The House Was Quiet and The World Was Calm
By
Wallace Stevens
The
house was quiet and the world was calm.
The
reader became the book; and summer night
Was
like the conscious being of the book.
The
house was quiet and the world was calm.
The
words were spoken as if there was no book,
Except
that the reader leaned above the page,
Wanted
to lean, wanted much most to be
The
scholar to whom his book is true, to whom
The
summer night is like a perfection of thought.
The
house was quiet because it had to be.
The
quiet was part of the meaning, part of the mind:
The
access of perfection to the page.
And
the world was calm. The truth in a calm world,
In
which there is no other meaning, itself
Is
calm, itself is summer and night, itself
Is
the reader leaning late and reading there.
Source: The Collected Poems of Wallace Stevens (Alfred A. Knopf, 1954)
Source: The Collected Poems of Wallace Stevens (Alfred A. Knopf, 1954)
La casa estaba
en silencio y el mundo en calma
La casa estaba en
silencio y el mundo en calma.
El lector
convirtióse en el libro; y la noche estival
Era como el ser
consciente del libro.
La casa estaba en
silencio y el mundo en calma.
Las palabras
fueron dichas como si no hubiese libro,
fuera de que el
lector inclinado sobre la página
deseaba
inclinarse, deseaba ser
el erudito para el
cual su libro es real, para el cual
la noche estival
es como una perfección del pensamiento.
La casa estaba en
silencio porque debía estarlo.
La quietud era
parte del significado, parte de la mente:
el acceso a la
perfección de la página.
Y el mundo estaba
en calma. La verdad en un mundo en calma,
donde no existe
otro significado, él mismo
es calma, él
mismo es verano y noche, él mismo
es el lector
inclinándose hasta tarde y leyendo allí.
Wallace Stevens
The House Was Quiet and The World Was Calm, Wallace Stevens. Source: The Collected Poems of Wallace Stevens (Alfred A. Knopf, 1954)
La casa estaba en silencio y el mundo en calma, Wallace Stevens traducido por
Una forma de leer, Antonio Muñoz Molina [El País, 6 de febrero 2016]
Desmemorias, Antonio Muñoz Molina [El País, 6 de septiembre de 2008]
Enlaces: Narrating War in Peace: The Spanish Civil War in the Transition and Today
Desmemorias, Antonio Muñoz Molina [El País, 6 de septiembre de 2008]
Enlaces: Narrating War in Peace: The Spanish Civil War in the Transition and Today
Katherine O. Stafford
A
punto de salir de viaje, compruebo que llevo conmigo, entre las cosas
necesarias que no pueden olvidárseme, mi libro de Montaigne. Es el
segundo tomo de la edición de bolsillo de Folio, espléndidamente
editada y anotada por Emmanuel Naya, Delphine Reguig-Naya y Alexandre
Tarrête. Está muy moldeado por el trato con las manos y con los
bolsillos de chaquetones y abrigos, y por las muchas idas y venidas
en las que me ha acompañado. Es la segunda vez que lo leo en el
plazo de unos meses. Empecé, un poco por azar, una lectura seguida
de los Ensayos
al cabo de una temporada de inmersión en el Quijote,
y en torno a él en otras obras de Cervantes, biografías y estudios.
Ir de
Cervantes a Montaigne
fue quizás una deriva natural de lector, la intuición confirmada de
ciertas afinidades, dos almas templadas en tiempos de furibundas
explosiones de fanatismos religiosos, dos viajeros por Italia, dos
herederos de la corta era de apertura mental del humanismo
de la primera parte del siglo XVI.
Desde
hace muchos años he leído a Montaigne en rachas intermitentes, con
bastante frecuencia y con mucho desorden. Este otoño pasado me puse
a leer los Ensayos
completos y en orden por primera vez. Lo que me sucedió vino por
sorpresa. Al principio los compartía con otras lecturas. Las notas
a la edición resuelven muchos arcaísmos y alusiones del
vocabulario, pero me hacía falta tener el diccionario a mano, y
había pasajes fatigosos. Pero poco a poco, según avanzaba, y según
la familiaridad aliviaba las dificultades, Montaigne fue ocupándome
más y más tiempo, con una parte de exigencia y otra de recompensa
gradualmente acrecentada. El libro se me imponía como se le impone
a uno a veces una historia que está escribiendo, con una presión
imaginativa muy sostenida, y poco a poco excluyente. En trenes, en
aviones, en habitaciones de hotel, en salas de espera, en andenes de
metro, en bancos soleados de parques, Montaigne estaba conmigo, su
soliloquio conversador y vagabundo no se interrumpía. Salía para
una excursión en bicicleta y en la mochila llevaba el tomo conmigo,
sustancioso y liviano. Los juglares pedigüeños del metro se me
volvían más importunos porque me estropeaban la concentración de
la lectura. Una obra que creía conocer bien me revelaba hallazgos
insospechados, momentos de silencioso fervor, iluminaciones
sobre mí mismo y la gente que conozco y el presente en que vivo.
Dice Montaigne que su libro lo ha hecho a él a lo largo de los años
en la misma medida en que él ha hecho el libro. Algo semejante nos
ocurre a sus lectores perseverantes. Los Ensayos
nos van haciendo, se convierten en nuestro
talante y en nuestra mirada. Wallace Stevens habla en un poema de un
lector que se convierte en el libro que lee.
Llegué
al final del último ensayo, el capítulo XIII del tercer volumen,
‘De la experiencia’,
que es una culminación y una larga despedida al filo de la muerte.
Estaba en mitad de un viaje y me quedó una sensación de vacío,
casi de intemperie. Volví a Madrid y empecé de nuevo la lectura
del primer volumen. El mal se agravó porque justo entonces encontré
una biografía recién aparecida, Montaigne,
la splendeur de la liberté,
de Christophe Bardyn. A Montaigne uno tiene la tentación de
imaginarlo como un sabio benigno y apacible, aislado en su torre,
retirado de las pasiones y de los conflictos del mundo, un maestro
de una especie de autoayuda de lujo: Bardyn
le devuelve todas sus aristas, sus turbulencias de amante pasional,
la amplitud y el coraje de su activismo político. En
cada lectura sucesiva, lo que yo voy viendo cada vez más es ese
lado de vulnerabilidad,
de rechazo asqueado del fanatismo religioso y político y de la
crueldad inhumana que los alimenta y a los que sirve de coartada.
No hay una idea por la que los hombres no estén dispuestos a
sacrificar vidas, dice Montaigne, que está viendo con sus propios
ojos la destrucción y las matanzas que dejan tras de sí lo mismo
los ejércitos católicos que los protestantes en
las guerras de religión.
Bardyn
ofrece muchos datos sustanciosos y algunas hipótesis aventuradas:
que Montaigne no era en realidad hijo de su padre, por ejemplo, y
que la conciencia de esa ilegitimidad acentuó un sentimiento de
estar al margen o en una posición insegura que alimentaría su
actitud crítica hacia lo aceptado y lo establecido. El indicio en
el que se basa esta suposición es un pasaje, desde luego
sorprendente, en el que Montaigne asegura que su madre tuvo con él
un embarazo de 11 meses. Bardyn especula: ¿estaba de viaje el padre
en las fechas que se correspondían con el plazo biológico?
Embriagado por la mezcla de hechos ciertos y zonas de misterio, el
biógrafo se desvía hacia el territorio verosímil pero improbable
de la novela. En unas cuantas ocasiones Montaigne menciona que
algunas mujeres de familias nobles se han enredado con servidores y
caballerizos. ¿No es una manera de insinuar la infidelidad de su
madre? ¿No hubo siempre entre los dos una frialdad hostil, algo muy
raro en una persona tan naturalmente afectuosa como Montaigne?
Pero
él mismo dice que la rotundidad en las afirmaciones es una prueba
segura de idiotez, y celebra el valor de aceptar la duda, los
límites de lo que puede saberse de verdad, la decisión de dejar en
suspenso el juicio cuando no se poseen pruebas fiables. ¿Con qué
derecho puede afirmar nadie que actúa en obediencia de la voluntad
divina? ¿En virtud de qué insensata soberbia se erigen los hombres
en reyes del mundo y señores de los animales? A ningún tirano,
dice Montaigne, le han faltado nunca súbditos que lo obedezcan y lo
adulen.
Todavía
estoy a la mitad de esta segunda lectura completa. Compruebo con
satisfacción que no me va a faltar este alimento en las próximas
semanas o meses, y también que quizás, después de toda una vida
leyendo, he
empezado a establecer una relación distinta con algunos libros y
algunos autores: la que nos une a ellos cuando hemos llegado a
conocerlos muy bien, a detenernos en cada frase y en cada palabra y
al mismo tiempo vislumbrar la forma completa de una obra, porque
identificamos cada uno de los hilos y las resonancias interiores
sobre
las que se sostiene su arquitectura sin peso. Imagino que es una
lectura que puede parecerse no a la experiencia del aficionado a la
música, sino a la del intérprete,
el que la ha tocado nota por nota muchas veces, y ensayado despacio,
y desmontado y vuelto a montar cuando prepara cada nueva
interpretación. No ha compuesto la música, pero la
ha hecho suya.
Se ha convertido en ella, como el lector en el poema de Stevens. Una
de las últimas sonatas de piano o de los últimos cuartetos de
cuerda de Beethoven, un cuarteto de Béla Bartók, un solo de
Charlie Parker o de Bill Evans no se acaban nunca. Ahora sé que Don
Quijote, En busca del tiempo perdido, Ulises,
los Ensayos
de Montaigne me durarán mientras dure mi vida de lector.
Una
forma de leer, Antonio Muñoz Molina [El País, 6 de febrero 2016]
La
doctrina oficial es más o menos la siguiente: en España, hasta hace
muy poco, no se pudo escribir y casi ni hablar de la Guerra Civil o
de la posguerra desde el punto de vista de los vencidos. Primero fue
la represión franquista; luego el así llamado "pacto de
silencio" de la Transición, por culpa del cual, y en nombre de
una dudosa concordia democrática, se suprimió la memoria de los
perdedores. Por fin, sólo hace unos pocos años, algunos libros
empezaron a romper el silencio, algunas películas, gracias al
Gobierno de Zapatero. Se estrena Los girasoles ciegos y un
oyente llama a la radio para expresar su alivio, su alegría: "Por
fin se puede hablar sin miedo".
Es
una doctrina confortable. Permite el sentimiento halagador de estar
participando, sin mucho esfuerzo ni peligro, en la reparación de
una larga injusticia, en el descubrimiento de lo escondido durante
muchos años. También de estar al día: de recibir, de algún modo,
la legitimidad de los derrotados, hasta de alzarse
en rebeldía contra el fascismo o la dictadura, con la ventaja no
desdeñable de que esa rebelión virtual sucede en el espacio
clemente de una democracia.
Los libros, las películas de moda ofrecen una memoria tan gustosa
de saborear como un caramelo, con ese aire en el fondo tan acogedor
que tiene el pasado en el cine de época: los automóviles, los
peinados, los sombreros, los pupitres de madera, la lluvia, la nieve
acogedoras; cuando no el heroísmo igualitario: chicos y chicas con
uniformes impolutos de milicianos, haciendo una guerra que se
parecería mucho a una fiesta o a un domingo de excursión si no
fuera por esos malvados de bigotito fino y camisa azul o de sotana
negra que lo estropean todo. Los
buenos, los nuestros,
son poéticos, inocentes, entrañables, soñadores, no sexistas. Los
otros no sólo son opresores y canallas: también son feos,
groseros, machistas, maníacos sexuales, maltratadores de animales.
La moda la empezó probablemente Ken Loach en Tierra
y libertad,
donde ya se insinuaba algo que viene teniendo mucho éxito en las
patrias periféricas gobernadas inmemorialmente por una mezcla
curiosa de nacionalistas y ex socialistas o ex comunistas cuyo
principal rasgo ideológico es volverse más nacionalistas todavía
que sus socios: los malvados de esta nueva memoria oficial, aparte
de opresores, canallas, feos, groseros, machistas, maníacos
sexuales, son algo todavía peor, si cabe: son españoles. En estas
patrias, unánimes por definición, la Guerra Civil no es posible,
porque no puede haber conflicto interno en una comunidad idílica.
La Guerra Civil, el franquismo, fueron en realidad una invasión
española, en la que los autóctonos, por el hecho de serlo,
estuvieron libres de toda complicidad, y además fueron y siguen
siendo víctimas.
El
resultado de esta sentimentalización y oficialización de la
memoria es el olvido de aquello mismo que se pretendía
recordar. Quien dice que sólo ahora se publican novelas o libros de
historia que cuentan la verdad sobre la Guerra Civil y la dictadura
debería decir más bien que él o ella no los ha leído, o que los
desdeñó en su momento porque no estaban de moda, en
aquellos atolondrados ochenta en los que la doctrina
oficial del socialismo en el poder era la contraria: con lo modernos
que ya éramos, qué falta hacía recordar cosas tristes y antiguas.
No
hubo que esperar a la Transición y ni siquiera a la muerte de
Franco para leer por primera vez una novela antifranquista sobre la
Guerra Civil publicada en España: Las
últimas banderas,
de Ángel María de Lera,
ganó hacia finales de los años sesenta el Premio Planeta.
Probablemente no era gran literatura, pero yo me acuerdo de la
emoción de leer el
drama de los últimos días de la República en Madrid,
la urgencia y el miedo, el sentimiento de derrumbe. Por aquellos
años cayó en mis manos otro de esos libros que se quedan impresos
vivamente en la imaginación adolescente y resultan igual de
iluminadores cuando uno vuelve a leerlos mucho tiempo después: Tres
días de julio,
de Luis Romero,
que tiene la inminencia trágica de lo que todavía casi no ha
sucedido y ya es irreparable. Hablo de libros que estaban al alcance
de cualquiera y que fueron decisivos en mi educación de ciudadano y
de escritor, en mi descubrimiento temprano y todavía indeciso de
los mundos literarios que yo querría indagar en mi propia ficción.
Pero
no sólo libros: aún no había muerto Franco y la gente llenaba los
cines para ver La
prima Angélica,
de Carlos Saura, que retrataba con sarcasmo y crudeza a los
vencedores
de la guerra y exploraba un tema que fue crucial para los que
empezamos a escribir novelas en los primeros años ochenta: el
vínculo entre el presente y el pasado, la necesidad de saltar sobre
el paréntesis de plomo de la dictadura para vincularnos a una
tradición literaria, política y vital que se había roto con la
guerra.
Qué
insulto, qué injusticia para Max Aub decir que sólo en los últimos
años se ha escrito de verdad sobre los vencidos: en los primeros
ochenta Alfaguara había publicado ya todos los volúmenes de El
laberinto mágico,
que sigue siendo el gran ciclo de novelas sobre la Guerra Civil y la
diáspora. También
por entonces se reeditaban los tres volúmenes de La
forja de un rebelde,
de Arturo Barea, el último de los cuales está el testimonio atroz,
contado por un socialista intachable, de los crímenes sin
justificación que se cometieron en Madrid entre el verano y el
otoño de 1936.
La misma angustia moral de Barea, ajena a todo sectarismo, atenta al
desgarro de la experiencia humana concreta, está en Días
de llamas,
de Juan Iturralde,
que es del final de los setenta, o en los relatos insuperables de
Largo
noviembre de Madrid,
de Juan Eduardo Zúñiga,
que combinan la poesía y la ternura, la vaguedad espectral de la
fábula con el severo testimonio del sufrimiento, el heroísmo y el
despilfarro de las vidas humanas. En los primeros ochenta estrenó
Fernando
Fernán-Gómez Las
bicicletas son para el verano
y
al principio nadie le hizo ningún caso. Aprendiendo de aquellos
maestros, recordando lo que nuestros mayores nos habían contado,
algunos de nosotros empezamos publicando ficciones alimentadas por
la memoria de la Guerra Civil y la derrota de la República: yo no
me olvido de la impresión que me hizo leer en 1985 Luna
de lobos,
de Julio Llamazares, donde está el coraje de la resistencia
pero también la lenta degradación de quien se ve reducido por sus
perseguidores a una cualidad casi de alimaña.
España
es país muy propenso a las coacciones de la moda literaria o
política, de modo que yo no voy a poner en duda el mérito de Los
girasoles ciegos
ni de ninguna de las ficciones sentimentales sobre la guerra y la
posguerra que han tenido tanto éxito en los últimos años. Lo que
sugiero, tan sólo como un ejercicio, es que se lean intercaladas
con algunos de aquellos libros que no tuvieron el reconocimiento que
merecían por el simple hecho de no haber sido escritos teniendo a
favor los vientos caprichosos de la moda.
Desmemorias,
Antonio Muñoz Molina [El País, 6 de septiembre de 2008]

Era una tienda de ultramarinos en Granada, en los años 70.
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Palacio de los Orozco, plaza de san Pedro, Úbeda |
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Estatua del general Saro, Úbeda |
Katherine O. Stafford
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