Del arrepentimiento, Ensayos, Michel de Montaigne
Mrs. Dalloway, Virginia Woolf
El prodigio invisible, Antonio Muñoz Molina [El País, 13 de septiembre de 2008]
Nuestro Fernando, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 5 de diciembre de 2013]
El extraño viajero, Antonio Muñoz Molina [El País, 2 de septiembre de 2016]
Palabras de Fernando, Antonio Muñoz Molina [El País, 29 de junio de 2019]
Nuestro Fernando, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 5 de diciembre de 2013]
El extraño viajero, Antonio Muñoz Molina [El País, 2 de septiembre de 2016]
Palabras de Fernando, Antonio Muñoz Molina [El País, 29 de junio de 2019]
No hay vicio que esencialmente lo sea que no ofenda y que un juicio cabal no acuse, pues muestran todos una fealdad e incomodidad tan palmarias que acaso tengan razón los que los suponen emanados de torpeza e ignorancia tan difícil es imaginar que se los conozca sin odiarlos. La malicia absorbe la mayor parte de su propio veneno y se envenena igualmente. El vicio deja como una úlcera en la carne y un arrepentimiento en el alma que constantemente a ésta, araña y ensangrienta, pues la razón borra las demás tristezas y dolores engendrando el del arrepentimiento, que es más duro, como nacido interiormente, a la manera que el frío y el calor de las fiebres emanados son más rudos que los que vienen de fuera. Yo considero como, vicios (mas cada cual según su medida) no sólo aquellos que la razón y la naturaleza condenan, sino también los que las ideas de los hombres, falsas y todo como son, consideran como tales, siempre y cuando que el uso y las leyes las autoricen.
Por el contrario, no hay bondad que no regocije a una naturaleza bien nacida. Existe en verdad yo no sé qué congratulación en el bien obrar que nos alegra interiormente, y una altivez generosa que acompaña a las conciencias sanas. Un alma valerosamente viciosa puede acaso revestirse de seguridad, mas de aquella complacencia y satisfacción no puede proveerse. No es un plan baladí el sentirse preservado del contagio en un siglo tan dañado, y el poder decirse consigo mismo: «Ni siquiera me encontraría culpable quien viese hasta el fondo de mi alma, de la aflicción y ruina de nadie, ni de venganza o envidia, ni de ofensa pública a las leyes, ni de novelerías y trastornos, ni de falta al cumplimiento de mi palabra; y aun cuando la licencia del tiempo en que vivimos a todos se lo consienta y se lo enseñe, no puse yo jamás la mano en los bienes ni en la bolsa de ningún hombre de mi nación, ni viví sino a expensas de la mía, así en la guerra como en la paz, ni del trabajo de nadie me serví sin recompensarlo.» Placen estos testimonios de la propia conciencia, y nos procura saludable beneficio esta alegría natural, la sola remuneración que jamás nos falte.
Fundamentar la recompensa de las acciones virtuosas en la aprobación ajena es aceptar un inciertísimo y turbio fundamento, señaladamente en un siglo corrompido e ignorante como éste; la buena estima del pueblo es injuriosa. […]
Principalmente nosotros que vivimos una existencia privada, sólo visible a nuestra conciencia, debemos fijar un patrón interior para acomodar a él todas nuestras acciones, y según el cual acariciamos unas veces y castigamos otras. Yo tengo mis leyes y mi corte para juzgar de mí mismo, a quienes me dirijo más que a otra parte; yo restrinjo mis acciones con arreglo a los demás, pero no las entiendo sino conforme a mí. Sólo vosotros mismos podéis saber si sois cobardes y crueles, o leales y archidevotos; los demás no os ven, os adivinan mediante ciertas conjeturas; no tanto contemplan vuestra naturaleza como vuestro arte, por donde no debéis ateneros a su sentencia, sino a la vuestra: Tuo tibi judicio est utendum... Virtutis et vitiorum grave ipsius concientiae pondus est: qua sublata, jacent omnia [Poned a contribución vuestro propio juicio... El testimonio interno que la virtud y el vicio se procuran es cosa de gran peso: prescindid de esta conciencia, y todo cae por tierra. Las primeras palabras están sacadas de las Tusculuanas de CICERÓN, I, 25; y la frase siguiente, del tratado de Natura deorum, III, 35. (C.)]
El pueblo acompaña a un hombre hasta su puerta deslumbrado por el ruido de un acto público, y el favorecido con su vestidura abandona el papel que desempeñara, cayendo tanto más hondo cuanto más alto había subido, y dentro de su alojamiento todo es tumultuario y vil. Aun cuando en ella el orden presidiera, todavía precisa hallarse provisto de un juicio vivo y señalado para advertirlo en las propias acciones privadas y ordinarias. Montar brecha, conducir una embajada, gobernar un pueblo, son acciones de relumbrón; amonestar, reír, vender, pagar, amar, odiar y conversar con los suyos y consigo mismo, dulcemente y equitablemente, no incurrir en debilidades, mantener cabal su carácter, es cosa mas rara, más difícil y menos aparatosa. Por donde las existencias retiradas cumplen, dígase lo que se quiera, deberes tan austeros y rudos como las otras; y las privadas, dice Aristóteles, sirven a la virtud venciendo dificultades mayores y de modo más relevante que las públicas. Más nos preparamos a las ocasiones eminentes por gloria que por conciencia. El más breve camino de la gloria sería desvelarnos por la conciencia como nos desvelamos por la gloria. [...]
No consiste el valer del alma en encaramarse a las alturas, sino en marchar ordenadamente; su grandeza no se ejercita en la grandeza, sino en la mediocridad. Como aquellos que nos juzgan por dentro nos sondean, reparan poco en el resplandor de nuestras acciones públicas, viendo que éstas no son más que hilillos finísimos y chispillas de agua surgidos de un fondo cenagoso, así los que nos consideran por la arrogante apariencia del exterior concluyen lo mismo de nuestra constitución interna; y no pueden acoplar las facultades vulgares, iguales a las propias con las otras que los pasman y alejan de su perspectiva.
Del arrepentimiento
Since she was lying on the sofa, cloistered, exempt, the presence of this thing which she felt to be so obvious became physically existent; with robes of sound from the street, sunny, with hot breath, whispering, blowing out the blinds. But suppose Peter said to her, "Yes, yes, but your parties--what's the sense of your parties?" all she could say was (and nobody could be expected to understand): They're an offering; which sounded horribly vague. But who was Peter to make out that life was all plain sailing?--Peter always in love, always in love with the wrong woman? What's your love? she might say to him. And she knew his answer; how it is the most important thing in the world and no woman possibly understood it. Very well. But could any man understand what she meant either? about life? She could not imagine Peter or Richard taking the trouble to give a party for no reason whatever.
But to go deeper, beneath what people said (and these judgements, how superficial, how fragmentary they are!) in her own mind now, what did it mean to her, this thing she called life? Oh, it was very queer. Here was So-and-so in South Kensington; some one up in Bayswater; and somebody else, say, in Mayfair. And she felt quite continuously a sense of their existence; and she felt what a waste; and she felt what a pity; and she felt if only they could be brought together; so she did it. And it was an offering; to combine, to create; but to whom?
An offering for the sake of offering, perhaps. Anyhow, it was her gift. Nothing else had she of the slightest importance; could not think, write, even play the piano. She muddled Armenians and Turks; loved success; hated discomfort; must be liked; talked oceans of nonsense: and to this day, ask her what the Equator was, and she did not know. All the same, that one day should follow another; Wednesday, Thursday, Friday, Saturday; that one should wake up in the morning; see the sky; walk in the park; meet Hugh Whitbread; then suddenly in came Peter; then these roses; it was enough. After that, how unbelievable death was!--that it must end; and no one in the whole world would know how she had loved it all; how, every instant . . .
Mrs. Dalloway, Virginia Woolf
Y tuvo que poner en ella mucho más apasionamiento del que reconocía, porque de otro modo no habría arriesgado insensatamente sus ahorros en ella, y porque en cada plano, en cada diálogo, en la elección de cada lugar, se nota un cuidado extremo, de los cinco sentidos, una decisión de contar la vida como es, como era entonces, arriesgándose a lo inevitable, sabiendo que el precio de decir la verdad sería muy probablemente el fracaso; y no sólo por la brutalidad de los censores, sino por algo tal vez más desolador, la indiferencia del público, que rehuiría una película en la que se mostraba la triste realidad de las cosas, no el lujo de la mentira sino la ruina hasta de los sueños más mediocres: el de esa mujer que fue reina de la belleza hace más de diez años en una fiesta de barrio; el del camarero de bar que acierta una quiniela de catorce justo la semana en la que ha habido más de quinientos acertantes.
Me acordaba mucho de Fernando viendo la película, viéndolo a él con una chaquetilla sucia de camarero sin porvenir, rellenando quinielas, caminando al amanecer por las últimas esquinas de un Madrid deshabitado. Hay algo muy suyo en El mundo sigue: su amor por el cine italiano y por la gran literatura realista; su tristeza española de hombre de buen corazón al que le tocó vivir en un país demasiado áspero, en una época, la Guerra Civil y la postguerra, en la que pudo ver de cerca el paroxismo sanguinario de la mala leche nacional. Como sus personajes, él aprendió enseguida que aquí hasta los sueños más modestos se malogran, y que el éxito, cuando se le ofrecía, tenía algo de mezquindad y de fraude. Quiero pensar que en el fondo de su alma tenía el orgullo secreto de haber hecho El mundo sigue, aunque no la hubiera visto nadie, aunque con los años a él también se le hubieran ido olvidando los detalles de la película.
El prodigio invisible, Antonio Muñoz Molina
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