sábado, 6 de junio de 2015

Una música acuciada por las ideas



LOS MUERTOS
Lily, la hija del encargado, tenía los pies literalmente
muertos. No había todavía acabado de hacer pasar a un
invitado al cuarto de desahogo, detrás de la oficina de la
planta baja, para ayudarlo a quitarse el abrigo, cuando
de nuevo sonaba la quejumbrosa campana de la puerta
y tenía que echar a correr por el zaguán vacío para dejar
entrar a otro. Era un alivio no tener que atender tam-
bién a las invitadas. Pero Miss Kate y Miss Julia habían
pensado en eso y convirtieron el baño de arriba en un
cuarto de señoras. Allá estaban Miss Kate y Miss Julia,
riéndose y chismeando y ajetreándose una tras la otra
hasta el rellano de la escalera, para mirar abajo y pre-
guntar a Lily quién acababa de entrar.
El baile anual de las Morkan era siempre la gran oca-
sión. Venían todos los conocidos, los miembros de la fa-
milia, los viejos amigos de la familia, los integrantes del
coro de Julia, cualquier alumna de Kate que fuera lo bas-
tante mayorcita y hasta alumnas de Mary Jane tam-
bién. Nunca quedaba mal. Por años —y años y tan atrás
como se tenía memoria— había resultado una ocasión
lucida; desde que Kate y Julia, cuando murió su herma-
no Pat, dejaron la casa de Stoney Batter y se llevaron a
Mary Jane, la única sobrina, a vivir con ellas en la som-
bría y espigada casa de la isla de Usher, cuyos altos al-
quilaban a Mr Fulham, un comerciante en granos que
vivía en los bajos. Eso ocurrió hace sus buenos treinta
años. Mary Jane, entonces una niñita vestida de corto,
era ahora el principal sostén de la casa, ya que tocaba el
órgano en Haddington Road. Había pasado por la Aca-
demia y daba su concierto anual de alumnas en el salón
de arriba de las Antiguas Salas de Concierto. Muchas de
sus alumnas pertenecían a las mejores familias de la ruta
de Kingstown y Dalkey. Sus tías, aunque viejas, contri-
buían con lo suyo. Julia, a pesar de sus canas, todavía
era la primera soprano de Adán y Eva, la iglesia, y Kate,
muy delicada para salir afuera, daba lecciones de músi-
ca a principiantes en el viejo piano vertical del fondo.
Lily, la hija del encargado, les hacía la limpieza. Aunque
llevaban una vida modesta les gustaba comer bien; lo
mejor de lo mejor: costillas de riñonada, té de a tres che-
lines y stout embotellado del bueno. Pero Lily nunca
hacía un mandado mal, por lo que se llevaba muy bien
con las señoritas. Eran quisquillosas, eso es todo. Lo único
que no soportaban era que les contestaran.
Claro que tenían razón para dar tanta lata en una
noche así, pues eran más de las diez y ni señas de Ga-
briel y su esposa. Además, que tenían muchísimo miedo
de que Freddy Malins se les apareciera tomado. Por nada
del mundo querían que las alumnas de Mary Jane lo vie-
ran en ese estado; y cuando estaba así era muy difícil de
manejar, a veces. Freddy Malins llegaba siempre tarde,
pero se preguntaban por qué se demoraría Gabriel: y
era eso lo que las hacía asomarse a la escalera para pre-
guntarle a Lily si Gabriel y Freddy habían llegado.
—Ah, Mr Conroy —le dijo Lily a Gabriel cuando le
abrió la puerta—, Miss Kate y Miss Julia creían que us-
ted ya no venía. Buenas noches, Mrs Conroy.
—Me apuesto a que creían eso —dijo Gabriel—, pero
es que se olvidaron que acá mi mujer se toma tres horas
mortales para vestirse.
Se paró sobre el felpudo a limpiarse la nieve de las
galochas, mientras Lily conducía a la mujer al pie de la
escalera y gritaba:
—Miss Kate, aquí está Mrs Conroy.
Kate y Julia bajaron enseguida la oscura escalera
dando tumbos. Las dos besaron a la esposa de Gabriel,
le dijeron que debía estar aterida en vida y le pregunta-
ron si Gabriel había venido con ella.
—Aquí estoy, tía Kate, ¡sin un rasguño! Suban uste-
des que yo las alcanzo —gritó Gabriel desde la oscuri-
dad.
Siguió limpiándose los pies con vigor mientras las tres
mujeres subían las escaleras, riendo, hacia el cuarto de
vestir. Una leve franja de nieve reposaba sobre los hom-
bros del abrigo, como una esclavina, y como una pezuña
sobre el empeine de las galochas; y al deslizar los boto-
nes con un ruido crispante por los ojales helados del abri-
go, de entre sus pliegues y dobleces salió el vaho fragan-
te del descampado.
—¿Está nevando otra vez, Mr Conroy? —preguntó
Lily. Se le había adelantado hasta el cuarto de desahogo
para ayudarlo a quitarse el abrigo y Gabriel sonrió al oír
que añadía una sílaba más a su apellido. Era una mu-
chacha delgada que aún no había parado de crecer, de
tez pálida y pelo color de paja. El gas del cuartico la hacía
lucir lívida. Gabriel la conoció siendo una niña que se sen-
taba en el último escalón a acunar su muñeca de trapo.
—Sí, Lily —le respondió—, y me parece que tenemos
para toda la noche.
Miró al cielo raso, que temblaba con los taconazos y
el deslizarse de pies en el piso de arriba, atendió un mo-
mento al piano y luego echó una ojeada a la muchacha,
que ya doblaba su abrigo con cuidado al fondo del es-
tante.
—Dime, Lily —dijo en tono amistoso—, ¿vas todavía
a la escuela?
—Oh, no, señor —respondió ella—, ya no más y nunca.
—Ah, pues entonces —dijo Gabriel, jovial—, supongo
que un día de estos asistiremos a esa boda con tu novio,
¿no?
La muchacha lo miró esquinada y dijo con honda
amargura:
—Los hombres de ahora no son más que labia y lo
que puedan echar mano.
Gabriel se sonrojó como si creyera haber cometido
un error y, sin mirarla, se sacudió las galochas de los
pies y con su bufanda frotó fuerte sus zapatos de charol.
Era un hombre joven, más bien alto y robusto. El
color encarnado de sus mejillas le llegaba a la frente,
donde se regaba en parches rojizos y sin forma; y en su
cara desnuda brillaban sin cesar los lentes y los aros de
oro de los espejuelos que amparaban sus ojos inquietos
y delicados. Llevaba el brillante pelo negro partido al
medio y peinado hacia atrás en una larga curva por de-
trás de las orejas, donde se ondeaba leve debajo de la

estría que le dejaba marcada el sombrero. Cuando le sacó
bastante brillo a los zapatos, se enderezó y se ajustó el
chaleco tirando de él por sobre el vientre rollizo. Luego
extrajo con rapidez una moneda del bolsillo.
—Ah, Lily —dijo, poniéndosela en la mano—, es Navi-
dad, ¿no es cierto? Aquí tienes... esto...
Caminó rápido hacia la puerta.
—¡Oh, no, señor! —protestó la muchacha, cayéndole
detrás—. De veras, señor, no creo que deba.
—¡Es Navidad! ¡Navidad! —dijo Gabriel, casi trotan-
do hasta las escaleras y moviendo sus manos hacia ella
indicando que no tenía importancia.
La muchacha, viendo que ya había ganado la escale-
ra, gritó tras él:
—Bueno, gracias entonces, señor.
Esperaba fuera a que el vals terminara en la sala,
escuchando las faldas y los pies que se arrastraban, ba-
rriéndola. Todavía se sentía desconcertado por la súbita
y amarga réplica de la muchacha, que lo entristeció. Tra-
tó de disiparlo arreglándose los puños y el lazo de la cor-
bata. Luego, sacó del bolsillo del chaleco un papelito y
echó una ojeada a la lista de temas para su discurso. Se
sentía indeciso sobre los versos de Robert Browning
porque temía que estuvieran muy por encima de sus
oyentes. Sería mejor una cita que pudieran reconocer,
de Shakespeare o de las Melodías de Thomas Moore. El
grosero claqueteo de los tacones masculinos y el arras-
tre de suelas le recordó que el grado de cultura de ellos
difería del suyo. Haría el ridículo si citaba poemas que
no pudieran entender. Pensarían que estaba alardeando
de su cultura. Cometería un error con ellos como el que
cometió con la muchacha en el cuarto de desahogo. Se
equivocó de tono. Todo su discurso estaba equivocado
de arriba a abajo. Un fracaso total.
Fue entonces que sus tías y su mujer salieron del
cuarto de vestir. Sus tías eran dos ancianas pequeñas
que vestían con sencillez. Tía Julia era como una pulga-
da más alta. Llevaba el pelo gris hacia atrás, en un moño
a la altura de las orejas; y gris también, con sombras
oscuras, era su larga cara flácida. Aunque era robusta y
caminaba erguida, los ojos lánguidos y los labios entre-
abiertos le daban la apariencia de una mujer que no sa-
bía dónde estaba ni a dónde iba. Tía Kate se veía más
viva. Su cara, más saludable que la de su hermana, era
toda bultos y arrugas, como una manzana roja pero frun-
cida, y su pelo, peinado también a la antigua, no había
perdido su color de castaña madura.
Las dos besaron a Gabriel, cariñosas. Era el sobrino
preferido, hijo de la hermana mayor, la difunta Ellen, la
que se casó con T. J. Conroy, de los Muelles del Puerto.
—Gretta me acaba de decir que no vas a regresar en
coche a Monkstown esta noche, Gabriel —dijo tía Kate.
—No —dijo Gabriel, volviéndose a su esposa—, ya
tuvimos bastante con el año pasado, ¿no es así? ¿No te
acuerdas, tía Kate, el catarro que cogió Gretta enton-
ces? Con las puertas del coche traqueteando todo el via-
je y el viento del este dándonos de lleno en cuanto pasa-
mos Merrion. Lindísimo. Gretta cogió un catarro de lo
más malo.
Tía Kate fruncía el ceño y asentía a cada palabra.
—Muy bien dicho, Gabriel, muy bien dicho —dijo—.
No hay que descuidarse nunca.
—Pero en cuanto a Gretta —dijo Gabriel—, ésta es
capaz de regresar a casa a pie por entre la nieve, si por
ella fuera. Mrs Conroy sonrió.
—No le haga caso, tía Kate —dijo—, que es demasia-
do precavido: obligando a Tom a usar visera verde cuan-
do lee de noche y a hacer ejercicios, y forzando a Eva a
comer potaje. ¡Pobrecita! ¡Que no lo puede ni ver!... Ah,
¿pero a que no adivinan lo que me obliga a llevar ahora?
Se deshizo en carcajadas mirando a su marido, cu-
yos ojos admirados y contentos, iban de su vestido a su
cara y su pelo. Las dos tías rieron también con ganas, ya
que la solicitud de Gabriel formaba parte del repertorio
familiar.
—¡Galochas! —dijo Mrs Conroy—. La última moda.
Cada vez que está el suelo mojado tengo que llevar
galochas. Quería que me las pusiera hasta esta noche,
pero de eso nada. Si me descuido me compra un traje de
bañista.
Gabriel se rió nervioso y, para darse confianza, se
arregló la corbata, mientras que tía Kate se doblaba de
la risa de tanto que le gustaba el cuento. La sonrisa des-
apareció enseguida de la cara de tía Julia y fijó sus ojos
tristes en la cara de su sobrino. Después de una pausa,
preguntó:
—¿Y qué son galochas, Gabriel?
—¡Galochas, Julia! —exclamó su hermana—. Santo
cielo, ¿tú no sabes lo que son galochas? Se ponen sobre
los... sobre las botas, ¿no es así, Gretta?
—Sí —dijo Mrs Conroy—. Unas cosas de gutapercha.
Los dos tenemos un par ahora. Gabriel dice que todo el
mundo las usa en el continente.
—Ah, en el continente —murmuró tía Julia, movien-
do la cabeza lentamente.
Gabriel frunció las cejas y dijo, como si estuviera en-
fadado:
—No son nada del otro mundo, pero Gretta cree que
son muy cómicas porque dice que le recuerdan a los
minstrels negros de Christy.
—Pero dime, Gabriel —dijo tía Kate, con tacto brus-
co—. Claro que te ocupaste del cuarto. Gretta nos con-
taba que...
—Oh, lo del cuarto está resuelto —replicó Gabriel—.
Tomé uno en el Gresham.
—Claro, claro ——dijo tía Kate—, lo mejor que podías
haber hecho. Y los niños, Gretta, ¿no te preocupan?
—Oh, no es más que por una noche —dijo Mrs
Conroy—. Además, que Bessie los cuida.
—Claro, claro ——dijo tía Kate de nuevo—. ¡Qué
comodidad tener una muchacha así, en quien se puede
confiar! Ahí tienen a esa Lily, que no sé lo que le pasa
últimamente. No es la de antes.
Gabriel estuvo a punto de hacerle una pregunta a su
tía sobre este asunto, pero ella dejó de prestarle aten-
ción para observar a su hermana, que se había escurri-
do escaleras abajo, sacando la cabeza por sobre la ba-
randa.
—Ahora dime tú —dijo ella, como molesta—, ¿dónde
irá Julia ahora? ¡Julia! ¡Julia! ¿Dónde vas tú?
Julia, que había bajado más de media escalera, re-
gresó a decir, zalamera:
—Ahí está Freddy.
En el mismo instante unas palmadas y un floreo final
del piano anunció que el vals acababa de terminar. La
puerta de la sala se abrió desde dentro y salieron algu-
nas parejas. Tía
Kate se llevó a Gabriel apresuradamente a un lado y
le susurró al oído:
—Sé bueno, Gabriel, y vete abajo a ver si está bien y
no lo dejes subir si está tomado. Estoy segura de que
está tomado. Segurísima.
Gabriel se llegó a la escalera y escuchó más allá de la
balaustrada. Podía oír dos personas conversando en el
cuarto de desahogo. Luego reconoció la risa de Freddy
Malins. Bajó las escaleras haciendo ruido.
—Qué alivio —dijo tía Kate a Mrs Conroy— que Ga-
briel esté aquí... Siempre me siento más descansada
mentalmente cuando anda por aquí... Julia, aquí están
Miss Daly y Miss Power, que van a tomar refrescos.
Gracias por el lindo vals, Miss Daly. Un ritmo encanta-
dor.
Un hombre alto, de cara mustia, bigote de cerdas y
piel oscura, que pasaba con su pareja, dijo:
—¿Podríamos también tomar nosotros un refresco,
Miss Morkan?
—Julia —dijo la tía Kate sumariamente—, y aquí es-
tán Mr Browne y Miss Furlong. Llévatelos adentro, Ju-
lia, con Miss Daly y Miss Power.
—Yo me encargo de las damas —dijo Mr Browne,
apretando sus labios hasta que sus bigotes se erizaron
para sonreír con todas sus arrugas.
—Sabe usted, Miss Morkan, la razón por la que les
caigo bien a las mujeres es que...
No terminó la frase, sino que, viendo que la tía Kate
estaba ya fuera de alcance, enseguida se llevó a las tres
mujeres al cuarto del fondo. Dos mesas cuadradas pues-
tas juntas ocupaban el centro del cuarto y la tía Julia y el
encargado estiraban y alisaban un largo mantel sobre
ellas. En el cristalero se veían en exhibición platos y pla-
tillos y vasos y haces de cuchillos y tenedores y cucha-
ras. La tapa del piano vertical servía como mesa auxi-
liar para los entremeses y los postres. Ante un aparador
pequeño en un rincón dos jóvenes bebían de pie maltas
amargas.
Mr Browne dirigió su encomienda hacia ella y las in-
vitó, en broma, a tomar un ponche femenino, caliente,
fuerte y dulce. Mientras ellas protestaban no tomar tra-
gos fuertes, él les abría tres botellas de limonada. Luego
les pidió a los jóvenes que se hicieran a un lado y, to-
mando el frasco, se sirvió un buen trago de whisky. Los
jóvenes lo miraron con respeto mientras probaba un
sorbo.
—Alabado sea Dios —dijo, sonriendo—, tal como me
lo recetó el médico.
Su cara mustia se extendió en una sonrisa aún más
abierta y las tres muchachas rieron haciendo eco musi-
cal a su ocurrencia, contoneando sus cuerpos en vaivén
y dando nerviosos tirones a los hombros. La más audaz
dijo:
—Ah, vamos, Mr Browne, estoy segura de que el
médico nunca le recetará una cosa así.
Mr Browne tomó otro sorbo de su whisky y dijo con
una mueca ladeada: —Bueno, ustedes saben, yo soy como
Mrs Cassidy, que dicen que dijo:
Vamos, Mary Grimes,
si no tomo dámelo tú, que es que lo necesito.
Su cara acalorada se inclinó hacia adelante en gesto
demasiado confidente y habló imitando un dejo de Dublín
tan bajo que las muchachas, con idéntico instinto, escu-
charon su dicho en silencio. Miss Furlong, que era una
de las alumnas de Mary Jane, le preguntó a Miss Daly
cuál era el nombre de ese vals tan lindo que acababa de
tocar, y Mr Browne, viendo que lo ignoraban, se volvió
prontamente a los jóvenes, que podían apreciarlo me-
jor.
Una muchacha de cara roja y vestido violeta entró
en el cuarto, dando palmadas excitadas y gritando:
—¡Contradanza! ¡Contradanza!
Pisándole los talones entró tía Kate, llamando:
—¡Dos caballeros y tres damas, Mary Jane!
—Ah, aquí están Mr Bergin y Mr Kerrigan —dijo
Mary Jane.
—Mr Kerrigan, ¿quiere usted escoltar a Miss Power?
Miss Furlong, ¿puedo darle de pareja a Mr Bergin? Ah,
ya está bien así.
—Tres damas, Mary Jane —dijo tía Kate.
Los dos jóvenes les pidieron a sus damas que si po-
drían tener el gusto y Mary Jane se volvió a Miss Daly:
—Oh, Miss Daly, fue usted tan condescendiente al
tocar las dos últimas piezas, pero, realmente, estamos
tan cortas de mujeres esta noche...
—No me molesta en lo más mínimo, Miss Morkan.
—Pero le tengo un compañero muy agradable, Mr
Bartell D’Arey, el tenor. Después voy a ver si canta.
Dublín entero está loco por él.
—¡Bella voz, bella voz! —dijo la tía Kate.
Cuando el piano comenzaba por segunda vez el pre-
ludio de la primera figura, Mary Jane sacó a sus reclu-
tas del salón rápidamente. No acababan de salir cuando
entró al cuarto Julia, lentamente, mirando hacia atrás
por algo.
—¿Qué pasa, Julia? —preguntó tía Kate, ansiosa—.
¿Quién es?
Julia, que cargaba una pila de servilletas, se volvió a
su hermana y dijo, simplemente, como si la pregunta la
sorprendiera:—No es más que Freddy, Kate, y Gabriel
que viene con él.
De hecho detrás de ella se podía ver a Gabriel pilo-
teando a Freddy Malins por el rellano de la escalera. El
último, que tenía unos cuarenta años, era de la misma
estatura y del mismo peso de Gabriel, pero de hombros
caídos. Su cara era mofletuda y pálida, con toques de
color sólo en los colgantes lóbulos de las orejas y en las
anchas aletas nasales. Tenía facciones toscas, nariz roma,
frente convexa y alta y labios hinchados y protuberantes.
Los ojos de párpados pesados y el desorden de su esca-
so pelo le hacían parecer soñoliento. Se reía con ganas
de un cuento que le venía haciendo a Gabriel por la es-
calera, al mismo tiempo que se frotaba un ojo con los
nudillos del puño izquierdo.
—Buenas noches, Freddy —dijo tía Julia.
Freddy Malins dio las buenas noches a las señoritas
Morkan de una manera que pareció desdeñosa a causa
del tono habitual de su voz y luego, viendo que Mr
Browne le sonreía desde el aparador, cruzó el cuarto con
paso vacilante y empezó de nuevo el cuento que acaba-
ba de hacerle a Gabriel. —No se ve tan mal, ¿no es ver-
dad? —dijo la tía Kate a Gabriel.
Las cejas de Gabriel venían fruncidas, pero las des-
pejó enseguida para responder:
—Oh, no, ni se le nota.
—¡Es un terrible! —dijo ella—. Y su pobre madre que
lo obligó a hacer una promesa el Fin de Año. Pero, por
qué no pasamos al salón, Gabriel.
Antes de dejar el cuarto con Gabriel, tía Kate le hizo
señas a Mr Browne, poniendo mala cara y sacudiendo el
dedo índice. Mr Browne asintió y, cuando ella se hubo
ido, le dijo a Freddy Malins:
—Vamos a ver, Teddy, que te voy a dar un buen vaso
de limonada para entonarte.
Freddy Malins, que estaba acercándose al desenlace
de su cuento, rechazó la oferta con un gesto impaciente,
pero Mr Browne, después de haberle llamado la aten-
ción sobre lo desgarbado de su atuendo, le llenó un vaso
de limonada y se lo entregó. Freddy Malins aceptó el
vaso mecánicamente con la mano izquierda, mientras
que su mano derecha se encargaba de ajustar sus ropas
mecánicamente. Mr Browne, cuya cara se colmaba de
regocijadas arrugas, se llenó un vaso de whisky mien-
tras Freddy Malins estallaba, antes de llegar al momen-
to culminante de su historia, en una explosión de carca-
jadas bronquiales y, dejando a un lado su vaso rebosado
sin tocar, empezó a frotarse los nudillos de su mano iz-
quierda sobre un ojo, repitiendo las palabras de su últi-
ma frase cuando se lo permitía el ataque de risa.
Gabriel no soportaba la pieza que tocaba ahora Mary
Jane, tan académica, llena de glissandi y de pasajes difí-
ciles para un público respetuoso. Le gustaba la música,
pero la pieza que ella tocaba no tenía melodía, según él,
y dudaba que la tuviera para los demás oyentes, aun-
que le hubieran pedido a Mary Jane que les tocara algo.
Cuatro jóvenes, que vinieron del refectorio a pararse en
la puerta tan pronto como empezó a sonar el piano, se
alejaron de dos en dos y en silencio después de unos acor-
des. Las únicas personas que parecían seguir la música
eran Mary Jane, cuyas manos recorrían el teclado o se
alzaban en las pausas como las de una sacerdotisa en
una imprecación momentánea, y tía Kate, de pie a su
lado volteando las páginas.
Los ojos de Gabriel, irritados por el piso que brillaba
encerado debajo del macizo candelabro, vagaron hasta
la pared sobre el piano. Colgaba allí un cromo con la es-
cena del balcón de Romeo y Julieta, junto a una repro-
ducción del asesinato de los principitos en la Torre que
tía Julia había bordado en lana roja, azul y carmelita
cuando niña. Probablemente les enseñaban a hacer esa
labor en la escuela a que fueron de niñas, porque una
vez su madre le bordó, para cumpleaños, un chaleco en
tabinete púrpura con cabecitas de zorro, festoneado de
raso castaño y con botones redondos imitando moras.
Era raro que su madre no tuviera talento musical por-
que tía Kate acostumbraba a decir que era el cerebro de
la familia Morkan. Tanto ella como Julia habían pareci-
do siempre bastante orgullosas de su hermana, tan
matriarcal y tan seria. Su fotografía se veía delante del
tremó. Tenía un libro abierto sobre las rodillas y le se-
ñalaba algo en él a Constantine que, vestido de marino,
estaba tumbado a sus pies. Fue ella quien puso nombre
a sus hijos, sensible como era al protocolo familiar. Gra-
cias a ella, Constantine era ahora el cura párroco de
Balbriggan y, gracias a ella, Gabriel pudo graduarse en
la Universidad Real. Una sombra pasó sobre su cara al
recordar su amarga oposición a su matrimonio. Algunas
frases peyorativas que usó vibraban todavía en su me-
moria; una vez dijo que Gretta era una rubia rural y no
era verdad, nada. Fue Gretta quien la atendió solícita
durante su larga enfermedad final en la casa de Monks-
town.
Sabía que Mary Jane debía de andar cerca del final
de la pieza porque estaba tocando otra vez la melodía
del comienzo con sus escalas sucesivas después de cada
compás y mientras esperó a que acabara, el resentimien-
to se extinguió en su corazón. La pieza terminó con un
trino de octavas agudas y una octava final grave. Atro-
nadores aplausos acogieron a Mary Jane al ruborizarse
mientras enrollaba nerviosamente la partitura y salió
corriendo del salón. Las palmadas más fuertes proce-
dían de cuatro muchachones parados en la puerta, los
mismos que se fueron a refrescar cuando empezó la pieza
y que regresaron tan pronto el piano se quedó callado.
Alguien organizó una danza de lanceros y Gabriel se
encontró de pareja con Miss Ivors. Era una damita franca
y habladora, con cara pecosa y grandes ojos castaños.
No llevaba escote y el largo broche al frente del cuello
tenía un motivo irlandés.
Cuando ocuparon sus puestos ella dijo de pronto: —Tie-
ne usted una cuenta pendiente conmigo.
—¿Yo? —dijo Gabriel.
Ella asintió con gravedad.
—¿Qué cosa es? —preguntó Gabriel, sonriéndose
ante su solemnidad.
—¿Quién es G. C.? —respondió Miss Ivors, volvién-
dose hacia él.
Gabriel se sonrojó y ya iba a fruncir las cejas, como si
no hubiera entendido, cuando ella le dijo abiertamente:
—¡Ay, inocente Amy! Me enteré de que escribe us-
ted para el Daily Express. Y bien, ¿no le da vergüenza?
—¿Y por qué me iba a dar? —preguntó Gabriel,
pestañeando, tratando de sonreír.
—Bueno, a mí me da pena —dijo Miss Ivors con fran-
queza—. Y pensar que escribe usted para ese bagazo.
No sabía que se había vuelto usted pro-inglés.
Una mirada perpleja apareció en el rostro de Gabriel.
Era verdad que escribía una columna literaria en el Daily
Express los miércoles. Pero eso no lo convertía en pro-
inglés. Los libros que le daban a criticar eran casi mejor
bienvenidos que el mezquino cheque, ya que le deleita-
ba palpar la cubierta y hojear las páginas de un libro
recién impreso. Casi todos los días, no bien terminaba
las clases en el instituto, solía recorrer el malecón en
busca de las librerías de viejo, y se iba a Hickey’s en el
Paseo del Soltero y a Webb’s o a Massey’s en el muelle
de Aston o a O’Clohissey’s en una calle lateral. No supo
cómo afrontar la acusación. Le hubiera gustado decir que
la literatura está muy por encima de los trajines políti-
cos. Pero eran amigos de muchos años, con carreras pa-
ralelas en la universidad primero y después de maes-
tros: no podía, pues, usar con ella una frase pomposa.
Siguió pestañeando y tratando de sonreír hasta que
murmuró apenas que no veía nada político en hacer crí-
tica de libros.
Cuando les llegó el turno de cruzarse todavía estaba
distraído y perplejo. Miss Ivors tomó su mano en un
apretón cálido y dijo en tono suavemente amistoso:
—Por supuesto, no es más que una broma. Venga,
que nos toca cruzar ahora.
Cuando se juntaron de nuevo ella habló del proble-
ma universitario y Gabriel se sintió más cómodo. Un
amigo le había enseñado a ella su crítica de los poemas
de Browning. Fue así como se enteró del secreto: pero le
gustó muchísimo la crítica. De pronto dijo:
—Oh, Mr Conroy, ¿por qué no viene en nuestra
excursión a la isla de Arán este verano? Vamos a pasar
allá un mes. Será espléndido estar en pleno Atlántico.
Debía venir. Vienen Mr Clancy y Mr Kilkely y Kathleen
Kearney. Sería formidable que Gretta viniera también.
Ella es de Connacht, ¿no?
—Su familia —dijo Gabriel, corto.
—Pero vendrán los dos, ¿no es así? —dijo Miss Ivors,
posando una mano cálida sobre su brazo, ansiosa.
—Lo cierto es que —dijo Gabriel— yo he quedado en
ir...
—¿A dónde? —preguntó Miss Ivors.
—Bueno, ya sabe usted que todos los años hago una
gira ciclística con varios compañeros, así que...
—Pero, ¿por dónde? —preguntó Miss Ivors.
—Bueno, casi siempre vamos por Francia o Bélgica,
tal vez por Alemania —dijo Gabriel torpemente.
—¿Y por qué va usted a Francia y a Bélgica —dijo
Miss Ivors— en vez de visitar su propio país?
—Bueno —dijo Gabriel—, en parte para mantener-
me en contacto con otros idiomas y en parte por dar un
cambio.
—¿Y no tiene usted su propio idioma con que man-
tenerse en contacto, el irlandés? —le preguntó Miss
Ivors.
—Bueno —dijo Gabriel—, en ese caso el irlandés no
es mi lengua, como sabe.
Sus vecinos se volvieron a escuchar el interrogato-
rio. Gabriel miró a diestra y siniestra, nervioso, y trató
de mantener su buen humor durante aquella inquisi-
ción que hacía que el rubor le invadiera la frente.
—¿Y no tiene usted su tierra natal que visitar —si-
guió Miss Ivors—, de la que no sabe usted nada, su pro-
pio pueblo, su patria?
—Pues a decir verdad —replicó Gabriel súbitamen-
te—, estoy harto de este país, ¡harto!
—¿Y por qué? —preguntó Miss Ivors.
Gabriel no respondió: su réplica lo había alterado.
—¿Por qué? —repitió Miss Ivors.
Tenían que hacer la ronda de visitas los dos ahora y,
como todavía no había él respondido, Miss Ivors le dijo,
muy acalorada:
—Por supuesto, no tiene qué decir.
Gabriel trató de ocultar su agitación entregándose al
baile con gran energía. Evitó los ojos de ella porque ha-
bía notado una expresión agria en su cara. Pero cuando
se encontraron de nuevo en la cadena, se sorprendió al
sentir su mano apretar firme la suya. Ella lo miró de
soslayo con curiosidad momentánea hasta que él sonrió.
Luego, como la cadena iba a trenzarse de nuevo, ella se
alzó en puntillas y le susurró al oído:
—¡Pro inglés!
Cuando la danza de lanceros acabó, Gabriel se fue al
rincón más remoto del salón donde estaba sentada la
madre de Freddy Malins. Era una mujer rechoncha y
fofa y blanca en canas. Tenía la misma voz tomada de su
hijo y tartamudeaba bastante. Le habían asegurado que
Freddy había llegado y que estaba bastante bien. Ga-
briel le preguntó si tuvo una buena travesía. Vivía con
su hija casada en Glasgow y venía a Dublín de visita una
vez al año. Respondió plácidamente que había sido un
viaje muy lindo y que el capitán estuvo de lo más aten-
to. También habló de la linda casa que su hija tenía en
Glasgow y de los buenos amigos que tenían allá. Mien-
tras ella le daba a la lengua Gabriel trató de desterrar el
recuerdo del desagradable incidente con Miss Ivors. Por
supuesto que la muchacha o la mujer o lo que fuese era
una fanática, pero había un lugar para cada cosa. Quizá
no debió él responderle como lo hizo. Pero ella no tenía
derecho a llamarlo pro inglés delante de la gente, ni aun
en broma. Trató de hacerlo quedar en ridículo delante
de la gente, acuciándolo y clavándole sus ojos de conejo.
Vio a su mujer abriéndose paso hacia él por entre las
parejas que valsaban. Cuando llegó a su lado le dijo al
oído: —Gabriel, tía Kate quiere saber si no vas a trin-
char el ganso como de costumbre. Miss Daly va a cortar
el jamón y yo voy a ocuparme del pudín.
—Está bien —dijo Gabriel.
—Van a dar de comer primero a los jóvenes, tan pron-
to como termine este vals, para que tengamos la mesa
para nosotros solos.
—¿Bailaste? —preguntó Gabriel.
—Por supuesto. ¿No me viste? ¿Tuviste tú unas pa-
labras con Molly Ivors por casualidad?
—Ninguna. ¿Por qué? ¿Dijo ella eso?
—Más o menos. Estoy tratando de hacer que Mr
D’Arcy cante algo. Me parece que es de lo más vanidoso.
—No cambiamos palabras —dijo Gabriel, irritado—,
sino que ella quería que yo fuera a Irlanda del oeste, y le
dije que no. Su mujer juntó las manos, excitada, y dio un
saltito: —¡Oh, vamos, Gabriel! —gritó—. Me encantaría
volver a Galway de nuevo.
—Ve tú si quieres —dijo Gabriel fríamente.
Ella lo miró un instante, se volvió luego a Mrs Malins
y dijo:—Eso es lo que se llama un hombre agradable,
Mrs Malins.
Mientras ella se escurría a través del salón, Mrs
Malins, como si no la hubieran interrumpido, siguió con-
tándole a Gabriel sobre los lindos lares de Escocia y sus
escenarios naturales, preciosos. Su yerno las llevaba cada
año a los lagos y salían de pesquería. Un día cogió él un
pescado, lindísimo, así de grande, y el hombre del hotel
se lo guisó para la cena.
Gabriel ni oía lo que ella decía. Ahora que se acerca-
ba la hora de la comida empezó a pensar de nuevo en su
discurso y en las citas. Cuando vio que Freddy Malins
atravesaba el salón para venir a ver a su madre, Gabriel
le dio su silla y se retiró al poyo de la ventana. El salón
estaba ya vacío y del cuarto del fondo llegaba un rumor
de platos y cubiertos. Los pocos que quedaban en la sala
parecían hartos de bailar y conversaban quedamente
en grupitos. Los cálidos dedos temblorosos de Gabriel
repicaron sobre el frío cristal de la ventana. ¡Qué fresco
debía hacer fuera! ¡Lo agradable que sería salir a cami-
nar solo por la orilla del río y después atravesar el par-
que! La nieve se veía amontonada sobre las ramas de
los árboles y poniendo un gorro refulgente al monumento
a Wellington. ¡Cuánto más grato sería estar allá fuera
que cenando!
Repasó los temas de su discurso: la hospitalidad ir-
landesa, tristes recuerdos, las Tres Gracias, Paris, la cita
de Browning. Se repitió una frase que escribió en su crí-
tica: Uno siente que escucha una música acuciada por
las ideas. Miss Ivors había elogiado la crítica. ¿Sería sin-
cera? ¿Tendría su vida propia oculta tras tanta propa-
ganda? No había habido nunca animosidad entre ellos
antes de esta ocasión. Lo enervaba pensar que ella es-
taría sentada a la mesa, mirándolo mientras él hablaba,
con sus críticos ojos interrogantes. Tal vez no le des-
agradaría verlo fracasar en su discurso. Le dio valor la
idea que le vino a la mente. Diría, aludiendo a tía Kate y
a tía Julia: Damas y caballeros, la generación que ahora
se halla en retirada entre nosotros habrá tenido sus fal-
tas, pero por mi parte yo creo que tuvo ciertas cualida-
des de hospitalidad, de humor, de humanidad, de las que
la nueva generación, tan seria y supereducada, que cre-
ce ahora en nuestro seno, me parece carecer. Muy bien
dicho: que aprenda Miss Ivors. ¿Qué le importaba si sus
tías no eran más que dos viejas ignorantes?
Un rumor en la sala atrajo su atención. Mr Browne
venía desde la puerta llevando galante del brazo a la tía
Julia, que sonreía cabizbaja. Una salva irregular de aplau-
sos la escoltó hasta el piano y luego, cuando Mary Jane
se sentó en la banqueta, y la tía Julia, dejando de son-
reír, dio media vuelta para mejor proyectar su voz hacia
el salón, cesaron gradualmente. Gabriel reconoció el pre-
ludio. Era una vieja canción del repertorio de tía Julia,
Ataviada para el casorio. Su voz, clara y sonora, atacó
los gorgoritos que adornaban la tonada y aunque cantó
muy rápido no se comió ni una floritura. Oír la voz sin
mirar la cara de la cantante era sentir y compartir la
excitación de un vuelo rápido y seguro. Gabriel aplaudió
ruidosamente junto con los demás cuando la canción aca-
bó y atronadores aplausos llegaron de la mesa invisible.
Sonaban tan genuinos, que algo de rubor se esforzaba
por salirle a la cara a tía Julia, cuando se agachaba para
poner sobre el atril el viejo cancionero encuadernado en
cuero con sus iniciales en la portada. Freddy Malins, que
había ladeado la cabeza para oírla mejor, aplaudía toda-
vía cuando todo el mundo había dejado ya de hacerlo y
hablaba animado con su madre que asentía grave y len-
ta en aquiescencia. Al fin, no pudiendo aplaudir más, se
levantó de pronto y atravesó el salón a la carrera para
llegar hasta tía Julia y tomar su mano entre las suyas,
sacudiéndola cuando le faltaron las palabras o cuando el
freno de su voz se hizo insoportable.
—Le estaba diciendo yo a mi madre —dijo— que nun-
ca la había oído cantar tan bien, ¡nunca! No, nunca sonó
tan bien su voz como esta noche. ¡Vaya! ¿A que no lo
cree? Pero es la verdad. Palabra de honor que es la pura
verdad. Nunca sonó su voz tan fresca y tan... tan clara y
tan fresca, ¡nunca!
La tía Julia sonrió ampliamente y murmuró algo so-
bre aquel cumplido mientras sacaba la mano del aprie-
to. Mr Browne extendió una mano abierta hacia ella y
dijo a los que estaban a su alrededor, como un animador
que presenta un portento a la amable concurrencia:
—¡Miss Julia Morkan, mi último descubrimiento!
Se reía con ganas de su chiste cuando Freddy Malins
se volvió a él para decirle:
—Bueno, Browne, si hablas en serio podrías haber
hecho otro descubrimiento peor. Todo lo que puedo de-
cir es que nunca la había oído cantar tan bien ninguna
de las veces que he estado antes aquí. Y es la pura ver-
dad.
—Ni yo tampoco —dijo Mr Browne—. Creo que de
voz ha mejorado mucho.
Tía Julia se encogió de hombros y dijo con tímido
orgullo:
—Hace treinta años, mi voz, como tal, no era mala.
—Le he dicho a Julia muchas veces —dijo tía Kate
enfática— que está malgastando su talento en ese coro.
Pero nunca me quiere oír.
Se volvió como si quisiera apelar al buen sentido de
los demás frente a un niño incorregible, mientras tía Julia,
una vaga sonrisa reminiscente esbozándose en sus la-
bios, miraba alelada al frente.
—Pero no —siguió tía Kate—, no deja que nadie la
convenza ni la dirija, cantando como una esclava de ese
coro noche y día, día y noche. ¡Desde las seis de la ma-
ñana el día de Navidad! ¿Y todo para qué?
—Bueno, ¿no sería por la honra del Señor, tía Kate?
—preguntó Mary Jane, girando en la banqueta, son-
riendo.
La tía Kate se volvió a su sobrina como una fiera y le
dijo:
—¡Yo me sé muy bien qué cosa es la honra del Se-
ñor, Mary Jane! Pero no creo que sea muy honrado de
parte del Papa sacar de un coro a una mujer que se ha
esclavizado en él toda su vida para pasarle por encima a
chiquillos malcriados. Supongo que el Papa lo hará por
la honra del Señor, pero no es justo, Mary Jane, y no
está nada bien.
Se había fermentado apasionadamente y hubiera
continuado defendiendo a su hermana porque le dolía,
pero Mary Jane, viendo que los bailadores regresaban
ya al salón, intervino apaciguante:
—Vamos, tía Kate, que está usted escandalizando a
Mister Browne, que tiene otras creencias.
Tía Kate se volvió a Mr Browne, que sonreía ante
esta alusión a su religión, y dijo apresurada:
—Oh, pero yo no pongo en duda que el Papa tenga
razón.
No soy más que una vieja estúpida y no presumo de
otra cosa. Pero hay eso que se llama gratitud y cortesía
cotidiana en la vida. Y si yo fuera Julia iba y se lo decía al
padre Healy en su misma cara...
—Y, además, tía Kate —dijo Mary Jane—, que esta-
mos todos con mucha hambre y cuando tenemos ham-
bre somos todos muy belicosos.
—Y cuando estamos sedientos también somos beli-
cosos —añadió Mr Browne.
—Así que más vale que vayamos a cenar —dijo Mary
Jane— y dejemos la discusión para más tarde.
En el rellano de la salida de la sala Gabriel encontró a
su esposa y a Mary Jane tratando de convencer a Miss
Ivors para que se quedara a cenar. Pero Miss Ivors, que
se había puesto ya su sombrero y se abotonaba el abri-
go, no se quería quedar. No se sentía lo más mínimo con
apetito y, además, que ya se había quedado más de lo
que debía.
—Pero si no son más que diez minutos, Molly —dijo
Mrs Conroy—. No es tanta la demora.
—Para que comas un bocado —dijo Mary Jane— des-
pués de tanto bailoteo.
—No puedo, de veras —dijo Miss Ivors.
—Me parece que no lo pasaste nada bien —dijo Mary
Jane, con desaliento.
—Sí, muy bien, se lo aseguro —dijo Miss Ivors—, pero
ahora deben dejarme ir corriendo.
—Pero, ¿cómo vas a llegar? —preguntó Mrs Conroy.
—Oh, no son más que unos pasos malecón arriba.
Gabriel dudó por un momento y dijo:
—Si me lo permite, Miss Ivors, yo la acompaño. Si
de veras tiene que marcharse usted.
Pero Miss Ivors se soltó de entre ellos.
—De ninguna manera —exclamó—. Por el amor de
Dios vayan a cenar y no se ocupen de mí. Ya sé cuidar-
me muy bien.
—Mira, Molly, que tú eres rara —dijo Mrs Conroy
con franqueza.
Beannacht libh
—gritó Miss Ivors, entre carcaja-
das, mientras bajaba la escalera.
Mary Jane se quedó mirándola, una expresión pre-
ocupada en su rostro, mientras Mrs Conroy se inclinó
por sobre la baranda para oír si cerraba la puerta del
zaguán. Gabriel se preguntó si sería él la causa de que
ella se fuera tan abruptamente. Pero no parecía estar
de mal humor: se había ido riéndose a carcajadas. Se
quedó mirando las escaleras, distraído.
En ese momento la tía Kate salió del comedor, dando
tumbos, casi exprimiéndose las manos de desespero.
—¿Dónde está Gabriel? —gritó—. ¿Dónde es que está
Gabriel? Todo el mundo está esperando ahí dentro, con
todo listo; ¡y nadie que trinche el ganso!
—¡Aquí estoy yo, tía Kate! —exclamó Gabriel, con
súbita animación—. Listo para trinchar una bandada de
gansos si fuera necesario.
Un ganso gordo y pardo descansaba a un extremo
de la mesa y al otro extremo, sobre un lecho de papel
plegado adornado con ramitas de perejil, reposaba un
jamón grande, despellejado y rociado de migajas, las ca-
nillas guarnecidas con primorosos flecos de papel, y jus-
to al lado rodajas de carne condimentada. Entre estos
extremos rivales corrían hileras paralelas de entreme-
ses: dos seos de gelatina, roja y amarilla; un plato llano
lleno de bloques de manjar blanco y jalea roja; un largo
plato en forma de hoja con su tallo como mango, donde
había montones de pasas moradas y de almendras pela-
das; un plato gemelo con un rectángulo de higos de
Esmirna encima; un plato de natilla rebozada con polvo
de nuez-moscada; un pequeño bol lleno de chocolates y
caramelos envueltos en papel dorado y plateado; y un
búcaro del que salían tallos de apio. En el centro de la
mesa, como centinelas del frutero que tenía una pirámi-
de de naranjas y manzanas americanas, había dos ga-
rrafas achatadas, antiguas, de cristal tallado, una con
oporto y la otra con jerez abocado. Sobre el piano cerra-
do aguardaba un pudín en un enorme plato amarillo y
detrás había tres pelotones de botellas de stout, de ale y
de agua mineral, alineadas de acuerdo con el color de su
uniforme: los primeros dos pelotones negros, con eti-
quetas rojas y marrón, el tercero, el más pequeño, todo
de blanco con vírgulas verdes.
Gabriel tomó asiento decidido a la cabecera de la
mesa y, después de revisar el filo del trinche, hundió su
tenedor con firmeza en el ganso. Se sentía a sus anchas,
ya que era trinchador experto y nada le gustaba tanto
como sentarse a la cabecera de una mesa bien puesta.
—Miss Furlong, ¿qué le doy? —preguntó—. ¿Un ala
o una lasca de pechuga?
—Una lasquita de pechuga.
—¿Y para usted, Miss Higgins?
—Oh, lo que usted quiera, Mr Conroy.
Mientras Gabriel y Miss Daly intercambiaban pla-
tos de ganso y platos de jamón y de carne aderezada,
Lily iba de un huésped al otro con un plato de calientes
papas boronosas envueltas en una servilleta blanca.
Había sido idea de Mary Jane y ella sugirió también sal-
sa de manzana para el ganso, pero tía Kate dijo que ha-
bía comido siempre el ganso asado simple sin nada de
salsa de manzana y que esperaba no tener que comer
nunca una cosa peor. Mary Jane atendía a sus alumnas
y se ocupaba de que obtuvieran las mejores lonjas, y tía
Kate y tía Julia abrían y traían del piano una botella tras
otra de stout y de ale para los hombres y de agua mine-
ral para las mujeres. Reinaba gran confusión y risa y
ruido: una alharaca de peticiones y contra—peticiones,
de cuchillos y tenedores, de corchos y tapones de vidrio.
Gabriel empezó a trinchar porciones extras, tan pronto
como cortó las iniciales, sin servirse. Todos protestaron
tan alto que no le quedó más remedio que transigir be-
biendo un largo trago de stout, ya que halló que trinchar
lo sofocaba. Mary Jane se sentó a comer tranquila, pero
tía Kate y tía Julia todavía daban tumbos alrededor de
la mesa, pisándose mutuamente los talones y dándose
una a la otra órdenes que ninguna obedecía. Mr Browne
les rogó que se sentaran a cenar y lo mismo hizo Ga-
briel, pero ellas respondieron que ya habría tiempo de
sobra para ello. Finalmente, Freddy Malins se levantó
y, capturando a tía Kate, la arrellanó en su silla en me-
dio del regocijo general.
Cuando todo el mundo estuvo bien servido dijo Ga-
briel, sonriendo:
—Ahora, si alguien quiere un poco más de lo que la
gente vulgar llama relleno, que lo diga él o ella.
Un coro de voces lo conminó a empezar su cena y
Lily se adelantó con tres papas que le había reservado.
—Muy bien —dijo Gabriel, amable, mientras toma-
ba otro sorbo preliminar—, hagan el favor de olvidarse
de que existo, damas y caballeros, por unos minutos.
Se puso a comer y no tomó parte en la conversación
que cubrió el ruido de la vajilla al llevársela Lily. El tema
era la compañía de ópera que actuaba en el Teatro Real.
El tenor, Mr Bartell D’Arcy, hombre de tez oscura y fino
bigote, elogió mucho a la primera contralto de la compa-
ñía, pero a Miss Furlong le parecía que ésta tenía una
presencia escénica más bien vulgar. Freddy Malins dijo
que había un negro cantando principal en la segunda
tanda de la pantomima del Gaiety que tenía una de las
mejores voces de tenor que él había oído.
—¿Lo ha oído usted? —le preguntó a Mr Bartell D’Arey.
—No —dijo Mr Bartell D’Arcy sin darle importancia.
—Porque —explicó Freddy Malins— tengo curiosi-
dad por conocer su opinión. A mí me parece que tiene
una gran voz.
—Y Teddy sabe lo que es bueno —dijo Mr Browne,
confianzudo, a la concurrencia.
—¿Y por qué no va a tener él también una buena
voz? —preguntó Freddy Malins en tono brusco—. ¿Por-
que no es más que un negro?
Nadie respondió a su pregunta y Mary Jane pasto-
reó la conversación de regreso a la ópera seria. Una de
sus alumnas le había dado un pase para Mignon. Claro
que era muy buena, dijo, pero le recordaba a la pobre
Georgina Bums. Mr Browne se fue aún más lejos, a las
viejas compañías italianas que solían visitar a Dublín:
Tietjens, Ilma de Mujza, Campanini, el gran Trebilli,
Giuglini, Ravelli, Aramburo. Qué tiempos aquellos, dijo,
cuando se oía en Dublín lo que se podía llamar bel canto.
Contó cómo la tertulia del viejo Real estaba siempre de
bote en bote, noche tras noche, cómo una noche un te-
nor italiano había dado cinco bises de Déjame caer como
cae un soldado, dando el do de pecho en cada ocasión, y
cómo la galería en su entusiasmo solía desenganchar los
caballos del carruaje de una gran prima donna para ti-
rar ellos del coche por las calles hasta el hotel. ¿Por qué
ya no cantaban las grandes óperas, preguntó, como
Dinorah, Lucrezia Borgia? Porque ya no había voces para
cantarlas: por eso.
—Ah, pero —dijo Mr Bartell D’Arcy— a mi entender
hay tan buenos cantantes hoy como entonces.
—¿Dónde están? —preguntó Mr Browne, desafiante.
—En Londres, París, Milán —dijo Mr Bartell D’Arcy,
acalorado—. Para mí, Caruso, por ejemplo, es tan bue-
no, si no mejor que cualquiera de los cantantes que us-
ted ha mencionado.
—Tal vez sea así —dijo Mr Browne—. Pero tengo que
decirle que lo dudo mucho.
—Ay, yo daría cualquier cosa por oír cantar a Caruso
—dijo Mary Jane.
—Para mí —dijo tía Kate, que estaba limpiando un
hueso—, no ha habido más que un tenor. Quiero decir,
que a mí me guste. Pero supongo que ninguno de uste-
des ha oído hablar de él.
—¿Quién es él, Miss Morkan? —preguntó Mr Bartell
D’Arcy, cortésmente.
—Su nombre —dijo tía Kate— era Parkinson. Lo oí
cantar cuando estaba en su apogeo y creo que tenía la
más pura voz de tenor que jamás salió de una garganta
humana.
—Qué raro —dijo Mr Bartell D’Arcy—. Nunca oí ha-
blar de él.
—Sí, sí, tiene razón Miss Morkan— dijo Mr Browne—.
Recuerdo haber oído hablar del viejo Parkinson. Pero
eso fue mucho antes de mi época.
—Una bella, pura, dulce y suave voz de tenor inglés
—dijo la tía Kate entusiasmada.
Como Gabriel había terminado, se trasladó el enor-
me pudín a la mesa. El sonido de cubiertos comenzó otra
vez. La mujer de Gabriel partía porciones del pudín y
pasaba los platillos mesa abajo. A medio camino los de-
tenía Mary Jane, quien los rellenaba con gelatina de
frambuesas o de naranja o con manjar blanco o jalea. El
pudín había sido hecho por tía Julia y ésta recibió elo-
gios de todas partes. Pero ella dijo que no había queda-
do lo bastante bruno.
—Bueno, confío, Miss Morkan —dijo Mr Browne—,
en que yo sea lo bastante bruno para su gusto, porque,
como ya sabe, yo soy todo browno.
Los hombres, con la excepción de Gabriel, le hicie-
ron el honor al pudín de la tía Julia. Como Gabriel nunca
comía postre le dejaron a él todo el apio. Freddy Malins
también cogió un tallo y se lo comió junto con su pudín.
Alguien le había dicho que el apio era lo mejor que había
para la sangre y como estaba bajo tratamiento médico.
Mrs Malins, que no había hablado durante la cena, dijo
que en una semana o cosa así su hijo ingresaría en Mon-
te Melleray. Los concurrentes todos hablaron de Monte
Melleray, de lo reconstituyente que era el aire allá, de lo
hospitalarios que eran los monjes y cómo nunca cobra-
ban ni un penique a sus huéspedes.
—¿Y me quiere usted decir —preguntó Mr Browne,
incrédulo— que uno va allá y se hospeda como en un
hotel y vive de lo mejor y se va sin pagar un penique?
—Oh, la mayoría dona algo al monasterio antes de
irse —dijo Mary Jane.
—Ya quisiera yo que tuviéramos una institución así
en nuestra Iglesia —dijo Mr Browne con franqueza.
Se asombró de saber que los monjes nunca habla-
ban, que se levantaban a las dos de la mañana y que
dormían en un ataúd. Preguntó que por qué.
—Son preceptos de la orden —dijo tía Kate con fir-
meza.
—Sí, pero ¿por qué? —preguntó Mr Browne.
La tía Kate repitió que eran los preceptos y así eran.
A pesar de todo, Mr Browne parecía no comprender.
Freddy Malins le explicó tan bien como pudo que los
monjes trataban de expiar los pecados cometidos por
todos los pecadores del mundo exterior. La explicación
no quedó muy clara para Mr Browne, quien, sonriendo,
dijo:
—Me gusta la idea, pero ¿no serviría una cómoda
cama de muelles tan bien como un ataúd?
—El ataúd —dijo Mary Jane— es para que no olvi-
den su último destino.
Como la conversación se hizo fúnebre se la enterró
en el silencio, en medio del cual se pudo oír a Mrs Malins
decir a su vecina en un secreto a voces:
—Son muy buenas personas los monjes, muy reli-
giosos.
Las pasas y las almendras y los higos y las manzanas
y las naranjas y los chocolates y los caramelos pasaron
de mano en mano y tía Julia invitó a los huéspedes a
beber oporto o jerez. Al principio, Mr Bartell D’Arcy no
quiso beber nada, pero uno de sus vecinos le llamó la
atención con el codo y le susurró algo al oído, ante lo cual
aquél permitió que le llenaran su copa. Gradualmente,
según se llenaban las copas, la conversación se detuvo.
Siguió una pausa, rota sólo por el ruido del vino y las
sillas al moverse. Las Morkans, las tres, bajaron la vista
al mantel. Alguien tosió una o dos veces y luego unos
cuantos comensales tocaron en la mesa suavemente pi-
diendo silencio. Cuando se hizo el silencio, Gabriel echó
su silla hacia atrás y se levantó.
El tableteo creció, alentador, y luego cesó del todo.
Gabriel apoyó sus diez dedos temblorosos en el mantel
y sonrió, nervioso, a su público. Al enfrentarse a la fila
de cabezas volteadas levantó su vista a la lámpara. El
piano tocaba un vals y pudo oír las faldas frotar contra
la puerta del comedor. Tal vez había alguien afuera en
la calle, bajo la nieve, mirando a las ventanas alumbra-
das y oyendo la melodía del vals. Al aire libre, puro. A lo
lejos se vería el parque con sus árboles cargados de nie-
ve. El monumento a Wellington tendría un brillante go-
rro nevado refulgiendo hacia el poniente, sobre los blan-
cos campos de Quince Acres.
Comenzó:
—Damas y caballeros.
—Me ha tocado en suerte esta noche, como en años
anteriores, cumplir una tarea muy grata, para la cual
me temo, empero, que mi pobre capacidad oratoria no
sea lo bastante adecuada.
—¡De ninguna manera! —dijo Mr Browne.
—Bien, sea como sea, sólo puedo pedirles esta noche
que tomen lo dicho por lo hecho y me presten su amable
atención por unos minutos, mientras trato de expresar-
les con palabras cuáles son mis sentimientos en esta oca-
sión.
—Damas y caballeros. No es la primera vez que nos
reunimos bajo este hospitalario techo, alrededor de esta
mesa hospitalaria. No es la primera vez que hemos sido
recipiendarios —o, quizá sea mejor decir, víctimas— de
la hospitalidad de ciertas almas bondadosas.
Dibujó un círculo en el aire con sus brazos y se detu-
vo. Todo el mundo rió o sonrió hacia tía Kate, tía Julia y
Mary Jane, que se ruborizaron de júbilo. Gabriel prosi-
guió con más audacia:
—Cada año que pasa siento con mayor fuerza que
nuestro país no tiene otra tradición que honre mejor y
guarde con mayor celo que la hospitalidad. Es una tra-
dición única en mi experiencia (y he visitado no pocos
países extranjeros) entre las naciones modernas. Algu-
nos dirían, tal vez, que es más defecto que virtud de cual
vanagloriarse. Pero aun si concediéramos que fuera así,
se trata, a mi entender, de un defecto principesco, que
confío que cultivemos por muchos años por venir. De
una cosa, por lo menos, estoy seguro. Mientras este te-
cho cobije a las buenas almas mencionadas antes —y
deseo desde el fondo de mi corazón que sea así por mu-
chos años y muchos años por transcurrir— la tradición
de genuina, cálidamente entrañable, y cortés hospitali-
dad irlandesa, que nuestros antepasados nos legaron y
que a su vez debemos legar a nuestros descendientes,
palpita todavía entre nosotros.
Un cordial murmullo de asenso corrió por la mesa.
Le pasó por la mente a Gabriel que Miss Ivors no esta-
ba presente y que se había ido con descortesía: y dijo
con confianza en sí mismo:
—Damas y caballeros.
—Una nueva generación crece en nuestro seno, una
generación motivada por ideales nuevos y nuevos prin-
cipios. Es ésta seria y entusiasta de estos nuevos idea-
les, y su entusiasmo, aun si está mal enderezado, es, creo,
eminentemente sincero. Pero vivimos en tiempos es-
cépticos y, si se me permite la frase, en una era acuciada
por las ideas: y a veces me temo que esta nueva gene-
ración, educada o hipereducada como es, carecerá de
aquellas cualidades de humanidad, de hospitalidad, de
generoso humor que pertenecen a otros tiempos. Escu-
chando esta noche los nombres de esos grandes cantan-
tes del pasado me pareció, debo confesarlo, que vivimos
en época menos espaciosa. Aquellos se pueden llamar,
sin exageración, días espaciosos: y si desaparecieron sin
ser recordados esperemos que, por lo menos, en reunio-
nes como ésta todavía hablaremos de ellos con orgullo y
con afecto, que todavía atesoraremos en nuestros co-
razones la memoria de los grandes, muertos y desapa-
recidos, pero cuya fama el mundo no dejará perecer
nunca de motu propio.
—¡Así se habla! —dijo Mr Browne bien alto.
—Pero como todo —continuó Gabriel, su voz cobran-
do una entonación más suave—, siempre hay en reunio-
nes como ésta pensamientos tristes que vendrán a nues-
tra mente: recuerdos del pasado, de nuestra juventud,
de los cambios, de esas caras ausentes que echamos de
menos esta noche. Nuestro paso por la vida está cubier-
to de tales memorias dolorosas: y si fuéramos a cavilar
sobre las mismas, no tendríamos ánimo para continuar
 valerosos nuestra vida cotidiana entre los seres vi-
vientes. Tenemos todos deberes vivos y vivos afectos
que reclaman, y con razón reclaman, nuestro esfuerzo
más constante y tenaz.
—Por tanto, no me demoraré en el pasado. No per-
mitiré que ninguna lúgubre reflexión moralizante se
entrometa entre nos esta noche. Aquí estamos reunidos
por un breve instante extraído de los trajines y el aje-
treo de la rutina cotidiana. Nos encontramos aquí como
amigos, en espíritu de fraternal compañerismo, como
colegas, y hasta cierto punto en verdadero espíritu de
camaradería, y como invitados de —¿cómo podría lla-
marlas?— las Tres Gracias de la vida musical de Dublín.
La concurrencia rompió en risas y aplausos ante tal
salida. Tía Julia pidió en vano a cada una de sus vecinas,
por turno, que le dijeran lo que Gabriel había dicho.
—Dice que somos las Tres Gracias, tía Julia —dijo
Mary Jane.
La tía Julia no entendió, pero levantó la vista, son-
riendo, a Gabriel, que prosiguió en la misma vena:
—Damas y caballeros.
—No intento interpretar esta noche el papel que Paris
jugó en otra ocasión. No intentaré siquiera escoger en-
tre ellas. La tarea sería ingrata y fuera del alcance de
mis pobres aptitudes, porque cuando las contemplo una
a una, bien sea nuestra anfitriona mayor, cuyo buen
corazón, demasiado buen corazón, se ha convertido en
estribillo de todos aquellos que la conocen, o su herma-
na, que parece poseer el don de la eterna juventud y
cuyo canto debía haber constituido una sorpresa y una
revelación para nosotros esta noche, o,
last but not least,
cuando considero a nuestra anfitriona más joven, talen-
tosa, animosa y trabajadora, la mejor de las sobrinas,
confieso, damas y caballeros, que no sabría a quién con-
ceder el premio.
Gabriel echó una ojeada a sus tías y viendo la enor-
me sonrisa en la cara de tía Julia y las lágrimas que bro-
taron a los ojos de tía Kate, se apresuró a terminar. Le-
vantó su copa de oporto, galante, mientras los concu-
rrentes palpaban sus respectivas copas expectantes, y
dijo en alta voz:
—Brindemos por las tres juntas. Bebamos a su sa-
lud, prosperidad, larga vida, felicidad y ventura, y ojalá
que continúen por largo tiempo manteniendo la posi-
ción soberana y bien ganada que tienen en nuestra pro-
fesión, y la honra y el afecto que se han ganado en nues-
tros corazones.
Todos los huéspedes se levantaron, copa en mano,
y, volviéndose a las tres damas sentadas, cantaron al
unísono, con Mr Browne como guía:
Pues son jocosas y ufanas,
Pues son jocosas y ufanas,
Pues son jocosas y ufanas,
Nadie lo puede negar!
La tía Kate hacía uso descarado de su pañuelo y has-
ta tía Julia parecía conmovida. Freddy Malins marcaba
el tiempo con su tenedor de postre y los cantantes se
miraron cara a cara, como en melodioso concurso, mien-
tras cantaban con énfasis:
A menos que diga mentira,
A menos que diga mentira...
Y volviéndose una vez más a sus anfitrionas, ento-
naron:
Pues son jocosas y ufanas,
Pues son jocosas y ufanas,
Pues son jocosas y ufanas,
Nadie lo puede negar!
La aclamación que siguió fue acogida más allá de las
puertas del comedor por muchos otros invitados y re-
novada una y otra vez, con Freddy Malins de tambor
mayor, tenedor en ristre.
El frío y penetrante aire de la madrugada se coló en
el salón en que esperaban, por lo que tía Kate dijo:
—Que alguien cierre esa puerta. Mrs Malins se va a
morir de frío.
—Browne está fuera, tía Kate —dijo Mary Jane.
—Browne está en todas partes —dijo tía Kate, ba-
jando la voz.
Mary Jane se rió de su tono de voz. —¡Vaya —dijo
socarrona— si es atento!
—Se nos ha expandido como el gas —dijo la tía Kate
en el mismo tono— por todas las Navidades.
Se rió de buena gana esta vez y añadió enseguida:
—Pero dile que entre, Mary Jane, y cierra la puerta.
Ojalá que no me haya oído.
En ese momento se abrió la puerta del zaguán y del
portal y entró Mr Browne desternillándose de risa. Ves-
tía un largo gabán verde con cuello y puños de imitación
de astracán, y llevaba en la cabeza un gorro de piel ova-
lado. Señaló para el malecón nevado de donde venía un
sonido penetrante de silbidos.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Chrome - Handwriting/>Chrome - Handwriting