martes, 30 de junio de 2015

Sus ojos se cerraron



Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada. […]
Quisiera no haberle visto más que las manos, me hubiera bastado verlas cuando le di el cambio de los cien pesos y los dedos apretaron los billetes, trataron de acomodarlos y, en seguida, resolviéndose, hicieron una pelota achatada y la escondieron con pudor en un bolsillo del saco; me hubieran bastado aquellos movimientos sobre la madera llena de tajos rellenados con grasa y mugre para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para curarse.
En general, me basta verlos y no recuerdo haberme equivocado; siempre hice mis profecías antes de enterarme de la opinión de Castro o de Gunz, los médicos que viven en el pueblo, sin otro dato, sin necesitar nada más que verlos llegar al almacén con sus valijas, con sus porciones diversas de vergüenza y de esperanza, de disimulo y de reto.
El enfermero sabe que no me equivoco; cuando viene a comer o a jugar a los naipes me hace siempre preguntas sobre las caras nuevas, se burla conmigo de Castro y de Gunz. Tal vez sólo me adule, tal vez me respete porque hace quince años que vivo aquí y doce que me arreglo con tres cuartos de pulmón; no puedo decir por qué acierto, pero sé que no es por eso. Los miro, nada más a veces los escucho; el enfermero no lo entendería, quizás yo tampoco lo entienda del todo: adivino qué importancia tiene lo que dijeron, qué importancia tiene lo que vinieron a buscar, y comparo una con otra. […]
—Incrédulo —le hubiera dicho al enfermero si el enfermero fuera capaz de comprender—. Incrédulo —me estuve repitiendo aquella noche, a solas. Esto es; exactamente incrédulo, de una incredulidad que ha ido segregando él mismo, por la atroz resolución de no mentirse. Y dentro de la incredulidad, una desesperación contenida sin esfuerzo, limitada, espontáneamente, con pureza, a la causa que la hizo nacer y la alimenta, una desesperación a la que está ya acostumbrado, que conoce de memoria. No es que crea imposible curarse, sino que no cree en el valor, en la trascendencia de curarse. […]
—Sí, está picado, no hay duda. Pero no es muy grave, no está perdido. Y, sin embargo, no se va a curar.

—¿Por qué no se va a curar si puede? ¿Porque Gunz lo va a matar?
Yo también me reí; hubiera sido sencillo decirle que no se iba a curar porque no le importaba curarse; el enfermero y yo habíamos conocido mucha gente así. […]
No estaba en el hotel, no vivía en el pueblo. Gunz no le había aconsejado irse al sanatorio; todo esto podía borrarse siempre que no entrara en el almacén para despachar sus cartas, siempre que las deslizara contra la plancha de goma de la ventanilla del correo de la ciudad. […]
Pero las cartas que le mandaban desde la capital las recibía yo en el almacén y se las enviaba con el muchacho de los Levy, que hacía de cartero aunque no cobraba sueldo del correo sino algunos pesos que le pagábamos el hotel, el sanatorio y yo. […]
Recibía, al principio, cuatro o cinco por semana; pero pude, muy pronto, eliminar los sobres que traían cartas de amistad o de negocios e interesarme sólo por los que llegaban regularmente escritos por las mismas manos. Eran dos tipos de sobres, unos con tinta azul, otros a máquina; él trataba de individualizarlos con un vistazo estricto y veloz, antes de guardarlos en el bolsillo […]
[El enfermero] Vivía en el garaje del almacén, no hacía otra cosa que repartir inyecciones y guardar dinero en un banco de la ciudad; estaba solo, y cuando la soledad nos importa somos capaces de cumplir todas las vilezas adecuadas para asegurarnos compañía, oídos y ojos que nos atiendan. Hablo de ellos, los demás, no de mí. […]
Entre ellos y aparte, dos o cuatro horas por día, fingiendo creer, él, que había transformado la incredulidad en costumbre y en aliada inequívoca, y a quien una escrupulosa comedia de abandono bastaba para conservarlo adherido a todo lo que existiera antes de la fecha de un diagnóstico.

Nunca supe si llegué a tenerle cariño; a veces, jugando, me dejaba atraer por el pensamiento de que nunca me sería posible entenderlo. […]
Y cuando se arrinconaba para beber la cerveza, con o sin cartas en el bolsillo yo insistía en examinarle los ojos, en estimar la calidad y la potencia del rencor que podía descubrírsele en el fondo: un rencor domesticado, hecho a la paciencia, definitivamente añadido. […]
—Se va del hotel. Se le debe haber acabado la saliva porque una vez habló de la lluvia con el mozo del comedor o le preguntó a la mucama hasta qué horas hay agua caliente. Todavía no se despidió, no juntó fuerzas para pedir la cuenta o dar explicaciones, si es que a alguien le interesara oírlas. Y ya nadie le habla, o si le hablan es por broma, por adivinar si va a decir que sí o que no con la cabeza, con esa cara de quebracho, los ojos de pescado dormido. […]
Hasta que un mediodía llegó al almacén antes que el ómnibus que repartía el correo y no se acercó al almanaque ni pidió cerveza. Se recostó en el árbol, afuera, con las manos en el bolsillo del pantalón, perniabierto, por primera vez sin corbata ni sombrero.

La mujer bajó del ómnibus, de espaldas, lenta, ancha sin llegar a la gordura, alargando una pierna fuerte y calmosa hasta tocar el suelo; se abrazaron y él se apartó para ayudar al guarda que removía valijas en el techo del coche. Se sonrieron y volvieron a besarse; entraron en el almacén y como ella no quiso sentarse pidieron refrescos en la parte clara del mostrador, buscándose los ojos. El hombre conversaba con vertiginosa constancia, acariciando en las cortas pausas el antebrazo de la mujer, alzando párrafos entre ellos, creyendo que los montones de palabras modificaban la visión de su cara enflaquecida, que algo importante podía ser salvado mientras ella no hiciera las preguntas previsibles.
Bajo los anteojos de sol, la boca de la mujer se abría con facilidad, casi a cada frase del hombre, repitiendo siempre la misma forma de alegría. […]
Sin alegría, pero excitado, pude explicarme la anchura de los hombros y el exceso de humillación con que ahora los doblaba, aquel amasado rencor que llevaba en los ojos y que había nacido, no sólo de la pérdida de la salud, de un tipo de vida, de una mujer, sino, sobre todo, de la pérdida de una convicción, del derecho a un orgullo. Había vivido apoyado en su cuerpo, había sido, en cierta manera, su cuerpo. […]
Cuando ella se fue, el hombre volvió a visitar la casa que había alquilado, a veces desde la mañana, con un envoltorio de cosas para el almuerzo, y no aparecía hasta la noche, arrinconado en su mesa del hotel, abstraído y lacónico, apresurándose a reconstruir los muros de separación que había derribado catorce días antes, exterminando todo tallo de intimidad con su mirada gris, discretamente desconsolada. Y también volvieron las cartas, dos días después de la partida de la mujer, emparejados los sobres con las anchas letras sinceras y los escritos con una máquina de cinta gastada.

Así quedamos, el hombre y yo, virtualmente desconocidos y como al principio; muy de tarde en tarde se acomodaba en el rincón del mostrador para repetir su perfil encima de la botella de cerveza —de nuevo con su riguroso traje de ciudadano, corbata y sombrero—, para forcejear conmigo en el habitual duelo nunca declarado: luchando él por hacerme desaparecer, por borrar el testimonio de fracaso y desgracia que yo me emperraba en dar; luchando yo por la dudosa victoria de convencerlo de que todo esto era cierto, enfermedad, separación, acabamiento. […]
—Gunz lo encuentra peor —contaba el enfermero—. Es decir, que no mejora. Estacionario. Usted sabe, a veces nos alegramos si conseguimos un estado estacionario. Pero en otros casos es al revés, el organismo se debilita. ¿Y cómo va a mejorar? Le aseguro que alquiló la casa sólo para emborracharse sin que lo vean. Tendría que irse al sanatorio; si yo tuviera la responsabilidad de Gunz, el tipo ya estaría boca arriba veinticuatro horas por día. Gunz tendría que darle un buen susto.
Asustarlo, pensaba yo; habría que inventar otro mundo, otros seres, otros peligros. La muerte no era bastante, la clase de susto que él mostraba en los ojos y los movimientos de las manos no podía ser aumentado por la idea de la muerte ni adormecido con proyectos de curación. […]
yo me dedicaba a pensar en él, le adjudicaba la absurda voluntad de aprovechar la invasión de turistas para esconderse de mí, me sentía responsable del cumplimiento de su destino, obligado a la crueldad necesaria para evitar que se modificara la profecía, seguro de que me bastaba recordarlo y recordar mi espontánea maldición, para que él continuara acercándose a la catástrofe. […]
Tenían entonces algo de animales, perros o caballos, mezclaban una dócil aceptación de su destino y circunstancia con rebeldías y espantos, con mentirosas y salvajes intentonas de fuga. Yo sabía que en las dos noches iban a mostrar a los mozos y a los compañeros de mesa, a todos los que pudieran verlos, al remoto cielo de verano sobre los montes, a los espejos empañados de los cuartos de baño, y mostrarles como si creyeran en testimonios imperecederos, sus ojos fervorosos y expectantes, cubiertos de censura y de un brillo endurecido. Sabía que iban a estar gimiendo sin sonido bajo la música, los gritos, las detonaciones, tendiendo sus orejas hacia supuestos llamados, de machos o hembras, de supuestas almas afines que se alzarían al otro lado de la selva, en Buenos Aires, o en Rosario, en cualquier nombre y distancia. […]
Ahora ella estaba dentro del almacén, sentada cerca de la puerta, la valija entre los zapatos, un pequeño sombrero en la falda, la cabeza alzada para hablar con Levy chico que se moría de sueño. Tenía un traje sastre gris, guantes blancos puestos, una cartera oscura colgada del hombro; lo digo para terminar en seguida con todo lo que era de ella y no era su cara redonda, brillando por el calor, fluctuando detrás de las serpentinas suspendidas de la guirnalda y que empezaba a mover el aire de la madrugada. […]
Lo que hay es que dice que tenían que esperarla aquí, que mandó un telegrama, que el tren llegó atrasado.

—¿Quién tenía que esperarla? —pregunté. Pensaba que ella era demasiado joven, que no estaba enferma, que había tres o cuatro adjetivos para definirla y que eran contradictorios.

—¿Quiere que le pregunte? —dijo Levy chico. […]
—¿Sabe? —le escuché por fin—. Es de no creer. La chica mandó un telegrama avisando que venía y que la esperaran aquí, en la parada, en el almacén. El tren vino atrasado, más de dos horas, y se fueron. Pero no la estuvieron esperando. ¿Se imagina quién? Uno del hotel viejo, que es también uno de la sierra. ¿Adivina? El tipo. Así es la cosa: una mujer en primavera, la chica esta para el verano. Y a lo mejor el tipo tiene el telegrama en el hotel y está festejando en el chalet de las portuguesas emborrachándose solo. Porque fui esta noche dos veces al hotel viejo, por la solterona del perro y el subcontador, y el tipo no apareció por ninguna parte. Borracho en el chalet, le apuesto. Ella quiere que alguien la acompañe hasta el hotel. Como el teléfono está atrás no se le ocurrió que puede llamar desde aquí. Ahora fíjese: ¿y si el tipo no está? También puede haber recibido el telegrama y no querer venir, es capaz.

—No llegó ningún telegrama; siempre llegan dos días después. […]
Desde las primeras horas del año impar el hombre se fue del hotel viejo; lo supieron al día siguiente, a media mañana, cuando apareció para llevarse algunas ropas —no todas, no desocupó la habitación aunque no vino a dormir allí mientras la muchacha estuvo en el pueblo— y para combinar que le llevaran diariamente una vianda con comida a la casa de las portuguesas.
De modo que se fueron para la sierra poco después que yo dejé de verlos abrazados en la escalera, cuando el cuerpo de la muchacha corregía la furia inicial para ofrecer solamente cosas que no exigían correspondencia: protección, paciencia, variantes del desvelo. […]
Por fin dejó la cueva y almorzaron en el hotel; ella se va hoy. Puede ser que ya no aguantaran más eso de estar juntos y encerrados. De todos modos, parece un suicidio. Se lo dije a Gunz y tuvo que darme la razón. Y el tipo siguió con la cuenta del hotel, completa, toda la semana. Y, hablando de todo, hace mal también por ella; no es caballeresco, no debía haberla llevado al hotel, donde todo el mundo lo vio vivir con la otra. Todos saben que han dormido juntos en el chalet desde que ella llegó. Y ella, puede imaginarse, todo el almuerzo mirando el plato, escondiendo los ojos. En todo caso, él no debiera exponerla, provocar mostrándola. Yo no lo haría, ni usted. […]
una sonrisa de la que no le hubiera creído capaz y que, no obstante, ella contemplaba sin asombro; una sonrisa con la que proclamaba su voluntad de amparar a la muchacha, de guardarla de preocupaciones transitorias, de suavizar la confesada imposibilidad de mantenerla aparte de lo que simbolizábamos el enfermero y yo, el almacén, la altura de la sierra. […]
Las cartas volvieron a llegar, ahora armoniosamente: una escrita con la ancha letra azul junto con una a máquina. No sentía lástima por el hombre sino por lo que evocaba cuando venía a beber su cerveza y pedir sin palabras, sus cartas. Nada en sus movimientos, su voz lenta, su paciencia delataba un cambio, la huella de los hechos innegables, las visitas y los adioses. Esta ignorancia profunda o discreción, o este síntoma de la falta de fe que yo le había adivinado, puede ser recordado con seguridad y creído. Porque, además, es cierto que yo estuve buscando modificaciones, fisuras y agregados y es cierto que llegué a inventarlos. […]
El chico tendría cinco años y no se parecía ni a ella ni a él; miraba indiferente, sin temor ni sonrisas, muy erguida la cabeza clara, recién rapada.
No era posible saber qué se traía ella detrás de los lentes oscuros; pero ahí estaba el niño, con las piernas colgando de la silla y ahí estaba ella, acercándole el refresco, acomodándole el nudo de la corbata escocesa, aplastándole con saliva el pelo sobre la frente. […
 ]
Comparé lo que podían ofrecer ella y la muchacha, inseguro acerca de ventajas y defectos, sin tomar partido por ninguna de ellas. Sólo que me era más fácil identificarme con la mujer de los anteojos, imaginarla entrando en la pieza del hotel, prever el movimiento de retención e impulso con que ella trataría de cargar persuaciones en el niño para lanzarlo en seguida hacia el largo cuerpo indolente en la cama, hacia la cara precavida y atrapada alzándose del desabrigo de la siesta, reivindicando su envejecido gesto de entereza desconfiada.
Entre las dos, hubiera apostado, contra toda razón por la mujer y el niño, por los años, la costumbre, la impregnación. […]
Después me buscaban los ojos con aparatosa sorpresa, con burla y malicia; y todos, hombres y mujeres, sobre todo las inconformables, fatigadas mujeres que bajaban desde la sierra en la hora de la siesta, querían encontrar en mí alguna suerte de complicidad, la coincidencia en una vaga condenación. Era como si todos supieran la historia, como si hubieran apostado a la misma mujer que yo y temieran verla fracasar. La muchacha continuaba comiendo, sin esconder la cara ni ostentarla. Después encendió un cigarrillo y me pidió que me sentara a tomar café con ella. […]
Entonces, aquella misma tarde o semanas después porque la precisión ya no importa, porque desde aquel momento ya no vi de ellos nada más que sus distintos estilos de fracaso, el enfermero y la mucama, la Reina, empezaron a contarme la historia del epílogo en el hotel y en la casita. "Un epílogo", pensaba yo, defendiéndome, "un final para la discutible historia, tal como estos dos son capaces de imaginarlo". […]
sospechaban que yo hubiera apostado por la mujer ancha de los anteojos oscuros y se dedicaban a su defensa, a la cuidadosa, solidaria enumeración de las virtudes que ella poseía o representaba, de los valores eternos que la más vieja de las dos mujeres había estado vindicando, durante cuarenta y ocho horas, en el hotel y en la casita. —Habría que matarlo —decía la mucama—. Matarlo a él. A esa putita, perdóneme, no sé qué le haría. La muerte es poco si se piensa que hay un hijo. […]
Yo les escuchaba contar y reconstruir el epílogo; pensaba en el pedazo de tierra, alto, quebrado, en que estábamos viviendo, en las historias de los hombres que lo habían habitado antes que nosotros; pensaba en los tres y el niño, que habían llegado a este pueblo para encerrarse y odiar, discutir y resolver pasados comunes que nada tenían que ver con el suelo que estaban pisando. […]
—Y él estuvo un momento sin saber qué hacer, hay que decirlo, no salió corriendo como loco atrás de ella —contaron la mucama y el enfermo—. Se quedó mirando en el comedor vacío a la mujer y al hijito que parecía enfermo. Hasta que la otra pudo más que la vergüenza y el respeto y dijo cualquier cosa y salió atrás, lento como siempre, cansado. Tal vez haya pedido perdón. La alcanzó frente al ómnibus, le agarró un brazo y ella no movió siquiera la cabeza para saber quién era. […]
Imaginé al hombre cuando bajaba trotando hacia el hotel, después del abrazo; consciente de su estatura, de su cansancio, de que la existencia del pasado depende de la cantidad del presente que le demos, y que es posible darle poca, darle ninguna. Bajaba la sierra, después del abrazo, joven, sano, obligado a correr todos los riesgos, casi a provocarlos.

—No estaban. Cuando él volvió la señora se había retirado con el chico y el chico estuvo pataleando en la escalera. La puerta de la habitación estaba cerrada por dentro; así que el hombre tuvo que golpear y esperar, sonriendo para disimular a cada uno que pasaba por el corredor; hasta que ella se despertó o tuvo ganas de abrirle —contaron—. Y el doctor Gunz insistió en decir que no había visto nada aunque estaba en el comedor cuando llegó ella con valija; pero no tuvo más remedio que decir, palabra por palabra, que el tipo debió haberse metido en el sanatorio desde el primer día. Tal vez así, pudiéramos tener esperanzas. […]
Antes de avanzar, pensó, volvió a descubrir, que el pasado no vale más que un sueño ajeno.

—Sí, es mejor acabar en seguida —dijo al sentarse en la cama, sin otro sufrimiento que el de comprobar que todo es tan simple—. Tenía razón, es absurdo, es malsano. […]
[Punto de vista de la Reina] Como si fuéramos amigas, como si yo hubiera subido al 40 a contarle algo que no me animaba y ella esperara. Y cuando me iba me llamó moviendo un brazo y me dijo sin burlarse: "Si usted me viera, así, como ahora, sin saber nada de mí... ¿Le parece que soy una mala mujer?". "Por favor, señora", le dije. "En todo caso, la mala mujer no es usted." […]
Tal vez no haya estado eligiendo un recuerdo sino una culpa, vergonzosa, pública, soportable, un daño del que se reconocía responsable, que a nadie lastimaba ahora y que él podía revivir, atribuirse, exagerar hasta convertirlo en catástrofe, hasta hacerlo capaz de cubrir todo otro remordimiento.

—Comieron en la terraza, como grandes amigos, como si formaran, los cuatro, una familia unida, cosa que poco se ve. Y cuando terminó la comida el tipo acompañó a la muchacha al chalet y la mujer bajó la escalinata, cargada con el chico, para acompañarlos hasta los portones del hotel. Después de acostar a la criatura volvió al comedor y pidió una copita de licor. Estuvo esperando hasta que a Gunz lo dejaron solo; entonces lo hizo llamar y conversaron como media hora, el tiempo que demoró el tipo en ir y volver. […]
Gunz se fue y ellos bebieron un poco más, silenciosos, separados para siempre, ya de acuerdo. Y cuando subieron la escalera para acostarse, ella se sentía obligada a caminar apoyada en la establecida fortaleza del hombre, imaginando y corrigiendo la sensación que podían dar sus dos cuerpos, paso a paso, al sereno y a los que quedaban bostezando en el bar, descubriendo —con un tímido entusiasmo que no habría de aceptar nunca— que nada permanece ni se repite.
—Pero si lo de aquella noche —insistía el enfermero— ya era bastante raro: las dos mujeres como amigas de toda la vida, el beso que se dieron al despedirse, lo que sucedió al otro día es para no creer. Porque después del almuerzo fue ella la que hizo, sola, el camino hasta el chalet, con un paquete que debía ser de comida. El tipo se quedó con el chico, y se lo llevó a pasear al lugar más lindo que encontró en todo ese tiempo: el depósito de basura. Se tiró en camisa al sol, con el sombrero en la cara, arrancando sin mirar yuyos secos que masticaba mientras el chico se trepaba por las piedras. […]
A eso de las cinco llegó ella; parecía más flaca, más vieja, y se quedó sola en el bar tomando una copa, con la cara en una mano, sin moverse, sin ver. Después subió y tuvo la gran discusión.

—No una discusión —corrigió la Reina con dulzura—. Yo estaba haciendo una pieza enfrente y no tuve más remedio que escucharlos. Pero no se oía bien. Ella dijo que lo único que quería era verlo feliz. El tampoco gritaba, a veces se reía, pero era una risa falsa, rabiosa. "Gunz te dijo que me voy a morir. Es por eso el sacrificio, la renuncia". Aquí ella se puso a llorar y en seguida el chico. "Sí", decía él, sólo por torturar; "estoy muerto. Gunz te lo dijo. Todo esto, un muerto de un metro ochenta, es lo que le estás regalando. Ella haría lo mismo, vos aceptarías lo mismo".
—No es que lo defienda —dijo el enfermero—; pero hay que pensar que estaba desesperado. No se puede negar que hubo un arreglo entre ellas, y aunque esto era lo que él andaba queriendo, cuando la cosa se produjo vio la verdad. Claro que él ya la sabía, la verdad. Pero siempre es así. Usted la vio venir con el chico y tomar el ómnibus; casi seguro que esta vez se fue para siempre. Ellos están viviendo en el chalet; les llevan la comida desde el hotel y no salen nunca. Sólo los ven alguna vez, de noche, fumando en la galería. Y Gunz me dijo que la cosa va a ser rápida, que ya ni metiéndolo en el sanatorio. […]
Andrade montaba en la bicicleta y regresaba viboreando hasta su oficina o continuaba recorriendo las casas de la sierra que administraba, pensando en lo que había visto, en lo que era admisible deducir, en lo que podía mentir y contar. […]
Los clientes de Gunz y Castro volvieron a individualizar en seguida, con más exasperación que antes, cada una de las cosas que los separaban del hombre; y sobre todo volvieron a sentir la insoportable insistencia del hombre en no aceptar la enfermedad que había de hermanarlo con ellos.

No podían dar nombre a la ofensa, vaga e imperdonable, que él había encarnado mientras vivió entre ellos. Concentraban su furia en la casita de las portuguesas, visible cuando reposaban en la terraza o cuando paseaban por el parque a la orilla del arroyo. […]
Controlaban los pedidos de botellas que transmitía el peón al administrador y ocupaban sus horas suponiendo escenas de la vida del hombre y la muchacha encerrados allá arriba, provocativa, insultantemente libres del mundo. […]
[El enfermo] —Déme otra copa —dijo—. Es muy simple, nos cortaron los víveres. Lo pudieron soportar sólo unos meses; pero yo me atrasé, no fui capaz de reventar a tiempo dentro de los límites de la decencia, como ellos esperaban. Aquí estoy, todavía, tosiendo y de pie. Yo soy así, hago proyectos, creo en ellos, llego hasta jurar, y después no cumplo. No quiero aburrirlo, perdone. Entonces, justamente hoy, en el hotel, se les acabó la paciencia. A mediodía el empleado nos trajo la vianda y dijo que no iba a volver. Le daba mucha vergüenza, estuvo rascando el piso con el pie, hasta es posible que nos tuviera lástima. Le pagamos y le regalamos dinero. Y ella, a escondidas, salió a la galería para que yo no la viera llorar. Está mal, claro; ella se había hecho responsable de mi curación, de mi felicidad. Heredó un dinero de la madre y tuvo el capricho de gastarlo en esto, en curarme. En fin, estuvimos de acuerdo en que es necesario que sigamos comiendo hasta que yo reviente. Así que vine a verlo, a preguntarle si puede hacernos llegar comida, una o dos veces por día, y por poco tiempo. No porque piense morirme; pero puede ser que pronto nos vayamos.

Le dije que sí, mintiendo, porque no sabía cómo conseguirles sus dos comidas diarias, preguntándome porqué recurrían a mí y no a cualquier otro hotel o pensión. El estaba contra el mostrador, perfilado y torpe, jugando con la luz de su linterna porque no se le ocurría una frase para despedirse. Serví otra vuelta, imaginé que la muchacha allá arriba aprovecharía su ausencia para llorar un poco más. […]
Sacudió una mano en el bolsillo del sobretodo pero yo hablé antes de que la sacara.
—No es nada. Invito yo. Queda arreglado, comida para dos, dos veces al día.
Golpeó la pared con la luz de la linterna y sonrió, con un lento orgullo, como si acabara de acertar.

—Gracias. Lo que nos mande estará bien. Ya no vienen cartas. La verdad es que yo pedí que no escribiera. […]
No volví a verlos durante quince o veinte días; les llevaban viandas desde el Royal y ahora era él quien recibía al mandadero —Levy chico— y le pagaba diariamente.
La muchacha resurgió en los chismes del enfermero, bajando la sierra un anochecer para buscar a Gunz en el hotel e instalarse en la terraza a esperarlo, sonriente y silenciosa con los mozos, con los pasajeros que podían reconocerla. […]
En la historia de la mucama —ya no iba a casarse con el enfermero, llegaba al almacén sola y en las horas en que no podía encontrarlo— la muchacha bajó una noche para arrancar a Gunz de la cama y mostró a los que charlaban soñolientos en el bar, una cara donde había más susto que tristeza. Gunz, sin entusiasmo, aceptó por fin subir hasta el chalet apretando un brazo de la muchacha. […]
—Nos vamos al sanatorio —dijo el hombre cuando me acerqué a cobrar porque había sacudido un billete en el aire; la muchacha arrugó la nariz y la boca para decir algo, pero continuó mirando la mañana enrejada—. Ayer le dije al chico; de todos modos, quería avisarle que se acabó. Y darle las gracias. […]
los dos sobres con letra ancha y azul que no había querido entregar al hombre cuando llegaron, en el verano. No lo pensé mucho; me los puse en el bolsillo y aquella noche leí las cartas, solo, después de colgar las persianas. Una, la primera, no tenía importancia, hablaba del amor, de la separación, del sentido adivinado o impuesto a frases o actos pasados. Hablaba de intuiciones y descubrimientos, de sorpresas, de esperas largamente mantenidas. La segunda era distinta; el párrafo que cuenta decía: "Y qué puedo hacer yo, menos ahora que nunca, considerando que al fin y al cabo ella es tu sangre y quiere gastarse generosa su dinero para volverte la salud. No me animaría a decir que es una intrusa porque bien mirado soy yo la que se interpone entre ustedes. Y no puedo creer que vos digas de corazón que tu hija es la intrusa sabiendo que yo poco te he dado y he sido más bien un estorbo."

Sentí vergüenza y rabia, mi piel fue vergüenza durante muchos minutos y dentro de ella crecían la rabia, la humillación, el viboreo de un pequeño orgullo atormentado. Pensé hacer unas cuantas cosas, trepar hasta el hotel, y contarlo a todo el mundo, burlarme de la gente de allá arriba como si yo hubiera sabido de siempre […]
para ir hacia la galería de la casita de las portuguesas, hacia la mordiente noche helada, y diciendo en voz baja, con esforzada piedad, con desmayado desprecio, que al hombre no le quedaba otra cosa que la muerte y no había querido compartirla. […]
En el cuarto del fondo descubrí un montón de diarios que no habían sido desplegados nunca, los que se hacía llevar con el peón del hotel; y, en la cocina, una fila de botellas de vino, nueve, sin abrir.

Regresé, paso a paso, a la habitación donde estaban el cuerpo y los demás.
—No tuvo paciencia, señora —explicaba Gunz a una mujer flaca, con la cabeza cubierta por un rebozo y afirmativa.

—Es así —dijo Andrade, adulador y triste. […]
—Estaba deshauciado aunque, claro, nunca se lo dijeron. Usted sabe cómo es. Hacía veinte días que estaban en el sanatorio y lo teníamos en quietud, con inyecciones. Un régimen muy severo. Ni peor ni mejor. Siempre contento, era un caballero. Estaba la muchacha con él. No sé, señora, cuidándolo. Y esta mañana, cuando ella se despertó y el paciente no estaba en la habitación salimos a buscarlo por todo el sanatorio; después supimos que había bajado en la camioneta. El chófer está acostumbrado, gente que apenas puede andar y se le ocurre ir a dar una vuelta. No se puede, señora; así es en el sanatorio, libertad. Pero no volvió a aparecer, el chófer se cansó de esperarlo, y estábamos sin saber qué pensar hasta que Andrade, aquí, nos telefoneó. […]
Estuvo inmóvil, sin lágrimas, cejijunta, tardando en comprender lo que yo había descubierto meses atrás, la primera vez que el hombre entró en el almacén —no tenía más que eso y no quiso compartirlo—, decorosa, eterna, invencible, disponiéndose ya, sin presentirlo, para cualquier noche futura y violenta.

Los adioses, Juan Carlos Onetti

El almacenero, la voz narrativa
Castro, Gunz [los médicos]
El enfermero
El enfermo, el tipo, mejor jugador de basquetbol
El muchacho de los Levy
La Reina, la mucama alta
Andrade, de la oficina de alquileres
Las Ferreyra, las portuguesas
La mujer de los anteojos de sol
Leiva
La muchacha
La rubia de Lamas
El chico
«En ese juego entre sugerencias y hermetismo se despliega la maestría de Juan Carlos Onetti, y en él entra el lector y ocupa su lugar en la cadena de las voces y de los testimonios, se compromete activamente, casi chismosamente, en la interpretación de lo que ha visto o creído ver, de lo que le han contado».
Antonio Muñoz Molina
Escribió en un cuento sobre el padrinazgo de su ahijada, a quien llaman Biche, una frase que vale una autobiografía: "Ya en la calle vi empañarse mis lentes; estaba mezclando a la hija ausente con mi única ahijada. Y recordé que ambas iban a crecer y perder para siempre el paraíso de la infancia". 'La hija ausente', Isabel María recuerda con emoción esas líneas.
Litti (a quien Onetti dedicó Una tumba sin nombre) estuvo años "ignorando ser su hija"; pero hace cuatro años le pidieron en Colonia que interviniera en un homenaje, "y a partir de entonces lo he ido reconstruyendo dentro de mí, desde mi propia madurez". Ahora recuerda que la relación en la niñez "era cariñosa, distante, irónica. Pero luego nos escribimos, y ahora veo que nos hemos escrito mucho. Yo le decía que tenía dentro de mí muchas máscaras, y él me pedía que me las quitara. Lo que he sabido luego, ahora mismo, es que tengo muchas de las cosas que significan su actitud ante la vida. ¿Leíste El pozo? Pues yo también soy ese personaje al que le resulta difícil encontrar un alma ante la que desnudarse. El otro día mi hija de 22 años me preguntó por él, y qué debía leer suyo. Le leí entero El pozo, de un tirón, y luego me pregunté cómo será la vida a los 22 años después de leer El pozo. ¿Tú crees que hice bien?".
Volver a Onetti, Juan Cruz [10 de noviembre de 2007]
Conjeturas: juicios que se forman de las cosas o acaecimientos por indicios y observaciones.
Presunciones: Hechos que la ley tiene por ciertos sin necesidad de que sean probados.
Profecía: Predicción hecha en virtud de un don sobrenatural.
Prejuicio: Opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal.
Especular: Perderse en sutilezas e hipótesis sin base real.
Juzgar: formar opinión sobre algo o alguien. Aprobar o desaprobar moralmente una conducta.
Sobre los límites del conocimiento. ¿qué podemos saber de otro hombre?
Dice Muñoz Molina en Detrás del rostro: Es difícil aceptar que algo no pueda llegar a saberse: que a un paso de lo conocido y lo visible hay una oscuridad en la que por mucho que lo intentemos no podemos vislumbrar nada, a no ser la proyección de nuestras obsesiones y nuestros fantasmas. […]
Necesitamos con tanta urgencia las explicaciones que no podemos aceptar que no existan. Solo los tontos, los ideólogos y los beatos están seguros. Cuando uno habla con un científico, lo que le llama la atención no es la rotundidad de sus afirmaciones, sino los escrúpulos con los que las envuelve, la advertencia sobre la dificultad de obtener datos seguros, de elaborar modelos fiables que resistan la comprobación experimental. El que sabe de verdad de algo es el que ha llegado a intuir la amplitud de todo lo que se desconoce, la parte mínima que ocupa el conocimiento con respecto a una totalidad que no puede sondearse. Recorremos un museo de la prehistoria y tenemos la tentación automática de considerar que lo que hay expuesto en las estanterías es una representación suficiente de un mundo. Pero solo son restos mínimos, salvados por casualidad del cataclismo lento del tiempo, quizá mucho menos reveladores de lo que imaginamos, lo que queremos creer.

Fabular: Inventar, imaginar tramas y argumentos
Chisme: Noticia verdadera o falsa, o comentario con que generalmente se pretende indisponer a unas personas con otras o se murmura de alguna.
[Soy muy dada a fabular y este mismo caso me ha ocurrido no hace mucho. Tenía conocimiento a través de terceras personas de que un conocido estaba recientemente separado. Lo ví mudarse con una chica mucho más joven –le atribuí a la muchacha más edad de la que en realidad tenía- y pensé que se trataba de una amante. Curiosamente, en esta historia también hay un chico, pero ese chico sigue viviendo con su madre. Esa misma conjetura la compartí con una amiga. Hablamos y compartimos “otros casos” conocidos. La vida de los otros. Quizá por eso, muy pronto empecé a sospechar que en el relato “nada es lo que parece”, lo que le parece a la reunión del almacenero, enfermero y mucama.]
Al almacenero se le olvida su condición de enfermo. Habla de los demás, pero sin reconocerse a sí mismo.
El exilio de la enfermedad, de los desahuciados.
Se emiten juicios sobre intenciones, estados de ánimo, pensamientos del enfermo. No sólo sobre su conducta.
La creencia en el testimonio de terceras personas. La verdad sesgada. La facilidad para perder objetividad.
Los sobreentendidos, la búsqueda de la complicidad en los compañeros de tertulia: ya sabes a lo que me refiero, ya te imaginas, no hacen falta palabras… La ambigüedad en el testimonio. Una imagen vale mal que mil palabras.
La voz narradora cuenta el relato después del desengaño. No obstante, no ha aprendido la lección. Sigue empeñado: La falta de fe del enfermo puede tenerse por cierta.
Nadie está a salvo de la maledicencia. Cómo afecta a la vida de las personas. Los juicios públicos.
Misoginia. La maledicencia, sobre todo, es cosa de las mujeres.
Pedir un juicio favorable o desfavorable sobre algo o alguien cuando la persona que nos escucha no sabe nada o apenas sobre un asunto. Emitir opinión sin conocimiento de causa.
Juicios de valor sobre asuntos ajenos.
La verdad no sospechada. El refuerzo de las predicciones. No se admite la dificultad para acertar en el cálculo de una predicción. Una vez que conocemos el resultado, nos empeñamos en sostener que lo habíamos anticipado. 


 https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi90_-Q35GLGHbWMC91Mc6P84eVPSeCSoOVe7JiDs31LpohS1EnBEraYr4rZ0WFfxfXltij1D7AQSq0suKZmjnSvfMDzpGNiJuop2e6uPHPaBg7mC0CWcZbAkM2IbNJh0ZUjm9xLoE6QJ2Z/s1600/juan-carlos-onetti-1.jpg
Sostenella y no enmendalla. La expresión define la actitud de quien persiste empecinadamente en errores garrafales, incluso a sabiendas, por orgullo o por mantener las apariencias, aunque mantener el error cause un daño peor que no mantenerlo, y a ellos se le dice.

Warum immer so schnell spekulieren, ohne die Hintergrunde zu kennen?

El almacenero describe lo que hacen los personajes además de interpretar esas acciones. Eso nos permite implicarnos también en el relato, hacer nuestra propia interpretación de los hechos y contrastarla con la del narrador. Hoy se me ha ocurrido asociarlo con La ventana indiscreta.
Mientras lo leía pensaba en Cervantes y Faulkner.
La poseída, el relato corto de Muñoz Molina, también tiene mucho que ver con Los adioses.

 

Chrome - Handwriting/>Chrome - Handwriting