domingo, 7 de junio de 2015

Lejana melodía




Fragmento de Los muertos, de James Joyce
Ancianos despidiéndose, Antonio Muñoz Molina [El País, 6 de junio de 2015]
‘The Lass of Aughrim’
‘La chica de Aughrim’


—Teddy va a hacer venir todos los coches de Dublín
—dijo.
Gabriel avanzó del desván detrás de la oficina, lu-
chando por meterse en su abrigo y, mirando alrededor,
dijo:
—¿No bajó ya Gretta?
—Está recogiendo sus cosas, Gabriel —dijo tía Kate.
—¿Quién toca arriba? —preguntó Gabriel.
—Nadie. Todos se han ido ya.
—Oh, no, tía Kate —dijo Mary Jane—. Bartell D’Arcy
y Miss O’Callaghan no se han ido todavía.
—En todo caso, alguien teclea al piano —dijo Ga-
briel. Mary Jane miró a Gabriel y a Mr Browne y dijo,
tiritando:
—Me da frío nada más de mirarlos a ustedes, caba-
lleros, abrigados así como están. No me gustaría nada
tener que hacer el viaje que van a hacer ustedes de vuelta
a casa a esta hora.
—Nada me gustaría más en este momento —dijo Mr
Browne, atlético— que una crujiente caminata por el
campo o una carrera con un buen trotón entre las varas.
—Antes teníamos un caballo muy bueno y coche en
casa —dijo tía Julia con tristeza.
El Nunca Olvidado Johnny —dijo Mary Jane, rien-
do. La tía Kate y Gabriel rieron también.
—Vaya, ¿y qué tenía de extraordinario este John-
ny? —preguntó Mr Browne.
—El Muy Malogrado Patrick Morkan, es decir, nues-
tro abuelo —explicó Gabriel—, comúnmente conocido en
su edad provecta como el caballero viejo, fabricaba cola.
—Ah, vamos, Gabriel —dijo tía Kate, riendo—, tenía
una fábrica de almidón.
—Bien, almidón o cola —dijo Gabriel—, el caballero
viejo tenía un caballo que respondía al nombre de John-
ny. Y Johnny trabajaba en el molino del caballero viejo,
dando vueltas y vueltas a la noria. Hasta aquí todo va
bien, pero ahora viene la trágica historia de Johnny. Un
buen día se le ocurrió al caballero viejo ir a dar un paseo
en coche con la gente de postín a ver una parada en el
bosque.
—El Señor tenga piedad de su alma —dijo tía Kate,
compasiva.
—Amén —dijo Gabriel—. Así, el caballero viejo, como
dije, le puso el arnés a Johnny y se puso él su mejor chis-
tera y su mejor cuello duro y sacó su coche con mucho
estilo de su mansión ancestral cerca del callejón de Back
Lane, si no me equivoco.
Todos rieron, hasta Mrs Malins, de la manera en que
Gabriel lo dijo y tía Kate dijo: —Oh, vaya, Gabriel, que
no vivía en Back Lane, vamos. Nada más que tenía allí
su fábrica.
—De la casa de sus antepasados —continuó Gabriel—
salió, pues, el coche tirado por Johnny. Y todo iba de lo
más bien hasta que Johnny vio la estatua de Guillermito:
sea porque se enamorara del caballo de Guillermito el
rey o porque se creyera que estaba de regreso en la fá-
brica, la cuestión es que empezó a darle vueltas a la es-
tatua.
Gabriel trotó en círculos con sus galochas en medio
de la carcajada general.
—Vueltas y vueltas le daba —dijo Gabriel—, hasta
que el caballero viejo, que era un viejo caballero muy
pomposo, se indignó terriblemente. ¡Vamos, señor!
¿Pero qué es eso de señor? ¡Johnny! ¡Johnny! ¡Extraño
comportamiento! ¡No comprendo a este caballo!
Las risotadas que siguieron a la interpretación que
Gabriel dio al incidente quedaron interrumpidas por un
resonante golpe en la puerta del zaguán. Mary Jane co-
rrió a abrirla para dejar entrar a Freddy Malins, quien,
con el sombrero bien echado hacia atrás en la cabeza y
los hombros encogidos de frío, soltaba vapor después de
semejante esfuerzo.
—No conseguí más que un coche —dijo.
—Bueno, encontraremos nosotros otro por el male-
cón —dijo Gabriel.
—Sí —dijo tía Kate—. Lo mejor es evitar que Mrs
Malins se quede ahí parada en la corriente.
Su hijo y Mr Browne ayudaron a Mrs Malins a bajar
el quicio de la puerta y, después de muchas maniobras,
la alzaron hasta el coche. Freddy Malins se encaramó
detrás de ella y estuvo mucho tiempo colocándola en su
asiento, ayudado por los consejos de Mr Browne. Por fin
se acomodó ella y Freddy Malins invitó a Mr Browne a
subir al coche. Se oyó una conversación confusa y des-
pués Mr Browne entró al coche. El cochero se arregló la
manta sobre el regazo y se inclinó a preguntar la direc-
ción. La confusión se hizo mayor y Freddy Malins y Mr
Browne, sacando cada uno la cabeza por la ventanilla,
dirigieron al cochero en direcciones distintas. El proble-
ma era saber dónde en el camino había que dejar a Mr
Browne, y tía Kate, tía Julia y Mary Jane contribuían a
la discusión desde el portal con direcciones cruzadas y
contradicciones y carcajadas. En cuanto a Freddy Malins,
no podía hablar por la risa. Sacaba la cabeza de vez en
cuando por la ventanilla, con mucho riesgo de perder el
sombrero, y luego le contaba a su madre cómo iba la
discusión, hasta que, finalmente, Mr Browne le dio un
grito al confundido cochero por sobre el ruido de las ri-
sas.
—¿Sabe usted dónde queda Trinity College?
—Sí, señor —dijo el cochero.
—Muy bien, siga entonces derecho hasta dar contra
la portada de Trinity College —dijo Mr Browne— y ya le
diré yo por dónde coger. ¿Entiende ahora?
—Sí, señor —dijo el cochero.
—Volando hasta Trinity College.
—Entendido, señor —gritó el cochero.
Unos foetazos al caballo y el coche traqueteó por la
orilla del río en medio de un coro de risas y de adioses.
Gabriel no había salido a la puerta con los demás. Se
quedó en la oscuridad del zaguán mirando hacia la esca-
lera. Había una mujer parada en lo alto del primer des-
canso, en las sombras también. No podía verle a ella la
cara, pero podía ver retazos del vestido, color terracota
y salmón, que la oscuridad hacía parecer blanco y ne-
gro. Era su mujer. Se apoyaba en la baranda, oyendo
algo. Gabriel se sorprendió de su inmovilidad y aguzó el
oído para oír él también. Pero no podía oír más que el
ruido de las risas y de la discusión del portal, unos pocos
acordes del piano y las notas de una canción cantada por
un hombre.

Se quedó inmóvil en el zaguán sombrío, tratando de captar la canción que cantaba aquella voz y escudriñando a su mujer. Había misterio y gracia en su pose, como si fuera ella el símbolo de algo. Se preguntó de qué podía ser símbolo una mujer de pie en una escalera oyendo una melodía lejana. Si fuera pintor la pintaría en esa misma posición. El sombrero de fieltro azul destacaría el bronce de su pelo recortado en la sombra y los fragmentos oscuros de su traje pondrían las partes claras de relieve. Lejana Melodía llamaría él al cuadro, si fuera pintor.


Cerraron la puerta del frente y tía Kate, tía Julia y
Mary Jane regresaron al zaguán riendo todavía.
—¡Vaya con ese Freddy, es terrible! —dijo Mary
Jane—. ¡Terrible!
Gabriel no dijo nada sino que señaló hacia las escale-
ras, hacia donde estaba parada su mujer. Ahora, con la
puerta del zaguán cerrada, se podían oír más claros la
voz y el piano. Gabriel levantó la mano en señal de si-
lencio. La canción parecía estar en el antiguo tono irlan-
dés y el cantante no parecía estar seguro de la letra ni
de su voz. La voz, que sonaba plañidera por la distancia
y la ronquera del cantante, subrayaba débilmente las
cadencias de aquella canción con palabras que ex-
presaban tanto dolor:
Oh, la lluvia cae sobre mi pesado pelo
Y el rocío moja la piel de mi cara,
Mi hijo yace aterido de frío...
—Ay —exclamó Mary Jane—. Es Bartell D’Arcy can-
tando y no quiso cantar en toda la noche. Ah, voy a ha-
cerle que cante una canción antes de irse.
—Oh, sí, Mary Jane —dijo tía Kate.
Mary Jane pasó rozando a los otros y corrió hacia la
escalera, pero antes de llegar allá la música dejó de oírse
y alguien cerró el piano de un golpe.
—¡Ay, qué pena! —se lamentó—. ¿Ya viene para aba-
jo, Gretta?
Gabriel oyó a su mujer decir que sí y la vio bajar ha-
cia ellos. Unos pasos detrás venían Bartell D’Arcy y Miss
O’Callaghan.
—¡Oh, Mr D’Arcy —exclamó Mary Jane—, muy
egoísta de su parte acabar así de pronto cuando todos le
oíamos arrobados!
—He estado detrás de él toda la noche —dijo Miss
O’Callaghan— y también Mrs Conroy, y nos decía que
tiene un catarro terrible y no podía cantar.
—Ah, Mr D’Arcy —dijo la tía Kate—, mire que decir
tal embuste.
—¿No se dan cuenta de que estoy más ronco que una
rana? —dijo Mr D’Arcy grosero.
Entró apurado al cuarto de desahogo a ponerse su
abrigo. Los demás, pasmados ante su ruda respuesta,
no hallaban qué decir. Tía Kate encogió las cejas y les
hizo señas a todos de que olvidaran el asunto. Mr D’Arcy,
ceñudo, se abrigaba la garganta con cuidado.
—Es el tiempo —dijo tía Julia, luego de una pausa.
—Sí, todo el mundo tiene catarro —dijo tía Kate ense-
guida—, todo el mundo.
—Dicen —dijo Mary Jane— que no habíamos tenido
una nevada así en treinta años; y leí esta mañana en los
periódicos que nieva en toda Irlanda.
—A mí me gusta ver la nieve —dijo tía Julia con tris-
teza.
—Y a mí —dijo Miss O’Callaghan—. Yo creo que las
Navidades no son nunca verdaderas Navidades si el suelo
no está nevado.
—Pero al pobre de Mr D’Arcy no le gusta la nieve
—dijo
tía Kate sonriente.
Mr D’Arcy salió del cuarto de desahogo todo abriga-
do y abotonado y en son de arrepentimiento les hizo la
historia de su catarro. Cada uno le dio un consejo dife-
rente, le dijeron que era una verdadera lástima y lo ur-
gieron a que se cuidara mucho la garganta del sereno.
Gabriel miraba a su mujer, que no se mezcló en la conversación. Estaba de pie debajo del reverbero y la llama del gas iluminaba el vivo bronce de su pelo, que él había visto a ella secar al fuego unos días antes. Seguía en su actitud y parecía no estar consciente de la conversación a su alrededor. Finalmente, se volvió y Gabriel pudo ver que tenía las mejillas coloradas y los ojos brillosos. Una súbita marca de alegría inundó su corazón.
—Mr D’Arcy —dijo ella—, ¿cuál es el nombre de esa
canción que usted cantó?
—Se llama La joven de Aughrim —dijo Mr D’Arcy—,
pero no la puedo recordar muy bien. ¿Por qué? ¿La co-
noce?
—La joven de Aughrim —repitió ella—. No podía
recordar el nombre.
—Linda melodía —dijo Mary Jane—. Qué pena que
no estuviera usted en voz esta noche.
—Vamos, Mary Jane —dijo tía Kate—. No importu-
nes a Mr D’Arcy. No quiero que se vaya a poner bravo.
Viendo que estaban todos listos para irse comenzó a
pastorearlos hacia la puerta donde se despidieron:
—Bueno, tía Kate, buenas noches y gracias por la
velada tan grata.
—Buenas noches, Gabriel. ¡Buenas noches, Gretta!
—Buenas noches, tía Kate, y un millón de gracias.
Buenas noches, tía Julia.
—Ah, buenas noches, Gretta, no te había visto.
—Buenas noches, Mr D’Arcy. Buenas noches, Miss
O’Callaghan.
—Buenas noches, Miss Morkan.
—Buenas noches, de nuevo.
—Buenas noches a todos. Vayan con Dios.
—Buenas noches. Buenas noches.
Todavía era oscuro. Una palidez cetrina se cernía
sobre las casas y el río; y el cielo parecía estar bajando.
El suelo se hacía fango bajo los pies y sólo quedaban re-
tazos de nieve sobre los techos, en el muro del malecón
y en las barandas de los alrededores. Las lámparas ar-
dían todavía con un fulgor rojo en el aire lóbrego y, al
otro lado del río, el palacio de las Cuatro Cortes se er-
guía amenazador contra el cielo oneroso.
Caminaba ella delante de él con Mr Bartell D’Arcy,
sus zapatos en un cartucho bajo el brazo, sus manos le-
vantando la falda del fango. No tenía ya una pose gra-
ciosa, pero los ojos de
Gabriel brillaban de felicidad. La sangre golpeaba en
sus venas; y los pensamientos se amotinaban en su ce-
rebro: orgullosos, regocijados, tiernos, valerosos.

Caminaba ella delante tan leve y tan erguida que él deseó caerle detrás sin ruido, tomarla por los hombros y decirle al oído algo tonto y afectuoso. Le parecía tan frágil que quería defenderla de cualquier cosa para luego quedarse solo con ella. Momentos de su vida secreta juntos fulguraron como estrellas en su memoria. 

Junto
a la taza de té del desayuno, un sobre color heliotropo
que él acariciaba con su mano. Los pájaros piaban en la
enredadera y la luminosa telaraña del cortinaje
cabrilleaba sobré el piso: era tan feliz que no podía pro-
bar bocado. Estaban en la concurrida plataforma y él
deslizaba un billete en la cálida palma recóndita de su
mano enguantada. Estaba de pie con ella a la intempe-
rie, mirando por entre los barrotes de una ventana a un
hombre haciendo botellas ante un horno rugiente. Ha-
cía mucho frío. Su cara, relu
ciente por el viento helado,
estaba muy cerca de la suya; y de pronto ella le llamó la
atención al hombre del horno:
—Señor, ¿ese fuego, está caliente?
Pero el hombre no la pudo oír con el ruido que hacía
la hornalla. Más valía así. Con toda seguridad le habría
respondido groseramente.

Una ola de una alegría más tierna escapó de su corazón para correrle en cálido torrente por las arterias.Como el tierno calor de las estrellas, rompieron a iluminar su memoria momentos de su vida juntos que nadie conocía, que nadie sabría nunca. Anhelaba hacerle recordar a ella todos esos momentos, para hacerle olvidarsu aburrida existencia juntos y que rememorara solamente los momentos de éxtasis. Ya que los años, sentía él, no habían colmado la sed de su alma o la de ella. 

Los hijos sus escritos, su labor de ama de casa no habían
apagado el tierno fuego de sus almas. En una carta que
le escribió por aquel tiempo, él le decía: ¿Por qué pala-
bras como éstas me parecen tan sosas y frías? ¿Es por-
que no hay una palabra tan tierna que sea capaz de ser
tu nombre?
Como una melodía lejana estas palabras que había
escrito años atrás le llegaron desde el pasado. Deseaba
estar a solas con ella. Cuando todos se hubieran ido, cuan-
do estuvieran solos él y ella en la habitación del hotel,
entonces estarían juntos y a solas. La llamaría queda-
mente:
—¡Gretta!
Tal vez no lo oyera ella enseguida: se estaría desnu-
dando. Luego, algo en su voz llamaría su atención. Se
volvería ella a mirarlo.. , En la esquina de Winetavern
Street encontraron un coche. Se alegró de que hiciera
tanto ruido, pues ahorraba la conversación. Ella miraba
por la ventana y parecía cansada. Los otros hablaban
apenas, señalando a un edificio o a una calle. El caballo
trotaba desganado bajo el cielo sombrío, tirando de la
caja crujiente tras sus cascos, y Gabriel estaba de nuevo
en un coche con ella, galopando a alcanzar el barco, galo-
pando hacia su luna de miel.
Cuando el coche atravesaba el puente de O’Connell,
Miss Callaghan dijo:
—Dicen que nadie cruza el puente de O’Donnell sin
ver un caballo blanco.
—Yo veo un hombre blanco esta vez —dijo Gabriel.
—¿Dónde? —preguntó Mr Bartell D’Arcy.
Gabriel señaló a la estatua, en la que había parches
de nieve. Luego, la saludó familiarmente y levantó la
mano.
—Buenas noches, Daniel —dijo, alegre.
Cuando el coche arrimó ante el hotel, Gabriel saltó
afuera y, a pesar de las protestas de Mr Bartell D’Arcy,
pagó al cochero. Le dio al hombre un chelín por el viaje.
El hombre lo saludó y dijo:
—Próspero Año Nuevo, señor.
—Igualmente —dijo Gabriel, cordial.

Ella se apoyó un instante en su brazo al salir del co-
che, y luego, de pie en la acera, dándoles las buenas no-
ches a los demás. 

Se sujetaba leve a su brazo, tan levemente como cuando bailó con él antes. Se sintió orgulloso y feliz entonces: feliz de estar con ella, orgulloso de su gracia y su porte señorial. Pero ahora, después de reavivar tantos recuerdos, el primer contacto con su cuerpo, armonioso y extraño y perfumado, produjo en él un agudo latido de lujuria. 
Aprovechándose de su silencio,
le apretó el brazo a su costado; y al detenerse a la puer-
ta del hotel, sintió que se habían escapado a sus vidas y
a sus deberes, escapado de la familia y de los amigos, y
se habían fugado juntos, sus corazones vibrantes y sal-
vajes, en busca de una aventura nueva.
Un viejo dormitaba en uno de los grandes sillones de
orejas en el vestíbulo. Encendió él una vela en la oficina
y los precedió escaleras arriba. Lo siguieron en silencio,
sus pies pisando sordamente los mullidos escalones al-
fombrados. 
Ella subía detrás del portero, su cabeza doblegada por el ascenso, sus frágiles hombros encorvados como por una pesada carga, su falda entallándola ceñida. Echaría los brazos alrededor de sus caderas para obligarla a detenerse, pues le temblaban de deseo de poseerla y solamente la presión de sus uñas contra la palma de su mano mantenía bajo control el impulso de su cuerpo. 
El portero se paró en las escaleras a endere-
zar la vela que chorreaba. Se detuvieron detrás de él.
En el silencio, Gabriel podía oír la esperma derretida caer
goteando en la palmatoria, tanto como el latido del cora-
zón golpeando sus costillas.
El portero los condujo a lo largo de un pasillo y abrió
una puerta. Luego, puso su inestable vela en una mesita
de noche y preguntó que a qué hora querían los señores
despertarse.
—A las ocho —dijo Gabriel.
El portero señaló para el botón de la luz y empezó a
murmurar una disculpa, pero Gabriel lo detuvo.
—No queremos luz. Hay bastante con la de la calle. Y
yo diría —dijo, señalando la vela— que puede usted,
amigo mío, librarnos de tan orondo instrumento.
El portero cargó con la vela otra vez, pero sin prisa,
ya que se había sorprendido de idea tan novedosa. Lue-
go, murmuró las buenas noches y salió. Gabriel pasó el
pestillo.
La fantasmal luz del alumbrado público iluminaba el
tramo de la ventana a la puerta. Gabriel arrojó abrigo y
sombrero sobre un sofá y cruzó el cuarto en dirección a
la ventana. Miró abajo hacia la calle para calmar su emo-
ción un tanto. Luego, se volvió a apoyarse en un arma-
rio, de espaldas a la luz. Ella se había quitado el sombre-
ro y la capa y se paró delante de un gran espejo movible
a zafarse el vestido. Gabriel se detuvo a mirarla un mo-
mento y después dijo:
—¡Gretta!
Se volvió ella lentamente del espejo y atravesó el
cuadro de luz para acercarse. Su cara lucía tan seria y
fatigada que las palabras no acertaban a salir de los la-
bios de Gabriel. No, no era el momento todavía.
—Se te ve cansada —dijo él.
—Lo estoy un poco —respondió ella.
—¿No te sientes enferma ni débil?
—No, cansada: eso es todo.
Se fue a la ventana y se quedó allá, mirando para
fuera. Gabriel esperó de nuevo y luego, temiendo que lo
ganara la indecisión, dijo, abrupto:
—¡Por cierto, Gretta!
—¿Qué es?
—¿Tú conoces a ese pobre tipo Malins? —dijo rápi-
do. —Sí. ¿Qué le pasa?
—Nada, que el pobre es de lo más decente, después
de todo —siguió Gabriel con voz falsa—. Me devolvió el
soberano que le presté y no me lo esperaba, en absolu-
to. Es una pena que no se aleje de ese tipo Browne, pues
no es mala persona.
Temblaba, molesto. ¿Por qué parecía ella tan dis-
traída? No sabía por dónde empezar. ¿Estaría molesta,
ella también, por algo? ¡Si solamente se volviera o vi-
niera hacia él por sí misma! Tomarla así como estaba
sería bestial. No, tenía que notar un poco de pasión en
sus ojos. Deseaba dominar su extraño estado de ánimo.
—¿Cuándo le prestaste la libra? —preguntó ella des-
pués de una pausa.
Gabriel luchó por contenerse y no arrancar a malde-
cir brutalmente al estúpido de Malins y su libra. Anhe-
laba gritarle desde el fondo de su alma, estrujar su cuerpo
contra el suyo, dominarla. Pero dijo:
—Oh, por Navidad, cuando abrió su tiendecita de
tarjetas de felicitaciones en Henry Street.
Sufría tal fiebre de rabia y de deseo que no la oyó
acercarse desde la ventana. Ella se detuvo frente a él un
instante, mirándolo de modo extraño. Luego, poniéndo-
se de pronto en puntillas y posando sus manos, leve, en
sus hombros, lo besó.
—Eres tan generoso, Gabriel —dijo.
Gabriel, temblando de deleite ante su beso súbito y
la rareza de su frase, le puso una mano sobre el pelo y
empezó a alisárselo hacia atrás, tocándolo apenas con
los dedos. El lavado se lo había puesto fino y brillante.
Su corazón desbordaba de felicidad. Justo cuando lo de-
seaba había venido ella por su propia voluntad. Quizá
sus pensamientos corrían acordes con los suyos. Quizás
ella sintiera el impetuoso deseo que él guardaba dentro
y su estado de ánimo imperioso la había subyugado.
Ahora que ella se le había entregado tan fácilmente se
preguntó él por qué había sido tan pusilánime.
Se puso en pie, sosteniendo su cabeza entre las ma-
nos. Luego, deslizando un brazo rápidamente alrededor
de su cuerpo y atrayéndola hacia él, dijo en voz baja:
—Gretta querida, ¿en qué piensas?
No respondió ella ni cedió a su abrazo por entero. De
nuevo habló él, quedo:
—Dime qué es, Gretta. Creo que sé lo que te pasa.
¿Lo sé? No respondió ella enseguida. Luego, dijo en un
ataque de llanto:
—Oh, pienso en esa canción, La joven de Aughrim.
Se soltó de su abrazo y corrió hasta la cama y, tiran-
do los brazos por sobre la baranda, escondió la cara.
Gabriel se quedó paralizado de asombro un momento y
luego la siguió. Cuando cruzó frente al espejo giratorio
se vio de lleno: el ancho pecho de la camisa, relleno, la
cara cuya expresión siempre lo intrigaba cuando la veía
en un espejo y sus relucientes espejuelos de aros de oro.
Se detuvo a pocos pasos de ella y le dijo:
—¿Qué ocurre con esa canción? ¿Por qué te hace llo-
rar? Ella levantó la cabeza de entre los brazos y se secó
los ojos con el dorso de la mano, como un niño. Una nota
más bondadosa de lo que hubiera querido se introdujo
en su voz:
—¿Por qué, Gretta? —preguntó.
—Pienso en una persona que cantaba esa canción
hace tiempo.
—¿Y quién es esa persona? —preguntó Gabriel, son-
riendo.
—Una persona que yo conocí en Galway cuando vi-
vía con mi abuela —dijo ella.
La sonrisa se esfumó de la cara de Gabriel. Una ra-
bia sorda le crecía de nuevo en el fondo del cerebro y el
apagado fuego del deseo empezó a quemarle con furia
en las venas.
—¿Alguien de quien estuviste enamorada? —pregun-
tó irónicamente.
—Un muchacho que yo conocí —respondió ella—, que
se llamaba Michael Furey. Cantaba esa canción, La jo-
ven de Aughrim. Era tan delicado.
Gabriel se quedó callado. No quería que ella supiera
que estaba interesado en su muchacho delicado.
—Tal como si lo estuviera viendo —dijo un momento
después—. ¡Qué ojos tenía: grandes, negros! ¡Y qué ex-
presión en ellos..., qué expresión!
—Ah, ¿entonces estabas enamorada de él? —dijo
Gabriel.
—Salía con él a pasear —dijo ella—, cuando vivía en
Galway.
Un pensamiento pasó por el cerebro de Gabriel.
—¿Tal vez fuera por eso que querías ir a Galway con
esa muchacha Ivors? —dijo fríamente.
Ella le miró y le preguntó, sorprendida:
—¿Para qué?
Sus ojos hicieron que Gabriel sintiera desazón. Enco-
giendo los hombros dijo:
—¿Cómo voy a saberlo yo? Para verlo, ¿no?
Retiró la mirada para recorrer con los ojos el rayo de
luz hasta la ventana.
—El está muerto —dijo ella al rato—. Murió cuando
apenas tenía diecisiete años. ¿No es terrible morir así
tan joven?
—¿Qué era él? —preguntó Gabriel, irónico todavía.
—Trabajaba en el gas —dijo ella.
Gabriel se sintió humillado por el fracaso de su iro-
nía y ante la evocación de esta figura de entre los muer-
tos: un muchacho que trabajaba en el gas. 

Mientras él había estado lleno de recuerdos de su vida secreta en común, lleno de ternura y deseo, ella lo comparaba mentalmente con el otro. Lo asaltó una vergonzante conciencia de sí mismo. Se vio como una figura ridícula, actuando como recadero de sus tías, un nervioso y bienintencionado sentimental, alardeando de orador con los humildes, idealizando hasta su visible lujuria: el lamentable tipo fatuo que había visto momentáneamente en el espejo. Instintivamente dio la espalda a la luz, no fuera que ella pudiera ver la vergüenza que le quemaba el rostro.

Trató de mantener su tono frío, de interrogatorio,
pero cuando habló su voz era indiferente y humilde.
—Supongo que estarías enamorada de este Michael
Furey, Gretta —dijo.
—Me sentía muy bien con él entonces —dijo ella.
Su voz sonaba velada y triste. Gabriel, sintiendo aho-
ra lo vano que sería tratar de llevarla más lejos de lo que
se propuso, acarició una de sus manos y dijo, él también
triste:
—¿Y de qué murió tan joven, Gretta? Tuberculoso,
supongo.
—Creo que murió por mí —respondió ella.
Un terror vago se apoderó de Gabriel ante su res-
puesta, como si, en el momento en que confiaba triun-
far, algún ser impalpable y vengativo se abalanzara so-
bre él, reuniendo las fuerzas de su mundo tenue para
echársele encima. Pero se sacudió libre con un esfuerzo
de su raciocinio y continuó acariciándole a ella la mano.
No la interrogó más porque sentía que se lo contaría ella
todo por sí misma. Su mano estaba húmeda y cálida: no
respondía a su caricia, pero él continuaba acariciándola
tal como había acariciado su primera carta aquella ma-
ñana de primavera.
—Era en invierno —dijo ella—, como al comienzo del
invierno en que yo iba a dejar a mi abuela para venir acá
al convento. Y él estaba enfermo siempre en su hospe-
daje de Galway y no lo dejaban salir y ya le habían escri-
to a su gente en Oughterard. Estaba decaído, decían, o
cosa así. Nunca supe a derechas.
Hizo una pausa para suspirar.
—El pobre —dijo—. Me tenía mucho cariño y era tan
gentil. Salíamos a caminar, tú sabes, Gabriel, como ha-
cen en el campo. Hubiera estudiado canto de no haber
sido por su salud. Tenía muy buena voz, el pobre Mi-
chael Furey.
—Bien, ¿y entonces? —preguntó Gabriel.
—Y entonces, cuando vino la hora de dejar yo Galway
y venir acá para el convento, él estaba mucho peor y no
me dejaban ni ir a verlo, por lo que le escribí una carta
diciéndole que me iba a Dublín y regresaba en el verano
y que esperaba que estuviera mejor para entonces.
Hizo una pausa para controlar su voz y luego siguió:
—Entonces, la noche antes de irme, yo estaba en la casa
de mi abuela en la Isla de las Monjas, haciendo las male-
tas, cuando oí que tiraban guijarros a la ventana. El cris-
tal estaba tan anegado que no podía ver, por lo que corrí
abajo así como estaba y salí al patio y allí estaba el pobre
al final del jardín, tiritando.
—¿Y no le dijiste que se fuera para su casa? —pre-
guntó Gabriel.
—Le rogué que regresara enseguida y le dije que se
iba a morir con tanta lluvia. Pero él me dijo que no que-
ría seguir viviendo. ¡Puedo ver sus ojos ahí mismo, ahí
mismo! Estaba parado al final del jardín donde había un
árbol.
—¿Y se fue? —preguntó Gabriel.
—Sí, se fue. Y cuando yo no llevaba más que una se-
mana en el convento se murió y lo enterraron en
Oughterard, de donde era su familia. ¡Ay, el día que supe
que, que se había muerto!
Se detuvo, ahogada en llanto, y, sobrecogida por la
emoción, se tiró en la cama bocabajo, a sollozar sobre la
colcha. Gabriel sostuvo su mano durante un rato, sin
saber qué hacer, y luego, temeroso de entrometerse en
su pena, la dejó caer gentilmente y se fue, quedo, a la
ventana.
Ella dormía profundamente.
Gabriel, apoyado en un codo, miró por un rato y sin
resentimiento su pelo revuelto y su boca entreabierta,
oyendo su respiración profunda. 
De manera que ella tuvo un amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. 
Sus ojos curiosos se posaron un gran rato en
su cara y su pelo: y, mientras pensaba cómo habría sido
ella entonces, por el tiempo de su primera belleza loza-
na, una extraña y amistosa lástima por ella penetró en
su alma. No quería decirse a sí mismo que ya no era
bella, pero sabía que su cara no era la cara por la que
Michael Furey desafió la muerte.
Quizás ella no le hizo a él todo el cuento. Sus ojos se
movieron a la silla sobre la que ella había tirado algunas
de sus ropas. Un cordón del corpiño colgaba hasta el piso.
Una bota se mantenía en pie, su caña fláccida caída; su
compañera yacía recostada a su lado. Se extrañó ante
sus emociones en tropel de una hora atrás. ¿De dónde
provenían? De la cena de su tía, de su misma arenga
idiota, del vino y del baile, de aquella alegría fabricada al
dar las buenas noches en el pasillo, del placer de cami-
nar junto al río bajo la nieve. 
¡Pobre tía Julia! Ella, también, sería muy pronto una sombra junto a la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Había atrapado al vuelo aquel aspecto abotargado de su rostro mientras cantaba Ataviada para el casorio. Pronto, quizá, se sentaría en aquella misma sala, vestido de luto, el negro sombrero de seda sobre las rodillas, las cortinas bajas y la tía Kate sentada a su lado, llorando y soplándose la nariz mientras le contaba de qué manera había muerto Julia.Buscaría él en su cabeza algunas palabras de consuelo, pero no encontraría más que las usuales, inútiles y torpes. Sí, sí: ocurrirá muy pronto.

El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con
cuidado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa.
Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. 

Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida. 

Pensó cómo la mujer que descansaba a su lado ha-
bía evocado en su corazón, durante años, la imagen de
los ojos de su amante el día que él le dijo que no quería
seguir viviendo.
Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel.
Nunca había sentido aquello por ninguna mujer, pero
supo que ese sentimiento tenía que ser amor. A sus ojos
las lágrimas crecieron en la oscuridad parcial del cuarto
y se imaginó que veía una figura de hombre, joven, de
pie bajo un árbol anegado. Había otras formas próxi-
mas. Su alma se había acercado a esa región donde mo-
ran las huestes de los muertos. Estaba consciente, pero
no podía aprehender sus aviesas y tenues presencias.
Su propia identidad se esfumaba a un mundo impalpa-
ble y gris: el sólido mundo en que estos muertos se cria-
ron y vivieron se disolvía consumiéndose.
Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia
la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento vio cómo los
copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las
luces. Había llegado la hora de variar su rumbo al po-
niente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda
Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie
central y en las colinas calvas, caía suave sobre el
mégano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las
sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía, así, en todo
el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael
Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz
corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y
sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duer-
mevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer
leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, so-
bre todos los vivos y sobre los muertos.


Hay una parte de desvergüenza y de temeridad en la maestría sin apariencia de esfuerzo del artista muy viejo, o el que no siéndolo todavía mira de cerca a la muerte. John Huston dirigió The Dead en una silla de ruedas, respirando por una mascarilla el oxígeno que apenas llegaba a sus pulmones enfermos. The Dead es una novela corta que trata del paso del tiempo y del modo en que se borra el recuerdo de los que se llevó una muerte prematura, pero fue escrita, asombrosamente, por un joven de veinticinco años. James Joyce la escribió con la lucidez adivinatoria que tiene a veces la juventud, como la que tuvo Scott Fitzgerald para escribir The Great Gatsby apenas a los 28. Estremece la sabiduría en alguien tan joven, pero más aún la inventiva fervorosa y la entrega apasionada en un viejo; y las dos, cuando suceden, muestran algo que de otro modo no se habría podido descubrir, un hallazgo que no es del todo de este mundo, porque traspasa y parece desmentir la inexperiencia del que todavía ha vivido apenas, la fragilidad y el cansancio del anciano.
Una mañana, en Nueva York, en una galería recién abierta en un barrio que es todavía de garajes y de almacenes, voy con un amigo a ver una exposición de obras recientes de Alex Katz. Nada más entrar, los dos nos quedamos parados en medio de una sala de paredes blancas y suelo de hormigón muy pulido en la que hay colgados unos pocos cuadros de gran formato. En ese espacio, a la vez dilatado y ascético, destacan más los colores puros, las formas casi abstractas de los paisajes de Alex Katz: el amarillo cegador de un campo de trigo en verano, los verdes neblinosos de un bosque muy tupido a la orilla de un río, el rojo de una cabaña solitaria en mitad del campo, los blancos y grises de una de esas grandes nevadas que borran el horizonte y sumergen el mundo en una silenciosa amplitud.
A los 87 años, Alex Katz pinta con más libertad y más energía que nunca. La dedicación y el esfuerzo físico que requieren esas extensiones de color se corresponden con una especie de jovial desenvoltura, una visible efervescencia del talento creativo, del puro gozo de los sentidos: la mirada recreándose en las formas y las manchas de color, el tacto de la mano que se abandona al impulso de un trazo, hasta el olfato estimulado por el olor del lienzo húmedo, del óleo y el aguarrás. Alex Katz, que aprendió tanto del arte japonés, ahora parece haberse adueñado de la soltura de los dibujantes calígrafos, los que logran con un solo brochazo de tinta la máxima precisión de un ideograma o de la silueta de un árbol o una espesura de bambú.
En estos viejos tremendos hay una celebración incondicional del mundo, no la amargura de estar cerca de dejarlo, la mezquindad de esos otros viejos dañinos que reniegan de lo que ya no tienen o lo que van a perder y parece que preferirían que fuera destruido. En su silla de ruedas, con su mascarilla de oxígeno y los tubos en la nariz, John Huston se recreaba filmando un banquete de Nochebuena con todos los esplendores de un bodegón holandés. A la luz de las lámparas de gas, los comensales tenían los ojos brillantes y los carrillos encendidos de gula. Mayor que John Huston cuando rodaba su última película, tan viejo como es ahora Alex Katz, a los 87 años, Verdi compuso su última ópera, Falstaff, la más jovial y probablemente la mejor, un fluir de música tan resplandeciente como de Mozart o de Bach, un tumulto de peripecias tan desbordado como el de El hombre tranquilo de John Ford.
Hay una desenvoltura común, un aire de facilidad y hasta de burla en el arte de estos viejos maestros, un fraseo sin interrupciones ni tropiezos que parece no guiado por la voluntad, porque es como el discurrir de un río, como los arroyos y deltas que forman sobre la arena los hilos del agua cuando se retira la marea. Son las improvisaciones al piano del viejo Duke Ellington, los trazos suntuosos que pintaba De Kooning hacia la mitad de los años setenta, o los del viejo Monet medio cegado por las cataratas, o los del viejo Rembrandt en ese autorretrato en el que se está muriendo de risa, vestido de harapos, con una risa de borrachín, burlándose de su propia maestría y a la vez desplegándola y celebrándola con un descaro sin soberbia; es la desmesura del Goya muy viejo que ya lo ha visto todo y la de Beethoven componiendo en el silencio de su imaginación la Gran fuga, rompiendo con ella cualquier sentido de la proporción clásica y hasta de la cordura, ese fluir que se repite y vuelve y sigue repitiéndose como si no fuera a terminar nunca.
Hay un fraseo que no se interrumpe y un descaro ante la muerte. Goya se retrata a sí mismo congestionado y casi moribundo, sostenido por el médico que le salvó la vida. El adagio de uno de los cuartetos finales de Beethoven es un “canto de acción de gracias de un convaleciente” y también una anticipada marcha fúnebre. Cuando Alex Katz pinta esas nieblas invernales, esas cabañas iluminadas en la oscuridad, esos esplendores de verano, sin duda lo hace con la plena conciencia de que ya está despidiéndose. Muy pronto esos lugares queridos se mantendrán idénticos, pero él no podrá verlos.
Por casualidad vuelvo en estos días a otra obra maestra de la vejez: Ravelstein, la última novela de Saul Bellow, que acaba de publicar Penguin en una edición de bolsillo. Bellow tenía 85 años cuando terminó la novela. La leí en cuanto apareció, pero no me acordaba de lo buena que era. O mejor dicho, es mucho mejor de lo que recordaba, o a mí se me ha vuelto mejor con los años. También he aprendido mejor el idioma a lo largo de todo este tiempo y ahora mi oído detecta con más nitidez las sutilezas del estilo, la oralidad jugosa que hay en la escritura de Bellow, su trasfondo coloquial y judío, el habla de los hijos de los emigrantes, los que se criaron en los barrios pobres en los tiempos de la Gran Depresión y lograron ir a la universidad, divididos entre las ambiciones intelectuales y literarias y el tirón del origen, incómodos luego en la época de la gran prosperidad material y la cultura de consumo. Como en Alex Katz, o en De Kooning, lo que seduce desde la primera línea en Bellow es la naturalidad del fraseo, la libertad de una forma que va haciéndose a sí misma sin someterse a una trama o a un orden prefijado, que fluye en los borbotones de una inspiración que ha precisado de la disciplina de toda una vida para borrar cualquier huella de esfuerzo, incluso de premeditación. La celebración del gran lujo de la vida se yuxtapone sin fisuras al examen de la cercanía de la muerte. Recién terminada la novela empezó el declive mental de Bellow, se acentuó su deterioro físico. No hay mejor despedida que una obra maestra.
Ancianos despidiéndose, Antonio Muñoz Molina [El País, 6 de junio de 2015]



Parece ser que esa historia a James Joyce se la contó su mujer Nora Barnacle, natural de Galway. Allí tuvo un jovencísimo amante que le cantaba ‘The Lass of Aughrim’ y que murió de pulmonía tras una triste despedida en una noche fría y lluviosa, en la que le dijo que no quería seguir viviendo si ella se trasladaba a la capital. Joyce quedó profundamente conmocionado, sin que ese recuerdo le abandonara nunca. En una carta para Nora, Joyce escribe en 1909: 

“Hace una hora estaba cantando tu canción, The Lass of Aughrim. Cuando canto esta encantadora tonada empiezo a llorar y mi voz tiembla con emoción”.

‘The Lass of Aughrim’
If you be the lass of Aughrim
As I am taking you mean to be
Tell me the first token
That passed between you and me.

The rain falls on my yellow locks
And the dew it wets my skin;
My babe lies cold within my arms:
Lord Gregory let me in.

Oh Gregory, don’t you remember
One night on the hill,
When we swapped rings off each other’s hands,
Sorely against my will?
Mine was of the beaten gold,
Yours was but black tin.



Oh if you be the lass of Aughrim,
As I suppose you not to be
Come tell me the last token
That passed between you and me.

Oh Gregory don’t you remember
One night on the hill
When we swapped smocks off each other’s backs,
Sorely against my will?
Mine was of the Holland fine,
Yours was but scotch cloth.

.
‘La chica de Aughrim’
Si eres la chica de Aughrim
como tú dices ser,
dime cuál fue la primera prenda
que se cruzó entre tú y yo.


La lluvia cae sobre mis mechones rubios
y el rocío humedece mi piel;
mi hijo tiene frío en mis brazos;
Lord Gregory, déjame entrar.

Oh, Gregory, ¿no recuerdas
la noche en la colina,
cuando intercambiamos los anillos de manos del uno al otro,
en contra de mi voluntad?
El mío era de oro bruñido,
el tuyo, sin embargo, de estaño negro.

Oh, si tú eres la muchacha de Aughrim,
como supongo que no eres,
ven, dime cuál fue la primera prenda
que se cruzó entre tú y yo.

Oh, Gregory, ¿no te acuerdas
una noche en la colina
cuando intercambiamos los blusones,
en contra de mi voluntad?
El mío era de pura Holanda,
el tuyo, sin embargo, de paño escocés.

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