martes, 9 de febrero de 2016

El intérprete

The House Was Quiet and The World Was Calm

By Wallace Stevens


The house was quiet and the world was calm.
The reader became the book; and summer night

Was like the conscious being of the book.
The house was quiet and the world was calm.

The words were spoken as if there was no book,
Except that the reader leaned above the page,

Wanted to lean, wanted much most to be
The scholar to whom his book is true, to whom

The summer night is like a perfection of thought.
The house was quiet because it had to be.

The quiet was part of the meaning, part of the mind:
The access of perfection to the page.

And the world was calm. The truth in a calm world,
In which there is no other meaning, itself

Is calm, itself is summer and night, itself
Is the reader leaning late and reading there.

Source:
The Collected Poems of Wallace Stevens (Alfred A. Knopf, 1954)

La casa estaba en silencio y el mundo en calma

La casa estaba en silencio y el mundo en calma.
El lector convirtióse en el libro; y la noche estival

Era como el ser consciente del libro.
La casa estaba en silencio y el mundo en calma.

Las palabras fueron dichas como si no hubiese libro,
fuera de que el lector inclinado sobre la página

deseaba inclinarse, deseaba ser
el erudito para el cual su libro es real, para el cual

la noche estival es como una perfección del pensamiento.
La casa estaba en silencio porque debía estarlo.

La quietud era parte del significado, parte de la mente:
el acceso a la perfección de la página.

Y el mundo estaba en calma. La verdad en un mundo en calma,
donde no existe otro significado, él mismo

es calma, él mismo es verano y noche, él mismo
es el lector inclinándose hasta tarde y leyendo allí.

Wallace Stevens


The House Was Quiet and The World Was Calm, Wallace Stevens. Source: The Collected Poems of Wallace Stevens (Alfred A. Knopf, 1954) 

La casa estaba en silencio y el mundo en calma, Wallace Stevens traducido por 

Una forma de leer, Antonio Muñoz Molina [El País, 6 de febrero 2016]
Desmemorias, Antonio Muñoz Molina [El País, 6 de septiembre de 2008]

Enlaces: Narrating War in Peace: The Spanish Civil War in the Transition and Today 
Katherine O. Stafford





A punto de salir de viaje, compruebo que llevo conmigo, entre las cosas necesarias que no pueden olvidárseme, mi libro de Montaigne. Es el segundo tomo de la edición de bolsillo de Folio, espléndidamente editada y anotada por Emmanuel Naya, Delphine Reguig-Naya y Alexandre Tarrête. Está muy moldeado por el trato con las manos y con los bolsillos de chaquetones y abrigos, y por las muchas idas y venidas en las que me ha acompañado. Es la segunda vez que lo leo en el plazo de unos meses. Empecé, un poco por azar, una lectura seguida de los Ensayos al cabo de una temporada de inmersión en el Quijote, y en torno a él en otras obras de Cervantes, biografías y estudios. Ir de Cervantes a Montaigne fue quizás una deriva natural de lector, la intuición confirmada de ciertas afinidades, dos almas templadas en tiempos de furibundas explosiones de fanatismos religiosos, dos viajeros por Italia, dos herederos de la corta era de apertura mental del humanismo de la primera parte del siglo XVI.
Desde hace muchos años he leído a Montaigne en rachas intermitentes, con bastante frecuencia y con mucho desorden. Este otoño pasado me puse a leer los Ensayos completos y en orden por primera vez. Lo que me sucedió vino por sorpresa. Al principio los compartía con otras lecturas. Las notas a la edición resuelven muchos arcaísmos y alusiones del vocabulario, pero me hacía falta tener el diccionario a mano, y había pasajes fatigosos. Pero poco a poco, según avanzaba, y según la familiaridad aliviaba las dificultades, Montaigne fue ocupándome más y más tiempo, con una parte de exigencia y otra de recompensa gradualmente acrecentada. El libro se me imponía como se le impone a uno a veces una historia que está escribiendo, con una presión imaginativa muy sostenida, y poco a poco excluyente. En trenes, en aviones, en habitaciones de hotel, en salas de espera, en andenes de metro, en bancos soleados de parques, Montaigne estaba conmigo, su soliloquio conversador y vagabundo no se interrumpía. Salía para una excursión en bicicleta y en la mochila llevaba el tomo conmigo, sustancioso y liviano. Los juglares pedigüeños del metro se me volvían más importunos porque me estropeaban la concentración de la lectura. Una obra que creía conocer bien me revelaba hallazgos insospechados, momentos de silencioso fervor, iluminaciones sobre mí mismo y la gente que conozco y el presente en que vivo. Dice Montaigne que su libro lo ha hecho a él a lo largo de los años en la misma medida en que él ha hecho el libro. Algo semejante nos ocurre a sus lectores perseverantes. Los Ensayos nos van haciendo, se convierten en nuestro talante y en nuestra mirada. Wallace Stevens habla en un poema de un lector que se convierte en el libro que lee.
Llegué al final del último ensayo, el capítulo XIII del tercer volumen, ‘De la experiencia, que es una culminación y una larga despedida al filo de la muerte. Estaba en mitad de un viaje y me quedó una sensación de vacío, casi de intemperie. Volví a Madrid y empecé de nuevo la lectura del primer volumen. El mal se agravó porque justo entonces encontré una biografía recién aparecida, Montaigne, la splendeur de la liberté, de Christophe Bardyn. A Montaigne uno tiene la tentación de imaginarlo como un sabio benigno y apacible, aislado en su torre, retirado de las pasiones y de los conflictos del mundo, un maestro de una especie de autoayuda de lujo: Bardyn le devuelve todas sus aristas, sus turbulencias de amante pasional, la amplitud y el coraje de su activismo político. En cada lectura sucesiva, lo que yo voy viendo cada vez más es ese lado de vulnerabilidad, de rechazo asqueado del fanatismo religioso y político y de la crueldad inhumana que los alimenta y a los que sirve de coartada. No hay una idea por la que los hombres no estén dispuestos a sacrificar vidas, dice Montaigne, que está viendo con sus propios ojos la destrucción y las matanzas que dejan tras de sí lo mismo los ejércitos católicos que los protestantes en las guerras de religión.
Bardyn ofrece muchos datos sustanciosos y algunas hipótesis aventuradas: que Montaigne no era en realidad hijo de su padre, por ejemplo, y que la conciencia de esa ilegitimidad acentuó un sentimiento de estar al margen o en una posición insegura que alimentaría su actitud crítica hacia lo aceptado y lo establecido. El indicio en el que se basa esta suposición es un pasaje, desde luego sorprendente, en el que Montaigne asegura que su madre tuvo con él un embarazo de 11 meses. Bardyn especula: ¿estaba de viaje el padre en las fechas que se correspondían con el plazo biológico? Embriagado por la mezcla de hechos ciertos y zonas de misterio, el biógrafo se desvía hacia el territorio verosímil pero improbable de la novela. En unas cuantas ocasiones Montaigne menciona que algunas mujeres de familias nobles se han enredado con servidores y caballerizos. ¿No es una manera de insinuar la infidelidad de su madre? ¿No hubo siempre entre los dos una frialdad hostil, algo muy raro en una persona tan naturalmente afectuosa como Montaigne?
Pero él mismo dice que la rotundidad en las afirmaciones es una prueba segura de idiotez, y celebra el valor de aceptar la duda, los límites de lo que puede saberse de verdad, la decisión de dejar en suspenso el juicio cuando no se poseen pruebas fiables. ¿Con qué derecho puede afirmar nadie que actúa en obediencia de la voluntad divina? ¿En virtud de qué insensata soberbia se erigen los hombres en reyes del mundo y señores de los animales? A ningún tirano, dice Montaigne, le han faltado nunca súbditos que lo obedezcan y lo adulen.
Todavía estoy a la mitad de esta segunda lectura completa. Compruebo con satisfacción que no me va a faltar este alimento en las próximas semanas o meses, y también que quizás, después de toda una vida leyendo, he empezado a establecer una relación distinta con algunos libros y algunos autores: la que nos une a ellos cuando hemos llegado a conocerlos muy bien, a detenernos en cada frase y en cada palabra y al mismo tiempo vislumbrar la forma completa de una obra, porque identificamos cada uno de los hilos y las resonancias interiores sobre las que se sostiene su arquitectura sin peso. Imagino que es una lectura que puede parecerse no a la experiencia del aficionado a la música, sino a la del intérprete, el que la ha tocado nota por nota muchas veces, y ensayado despacio, y desmontado y vuelto a montar cuando prepara cada nueva interpretación. No ha compuesto la música, pero la ha hecho suya. Se ha convertido en ella, como el lector en el poema de Stevens. Una de las últimas sonatas de piano o de los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven, un cuarteto de Béla Bartók, un solo de Charlie Parker o de Bill Evans no se acaban nunca. Ahora sé que Don Quijote, En busca del tiempo perdido, Ulises, los Ensayos de Montaigne me durarán mientras dure mi vida de lector.
Una forma de leer, Antonio Muñoz Molina [El País, 6 de febrero 2016]

La doctrina oficial es más o menos la siguiente: en España, hasta hace muy poco, no se pudo escribir y casi ni hablar de la Guerra Civil o de la posguerra desde el punto de vista de los vencidos. Primero fue la represión franquista; luego el así llamado "pacto de silencio" de la Transición, por culpa del cual, y en nombre de una dudosa concordia democrática, se suprimió la memoria de los perdedores. Por fin, sólo hace unos pocos años, algunos libros empezaron a romper el silencio, algunas películas, gracias al Gobierno de Zapatero. Se estrena Los girasoles ciegos y un oyente llama a la radio para expresar su alivio, su alegría: "Por fin se puede hablar sin miedo".
Es una doctrina confortable. Permite el sentimiento halagador de estar participando, sin mucho esfuerzo ni peligro, en la reparación de una larga injusticia, en el descubrimiento de lo escondido durante muchos años. También de estar al día: de recibir, de algún modo, la legitimidad de los derrotados, hasta de alzarse en rebeldía contra el fascismo o la dictadura, con la ventaja no desdeñable de que esa rebelión virtual sucede en el espacio clemente de una democracia. Los libros, las películas de moda ofrecen una memoria tan gustosa de saborear como un caramelo, con ese aire en el fondo tan acogedor que tiene el pasado en el cine de época: los automóviles, los peinados, los sombreros, los pupitres de madera, la lluvia, la nieve acogedoras; cuando no el heroísmo igualitario: chicos y chicas con uniformes impolutos de milicianos, haciendo una guerra que se parecería mucho a una fiesta o a un domingo de excursión si no fuera por esos malvados de bigotito fino y camisa azul o de sotana negra que lo estropean todo. Los buenos, los nuestros, son poéticos, inocentes, entrañables, soñadores, no sexistas. Los otros no sólo son opresores y canallas: también son feos, groseros, machistas, maníacos sexuales, maltratadores de animales. La moda la empezó probablemente Ken Loach en Tierra y libertad, donde ya se insinuaba algo que viene teniendo mucho éxito en las patrias periféricas gobernadas inmemorialmente por una mezcla curiosa de nacionalistas y ex socialistas o ex comunistas cuyo principal rasgo ideológico es volverse más nacionalistas todavía que sus socios: los malvados de esta nueva memoria oficial, aparte de opresores, canallas, feos, groseros, machistas, maníacos sexuales, son algo todavía peor, si cabe: son españoles. En estas patrias, unánimes por definición, la Guerra Civil no es posible, porque no puede haber conflicto interno en una comunidad idílica. La Guerra Civil, el franquismo, fueron en realidad una invasión española, en la que los autóctonos, por el hecho de serlo, estuvieron libres de toda complicidad, y además fueron y siguen siendo víctimas.
El resultado de esta sentimentalización y oficialización de la memoria es el olvido de aquello mismo que se pretendía recordar. Quien dice que sólo ahora se publican novelas o libros de historia que cuentan la verdad sobre la Guerra Civil y la dictadura debería decir más bien que él o ella no los ha leído, o que los desdeñó en su momento porque no estaban de moda, en aquellos atolondrados ochenta en los que la doctrina oficial del socialismo en el poder era la contraria: con lo modernos que ya éramos, qué falta hacía recordar cosas tristes y antiguas.
No hubo que esperar a la Transición y ni siquiera a la muerte de Franco para leer por primera vez una novela antifranquista sobre la Guerra Civil publicada en España: Las últimas banderas, de Ángel María de Lera, ganó hacia finales de los años sesenta el Premio Planeta. Probablemente no era gran literatura, pero yo me acuerdo de la emoción de leer el drama de los últimos días de la República en Madrid, la urgencia y el miedo, el sentimiento de derrumbe. Por aquellos años cayó en mis manos otro de esos libros que se quedan impresos vivamente en la imaginación adolescente y resultan igual de iluminadores cuando uno vuelve a leerlos mucho tiempo después: Tres días de julio, de Luis Romero, que tiene la inminencia trágica de lo que todavía casi no ha sucedido y ya es irreparable. Hablo de libros que estaban al alcance de cualquiera y que fueron decisivos en mi educación de ciudadano y de escritor, en mi descubrimiento temprano y todavía indeciso de los mundos literarios que yo querría indagar en mi propia ficción.
Pero no sólo libros: aún no había muerto Franco y la gente llenaba los cines para ver La prima Angélica, de Carlos Saura, que retrataba con sarcasmo y crudeza a los vencedores de la guerra y exploraba un tema que fue crucial para los que empezamos a escribir novelas en los primeros años ochenta: el vínculo entre el presente y el pasado, la necesidad de saltar sobre el paréntesis de plomo de la dictadura para vincularnos a una tradición literaria, política y vital que se había roto con la guerra.
Qué insulto, qué injusticia para Max Aub decir que sólo en los últimos años se ha escrito de verdad sobre los vencidos: en los primeros ochenta Alfaguara había publicado ya todos los volúmenes de El laberinto mágico, que sigue siendo el gran ciclo de novelas sobre la Guerra Civil y la diáspora. También por entonces se reeditaban los tres volúmenes de La forja de un rebelde, de Arturo Barea, el último de los cuales está el testimonio atroz, contado por un socialista intachable, de los crímenes sin justificación que se cometieron en Madrid entre el verano y el otoño de 1936. La misma angustia moral de Barea, ajena a todo sectarismo, atenta al desgarro de la experiencia humana concreta, está en Días de llamas, de Juan Iturralde, que es del final de los setenta, o en los relatos insuperables de Largo noviembre de Madrid, de Juan Eduardo Zúñiga, que combinan la poesía y la ternura, la vaguedad espectral de la fábula con el severo testimonio del sufrimiento, el heroísmo y el despilfarro de las vidas humanas. En los primeros ochenta estrenó Fernando Fernán-Gómez Las bicicletas son para el verano y al principio nadie le hizo ningún caso. Aprendiendo de aquellos maestros, recordando lo que nuestros mayores nos habían contado, algunos de nosotros empezamos publicando ficciones alimentadas por la memoria de la Guerra Civil y la derrota de la República: yo no me olvido de la impresión que me hizo leer en 1985 Luna de lobos, de Julio Llamazares, donde está el coraje de la resistencia pero también la lenta degradación de quien se ve reducido por sus perseguidores a una cualidad casi de alimaña.
España es país muy propenso a las coacciones de la moda literaria o política, de modo que yo no voy a poner en duda el mérito de Los girasoles ciegos ni de ninguna de las ficciones sentimentales sobre la guerra y la posguerra que han tenido tanto éxito en los últimos años. Lo que sugiero, tan sólo como un ejercicio, es que se lean intercaladas con algunos de aquellos libros que no tuvieron el reconocimiento que merecían por el simple hecho de no haber sido escritos teniendo a favor los vientos caprichosos de la moda.
Desmemorias, Antonio Muñoz Molina [El País, 6 de septiembre de 2008]

Los hermanos Campoy, reyes de «La Isla de Cuba» 
Era una tienda de ultramarinos en Granada, en los años 70.

El Palacio de los Orozco en Úbeda revive
Palacio de los Orozco, plaza de san Pedro, Úbeda
Estatua del general Saro, Úbeda
Katherine O. Stafford

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