LOS MUERTOS
Lily, la hija del encargado, tenía los pies literalmente
muertos. No
había todavía acabado de hacer pasar a un
invitado al
cuarto de desahogo, detrás de la oficina de la
planta baja,
para ayudarlo a quitarse el abrigo, cuando
de nuevo
sonaba la quejumbrosa campana de la puerta
y tenía que
echar a correr por el zaguán vacío para dejar
entrar a
otro. Era un alivio no tener que atender tam-
bién a las
invitadas. Pero Miss Kate y Miss Julia habían
pensado en
eso y convirtieron el baño de arriba en un
cuarto de
señoras. Allá estaban Miss Kate y Miss Julia,
riéndose y
chismeando y ajetreándose una tras la otra
hasta el
rellano de la escalera, para mirar abajo y pre-
guntar a
Lily quién acababa de entrar.
El baile anual de las Morkan era siempre la gran oca-
sión. Venían
todos los conocidos, los miembros de la fa-
milia, los
viejos amigos de la familia, los integrantes del
coro de
Julia, cualquier alumna de Kate que fuera lo bas-
tante
mayorcita y hasta alumnas de Mary Jane tam-
bién. Nunca
quedaba mal. Por años —y años y tan atrás
como se tenía memoria— había resultado una ocasión
lucida; desde que Kate y Julia,
cuando murió su herma-
no Pat, dejaron la casa de Stoney Batter y se llevaron a
Mary Jane, la única sobrina, a vivir con ellas en la som-
bría y espigada casa de la isla de Usher, cuyos altos al-
quilaban a Mr Fulham, un
comerciante en granos que
vivía en los
bajos. Eso ocurrió hace sus buenos treinta
años. Mary Jane,
entonces una niñita vestida de corto,
era ahora el
principal sostén de la casa, ya que tocaba el
órgano en
Haddington Road. Había pasado por la Aca-
demia y daba
su concierto anual de alumnas en el salón
de arriba de
las Antiguas Salas de Concierto. Muchas de
sus alumnas
pertenecían a las mejores familias de la ruta
de Kingstown
y Dalkey. Sus tías, aunque viejas, contri-
buían con lo
suyo. Julia, a pesar de sus canas, todavía
era la primera soprano de Adán y Eva, la iglesia, y Kate,
muy delicada para salir afuera, daba lecciones de músi-
ca a principiantes en el viejo
piano vertical del fondo.
Lily, la
hija del encargado, les hacía la limpieza. Aunque
llevaban una
vida modesta les gustaba comer bien; lo
mejor de lo
mejor: costillas de riñonada, té de a tres che-
lines y
stout embotellado del bueno. Pero Lily nunca
hacía un
mandado mal, por lo que se llevaba muy bien
con las
señoritas. Eran quisquillosas, eso es todo. Lo único
que no
soportaban era que les contestaran.
Claro que
tenían razón para dar tanta lata en una
noche así,
pues eran más de las diez y ni señas de Ga-
briel y su esposa. Además, que tenían muchísimo miedo
de que Freddy Malins se les apareciera tomado. Por nada
del mundo
querían que las alumnas de Mary Jane lo vie-
ran en ese
estado; y cuando estaba así era muy difícil de
manejar, a
veces. Freddy Malins llegaba siempre tarde,
pero se
preguntaban por qué se demoraría Gabriel: y
era eso lo
que las hacía asomarse a la escalera para pre-
guntarle a
Lily si Gabriel y Freddy habían llegado.
—Ah, Mr
Conroy —le dijo Lily a Gabriel cuando le
abrió la
puerta—, Miss Kate y Miss Julia creían que us-
ted ya no
venía. Buenas noches, Mrs Conroy.
—Me apuesto
a que creían eso —dijo Gabriel—, pero
es que se
olvidaron que acá mi mujer se toma tres horas
mortales para vestirse.
Se paró
sobre el felpudo a limpiarse la nieve de las
galochas,
mientras Lily conducía a la mujer al pie de la
escalera y
gritaba:
—Miss Kate,
aquí está Mrs Conroy.
Kate y Julia
bajaron enseguida la oscura escalera
dando
tumbos. Las dos besaron a la esposa de Gabriel,
le dijeron
que debía estar aterida en vida y le pregunta-
ron si
Gabriel había venido con ella.
—Aquí estoy,
tía Kate, ¡sin un rasguño! Suban uste-
des que yo
las alcanzo —gritó Gabriel desde la oscuri-
dad.
Siguió
limpiándose los pies con vigor mientras las tres
mujeres
subían las escaleras, riendo, hacia el cuarto de
vestir. Una
leve franja de nieve reposaba sobre los hom-
bros del
abrigo, como una esclavina, y como una pezuña
sobre el
empeine de las galochas; y al deslizar los boto-
nes con un
ruido crispante por los ojales helados del abri-
go, de entre
sus pliegues y dobleces salió el vaho fragan-
te del
descampado.
—¿Está nevando otra vez, Mr Conroy? —preguntó
Lily. Se le había
adelantado hasta el cuarto de desahogo
para
ayudarlo a quitarse el abrigo y Gabriel sonrió al oír
que añadía
una sílaba más a su apellido. Era una mu-
chacha
delgada que aún no había parado de crecer, de
tez pálida y
pelo color de paja. El gas del cuartico la hacía
lucir
lívida. Gabriel la conoció siendo una niña que se sen-
taba en el
último escalón a acunar su muñeca de trapo.
—Sí, Lily —le respondió—, y me parece que tenemos
para toda la noche.
Miró al
cielo raso, que temblaba con los taconazos y
el
deslizarse de pies en el piso de arriba, atendió un mo-
mento al
piano y luego echó una ojeada a la muchacha,
que ya
doblaba su abrigo con cuidado al fondo del es-
tante.
—Dime, Lily
—dijo en tono amistoso—, ¿vas todavía
a la
escuela?
—Oh, no,
señor —respondió ella—, ya no más y nunca.
—Ah, pues
entonces —dijo Gabriel, jovial—, supongo
que un día
de estos asistiremos a esa boda con tu novio,
¿no?
La muchacha
lo miró esquinada y dijo con honda
amargura:
—Los hombres de ahora no son más que labia y lo
que puedan echar mano.
Gabriel se sonrojó
como si creyera haber cometido
un error y,
sin mirarla, se sacudió las galochas de los
pies y con
su bufanda frotó fuerte sus zapatos de charol.
Era un
hombre joven, más bien alto y robusto. El
color
encarnado de sus mejillas le llegaba a la frente,
donde se
regaba en parches rojizos y sin forma; y en su
cara desnuda
brillaban sin cesar los lentes y los aros de
oro de los
espejuelos que amparaban sus ojos inquietos
y delicados.
Llevaba el brillante pelo negro partido al
medio y
peinado hacia atrás en una larga curva por de-
trás de las
orejas, donde se ondeaba leve debajo de la
estría que
le dejaba marcada el sombrero. Cuando le sacó
bastante
brillo a los zapatos, se enderezó y se ajustó el
chaleco
tirando de él por sobre el vientre rollizo. Luego
extrajo con
rapidez una moneda del bolsillo.
—Ah, Lily
—dijo, poniéndosela en la mano—, es Navi-
dad, ¿no es
cierto? Aquí tienes... esto...
Caminó
rápido hacia la puerta.
—¡Oh, no,
señor! —protestó la muchacha, cayéndole
detrás—. De
veras, señor, no creo que deba.
—¡Es Navidad! ¡Navidad! —dijo Gabriel, casi trotan-
do hasta las escaleras y moviendo sus manos hacia ella
indicando que no tenía importancia.
La muchacha,
viendo que ya había ganado la escale-
ra, gritó
tras él:
—Bueno,
gracias entonces, señor.
Esperaba
fuera a que el vals terminara en la sala,
escuchando
las faldas y los pies que se arrastraban, ba-
rriéndola.
Todavía se sentía desconcertado por la súbita
y amarga
réplica de la muchacha, que lo entristeció. Tra-
tó de
disiparlo arreglándose los puños y el lazo de la cor-
bata. Luego,
sacó del bolsillo del chaleco un papelito y
echó una
ojeada a la lista de temas para su discurso. Se
sentía
indeciso sobre los versos de Robert Browning
porque temía que estuvieran muy por encima de sus
oyentes. Sería mejor una cita que pudieran reconocer,
de
Shakespeare o de las Melodías de Thomas Moore. El
grosero
claqueteo de los tacones masculinos y el arras-
tre de
suelas le recordó que el grado de cultura de ellos
difería del suyo. Haría el ridículo si citaba poemas que
no pudieran entender. Pensarían
que estaba alardeando
de su cultura.
Cometería un error con ellos como el que
cometió con la muchacha en el cuarto de desahogo. Se
equivocó de tono. Todo su discurso estaba equivocado
de arriba a abajo. Un fracaso total.
Fue entonces
que sus tías y su mujer salieron del
cuarto de
vestir. Sus tías eran dos
ancianas pequeñas
que vestían
con sencillez. Tía Julia era como
una pulga-
da más alta.
Llevaba el pelo gris hacia atrás, en un moño
a la altura
de las orejas; y gris también, con sombras
oscuras, era
su larga cara flácida. Aunque era robusta y
caminaba
erguida, los ojos lánguidos y los labios entre-
abiertos le
daban la apariencia de una mujer que no sa-
bía dónde
estaba ni a dónde iba. Tía Kate se veía más
viva. Su
cara, más saludable que la de su hermana, era
toda bultos
y arrugas, como una manzana roja pero frun-
cida, y su
pelo, peinado también a la antigua, no había
perdido su
color de castaña madura.
Las dos
besaron a Gabriel, cariñosas. Era el sobrino
preferido, hijo de la hermana mayor, la difunta Ellen, la
que se casó con T. J. Conroy, de los Muelles del Puerto.
—Gretta me
acaba de decir que no vas a regresar en
coche a
Monkstown esta noche, Gabriel —dijo tía Kate.
—No —dijo
Gabriel, volviéndose a su esposa—, ya
tuvimos
bastante con el año pasado, ¿no es así? ¿No te
acuerdas, tía Kate, el catarro que cogió Gretta enton-
ces? Con las puertas del coche traqueteando todo el via-
je y el viento del este dándonos de lleno en cuanto pasa-
mos Merrion.
Lindísimo. Gretta cogió un catarro de lo
más malo.
Tía Kate
fruncía el ceño y asentía a cada palabra.
—Muy bien
dicho, Gabriel, muy bien dicho —dijo—.
No hay que
descuidarse nunca.
—Pero en
cuanto a Gretta —dijo
Gabriel—, ésta es
capaz de regresar a casa a pie por entre la nieve, si por
ella fuera. Mrs Conroy sonrió.
—No le haga
caso, tía Kate —dijo—, que es demasia-
do
precavido: obligando a Tom a usar visera verde cuan-
do lee de
noche y a hacer ejercicios, y forzando a Eva a
comer
potaje. ¡Pobrecita! ¡Que no lo puede ni ver!... Ah,
¿pero a que
no adivinan lo que me obliga a llevar ahora?
Se deshizo en carcajadas mirando a su marido, cu-
yos ojos admirados y contentos, iban de su vestido a su
cara y su pelo. Las dos
tías rieron también con ganas, ya
que la
solicitud de Gabriel formaba parte del repertorio
familiar.
—¡Galochas!
—dijo Mrs Conroy—. La última moda.
Cada vez que
está el suelo mojado tengo que llevar
galochas.
Quería que me las pusiera hasta esta noche,
pero de eso
nada. Si me descuido me compra un traje de
bañista.
Gabriel se
rió nervioso y, para darse confianza, se
arregló la corbata,
mientras que tía Kate se doblaba de
la risa de
tanto que le gustaba el cuento. La sonrisa des-
apareció
enseguida de la cara de tía Julia y fijó sus ojos
tristes en
la cara de su sobrino. Después de una pausa,
preguntó:
—¿Y qué son
galochas, Gabriel?
—¡Galochas,
Julia! —exclamó su hermana—. Santo
cielo, ¿tú
no sabes lo que son galochas? Se ponen sobre
los... sobre
las botas, ¿no es así, Gretta?
—Sí —dijo
Mrs Conroy—. Unas cosas de gutapercha.
Los dos
tenemos un par ahora. Gabriel dice que todo el
mundo las
usa en el continente.
—Ah, en el
continente —murmuró tía Julia, movien-
do la cabeza
lentamente.
Gabriel
frunció las cejas y dijo, como si estuviera en-
fadado:
—No son nada
del otro mundo, pero Gretta cree que
son muy
cómicas porque dice que le recuerdan a los
minstrels negros de Christy.
—Pero dime,
Gabriel —dijo tía Kate, con tacto brus-
co—. Claro
que te ocupaste del cuarto. Gretta nos con-
taba que...
—Oh, lo del
cuarto está resuelto —replicó Gabriel—.
Tomé uno en
el Gresham.
—Claro,
claro ——dijo tía Kate—, lo mejor que podías
haber hecho.
Y los niños, Gretta, ¿no te preocupan?
—Oh, no es
más que por una noche —dijo Mrs
Conroy—.
Además, que Bessie los cuida.
—Claro,
claro ——dijo tía Kate de nuevo—. ¡Qué
comodidad
tener una muchacha así, en quien se puede
confiar! Ahí tienen a esa Lily, que no sé lo que le pasa
últimamente. No es la de antes.
Gabriel
estuvo a punto de hacerle una pregunta a su
tía sobre
este asunto, pero ella dejó de prestarle aten-
ción para
observar a su hermana, que se había escurri-
do escaleras
abajo, sacando la cabeza por sobre la ba-
randa.
—Ahora dime
tú —dijo ella, como molesta—, ¿dónde
irá Julia
ahora? ¡Julia! ¡Julia! ¿Dónde vas tú?
Julia, que
había bajado más de media escalera, re-
gresó a
decir, zalamera:
—Ahí está Freddy.
En el mismo
instante unas palmadas y un floreo final
del piano
anunció que el vals acababa de terminar. La
puerta de la
sala se abrió desde dentro y salieron algu-
nas parejas.
Tía
Kate se
llevó a Gabriel apresuradamente a un lado y
le susurró
al oído:
—Sé bueno,
Gabriel, y vete abajo a ver si está bien y
no lo dejes
subir si está tomado. Estoy segura de que
está tomado.
Segurísima.
Gabriel se
llegó a la escalera y escuchó más allá de la
balaustrada.
Podía oír dos personas conversando en el
cuarto de
desahogo. Luego reconoció la risa de Freddy
Malins. Bajó
las escaleras haciendo ruido.
—Qué alivio —dijo tía Kate a Mrs Conroy— que Ga-
briel esté aquí... Siempre me siento más descansada
mentalmente cuando anda por aquí... Julia, aquí están
Miss Daly y
Miss Power, que van a tomar refrescos.
Gracias por
el lindo vals, Miss Daly. Un ritmo encanta-
dor.
Un hombre
alto, de cara mustia, bigote de cerdas y
piel oscura,
que pasaba con su pareja, dijo:
—¿Podríamos
también tomar nosotros un refresco,
Miss Morkan?
—Julia —dijo
la tía Kate sumariamente—, y aquí es-
tán Mr
Browne y Miss Furlong. Llévatelos adentro, Ju-
lia, con
Miss Daly y Miss Power.
—Yo me
encargo de las damas —dijo Mr Browne,
apretando
sus labios hasta que sus bigotes se erizaron
para sonreír
con todas sus arrugas.
—Sabe usted,
Miss Morkan, la razón por la que les
caigo bien a
las mujeres es que...
No terminó
la frase, sino que, viendo que la tía Kate
estaba ya
fuera de alcance, enseguida se llevó a las tres
mujeres al
cuarto del fondo. Dos mesas cuadradas pues-
tas juntas
ocupaban el centro del cuarto y la tía Julia y el
encargado
estiraban y alisaban un largo mantel sobre
ellas. En el
cristalero se veían en exhibición platos y pla-
tillos y
vasos y haces de cuchillos y tenedores y cucha-
ras. La tapa
del piano vertical servía como mesa auxi-
liar para
los entremeses y los postres. Ante un aparador
pequeño en
un rincón dos jóvenes bebían de pie maltas
amargas.
Mr Browne
dirigió su encomienda hacia ella y las in-
vitó, en
broma, a tomar un ponche femenino, caliente,
fuerte y
dulce. Mientras ellas protestaban no tomar tra-
gos fuertes,
él les abría tres botellas de limonada. Luego
les pidió a
los jóvenes que se hicieran a un lado y, to-
mando el
frasco, se sirvió un buen trago de whisky. Los
jóvenes lo
miraron con respeto mientras probaba un
sorbo.
—Alabado sea Dios —dijo, sonriendo—, tal como me
lo recetó el médico.
Su cara
mustia se extendió en una sonrisa aún más
abierta y
las tres muchachas rieron haciendo eco musi-
cal a su
ocurrencia, contoneando sus cuerpos en vaivén
y dando
nerviosos tirones a los hombros. La más audaz
dijo:
—Ah, vamos,
Mr Browne, estoy segura de que el
médico nunca
le recetará una cosa así.
Mr Browne
tomó otro sorbo de su whisky y dijo con
una mueca
ladeada: —Bueno, ustedes saben, yo soy como
Mrs Cassidy,
que dicen que dijo:
Vamos, Mary
Grimes,
si no tomo
dámelo tú, que es que lo necesito.
Su cara
acalorada se inclinó hacia adelante en gesto
demasiado
confidente y habló imitando un dejo de Dublín
tan bajo que
las muchachas, con idéntico instinto, escu-
charon su
dicho en silencio. Miss Furlong, que era una
de las alumnas de Mary Jane, le
preguntó a Miss Daly
cuál era el
nombre de ese vals tan lindo que acababa de
tocar, y Mr
Browne, viendo que lo ignoraban, se volvió
prontamente
a los jóvenes, que podían apreciarlo me-
jor.
Una muchacha
de cara roja y vestido violeta entró
en el
cuarto, dando palmadas excitadas y gritando:
—¡Contradanza!
¡Contradanza!
Pisándole
los talones entró tía Kate, llamando:
—¡Dos
caballeros y tres damas, Mary Jane!
—Ah, aquí
están Mr Bergin y Mr Kerrigan —dijo
Mary Jane.
—Mr
Kerrigan, ¿quiere usted escoltar a Miss Power?
Miss
Furlong, ¿puedo darle de pareja a Mr Bergin? Ah,
ya está bien
así.
—Tres damas,
Mary Jane —dijo tía Kate.
Los dos
jóvenes les pidieron a sus damas que si po-
drían tener
el gusto y Mary Jane se volvió a Miss Daly:
—Oh, Miss Daly, fue usted tan condescendiente al
tocar las dos últimas piezas, pero, realmente, estamos
tan cortas de mujeres esta noche...
—No me
molesta en lo más mínimo, Miss Morkan.
—Pero le
tengo un compañero muy agradable, Mr
Bartell D’Arey, el tenor. Después voy a ver si canta.
Dublín
entero está loco por él.
—¡Bella voz,
bella voz! —dijo la tía Kate.
Cuando el
piano comenzaba por segunda vez el pre-
ludio de la
primera figura, Mary Jane sacó a sus reclu-
tas del salón
rápidamente. No acababan de salir cuando
entró al
cuarto Julia, lentamente, mirando hacia atrás
por algo.
—¿Qué pasa,
Julia? —preguntó tía Kate, ansiosa—.
¿Quién es?
Julia, que
cargaba una pila de servilletas, se volvió a
su hermana y
dijo, simplemente, como si la pregunta la
sorprendiera:—No
es más que Freddy, Kate, y Gabriel
que viene
con él.
De hecho
detrás de ella se podía ver a Gabriel pilo-
teando a Freddy Malins por el rellano de la escalera. El
último, que
tenía unos cuarenta años, era de la misma
estatura y
del mismo peso de Gabriel, pero de hombros
caídos. Su
cara era mofletuda y pálida, con toques de
color sólo
en los colgantes lóbulos de las orejas y en las
anchas
aletas nasales. Tenía facciones toscas, nariz roma,
frente
convexa y alta y labios hinchados y protuberantes.
Los ojos de
párpados pesados y el desorden de su esca-
so pelo le
hacían parecer soñoliento. Se reía con ganas
de un cuento
que le venía haciendo a Gabriel por la es-
calera, al
mismo tiempo que se frotaba un ojo con los
nudillos del
puño izquierdo.
—Buenas
noches, Freddy —dijo tía Julia.
Freddy
Malins dio las buenas noches a las señoritas
Morkan de
una manera que pareció desdeñosa a causa
del tono
habitual de su voz y luego, viendo que Mr
Browne le
sonreía desde el aparador, cruzó el cuarto con
paso
vacilante y empezó de nuevo el cuento que acaba-
ba de
hacerle a Gabriel. —No se ve tan mal, ¿no es ver-
dad? —dijo la tía Kate a Gabriel.
Las cejas de
Gabriel venían fruncidas, pero las des-
pejó
enseguida para responder:
—Oh, no, ni se le nota.
—¡Es un
terrible! —dijo ella—. Y su pobre madre que
lo obligó a
hacer una promesa el Fin de Año. Pero, por
qué no
pasamos al salón, Gabriel.
Antes de
dejar el cuarto con Gabriel, tía Kate le hizo
señas a Mr
Browne, poniendo mala cara y sacudiendo el
dedo índice.
Mr Browne asintió y,
cuando ella se hubo
ido, le dijo
a Freddy Malins:
—Vamos a ver, Teddy, que te voy a dar un buen vaso
de limonada para entonarte.
Freddy
Malins, que estaba acercándose al desenlace
de su
cuento, rechazó la oferta con un gesto impaciente,
pero Mr
Browne, después de haberle llamado la aten-
ción sobre
lo desgarbado de su atuendo, le llenó un vaso
de limonada
y se lo entregó. Freddy Malins aceptó el
vaso
mecánicamente con la mano izquierda, mientras
que su mano
derecha se encargaba de ajustar sus ropas
mecánicamente.
Mr Browne, cuya cara se colmaba de
regocijadas
arrugas, se llenó un vaso de whisky mien-
tras Freddy
Malins estallaba, antes de llegar al momen-
to
culminante de su historia, en una explosión de carca-
jadas
bronquiales y, dejando a un lado su vaso rebosado
sin tocar,
empezó a frotarse los nudillos de su mano iz-
quierda
sobre un ojo, repitiendo las palabras de su últi-
ma frase
cuando se lo permitía el ataque de risa.
Gabriel no soportaba la pieza que tocaba ahora Mary
Jane, tan académica, llena de glissandi y de pasajes difí-
ciles para un público respetuoso. Le gustaba la música,
pero la
pieza que ella tocaba no tenía melodía, según él,
y dudaba que
la tuviera para los demás oyentes, aun-
que le
hubieran pedido a Mary Jane que les tocara algo.
Cuatro
jóvenes, que vinieron del refectorio a pararse en
la puerta
tan pronto como empezó a sonar el piano, se
alejaron de
dos en dos y en silencio después de unos acor-
des. Las
únicas personas que parecían seguir la música
eran Mary
Jane, cuyas manos recorrían el teclado o se
alzaban en
las pausas como las de una sacerdotisa en
una
imprecación momentánea, y tía Kate, de pie a su
lado
volteando las páginas.
Los ojos de
Gabriel, irritados por el piso que brillaba
encerado
debajo del macizo candelabro, vagaron hasta
la pared
sobre el piano. Colgaba allí un cromo con la es-
cena del
balcón de Romeo y Julieta, junto a una repro-
ducción del
asesinato de los principitos en la Torre que
tía Julia
había bordado en lana roja, azul y carmelita
cuando niña.
Probablemente les enseñaban a hacer esa
labor en la
escuela a que fueron de niñas, porque una
vez su madre le bordó, para cumpleaños, un chaleco en
tabinete púrpura con cabecitas de zorro, festoneado de
raso castaño
y con botones redondos imitando moras.
Era raro que
su madre no tuviera talento musical por-
que tía Kate
acostumbraba a decir que era el cerebro de
la familia
Morkan. Tanto ella como Julia habían pareci-
do siempre
bastante orgullosas de su hermana, tan
matriarcal y
tan seria. Su fotografía se veía delante del
tremó. Tenía
un libro abierto sobre las rodillas y le se-
ñalaba algo
en él a Constantine que, vestido de marino,
estaba
tumbado a sus pies. Fue ella quien puso nombre
a sus hijos,
sensible como era al protocolo familiar. Gra-
cias a ella,
Constantine era ahora el cura párroco de
Balbriggan
y, gracias a ella, Gabriel pudo graduarse en
la
Universidad Real. Una sombra pasó sobre su cara al
recordar su amarga oposición a su matrimonio. Algunas
frases
peyorativas que usó vibraban todavía en su me-
moria; una
vez dijo que Gretta era una rubia rural y no
era verdad,
nada. Fue Gretta quien la atendió solícita
durante su larga enfermedad final en la casa de Monks-
town.
Sabía que
Mary Jane debía de andar cerca del final
de la pieza
porque estaba tocando otra vez la melodía
del comienzo
con sus escalas sucesivas después de cada
compás y
mientras esperó a que acabara, el resentimien-
to se
extinguió en su corazón. La pieza terminó con un
trino de
octavas agudas y una octava final grave. Atro-
nadores
aplausos acogieron a Mary Jane al ruborizarse
mientras
enrollaba nerviosamente la partitura y salió
corriendo
del salón. Las palmadas más fuertes proce-
dían de
cuatro muchachones parados en la puerta, los
mismos que
se fueron a refrescar cuando empezó la pieza
y que
regresaron tan pronto el piano se quedó callado.
Alguien organizó una danza de lanceros y Gabriel se
encontró de pareja con Miss Ivors. Era una damita franca
y habladora,
con cara pecosa y grandes ojos castaños.
No llevaba
escote y el largo broche al frente del cuello
tenía un
motivo irlandés.
Cuando
ocuparon sus puestos ella dijo de pronto: —Tie-
ne usted una
cuenta pendiente conmigo.
—¿Yo? —dijo
Gabriel.
Ella asintió
con gravedad.
—¿Qué cosa
es? —preguntó Gabriel, sonriéndose
ante su
solemnidad.
—¿Quién es
G. C.? —respondió Miss Ivors, volvién-
dose hacia
él.
Gabriel se
sonrojó y ya iba a fruncir las cejas, como si
no hubiera
entendido, cuando ella le dijo abiertamente:
—¡Ay,
inocente Amy! Me enteré de que escribe us-
ted para el Daily Express. Y bien, ¿no le da vergüenza?
—¿Y por qué
me iba a dar? —preguntó Gabriel,
pestañeando,
tratando de sonreír.
—Bueno, a mí
me da pena —dijo Miss Ivors con fran-
queza—. Y
pensar que escribe usted para ese bagazo.
No sabía que se había vuelto usted pro-inglés.
Una mirada
perpleja apareció en el rostro de Gabriel.
Era verdad
que escribía una columna literaria en el Daily
Express los
miércoles. Pero eso no lo convertía en pro-
inglés. Los
libros que le daban a criticar eran casi mejor
bienvenidos
que el mezquino cheque, ya que le deleita-
ba palpar la
cubierta y hojear las páginas de un libro
recién impreso.
Casi todos los días, no bien terminaba
las clases
en el instituto, solía recorrer el malecón en
busca de las
librerías de viejo, y se iba a Hickey’s en el
Paseo del
Soltero y a Webb’s o a Massey’s en el muelle
de Aston o a
O’Clohissey’s en una calle lateral. No supo
cómo afrontar la acusación. Le hubiera gustado decir que
la literatura está muy por encima de los trajines políti-
cos. Pero eran amigos de muchos años, con carreras pa-
ralelas en la universidad primero y después de maes-
tros: no podía,
pues, usar con ella una frase pomposa.
Siguió
pestañeando y tratando de sonreír hasta que
murmuró
apenas que no veía nada político en hacer crí-
tica de libros.
Cuando les
llegó el turno de cruzarse todavía estaba
distraído y
perplejo. Miss Ivors tomó su mano en un
apretón
cálido y dijo en tono suavemente amistoso:
—Por
supuesto, no es más que una broma. Venga,
que nos toca
cruzar ahora.
Cuando se
juntaron de nuevo ella habló del proble-
ma
universitario y Gabriel se sintió más cómodo. Un
amigo le
había enseñado a ella su crítica de los poemas
de Browning. Fue así
como se enteró del secreto: pero le
gustó
muchísimo la crítica. De pronto dijo:
—Oh, Mr
Conroy, ¿por qué no viene en nuestra
excursión a
la isla de Arán este verano? Vamos a pasar
allá un mes.
Será espléndido estar en pleno Atlántico.
Debía venir.
Vienen Mr Clancy y Mr Kilkely y Kathleen
Kearney.
Sería formidable que Gretta viniera también.
Ella es de
Connacht, ¿no?
—Su familia
—dijo Gabriel, corto.
—Pero
vendrán los dos, ¿no es así? —dijo Miss Ivors,
posando una
mano cálida sobre su brazo, ansiosa.
—Lo cierto
es que —dijo Gabriel— yo he quedado en
ir...
—¿A dónde?
—preguntó Miss Ivors.
—Bueno, ya
sabe usted que todos los años hago una
gira
ciclística con varios compañeros, así que...
—Pero, ¿por
dónde? —preguntó Miss Ivors.
—Bueno, casi
siempre vamos por Francia o Bélgica,
tal vez por
Alemania —dijo Gabriel torpemente.
—¿Y por qué va usted a Francia y a Bélgica —dijo
Miss Ivors— en vez de visitar su propio país?
—Bueno —dijo
Gabriel—, en parte para mantener-
me en
contacto con otros idiomas y en parte por dar un
cambio.
—¿Y no tiene usted su propio idioma con que man-
tenerse en contacto, el irlandés? —le preguntó Miss
Ivors.
—Bueno —dijo
Gabriel—, en ese caso el irlandés no
es mi
lengua, como sabe.
Sus vecinos
se volvieron a escuchar el interrogato-
rio. Gabriel
miró a diestra y siniestra, nervioso, y trató
de mantener
su buen humor durante aquella inquisi-
ción que
hacía que el rubor le invadiera la frente.
—¿Y no tiene usted su tierra natal que visitar —si-
guió Miss Ivors—, de la que no sabe usted nada, su pro-
pio pueblo, su patria?
—Pues a
decir verdad —replicó Gabriel súbitamen-
te—, estoy
harto de este país, ¡harto!
—¿Y por qué?
—preguntó Miss Ivors.
Gabriel no
respondió: su réplica lo había alterado.
—¿Por qué?
—repitió Miss Ivors.
Tenían que
hacer la ronda de visitas los dos ahora y,
como todavía
no había él respondido, Miss Ivors le dijo,
muy
acalorada:
—Por supuesto, no tiene qué decir.
Gabriel
trató de ocultar su agitación entregándose al
baile con
gran energía. Evitó los ojos de ella porque ha-
bía notado
una expresión agria en su cara. Pero cuando
se
encontraron de nuevo en la cadena, se sorprendió al
sentir su
mano apretar firme la suya. Ella lo miró de
soslayo con
curiosidad momentánea hasta que él sonrió.
Luego, como
la cadena iba a trenzarse de nuevo, ella se
alzó en
puntillas y le susurró al oído:
—¡Pro inglés!
Cuando la
danza de lanceros acabó, Gabriel se fue al
rincón más
remoto del salón donde estaba sentada la
madre de Freddy Malins. Era una mujer rechoncha y
fofa y
blanca en canas. Tenía la misma voz tomada de su
hijo y
tartamudeaba bastante. Le habían asegurado que
Freddy había
llegado y que estaba bastante bien. Ga-
briel le
preguntó si tuvo una buena travesía. Vivía con
su hija casada en Glasgow y venía a Dublín de visita una
vez al año. Respondió
plácidamente que había sido un
viaje muy
lindo y que el capitán estuvo de lo más aten-
to. También
habló de la linda casa que su hija tenía en
Glasgow y de
los buenos amigos que tenían allá. Mien-
tras ella le
daba a la lengua Gabriel trató de desterrar el
recuerdo del
desagradable incidente con Miss Ivors. Por
supuesto que
la muchacha o la mujer o lo que fuese era
una
fanática, pero había un lugar para cada cosa. Quizá
no debió él
responderle como lo hizo. Pero ella no tenía
derecho a
llamarlo pro inglés delante de la gente, ni aun
en broma.
Trató de hacerlo quedar en ridículo delante
de la gente,
acuciándolo y clavándole sus ojos de conejo.
Vio a su mujer abriéndose paso hacia él por entre
las
parejas que
valsaban. Cuando llegó a su lado le dijo al
oído: —Gabriel, tía Kate quiere saber si no vas a trin-
char el ganso como de costumbre. Miss Daly va a cortar
el jamón y yo voy a ocuparme del pudín.
—Está bien
—dijo Gabriel.
—Van a dar
de comer primero a los jóvenes, tan pron-
to como
termine este vals, para que tengamos la mesa
para
nosotros solos.
—¿Bailaste?
—preguntó Gabriel.
—Por
supuesto. ¿No me viste? ¿Tuviste tú unas pa-
labras con
Molly Ivors por casualidad?
—Ninguna. ¿Por
qué? ¿Dijo ella eso?
—Más o
menos. Estoy tratando de hacer que Mr
D’Arcy cante algo. Me parece
que es de lo más vanidoso.
—No
cambiamos palabras —dijo Gabriel, irritado—,
sino que
ella quería que yo fuera a Irlanda del oeste, y le
dije que no.
Su mujer juntó las manos, excitada, y dio un
saltito:
—¡Oh, vamos, Gabriel! —gritó—. Me encantaría
volver a
Galway de nuevo.
—Ve tú si quieres —dijo Gabriel fríamente.
Ella lo miró
un instante, se volvió luego a Mrs Malins
y dijo:—Eso
es lo que se llama un hombre agradable,
Mrs Malins.
Mientras
ella se escurría a través del salón, Mrs
Malins, como
si no la hubieran interrumpido, siguió con-
tándole a
Gabriel sobre los lindos lares de Escocia y sus
escenarios
naturales, preciosos. Su yerno las llevaba cada
año a los
lagos y salían de pesquería. Un día cogió él un
pescado,
lindísimo, así de grande, y el hombre del hotel
se lo guisó
para la cena.
Gabriel ni oía lo que ella decía. Ahora que se acerca-
ba la hora de la comida empezó a pensar de nuevo en su
discurso y en las citas. Cuando vio que Freddy Malins
atravesaba
el salón para venir a ver a su madre, Gabriel
le dio su
silla y se retiró al poyo de la ventana. El salón
estaba ya
vacío y del cuarto del fondo llegaba un rumor
de platos y
cubiertos. Los pocos que quedaban en la sala
parecían
hartos de bailar y conversaban quedamente
en grupitos.
Los cálidos dedos temblorosos de Gabriel
repicaron
sobre el frío cristal de la ventana. ¡Qué fresco
debía hacer fuera! ¡Lo agradable que sería salir a cami-
nar solo por la orilla del río y después atravesar el par-
que! La nieve se veía amontonada sobre las ramas de
los árboles y poniendo un gorro refulgente al monumento
a Wellington. ¡Cuánto más grato sería estar allá fuera
que cenando!
Repasó los temas de su discurso: la hospitalidad ir-
landesa, tristes recuerdos, las Tres Gracias, Paris, la cita
de Browning. Se repitió una frase que escribió en su crí-
tica: Uno siente que escucha una música acuciada por
las ideas. Miss Ivors
había elogiado la crítica. ¿Sería sin-
cera? ¿Tendría su vida propia oculta tras tanta propa-
ganda? No había
habido nunca animosidad entre ellos
antes de
esta ocasión. Lo enervaba pensar que ella es-
taría
sentada a la mesa, mirándolo mientras él hablaba,
con sus
críticos ojos interrogantes. Tal vez no le des-
agradaría
verlo fracasar en su discurso. Le dio valor la
idea que le
vino a la mente. Diría, aludiendo a tía Kate y
a tía Julia:
Damas y caballeros, la generación que ahora
se halla en retirada entre nosotros habrá tenido sus fal-
tas, pero por mi parte yo creo que tuvo ciertas cualida-
des de hospitalidad, de humor, de humanidad, de las que
la nueva generación, tan seria y supereducada, que cre-
ce ahora en nuestro seno, me parece carecer. Muy bien
dicho: que
aprenda Miss Ivors. ¿Qué le importaba si sus
tías no eran más que dos viejas ignorantes?
Un rumor en
la sala atrajo su atención. Mr Browne
venía desde
la puerta llevando galante del brazo a la tía
Julia, que
sonreía cabizbaja. Una salva irregular de aplau-
sos la
escoltó hasta el piano y luego, cuando Mary Jane
se sentó en
la banqueta, y la tía Julia, dejando de son-
reír, dio
media vuelta para mejor proyectar su voz hacia
el salón,
cesaron gradualmente. Gabriel reconoció el pre-
ludio. Era
una vieja canción del repertorio de tía Julia,
Ataviada para el casorio. Su voz, clara y sonora, atacó
los
gorgoritos que adornaban la tonada y aunque cantó
muy rápido
no se comió ni una floritura. Oír la voz sin
mirar la
cara de la cantante era sentir y compartir la
excitación
de un vuelo rápido y seguro. Gabriel aplaudió
ruidosamente
junto con los demás cuando la canción aca-
bó y
atronadores aplausos llegaron de la mesa invisible.
Sonaban tan
genuinos, que algo de rubor se esforzaba
por salirle
a la cara a tía Julia, cuando se agachaba para
poner sobre
el atril el viejo cancionero encuadernado en
cuero con
sus iniciales en la portada. Freddy Malins, que
había
ladeado la cabeza para oírla mejor, aplaudía toda-
vía cuando
todo el mundo había dejado ya de hacerlo y
hablaba
animado con su madre que asentía grave y len-
ta en
aquiescencia. Al fin, no pudiendo aplaudir más, se
levantó de
pronto y atravesó el salón a la carrera para
llegar hasta
tía Julia y tomar su mano entre las suyas,
sacudiéndola
cuando le faltaron las palabras o cuando el
freno de su
voz se hizo insoportable.
—Le estaba
diciendo yo a mi madre —dijo— que nun-
ca la había
oído cantar tan bien, ¡nunca! No, nunca sonó
tan bien su
voz como esta noche. ¡Vaya! ¿A que no lo
cree? Pero
es la verdad. Palabra de honor que es la pura
verdad. Nunca sonó su voz tan fresca y tan... tan clara y
tan fresca, ¡nunca!
La tía Julia
sonrió ampliamente y murmuró algo so-
bre aquel
cumplido mientras sacaba la mano del aprie-
to. Mr Browne extendió una mano abierta hacia
ella y
dijo a los
que estaban a su alrededor, como un animador
que presenta
un portento a la amable concurrencia:
—¡Miss Julia Morkan, mi último descubrimiento!
Se reía con
ganas de su chiste cuando Freddy Malins
se volvió a
él para decirle:
—Bueno, Browne, si hablas en serio podrías haber
hecho otro descubrimiento peor. Todo lo que puedo de-
cir es que
nunca la había oído cantar tan bien ninguna
de las veces
que he estado antes aquí. Y es la pura ver-
dad.
—Ni yo
tampoco —dijo Mr Browne—. Creo que de
voz ha
mejorado mucho.
Tía Julia se
encogió de hombros y dijo con tímido
orgullo:
—Hace treinta años, mi voz, como tal, no era mala.
—Le he dicho a Julia muchas veces —dijo tía Kate
enfática— que está malgastando su talento en ese coro.
Pero nunca me quiere oír.
Se volvió
como si quisiera apelar al buen sentido de
los demás
frente a un niño incorregible, mientras tía Julia,
una vaga
sonrisa reminiscente esbozándose en sus la-
bios, miraba
alelada al frente.
—Pero no
—siguió tía Kate—, no deja que nadie la
convenza ni
la dirija, cantando como una esclava de ese
coro noche y
día, día y noche. ¡Desde las seis de la ma-
ñana el día
de Navidad! ¿Y todo para qué?
—Bueno, ¿no
sería por la honra del Señor, tía Kate?
—preguntó
Mary Jane, girando en la banqueta, son-
riendo.
La tía Kate
se volvió a su sobrina como una fiera y le
dijo:
—¡Yo me sé
muy bien qué cosa es la honra del Se-
ñor, Mary
Jane! Pero no creo que sea muy honrado de
parte del
Papa sacar de un coro a una mujer que se ha
esclavizado
en él toda su vida para pasarle por encima a
chiquillos
malcriados. Supongo que el Papa lo hará por
la honra del
Señor, pero no es justo, Mary Jane, y no
está nada
bien.
Se había
fermentado apasionadamente y hubiera
continuado
defendiendo a su hermana porque le dolía,
pero Mary
Jane, viendo que los bailadores regresaban
ya al salón,
intervino apaciguante:
—Vamos, tía Kate, que está usted escandalizando a
Mister Browne, que tiene otras creencias.
Tía Kate se
volvió a Mr Browne, que sonreía ante
esta alusión
a su religión, y dijo apresurada:
—Oh, pero yo no pongo en duda que el Papa tenga
razón.
No soy más
que una vieja estúpida y no presumo de
otra cosa.
Pero hay eso que se llama gratitud y cortesía
cotidiana en
la vida. Y si yo fuera Julia iba y se lo decía al
padre Healy en su misma
cara...
—Y, además, tía
Kate —dijo Mary Jane—, que esta-
mos todos
con mucha hambre y cuando tenemos ham-
bre somos
todos muy belicosos.
—Y cuando
estamos sedientos también somos beli-
cosos
—añadió Mr Browne.
—Así que más
vale que vayamos a cenar —dijo Mary
Jane— y
dejemos la discusión para más tarde.
En el
rellano de la salida de la sala Gabriel encontró a
su esposa y
a Mary Jane tratando de convencer a Miss
Ivors para
que se quedara a cenar. Pero Miss Ivors, que
se había
puesto ya su sombrero y se abotonaba el abri-
go, no se
quería quedar. No se sentía lo más mínimo con
apetito y,
además, que ya se había quedado más de lo
que debía.
—Pero si no
son más que diez minutos, Molly —dijo
Mrs Conroy—.
No es tanta la demora.
—Para que
comas un bocado —dijo Mary Jane— des-
pués de tanto
bailoteo.
—No puedo,
de veras —dijo Miss Ivors.
—Me parece
que no lo pasaste nada bien —dijo Mary
Jane, con
desaliento.
—Sí, muy
bien, se lo aseguro —dijo Miss Ivors—, pero
ahora deben
dejarme ir corriendo.
—Pero, ¿cómo
vas a llegar? —preguntó Mrs Conroy.
—Oh, no son
más que unos pasos malecón arriba.
Gabriel dudó
por un momento y dijo:
—Si me lo
permite, Miss Ivors, yo la acompaño. Si
de veras
tiene que marcharse usted.
Pero Miss
Ivors se soltó de entre ellos.
—De ninguna
manera —exclamó—. Por el amor de
Dios vayan a
cenar y no se ocupen de mí. Ya sé cuidar-
me muy bien.
—Mira, Molly, que tú eres rara —dijo Mrs Conroy
con franqueza.
—
Beannacht libh
—gritó Miss Ivors, entre
carcaja-
das,
mientras bajaba la escalera.
Mary Jane se
quedó mirándola, una expresión pre-
ocupada en
su rostro, mientras Mrs Conroy se inclinó
por sobre la
baranda para oír si cerraba la puerta del
zaguán.
Gabriel se preguntó si sería él la causa de que
ella se
fuera tan abruptamente. Pero no parecía estar
de mal
humor: se había ido riéndose a carcajadas. Se
quedó
mirando las escaleras, distraído.
En ese
momento la tía Kate salió del comedor, dando
tumbos, casi
exprimiéndose las manos de desespero.
—¿Dónde está
Gabriel? —gritó—. ¿Dónde es que está
Gabriel?
Todo el mundo está esperando ahí dentro, con
todo listo;
¡y nadie que trinche el ganso!
—¡Aquí estoy
yo, tía Kate! —exclamó Gabriel, con
súbita
animación—. Listo para trinchar una bandada de
gansos si
fuera necesario.
Un ganso
gordo y pardo descansaba a un extremo
de la mesa y
al otro extremo, sobre un lecho de papel
plegado
adornado con ramitas de perejil, reposaba un
jamón
grande, despellejado y rociado de migajas, las ca-
nillas
guarnecidas con primorosos flecos de papel, y jus-
to al lado
rodajas de carne condimentada. Entre estos
extremos
rivales corrían hileras paralelas de entreme-
ses: dos
seos de gelatina, roja y amarilla; un plato llano
lleno de
bloques de manjar blanco y jalea roja; un largo
plato en
forma de hoja con su tallo como mango, donde
había
montones de pasas moradas y de almendras pela-
das; un
plato gemelo con un rectángulo de higos de
Esmirna
encima; un plato de natilla rebozada con polvo
de
nuez-moscada; un pequeño bol lleno de chocolates y
caramelos
envueltos en papel dorado y plateado; y un
búcaro del
que salían tallos de apio. En el centro de la
mesa, como
centinelas del frutero que tenía una pirámi-
de de
naranjas y manzanas americanas, había dos ga-
rrafas
achatadas, antiguas, de cristal tallado, una con
oporto y la otra con jerez abocado. Sobre el piano cerra-
do aguardaba
un pudín en un enorme plato amarillo y
detrás había
tres pelotones de botellas de stout, de ale y
de agua
mineral, alineadas de acuerdo con el color de su
uniforme:
los primeros dos pelotones negros, con eti-
quetas rojas
y marrón, el tercero, el más pequeño, todo
de blanco
con vírgulas verdes.
Gabriel tomó asiento
decidido a la cabecera de la
mesa y,
después de revisar el filo del trinche, hundió su
tenedor con
firmeza en el ganso. Se sentía a sus anchas,
ya que era
trinchador experto y nada le gustaba tanto
como
sentarse a la cabecera de una mesa bien puesta.
—Miss
Furlong, ¿qué le doy? —preguntó—. ¿Un ala
o una lasca
de pechuga?
—Una
lasquita de pechuga.
—¿Y para
usted, Miss Higgins?
—Oh, lo que
usted quiera, Mr Conroy.
Mientras Gabriel
y Miss Daly intercambiaban pla-
tos de ganso
y platos de jamón y de carne aderezada,
Lily iba de un
huésped al otro con un plato de calientes
papas
boronosas envueltas en una servilleta blanca.
Había sido
idea de Mary Jane y ella sugirió también sal-
sa de
manzana para el ganso, pero tía Kate dijo que ha-
bía comido
siempre el ganso asado simple sin nada de
salsa de
manzana y que esperaba no tener que comer
nunca una
cosa peor. Mary Jane atendía a sus alumnas
y se ocupaba
de que obtuvieran las mejores lonjas, y tía
Kate y tía
Julia abrían y traían del piano una botella tras
otra de
stout y de ale para los hombres y de agua mine-
ral para las
mujeres. Reinaba gran confusión y risa y
ruido: una
alharaca de peticiones y contra—peticiones,
de cuchillos
y tenedores, de corchos y tapones de vidrio.
Gabriel
empezó a trinchar porciones extras, tan pronto
como cortó
las iniciales, sin servirse. Todos protestaron
tan alto que
no le quedó más remedio que transigir be-
biendo un
largo trago de stout, ya que halló que trinchar
lo sofocaba.
Mary Jane se sentó a comer tranquila, pero
tía Kate y
tía Julia todavía daban tumbos alrededor de
la mesa,
pisándose mutuamente los talones y dándose
una a la
otra órdenes que ninguna obedecía. Mr Browne
les rogó que
se sentaran a cenar y lo mismo hizo Ga-
briel, pero
ellas respondieron que ya habría tiempo de
sobra para
ello. Finalmente, Freddy Malins se levantó
y,
capturando a tía Kate, la arrellanó en su silla en me-
dio del
regocijo general.
Cuando todo
el mundo estuvo bien servido dijo Ga-
briel,
sonriendo:
—Ahora, si
alguien quiere un poco más de lo que la
gente vulgar
llama relleno, que lo diga él o ella.
Un coro de
voces lo conminó a empezar su cena y
Lily se
adelantó con tres papas que le había reservado.
—Muy bien —dijo Gabriel, amable, mientras toma-
ba otro sorbo preliminar—, hagan el favor de olvidarse
de que existo, damas y caballeros, por unos minutos.
Se puso a
comer y no tomó parte en la conversación
que cubrió
el ruido de la vajilla al llevársela Lily. El tema
era la
compañía de ópera que actuaba en el Teatro Real.
El tenor, Mr Bartell D’Arcy, hombre de tez oscura y fino
bigote,
elogió mucho a la primera contralto de la compa-
ñía, pero a
Miss Furlong le parecía que ésta tenía una
presencia
escénica más bien vulgar. Freddy Malins dijo
que había un
negro cantando principal en la segunda
tanda de la
pantomima del Gaiety que tenía una de las
mejores
voces de tenor que él había oído.
—¿Lo ha oído
usted? —le preguntó a Mr Bartell D’Arey.
—No —dijo Mr
Bartell D’Arcy sin darle importancia.
—Porque
—explicó Freddy Malins— tengo curiosi-
dad por
conocer su opinión. A mí me parece que tiene
una gran
voz.
—Y Teddy
sabe lo que es bueno —dijo Mr Browne,
confianzudo,
a la concurrencia.
—¿Y por qué
no va a tener él también una buena
voz?
—preguntó Freddy Malins en tono brusco—. ¿Por-
que no es
más que un negro?
Nadie
respondió a su pregunta y Mary Jane pasto-
reó la
conversación de regreso a la ópera seria. Una de
sus alumnas
le había dado un pase para Mignon. Claro
que era muy
buena, dijo, pero le recordaba a la pobre
Georgina
Bums. Mr Browne se fue aún más lejos, a las
viejas
compañías italianas que solían visitar a Dublín:
Tietjens,
Ilma de Mujza, Campanini, el gran Trebilli,
Giuglini,
Ravelli, Aramburo. Qué tiempos aquellos, dijo,
cuando se
oía en Dublín lo que se podía llamar bel canto.
Contó cómo
la tertulia del viejo Real estaba siempre de
bote en
bote, noche tras noche, cómo una noche un te-
nor italiano
había dado cinco bises de Déjame caer como
cae un soldado, dando el do
de pecho en cada ocasión, y
cómo la
galería en su entusiasmo solía desenganchar los
caballos del
carruaje de una gran prima donna para ti-
rar ellos
del coche por las calles hasta el hotel. ¿Por qué
ya no
cantaban las grandes óperas, preguntó, como
Dinorah,
Lucrezia Borgia? Porque ya no había voces para
cantarlas:
por eso.
—Ah, pero
—dijo Mr Bartell D’Arcy— a mi entender
hay tan
buenos cantantes hoy como entonces.
—¿Dónde
están? —preguntó Mr Browne, desafiante.
—En Londres,
París, Milán —dijo Mr Bartell D’Arcy,
acalorado—.
Para mí, Caruso, por ejemplo, es tan bue-
no, si no
mejor que cualquiera de los cantantes que us-
ted ha
mencionado.
—Tal vez sea
así —dijo Mr Browne—. Pero tengo que
decirle que
lo dudo mucho.
—Ay, yo
daría cualquier cosa por oír cantar a Caruso
—dijo Mary
Jane.
—Para mí
—dijo tía Kate, que estaba limpiando un
hueso—, no
ha habido más que un tenor. Quiero decir,
que a mí me
guste. Pero supongo que ninguno de uste-
des ha oído
hablar de él.
—¿Quién es
él, Miss Morkan? —preguntó Mr Bartell
D’Arcy,
cortésmente.
—Su nombre
—dijo tía Kate— era Parkinson. Lo oí
cantar
cuando estaba en su apogeo y creo que tenía la
más pura voz
de tenor que jamás salió de una garganta
humana.
—Qué raro
—dijo Mr Bartell D’Arcy—. Nunca oí ha-
blar de él.
—Sí, sí,
tiene razón Miss Morkan— dijo Mr Browne—.
Recuerdo
haber oído hablar del viejo Parkinson. Pero
eso fue
mucho antes de mi época.
—Una bella,
pura, dulce y suave voz de tenor inglés
—dijo la tía
Kate entusiasmada.
Como Gabriel
había terminado, se trasladó el enor-
me pudín a
la mesa. El sonido de cubiertos comenzó otra
vez. La
mujer de Gabriel partía porciones del pudín y
pasaba los
platillos mesa abajo. A medio camino los de-
tenía Mary
Jane, quien los rellenaba con gelatina de
frambuesas o
de naranja o con manjar blanco o jalea. El
pudín había
sido hecho por tía Julia y ésta recibió elo-
gios de
todas partes. Pero ella dijo que no había queda-
do lo
bastante bruno.
—Bueno,
confío, Miss Morkan —dijo Mr Browne—,
en que yo
sea lo bastante bruno para su gusto, porque,
como ya
sabe, yo soy todo browno.
Los hombres,
con la excepción de Gabriel, le hicie-
ron el honor
al pudín de la tía Julia. Como Gabriel nunca
comía postre
le dejaron a él todo el apio. Freddy Malins
también
cogió un tallo y se lo comió junto con su pudín.
Alguien le
había dicho que el apio era lo mejor que había
para la
sangre y como estaba bajo tratamiento médico.
Mrs Malins,
que no había hablado durante la cena, dijo
que en una
semana o cosa así su hijo ingresaría en Mon-
te Melleray.
Los concurrentes todos hablaron de Monte
Melleray, de
lo reconstituyente que era el aire allá, de lo
hospitalarios
que eran los monjes y cómo nunca cobra-
ban ni un
penique a sus huéspedes.
—¿Y me quiere usted decir —preguntó Mr Browne,
incrédulo— que uno va allá y se hospeda como en un
hotel y vive de lo mejor y se va sin pagar un penique?
—Oh, la
mayoría dona algo al monasterio antes de
irse —dijo
Mary Jane.
—Ya quisiera yo que tuviéramos una institución así
en nuestra Iglesia —dijo Mr Browne con franqueza.
Se asombró
de saber que los monjes nunca habla-
ban, que se
levantaban a las dos de la mañana y que
dormían en
un ataúd. Preguntó que por qué.
—Son
preceptos de la orden —dijo tía Kate con fir-
meza.
—Sí, pero
¿por qué? —preguntó Mr Browne.
La tía Kate
repitió que eran los preceptos y así eran.
A pesar de
todo, Mr Browne parecía no comprender.
Freddy
Malins le explicó tan bien como pudo que los
monjes
trataban de expiar los pecados cometidos por
todos los pecadores
del mundo exterior. La explicación
no quedó muy
clara para Mr Browne, quien, sonriendo,
dijo:
—Me gusta la
idea, pero ¿no serviría una cómoda
cama de
muelles tan bien como un ataúd?
—El ataúd —dijo Mary Jane— es para que no olvi-
den su último destino.
Como la conversación se hizo fúnebre se la enterró
en el silencio, en medio
del cual se pudo oír a Mrs Malins
decir a su
vecina en un secreto a voces:
—Son muy buenas personas los monjes, muy reli-
giosos.
Las pasas y
las almendras y los higos y las manzanas
y las
naranjas y los chocolates y los caramelos pasaron
de mano en
mano y tía Julia invitó a los huéspedes a
beber oporto
o jerez. Al principio, Mr Bartell D’Arcy no
quiso beber
nada, pero uno de sus vecinos le llamó la
atención con
el codo y le susurró algo al oído, ante lo cual
aquél
permitió que le llenaran su copa. Gradualmente,
según se
llenaban las copas, la conversación se detuvo.
Siguió una
pausa, rota sólo por el ruido del vino y las
sillas al
moverse. Las Morkans, las tres, bajaron la vista
al mantel.
Alguien tosió una o dos veces y luego unos
cuantos
comensales tocaron en la mesa suavemente pi-
diendo
silencio. Cuando se hizo el silencio, Gabriel echó
su silla
hacia atrás y se levantó.
El tableteo
creció, alentador, y luego cesó del todo.
Gabriel
apoyó sus diez dedos temblorosos en el mantel
y sonrió,
nervioso, a su público. Al enfrentarse a la fila
de cabezas
volteadas levantó su vista a la lámpara. El
piano tocaba
un vals y pudo oír las faldas frotar contra
la puerta
del comedor. Tal vez había alguien afuera en
la calle, bajo la nieve, mirando a las ventanas alumbra-
das y oyendo la melodía del vals. Al aire libre, puro. A lo
lejos se vería el parque con sus árboles cargados de nie-
ve. El monumento a Wellington tendría un brillante go-
rro nevado refulgiendo
hacia el poniente, sobre los blan-
cos campos
de Quince Acres.
Comenzó:
—Damas y
caballeros.
—Me ha
tocado en suerte esta noche, como en años
anteriores,
cumplir una tarea muy grata, para la cual
me temo,
empero, que mi pobre capacidad oratoria no
sea lo
bastante adecuada.
—¡De ninguna
manera! —dijo Mr Browne.
—Bien, sea
como sea, sólo puedo pedirles esta noche
que tomen lo
dicho por lo hecho y me presten su amable
atención por
unos minutos, mientras trato de expresar-
les con
palabras cuáles son mis sentimientos en esta
oca-
sión.
—Damas y
caballeros. No es la primera vez que nos
reunimos
bajo este hospitalario techo, alrededor de esta
mesa
hospitalaria. No es la primera vez que hemos sido
recipiendarios
—o, quizá sea mejor decir, víctimas— de
la
hospitalidad de ciertas almas bondadosas.
Dibujó un
círculo en el aire con sus brazos y se detu-
vo. Todo el
mundo rió o sonrió hacia tía Kate, tía Julia y
Mary Jane,
que se ruborizaron de júbilo. Gabriel prosi-
guió con más
audacia:
—Cada año que pasa siento con mayor fuerza que
nuestro país no tiene otra tradición que honre mejor y
guarde con mayor celo que la hospitalidad. Es una tra-
dición única
en mi experiencia (y he visitado no pocos
países
extranjeros) entre las naciones modernas. Algu-
nos dirían,
tal vez, que es más defecto que virtud de cual
vanagloriarse.
Pero aun si concediéramos que fuera así,
se trata, a
mi entender, de un defecto principesco, que
confío que
cultivemos por muchos años por venir. De
una cosa,
por lo menos, estoy seguro. Mientras este te-
cho cobije a
las buenas almas mencionadas antes —y
deseo desde
el fondo de mi corazón que sea así por mu-
chos años y
muchos años por transcurrir— la tradición
de genuina, cálidamente entrañable, y cortés hospitali-
dad irlandesa, que nuestros antepasados nos legaron y
que a su vez debemos legar a nuestros descendientes,
palpita todavía entre nosotros.
Un cordial
murmullo de asenso corrió por la mesa.
Le pasó por
la mente a Gabriel que Miss Ivors no esta-
ba presente
y que se había ido con descortesía: y dijo
con
confianza en sí mismo:
—Damas y
caballeros.
—Una nueva
generación crece en nuestro seno, una
generación
motivada por ideales nuevos y nuevos prin-
cipios. Es
ésta seria y entusiasta de estos nuevos idea-
les, y su
entusiasmo, aun si está mal enderezado, es, creo,
eminentemente
sincero. Pero vivimos en tiempos es-
cépticos y,
si se me permite la frase, en una era acuciada
por las
ideas: y a veces me temo que esta nueva gene-
ración, educada o hipereducada como es, carecerá de
aquellas cualidades de humanidad, de hospitalidad, de
generoso humor que pertenecen a otros tiempos. Escu-
chando esta
noche los nombres de esos grandes cantan-
tes del
pasado me pareció, debo confesarlo, que vivimos
en época
menos espaciosa. Aquellos se pueden llamar,
sin
exageración, días espaciosos: y si desaparecieron sin
ser
recordados esperemos que, por lo menos, en reunio-
nes como ésta todavía hablaremos de ellos con orgullo y
con afecto, que todavía atesoraremos en nuestros co-
razones la memoria de los grandes, muertos y desapa-
recidos, pero cuya fama el mundo no dejará perecer
nunca de motu propio.
—¡Así se
habla! —dijo Mr Browne bien alto.
—Pero como
todo —continuó Gabriel, su voz cobran-
do una
entonación más suave—, siempre hay en reunio-
nes como
ésta pensamientos tristes que vendrán a nues-
tra mente:
recuerdos del pasado, de nuestra juventud,
de los
cambios, de esas caras ausentes que echamos de
menos esta
noche. Nuestro paso por la vida está cubier-
to de tales
memorias dolorosas: y si fuéramos a cavilar
sobre las
mismas, no tendríamos ánimo para continuar
valerosos
nuestra vida cotidiana entre los seres vi-
vientes.
Tenemos todos deberes vivos y vivos afectos
que
reclaman, y con razón reclaman, nuestro esfuerzo
más
constante y tenaz.
—Por tanto,
no me demoraré en el pasado. No per-
mitiré que
ninguna lúgubre reflexión moralizante se
entrometa
entre nos esta noche. Aquí estamos reunidos
por un breve
instante extraído de los trajines y el aje-
treo de la
rutina cotidiana. Nos encontramos aquí como
amigos, en
espíritu de fraternal compañerismo, como
colegas, y
hasta cierto punto en verdadero espíritu de
camaradería,
y como invitados de —¿cómo podría lla-
marlas?— las Tres Gracias de la vida musical de Dublín.
La
concurrencia rompió en risas y aplausos ante tal
salida. Tía
Julia pidió en vano a cada una de sus vecinas,
por turno,
que le dijeran lo que Gabriel había dicho.
—Dice que
somos las Tres Gracias, tía Julia —dijo
Mary Jane.
La tía Julia
no entendió, pero levantó la vista, son-
riendo, a
Gabriel, que prosiguió en la misma vena:
—Damas y
caballeros.
—No intento
interpretar esta noche el papel que Paris
jugó en otra
ocasión. No intentaré siquiera escoger en-
tre ellas.
La tarea sería ingrata y fuera del alcance de
mis pobres
aptitudes, porque cuando las contemplo una
a una, bien
sea nuestra anfitriona mayor, cuyo buen
corazón,
demasiado buen corazón, se ha convertido en
estribillo
de todos aquellos que la conocen, o su herma-
na, que
parece poseer el don de la eterna juventud y
cuyo canto
debía haber constituido una sorpresa y una
revelación
para nosotros esta noche, o,
last but not
least,
cuando
considero a nuestra anfitriona más joven, talen-
tosa,
animosa y trabajadora, la mejor de las sobrinas,
confieso,
damas y caballeros, que no sabría a quién con-
ceder el
premio.
Gabriel echó
una ojeada a sus tías y viendo la enor-
me sonrisa
en la cara de tía Julia y las lágrimas que bro-
taron a los
ojos de tía Kate, se apresuró a terminar. Le-
vantó su
copa de oporto, galante, mientras los concu-
rrentes
palpaban sus respectivas copas expectantes, y
dijo en alta
voz:
—Brindemos
por las tres juntas. Bebamos a su sa-
lud,
prosperidad, larga vida, felicidad y ventura, y ojalá
que
continúen por largo tiempo manteniendo la posi-
ción
soberana y bien ganada que tienen en nuestra pro-
fesión, y la
honra y el afecto que se han ganado en nues-
tros
corazones.
Todos los
huéspedes se levantaron, copa en mano,
y,
volviéndose a las tres damas sentadas, cantaron al
unísono, con
Mr Browne como guía:
Pues son
jocosas y ufanas,
Pues son
jocosas y ufanas,
Pues son
jocosas y ufanas,
Nadie lo
puede negar!
La tía Kate
hacía uso descarado de su pañuelo y has-
ta tía Julia
parecía conmovida. Freddy Malins marcaba
el tiempo
con su tenedor de postre y los cantantes se
miraron cara
a cara, como en melodioso concurso, mien-
tras
cantaban con énfasis:
A menos que
diga mentira,
A menos que
diga mentira...
Y
volviéndose una vez más a sus anfitrionas, ento-
naron:
Pues son
jocosas y ufanas,
Pues son
jocosas y ufanas,
Pues son
jocosas y ufanas,
Nadie lo
puede negar!
La
aclamación que siguió fue acogida más allá de las
puertas del
comedor por muchos otros invitados y re-
novada una y
otra vez, con Freddy Malins de tambor
mayor,
tenedor en ristre.
El frío y penetrante aire de la madrugada se coló en
el salón en que esperaban, por lo que tía Kate dijo:
—Que alguien
cierre esa puerta. Mrs Malins se va a
morir de
frío.
—Browne está fuera, tía Kate —dijo Mary Jane.
—Browne está
en todas partes —dijo tía Kate, ba-
jando la
voz.
Mary Jane se
rió de su tono de voz. —¡Vaya —dijo
socarrona—
si es atento!
—Se nos ha expandido como el gas —dijo la tía Kate
en el mismo tono— por todas las Navidades.
Se rió de
buena gana esta vez y añadió enseguida:
—Pero dile que entre, Mary Jane, y cierra la puerta.
Ojalá que no me haya oído.
En ese
momento se abrió la puerta del zaguán y del
portal y
entró Mr Browne desternillándose de risa. Ves-
tía un largo
gabán verde con cuello y puños de imitación
de astracán,
y llevaba en la cabeza un gorro de piel ova-
lado. Señaló para el malecón nevado de donde venía un
sonido penetrante de silbidos.
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