The River, Flannery O´Connor
Tomado de sus Cuentos completos (Debolsillo), uno de los relatos más maravillosos de Flannery O'Connor —prueba de su maestría, de su dominio del género y de la perturbadora belleza de la que fue capaz al contar el sur rural estadounidense.
El
niño estaba de pie en medio de la sala oscura, triste y desmadejado, mientras
su padre le ponía el abrigo de cuadros escoceses. Todavía no había introducido
del todo el brazo derecho en la manga cuando el padre se lo abrochó y lo empujó
hacia una mano pálida que asomaba por la puerta semiabierta.
—No
está bien arreglao —dijo alguien en el rellano, en voz alta.
—Bueno,
arréglelo usted, por el amor de Dios —murmuró el padre—. Son las seis de la
mañana.
Llevaba
un albornoz y estaba descalzo. Cuando llegó con el chico a la puerta y trató de
cerrarla, la vio aparecer en el hueco, un esqueleto moteado con un largo abrigo
verde y un sombrero de fieltro.
—Y
el dinero pa su billete y el mío —dijo la mujer—. Tendremos que coger el
tranvía dos veces.
Entró
de nuevo en el dormitorio para buscarlo y, cuando regresó, ella y el niño
estaban de pie en medio de la habitación.
Ella
estaba observándolo todo.
—No
podría soportar el olor de esas colillas si tuviera que quedarme aquí pa
cuidarte.
—Aquí
tiene —dijo el padre. Fue hacia la puerta, la abrió de par en par y esperó.
Después
de contar el dinero, la mujer lo escondió dentro de su abrigo, y se acercó a
una acuarela que colgaba cerca del fonógrafo.
—Sé
qué hora es —dijo observando detenidamente las líneas negras que cruzaban
planos quebrados de color chillón—. Debo saberlo. Mi turno comienza a las diez
de la noche y no termina hasta las cinco de la mañana, y tardo una hora en
viajar en tranvía hasta Vine Street.
—Oh,
claro. Bueno, ¿lo traerá de vuelta por la noche, alrededor de las ocho o las
nueve?
—Tal
vez más tarde. Vamos
a ir al río pa una curación. Ese predicador no viene por aquí muy a
menudo. No habría pagado por eso —dijo señalando con la cabeza el cuadro—, lo
hubiera dibujado yo misma.
—Muy
bien, señora Connin, hasta luego pues —dijo él
tamborileando con los dedos sobre la puerta.
Una
voz inexpresiva dijo desde el dormitorio:
—Tráeme
la bolsa de hielo.
—Qué
lástima que su mamá esté enferma —dijo la señora Connin—. ¿Qué tiene?
—No
lo sabemos —murmuró el hombre.
—Le
pediremos al predicador que ore por ella. Ha curao a un montón de gente. El reverendo
Bevel
Summers. Ella tal vez debería verlo.
—Tal
vez. Hasta la noche —repuso él, y desapareció en el dormitorio.
El
niño la miró en silencio, con los ojos y la nariz húmedos.
Tenía
cuatro o
cinco años, la cara larga, el mentón prominente y los ojos, ahora
entrecerrados, muy apartados entre sí. Parecía mudo y paciente, como una oveja vieja
esperando que la dejen salir.
—Te
gustará ese predicador —comentó ella—. El reverendo Bevel Summers. Tendrías
qu’oírlo cantar.
La
puerta del dormitorio se abrió de improviso y el padre asomó la cabeza.
—Adiós, pequeño,
que te diviertas.
—Adiós
—repuso el niño, y se sobresaltó como si hubiera recibido un disparo.
La
señora Connin volvió a mirar la acuarela. Después salieron los dos al rellano y
llamaron el ascensor.
—Yo
l’habría pintao —dijo ella.
Fuera,
la mañana gris estaba bloqueada a ambos lados por los edificios oscuros y
vacíos.
—Más
tarde aclarará —dijo—. Esta es l’última vez que podremos oír un sermón en el río
este año. Límpiate la nariz, cariño.
El
niño comenzó a frotársela con la manga, pero ella lo interrumpió.
—Eso
no está bien. ¿Dónde está tu pañuelo?
Él
se metió las manos en los bolsillos y fingió buscarlo mientras ella esperaba.
—A algunas
personas no les importa cómo sales de casa —murmuró a su reflejo en
la luna del café. Sacó del bolsillo un pañuelo con flores azules y rojas, se
agachó y comenzó a limpiarle la nariz—. Ahora, suénate. Te lo presto.
Guárdatelo en el bolsillo.
El
niño lo dobló y se lo metió en el bolsillo con cuidado, y caminaron hasta la
esquina, donde se reclinaron contra la pared de una farmacia cerrada a esperar
el tranvía. La señora Connin se subió el cuello del abrigo de modo que tocaba
su sombrero en la parte de atrás. Los párpados se le cerraban y parecía que iba
a quedarse dormida allí mismo. El pequeño le apretó un poco la mano.
—¿Cómo
te llamas? —preguntó la mujer con voz soñolienta—. Solo sé tu apellido. Tendría
qu’haber preguntao tu nombre.
Su
nombre era Harry
Ashfield y nunca antes se le había ocurrido cambiárselo.
—Bevel
—respondió.
La
señora Connin se apartó de la pared.
—¡Qué
coincidencia! Ya te he dicho que así se llama el predicador.
—Bevel
—repitió el niño.
Ella
se quedó mirándolo como si tuviera ante sí una maravilla.
—Veré
si puedo presentártelo hoy. No es un predicador común. Cura a la gente. Pero no pudo hacer na por el señor Connin. El señor Connin no tenía fe,
pero dijo que intentaría cualquier cosa por una sola vez. Tenía retortijones en
las tripas.
Apareció
el tranvía como un punto amarillo al final de la calle desierta.
—Ahora
está en el hospital público —siguió la mujer—, y le han quitao un tercio del
estómago. Yo le digo que tendría que dar gracias a Dios
por lo que le han dejao, pero él dice que no va agradecer na a nadie. Vaya,
vaya —murmuró—, ¡Bevel!
—¿Me
curará a mí?
—¿Qué
te pasa?
—Tengo hambre.
—¿No
has desayunao?
—Entonces
aún no tenía hambre.
—Bueno,
cuando lleguemos a casa comeremos algo —afirmó ella.
Subieron
al tranvía y se sentaron varios asientos detrás del conductor. La señora Connin
puso a Bevel sobre sus rodillas.
—Ahora
pórtate como un niño bueno y déjame dormir un poco. Quédate
en mi regazo.
Echó
la cabeza hacia atrás y, mientras él la observaba, poco a poco se le cerraron
los ojos y la boca se le abrió para mostrar unos cuantos dientes largos y
espaciados, algunos dorados y otros más oscuros que su rostro; empezó a silbar
y a soplar como un esqueleto musical. No había nadie en el vehículo aparte de
ellos y el conductor; cuando el niño vio que estaba dormida, sacó el pañuelo
floreado, lo desdobló y lo examinó con atención.
Luego
lo dobló de nuevo y abrió una cremallera del interior de
su abrigo, lo escondió allí, y pronto también él se quedó dormido.
La
casa quedaba a un kilómetro de la última parada del tranvía, un poco alejada de
la carretera. Era de cartón alquitranado, tenía un porche delante y la cubierta
de estaño. En el porche había tres niños pequeños de
diferentes estaturas con idénticos rostros pecosos y una chica alta que tenía
el cabello levantado con bigudíes de aluminio que brillaban como el tejado. Los
tres críos los siguieron cuando entraron en la casa y se acercaron a Bevel. Lo miraban en silencio, sin sonreír.
—Este
es Bevel —dijo la señora Connin, mientras se quitaba el abrigo—. Es una
coincidencia que se llame como el predicador. Estos chicos son J. C., Spivey y
Sinclair, y la del porche es Sarah Mildred. Quítate el abrigo, Bevel, y
cuélgalo en el poste de la cama.
Los
tres chicos lo miraron mientras se lo desabotonaba y quitaba. Siguieron
mirándolo cuando lo colgó del poste de la cama y entonces se quedaron mirando
el abrigo. De pronto dieron media vuelta, salieron por la puerta y
conferenciaron en el porche.
Bevel
echó una ojeada a la habitación. Era medio cocina y medio dormitorio. Toda la
casa consistía en dos cuartos y dos porches. Cerca de su pie, la cola de un
perro de pelo claro se movía arriba y abajo entre dos tablas del suelo mientras
se rascaba el lomo debajo de la vivienda. Bevel saltó sobre él, pero el perro, experimentado, se retiró antes de que sus pies
tocaran el suelo.
Las
paredes estaban llenas de fotografías y calendarios. Había dos retratos
circulares de un hombre y una mujer viejos, con la boca hundida, y otra foto de
un hombre cuyas cejas sobresalían como matas de pelo que chocaban entre sí
sobre el caballete de la nariz; el resto de su cara era un peñasco
desnudo del cual uno pudiera caerse.
—Ese
es el señor Connin —explicó la señora Connin, que
se apartó un momento de la cocina para admirar con él ese rostro—, pero ya no
se le parece.
Bevel
apartó la vista de la foto del señor Connin para mirar un cuadro de colores
sobre la cama que mostraba a un hombre vestido con una larga sábana. Tenía el
pelo largo y un círculo dorado alrededor de la cabeza y estaba serrando una
tabla mientras algunos niños lo miraban. Iba a preguntar quién era cuando
entraron los tres chicos y le indicaron con gestos que los siguiera. Pensó en
arrastrarse bajo la cama y aferrarse a una de las patas, pero los tres niños se
quedaron allí, pecosos y en silencio, esperando, y al cabo de un segundo los
siguió a corta distancia hasta el porche y dobló tras ellos la esquina de la
casa. Caminaban por un campo de hierbajos amarillos y retorcidos hacia la porqueriza, un cuadrado con tablones de dos metros, lleno de cochinillos,
donde lo pensaban arrojar. Cuando llegaron allí, dieron media vuelta
y esperaron en silencio, apoyados contra la valla.
Bevel
se acercaba muy despacio, entrechocando deliberadamente los pies como si le
costara caminar. Una vez le habían dado una paliza en
el parque unos chicos a los que no conocía cuando su niñera estaba despistada,
pero no supo lo que iba a suceder hasta que todo hubo terminado. Empezó a oler
el fuerte aroma de la basura y a oír los ruidos de un animal salvaje. Se detuvo
a unos pasos de la porqueriza, pálido pero obstinado.
Los
tres chicos no se movieron. Parecía haberles ocurrido algo. Miraban por encima
de la cabeza de Bevel como si vieran venir algo detrás de él, pero no se
atrevió a volverse para mirar.
Sus
pecas habían palidecido y tenían los ojos fijos y grises como el cristal. Tan
solo sus orejas se crisparon levemente. No pasó nada. Al final, el que estaba
en el medio dijo: «Nos matará»; se volvió, desanimado y abatido, se sentó en
los tablones de la porqueriza y miró al interior.
Bevel
se sentó en el suelo, aturdido y aliviado, y les sonrió.
El
que estaba sentado sobre la valla le miró muy serio.
—Eh,
tú —dijo, al cabo de un instante—, si no puedes subir pa ver los cerdos,
levanta el tablón de abajo y mira.
Lo
dijo como si fuera un acto de generosidad.
Bevel
nunca había visto un cerdo de verdad, solo uno en un libro, pero sabía que eran
animales de color rosa, pequeños y gordos, con la cola enroscada, la cara
redonda y sonriente, y una pajarita en el cuello. Se inclinó y tiró el tablón
con entusiasmo.
—Tira
más fuerte —dijo el niño más pequeño—. Es fácil, está podrío. Saca ese clavo.
Arrancó
el clavo herrumbroso de la madera blanda.
—Ahora
levanta la tabla y pon la cabeza en… —comenzó a decir una voz calma.
Pero
ya lo había hecho, y otra cara, gris, húmeda y huraña, empujó la suya y lo
derribó al salir por debajo del tablón. Algo bufó encima de él y volvió a
embestirle haciéndolo rodar y empujándolo por detrás, hasta que echó a correr
chillando por el campo amarillo, mientras aquello seguía resoplando.
Los
tres Connin observaron la escena sin moverse. El que estaba sentado sobre el
redil colocó en su sitio, con el pie, el tablón desprendido. Sus caras hoscas
no se iluminaron, pero daban la impresión de sentirse menos ansiosos, como si
una gran necesidad hubiera sido parcialmente satisfecha.
—A
mamá no le va gustar que haya dejao salir el cerdo —dijo el menor.
La
señora Connin, que estaba en el porche trasero, agarró a Bevel cuando llegó a
la escalera. El cerdo corrió bajo la casa y se detuvo, jadeando. El chico lloró
durante cinco minutos. Cuando la mujer logró por fin calmarle, le dio el
desayuno y lo sentó en su regazo para que comiera. El puerco subió los dos
escalones del porche y se quedó fuera junto a la puerta mosquitera, mirando
huraño hacia el interior con la cabeza gacha. Tenía las patas largas, el lomo
encorvado y parte de una oreja arrancada.
—¡Fuera!
—gritó la señora Connin—. Ese cerdo se parece al señor
Paradise, el de la gasolinera —dijo—. Ya lo verás hoy en la
curación. Tiene un cáncer en la oreja. Siempre viene por aquí pa que veamos que
no está curao.
El
puerco se quedó mirando unos segundos más y luego se retiró lentamente.
—No
quiero ver a ese señor —decía Bevel.
Caminaron
hasta el río, la señora Connin y Bevel al frente, seguidos por los tres chicos,
en fila, y Sarah Mildred, la larguirucha, al final para avisar si uno de ellos
se salía de la carretera. Parecían el esqueleto de un viejo barco con dos
extremos puntiagudos que navegara con lentitud por el arcén. El blanco sol
dominical los seguía a corta distancia, trepando deprisa a través de una espuma
de nubes grises como si quisiera rebasarlas. Bevel caminaba por el lado de
fuera, de la mano de la señora Connin, con la vista fija en el badén naranja y
púrpura que descendía desde el pavimento.
Pensó que esta vez había tenido suerte al encontrar a la señora Connin,
que te sacaba a pasear,
no como las niñeras corrientes, que se sentaban allí donde vivías o te llevaban
al parque.
Hay todo un mundo por descubrir cuando uno abandona la casa
donde vive. Por la
mañana, por ejemplo, había descubierto que lo había creado un carpintero
llamado Jesucristo.
Hasta
entonces creía que había sido un médico llamado Sladewall, un hombre gordo con
un bigote amarillo que le ponía inyecciones y que pensaba que su nombre era
Herbert, pero eso debió de ser una chanza. Gastaban muchas bromas donde él
vivía.
Siempre
había supuesto que Jesucristo era una palabra como «diablos», «oh» o «Dios», o
tal vez alguien que en alguna ocasión los había estafado. Cuando preguntó a la señora
Connin quién era el hombre cubierto por la sábana del cuadro que colgaba sobre
la cama, ella lo había mirado durante un rato con la boca abierta. Después le
había dicho: «Ese es Jesús», y siguió mirándolo.
Al
cabo de unos minutos ella se había levantado y le llevó un libro del otro
cuarto. «Mira —le dijo mientras lo abría—, era de mi tatarabuela. No me
separaría d’él por na del mundo.» Luego deslizó el dedo por una línea escrita
en marrón sobre la página manchada. «Emma Stevens Oakley, mil ochocientos
treinta y dos. ¿No es algo qu’hay que tener? Y cada palabra es una verdad
com’el Evangelio.»
Pasó
una página y leyó el título: «La vida de Jesucristo para lectores menores de
doce años». Luego le leyó el libro. Era un librito con la cubierta marrón claro
y bordes dorados, y olía a masilla vieja. Estaba lleno de dibujos, había uno
del carpintero sacando un montón de cerdos de un hombre. Cerdos de verdad,
grises y de aspecto hosco, y la señora Connin le explicó que Jesús los había
sacado a todos de ese hombre. Cuando terminó la lectura, lo dejó sentarse en el
suelo y mirar de nuevo las ilustraciones.
Justo
antes de partir para la curación, se las había arreglado para esconder el libro dentro del
forro de su abrigo sin que ella se diera cuenta. Por eso ahora el
abrigo le caía un poco de un lado. Mientras caminaban, su cabeza se iba poblando de sueños,
y, cuando dejaron la carretera para enfilar un largo camino de arcilla roja que
serpenteaba entre hileras de madreselvas, comenzó a dar saltos y a tirar de la
mano de la señora Connin como si quisiera echar a correr para atrapar el sol,
que rodaba delante de ellos en ese momento.
Anduvieron
un rato por el camino de tierra y luego cruzaron un campo salpicado de
hierbajos purpúreos y entraron en las sombras de un bosque cuyo suelo estaba
cubierto de gruesas agujas de pino. Nunca había estado en un bosque, y caminó
con cuidado, mirando a uno y otro lado, como si estuviera adentrándose en un
país desconocido. Siguieron por un sendero de herradura que serpenteaba ladera
abajo entre hojas rojas que crujían, y en una ocasión, al agarrarse a una rama
para no resbalar, vio dos ojos de un dorado verdoso, fríos, en la oscuridad del
agujero de un árbol. Al pie de la colina el bosque se abría súbitamente para
dar paso a un pastizal, salpicado aquí y allá por vacas negras y blancas, que
descendía formando terrazas hacia un ancho río naranja con el reflejo del sol
engastado como un diamante.
Había
un grupo de gente en la ribera cercana, cantando.
Detrás
de ellos habían colocado mesas largas, y unos cuantos coches y camiones estaban
estacionados en una carretera que discurría junto al río. Cruzaron el pastizal
presurosos, porque la señora Connin, protegiéndose los ojos con una mano, vio
que el predicador ya estaba de pie en las aguas. Dejó su cesta en una mesa y
empujó a los tres chicos dentro del círculo de gente para que no se quedaran al lado de la
comida. Mantuvo a Bevel de la mano y se abrió paso hacia delante.
El
predicador había avanzado unos tres metros en el río, y el agua le llegaba
hasta las rodillas. Era un joven alto, con pantalones remangados por encima del
agua, una camisa azul y un pañuelo rojo en el cuello. No llevaba sombrero,
tenía el pelo claro y unas patillas que se curvaban hacia el hueco de sus
mejillas. El rostro era puro hueso, enrojecido por el fulgor que reflejaba el
río.
Daba
la impresión de tener tan solo diecinueve años. Cantaba con una voz nasal y
fuerte, que se oía por encima del canto de los reunidos en la ribera, tenía las
manos a la espalda y la cabeza inclinada hacia atrás.
Terminó
el himno con una nota alta y se quedó en silencio mirando el agua y moviendo
los pies en ella. Luego miró a las personas congregadas en la orilla. Estaban
apiñadas, esperando; los rostros eran solemnes pero expectantes, y todos
estaban pendientes de él. Movió de nuevo los pies.
—Tal
vez sepa por qué habéis venido —dijo con su voz gangosa—, tal vez no. Si no venís por
Jesús, no venís por mí. Si venís solo para ver si podéis dejar vuestro dolor en
el río, no venís por Jesús. No podéis dejar vuestro dolor en el río
—añadió—.
Yo
nunca he dicho eso a nadie.
Se
interrumpió y bajó la vista hacia sus rodillas.
—¡Una
vez le vi curar a una mujer! —gritó de repente una voz aguda entre la gente—.
¡Vi a esa mujer levantarse y caminar erguida aunque antes cojeaba!
El
predicador levantó un pie y luego el otro. Parecía a punto de sonreír, pero no
llegó a hacerlo.
—Podéis
iros a vuestras casas si habéis venido por eso —dijo.
Luego
alzó la cabeza y los brazos y exclamó:
—¡Escuchad
lo que tengo que decir! No existe más que un único río y es el Río de la Vida,
hecho de la sangre de Jesús. En ese río debéis dejar vuestro dolor, en el Río de la Fe,
en el Río de la Vida, en el Río del Amor, en el rico y rojo río de la sangre de
Jesús.
Su
voz se tornó suave y musical.
—Todos
los ríos nacen de ese único Río y vuelven a él como si fuera el mar, y si
creéis podéis dejar vuestro dolor en ese Río y libraros de ellos, porque ese es
el Río que fue hecho para lavar los pecados. Es un Río lleno de dolor, él mismo es
dolor, que avanza hacia el Reino de Cristo para ser limpiado, lenta,
lentamente, como este viejo río rojo que baña mis pies.
»¡Escuchad!
—cantó—, ¡leo en Marcos la historia de un hombre sucio, leo en Lucas la
historia de un hombre ciego, leo en Juan la historia de un hombre muerto! ¡Oh,
escuchad! La misma sangre que enrojece este río limpió al leproso, dio vista al
ciego, hizo levantar al hombre muerto. ¡Vosotros, gente con tribulaciones
—gritó—, dejadlas en este Río de Sangre, dejadlas en este Río de Dolor, y
observad cómo se alejan lentamente hacia el Reino de Cristo!
Mientras
predicaba, Bevel miró distraído los lentos círculos que describían dos pájaros
silenciosos en el aire. Al otro lado del río había un bosquecillo rojo y dorado
de sasafrás, y, detrás, montes de árboles de un azul intenso y algún que otro
pino que se elevaba sobre la línea del horizonte. Más allá, en la lejanía, la
ciudad se alzaba como un montón de verrugas sobre la ladera de la montaña. Los
pájaros descendieron en círculos, se posaron levemente en la copa del pino más
alto y se sentaron encorvados como si estuvieran sosteniendo el cielo.
—Si es en este
Río de la Vida donde queréis dejar vuestro dolor, entonces acercaos
—prosiguió el predicador— y dejad aquí vuestro pesar. Pero no penséis que este
es su fin, porque este viejo río no termina aquí. Este viejo torrente rojo de
sufrimientos continúa lentamente hasta el Reino de Cristo. Este viejo río rojo
es bueno para bautizarse, para hacer descansar vuestra fe, para dejar vuestro
dolor, pero no es esta agua turbia lo que os salvará. He recorrido de una punta
a otra este río durante esta semana —explicó—. El martes estuve en el lago
Fortune, al día siguiente en Ideal, el viernes mi mujer y yo nos acercamos a Lulawillow
para ver a un hombre enfermo. Esa gente no vio curaciones —añadió, y por un
segundo su rostro se encendió aún más—. Nunca dije que las verían.
Mientras
hablaba, una figura temblorosa había comenzado a avanzar con una especie de
movimiento de mariposa, una vieja que agitaba los brazos y cuya cabeza se
bamboleaba tanto que parecía a punto de caerse en cualquier momento. Consiguió agacharse
en la orilla y dejó que sus brazos se movieran en el agua. Luego se inclinó más
y hundió la cara en el agua, y por último se levantó chorreando; todavía
temblorosa, dio un par de vueltas en una especie de círculo ciego hasta que
alguien se adelantó y la introdujo en el grupo de nuevo.
—Esa
mujer lleva trece años así —gritó una voz áspera—.
Pasad el sombrero
y dadle a este muchacho el dinero. Para eso ha venido.
El grito,
dirigido al muchacho del río, provenía de un viejo grandote que estaba sentado como una
piedra corcovada sobre el parachoques de un anticuado coche gris. Llevaba
puesto un sombrero gris, ladeado sobre una oreja para que se le pudiera ver
sobre la otra un bulto purpúreo en la sien izquierda. Estaba inclinado hacia
delante, con las manos entre las rodillas y los ojillos entrecerrados.
Bevel
lo miró una vez, luego se metió entre los pliegues del abrigo de la señora
Connin y se escondió.
El
muchacho del río se volvió enseguida hacia el viejo y levantó el puño.
—¡Creed
en Jesús o en el Diablo! —gritó—. ¡Dad testimonio de uno o de otro!
—Yo
lo sé por propia experiencia —exclamó una voz misteriosa de mujer desde el
grupo de gente—, sé que este predicador puede curar. ¡Mis ojos fueron abiertos!
¡Doy testimonio de Jesús!
El
predicador elevó los brazos rápidamente y empezó a repetir lo que había dicho
antes sobre el Río y el Reino de Cristo, mientras el viejo sentado en el
parachoques le miraba fijamente con los ojos entrecerrados. De vez en cuando
Bevel le echaba un vistazo desde detrás de la señora Connin.
Un
hombre vestido con un mono y un abrigo marrón se adelantó, sumergió la mano en
el agua con rapidez, la agitó y se volvió; una mujer llevó a un bebé hasta la
orilla y le mojó los pies con la mano. Un hombre se alejó un corto trecho, se
sentó, se quitó los zapatos y caminó hasta entrar en el agua; se quedó allí de
pie con la cara vuelta hacia atrás tanto como podía, luego chapoteó hasta la
orilla y se calzó. Durante todo ese tiempo el predicador continuó cantando, sin dar señales de
percatarse de cuanto estaba ocurriendo.
Tan
pronto como dejó de cantar, la señora Connin levantó a Bevel y dijo:
—Escuche,
predicador, tengo un niño de la ciudad al que estoy cuidando. Su mamá está
enferma y él quiere que usté rece por ella. ¡Y da la casualidad de que se llama
Bevel! ¡Bevel! —repitió dándose la vuelta para mirar a la gente que había a su
espalda—.Igual que usté. Qué coincidencia, ¿no?
Se
oyeron algunos murmullos y Bevel se volvió y sonrió a los rostros que lo
observaban.
—Bevel
—dijo en voz alta, con desparpajo.
—Escucha
—le dijo la señora Connin—, ¿estás bautizao?
El
niño se limitó a sonreír.
—Me
parece que ni siquiera está bautizao —explicó la señora Connin alzando las
cejas ante el predicador.
—Acércamelo
—pidió él; dio un paso adelante y cogió al crío.
Sentó
a Bevel en el hueco de su brazo y miró el rostro sonriente. Bevel puso los ojos
en blanco de una manera cómica y acercó su cara a la del predicador.
—Me
llamo Bevvvvvl —dijo con voz alta y profunda, y dejó que la punta de su lengua
se deslizara por la boca.
El
predicador no sonrió. Su rostro huesudo estaba rígido y el cielo casi incoloro
se reflejaba en sus ojillos grises. El hombre sentado en el parachoques soltó una sonora
carcajada y Bevel se agarró al cuello de la camisa del predicador y
lo asió con firmeza.
La
sonrisa había desaparecido de su cara. Tuvo la súbita impresión de que esto no
era una broma. En
su casa, todo era una broma. Por la cara del predicador, supo de inmediato que
nada de lo que este pudiera hacer o decir era broma.
—Mi
madre me puso ese nombre —dijo rápidamente.
—¿Estás
bautizado? —preguntó el predicador.
—¿Qué
es eso? —murmuró.
—Si te bautizo
—dijo el predicador—, podrás ir al Reino de Cristo. Te bañarás en el
Río del Sufrimiento, hijo, e irás por el profundo Río de la Vida. ¿Quieres?
—Sí —respondió
el chico, y pensó: «Así no tendré que volver al apartamento, me
hundiré en el río».
—Ya
no serás el mismo —afirmó el predicador—. Se te tendrá en cuenta.
A
continuación se volvió hacia la gente y comenzó a predicar y Bevel miró por
encima de su hombro los trozos de sol blanco esparcidos en el río. De pronto,
el predicador dijo:
—Muy
bien, te voy a bautizar ahora.
Y
sin otra advertencia lo agarró más fuerte, le dio la vuelta y hundió su cabeza
en el agua. Lo dejó sumergido mientras decía las palabras del bautismo y luego
lo sacó y miró con severidad al niño, que estaba sin aliento. Bevel tenía los
ojos oscuros y muy abiertos.
—Ahora
se te tiene en cuenta —aseguró el predicador—. Antes ni siquiera eso.
El
pequeño estaba demasiado atónito para llorar. Escupió el agua turbia y se frotó
los ojos y la cara con la manga húmeda.
—No
olvide a su madre —dijo la señora Connin—. El crío quiere que usté rece por su
mamá. Está enferma.
—Señor
—dijo el predicador—, oramos por alguien que sufre y no está aquí presente para
dar testimonio. ¿Está tu madre enferma en el hospital? —preguntó—. ¿Es presa
del dolor?
El
pequeño le miró.
—Todavía no se
ha levantado —respondió con voz aguda y aturdida—. Tiene resaca.
El
aire estaba tan quieto que Bevel oyó cómo los trozos rotos del sol golpeaban el agua.
El
predicador quedó sorprendido y enojado. Su cara había perdido todo color y el
cielo parecía oscurecerse en sus ojos. Se oyó una gran risotada en la orilla y el señor Paradise
gritó:
—¡Ay,
curad a esa mujer que sufre una resaca! —Y empezó a golpearse la rodilla con el
puño.
—Ha
sido un día largo —dijo la señora Connin, que estaba con él en la puerta del
apartamento y miraba con expresión severa hacia la habitación donde tenía
lugar la fiesta—. Supongo qu’hace rato que el niño debería estar en
la cama.
Bevel
tenía un ojo cerrado y el otro entrecerrado; le moqueaba la nariz, tenía la
boca abierta y respiraba por ella. El abrigo de cuadros escoceses estaba mojado
y pingaba por un lado.
«Debe
de ser esa —dedujo la señora Connin—, la de los pantalones negros (largos
pantalones de satén), sandalias abiertas y las uñas de los pies pintadas de
rojo.» Estaba tumbada ocupando la mitad del sofá, con las rodillas cruzadas en
el aire y la cabeza apoyada en el brazo. No se levantó.
—Hola,
Harry —dijo—. ¿Te lo has pasado bien? —Tenía la cara larga, tersa e
inexpresiva, y llevaba el pelo, lacio y de color de batata, peinado hacia
atrás.
El
padre fue a buscar el dinero. Había otras dos parejas. Uno de los hombres,
rubio y con unos ojillos de un azul violáceo, se estiró en su sillón y dijo:
—Bueno,
Harry, pequeño, ¿te has divertido?
—No
se llama Harry. Se llama Bevel —afirmó la señora Connin.
—Su
nombre es Harry —dijo ella desde el sofá—. ¿Quién ha oído alguna vez que
alguien se llamara Bevel?
El
niño, que parecía
haberse quedado dormido de pie, con la cabeza caída, la levantó de
pronto y abrió un ojo; el otro seguía cerrado.
—Esta
mañana me dijo que se llamaba Bevel —explicó la señora Connin con tono de
estupefacción—. Igual que nuestro predicador. Hemos pasao el día en la
predicación y curación en el río. Dijo que se llamaba Bevel. Igual que el
predicador. Eso me dijo.
—¡Bevel!
—exclamó la madre—. ¡Dios mío, qué nombre!
—El
predicador se llama Bevel y no hay otro como él —dijo la señora Connin—. Además
—agregó con tono desafiante—, ha bautizao al niño esta mañana.
La
madre se incorporó.
—¡Qué
cara! —murmuró.
—Además
—prosiguió la señora Connin—, hace curaciones y oró pa que usté se curase.
—¡Curarme!
—casi gritó la madre—. ¿Curarme de qué, por Dios?
—De
su aflicción —respondió la señora Connin fríamente.
El
padre había vuelto con el dinero y estaba de pie cerca de la señora Connin
esperando para dárselo. Tenía los ojos bordeados de rojo.
—Continúe,
continúe —dijo—, quiero oír más acerca de su aflicción. Se me escapa la
naturaleza exacta de… —Agitó el billete y su voz se fue apagando—. Sanar mediante
la oración es baratísimo —murmuró.
La
señora Connin permaneció quieta un segundo, mirando la habitación, con el
aspecto de un esqueleto que lo ve todo.
Luego,
sin coger el
dinero, dio media vuelta y cerró la puerta tras de sí. El padre giró sobre sus
talones, sonrió vagamente y se encogió de hombros. Los demás estaban
mirando a Harry. El niño se encaminó hacia su cuarto arrastrando los pies.
—Ven
aquí, Harry —dijo la madre. Automáticamente el crío se dirigió hacia ella sin
abrir el ojo—. Cuéntame qué ha sucedido hoy —añadió cuando llegó a ella, y
comenzó a quitarle el abrigo.
—No
lo sé.
—Claro
que lo sabes —repuso. Notó que el abrigo pesaba más por un lado. Abrió la
cremallera del forro y cogió el libro y el pañuelo sucio justo cuando caían al
suelo—. ¿De dónde has sacado esto?
—No
lo sé. —Trataba de cogerlos—. Son míos. Me los dio ella.
La
madre tiró el pañuelo al suelo y alzó el libro hasta una altura a la que él no
podía llegar y comenzó a leerlo. Un segundo después su rostro adquirió una
expresión exageradamente cómica.
Los
otros la rodearon y lo miraron por encima de su hombro.
—Por
Dios —dijo alguien.
Un
hombre lo observó con atención desde detrás de sus gafas de lentes muy gruesas.
—Es
valioso —comentó—. Es una pieza de colección. —Lo cogió y se retiró a otro
sillón.
—No
dejéis que George se vaya con eso —dijo su amiga.
—Os
digo que este libro es valioso —insistió George—. Mil ochocientos treinta y
dos.
Bevel
volvió a encaminarse hacia la habitación donde dormía.
Cerró
la puerta tras de sí, se movió con lentitud en la oscuridad hasta la cama, se
quitó los zapatos y se metió bajo las mantas. Al cabo de un minuto, un rayo de
luz dibujó la alta silueta de su madre. Cruzó de puntillas la habitación y se
sentó en el borde de la cama.
—¿Qué ha dicho de
mí el imbécil del predicador? —susurró—. ¿Qué mentiras ha estado contando hoy,
querido?
El
niño cerró el ojo y oyó su voz desde una gran distancia, como si estuviera bajo
el río y ella en la superficie. La madre le sacudió por el hombro.
—Harry
—dijo inclinándose para acercar la boca a su oído—, cuéntame qué ha dicho.
Le
levantó hasta dejarlo sentado y él se sintió como si lo hubieran sacado desde
el fondo del río.
—Cuéntame
—murmuró, y su
aliento amargo cubrió el rostro de Bevel.
El
niño vio el óvalo pálido cerca de él en la oscuridad.
—Ha
dicho que ya no soy el mismo —musitó—. Me tienen en cuenta.
Al
cabo de un segundo ella lo volvió a depositar, sujetándole de la pechera, en la
almohada. Se quedó a su lado un momento y le acarició la frente con los labios.
Luego se levantó y se alejó contoneando las caderas levemente a través del rayo
de luz.
Bevel
no se despertó temprano, pero el apartamento todavía estaba oscuro y cerrado.
Se quedó un rato acostado hurgándose en la nariz y frotándose los ojos. Luego
se sentó en la cama y miró por la ventana. El sol entraba, un gris pálido y
sucio, por el vidrio. Enfrente, en el hotel Empire, una mujer de la limpieza
negra miraba la calle desde la ventana de un piso alto, con la cabeza apoyada
sobre los brazos cruzados. Bevel se levantó, se puso los zapatos, fue al baño y
luego a la sala. Se comió dos galletitas saladas untadas con pasta de anchoas
que encontró sobre la mesa, bebió un poco de ginger ale que quedaba en una
botella y buscó
su libro en la habitación pero no dio con él.
El
apartamento estaba en silencio. Solo se oía el leve zumbido del refrigerador.
Fue a la cocina y encontró un par de rebanadas de pan de pasas, los untó con
medio tarro de mantequilla de cacahuete, se encaramó al alto taburete de la
cocina y comió el emparedado lentamente, limpiándose la nariz de vez en cuando
en el hombro. Cuando terminó, encontró un poco de batido de chocolate y se lo
bebió. Hubiera preferido el ginger ale, pero habían dejado los abrebotellas
donde él no los podía alcanzar. Observó un rato lo que había en la nevera:
algunas verduras ya pasadas que ella habría olvidado que estaban allí y un
montón de naranjas marrones que había comprado y no había exprimido; tres o
cuatro clases de queso y algo de pescado en una bolsa de papel; el resto eran
huesos de cerdo. Dejó abierta la puerta de la nevera, regresó a la sala oscura
y se sentó en el sofá.
Pensó
que no darían señales de vida hasta la una y que luego tendrían que salir a
comer en un restaurante. Todavía no era lo bastante alto para llegar a la mesa
y el camarero le traería una trona, pero era demasiado grande para la trona. Se
sentó en medio del sofá, y empezó a golpearlo con los talones. Luego se levantó
y caminó por la habitación mirando las colillas en los ceniceros como si fuera
una costumbre. En su habitación tenía libros con ilustraciones y piezas de
madera para construir cosas, pero casi todo estaba medio roto; había
descubierto que la mejor manera de hacerse con juguetes nuevos era romper los
viejos.
Había muy pocas
cosas que hacer, salvo comer;
sin embargo, no era un niño gordo.
Decidió vaciar
unos cuantos ceniceros en el suelo. Si solo vaciaba unos pocos, ella pensaría
que se habían caído.
Vació dos y esparció las cenizas con cuidado sobre la alfombra con el dedo.
Luego estuvo un rato tumbado en el suelo estudiando sus pies mientras los tenía
en el aire. Los zapatos todavía estaban húmedos y comenzó a pensar en el río.
Muy
lentamente cambió su expresión como si poco a poco viera aparecer algo que no
sabía que estuviera buscando. Entonces, de pronto, supo lo que quería hacer.
Se
levantó, fue de puntillas hasta la habitación de sus padres y se quedó allí, en
la luz mortecina, buscando el bolso de su madre.
Pasó
la mirada por el largo brazo pálido de esta, que colgaba al borde de la cama,
por encima del montículo blanco que formaba su padre y de la cómoda atestada de
cosas, hasta que la posó en el bolso que colgaba del respaldo de la silla. Sacó unas
fichas para el tranvía y medio paquete de caramelos Life Savers.
Luego
salió del apartamento y tomó el tranvía en la esquina. No había cogido una
maleta porque no
había nada que deseara llevarse de su casa.
Se
apeó al final de la línea y echó a andar por la carretera que él y la señora
Connin habían cogido el día anterior. Sabía que no habría nadie en la casa
porque los tres chicos y la chica iban a la escuela y la señora Connin le había dicho que ella
salía a hacer limpieza. Pasó junto a la casa y siguió el camino que
los había llevado al río. Las casas de cartón estaban muy separadas entre sí y
al cabo de un rato terminó el camino de tierra y hubo de andar por el arcén de
la carretera. El sol era de un amarillo pálido, estaba alto y calentaba.
Pasó
junto a una choza con un surtidor de gasolina delante, pero no vio al viejo
plantado en la puerta con la vista perdida. El señor Paradise estaba bebiendo una
naranjada. La terminó lentamente mientras, con los ojos entrecerrados, miraba
por encima de la botella la pequeña figura con abrigo de cuadros escoceses que
desaparecía por el camino. Luego dejó la botella vacía sobre un
banco y, todavía con los ojos entrecerrados, se pasó la manga por la boca.
Entró en la choza y cogió un pirulí de menta, de treinta centímetros de largo y
cinco de ancho, del anaquel de los caramelos, y se lo guardó en el bolsillo.
Luego subió al coche y condujo lentamente por la carretera en pos del niño.
Cuando
Bevel llegó al campo salpicado de hierbajos purpúreos, estaba lleno de polvo y
sudoroso, y lo cruzó al trote para llegar a la arboleda lo más rápido posible.
Una vez allí, fue de un árbol a otro, tratando de encontrar el sendero que
habían tomado el día anterior. Por fin dio con una senda entre las agujas de
los pinos y la siguió hasta que vio el abrupto camino que serpenteaba entre los
árboles.
El
señor Paradise había dejado su coche junto a la carretera y había caminado
hasta el lugar donde
solía ir a sentarse casi todos los días, con una caña de pescar sin cebo en la
mano mientras miraba el río pasar. Cualquiera que lo
hubiera visto desde lejos habría visto un viejo canto rodado medio escondido
entre la maleza.
Bevel
no lo vio. Tan solo veía el río, resplandeciente con un amarillo rojizo. Se
metió en él saltando, con los zapatos y el abrigo puestos, y tomó una bocanada
de agua. Tragó un poco y escupió el resto y luego se quedó allí parado, con el
agua hasta el pecho, mirando alrededor. El cielo era de un azul claro y pálido,
de una sola pieza —salvo por el agujero que hacía el sol—, y orlado abajo con
las copas de los árboles. El abrigo flotaba en la superficie y lo rodeaba como
una extraña y alegre hoja de nenúfar mientras él sonreía al sol. No quería
volver a hacer el tonto con un predicador, sino bautizarse a sí mismo y dejarse
llevar esta vez hasta encontrar el Reino de Cristo en el río. No quería perder
más tiempo. Metió la cabeza en el agua y empujó hacia abajo.
De
inmediato comenzó a jadear y a escupir y su cabeza reapareció en la superficie;
lo intentó de nuevo y sucedió lo mismo.
El río lo
rechazaba.
Hizo otro intento y volvió a salir, sin aliento.
Lo
mismo le había ocurrido cuando el predicador lo sumergió: había tenido que
luchar contra algo que le empujaba la cara para echarlo. Dejó de moverse y de
pronto pensó: «Es otra broma, ¡no es más que otra broma!». Meditó sobre lo
lejos que había venido para nada y empezó a golpear y a salpicar y a patear el
inmundo río. Sus pies ya no tocaban nada. Soltó un gritito de indignación y
dolor. Luego
oyó un chillido, volvió la cabeza y vio algo como un cerdo gigante que avanzaba
hacia él, saltando y agitando un palo rojo y blanco, sin dejar de chillar.
Se sumergió una vez más y ahora la plácida corriente lo tomó como una mano
larga y gentil y lo empujó rápidamente hacia delante y hacia abajo. Por un
momento, le sobrecogió la sorpresa; después, como se movía deprisa y sabía que
iba a alguna parte, toda la furia y el miedo le abandonaron.
La cabeza del
señor Paradise aparecía de vez en cuando en la superficie. Finalmente, lejos, corriente
abajo, el viejo se irguió como un antiguo monstruo marino y se quedó con las
manos vacías, mirando con sus ojos opacos la línea del río hasta donde
alcanzaba su mirada.
Despedimos
el taller de cuento con uno de los mejores que conozco: The River, de
Flannery O’Connor. La mezcla del humor y la desgracia, de lo jovial y lo
macabro, es insuperable en casi cualquiera de las historias de esta mujer rara,
católica en el Sur protestante y baptista,
religiosa y librepensadora, enferma de lupus que desde muy pronto se supo
destinada a una muerte temprana. The
River es uno de esos cuentos de O’Connor que empiezan de una
manera y en seguida parece que toman otra dirección, y nunca se sabe cómo van a
terminar. Ese río cuyo nombre no se dice es, desde luego, el Mississippi, el
gran río fangoso y lento y entreverado de bruma que yo conocí hace un año por
ahora, cuando viajé a Memphis siguiendo el rastro de la historia en la que
trabajaba. A lo largo del cuento, casi en cada párrafo, el punto de vista va cambiando sin que uno se dé cuenta, porque cada historia es muchas historias,
según quién la observe y la cuente: una niñera negra, un niño descuidado por
sus padres, un predicador entre alucinado y venal, un viejo que observa el
mundo desde la sombra de una gasolinera. Un tranvía amarillo con la luz delantera
encendida se acerca desde el fondo de una calle de edificios altos en la que
todavía no termina la noche. Un niño sale de su casa sin que se entere nadie y
hace un recorrido que se parece al de los niños perdidos de los cuentos.
El ruido y la furia, Faulkner
Después
salimos y en Washington Square es verano. El verde de la vegetación y la bruma
que se levanta de la tierra después de una lluvia caliente y súbita lo
convierten todo en un paisaje del Sur, un escenario de cuento de Flannery
O’Connor. En dos días habrán terminado las clases. Este es mi último año
en la universidad. Vine para un semestre en 2010 y me he quedado
seis años, seis inviernos largos seguidos de fugaces primaveras, de veranos
tropicales adelantados. Decir adiós siempre da congoja.
Antonio
Muñoz Molina