miércoles, 19 de diciembre de 2012

Un ejemplar de Dante


Marco Stanley Fogg. El narrador.
“Fue el verano en que el hombre pisó por primera vez la luna. Yo era muy joven entonces, pero no creía que hubiera futuro. Quería vivir peligrosamente, ir lo más lejos posible y luego ver qué me sucedía cuando llegara allí. Tal y como salieron las cosas, casi no lo consigo. Poco a poco, vi cómo mi dinero iba menguando hasta quedar reducido a cero; perdí el apartamento; acabé viviendo en las calles. De no haber sido por una chica que se llamaba Kitty Wu, probablemente me habría muerto de hambre. La había conocido por casualidad muy poco antes, pero con el tiempo llegué a considerar esa casualidad una forma de predisposición, un modo de salvarme por medio de la mente de otros. Esa fue la primera parte. A partir de entonces me ocurrieron cosas extrañas.”
“Llegué a Nueva York en el otoño de 1965. Tenía entonces dieciocho años, y durante los primeros nueve meses viví en un colegio universitario. En Columbia, a todos los estudiantes de primer año que no fueran de la ciudad se les exigía vivir en el campus, pero cuando terminé el curso me trasladé a un apartamento de la calle 112 Oeste. Allí fue donde viví durante los siguientes tres años, hasta el mismo momento en que toqué fondo.”
“Viví con mi madre hasta los once años, pero entonces ella murió en un accidente de tráfico, atropellada por un autobús que patinó y perdió el control en una calle nevada de Boston. Nunca hubo un padre en la película”
“Siempre es muy joven y guapa cuando la veo, y probablemente ese recuerdo es exacto, puesto que sólo tenía veintinueve años cuando murió.”
“a veces percibía que emanaba de ella una verdadera tristeza, una sensación de que estaba batallando con alguna vasta y eterna confusión.”
“Ese era un tema del que se negaba a hablar conmigo, y siempre que le preguntaba se mantenía inflexible.”
“A mi madre la enterraron junto a sus padres en el cementerio de Westlawn, y yo me fui a vivir con el tío Victor en el barrio de North Side de Chicago.”
“El hermano mayor de mi madre era un soltero de cuarenta y tres años, larguirucho y de nariz aguileña, que se ganaba la vida como clarinetista. Como todos los Fogg, tenía tendencia a la apatía y la ensoñación, a fugas repentinas y prolongados letargos. Después de un prometedor comienzo en la Orquesta de Cleveland, estos rasgos de su carácter acabaron por dominarle.”
“Cuando fui a vivir con él en febrero de 1958, daba clases de clarinete a principiantes”
“Como era de esa clase de personas que siempre están soñando con hacer otra cosa mientras están ocupadas”
“-Cada hombre es el autor de su propia vida –dijo-. El libro que estás escribiendo aún no está terminado.”
“Cuando conocí a Kitty Wu, ella me dio varios otros nombres, pero ésos eran de su exclusiva propiedad, por así decirlo, y también me alegré de recibirlos”
“Poco después de cumplir yo catorce años, la población de nuestra casa aumentó a tres. Dora Shamsky, de soltera Katz, era una fornida viuda de cuarenta y tantos años con una extravagante melena rubio platino y un trasero enfundado en una faja muy apretada.”
“Pronto aprendí que había dos Doras. La primera era toda animación y actividad, un personaje brusco y masculino que se movía por la casa con la eficacia de un sargento, un baluarte de quebradizo buen humor, una sabelotodo, una mandona. La segunda Dora era una borracha coqueta, una mujer sensual, llorosa y autocompasiva que se tambaleaba por la casa en albornoz rosa y vomitaba sus borracheras en el suelo del cuarto de estar.”
“Cuando tenía que enfrentarse a una elección entre el ahora y el luego, Victor siempre había elegido el ahora, y dado que toda su vida estaba ligada a la lógica de este impulso, era natural que optase por el ahora una vez más.”
“Las explicaciones de Victor respecto al divorcio eran bastante confusas, y nunca estuve seguro de lo que pasó en realidad. (…) mencionó a un hombre llamado George”
“Parecía más aliviado que apenado por estar solo otra vez. Victor había sobrevivido a las batallas matrimoniales, pero eso no significaba que no le hubieran dejado heridas. (…) Como no quería aumentar mi alarma, logré convencerme de que sus problemas tenían menos que ver con su cuerpo que con su estado anímico. (…) su cuerpo me hablaba en clave, y yo no tuve recursos o la inteligencia necesarios para descifrar el mensaje.”
“Nos hemos salido del circuito del pollo de goma y vamos a intentar ir a lo grande.”
“Pero me atrae la idea de esos espacios abiertos, la idea de tocar mi música bajo el cielo del desierto. ¿Quién sabe si no se me revelará allí una verdad nueva? (…) tengo que viajar ligero de equipaje. Tendré que desechar cosas, regalarlas, tirarlas a la basura. Como me duele pensar en perderlas para siempre, he decidido dártelas a ti.”
Me quedaré con un ejemplar de Dante, pero todos los demás son para ti.”
“Pero antes o después nos reuniremos de nuevo, estoy seguro. Al final todo sale bien, ¿comprendes?, todo conecta. Los nueve círculos. Los nueve planetas.”
“una mujer gorda a caballo en Cheyenne (…) Teniendo en cuenta las cosas que pasan en el mundo, dije, era muy posible que la mujer fuese la mismísima Dora.”
“conseguía mantenerme en contacto espiritual con él llevando su traje.”
“En momentos de tensión y tristeza, constituía para mí un consuelo sentirme arropado en el calor de la ropa de mi tío, y hubo veces en que imaginé que el traje me mantenía entero, que si no lo llevara puesto, mi cuerpo volaría en pedazos.”
“Yo era el intelectual sublime, el futuro genio arisco y obstinado, el rebelde inconformista que se mantiene apartado de la manada. (…) Era una grotesca amalgama de timidez y arrogancia”
“Más que nada, el traje era una divisa de mi identidad, el emblema de la forma en que yo deseaba que me vieran los demás.”
“Zimmer me agradaba bastante (de hecho, era mi mejor amigo), pero después de cuatro años de compañeros de cuarto y dormitorios escolares, no podía resistir la tentación de vivir solo.”
“Luego cumplí veinte años, y pocas semanas después recibí una larga carta del tío Victor, casi incomprensible, escrita a lápiz en la parte de atrás de unas hojas amarillas de pedido de la Enciclopedia Humboldt. Por lo que pude deducir, corrían tiempos duros para los Hombres de la Luna
“Según el informe preliminar del forense, la causa probable de la muerte era un ataque cardíaco.”
“Después de descomponerse en su habitación casi una semana, no se podía hacer mucho con él.”
“Victor fue enterrado junto a mi madre y el cielo nos obsequió con un diluvio mientras estábamos allí viendo desaparecer a nuestro amigo bajo la tierra.”
“Toda una cadena de fuerzas se había puesto en marcha y en un momento determinado empecé a bambolearme, a volar alrededor de mí mismo en círculos cada vez más grandes, hasta que finalmente me salí de órbita.”
“A partir de aquel momento, de hecho, no hice nada que me ayudara, me negué a mover un dedo. Dios sabe por qué me comporté así. Entonces me inventé incontables razones, pero, en último término, probablemente todo se reducía a la desesperación. (…) Esto era nihilismo elevado al nivel de una proposición estética. Convertiría mi vida en una obra de arte, sacrificándome en aras de tan exquisitas paradojas que cada respiración me enseñaría a saborear mi propia condena. (…) No haría nada por impedir que ocurriera lo inevitable, pero tampoco correría a su encuentro. (…) Simplemente, sabía lo que me esperaba, y tanto daba que sucediera hoy o mañana, porque sucedería de todas formas. Eclipse total.”
“Fue entonces cuando empecé a leer los libros del tío Victor. (…) Esa fue la forma que elegí de llorar la muerte del tío Victor.”
“Me consolaba pensar que estaba ocupando el mismo espacio mental que mi tío había ocupado antes, leyendo las mismas palabras, viviendo las mismas historias, quizá albergando los mismos pensamientos.”
“Podía seguir el proceso de mi propio descuartizamiento. Pedazo a pedazo, me veía desaparecer. Aquéllos eran tiempos difíciles para todos, desde luego. Los recuerdo como un tumulto de política y multitudes, de megáfonos, atrocidades y violencia. En la primavera de 1968, cada día parecía vomitar un nuevo cataclismo.”
“Poco después, ese mismo mes, el campus de Columbia se convirtió en un campo de batalla y cientos de estudiantes fueron arrestados, entre ellos algunos soñadores como Zimmer y yo. No tengo intención de comentar nada de eso aquí. (…) Mi propia historia se alza sobre los escombros de aquellos días, y a menos que se entienda así, nada de ella tendrá sentido.”
“Puesto que no quería que nadie supiera lo pobre que era, no veía otra alternativa para salir de estos apuros que mentir.”
“Así comenzó el verano de 1969. Parecía casi seguro que sería el último que pasaría en la tierra.”
“La casualidad quiso que le llevara los últimos a Chandler el mismo día que los astronautas aterrizaron en la luna.”
“Con voz solemne e inexpresiva declaró que aquél era el acontecimiento más importante desde la creación del hombre. (…) Pero, pese a lo absurdo del comentario, había una cosa que nadie podía discutir: desde el día en que fue expulsado del paraíso, Adán nunca había estado tan lejos de casa.”
“No puedo estar seguro de nada de ello, pero el hecho era que las palabras Palacio de la Luna empezaron a apoderarse de mi mente con todo el misterio y la fascinación de un oráculo. Todo estaba mezclado en ellas al mismo tiempo”
“-Es una coincidencia curiosa –siguió él, sin hacer caso de lo que yo había dicho-. A Kitty le va a encantar. Le encantan esas cosas. (…)
-Mirad todos –dijo sonriente mi anfitrión medio desnudo-. Es el hermano gemelo de Kitty.”
“A falta de algo mejor que hacer, examiné a mi hermana gemela, una muchacha china, menuda, de diecinueve o veinte años, con pulseras de plata en ambas muñecas y una cinta de cuentas estilo navajo alrededor de la cabeza. Me devolvió la mirada con sonrisa –una sonrisa excepcionalmente cordial, pensé, llena de humor y complicidad- y luego volví mi atención a la mesa”
“me sentí cada vez más consciente de lo agradable que era estar sentado al lado de mi gemela largo tiempo perdida. Por comentarios de la charla, deduje que era bailarina, y no había duda de que la camiseta de los Mets le sentaba mucho mejor a ella que a mí. Era difícil no sentirse impresionado, y mientras ella seguía charlando y riendo con los otros, yo le lanzaba miraditas de reojo.”
“Llené una mochila con unas cuantas cosas, me puse el estuche del clarinete debajo del brazo y salí por la puerta. Estábamos a finales de agosto de 1969. (…) No miré atrás ni una sola vez.”
“Puedo escribir las cosas que me sucedieron, pero por muy minuciosa y precisamente que lo haga, esas cosas nunca serán más que una parte de la historia que estoy tratando de contar.”
“-No acabo de entender por qué viniste –dije-. Sólo nos habíamos visto una vez y yo no podía importarte nada entonces. ¿Por qué ibas a tomarte tantas molestias por alguien que ni siquiera conocías? (…)
-Porque pensé que estabas en peligro –dijo-. Pensé que estabas en peligro y nunca me había dado nadie tanta pena en mi vida.”
“Así fue como finalmente me rescataron: porque los dos salieron a buscarme. En aquel momento yo lo ignoraba, claro está, pero, sabiendo lo que sé ahora, me es imposible recordar aquellos días sin sentir una oleada de nostalgia por mis amigos. En cierto sentido, eso altera la realidad de lo que experimenté. Yo había saltado desde el borde del acantilado y justo cuando estaba a punto de dar contra el fondo, ocurrió un hecho extraordinario: me enteré de que había gente que me quería. Que le quieran a uno de ese modo lo cambia todo. No disminuye el terror de la caída, pero te da una nueva perspectiva de lo que significa ese terror. Yo había saltado desde el borde y entonces, en el último instante, algo me cogió en el aire. Ese algo es lo que defino como amor. Es la única cosa que puede detener la caída de un hombre, la única cosa lo bastante poderosa como para invalidar las leyes de la gravedad.”
“Observen cómo el orgullo debilitaba mi resolución de mantenerme al margen de mi desgracia, el orgullo y una sensación de vergüenza. Una parte de mí estaba horrorizada por lo que había permitido que me sucediera y no quería correr el riesgo de encontrarme con alguien que conociera.”
“Si el tío Victor pudiera verme, pensé, se quedaría destrozado, enfermo en el alma. Me había convertido en una nada, un muerto que caía de cabeza al infierno. (…) Esto es lo que me merezco, me dije. Yo me he hecho mi nada y ahora tengo que vivir en ella.”
“Mi estado de ánimo saltaba temerariamente de un extremo al otro, haciéndome pasar de la alegría a la desesperación tan a menudo que mi mente salía maltrecha del viaje. (…) Me esforcé por recuperar cierto equilibrio interior, pero fue en vano. (…) Mi ensimismamiento era tan intenso que ya no podía ver las cosas tal y como eran: los objetos se convertían en pensamientos y cada pensamiento era parte del drama que estaba siendo interpretado en mi interior.
Una cosa había sido estar sentado en mi habitación esperando que el cielo se me cayera encima y otra bien distinta era verme arrojado a la calle.”
“Esto era Nueva York, pero no tenía nada que ver con el Nueva York que yo había conocido siempre. Carecía de asociaciones, era un lugar que podía haber estado en cualquier parte. Mientras le daba vueltas a esta idea, se me ocurrió de pronto que había sobrevivido a la primera noche.”
“no hacer nunca nada que perturbe el flujo del tráfico humano. Si respetas las reglas de este juego, la gente tiende a ignorarte. Hay una mirada vidriosa especial en los ojos de los neoyorquinos cuando van andando por las calles, una natural y quizá necesaria forma de indiferencia hacia los demás. El aspecto que tengas no importa, por ejemplo. (…) En cambio, el modo en que actúas dentro de tu ropa es de la máxima importancia. Los gestos raros de cualquier clase son automáticamente interpretados como una amenaza. “
“Siempre que caminaba entre la multitud, rápidamente me hacían avergonzarme y tomar conciencia de mí mismo. Me sentía una mancha, un vagabundo, una pústula de fracaso en la piel de la humanidad.”
“Si las calles me obligaban a verme como los demás me veían, el parque me daba la posibilidad de regresar a mi vida interior, de valorarme exclusivamente en términos de lo que estaba pasando dentro de mí. Descubrí que es posible sobrevivir sin un techo pero no se puede vivir sin establecer un equilibrio entre lo interno y lo externo. Eso es lo que me dio el parque. Tal vez no era lo que se dice un hogar, pero, a falta de otro refugio, se convirtió en algo muy parecido.”
“empecé a notar que las cosas buenas me sucedían sólo cuando dejaba de desearlas. (…) desear demasiado las cosas impedía que sucedieran. Esa era la consecuencia lógica de mi teoría. (…) En otras palabras, conseguía lo que quería sólo si no lo quería. (…) Si mis deseos únicamente podían ser satisfechos no pensando en ellos, entonces todo pensamiento acerca de mi situación era necesariamente contraproducente.”
“Yo era un instrumento de sabotaje, me decía, una pieza suelta en la maquinaria nacional, un inadaptado cuya función era paralizar los engranajes. Nadie podía mirarme sin sentir vergüenza o indignación o lástima. Yo era la demostración viviente de que el sistema había fallado, de que la engreída y sobrealimentada tierra de la abundancia se estaba agrietando.”
“cualquier cosa era posible en este mundo. Esa idea me proporcionaba consuelo. La causalidad ya no era el oculto demiurgo que gobernaba el universo: abajo era arriba, el último era el primero, el final era el principio. Heráclito había resucitado de su montón de estiércol y lo que tenía que enseñarnos era la más simple de las verdades: la realidad era un yo-yo, el cambio era la única constante.”
“Si mis dos amigos no me hubieran encontrado cuando lo hicieron, creo que no cabe duda de que me habría muerto. Había agotado mis reservas y ya no tenía nada con que defenderme.”
“Fue una de esas lluvias cataclísmicas: el cielo se abrió repentinamente en dos y el agua empezó a caer a cántaros, con una prodigiosa furia de sonido. Estaba empapado antes de despertarme, con todo el cuerpo acribillado, y las gotas rebotaban sobre mí como perdigones.”
“A nadie se le permite morir más de una vez.”
“Esto es la soledad humana, me dije. Esto es lo que significa no tener a nadie. Sin embargo, ya no estaba iracundo y pensé esas palabras con una especie de franqueza brutal, de absoluta objetividad.”
“Hace dos años, por razones tanto personales como filosóficas, decidí dejar de luchar. (…) pensé que, abandonándome al caos del mundo, quizá el mundo acabaría por revelarme alguna secreta armonía, alguna forma o esquema que me ayudaría a penetrar en mí mismo. La idea era aceptar las cosas tal y como son, dejarse llevar por la corriente del universo.”




jueves, 29 de noviembre de 2012

Han olvidado a Dios


Padre e hijo. Arquitecto Alexánder Pávlovich Polóznev y Misaíl Polóznev

Y tú, mírate: eres un proletario, un mendigo, ¡vives a costa de tu padre!
Y, según costumbre, se puso a hablar de que la juventud actual perece a causa del ateísmo, el materialismo y el exceso de presunción. Y de que era preciso prohibir los espectáculos de aficionados, ya que apartaban a los jóvenes de la religión y de las obligaciones.
-Le ruego que me escuche –dije con aire taciturno, sin esperar nada bueno de esta conversación-. Lo que usted llama situación social constituye un privilegio del capital y de la instrucción. La gente pobre y sin instrucción se gana el pan con un trabajo físico, y no veo por qué motivo tengo que ser una excepción.

-Cuando empiezas a hablar del trabajo físico resulta algo tonto y vulgar –dijo mi padre, irritado-. Entiéndelo, eres un obtuso; entiéndelo, cabeza sin seso, que tienes –aparte de la fuerza bruta física- el Espíritu de Dios, el fuego sagrado, que te diferencia en alto grado del burro o del reptil, y te acerca a la divinidad. Este fuego se conquista desde hace miles de años por los mejores hombres. Tu bisabuelo, Polóznev, fue general y luchó en Borodino; tu abuelo fue poeta, orador y jefe de la nobleza; tu tío fue pedagogo. Y, finalmente, yo tu padre, ¡arquitecto! ¡Todos los Polóznev han mantenido el fuego sagrado para que tú lo apagues!
-Hay que ser justos –intervine-. Millones de personas realizan un trabajo físico.
-¡Que lo realicen! ¡No saben hacer otra cosa! Un trabajo físico puede realizarlo cualquiera, incluso un tonto de remate y un delincuente. Ese trabajo es una distinción característica del esclavo y del bárbaro, en tanto que el fuego sagrado es patrimonio tan sólo de unos pocos.

Era inútil continuar esta conversación. Mi padre se adoraba y le resultaba convincente sólo lo que decía él mismo. Además, yo sabía muy bien que esa altanería con que hacía referencia al trabajo plebeyo, tenía su fundamento no tanto en consideración al fuego sagrado cuanto al miedo secreto de que yo me convirtiera en obrero, y obligase a toda la ciudad a hablar de mí.
De niño, cuando me pegaba mi padre, yo tenía que permanecer firme, con las manos en las costuras del pantalón, y mirarle a la cara. Ahora, cuando me pegaba, yo perdía por completo el control y era como si se prolongara mi infancia, me estiraba y trataba de mirarle a la cara. Mi padre era viejo y estaba muy delgado, pero sus finos músculos eran muy fuertes, como correas, porque al pegar hacía mucho daño.
Mi decisión de no volver a la oficina, de empezar una nueva vida de obrero, era inconmovible.
Me esperaba una vida monótona de obrero, de hambre, de malos olores, de ambiente grosero, con la idea continua de ganar un jornal y el pan. (…) Pero ahora pensar en mis futuros infortunios me resultaba divertido. (…) Mi inclinación hacia el disfrute de lo intelectual –por ejemplo, hacia el teatro y la lectura-, la tenía desarrollada hasta el apasionamiento, pero no sé si tenía capacidad para una labor intelectual.
Mi actividad en la esfera de los estudios y del empleo no exigía ni una atención intelectual, ni talento, ni aptitudes particulares, ni un elevado espíritu creador: era una máquina. Este trabajo intelectual lo coloco por debajo del físico, lo desprecio y no creo que pueda servir ni por un minuto para justificar una vida ociosa y despreocupada, ya que no es otra cosa que un engaño, una de las facetas de esa ociosidad. Con toda seguridad, el verdadero trabajo intelectual no lo he conocido nunca.
Además de eso, yo tenía mala reputación en la ciudad a causa de no tener una situación social y de que con frecuencia jugaba al billar en tabernas de poca categoría. Y posiblemente también porque por dos veces, sin ningún motivo por mi parte, me habían llevado a presencia del oficial de los gendarmes.
Qué insignificante es el hombre en comparación con el universo.
Y lo decía con un tono tal, como si le resultase extraordinariamente lisonjero y agradable el ser tan insignificante. ¡Qué hombre sin talento!
Por desgracia, era el único arquitecto que teníamos en la ciudad y en los últimos quince o veinte años, según recuerdo, en la ciudad no se había construido ni una casa conveniente.
Y no sé por qué, todas estas casas construidas por mi padre, parecidas unas a otras, me recordaban confusamente su sombrero de copa, su nuca delgada y tozuda. Con el correr del tiempo, la ciudad se habituó a esa falta de talento de mi padre, echó raíces y se convirtió en nuestro estilo.
Mi padre introdujo este estilo también en la vida de mi hermana.
Cleopatra Polóznev
Y ahora, cuando ya tenía veintiséis años, continuaba lo mismo. Le permitía ir del brazo sólo con él, y no sé por qué imaginaba que, pronto o tarde, tenía que aparecer un joven aceptable que querría casarse con ella por respeto a las cualidades particulares del arquitecto.
Yo tenía mi habitación en casa, pero vivía en el patio en una casucha –bajo el mismo techo de la cochera, hecha de ladrillos- que se había construido antaño sin duda para dejar allí las guarniciones de las caballerías.
Al vivir aquí y aparecer con menos frecuencia ante mi padre y sus huéspedes y no yendo a comer todos los días, las palabras de mi padre de que vivía a expensas suyas ya no me resultaron tan ofensivas.
Mi hermana, agobiada por esta ramplonería, se preocupaba únicamente de la manera de acortar los gastos y por eso nos alimentábamos mal.
Le dije que la idea de trabajar en el ferrocarril que se estaba construyendo no se me había ocurrido nunca y que, tal vez, estuviera dispuesto a probar.
La hija del ingeniero Dolgíkov
Como persona de la ciudad, se le permitía hacer observaciones durante los ensayos.
Se decía que estudiaba canto en el conservatorio de San Petersburgo y que incluso había cantado durante todo el invierno en una ópera privada.
Aniuta Blágov
Era la hija del vicepresidente del Tribunal, que ejercía en nuestra ciudad hacía mucho tiempo, al parecer desde la misma instauración del Juzgado del distrito.

Ingeniero Dolgíkov, el de las promesas
Todo parecía querer decir que un hombre había vivido, se había esforzado y había conseguido al final la felicidad posible en la tierra.
-Sí, sí me ha hablado Blágov –con viveza se volvió hacia mí, sin darme la mano-. Pero escuche ¿qué puedo ofrecerle? ¿Qué puestos de trabajo tengo yo? Son ustedes gentes extrañas, señores –continuó en voz alta y con un tono como si me echara una reprimenda. Vienen ustedes a verme como veinte personas al día. ¡Se imaginan ustedes que tengo un departamento ministerial! Tengo una línea de ferrocarril, señores, tengo trabajos forzados: necesito mecánicos, cerrajeros, desmontistas, carpinteros, poceros, y todos ustedes sólo pueden estar sentados y escribir ¡nada más! ¡Todos ustedes son escritores!

-¿Qué saben ustedes hacer? –prosiguió-. ¡No saben hacer nada! Yo soy ingeniero, soy un hombre acomodado, pero antes de abrirme camino he realizado durante mucho tiempo trabajos duros, he sido maquinista, he trabajado dos años en Bélgica como simple engrasador. Juzgue usted mismo, amigo ¿qué trabajo puedo ofrecerle?
Para ir a Dubéchnia, me levanté temprano (…) Estaba triste y no quería marcharme de la ciudad. Amaba mi ciudad natal. ¡Me parecía tan bonita y cálida! Me gustaba ese verdor, las mañanas soleadas y silenciosas, el sonido de nuestras campanas. Pero las gentes, con las que yo vivía en esta ciudad, me resultaban aburridas, ajenas, y, a veces, incluso repugnantes. No las quería ni las comprendía.
Yo no comprendía para qué y  de qué vivían todas estas personas. (…) qué era nuestra ciudad y qué hacía, eso no lo sabía. La Gran Dvoriánskoya y las otras dos calles de las más cuidadas vivían de capitales hechos y de sueldos, que percibían los funcionarios del tesoro público. Pero ¿de qué vivían las restantes ocho calles que se arrastraban paralelas unas tres verstas y desaparecían tras la colina? (…) ¡Da vergüenza decir cómo vivía esta gente! (…) En la asamblea, en casa del gobernador, en la del obispo, en todas las casas se hablaba durante muchos años de que en nuestra ciudad no había agua potable y barata y que era absolutamente necesario obtener un préstamo del tesoro público de doscientos mil rublos para hacer la acometida del agua. Los hombres muy ricos, que en nuestra ciudad podían contarse hasta unos treinta, y que a veces perdían a las cartas una finca entera, también bebían agua malsana y toda la vida hablaban con entusiasmo del préstamo, cosa que yo no entendía. A mí me parecía más sencillo que sacaran esos doscientos mil rublos del propio bolsillo.
En toda la ciudad yo no conocía una sola persona honrada. (…) Sólo de las jovencitas emanaba una pureza natural, la mayoría de ellas tenían grandes aspiraciones, honestas, las almas puras; pero no comprendían la vida y creían que las concusiones se daban por respeto a las cualidades espirituales y, al casarse, envejecían pronto, se abandonaban y se hundían irremisiblemente en el cieno de la chabacanería, de la existencia de la pequeña burguesía.
Nuestros tenderos, para entretener a estos miserables hambrientos, daban de beber vodka a los perros y a los gatos o ataban al rabo del perro una lata con petróleo, lanzaban un silbido y el perro se lanzaba por la calle, haciendo sonar la lata y aullando de horror; el animal creía que le perseguía y pisaba los talones algún monstruo, corría lejos, fuera de la ciudad, al campo y ahí caía completamente agotado.
Nada me molestaba tanto en la vida como la sensación aguda del hambre. (…) Tal vez por eso comprendía perfectamente por qué había tanta gente que trabajaba sólo por un pedazo de pan y únicamente podía hablar de víveres.
Los Cheprákov
-Ya ve usted, hemos vendido nuestra finca. Naturalmente, es una pena, estábamos acostumbrados a esto, pero Dolgíkov me ha prometido hacer a Jean jefe de la estación de Dubéchnia, de manera que no nos marcharemos de aquí, viviremos en la estación, que es lo mismo que si fuera en la finca. ¡Es tan bueno el ingeniero! ¿No encuentra usted que es muy bueno?
Hacía poco todavía que los Cheprákov vivían lujosamente, pero todo cambió después de la muerte del general. Elena Nikifórovna empezó a pelearse con los vecinos, se puso a pleitear, a no pagar todo a los encargados y obreros, tenía miedo de que la robasen, y en unos diez años Dubéchnia se había hecho irreconocible.
El hermano de Aniuta, el médico
Por su aspecto exterior todavía parecía un estudiante. (…) Servía en un regimiento y ahora había venido con permiso a casa de su familia, decía que en otoño iría a San Petersburgo para hacer su tesis de doctorado. Estaba ya casado y tenía tres niños; se casó muy joven, cuando todavía cursaba segundo y ahora se decía en la ciudad que no era feliz en la vida matrimonial. Ya no vivía con la mujer.
¿Cleopatra enamorada?
En su voz se oía la extrañeza, como si le pareciera imposible que ella también pudiese experimentar la felicidad en su alma. Por primera vez en la vida yo la veía tan contenta. Se había puesto incluso más guapa. (…) Cuando hablaba tenía un aire gracioso e incluso resultaba bonita (…) pero tenía una palidez enfermiza, tosía con frecuencia y en sus ojos yo captaba a veces la expresión de la gente que suele estar seriamente enferma, pero que lo ocultan por algún motivo. En la alegría que manifestaba ahora había algo infantil, ingenuo, como si aquella alegría que durante nuestra infancia reprimían y ahogaban con una educación severa, se hubiera despertado de pronto en su alma y se hubiera liberado.
[Misaíl]
A causa del ocio y de la vaguedad de mi situación me atormentaba una angustia física. Y yo paseaba por la finca descontento de mí mismo, flojo, hambriento, y sólo esperaba el momento psicológico adecuado para marcharme.
[Dolgíkov]
A todos los hombres humildes, no se sabe por qué, les llamaba Pantiléi y a la gente como Cheprákov y yo, los despreciaba y los trataba a sus espaldas de borrachos, animales, canallas. De un modo general, era duro con los pequeños empleados y despedía del trabajo de una manera fría, sin explicaciones. (…) Como despedida nos prometió echarnos a todos dentro de dos semanas.
Andréi Iványch Riédka, el pintor
He venido a casa de la generala a pagarle los intereses. El año pasado le pedí prestados cincuenta rublos y ahora le pago un rublo al mes.
Yo entiendo así las cosas: si un hombre sencillo o un señor cobra el más pequeño interés ya es un malvado. No puede existir la verdad en un hombre así.
Riédka carecía de sentido práctico y sabía organizarse mal; cogía más trabajo del que podía hacer y en el momento de hacer cuentas se turbaba, se perdía en conjeturas y casi siempre estaba en déficit.
Era un magnífico obrero, a veces llegaba a ganar hasta diez rublos al día y si no fuera por ese deseo a toda costa de ser patrón y llamarse maestro de obras, sin duda hubiera ganado buen dinero.
Yo vivía ahora entre gentes para quienes el trabajo era obligatorio e inevitable y que trabajaban como caballos de tiro, muchas veces sin reconocer el significado moral del trabajo e incluso nunca empleaban en la conversación la palabra “trabajo”; a su lado, yo también me sentía una bestia de carga, cada vez más convencido de la obligación y de la necesidad de este trabajo que realizaba, que me hacía la vida más liviana, librándome de toda clase de sospechas.
¡Pero sobre todo vivía por mi propia cuenta y no constituía una carga para nadie!
Y nadie me trataba con tanta dureza como precisamente aquellos que, hacía todavía poco, eran unas pobres gentes que ganaban el pan con un trabajo ínfimo. Cuando pasaba entre los puestos del mercado al lado de la ferretería, como por descuido me echaban agua encima
La gente que me conocía adoptaba un aire confuso al encontrarse conmigo. Unos, me miraban como a un excéntrico y un bufón; otros, me tenían lástima; los terceros no sabían cómo tratar conmigo y era difícil comprenderlos.
[Aniuta Blágov]
-Le ruego que no me salude en la calle…-dijo nerviosa, ásperamente, con voz temblorosa, sin estrecharme la mano, y de pronto sus ojos se llenaron de lágrimas-.
Yo no disputaba con mis compañeros (…) Vivíamos amigablemente entre nosotros. Los muchachos sospechaban que yo era un sectario religioso y bromeaban cariñosamente conmigo diciendo que hasta mi padre había renunciado a mí, y en seguida contaban que ellos pocas veces pisaban la iglesia
Los muchachos me respetaban y tenían miramientos conmigo (…) Sólo les chocaba desagradablemente que yo no tomara parte en el robo del aceite y que no fuera con ellos a pedir propinas a los clientes. El robo del aceite y de la pintura del cliente era usual entre los pintores y ni siquiera se consideraba un robo. Y era curioso que incluso un hombre tan justo como Riédka
No iba a casa a visitar a los míos. Los domingos venía mi hermana, pero a escondidas.
[el doctor Blágov]
-Empezaré por decirle –dijo sentándose en mi cama- que simpatizo con usted con toda mi alma y respeto profundamente su forma de vivir. Aquí, en la ciudad, no nos comprenden y no hay quien pueda hacerlo. (…) Para cambiar de vida tan brusca y radicalmente, como lo ha hecho usted, ha sido preciso pasar por una transformación espiritual compleja y, para continuar ahora esta vida y encontrarse continuamente a la altura de sus convicciones, tiene usted que trabajar tensamente día tras día con la inteligencia y con el corazón. (…) ¿no encuentra que si hubiera empleado su fuerza de voluntad, esa tensión, todo ese potencial, en alguna otra cosa, por ejemplo, en convertirse con el tiempo en un famoso sabio o artista, su vida hubiera sido más ancha y profunda y hubiera resultado más fecunda en todos los sentidos?
Es preciso que los fuertes no esclavicen a los débiles, que la mayoría no sea para la minoría un parásito o una sanguijuela que les chupa de forma crónica la mejor de su savia, es decir, hace falta que todos sin excepción –fuertes y débiles, ricos y pobres- participen de un modo igual en la lucha por la subsistencia, cada uno para sí, y en este sentido no hay mejor remedio para nivelar a la gente que el trabajo físico en calidad universal, obligatorio para todos.
Si no esclaviza usted a nadie, si no es usted una carga para nadie, ¿qué otro progreso hace falta?
A mi juicio es el progreso más auténtico y, tal vez, el único posible y necesario para el hombre.
Si los límites del progreso son infinitos, como usted dice, entonces su finalidad no está determinada. Es vivir y no saber de un modo determinado para qué se vive.
[doctor Blágov]
Usted sabe para qué vive, para que unos no esclavicen a otros, para que los pintores y el que les prepara los colores, coman del mismo modo. Pero esa es la parte gris y burguesa de la vida, la comida, y vivir sólo para eso ¿acaso no da asco? Si unos insectos esclavizan a otros ¡allá ellos! ¡Que se coman los unos a los otros! Pero no es en ellos en quienes tenemos que pensar –de todos modos morirán y se pudrirán por mucho que se les salve de la esclavitud-, es preciso pensar en el gran X que espera toda la humanidad en un futuro lejano.
Mi humor también era otoñal. Quizá porque al convertirme en obrero, veía el otro lado de la vida que se hacía en la ciudad, casi todos los días hacía nuevos descubrimientos que me sumían en la desesperación. Mis conciudadanos, sobre quienes antes no tenía ninguna opinión o que exteriormente me parecían totalmente honrados, ahora resultaban gentes bajas, crueles, capaces de cualquier villanía. A nosotros, gente sencilla, nos engañaban, nos obligaban a esperar horas enteras en vestíbulos fríos o en la cocina, nos ofendían y nos trataban con extrema grosería.
En las tiendas, a los obreros, nos vendían carne maloliente, harina apolillada y té que ya había sido empleado.
Pero, principalmente, lo que más estupefacto me dejaba en mi nueva situación era la ausencia total de justicia, precisamente lo que el pueblo define con estas palabras “Han olvidado a Dios”. Raro era el día que se pasaba sin estafa. Nos estafaban los comerciantes que nos vendían el aceite de lino, los capataces, los compañeros e incluso los clientes. Caía de su peso que no podía haber cuestión sobre ninguno de nuestros derechos y el dinero que ganábamos teníamos que pedirlo cada vez como una limosna, en la puerta de servicio y descubiertos.
[la hija del ingeniero Dolgíkov, María Victórovna, Másha]
He conocido ya a su hermana; es una muchacha encantadora, simpática, pero no puedo convencerla de ninguna manera de que no hay nada horroroso en su forma sencilla de vida de usted.
-¡Es usted un hombre feliz! –suspiró-. Toda la maldad del mundo me parece que viene del ocio, del aburrimiento, del vacío espiritual y todo eso es inevitable cuando uno se acostumbra a vivir a costa de otros. No crea que estoy fingiendo, se lo digo sinceramente: no es interesante ni agradable ser rico. (…) de un modo general no hay ni puede haber riqueza adquirida con justicia.
[el gobernador]
Su honorable padrecito se ha dirigido por carta y verbalmente al mariscal de la nobleza de la provincia, para rogarle que le llamase a usted y explicarle lo incompatible de su conducta con la calidad de noble que usted tiene el honor de poseer.
-Confío –prosiguió- que apreciará usted la delicadeza del respetable Alexander Pávlovich, que se ha dirigido a mí no de un modo oficial sino particular. Tampoco yo le he llamado de un modo oficial y hablo con usted no como gobernador, sino como sincero admirador de su padre. Y así, le ruego que o cambie de conducta y vuelva a las obligaciones decentes de su clase social o, para evitar el escándalo, que se traslade a otro lugar, donde no le conozcan y donde puede usted dedicarse a lo que quiera. En caso contrario, me veré obligado a tomar medidas extremas.
[Másha]
-Le digo a usted todo esto, porque quiero iniciarle en mi secreto. Voilá! Esta es mi biblioteca sobre agricultura. (…) Mi sueño, mi dulce ilusión, es marcharme a Dubéchnia en cuanto llegue el mes de marzo. ¡Aquello es divino, pasmoso! ¿no es verdad? El primer año me voy a fijar cómo lo hacen y acostumbrarme, y al año siguiente ya me pondré a trabajar yo misma en serio sin que se me caigan los anillos, como suele decirse. Mi padre me ha prometido regalarme Dubéchnia, y haré en ella todo lo que quiera.
[ingeniero Dolgíkov]
Ser un obrero honrado es más inteligente y honroso que estropear papel del Estado y llevar una escarapela encima de la frente.
Me percataba de que despreciaba como antes mi miseria y me aguantaba sólo por agradar a su hija; yo ya no podía reírme y decir lo que quería, me mantenía intratable y esperaba siempre que me llamase Pantiléi, como a su lacayo Pável. ¡Cómo se revolvía mi orgullo provincial y burgués! Yo, un proletario, un pintor, iba todos los días a casa de gente rica, que no eran nada mío, a los que toda la ciudad miraba como a extranjeros, y todos los días bebía con ellos vinos caros y comía extraordinario
Una vez, durante la cena, nos comimos con el ingeniero una langosta entera. Regresando a casa, recordé que durante la cena el ingeniero me había llamado dos veces “querido” y llegué a la conclusión de que en esa casa me acariciaban como a un gran perro desgraciado, separado de su amo, que se divertían conmigo y que cuando se cansaran me echarían como a un perro. Me dio vergüenza y me dolió, me dolió hasta saltárseme las lágrimas y, mirando al cielo, juré poner fin a todo esto.
Mi vida. Relato de un provinciano; Antón Chéjov.

-Qué hago con mi vida
-Cómo me voy a relacionar con los demás
-Qué puedo hacer con respecto a mi país [con respecto al mundo que tengo alrededor]
Diálogo con L. Tolstói

lunes, 26 de noviembre de 2012

La engañosa luz de la luna


Conducido por su mano, Larsen franqueó el límite que marcaba la glorieta en el centro del jardín, anduvo casi tocando la desnudez de las estatuas, conoció olores nuevos de plantas, de humedades, del horno para pan, de la enorme pajarera susurrante. Llegó a pisar las baldosas del piso de la casa, bajo la alta superficie de cemento que separaba las habitaciones de la tierra y el agua. El dormitorio de la mujer, Josefina, estaba allí mismo, al nivel del jardín. Larsen sonrió en la penumbra. «Nosotros los pobres», pensó con placidez. Ella encendió la luz, lo hizo entrar y le quitó el sombrero. Larsen no quiso mirar el cuarto mientras ella iba y venía, ordenando cosas o escondiéndolas; quedó de pie, sintiendo en la cara el viejo, olvidado fulgor de la juventud, incapaz de contener la también antigua, torpe y sucia sonrisa, alisándose sobre la frente el escaso mechón de pelo grisáceo.
—Ponete cómodo —dijo ella con voz tranquila, sin mirarlo—. Voy a ver si quiere algo y vuelvo. La loca.
Salió apresurada y cerró la puerta sin ruido. Entonces Larsen sintió que todo el frío de que había estado impregnándose durante la jornada y a lo largo de aquel absorto y definitivo invierno vivido en el astillero acababa de llegarle al esqueleto y segregaba desde allí, para todo paraje que él habitara, un eterno clima de hielo. Hizo aumentar su sonrisa y su olvido; con furor y entusiasmo se puso a examinar el cuarto de la sirvienta. Se movía rápidamente, tocando algunas cosas, alzando otras para mirarlas mejor, con una sensación de consuelo que compensaba la tristeza, olisqueando el aire de  la tierra natal antes de morir. Allí estaban, otra vez, la cama de metal con los barrotes flojos que tintinearían con las embestidas; la palangana y su jarra de loza verde, hinchando el relieve de las anchas hojas acuáticas; el espejo rodeado por tules rígidos y amarillentos; las estampas de vírgenes y santos, las fotografías de cómicos y cantores, la ampliación a lápiz, en un grueso marco ovalado, de una vieja muerta. Y el olor, la mezcla  que nunca podría ser desalojada, de encierro, mujer, frituras, polvos y perfumes, del corte de tela barata guardado en el armario.
Y cuando ella volvió, con dos botellas de vino claro y un vaso y cerró suspirando la puerta con la pierna para separarlo a él del frío mayor de la intemperie, de las uñas y los gemidos del perro, de tantos años gastados en el error, Larsen sintió que recién ahora había llegado de verdad el momento en que correspondía tener miedo. Pensó que lo habían hecho volver a él mismo, a la corta verdad que había sido en la adolescencia. Estaba otra vez en la primera juventud, en una habitación que podía ser suya o de su madre, con una mujer que era su igual. Podía casarse con ella, pegarle o marcharse; y cualquier cosa que hiciera no alteraría la sensación de fraternidad, el vínculo profundo y espeso.
—Hiciste bien, dame un trago —dijo, y aceptó entonces sentarse en el borde de la cama.
Bebió con ella del único vaso y trató de emborracharla mientras oponía al torrente de mentiras, preguntas y reproches, tantas veces oído, la sonrisa distraída y altiva que le habían permitido usar por unas horas. Después dijo: «Vos te callas», y apartó cuidadoso la jarra con hojas y flores para quemar en la palangana el salvoconducto a la felicidad que le había firmado el viejo Petrus.
No quiso enterarse de la mujer que dormía en el piso de arriba, en la tierra que él se había prometido. Se hizo desnudar y continuó exigiendo el silencio durante toda la noche, mientras reconocía la hermandad de la carne y de la sencillez ansiosa de la mujer.
Se despidió de madrugada y silabeó todos los juramentos que le fueron requeridos.
Llevándola del brazo, flanqueado por ella y por el perro, recorrió hacia el portón el increíble silencio ya sin luna y no quiso volverse, ni antes ni después del beso, para mirar la forma de la casa inaccesible. Al final de la avenida, dobló hacia la derecha y se puso a caminar en dirección al astillero. Ya no era, en aquella hora, en aquella circunstancia, Larsen ni nadie.
Estar con la mujer había sido una visita al pasado, una entrevista lograda en una sesión de espiritismo, una sonrisa, un consuelo, una niebla que cualquier otro podría haber conocido en su lugar.”

El astillero, Juan Carlos Onetti
El Astillero se publica en 1961 (Bs. As.: Cía. Gral Fabril Edit.).



Y, fiel a ese mandato que a veces le dictaba su instinto, el Pijoaparte avanzó hacia la muchacha tendiéndole la mano, seguro de sí mismo.
-Amor mío, no puedes engañarme –dijo-. Adelante, grita.
Hubo un silencio, y en aquel momento tuvo la absoluta certeza de que la muchacha iba a ser suya. (…)
Luego, sobre el cuerpo de la muchacha, con los codos hincados firmemente junto a sus hombros, impuso su ritmo: en la espalda sentía las pequeñas manos deslizándose, modelando su esfuerzo, y la otra caricia sin forma pero infinitamente más tangible, con toda su real presencia, de aquello que tan orgullosamente se levantaba con la Villa entera por encima de los dos cuerpos, por encima de la oscuridad y del mismo techo: todo el peso de las demás habitaciones, de los muebles, las escaleras alfombradas, los salones, las lámparas, las voces. Entró en la muchacha como quien entra en sociedad: extasiado, solemne, fulgurante y esplendorosamente investido de una ceremonial fantasía del gesto, maravilla perdida de la adolescencia miserable.
Constató, además, un hecho importante en nuestras latitudes: la muchacha no era inexperta, circunstancia que provocó en su mente enfebrecida, transportada, una momentánea confusión. Fue, por un breve instante, como si se hubiese extraviado. No llegó a ser un sentimiento, sino una sensación, un brusco retroceso de la sangre y un vacío en la mente, pero que no pasó de ahí y que se esfumó en seguida.
Y hasta que no empezó a despuntar el día en la ventana, hasta que la gris claridad que precede al alba no empezó a perfilar los objetos de la habitación, hasta que no cantó la alondra, no pudo él darse cuenta de su increíble, tremendo error. Sólo entonces, tendido junto a la muchacha que dormía, mientras aún soñaba despierto y una vaga sonrisa de felicidad flotaba en sus labios, la claridad del amanecer fue revelando en toda su grotesca desnudez los uniformes de satín negro colgados de la percha, los delantales y las cofias, sólo entonces comprendió la espantosa realidad.
Estaba en el cuarto de una criada.

Apenas si llegó a tener conciencia de las largas horas enfebrecidas que se habían acumulado aquí entre las tristes cuatro paredes de este dormitorio, y que tal vez algún día arroparon un sueño desamparado y enloquecido semejante al suyo: su primer impulso fue abofetearla.
Se incorporó bruscamente y se quedó sentado en la cama, anonadado, atónito, con los ojos como platos. Aparte la significación insolente y brutal que este amanecer le confería, el cuarto no tenía nada de particular: era pequeño, de techo muy alto, inhóspito, con un viejo armario de dos lunas, una mesita de noche, dos sillas y un perchero de pie. Sobre la mesita de noche había un despertador, un paquete de cigarrillos rubios, una novelita de amor de las de a duro y una fotografía enmarcada donde se veía, junto a un automóvil “Floride” parado frente a la entrada principal de la Villa, a Maruja con su uniforme de satín negro y cuello almidonado y a una muchacha rubia, en pantalones, que defendía sus ojos del sol haciendo visera con la mano: su rostro quedaba en sombras y no era fácil de reconocer. El de Maruja, en cambio, estaba perfectamente iluminado pero iniciando un movimiento hacia atrás, hacia la puerta abierta del coche, como si en el último momento hubiese pensado que cerrándola la foto quedaría mejor.
De un violento manotazo la fotografía fue a parar al suelo. Como a la luz de un relámpago, como esos moribundos que, según dicen, ven pasar vertiginosamente ante sus ojos ciertas imágenes entrañables de la película de sus vidas segundos antes de morir, el Pijoaparte, en el preciso instante de volver a dejarse caer de espaldas en el lecho, antes de que su mano se lanzara instintivamente a despertar a bofetadas a la criada, tuvo tiempo de ver como cruzaba por su recuerdo, durante una fracción de segundo, una de las imágenes más obsesionantes de su infancia, la que quizá se le había grabado con más detalle y para siempre: ingrávido en el tiempo, bajo un palpitante cielo estrellado, abrazaba de nuevo a una niña en pijama de seda.”

Últimas tardes con Teresa; Juan Marsé
Se publicó en 1966.

Dice Marsé en febrero de 1975: “No había releído Últimas tardes con Teresa desde que corregí las pruebas en el invierno de 1965. A lo largo de estos nueve años, siempre que, en medio del monótono oleaje de diversos y aburridos quehaceres, he pensado en la novela, ha sido preferentemente para evocar tal o cual imagen predilecta, es decir, revivir algo que no sabría llamar de otra manera que simple placer estético. Solía escoger, con deleitosa reincidencia, imágenes como (…) Y a Manolo-niño pasmado en el bosque ante la hija de los Moreau, intentando asir en el pijama de seda de la niña la engañosa luz de la luna, la falsa cita con el futuro. (…) El despertar de Manolo ante las cofias y los delantales de criada en el cuarto de Maruja. (…)
Sé que estas imágenes componen una especie de colección particular cuyo dudoso encanto el lector puede perfectamente pasar por alto. Pero de algún modo forman la espina dorsal que sostiene toda la estructura, y que se articula desde el murciano-niño caminando hacia la roulotte de los Moreau, para advertirles de la peligrosa proximidad de quincalleros y vagabundos, hasta el propio Pijoaparte cayendo en la cuneta con la rutilante Ducati entre las piernas, flanqueado por dos policías motorizados que cortan su enloquecida carrera hacia Teresa.”

“Siempre pertrechado para irse al infierno en cualquier momento. El rostro magullado y recalentado acusa las rápidas y sucesivas estupefacciones sufridas a lo largo del día, y algo en él se está desplomando con estrépito de himnos idiotas y banderas depravadas. Las facciones se traban, compulsivas, antes de desmoronarse. Se trata de un sujeto sospechoso de inapetencias diversas y como deslomado, desriñonado y despaldado. Ceñudo, maldiciente, tiene la pupila desarmada y descreída, escépticos los hombros, la nariz garbancera y un relámpago negro en el corazón y en la memoria.
No ha tenido mucho gusto en haberse conocido, habría preferido pasar de largo de sí mismo, pero acepta resignado el saludo hipócrita del espejo y la broma pesada de la vida: al nacer se equivocó de país, de continente, de época, de oficio y probablemente de sexo. Hay en los ojos harapientos, arrimados a la nariz tumultuosa, una incurable nostalgia del payaso de circo que siempre quiso ser. Enmascararse, disfrazarse, camuflarse, ser otro. El Coyote de Las Ánimas. El jorobado del cine Delicias. El vampiro del cine Rovira. El monstruo del cine Verdi. El fantasma del cine Roxy. Nostalgia de no haber sido alguno de ellos. Es fláccida la encarnadura facial, quizá porque la larga ensoñación detrás de las máscaras imposibles, el aburrimiento y el alcohol y la luctuosa telaraña franquista de casi 40 años abofetearon y abotagaron las mejillas y las ilusiones.
El tipo es bajo, desmañado, poco hablador, taciturno y burlón. No se considera un intelectual, y soporta mal que le traten como si lo fuera. Ama las tabernas y las papelerías de barrio y los flancos luminosos de los quioscos que exhiben tebeos y novelas baratas de aventuras. Las banderas le producen auténtico terror. Come ensaladas y escribe a mano. Y en un país en el que nadie dimite jamás, ni aun después de haber probado algunos políticos su ineptitud o su cinismo ante el pueblo -el señor Félix Pons con su piso de medio millón, por ejemplo, o los señores jueces de la Sala Segunda del Supremo al condenar al periodista Juanjo Fernández, o el gobernador civil de La Coruña, o los muy babosos dirigentes de Herri Batasuna, etcétera-, él sólo piensa en dimitir de todo, incluso de esta página. Pero no hay nada que le aburra tanto como hablar de sí mismo, así que basta. Vestido de diablo y ligero de equipaje -algunos discos, algunos libros (ninguno de Baltasar Porcel, por supuesto), algunas fotos-, se va por fin al infierno. Abur.”
Juan Marsé; “Señoras y señores” Tusquets, 1988

Si alguien puede saberlo eres tú. En cualquier caso, tus personajes son farsantes vocacionales en un constante juego de espejos: son lo que son, pero quieren ser otra cosa y parece que lo sean.
El tema de la apariencia y la realidad en la novela siempre me ha interesado mucho: lo que somos, lo que creemos ser y lo que ven los que nos miran, que a veces no coincide en absoluto. Pero no descubro nada en absoluto, creo que es el gran tema de la novela desde El Quijote.
La primera persona que conocí fue Joan Petit. En casa de mis padres había una nota diciendo que me presentara en la editorial, que querían conocerme, y fue Joan Petit quien me recibió. Entonces me hizo pasar al despacho de Carlos [Barral] y, casualmente, estaba allí Jaime Gil de Biedma. Carlos había leído el original de la novela y por eso quería conocerme. Quería saber si era verdad todo lo que explicaba del taller de joyería y mi experiencia de obrero. Y le dije que sí, claro, aún estaba trabajando allí. Para ellos yo fui como una novedad. Ellos eran todos burguesitos y, seguramente, no habían tenido nunca una relación directa con un escritor-obrero, por así decirlo, lo que les hacía cierta gracia. Pero no tardaron en descubrir que a mí no me hacía ninguna, yo lo que quería era dejar el taller y ganar dinero. Y por eso me fui a París, con una bolsa de viaje que me consiguió Castellet.
Ellos debían esperar que hicieses grandes novelas sociales.
Sí, en este sentido seguro que los decepcioné, porque no hice novela social. Al contrario, en Últimas tardes con Teresa, que fue la que pegó fuerte, había una crítica bastante hiriente a todo ese romanticismo ideológico. Cuando estuve en París, en 1961, me apunté al Partido Comunista y conocí a Jorge Semprún, que nos daba clases sobre política internacional. El caso es que yo iba a esas clases porque también asistía una chica francesa que me gustaba mucho. De hecho, hubo un tiempo en que esa chica estaba fuera y dejé de ir. Semprún me dijo que hacía tiempo que no me veía. Y fui sincero, le dije que lo que explicaba era muy interesante pero que lo que me gustaba era Arlette. Total, que esa novela del mundo obrero que esperaban no llegó nunca. Yo, pese a trabajar en un taller de joyería grande, con 30 empleados, no hacía vida de fábrica ni sabía demasiado del mundo obrero. Lo mismo me pasaba con el mundo de la delincuencia del barrio del Carmelo. Me llamaron varias veces para dar conferencias sobre el tema, porque el personaje de mi novela robaba motos y vivía en ese ambiente, pero era todo inventado: yo no sabía nada de los delincuentes.

Tus personajes acostumbran a sentir el peso del fracaso y no llegan a cumplir sus sueños. Tú has recibido todos los reconocimientos posibles. ¿Tienes sensación de fracaso? ¿Qué es el fracaso para ti?
Todos estamos abocados al fracaso, que es la muerte. Ya puedes hacer lo que quieras que todo acaba en nada. No soy pesimista hasta el punto de pensar que el centro de todo es el fracaso del hombre, me lo planteo de una manera más sencilla y cotidiana. Para empezar, en este país hay una experiencia social y política que te hace pensar inmediatamente en el fracaso, que son los 40 años de franquismo. Pueden explicarme lo que quieran, pero me han jodido la vida. Mira que es grande el mundo, pues he ido a nacer en este “collons” de país y justamente para vivir esos 40 años de franquismo, existiendo eso que llaman la eternidad de los siglos. Ya es mala suerte. En relación a la literatura, el fracaso no lo trato como un tema, pero me parece una consecuencia lógica de todo lo que quiera explicar. Algunas veces me han preguntado por qué acaba así Últimas tardes con Teresa, que ya podía tener un poquito de suerte el chaval. A ver, yo conozco casos de tíos que han dado el braguetazo (aquí tuvimos el famoso caso de Muñoz Ramonet), pero no me sirven literariamente porque si hago un final feliz acaba siendo una novela a lo Corín Tellado, y no se trata de eso porque la vida no es así. Pero el fracaso no es el tema central, lo trato como la consecuencia lógica de muchas aspiraciones humanas que no acaban bien.


¿Cuál es en tu vida la medida del éxito o el fracaso?
Es lo que te he comentado antes, sólo yo puedo saber la distancia entre el ideal que me he propuesto al ponerme a escribir una novela y lo que he conseguido. En este sentido es clarísimamente un fracaso. Eso no quita que lo que yo veo como un fracaso otros puedan verlo como un éxito, pero para mí es un fracaso. Particular, relativo y todo lo que quieras, pero fracaso. Esto en cuanto al trabajo. En la vida personal, parecido. Mi vida personal está llena de fracasos, desde que a los quince años me enamoré de una chica del barrio y no conseguí ni tocarle una oreja. En la vida no se cumplen los sueños. No se cumple ninguno, y los que se cumplen no resultan ser lo que uno había imaginado. El éxito mismo puede llegar a ser una verdadera lata. El éxito te distorsiona la visión, te hace creer una cosa cuando es otra. Me gusta mucho una frase de Ezra Pound, un tipo muy poco recomendable, que reza: “El esmero en el trabajo es la única convicción moral del escritor.” La satisfacción por el éxito está relacionada con el trabajo. Haber acabado un libro del que no te avergüenzas para mí es suficiente y comparable a un éxito. Es un éxito sólo para mí, porque yo puedo creer que el libro es muy bueno pero puede no serlo.
Eric González entrevista a Juan Marsé. Jot Down Cultural Magazine, enero 2012

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