
ball, para no calentarse más el caletre. En este campo, los
herejes son perturbadores porque encierran la tentación de introducir variables
no contempladas por la ortodoxia. No
rechazan en bloque la fe aceptada, pero la cuestionan en ciertos aspectos y
apuntan perspectivas interesantes que pertenecen a la tierra de nadie, aún
inexplorada. Por eso resultan convenientes y yo diría que hasta imprescindibles
salvo para los discípulos de Torquemada.[…]
Pero
lo más interesante de estas críticas, pintoresquismos aparte, es que revelan
muy bien el funcionamiento de la mentalidad ortodoxa contra la herética: se
denuncia como escandaloso tratar los asuntos políticos y sociales cada cual por
sí mismo, objetivamente, en lugar de encuadrarlo en una global “forma de
pensar” estereotipada de derechas o de izquierdas. Por lo visto, así no vale. Cada cuestión suscitada por la realidad que vivimos no
debe ser meramente afrontada según un realismo neutro que prescinde de opciones
previas, sino encuadrado en una inacabable lucha por el poder de ellos contra
nosotros. Lo que de veras importa no es solucionar los problemas sino quién va
a rentabilizar la solución o, aún mejor, quién va a cargar con la culpa
humillante de que no se solucione. Antes de permitir que sea el preboste
enemigo quien inaugure el puente, mejor que la gente se ahogue al tratar de
vadear el río: eso les hará perder votos… Y quienes no compartan este
edificante esquema no pueden ser más que traidores emboscados o herejes
merecedores de la hoguera.
Sin
embargo, anima comprobar que hay cada vez más votantes deseosos de herejías
constructivas. Se está viendo, por fortuna, en el País Vasco. Aquellos primeros
y denostados herejes de Basta Ya -uno de los antecedentes de UPyD- que en su
momento y durante mucho tiempo después defendieron la cooperación de urgencia
entre socialistas y populares para configurar una alternativa constitucionalista
al nacionalismo, que abogaron siempre por la exclusión de los violentos y
quienes les apoyan de las instituciones para no falsear la democracia, que
realizaron manifestaciones encabezadas por las víctimas antes que por los
políticos, etc… no debían de estar del todo equivocados. Su lección fue
aprendida incluso por quienes con más vehemencia la cuestionaron y hoy ya las
cosas cambian que da gusto verlas. Quizá no siempre, pero a veces la herejía es
eficaz. Lo cual no impide que siga siendo necesaria, como demuestra que Gorka
Maneiro, el parlamentario de UPy D, se haya quedado solo en el Parlamento vasco
votando contra la unánime aceptación por parte de todos los demás grupos del
blindaje de los privilegios que derivan de los anacrónicos derechos históricos…
Tras
primero escandalizarse por sus heterodoxias, algunos restaron luego mérito a
Voltaire diciendo que no eran más que tópicos de sentido común: “Es un maestro
en decir bien lo que todo el mundo ya sabe”, comentó una señora. A UPyD le pasa
algo parecido, que a fin de cuentas sus herejías decepcionan a los exquisitos
porque son puro sentido común. ¡Qué le vamos a hacer! No es más que sentido
común denunciar que en ciertas autonomías haya dificultades -las que sean, la
mínima ya es intolerable- para educar o realizar actos administrativos en la
lengua común del Estado. Y es mero sentido común señalar que el bilingüismo
puede ser en su caso un loable deseo pero nunca un objetivo obligatorio al que
supeditar otros intereses, educativos o sociales. No hace falta más que sentido
común para considerar una mascarada denigrante el espectáculo del Senado
reunido con traductores y pinganillos en la oreja para entenderse entre
españoles que comparten precisamente para eso una lengua constitucionalmente reconocida.
Y defender el derecho a que la educación pública explique valores
cívicos que no son de ningún partido porque ya están vigentes -como la
tolerancia ante diversas opciones sexuales, el laicismo efectivo, etc…- también
es mero sentido común.
Raros tiempos los nuestros, en que para sentar plaza de herejes basta con
pensar con toda la cabeza y no sólo con media.
Muy
bien, me dirá alguno, pero entonces, si la herejía es tan imprescindible… ¿para
cuándo la veremos también en UPyD? Bueno, hombre, somos aún jóvenes y tiernos,
déjenos crecer un poco. Pero en último término, respondo por mi parte lo mismo
que el torero al que elogiaron diciendo que ya sólo le faltaba morir en el
ruedo: se hará lo que se pueda…
Los
herejes imprescindibles, Fernando Savater [El País, 9 de julio de 2009]
La
tragedia del terrorismo no sería tan sangrienta y desoladora ni duraría tanto
entre nosotros si no fuera por la desgracia cívica y la impotencia
política que le impiden al sistema democrático español disponer de una fuerza
recta y abrumadora que lo defienda de sus enemigos y le permita garantizar las libertades
básicas de la ciudadanía,
entre ellas la libertad suprema de vivir. La desgracia cívica a la que me
refiero es muy fácil de explicar, aunque no observo que se lamente mucho, y ni
siquiera que se diagnostique en sus claros términos: nuestra
incapacidad de ponernos de acuerdo en unos cuantos principios básicos,
de ser leales de corazón al sistema que por primera vez en nuestra historia nos
ha permitido, a
todos, vivir en libertad y con perspectivas razonables de progreso,
expresar nuestras ideas y perseguir pacíficamente nuestros intereses, ocupar un
lugar de igualdad entre los ciudadanos de Europa y mirar hacia el mundo con la
certidumbre de que poseemos lo que para otros, la inmensa mayoría de la
Humanidad, son sueños imposibles. Cualquier adulto con algo de conciencia ha
experimentado en su propia vida el gran salto español de un mundo a otro, de la
pobreza y el atraso a la prosperidad, de la tiranía oscurantista a la
democracia, del aislamiento a la gozosa posibilidad de atravesar las fronteras de
Europa sin tener que mostrar ni un documento ni responder a ninguna pregunta. La Constitución de 1978, aparte de consagrar las
libertades individuales por las que venían luchando las mejores inteligencias
españolas desde 1812, garantiza también, y ha venido amparando durante
veintidós años, la autonomía de los territorios que apenas pudieron
ejercerla durante nuestro último episodio democrático, la II República. Una
generación entera, en Cataluña, en el País Vasco, en Galicia, ha sido educada
en escuelas regidas por gobiernos autónomos. Una generación entera ha nacido en
la democracia y no tiene ningún recuerdo ni de la tiranía ni del atraso, y si
es verdad que perduran hondas injusticias y desigualdades sociales, también lo
es que nunca, nunca jamás, en toda nuestra historia
-en la historia real, y no en las leyendas de paraísos originarios y agravios
inmemoriales que se alientan ahora- tantas personas han tenido pleno acceso a
los bienes más valiosos de la civilización, los que sostienen el impulso igualitario,
la escuela y la sanidad.
Y
sin embargo nadie, ni en privado ni en público, parece que agradezca tantos
beneficios, ni que tenga conciencia de su valor y de su calidad única, de su
fragilidad, de la importancia de conservar y defender el sistema común a todos
que los hace posibles, y que no habría durado tanto de no haber
sido porque en los peores trances surgió un empuje de unidad democrática que nos salvó al filo del
desastre. Nadie recuerda lo difícil que fue establecer la democracia, en medio
de una crisis económica, bajo el doble asedio del terrorismo y el golpismo, que
se enconaban criminalmente entre sí, lo cerca que estuvimos muchas veces de
perderlo todo y de volver a los tiempos negros de la tiranía. Pero
en dos momentos claves, en 1977 y en 1981, los dirigentes políticos tuvieron la
prudencia y el talento necesarios para alcanzar un acuerdo más sólido que
cualquier diferencia,
para poner por encima de todo lo que en otros tiempos menos cínicos se llamaba
el bien común: los
pactos de La Moncloa, en 1977, permitieron la estabilidad básica que
hizo posible no sólo que llegara a existir la Constitución, sino que el país no
se hundiera en el desastre económico. Y después del 23 de febrero de 1981
surgió una marea ingente de concordia civil que llenó las ciudades del país de
multitudes puestas en pie por la defensa de la democracia que unos
cuantos golpistas lunáticos, apoyados por la reacción más negra, y excitados
por la saña de los terroristas, habían estado a punto de aniquilar, para
sustituirla sin duda por una tiranía militar tan sanguinaria como las que
afligían entonces a la mayor parte de Hispanoamérica. Los golpistas de febrero
del 81, como los de julio del 36, no eran siniestros españoles obsesionados por
la eliminación de las libertades vascas o catalanas: querían acabar con el
sistema político de la democracia y con las libertades de todos, y no porque
fueran españoles, y por lo tanto congénitamente centralistas y reaccionarios,
sino porque eran fascistas.
Por
fortuna para nosotros, una de las principales diferencias entre el 36 y el 81
fue que esta vez la unidad democrática en defensa del sistema tuvo más fuerza que la
disgregación insolidaria y el instinto cainita. Sin la ayuda
de Hitler y de Mussolini y la indiferencia miserable de las democracias, Franco
tal vez no habría ganado la guerra civil, pero es seguro que le habría costado
mucho más, y hasta
que su conato de golpe de Estado no hubiera encendido la espoleta de la guerra,
si
las fuerzas políticas y las instituciones de la República se hubieran empeñado
en una unidad inquebrantable frente al enemigo común. Pero la agresión contra el
sistema, en lugar de dejar en suspenso las diferencias, fue aprovechada
insensatamente por muchos para acrecentarlas, y cada partido y sindicato se
puso, de manera literal, a hacer la guerra por su cuenta: los dirigentes
del Gobierno vasco y la Generalitat de Cataluña supusieron con ceguera suicida
que el asalto contra el Estado era una oportunidad para emanciparse de él,
igual que los anarquistas creyeron llegada la hora de la implantación del
comunismo libertario, y el PSOE había antepuesto sus querellas interiores al
fortalecimiento del Gobierno del Frente Popular. En la disgregación de esos
tiempos el aficionado a la Historia encuentra como una resonancia lejana de la
saña autodestructiva con la que el Califato de Córdoba, a principios del siglo
XI, se descompuso en la maraña de los reinos de taifas, sin otra consecuencia
que el avance por el norte de los ejércitos cristianos y la invasión por el sur
de almohades y almorávides poseídos de una furia guerrera y un fanatismo
religioso que fueron la ruina de la más bien templada civilización omeya.
Pero
no hay que irse tan lejos. Una de las lecciones más amargas de la guerra civil es
que la ruina del Estado democrático trae consigo el hundimiento de todos los que eran
amparados por él y tenían el deber de defenderlo. Tampoco la
República de Weimar hubiera sucumbido tan fácilmente al nazismo si los que
encarnaban sus instituciones hubieran tenido la decencia y el coraje de
salvaguardarlas, si los gobernantes, los jueces, los policías, los empleados
públicos, hubieran hecho algo por cumplir con su deber, por defender el sistema
del que emanaban sus prerrogativas y del que procedían sus sueldos.
De
las libertades de Weimar todos sacaban provecho, especialmente sus enemigos, y
en la Europa de ese tiempo no hubo país en el que progresara tanto la
legislación social, a pesar del azote de la crisis más grave del siglo. Pero,
salvo los socialdemócratas y los militantes de los partidos de centro que
solían formar sus gobiernos, nadie sentía gratitud ni lealtad hacia el sistema,
nadie consideraba que mereciera algo del entusiasmo que sin embargo se
entregaba tan fervorosamente a las ideologías totalitarias.
La
República de Weimar duró menos de catorce años. La española, que tanta
inspiración le debía, apenas duró seis años en paz. Hace
23 años que se promulgó en España una amnistía para todos los crímenes
políticos, y 22 que se aprobó la Constitución, y 20 que en Cataluña y en el
País Vasco hay gobiernos y parlamentos con un grado de autonomía inigualado por
los territorios de ningún Estado federal. Pero el terrorismo sigue matando con la misma saña que
entonces, y el Estado que debería tener la fortaleza y la estabilidad de la que
carecía en esos años no parece mucho menos impotente que entonces para
perseguir a los delincuentes y garantizar las vidas y las libertades de sus
ciudadanos (y cuando digo el Estado no me refiero sólo al Gobierno central,
sino a todas las instituciones legítimas). Si es doloroso y trágico el
espectáculo del crimen, la desolación no tiene límite ni alivio posible cuando
se asiste a la impotencia y a la discordia política, al cinismo y al
encanallamiento civil.
Una generación ha
nacido y crecido ya en la democracia, pero no parece que se haya hecho mucho
por educarla en los valores democráticos, por enseñarle lo difícil que fue
lograr lo que ahora parece normal, e incluso desdeñable. Como se preguntaba hace poco
Joaquina Prades en un reportaje ejemplar y escalofriante de este periódico,
¿qué les han enseñado en sus casas y en sus escuelas, en la televisión que
miran y en los libros que leen, a esos jóvenes vascos que jalean los crímenes
como si fueras gestas patrióticas o deportivas y salen cada noche de fin de
semana a sembrar el miedo y la destrucción en las calles, que son capaces de
presenciar con una frialdad tan inhumana el dolor y el derramamiento de la
sangre de las víctimas? Pero en todas partes, no sólo en el País Vasco, se ha preferido
inculcar diferencias sin el equilibrio necesario y real de los puntos de
acuerdo, exagerar lo que separa y descuidar o borrar lo que une, inocular el
orgullo del origen y la tierra frente a la racionalidad de la ciudadanía,
celebrar lo que se supone primigenio e innato y no lo que se adquiere mediante
el aprendizaje y el acuerdo.
Ningún
partido político se ha salvado de esa claudicación: todos en algún momento han
querido sacar provecho del agravio comparativo, de la apelación a los instintos
locales más cerriles, a los impulsos más fáciles de calentar, que no son
precisamente los mejores. Casi nadie, ni en la derecha ni en la izquierda, ha
querido quedarse atrás, ser menos nacionalista que los nacionalistas. Para
sacarle ventaja a la UCD de entonces, el Partido Socialista se convirtió de la
noche a la mañana al nacionalismo andaluz en 1980, del mismo modo que el PP se
hizo nacionalista valenciano para obtener provecho del anticatalanismo, igual
que la ya fantasmal Izquierda Unida se apuntó a todas las autodeterminaciones
posibles buscando en vano los favores de electorados radicales que o no
existían o que reservaban su lealtad para opciones políticas de más indudable
arraigo vernáculo.
Mucho
cuidado: no estoy defendiendo la uniformidad ni el centralismo, sino la Constitución,
que es precisamente la que reconoce y garantiza el ejercicio de la singularidad
personal de cada uno y la autonomía política de las comunidades. El daño no está en el apego a
lo que uno tiene cerca, ni siquiera en ese narcisismo de lo propio que parece
inseparable de la visión nacionalista del mundo. Lo
que mina el sistema es la negación de la solidaridad cívica, el desapego o la
negación de los rasgos comunes, que de ninguna manera son
incompatibles con la pluralidad de las lenguas y hasta de los modos de vida,
del mismo modo que las leyes que nos aluden a todos no entorpecen el ejercicio
de la soberanía individual de cada uno, sino que lo garantizan. El gran impulso
que echó a las calles a millones de personas en toda España después del asesinato
de Miguel Ángel Blanco fue justo la afirmación de esos valores supremos que nos
unen a todos, separándonos tan sólo, con una frontera tan infranqueable como la
que hay entre la muerte y la vida o entre la tiranía de la libertad, de quienes aceptan el crimen y son capaces, por fanatismo o
frío cálculo político, de negarle la humanidad a un semejante. Pero
las más ingentes movilizaciones civiles no son nada si no hay canales políticos
que sedimenten su empuje, y aquella gran sublevación popular tomó demasiado por
sorpresa a quienes no consideraban oportuna la derrota de los asesinos, y
también a un cierto número de carcamales de la izquierda fósil que no han
perdido la fascinación juvenil por el extremismo y el pistolerismo político, y
que son incapaces todavía de aceptar que el Partido Popular es, cuando menos,
tan democrático como ellos, y que en una crisis tan grave
la defensa de las instituciones y de las vidas humanas es un vínculo de
fraternidad que debe ponerse por encima de las divergencias políticas.
Como
la república de Weimar, el sistema democrático español padece de una anemia
civil que lo vuelve más vulnerable a las agresiones de sus enemigos. Las leyes,
y es justo que sea así, aseguran el respeto escrupuloso a los derechos del
terrorista detenido, pero no defienden con eficacia al ciudadano que ha sido su
víctima. El escándalo permanente del crimen no es más vejatorio para la
democracia que la chulería y la impunidad con que se celebra el terror. No
puedo olvidarme de la imagen de esa mujer de un cargo socialista que le suplica
a uno de los desalmados que actúan como portavoces de los pistoleros que no
maten a su marido. Cuando los pistoleros son declarados hijos predilectos y los
concejales tienen que esconderse, cuando los delincuentes actúan a cara
descubierta y los policías tienen que taparse la cara, cuando los vándalos se
pasean y actúan con toda impunidad y los ciudadanos decentes están muertos de
miedo, cuando pertenecer a un partido no nacionalista es jugarse la
vida, entonces el orden democrático simplemente no existe, y la tarea más
urgente es restablecerlo.
Las
leyes de una democracia están para obedecerlas, y no es más progresista quien
no se atreve o no quiere aplicarlas, sino más irresponsable, y al no cumplirlas
está conspirando a favor de los que aspiran a derribar el sistema. Es el
Gobierno el que tiene que hacer que se cumplan las leyes, pero en una
emergencia como la que estamos atravesando no basta la fortaleza de un solo
partido, por muy limpia y mayoritariamente que haya ganado las elecciones. Cuando
una democracia se enfrenta a una sanguinaria agresión es preciso un acuerdo
unánime de quienes representan a la ciudadanía amenazada. Ya no podemos seguir con las
manifestaciones en silencio, con la espera inerte a que nos sigan matando, con
la aceptación de un estado de cosas que sería inaudito en cualquier país
civilizado, y que aquí ha llegado a ser una especie de depravada normalidad. Las
fuerzas constitucionales tienen que dar el ejemplo de una unión sin fisuras, de
una defensa valerosa y no acomplejada de las cosas fundamentales que tenemos en
común, el respeto a la vida humana por encima de todas, la negación absoluta de
cualquier proximidad con quienes la arrebatan y con quienes celebran o
simplemente aceptan la muerte como argumento político. Y en cada ciudadano
tiene que darse una sublevación íntima de coraje y concordia, no sólo por
compasión y solidaridad hacia las víctimas, sino por un instinto de defensa
propia, porque
ahora mismo nadie con dignidad está a salvo del disparo o del azar de una
explosión en medio de una calle. Si hubo un acuerdo en tiempos aún más oscuros
que éstos, en 1978 y 1981, no es imposible restablecerlo ahora. Mañana, sábado
23 de septiembre, hay que lanzarse a la calle en San Sebastián con el mismo brío
inquebrantable y unitario con el que salíamos en los años más difíciles de la
transición a vindicar las libertades y a ejercerlas en la práctica antes de que
las leyes nos las reconocieran. Ha de quedar bien claro, para no dar ocasión a
malentendidos ni victimismos, que nos alzamos en paz no
contra los nacionalistas o los partidarios de la independencia, sino contra los
criminales y contra los defensores del totalitarismo y la barbarie. Y también
hará falta que los partidos democráticos estén a la altura de esta gran
revuelta civil y
no pierdan de nuevo vergonzosamente la ocasión de convertirla en el impulso
político que hace falta para que la libertad y la ley se restablezcan, para que
alguien pueda ser concejal del PP o del PSOE sin necesidad de heroísmo, para
que cualquiera pueda salir de casa a comprar el periódico o tomar un café sin
miedo a un disparo en la cabeza.
Invitación
urgente a la concordia, Antonio Muñoz Molina [El País, 22 de septiembre de
2000]
Malo
es que el Partido Nacionalista Vasco pretenda cambios en el Estatuto -o cambio del
Estatuto- obviando el procedimiento legal previsto; es algo que no
se puede aceptar sin que quede negada la Constitución. Y es malo, porque
manifiesta el soberanismo desde el que pretende entrar en el diálogo político.
La petición es extravagante, pues discurre fuera de la legalidad. Sin embargo,
aun así, provoca, como si fuera una vacuna, una reacción positiva: nos conmina
a que los interlocutores en ese diálogo tengamos cautela, comportamiento que se
debe mantener siempre pero más en los momentos que preceden y que siguen a la
proclamación oficial del cese de la violencia de ETA.
¿Por
qué se reproduce ahora el soberanismo que estaba en el fondo de la traición de
Lizarra (pacto del bloque nacionalista, perpetrado entre los nacionalistas
democráticos y los no democráticos, más confabulaciones clandestinas con ETA) y
que constituía el antecedente directo del plan
Ibarretxe? La vía anticonstitucional en la que de nuevo se
insiste es la pacífica correspondiente a la que ETA pretendía conseguir con la
violencia.
La sustitución de
la violencia por la política
supone, desde luego, un cambio radical; no sólo en los actores, pues no es lo
mismo que el interlocutor sea ETA (o Batasuna), aun después de su derrota, a
que lo sea el PNV, que ha planteado, y plantea, sus objetivos, negando la
violencia; cambio también en el contenido de esas pretensiones, que dejan de
ser las fundamentalistas del irredentismo sobre Navarra y el País vasco
francés. Pero, de todos modos, el procedimiento ilegal que reitera el PNV busca cobrar
réditos por la recuperación de la paz ciudadana. Para el PNV se
trata de recoger las nueces caídas del nogal agitado por los violentos. Para el
Partido Socialista, aceptar el pago de estos réditos sería, no pagar un precio
político a ETA derrotada, pero sí al nacionalismo, como albacea de la derrota.
El PNV propone que el eventual pacto entre los partidos
democráticos de Euskadi se convierta inmediatamente en derecho positivo, sin
pasar por la aprobación en las Cortes.
Esto supondría abonar al nacionalismo un precio político por la derrota de ETA.
Pero no se acaba aquí el problema: el Partido Socialista -el PSE en Euskadi- no
debe plantear solamente fundamentales objeciones al procedimiento; pues, aunque
éste fuera constitucionalmente depurado, los socialistas tendrían que oponer
otros reparos básicos a la propuesta nacionalista.
El
PSE tendrá que buscar el acuerdo político con una idea clara: la aceptación
básica del sistema político autonómico; esto supone que ni las competencias
centrales ni las autonómicas se justifican por sí mismas.
A
la regla del nacionalismo se le opone otra: el máximo de autonomía no es el
óptimo de autonomía. El óptimo supondrá siempre una distribución de
competencias, algunas centrales y otras autonómicas. La construcción,
consolidación y modificación del sistema autonómico es un proyecto que se
planteará en dos niveles: el primero, la reivindicación del propio programa de
distribución óptima de competencias; el segundo, la aceptación, en busca del
consenso con las otras fuerzas políticas, de un acuerdo que suponga cesiones
parciales de todas ellas, desde el óptimo hasta el mejor posible. Pero composición de fuerzas es algo muy distinto a
claudicación ante las fuerzas de nuestros interlocutores.
El
modelo con el que el Partido Socialista tiene que plantearse el diálogo entre
partidos permanece abierto, incluso a distintas opciones dentro del mismo
socialismo. En efecto, el sistema autonómico permite propuestas menos o más
autonómicas que yo calificaría según el quantum
de federalización (la "federación" es una cualificación que nunca ha
asustado a los socialistas). Pero, en todo caso, si es un modelo federal o
federalizante, no es un modelo confederal: es
opuesto a entender la autonomía como una relación bilateral entre el poder
central y la comunidad autónoma, salvo en casos muy particulares. Si el
modelo socialista busca la división óptima entre competencias centrales y
autonómicas, busca también el fortalecimiento de la multilateralidad o relación
entre las distintas autonomías, frente a la bilateralidad o relación entre el
poder central y el autónomo.
También
el modelo que los socialistas presenten para el diálogo político debe
enfrentarse a los símbolos de identificación nacionalista: el Estatuto vigente y las leyes que lo desarrollaron
supusieron una claudicación de los no nacionalistas en aras de la concordia.
Ante una modificación estatutaria habría que moderar esta actitud: no se trata
de que los símbolos nacionalistas disminuyan (algo difícil de conseguir, por
ahora, aunque ¡sería tan bien recibido el cambio del himno nacional vasco!),
sino de que se compensen con símbolos que fortalezcan, frente a los valores
insolidarios, los de colaboración entre los pueblos de España, los que
propongan una comunidad española y la profundización en los valores ciudadanos
comunes.
Queda,
como campo abierto para una construcción común, un proyecto de
Estatuto en el que los socialistas dejen oír sus reivindicaciones: una idea
social, solidaria y común de la educación, de la cultura y de los servicios; la
construcción de los servicios públicos y de una sociedad laica, precisamente
como garantía de la igualdad ciudadana.
En resumen, que la reforma del Estatuto no puede verse con la óptica
nacionalista de que la autonomía conseguida supone una base ya consolidada,
sobre la que hayan de plantearse más reivindicaciones nacionalistas, sino, por
el contrario, un nuevo debate sobre el bien común.
A
este debate es muy importante que se incorporen otras fuerzas políticas,
principalmente el Partido Popular, al que corresponde una importante función de
vigilante de una eventual deriva nacionalista del proceso. Pero también el
resto de partidos, con una salvedad: por no cumplir con el
mínimo exigible que es la renuncia a la violencia y la aceptación de la
democracia constitucional, con Batasuna no se puede establecer todavía ningún
acuerdo.
El
punto de partida para el
diálogo político quedará señalado, en consecuencia, con los siguientes
rasgos: aceptación por todos del sistema constitucional; negación de una base
común nacionalista; entrada en el diálogo en condiciones de igualdad, lo que
excluye tanto una presidencia institucional del lehendakari como otro pacto de
Ajuria-Enea.
El
campo del debate es el de la confrontación entre todos los dialogantes que
plantean sus distintos modelos
de convivencia democrática entre los vascos, esto es, entre los
nacionalistas vascos, pero también los nacionalistas españoles y los que no
somos nacionalistas (pido perdón a los nacionalistas de uno u otro signo que no
comprenden que algunos no les acompañemos en su ideología y nos atribuyen el
nacionalismo opuesto al suyo: los no nacionalistas somos aquellos que, si
caemos en esa tentación, por lo menos pensamos que es un vicio que hay que
dominar, en lugar de una virtud). Debe quedar claro, en todo caso, que quienes quedan
fuera del debate son quienes plantean su modelo desde la violencia o desde
fuera de la democracia (ETA y Batasuna).
El
lugar de encuentro es el que saldrá, si sale, de un debate libre sobre el
sistema autonómico y el bien común, a librar con la razón y con la fuerza de
los votos y en el que, como hemos partido de un anterior acuerdo
democrático -Constitución y Estatuto- y como este anterior acuerdo ayudaba a la
convivencia en una sociedad como la vasca, difícilmente vertebrada, no es
razonable que se modifique si no hay consenso mejor que el que ya teníamos. Que nadie pretenda, en todo
caso, imponer sus propias tesis de partida, sino modificarlas en busca de un
acuerdo ampliamente consensuado.
Diálogos
para después de la violencia, José Ramón Recalde [El País, 17 de agosto de
2006]
No hay comentarios:
Publicar un comentario