por Marco Belpoliti (transcripción) Letras Libres nº 48, septiembre 2005
Traducción del italiano de Ana Nuño [Revistas culturales.com]
El testimonio de la estancia en Mauthausen de Joaquim Amat-Piniella, explicado por Montserrat Roig
El testimonio de la estancia en Mauthausen de Joaquim Amat-Piniella, explicado por Montserrat Roig
Primo
Levi regresó a Auschwitz, donde estuvo internado de
febrero de 1944 hasta la liberación del campo en enero de 1945, dos
veces en su vida: en 1965 y en 1982. En la segunda oportunidad lo hizo
acompañado por un grupo de estudiantes y profesores de instituto,
representantes de la comunidad judía y cargos electos de la provincia de
Florencia, organizadora de la visita. También viajó con él un equipo de la rai,
dirigido por Emanuele Ascarelli y Daniel Toaff.
El
texto de la entrevista, realizada ante las cámaras en junio de 1982, había
permanecido inédito hasta su transcripción por Marco Belpoliti y su edición en
1998 en un volumen colectivo a cargo de Francesco Monicelli y Carlo Saletti.
Forma parte Primo Levi ,
Informe sobre Auschwitz . Presentación de Philippe Mesnard, que
Reverso Ediciones publicará en octubre de 2005.
Ya estamos aquí. ¿Qué efecto le produce volver a ver estos parajes?
Todo
es diferente, han pasado más de cuarenta años.
Polonia salía entonces de cinco años de una guerra espantosa, era el país de
Europa que probablemente había sufrido más por culpa de la guerra, que
tenía el mayor número de víctimas, no sólo judíos. Además, en estos últimos
cuarenta años el mundo se ha renovado en todas partes. Yo atravesé estos campos
invernales y la diferencia es total, porque el invierno polaco era, y sigue
siendo, un invierno rudo, no como el invierno al que estamos acostumbrados en
Italia. Aquí la nieve se mantiene durante tres, cuatro meses, y nosotros no
podíamos, éramos
incapaces de resistir el invierno polaco, como prisioneros o
después. Yo recorrí estos campos como un ser a la deriva, como una persona
desesperada y perdida, en busca de un baricentro, de cualquiera que fuera capaz
de acogerme. Era verdaderamente la desolación hecha paisaje.
Estos rieles y los trenes de mercancías que vemos pasar, ¿qué siente al
verlos?
Pues
resulta que precisamente los trenes de mercancía son el desencadenante, lo que
me causa mayor impresión, porque aún hoy cuando veo un vagón de mercancías, y
aún más si subo a uno de ellos, me produce una violenta impresión, los
recuerdos regresan, en fin, mucho más que al volver a ver paisajes y lugares,
incluso Auschwitz. Haber viajado cinco días
seguidos en un vagón de mercancías sellado es una experiencia que no se olvida.
Esta mañana me hablaba de algunas sensaciones que le produce la lengua
polaca.
Sí,
también es un reflejo condicionado, al menos, es decir, en mi caso. Yo soy un
hombre que habla y escucha; el lenguaje de los otros me afecta mucho, y suelo o
procuro utilizar correctamente mi lengua de italiano. El polaco era esa lengua
incomprensible que nos había recibido al final del viaje, pero no era ni mucho
menos el polaco de la población civil que escuchamos hoy en los hoteles o en
boca de nuestros acompañantes. Era un polaco zafio,
vulgar, trufado de injurias e imprecaciones, y nosotros no comprendíamos
aquello; era realmente una lengua infernal. El alemán lo era todavía más, desde
luego; el alemán era la lengua de los opresores, de las matanzas, pero
muchos de los nuestros –yo, entre otros– lo comprendíamos a retazos, no nos era
desconocido, no era la lengua de la aniquilación. El
polaco sí era la lengua de la aniquilación. Sin ir más lejos, ayer noche
en el ascensor dos borrachos me produjeron una fuerte impresión: hablaban como
entonces, no como los que nos acompañan, hablaban soltando injurias, hablaban
esa lengua que parecía estar hecha sólo de consonantes, verdaderamente la
lengua del infierno.
Decía usted, por cierto, que esta sensación es como la que le produce el
carbón, ¿no es así?
¡Exactamente
la misma! Sin duda, también esto se lo debo al hecho de ser químico. El químico
es entrenado para identificar las substancias a través de su olor. En aquella
época y también hoy, la llegada a Polonia, al menos
a las ciudades polacas, está marcada por dos olores característicos que no
existen en Italia: el olor de malta torrefacta y el olor ácido del carbón
ardiendo. Esta es una región minera, en todas partes hay carbón y muchos
aparatos de calefacción funcionan con carbón. Entre estaciones y en invierno un
olor se esparce por el aire: el olor ácido del carbón. Pero para nosotros, o el
menos para mí, es
el olor del Lager, el olor de Polonia y del Lager.
¿Y la gente?
No,
la gente no es la misma de entonces. En aquella época no vimos a la gente. Vimos a los verdugos del Lager y sus colaboradores. La
mayoría eran polacos, judíos y cristianos. Pero los polacos de la calle,
los polacos que vivían en las casas, a esos no los veíamos, los divisábamos a
lo lejos, más allá de las alambradas. Había un camino rural que se extendía a
lo largo del Lager, pero por ahí pasaba muy poca gente. Después supimos que
habían alejado a todos los habitantes del pueblo. Sí veíamos pasar los
autocares que conducían al trabajo a los obreros polacos, y recuerdo un anuncio
en uno de estos vehículos, una publicidad como las que veíamos en casa: “Beste
Suppe, Knorr Suppe”, “La mejor sopa es la sopa Knorr”. Ver aquel anuncio de
sopa nos producía un extraño efecto, como si nos fuera posible escoger entre
una sopa mejor y otra menos buena.
¿Qué sintió esta mañana cuando emprendió el mismo camino, pero partiendo
esta vez de un lujoso hotel turístico?
Sentí
una dislocación, casi me atrevería a decir un desmembramiento, algo imposible
que a pesar de todo sucede porque el contraste es demasiado
fuerte. Se trata de algo que en aquel entonces jamás hubiésemos podido imaginar que podría ocurrir: regresar a
este lugar, vestidos como turistas, a un hotel de lujo o casi. Y sin
embargo…
Y ese contraste, ¿qué diría…?
Ese
contraste, como por lo demás todos los contrastes, tiene un lado gratificante y
otro alarmante; las
cosas pueden volver a suceder. Lo peor habría sido lo contrario:
haber venido a un hotel de lujo y después, hoy, volver en plena desesperación.
¿Sabían a dónde irían, cuál sería su destino?
No
sabíamos prácticamente nada. En la estación de Fossoli pudimos ver unos rótulos
en los vagones en los que habían garabateado una indicación: “Auschwitz”; pero
no sabíamos dónde quedaba, pensamos que se trataba de Austerlitz. Supusimos que
estaría en algún rincón de Bohemia. Creo que nadie
en Italia en aquella época, ni siquiera las personas mejor informadas, sabía lo
que significaba “Auschwitz”.
¿Cómo fue su primer contacto con Auschwitz hace cuarenta años?
Era…
¿cómo decir? Era lunarmente diferente, era de noche; era el final de cinco días
de viaje calamitoso, durante el cual varias personas habían muerto en el vagón,
era la llegada a un lugar del que no comprendíamos
la lengua y todavía menos su razón de ser. Había unos letreros insensatos: una
ducha, un lado limpio, un lado sucio y un lado limpio. Nadie nos explicaba nada
o bien nos hablaban en yiddish o en polaco, y nosotros no comprendíamos nada.
Es una experiencia realmente alienadora.
Teníamos la impresión de hallarnos en medio de un ataque de locura, de estar…,
de haber perdido la posibilidad misma de razonar. No, ya no razonábamos.
¿Cómo vivió el viaje, aquellos cinco días? ¿Qué recuerda de aquello?
–En
realidad lo recuerdo muy bien, recuerdo muchas cosas. Éramos cuarenta y cinco personas
en un vagón muy pequeño, apenas había espacio, como mucho podíamos sentarnos,
pero era imposible tumbarse; había una joven madre que daba el pecho a su bebé.
Nos habían dicho que podíamos llevar comida, pero, estúpidamente, no llevamos
agua o quizás un poco, por lo demás nadie nos lo había dicho y pensábamos que
conseguiríamos agua en algún lugar. A pesar de que era invierno, padecimos una
sed aterradora; aquella fue verdaderamente la primera experiencia de una
tortura, la tortura de la sed durante cinco días. Le recuerdo que
estábamos en invierno, el aliento se nos congelaba, y el que podía soplaba
sobre los pernos del vagón e intentaba raspar la escarcha blanca –llena del
óxido de los pernos–, raspabas aquello para conseguir recoger unas pocas gotas
de agua y mojarte los labios. Y el bebé chillaba de la mañana a la noche y
durante toda la noche porque su madre se había quedado sin leche.
Y qué fue de los niños, de la madre cuando…
Pues
bien, los mataron rápidamente. De los seiscientos cincuenta que íbamos en aquel
tren, las
cuatro quintas partes perecieron aquella misma noche o la siguiente,
enviados directamente a las cámaras de gas.
En aquel escenario siniestro, en plena noche, bajo los focos, con toda esa
gente que gritaba –gritaban como nunca se ha oído gritar, gritaban órdenes que
no comprendíamos–, bajamos de los vagones y nos pusimos en fila, nos hicieron
poner en fila. Delante de nosotros había un suboficial y un oficial –después
supe que era médico, pero al principio no lo sabíamos–, y preguntaban a cada uno si podía trabajar o no. Me
dirigí a mi vecino, era un amigo, un muchacho de Padua mayor que yo y en mal
estado de salud, y le dije: yo pienso decir que puedo trabajar. Y él me
contestó: haz lo que quieras, a mí me da igual. Ya había abandonado toda
esperanza. De hecho, se declaró incapacitado y no entró en el campo. No volví a
verle nunca más, como a ninguno de los otros, por lo demás.
¿Cómo era el trabajo allí, en Auschwitz?
He
de aclarar, como sin duda ya sabe, que en Auschwitz
no había un solo campo sino muchos, y algunos habían sido construidos siguiendo
un proyecto, anexos a una fábrica o una mina. El campo de Birkenau, por
ejemplo, estaba dividido en gran número de equipos que trabajaban en varias
minas, incluso en fábricas de armas. Mi campo, en el que había diez mil
prisioneros, era Monowitz y formaba parte de una fábrica que pertenecía a I.G.
Farben Industrie, un enorme conglomerado químico, posteriormente desmantelado.
Teníamos que construir una nueva fábrica de productos químicos, que tendría
cerca de seis kilómetros cuadrados. La obra estaba bastante avanzada y todos
trabajábamos en ella; también trabajaban allí prisioneros de guerra ingleses,
presos franceses, rusos e incluso alemanes. Por supuesto, también había polacos
libres y voluntarios, hasta había voluntarios italianos. En total,
aproximadamente cuarenta
mil individuos, de los que nosotros, los diez mil, éramos el nivel más bajo,
el último peldaño. El Lager de Monowitz, formado
casi exclusivamente por judíos, debía suministrar la mano de obra no cualificada.
A pesar de todo, debido a que la mano de obra especializada escaseaba en
Alemania, y como los hombres se habían marchado al frente, a partir de un
determinado momento buscaron entre nosotros –los teóricamente no cualificados y
esclavos– a especialistas, empezaron a buscar a quienes… desde el primer día,
desde el día de nuestro ingreso en el campo se produjo una especie de búsqueda
por analogía: a todos nos preguntaron qué edad teníamos, qué diplomas, qué
oficio. Fue entonces cuando tuve mi primera oportunidad ya que me presenté como químico, sin saber que sería enviado a
una fábrica de productos químicos; y mucho después aquello me valió un
pequeño beneficio, porque durante los dos últimos meses trabajé en un laboratorio.
¿Cómo era la comida?
Pues
bien, la comida era el problema número uno. No estoy de acuerdo con quienes
describen la sopa y el pan de Auschwitz como infectos; en lo que a mí respecta,
tenía tanta hambre que los encontraba buenos y la comida nunca me pareció
asquerosa, ni siquiera el primer día. Era miserable, nos daban raciones mínimas, el
equivalente de 1.600-1.700 calorías por día;
teóricamente, porque en el trayecto había ladrones y, por tanto, las raciones
que llegaban hasta nosotros eran inferiores al umbral teórico; digamos que
aquello era el racionamiento oficial. Usted sabe que actualmente 1.600 calorías
bastan para un hombre poco corpulento y que con eso puede vivir, pero sin
trabajar y si permanece echado, mientras que nosotros debíamos trabajar y,
además, hacerlo con frío y realizar labores pesadas; en
estas condiciones, la ración de 1.600 calorías era una muerte lenta por
desnutrición. Después he leído los cálculos que hacían los alemanes.
Calculaban que a un prisionero sometido a estas condiciones que sacara recursos
del estado en que se hallaba antes de su internamiento, este tipo de alimentación le permitiría resistir de dos a tres meses.
¿Pero era posible adaptarse a todo en los campos de concentración?
Su
pregunta es extraña. El que se adapta a todo es el que sobrevive;
pero la mayoría no se adaptaba a todo y moría. Moría por no saber adaptarse
incluso a cosas que hoy nos resultan banales, al calzado, por ejemplo. Nos
lanzaban un par de zapatos, bueno, en realidad no era un par de zapatos, eran
dos zapatos desparejados, uno tenía tacón y el otro no; había que tener una
constitución de atleta para aprender a caminar de este modo. Un zapato era muy
pequeño y el otro muy grande. Había que dedicarse a hacer complicados
intercambios, y si se tenía suerte podía conseguirse un par casi a juego y
había que conformarse. La mayor parte del tiempo los zapatos hacían heridas en
los pies, y quien tenía pies delicados acababa contrayendo una infección. A mí
también me toco vivirlo, todavía tengo las cicatrices. Milagrosamente mis
heridas sanaron por sí solas, a pesar de que no falté un solo día al trabajo. Quien era sensible a las infecciones moría debido a sus
zapatos, por culpa de las llagas de los pies infectadas que no sanaban.
Los pies se hinchaban, y cuanto más hinchados estaban más apretaban los
zapatos, y la gente acababa teniendo que ir al hospital, pero no los dejaban
ingresar ya que los pies hinchados no eran una enfermedad. Era un mal tan generalizado que quien tenía los pies
hinchados iba directamente a la cámara de gas.
Parece que hoy iremos a comer a un restaurante de Auschwitz.
Sí,
es casi cómico. ¡Un restaurante en Auschwitz! No sé, la verdad, no creo que
coma; para mí es como una profanación, una cosa absurda. Por otra parte, hay
que decirse que Auschwitz –Oswiecim en polaco– era y es todavía una ciudad
donde hay restaurantes, cines y probablemente también un bar nocturno, como
probablemente en toda Polonia; hay escuelas, hay niños. Hoy como ayer, paralelamente a este Auschwitz hay, cómo decir, un
concepto: Auschwitz es el Lager. Pero en aquella época también existía un
Auschwitz civil.
Al abandonar Auschwitz, el primer contacto con la población polaca…
La gente desconfiaba. Los polacos habían pasado de una ocupación
a otra, de una ocupación feroz, la alemana, a otra menos feroz, quizá más
primitiva, la de los rusos. Pero desconfiaban de todo el mundo, incluso de
nosotros. Éramos extranjeros, auténticos forasteros, no nos comprendían,
llevábamos puesto un uniforme, el uniforme de los presidiarios, era eso lo que los
aterraba. Se negaban a dirigirnos la palabra, y sólo algunos,
realmente muy pocos, se apiadaron de nosotros; con ellos acabamos
comprendiéndonos. Es muy importante la comprensión mutua. Entre el hombre que puede hacerse comprender y el hombre
que no puede hacerse comprender hay un abismo: uno se salvará, el otro no.
También esto es fruto de la experiencia del Lager: la fundamental experiencia
de la importancia de comprender y ser comprendido.
¿El problema, para los italianos, era la lengua?
Para
los italianos era una de las principales causas de mortalidad, comparado con
otros grupos. Para los italianos y los griegos. La mayoría de los italianos
como yo murieron en los primeros días por no poder comprender. No comprendían las órdenes, y no había ninguna clase de
tolerancia para quienes no las comprendían; había que comprender la
orden: nos gritaban, nos la repetían una sola vez y ya está, después arreciaban
los golpes. Ellos no comprendían cuando nos anunciaban que podíamos cambiar de
zapatos, no comprendían que una vez por semana nos llamaban para afeitarnos la
barba; siempre llegaban de últimos, siempre tarde. Cuando
necesitaban algo, algo que fuera posible expresar, incluso algo que hubiesen
podido obtener, no lograban expresarlo y se reían de ellos; aquello era el
hundimiento total, también desde un punto de vista moral. A mi modo de
ver, entre las primeras causas de tantos naufragios en el Campo, la lengua, el
lenguaje encabezaba la lista.
Hace unos momentos hemos dejado atrás una estación de tren que menciona
en su libro La
tregua.
Trzebinia.
Sí, era una estación fronteriza, situada entre Katowice y Cracovia, y en ella
se detuvo el tren. Era un tren que se detenía todo el tiempo, nos costó tres o
cuatro días recorrer ciento cincuenta kilómetros. Se detuvo y yo me bajé. Por
primera vez me encontré cara a cara con un polaco,
un civil; era un abogado, y fue posible entendernos porque hablaba alemán y
también francés. Yo no sabía polaco y, la verdad, sigo sin saberlo. Así que me
preguntó de dónde venía y le conté que venía de Auschwitz, que por eso llevaba
un uniforme, porque todavía llevaba el uniforme a rayas. Me preguntó: ¿por qué?
Le dije que yo era un judío italiano. Él iba traduciendo mis respuestas
a un grupo de curiosos que se había congregado a su alrededor, eran campesinos
polacos, obreros que iban de camino al trabajo, era casi de día, si mal no
recuerdo. Como decía, yo no sabía polaco, pero sí lo suficiente para comprender
lo que traducía… Había transformado mi respuesta. Yo
había dicho: “soy un judío italiano”, y él había traducido “es un prisionero
político italiano”. Entonces le dije en francés, para corregirle: “no
soy…, también soy un prisionero político, pero fui deportado a Auschwitz por ser judío, no
como prisionero político”. Pero él me
contestó precipitadamente y en francés que, por mi bien, mejor valía dejarlo de
ese tamaño, porque Polonia es un triste país.
Estamos a punto de volver a nuestro hotel de Cracovia. Para usted, ¿qué
representó el Holocausto para el pueblo judío?
No fue algo novedoso, antes hubo otros. Entre
paréntesis, nunca me ha gustado la palabra “Holocausto”. No me parece un
término apropiado, es retórico y, sobre todo, erróneo. Representó un punto de
no retorno en términos de proporciones, sobre todo de recursos, porque por primera vez
en tiempos recientes el antisemitismo se convirtió en un proyecto planificado,
organizado a nivel de Estado, no por influjo de un consenso tácito, como
había ocurrido en la Rusia de los zares; esto, en cambio, era un acto de
voluntad. No había escapatoria posible, toda Europa se convirtió en una enorme trampa,
esto fue lo novedoso y lo que determinó para los judíos un profundo cambio, no
solamente en Europa sino también para la comunidad judía en Estados Unidos y
para los judíos del mundo entero.
¿Piensa usted que otro Auschwitz, otra masacre como la perpetrada hace
cuarenta años, es imposible que se vuelva a producir?
En Europa no lo creo posible por razones, como decir, de
inmunidad. Se ha producido una especie de inmunización; esta es la razón por la que
sería difícil asistir al renacimiento de algo parecido por mucho tiempo… en
algunas décadas, pongamos, cincuenta o cien años,
Alemania
podría conocer un resurgimiento del nazismo parecido al anterior, y en Italia
aparecería un fascismo como el de antes. Sin embargo, pienso que no
será posible en Europa; también pienso que en otros países se está gestando el
deseo de un nuevo Auschwitz, simplemente les faltan los recursos.
¿La idea no ha muerto?
Ciertamente
no ha muerto la idea, porque nada muere definitivamente. Todo reaparece bajo
nuevas formas, pero nada muere por completo.
¿Pero las formas sí cambian?
Las
formas cambian, sí; las formas son importantes.
¿Piensa usted que es posible lograr el aniquilamiento de la humanidad del
hombre?
¡Desde
luego que sí! ¡Y de qué manera! Me atrevería incluso a decir que lo
característico del Lager nazi –no sabría decir en el caso de los otros porque
no los conozco, quizás los campos rusos son distintos– es la reducción a la
nada de la personalidad del hombre, tanto interiormente como exteriormente,
y no sólo la del prisionero sino también la del
guarda del Lager, él también pierde su humanidad; sus rutas divergen,
pero el resultado es el mismo. Pienso que son pocos los que tuvieron
la suerte de no perder su conciencia durante la reclusión; algunos
tomaron conciencia de su experiencia a posteriori, pero
mientras la vivían no eran conscientes. Muchos la olvidaron, no la registraron
en su mente, nada se imprimió en la cinta de su memoria, diría yo. Sí, todos
sufrían substancialmente una
profunda modificación de su personalidad, sobre todo una atenuación de la
sensibilidad en lo relacionado con los recuerdos del hogar, la memoria familiar;
todo eso pasaba a un segundo plano ante las necesidades imperiosas, el hambre,
la necesidad de defenderse del frío, defenderse de los golpes, resistir a la
fatiga. Todo ello propiciaba
condiciones que pueden calificarse de animales, como las de bestias de carga.
Es interesante observar cómo esas condiciones animales se reflejaban en el
lenguaje. En alemán hay dos verbos para “comer”: el primero es “essen”, que
designa el acto de comer en el hombre, y está “fressen”, que designa el acto en
el animal. Se dice de un caballo que “frisst” y no que “isst”; un caballo
zampa, en suma, un gato también. En el Lager, sin que nadie lo decidiera, el
verbo para comer era “fressen” y no “essen”, como si la percepción de una
regresión a la condición de animal se hubiera extendido entre todos nosotros.
Ha concluido el periplo de su segundo regreso a Auschwitz. ¿Qué cosas le
vienen a la mente?
Muchas,
en realidad. Sobre todo una: me incomoda que los
polacos, el gobierno polaco, se hayan apoderado de Auschwitz, que lo hayan
convertido en el lugar del martirio de la nación polaca. En verdad eso fue
cierto, al menos durante los primeros años, en 1941 y 1942. Pero después
de esa fecha, con la apertura del Lager de Birkenau, y sobre todo cuando
entraron en funcionamiento las cámaras de gas y los hornos crematorios, se
convirtió ante todo en el instrumento de la destrucción del pueblo judío.
Nadie puede negar esto. Hemos podido verlo: hay también el bloque-museo de los
judíos, los italianos, los franceses, los holandeses, etc. Pero hay en
Auschwitz este hecho capital: que la gran mayoría de las víctimas fueron judíos,
una parte sólo de las cuales eran judíos polacos. No es que se niegue esta
realidad, sino que apenas es evocada.
¿No le parece que los otros, los hombres, hoy en día quieren olvidar
Auschwitz cuanto antes?
Hay
indicios que permiten pensar que quieren olvidar o
algo peor: negar. Es muy significativo: quien niega Auschwitz es
precisamente quien estaría dispuesto a volver a hacerlo.
Traducción del italiano de Ana Nuño
[Revistas
culturales.com]
El
testimonio de la estancia
en Mauthausen de Joaquim Amat-Piniella, explicado por Montserrat Roig
2
El paso por la frontera
Nací en 1913, el día de Santa Cecilia. Tenía, por tanto, veinte y seis años cuando pasé los Pirineos. Era teniente de artillería del ejército republicano. Pasé la frontera cuando ya la guerra había terminado. Al momento de terminarse, yo estaba en Valencia. Así como algunos, la mayoría, fueron internados en campos de concentración, yo pude fugarme gracias a que tenía un traje civil. Pasé de la zona valenciana a la catalana sin ningún contratiempo. El hecho de ir bien vestido ya me daba; en este caso sí que puedo decir que el hábito hacía al monje ... Otros que estaban en las mismas condiciones que yo, sólo porque iban con el traje de soldado del ejército republicano hecho jirones, sólo por eso, los cogían. "Este es un fugitivo", decían. Yo iba con un vestido que tenía, nuevecito, y paseaba como un señor por las calles de Valencia. Nadie me molestó nunca. Y para venir a Barcelona nadie me pidió ningún salvoconducto.
Pasé
la frontera cuando ya hacía un tiempo que había salido aquel célebre "parte":
"la guerra ha terminado".
Recuerdo el día que pasé la frontera porque era el catorce de julio y llegué
a Francia en día de fiesta
y eso contrastaba
mucho con el país de donde salía. Es decir,
que en Francia lo celebraban y nosotros,
aquí, huíamos.
La
estancia en los campos de concentración franceses
Fui a parar a un campo de concentración francés en parte por mi poco espíritu. Me encontré sin ni cinco céntimos. Yo subestimé a un "travel-check ", unos cuantos dólares, y lo llevaba como reserva. Y en un banco de Andorra me trataron de todos lados y me dijeron que era falso.
Era un banco andorrano entonces, de campo, y no sabían nada de nada.
Quizás esta pequeña causa, que parece ahora una tontería, va a determinar toda mi vida posterior, todas las cosas que me van a pasar. Me quedé, pues, sin ni cinco centavos. En Perpiñán busqué trabajo, pero los gendarmes nos perseguían por todas partes, no nos dejaban vivir. Nadie quería alquilar, nadie te quería dar trabajo.
Todo el mundo tenía miedo, de las multas, etc. Además, tampoco podías sacar la cabeza por ningún sitio porque con nuestra cara de meridionales enseguida nos pegaban. Y así llegamos al campo de Barcarés. Después pasé a Saint-Cyprien. Entonces mi moral era magnífica, aquello no era más que una aventura. Si tenías dinero podías comer lo que querías y, si no tenías, tenías que tomar la bazofia aquella que nos daban, a base de lentejas y poco más.
En los campos franceses, estábamos en unas condiciones
bastante malas, se acercaba el invierno, no teníamos ropa y empezábamos a pasar
bastante frío.
Las barracas de aquellos campos de Francia eran como
cajas de huevos. Pasaba el viento y la arena por todas partes. Dormías sobre la
arena tapado con una manta y al día siguiente te encontrabas enterrado. Claro,
en estas condiciones no puedes vivir mucho tiempo. Y los franceses aprovecharon
para captar gente para las compañías de trabajo. Te daban un pequeño sueldo,
algo como medio franco, pero recibías mejor alimentación sin ser buena del
todo; tenías ropa y podías andar limpio. Ni tampoco cogías piojos. Nos enrolaron
así para ir a fortificar la línea Maginot en la zona que hacía de bisagra entre
la parte de Alemania y de Bélgica. Cuando los alemanes irrumpieron en esa zona,
nosotros Guilló allí y tiramos, siguiendo la misma línea Maginot, hacia abajo.
Llegamos hasta la misma frontera suiza, en la población de Delle. Nosotros no
íbamos armados, sólo uniformados con el uniforme color azul cielo del tiempo de
la guerra del catorce.
Detenidos por los alemanes
¡Claro que te podías escapar! Pero ¿A dónde podías ir?
Hubo algunos que se escaparon, pero, porque tenían amigos o francos. También
podías ir a España, pero habrías ido a parar a un campo de concentración. No
había salida. Así, antes de llegar a Delle, seguíamos la línea Maginot con
muchas peripecias; hasta nos ametrallaron el tren varias veces. El tren no
podía bajar más abajo, estábamos en la frontera con la zona ocupada por los
alemanes. Entonces intentamos adentrarnos en Suiza y no nos dejaron entrar. Suiza
se portó muy mal con nosotros, nos entregó a los alemanes. La población suiza
sí nos ayudó pero los gendarmes nos sacaron. Yo me infiltré dos veces en Suiza.
Pero nos iban pescando por las montañas y la segunda vez nos metieron en la
zona ocupada. Nosotros estábamos desesperados, hambrientos. No podíamos más,
vaya. Tras caminar por las montañas tanto tiempo...Recuerdo muy bien al primer
oficial alemán que vi. Quizás no era oficial, debería ser sólo sargento ...
Hablaba francés y lo primero que nos dijo fue:
-Está en Alemania y aquí lo más importante es la
limpieza. No admitimos gente sucia. Nos llevaron a Belfort, en un cuartel ocupado
por alemanes y fuimos hasta que no nos recogieron para llevarnos hacia el
stalag (1), en Alemania, en una zona árida, terriblemente fría.
La llegada a Mauthausen
Yo
iba siguiendo la aventura y me decía: "¡Hombre,
no te matarán!".
Pero,
claro, nos reservaban para una muerte más
refinada. No había mucha comida, más bien pasábamos hambre. Pero no era el
hambre terrible de luego, esto no. Nos llevaron a todos en
masa a Mauthausen, sin tener ninguna elección
ni mirar las responsabilidades
políticas de cada uno. Nos llevaron en unos
trenes que pusieron, especiales. No sabíamos
exactamente hacia dónde íbamos. Sólo sabíamos
que íbamos hacia el este, eso sí. Pero nada
más. Al final supimos que habíamos ido a parar
cerca de Linz. Había oído hablar de los campos de
concentración, pero no de
Mauthausen. Lo conocí por primera vez cuando
vi el cartel que decía: MAUTHAUSEN.
vi el cartel que decía: MAUTHAUSEN.
La
primera impresión de Mauthausen fue la de entrar en una
especie de castillo fortificado,
estaba todo hecho con cantería de la
cantera de Mauthausen. Era un
castillo con unas
galerías, unas almenas, una fortificación con
unas paredes de
piedra de sillería, de esos de
granito. Aquello no había manera
de derrumbarlo. La primera recibida, desagradable de
verdad, fue encontrarnos con
otros españoles que estaban en el campo desde hacía varios meses, los cuales eran verdaderos esqueletos.
Daban mucha pena.
Nos decíamos: "Así
seremos nosotros de aquí a un tiempo". Estaban
completamente desnutridos, con
las caras llenas de costras, de golpes, de moratones.
Todos cojeaban. En
fin, no quieras saber cómo estaban... Trajes de
cualquier manera, con trapos,
¡y con el frío que
hacía! Estábamos en el mes de
enero y ese año no lo sé,
pero al año siguiente llegamos a 37 grados bajo cero.
Los compañeros nos
recibieron dándonos "buenas noticias". Nos decían:
-"¡Hábeis
caído en la trampa, estáis listos!".
Yo
tenía la impresión de que realmente habíamos caído
al fondo del pozo. Entonces sí que vi que
no saldría, nos vimos perdidos. Unos
por otros íbamos aguantando
la moral. Los catalanes no formábamos grupo apartado,
estábamos mezclados con gente de toda España. Nos reuníamos por afinidades.
La moral se puede sostener una temporada, mientras comes, pero allí cada vez encontrábamos menos comida. ¡La comida era tan escasa! Por la mañana nos daban
una especie de sopa, bueno, sopa
... aquello era como
un caldo de huesos con un poco de sémola. Al
mediodía, en un plato más
profundo (nosotros decíamos
gamela, del francés gamelle), la llenaban de
un tipo de bazofia hecha con
nabos; algunos días
eran coles, otros col agria, unas cuantas patatas o nabos de
forraje. Todo ello triturado y bien cocido
en una especie de ollas a presión muy grandes. A
base de cobre, se llegaba a ablandarse. Esta era toda
la comida. Por la tarde te daban unos 300
gr. de pan con
un poco de morcilla hecha de las vísceras
del ganado hervidas y que sólo tenían
el aspecto de carne. Esa era toda la
proteína que nos daban. Algunos días nos daban
margarina hecha a base de sebo y un poco de café.
Los antiguos del campo
nos aconsejaban que no bebiésemos agua. Era agua
de montaña, muy fuerte,
y en cuatro días ibas
al muladar;
te producía unas
diarreas tremendas, porque el agua era demasiado buena, de alta montaña. Así, todo lo que bebíamos era este
café, porque sabías que si bebías agua
estabas listo.
En
mi expedición éramos más de mil, sólo
españoles. Veníamos en el tren cerrados
con el cerrojo y
todo; eran vagones
de carga. Todos éramos
por tierra, de cualquier manera. Con un hambre que nos
devoraba, cansados, reventados.
Una mañana, de repente, el tren se paró durante un rato,
pero como el tren se había parado muchas veces durante horas y horas, no
hicimos ningún caso. De repente, empezamos a oír el ruido de las puertas que se abrían, rac, rac,
rac, y un
griterío como si fuera de ladridos
de perros. Eran los SS que, con golpes de
culata y puntapiés,
nos hacían bajar
de los vagones. Nos hacían saltar y caíamos
y, ¡venga, a formar! ¡Con un frío que hacía!
Era un frío terrible.
Esto fue una sorpresa inolvidable. Todos estábamos
durmiendo y que de
repente te saquen
de esa manera...Cogimos el camino de
Mauthausen hacia arriba. Había algunos que iban
cargados con maletas y trastos, pero lo fuimos abandonando todo. Así,
con los culatazos y patadas empezamos
a subir aquella subida,
íbamos medio muertos. Y llegamos al campo y
nos encontramos con el espectáculo de los que ya estaban, que parecían cadáveres. Y todos venga
a decirnos: "¡No sabéis dónde habéis caído!".
Y entonces vino el cambio de ropa. Nos
hicieron pasar a las duchas de desinfección y
nos hicieron sacar todo lo que llevábamos, todo, todo. Y nos llevaron una especie de pijamas hechos
con ropa rayada de
algodón. Estaban agujereados
y recosidos por
todas partes. En muchos de ellos
todavía se veía la sangre,
porque los había llevado gente que había sido fusilada,
asesinada. Todavía se veían los agujeros de
los disparos. Después
nos tomaron la filiación
y nos repartieron por las barracas. Eran unos
barracones grandes divididos en dos salas,
una era el comedor y la otra el dormitorio. Normalmente había lugar
para un centenar de hombres y llegaron a meter setecientos. Ahí dormíamos tumbados, en el suelo. Los veteranos
dormían en literas.
El
triángulo azul
Una
de las impresiones fuertes que recibí, al entrar, fue
cuando el intérprete general, un alemán que había estado
en España durante la Guerra
Civil, nos dió un discurso de bienvenida y nos dijo: "yo os
conozco, sé cómo sois
los españoles, aquí se han
acabado las agallas"
Y lo dijo con una palabra más gráfica.
"Aquí -dijo el
que diga la más pequeña palabra
es hombre muerto. Deben limitarse a ayudar
a cumplir lo que le digan y a no levantar la cabeza porque se la harán bajar. No piensen
que esto es como en España, donde todo el mundo hace lo que le da la gana". Lo decía con la voz aflautada,
era homosexual. Había
sido soldado y había caído en desgracia. Nosotros éramos considerados apátridas,
portábamos el triángulo azul.
Parece
que el ministro de asuntos exteriores
alemán, en Ribbentrop,
fue a hablar con Serrano
Suñer y le dijo que tenía muchos españoles y
que no sabía qué hacer con ellos. Y que Serrano Suñer le contestó, según dicen que se mencionó después
en el Proceso de Nuremberg, que
no los conocía, que no sabía quiénes
eran, que hicieran lo que
quisieran.
Los trabajos en la cantera
En ese momento deberíamos ser unos diez mil. Murieron siete mil. Aunque las cifras no las sé muy bien. Nos juntábamos más bien por afinidades. Los catalanes íbamos mezclados. Quizás tendíamos a juntarnos según el lugar de donde proveníamos, pero no porque nos lo hubiéramos propuesto antes. Nada más entrar, íbamos a parar a la cantera para trabajar. Pero tuve la suerte de que, gracias a los dibujos que hacía mi amigo Arnal, me pude salvar. Me dieron un cargo en el almacén de la ropa civil. Estaba cubierto, no me maltrataban, comía un poco mejor porque hacíamos estraperlo de ropa con los cocineros. Si unos nos daban pan, nosotros les dábamos un par de calcetines, etc. Allí dentro no hacía tanto frío; teníamos una estufa grande porque también estaban los SS. En la cantera, había que trabajar en tandas. Unas veces me cargaba una piedra al cuello y venga, a subir y bajar las escaleras aquéllas. Esto era agotador. Después estuve una temporada cargando vagonetas, también en la cantera, cargándolas de piedra troceada. Otro trabajo que me hicieron hacer fue limpiar unos depósitos que estaban llenos de la porquería que bajaba del campo. Eran unos depósitos de "decantación"; los llenaban de agua y después servían para regar. Para limpiarlos, nos daban unos cubos y los teníamos que llenar de la porquería que había acumulado. Era pestilente, aquello. Si no me morí entonces creo que ya no me moriré nunca. Trabajábamos en una gran balsa de mierda y con los cubos los teníamos que vaciar. Lo teníamos que hacer así, porque las bombas de los depósitos no funcionaban, se habían atascado. Y a mí me tocó este comando de limpieza, nos elegían a dedo.
La cantera pertenecía a una compañía austríaca que explotaba la piedra, que era muy buena. Era una compañía donde intervenían los SS. Se trataba de explotar toda la mano de obra gratuita que tenían, y la manera de explotarla era darle poca comida y hacerlos trabajar tanto como podían y, cuando había alguno que no servía, se le liquidaba.
Nuestro trabajo era subir piedras: había especialistas que trabajaban de Molero, o que barrena. Los que no eran canteros, etc., que no tenían ninguna especialidad, eran simplemente mano de obra y debían acarrear piedra. El campo tenía mucha necesidad de piedra, porque con ellas se hacían unos muros enormes para hacer las barracas, verdaderos edificios. La mejor manera era hacerlo subió a hombros por los presos. Si tenías suerte, te tocaba una piedra de unos siete u diez kilos. Pero si un día la SS te cogía como jefe de esquila, ibas bien listo. Es lo que a mí me pasó una vez, que me cargaron una piedra que pesaba unos cincuenta o sesenta kilos y si llegué arriba fue por puro milagro. El SS me reconoció porque yo llevaba gafas y me dijo:
-"Ah, tú eres el que estabas en el almacén, ¿eh?".
Era un SS de estos jóvenes ¡y con una mala leche que tenía! Me identificó como uno de los que habían estado en el almacén de la ropa y me dijo que hasta ahora yo me las había mamadas dulces y que ya vería lo que era bueno. Me llamó, pues, y yo me temía que me moliese a palos, pero simplemente me mandó que me pusiera una piedra enorme en el cuello. Me tuvieron que ayudar a ponérmela al cuello y ya me ves a mí subiendo escaleras arriba; yo pensaba que si se me caía la piedra, o caía yo, que ya estaba listo. O bien llegar arriba del todo o morir.
Porque si la piedra me caía al suelo podía aplastarme y, luego, no habría podido volverme a cargar. La cuestión es que pude llegar hasta arriba y desde entonces mi trabajo consistió en escabullirme de aquel SS, de modo que no fuera cuando yo fuera a trabajar en la cantera. Así debía camuflarse y procuraba no encontrarme porque pensaba que si me hacía volver a cargarme una piedra como aquella ya no lo explicaría.
Trabajos en otros Kommandos
Antes de ir a parar a la cantera me pasé seis o siete meses trabajando
en el Kommando que se ocupaba de la ropa. Esto
es lo que me salvó la vida. Después cayó
todo el Kommando en
desgracia porque su cabecilla
robaba ropa y joyas
de los deportados. Un día le pescaron y
lo encerraron en otro
campo, como prisionero. De SS pasó a ser prisionero.
Entonces caímos todos
y al que hacía de secretario del cabeza, que
era un abogado vienés, lo mataron. Le dieron
una paliza tan fuerte que,
desesperado, salió de allí donde lo apaleaban y fue a pegar a la alambrada eléctrica. Era un abogado cristiano-demócrata.
Y entonces me volvieron a llevar en un barracón
del interior del campo. Antes estaba como
prominentes en una
situación privilegiada: iba limpio,
no tenía piojos, incluso dormía con sábanas.
En aquella época estaba como un rey.
En la cantera, no estuve mucho tiempo porque me
llevaron al Kommando que tenía que sacar la basura de los depósitos. Debieron
elegirme porque estaba relativamente fuerte y por este trabajo buscaban los
menos delgados. Ya adelgazaría pronto, ya ....En ese momento debería pesar unos
cuarenta y cinco o cincuenta kilos. Mi peso normal es de unos setenta o setenta
y cinco kilos. Se me hinchaban las piernas, se me hacía agua, era el edema
propio del hambre. En aquellos momentos mi moral era bastante baja, pensaba que
si seguía así mucho tiempo no lo resistiría. Pero, a pesar de todo, fui
aguantando.
La solidaridad
La solidaridad entre nosotros se organizó más tarde de haber llegado yo al campo. Cuando llegamos nosotros, en el campo sólo había alemanes, polacos y españoles. También había alguien que procedía de las Brigadas Internacionales, algún húngaro, checo, pero no muchos.
El comportamiento de los alemanes presos fue, en general, malo. Incluso de los presos políticos. Hubo muchos que se dejaron vencer por el miedo y hacían entonces el papel de verdugos. Claro que había muchos de nazis. Los polacos miraban muy por encima tuya. Cuando convenía, si los obligaban, también hacían alguna brutalidad. Está claro que no se puede generalizar... Pero la brutalidad y la crueldad se contagiaban.
Entre los españoles se organizó la solidaridad gracias a que había un grupo que se mantuvieron muy íntegros, muy enteros. Los primeros que se organizaron de una manera política y mantuvieron cohesión, eso no lo podemos olvidar, fueron los comunistas. También lo hicieron enseguida los grupos sindicalistas. Como es lógico, primero se ayudaban entre ellos. Fueron los primeros en organizarse puede que por el hecho de que llegamos juntos y que hacíamos una vida aislada frente a los alemanes. También llevaban la experiencia de una guerra y, además, habían ido a parar allí por motivos políticos, tenían una altura superior en el sentido moral. La ayuda a veces era más importante con palabras o gestos que no dando comida. En un momento en que yo iba hacia abajo moralmente fui a recibir tanta que no lo olvidaré nunca más. Muy importante para mí, fue en Bailina, desde el punto de vista moral y material. En el campo estuve siempre al margen de los grupos políticos. Me pareció que era una tontería trasplantar la lucha política entre los diversos grupos en el campo. Era como si dos leones que están enjaulados se enfrentaran entre ellos. Hubo un enfrentamiento entre anarquistas y comunistas, porque estas cosas se arrastran. Está claro que en algunos casos se ayudaron entre ellos pero eso no quiere decir que algunos de ellos no se pelearan verbalmente. Había discusión política, allí dentro. Como hablaban en castellano o en catalán y nadie los entendía, podían decir lo que quisieran.
Fe en la victoria
A mí allí dentro me mantenía la idea de salir con vida. Y de poderlo
explicar. Hacía mucho
tiempo que llevaba en la cabeza
la idea de K.L.Reich; pensaba que todo
aquello se tenía que saber,
que hubiera alguien que hiciera de notario. Que diera fe. Tenía una
fe absoluta en que ganarían los aliados,
esa no la perdí nunca.
Nuestras relaciones con los SS casi no existían,
nos ignorábamos mutuamente.
Nosotros nos hacíamos más con los kapos, a
los que odiábamos. Los kapos eran casi todos
delincuentes comunes. También había alguna excepción. Conocí un alemán, por ejemplo, muy inteligente. Inteligente, muy cultivado. Tenía
una visión muy lúcida de Alemania. Estaba allí
dentro porque tenía una fábrica
de balanzas automáticas. Importaba piezas de
Suiza de contrabando porque en
Alemania no tenían. Un día lo
pescaron y lo encerraron.
Primero estuvo un tiempo en la cárcel, y cuando
cumplió la condena, su mujer,
pensando que se haría así con la fábrica
del marido, lo denunció como enemigo del régimen y, claro, fue a parar
al campo. Y allí dejó los huesos. Se
murió porque cometió
una tontería. Él tenía, como consecuencia de la primera guerra mundial, una especie de quiste muy
grande en el estómago, como una
Llupià. Y un
médico de las SS le engatusó y le dijo
que aquello se lo podían sacar; se lo
dejó hacer, y allí se quedó. Porque el médico
sólo quería experimentar con él. Con mis compañeros
españoles hablaba mucho de la marcha de la guerra, eso era lo que nos
fascinaba más. Las
noticias siempre se filtraban. Aunque muchas
veces tardaban un poco. En el campo había una sección de radio y un Kommando
que se dedicaba a hacer sus reparaciones
y éstos se
dedicaban a escuchar las noticias
y hacerlas correr.
Escuchaban emisoras clandestinas o extranjeras. El humor de los SS, sobre
todo de los altos comandantes,
dependía de la marcha de la guerra. Los días
que había mal ambiente, y que
nosotros llamábamos "Ofensiva",
hacían correr más a la gente o los hacían
trabajar a palos y
nosotros pensábamos que los alemanes debían haber perdido alguna población
importante.
Las matanzas de judíos
De los judíos recuerdo escenas muy tristes. Presencié
la muerte de un grupo de judíos holandeses, deberían ser unos quinientos, que
fueron a parar allí mientras yo estaba en el Kommando de la ropa civil. No en
vano quedar ninguna, de judío. Ni uno. Los mataban de la manera más espantosa que
te puedas imaginar. Había de todo, jóvenes y viejos. Y los mataban simplemente
a palos. Y los que resistían, porque eso duraba días, entonces los gaseaban.
Los hacían subir unas piedras descomunales en la cantera, siempre estaban en
compañías de castigo. Los hacían trabajar corriendo, por ejemplo. Y cuando llegaban
cansados a las barracas y se tumbaban, entonces, a medianoche, cualquier SS que
estaba borracho, les hacía levantarse y les obligaba a hacer ejercicio físico.
Y sobre la nieve, en invierno, en el patio, los hacían saltar en cuclillas,
etc. bajo las patadas y palos de los SS. Y cuando ya se había terminado la
persecución estaban contentos porque habían dejado unos cuantos allí. Ellos
sabían que tenían que morir. Veían que no tenían ninguna perspectiva, ninguna
posibilidad. Nunca se salvó ninguno.
Matar por matar
Los SS partían de la idea de que todos los enemigos del nacionalsocialismo no merecían vivir. Ahora, había muchas maneras de matar. Nos podían fusilar, pero esto no daba rendimiento. Una manera de matarnos poco a poco era hacernos trabajar. Hasta que ya no quedara nadie con vida, hasta el exterminio total. Recuerdo haber visto muchas veces al comandante del campo, en Ziereis. Tenía pinta de bestia. Pero no todos los SS tenían esta pinta. Los había guapos; a uno le llamaban Gary Cooper. Todos tenían un apodo. Popeye era un kapo y tenía cara de marinero. Al intérprete que nos recibió, le decíamos Enriqueta, por su voz ...
Quizá la mayor impresión que
tengo de la estancia en el campo,
una de aquellas que te dejan anonadado, fue
un día que asistí a una paliza que dieron a
unos checos que entraron una noche. Yo asistí
porque en ese momento estaba en el
Kommando de la ropa
civil y los tenía que recoger la ropa y ponerlas
en sacos. En
Ziereis vino borracho
como una cuba, porque acababa de celebrar no
sé qué victoria. Comenzó el interrogatorio y los empezó a decir si
eran comunistas o
qué, y venga palos con la verga y coces,
puñetazos. Y entonces
en Ziereis la tomó con uno de los
checos y en un
rincón lo mató a golpes de
puño. A mí me
salpicó de sangre todo el uniforme. Esto
es una de las cosas más espantosas que vi.
No, no tenía miedo.
Estaba aterrorizado, simplemente.
Me sentía ya impotente.
Pero claro no podías
hacer nada. Sólo procurar
que no te tocara
a ti. Y esperar que
llegaran momentos mejores en que se podría hacer justicia.
No, no sentí el
deseo de revancha cuando se
terminó todo. Sólo
de justicia. Me parecía
imposible que estos crímenes
pudieran quedar impunes. Y no se ha hecho justicia.
Quienes cayeron en manos de las fuerzas aliadas,
por regla general, se hizo.
La liberación
Con la entrada de los americanos tal vez discrepo un poco de otros compañeros. Yo no estaba entonces en el campo central de Mauthausen, sino en otro campo más pequeño (Ternberg). Y todos los que entraron en el nuestro se portaron bien. Todos los SS fueron detenidos y con algunos se hizo justicia allí mismo. Nosotros estábamos en un Kommando y dio la casualidad de que todos los americanos que entraron eran de habla española, de California y Nuevo México. Nos entendíamos bastante bien y, por supuesto, no tuvieron demasiadas contemplaciones. Cuando vieron el espectáculo de aquellas fosas abiertas llenas de cadáveres y cadáveres, cubiertos con cuatro dedos de tierra -después los tuvieron que desenterrar a todos. Cuando vieron aquel espectáculo macabro, se indignaron. En otros campos, hubo americanos que no vieron nada, pero allí sí. Los últimos días se organizó la resistencia de manera que había algunos que estaban preparados, por si nos hacían entrar en las bocas minadas de la montaña, para hacer un intento desesperado. Nos podían meter en una de esas bocas y hacer volar toda la montaña. Cuando los alemanes vieron que estábamos dispuestos a jugarnos la vida, no lo hicieron. Claro que nosotros estábamos desesperados; no teníamos gran cosa, pero teníamos un par de pistolas, un fusil que habíamos recogido de la armería. Ellos nos cogieron miedo, creo. Y por eso lo dejaron correr.
(*) Este texto
no se había publicado nunca
en su totalidad. Sin embargo, una
buena parte aparece
reproducido a lo largo de los diversos capítulos del libro Los catalanes
en los campos nazis de Montserrat
Roig. Otra parte se publicó
en la revista "Serra
d'Or" del mes de noviembre de 1974, a raíz de la muerte
de Amat-Piniella. Finalmente, una
tercera parte -de la que cabe destacar la que desde el inicio de
la entrevista hasta la
explicación de la llegada a Mauthausen-
ha permanecido inédita hasta ahora. Para facilitar la
lectura del texto, se han añadido algunos títulos indicativos.
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