La prisionera
«¿Pero usted no lo adivina?... ¿usted no comprende que
mi tía me tiene aquí prisionera para venderme a D. José? […]
«Vamos a ver, Irene -le dije procurando tomar un tono
muy paternal-. ¿Por qué tenía usted tanta prisa en salir de la casa, donde no
debía temer las asechanzas de mi hermano?
[…]
Yo creí que usted no caería en semejante lazo, tan
torpemente preparado. Usted misma se ha lanzado al abismo... Y no se justifique
ahora con razones rebuscadas; llénese usted de valor y dígame el motivo grande,
capital, que ha tenido para abandonar aquella casa. Ese motivo no lo sé, pero
lo sospecho. Venga esa declaración, o me faltará la fe en usted que me es
necesaria para salir a su defensa. Nada hay más erróneo, Irene, que la mitad de la verdad.[…]
La mosquita muerta
¿Quieres que te la pinte en dos palabras?... Pues es
una mosquita muerta... No lo creerás, sé que no lo vas a creer y que
descargarás tu furor contra mí. […]
¿Quieres que te lo pruebe?... Cuando nos mudamos, en
aquel desorden de los baúles, sorprendí un paquete de cartas... no tienen
firma... ¿conocerás tú...? […]
La amenaza
-¿Sabes cuáles son mis armas? La publicidad, el
escándalo son espadas de dos filos que hieren a ti y a mi protegida. Pero no
importa: es inocente. Dios cuidará de ella. Te amenazo, pues, con la
publicidad, con el escándalo, y además con el juez. […]
Él lo sabe y se burla [El miedo al ridículo]
«Yo te he visto caracoleando en el cuarto de Irene,
haciéndola la rueda en el paseo, como un pavito real, muy hueco y filosófico;
yo te he visto relamido y sumamente pedante y traviatesco junto a ella... Es verdad que nunca sospeché que
te pudiera querer... Eres muy antipático...». […]
Por María Santísima, Máximo, no hagas el oso... Tú no
sirves para eso: nunca gustarás a
las mujeres».
Aun siendo tan poco autorizado quien las hacía, aquellas
burlas me mortificaban. […]
Ella también se reirá de ti [Es una hipócrita]
«Yo no comprendo el interés ridículo que te tomas por
la pobrecita Irene, que de seguro se reirá
de ti bajo aquella capita de bondad... porque eso
sí; otra que tenga mejores modos y que sepa esconder tan bien sus
picardías...». […]
Como un buen padre
Trabajo te mando, camaradita, porque no es oro todo lo que reluce. Y no es que yo quiera agraviar a la pobre Irene. Yo me he interesado por
ella, no como un sabio filósofo, sino como un buen padre, como un hermano. Que
viene doña Cándida a contarme que ha descubierto paquetes de cartas... Bueno,
¡cosas de chicas!, es natural que se
enamoren de cualquier pelagatos... es natural
que lo disimulen, que hagan mil tapujos y tonterías...
El miedo al escándalo
conociendo a José María como le conocía yo, bien podía
asegurarse que daba por perdido el juego. Su miedo al escándalo me garantizaba su vencimiento y
abandono de sus planes. Por el momento yo había triunfado, y lo mejor era
que había conseguido mi objeto sin gritería ni violencia. […]
El murmullo en el sueño [Intranquilidad de espíritu] ¿Qué le pasa a Irene?
¿En qué se debate?
De cerca, el cuchicheo era tan ininteligible como de
lejos; diálogo misterioso entre el alma y el sueño. […]
Confesión interrogatoria y deductiva
Entonces nació en usted el deseo de salir de la casa
de mi hermano... ¿Me equivoco? Usted necesitaba resolver pronto el problema de
su destino. Manuel se declararía más amante después de la velada, y
probablemente incitaría a su amada a procurarse independencia. Usted se sintió con bríos de actividad. Su
instinto de mujer, su corazón, su talento no le permitían un triste papel
pasivo. Era preciso dar algunos pasos y alargar la mano para
coger los tesoros que ofrecía la Providencia... Pero ahora tenemos una cosa muy
singular. ¿Es la Providencia o el Demonio quien, permitiendo la trampa armada
por mi hermano, le facilita a usted lo que ardientemente desea, que es salir de
la casa, adquirir libertad y comunicarse fácilmente con Manuel? […]
La diferencia entre mi razón práctica y mi razón pura [a mí que no me
saquen del plano teórico]
Yo, que tan torpe había sido en aquel asunto de Irene,
cuando ante mí no tenía más que hechos particulares y aislados, acababa de mostrar
gran perspicacia escudriñando y apreciando aquellos mismos hechos desde la
altura de la generalización. No supe conocer sino por vagas sospechas lo que pasaba
entre Irene y mi discípulo, y en cambio, desde que tuve noticia cierta de una
sola parte de aquel sucedido, lo vi y comprendí todo hasta en sus últimos
detalles, y pude presentar a
Irene un cuadro de sus propios sentimientos y aun denunciarle sus propios secretos. Aquella falta de habilidad mundana y esta sobra de destreza
generalizadora, provienen de la diferencia que hay entre mi razón práctica y mi
razón pura; la una incapaz, como
facultad de persona alejada del vivir activo, la otra
expeditísima como don cultivado en el estudio. Todo lo que dije a Irene al
confesarla, y que tanto la pasmó, fue dicho en teoría, fundándome en conocimientos académicos del
espíritu humano.
Lo que pienso
[Manuel] No hace más que lo que usted le mande».
-Te veo venir, palomita -pensé sonriendo en mi
interior-. Ahora quieres que yo te case... Temes, y lo temes con razón, que
haya inconvenientes... Primero: doña Javiera se opondrá; segundo: el mismo
Manuel... (estos soldados rasos son así...) después de su triunfo y de haber
tomado la plaza con tanto brío, no tendrá gran empeño en conservarla. Es de la
escuela de Bonaparte... Veo, Irenita, que no pierdes ripio... ¿Con que yo
mediador, yo diplomático, yo componedor y casamentero...? Es lo que me faltaba.
Díjele esto en
espíritu, que es como se dicen ciertas cosas.
Lo que piensa
-Sí; pero creí venir de paso -me respondió con una
decisión que me parecía nueva en ella-. Vine como se va a una estación de
ferro-carril para tomar el tren.
Y luego arrogante, altiva, como no la había visto
nunca, revelándome una energía que me pasmó, me dijo:
«Créalo usted,
pronto saldré de aquí, o casada o muerta».
¿Ironía? [Ella parece más sincera que él. No tiene miedo al
ridículo, no le importa descubrirse]
Esto está montado a la alta escuela, amigo Manso...
Aprenda usted para cuando se case...».
La confesión [El ideal se desploma]
«Pues mire usted, cuando yo era chiquita, cuando yo
iba a la escuela, ¿sabe usted lo que pensaba y cuáles eran mis ilusiones?... No
sé si esto dependía de ver la aplicación de otras niñas o de lo mucho que
quería a mi maestra... Pues bien, mis ilusiones eran instruirme mucho, aprender
de todas las cosas, saber lo que saben los hombres... ¡qué tontería!
Y me apliqué tanto que llegué a tomar un barniz... tremendo... La vocación de
profesora durome hasta que salí de la escuela de institutrices. Entonces me pareció
que me asomaba a la puerta del mundo y que lo veía todo, y me decía: «¿qué voy yo a hacer aquí con mis
sabidurías...?». No, yo no tenía vocación para maestra, aunque otra
cosa pareciera. Cuando habló usted a mi tía para que fuera yo a educar a las niñas
de don José, acepté con gozo, no porque me gustara el oficio, sino por salir de esta
cárcel tremenda, por perder de vista esto y respirar otra atmósfera. Allí descansé, estaba al menos tranquila; pero mi imaginación no descansaba...». […]
«Yo he sido siempre muy metida en mí misma, amigo
Manso. Así es que no se me conoce bien lo que pienso. ¡Me gusta tanto estar yo
a solas conmigo pensando mis cosas, sin que nadie se entrometa a averiguar lo
que anda por mi cabeza...! En casa de D. José yo cumplía bien mis deberes de
maestra, yo ganaba mi pan; pero ¡ay!, si supiera usted, amigo, lo que padecía para vencer mi tristeza
y mi resistencia a enseñar... ¡qué cargante oficio! ¡Enseñar gramática y aritmética! Lidiar con chicos ajenos, aguantar sus pesadeces...
Se necesita un heroísmo tremendo y ese heroísmo yo lo he tenido... Pero estaba
llena de esperanza, confiaba en Dios, y me decía: 'aguanta, aguanta un poco más, que
Dios te sacará de esto y te llevará a donde debes estar...'». […]
«¡Y qué agradecida estaba yo al interés que usted se
tomaba por mí! Pero como yo me guardaba de contarle a usted mis pensamientos,
usted no me comprendía bien...
Usted veía y
admiraba en mí a la maestra, mientras yo aborrecía los libros; no puede usted figurarse lo que los aborrecía y lo que ahora los
aborrezco... Hablo de esas tremendas gramáticas, aritméticas y geografías...»[…]
Esto no es nuevo para mí [¿Por qué no se sincera con ella? ¿Por qué se
mantiene en el plano de lo teórico?]
«Mire usted, Irene -le dije envalentonándome mucho y
empleando ese acento, esa seguridad que siempre tengo cuando generalizo-. Lo
que usted acaba de decirme no me sorprende mucho. Yo, sin comprender bien lo que
usted pensaba, advertía que el fondo difería muchísimo de la superficie.
Tenemos cierta práctica en estas cosas, ¿me entiende usted? Así es que a todos los engañaría
usted menos a mí... La antipatía a los libros de enseñanza no estaba tan
bien disimulada como otros secretos de usted más o menos tremendos. Y tanto lo
creo así, que me parece podría seguir y marcar, sin equivocarme, la evolución,
así decimos, de su pensamiento. Usted nació con delicados gustos, con instintos
de señora principal, con aptitudes de esas que llamo sociales, y que
constituyen el arte de agradar, de vivir bien, de conversar, de hacer honores y
de recibirlos, todo con exquisita gracia y delicadeza. Faltan las condiciones
atmosféricas para desarrollar esos instintos y esas aptitudes;
y por lo mismo que le faltan, usted las desea, aspira a ellas, sueña con
ellas... y véase por qué inesperado camino se las depara la Providencia. Cumple usted fatalmente la ley
asignada a la juventud y a la belleza; usted cae en
eso que antes se llamaba las redes del amor... cosa muy natural; pero que, a
más de natural, resulta ahora oportunísima, porque... Hablemos con claridad. Si Manuel se casa con Irene, como creo, y tal es su deber, tendrá Irene lo que
desea, será usted lo que debe ser... vaya usted contando:
esposa de un hombre notable; señora de una excelente casa, donde podrá darse
toda la importancia que quiera; dueña de mil comodidades, coche, criados,
palco...». […]
[Le habla de Irene como si fuera una tercera persona. Ni siquiera es capaz
de dirigirse a ella como amiga; ya no digamos como mujer de la que está
enamorado.
¿De qué tiene miedo?
Yo creo que tiene miedo de saltarse la norma: fundamentalmente, tiene miedo
al ridículo, por la diferencia de edad, de no actuar conforme a la razón, de
alejarse de lo establecido y convencional. En definitiva, creo que es víctima
de sus propios prejuicios. Por eso se convierte en su principal enemigo y se
ningunea a sí mismo. “Yo no existo”. Verdaderamente, actúa como si no
existiese.]
El completo desengaño
«Lo que yo aseguro a usted -me dijo-, es que mis
deseos han sido siempre los deseos más nobles del mundo. Yo quiero ser feliz
como lo son otras... ¿Hay alguien que no desee ser feliz? No... Pues yo he
visto a otras que se han casado con jóvenes de mérito y de buena posición. ¿Por
qué no he de ser yo lo mismo? Yo se lo he pedido a Dios, Manso. Para que me
concediera esto, he rezado tanto a Dios y a la Virgen...».
¡También
santurrona!... Era lo que me faltaba ya para el completo desengaño...
El tema eterno [La parte más bonita de la novela. Cuando advierte que la
quiere más allá del ideal que de ella se había conformado.]
¿Dónde estaba aquel contento de la propia suerte, la
serenidad y temple de ánimo, la conciencia pura, el exacto golpe de vista para
apreciar las cosas de la vida?, ¿dónde aquel reposo y los maravillosos
equilibrios de mujer del Norte que en ella vi, y por cuyas calidades, así como
por otras, se me antojó la más perfecta criatura de cuantas había yo visto
sobre la tierra? ¡Ay!, aquellas prendas estaban en mis libros; producto
fueron de mi facultad pensadora y sintetizante, de mi trato frecuente con la
unidad y las grandes leyes, de aquel funesto don de apreciar arque-tipos y no
personas. ¡Y todo para que el muñeco fabricado por mí se
rompiera más tarde en mis propias manos, dejándome en el mayor desconsuelo!... […]
Considerando su sobriedad, pasé a reflexionar otra vez
sobre el tema eterno.
«Quién sabe -me dije-, si una crítica completamente
sana y fría podría llevarte a declarar que aquellas supuestas, soñadas y
rebuscadas perfecciones constituirían, caso de ser reales, el estado más
imperfecto del mundo... Eso de la mujer-razón que tanto te entusiasmaba, ¿no
será un necio juego del pensamiento? Hay retruécanos de ideas como los hay de
palabras... Ponte en el terreno firme de la realidad y haz un estudio serio de
la mujer-mujer... Estos que ahora te parecen defectos, ¿no serán las
manifestaciones naturales del temperamento, de la edad, del medio ambiente?...
¿De dónde sacaste aquel tipo septentrional más frío que el hielo, compuesto no
de pasiones, virtudes, debilidades y prendas diferentes, sino de capítulos de libro y de hojas de Enciclopedia? Observa ahora la
verdad palpitante, y no vengas con refunfuños de una moral de cátedra a llamar graves
defectos a los que en realidad son tan sólo accidentes humanos, partes y modos de
la verdad natural que en todo se manifiesta. La pasión es propio fruto de la
juventud, y el arte de disimular que tanto te espeluzna es una forma de
carácter adquirida en el estado de soledad en que ha vivido esa criatura, sin
padres, sin apoyo alguno. Un poderoso instinto de defensa le ha dado ese arte,
con el cual sabe suplir la falta de amparo natural de la familia.
[Este es un espejo en el que él no se mira. El hombre-razón. El hombre
libre de las pasiones.]
Ese disimulo ha sido su gran arma en la lucha por la vida.
Se ha defendido del mundo con su reserva. Y esa ambición que tanto te desagrada
no es más que un producto del mismo desamparo en que ha vivido. Se ha
acostumbrado a deberlo todo a sí misma, y de ahí ha venido el prurito de emprenderlo
todo por sí misma. Arrastrada por la pasión, ha tenido flaquezas lamentables.
Su agudeza y su prudencia han sido vencidas por el temperamento... Hay que
considerar lo extraordinario de las seducciones con que luchaba. Enamorada, la
atraía el galán de sus sueños; pobre, la atraía el joven de posición. ¡Amor
satisfecho y miseria remediada!
Estos grandes imanes, ¿a quién no llevan tras sí? El espíritu utilitario de la
actual sociedad no podía menos de hacer sentir su influjo en ella. He aquí una huérfana desamparada que se abre camino, y su pasión esconde
un genio práctico de primer orden...». […]
Consistía mi nuevo mal en que al representármela
despojada de aquellas perfecciones con que la vistió mi pensamiento, me interesaba mucho más, la quería
más, en una palabra, llegando a sentir por ella ferviente
idolatría.
¡Contradicción extraña! Perfecta, la quise a la moda Petrarquista,
con fríos alientos sentimentales que habrían sido capaces de hacerme escribir
sonetos. Imperfecta, la adoraba con nuevo y atropellado afecto, más fuerte que yo
y que todas mis filosofías. […]
-¿Le parece a usted lo que ha hecho?... Es para matarlo...
Pues se quiere casar con una maestra de escuela... […]
[Manuel] Venía sumamente jovial. Le conocí que había
visto a su víctima; mas no pude suponer dónde ni cómo. […]
La venganza del maestro
-¿Serás capaz de hacer lo que yo te mande?
-Juro que sí -me dijo con entereza-.No hay nadie en el
mundo que tenga sobre mí dominio tan grande como el que tiene mi maestro.
-Yo concedo que por circunstancias especiales te
resistas a unirte a ella con lazos que duran toda la vida. Yo convengo en que podrías
considerar este casorio como un entorpecimiento en tu carrera... Podrías aguardar a que dentro de algún tiempo, cuando tu notoriedad fuera
mayor, se te presentara un partido brillantísimo, una de estas ricas herederas
que se pirran porque las llamen ministras... Eres medianamente rico; pero tu fortuna
no es tan considerable, que puedas aspirar a satisfacer las exigencias, mayores
cada día, de la vida moderna. La riqueza general crece como espuma y las
competencias de lujo llegan a lo increíble. Dentro de diez o quince años quizás
te consideres pobre, y quién sabe, quién sabe si las posiciones oficiales que
ocupes ofrezcan un peligro a tu moralidad. Piénsalo bien, Manuel, mira a lo futuro, y no te dejes
arrastrar de un capricho que dura unas cuantas semanas. Ten por seguro que si te dispensan la edad, entrarás en el
Congreso antes de tres meses. Al año, ya tus grandes facultades de orador te
habrán proporcionado algunos triunfos. Te lucirás en las comisiones y en los
grandes debates políticos. Puede ser que a los dos años de aprendizaje seas
lugarteniente de un jefe de partido, o coronel de un batalloncito de dragones.
De seguro acaudillarás pronto uno de esos puñados de valientes que son la
desesperación del gobierno. Te veo subsecretario a los veinte y seis años, y ministro
antes de los treinta. Entonces... figúrate:
un matrimonio con cualquier rica heredera americana o española remachará tu fortuna,
y... no te quiero decir lo que esto valdrá para ti...
Él me miraba atento y pasmado. Yo, firme en mi
propósito, continué así:
«Ahora examinemos el otro término de la cuestión. La
pobre Irene... Es una buena chica, un ángel; pero no nos dejemos arrastrar del
sentimentalismo. De estos casos de desdicha está lleno el mundo. La que cae, cae, y adivina quién
te dio... Supongamos que tú, inspirándote ahora en ideas de
positivismo das por terminada la novela de tus amores, la rematas de golpe y
porrazo, como el escritor cansado que no tiene ganas de pensar un desenlace. La
víctima llorará mucho; pero los ríos de lágrimas son los que al fin resisten
menos a las grandes sequías.
Al dolor más vivo dale un buen verano y verás... Todo
pasa, y el consuelo es ley del mundo moral. ¿Qué es el universo? Una sucesión
de endurecimientos, de enfriamientos, de transformaciones que obedecen a la suprema
ley del olvido. Pues bien, la joven se oculta, se desmejora; pasa un año, pasan
dos, y ya es otra mujer. Está más guapa, tiene más talento y seducciones
mayores. ¿Qué sucede? Que ni ella se acuerda de ti, ni tú de ella.
Es verdad que su
pobreza la impulsaría quizás a la degradación; pero no te importe, que la Providencia
vela por los menesterosos, y esa discreta y bonita joven encontrará un hombre
honrado y bueno que la ampare, uno de estos solterones que se acomodan a la
calladita con los restos del naufragio...».
[Le quiere hacer responsable de la suerte de Irene]
-Por vida de las ánimas -gritó Peña con ímpetu, sin
dejarme acabar-, que si no le tuviera a usted por el hombre más formal del
mundo, creería que está hablando en broma. Es imposible que usted...
Lo que yo decía hubiera sido insigne perfidia, si no
fuera táctica, que mi discípulo descubrió antes de tiempo. Anticipándose a mi estratagema,
me descubría lo que yo quería
descubrir. No me quedaba duda de la rectitud de su corazón...
«No siga usted -exclamó levantándose-. Yo me marcho:
no puedo oír ciertas cosas...».
Y yo entonces me fui derecho a él, le puse ambas manos
sobre los hombros, hícele caer en el asiento. Cada cual quedó en su lugar con
estas palabras mías:
«Manuel, esperaba de ti lo que me has manifestado. Al
suponer que yo bromeaba, veo que sabes juzgarme. No estaba seguro de tu modo de
pensar, y te armé una argumentación capciosa. Ahora me toca a mí hablar con el
corazón... ¿Quieres un consejo?
Pues allá va... Ni sé cómo has esperado a pedírmelo; no sé cómo has creído que
fuera de tu conciencia hallarías la norma de tu conducta... Para concluir: si no te casas, pierdes mi amistad; tu maestro acabó para
ti. Toda la estimación que te tengo será menosprecio, y no me acordaré de ti
sino para maldecir el tiempo en que te tuve por amigo...».
La maestra
Yo me había propuesto no ver más a Irene, porque no
viéndola estaba más tranquilo; pero un día se empeñó Manuel en llevarme allá, y
no pude evitarlo. La que fue maestra de niños y después lo había sido mía en ciertas cosas, se alegró mucho de verme, y no lo disimulaba. Pero su gozo era de orden
de los sentimientos fraternales y no podía ser sospechoso al joven Peñita que,
a su modo, también participaba de él. Hablamos largo rato de diversas cosas:
ella me mostraba la variedad y extensión de sus imperfecciones, encendiendo más
en mí, al apreciar cada defecto, el vivo desconsuelo que llenaba mi alma... Habló
de mil tonterías graciosas y cada una de estas era como afilada saeta que me
traspasaba. Su frívolo gozo recaía gota a gota sobre mi corazón como ponzoña...
Un gran escozor
sentía yo en mí desde el famoso descubrimiento; sospechaba y temía que Irene,
dotada indudablemente de mucha perspicacia, conociese el apasionamiento y
desvarío que tuve por ella en secreto, con lo cual y con mi desaire, recibido
en la sombra, debía de estar yo a sus ojos en la situación más ridícula del mundo.
Esto me acongojaba, me ponía nervioso. A
ratos me decía:
«¿Qué haré yo para quitarle de la cabeza esa idea? Y
de que tiene tal idea no me cabe duda... Es más lista que Cardona y sabe más
que todos los tragadores de bibliotecas que existimos en el mundo. Imposible,
imposible que dejara de comprender mi... Y si lo comprendió, ¡cómo se reirá del
pobre Manso, cómo se reirán los dos en la intimidad de sus soledades
deliciosas...! Si me fuese posible arrancarle ese pensamiento, o al menos sembrar
en su mente otros que, al crecer, lo ahogaran y comprimieran...».
Y ella, cuando hablaba conmigo, bondadosa hasta no
más, me miraba con ojos que a mí me parecían llegar hasta lo más lejano y
escondido de mi ser. Luego tenían sus labios una sonrisita irónica que
confirmaba mi temor y me inquietaba más. Cuando me miraba de aquel modo, yo
creía oírla hablar así en su interior:
«Te leo, Manso; te
leo como si fueras un libro escrito en la más clara de las lenguas.
Y así como te leo
ahora, te leí cuando me hacías el amor a estilo filosófico, pobre hombre...».
Fragmentos seleccionados de El amigo Manso, de Benito
Pérez Galdós
Démosle la vuelta:
Lo ridículo es renunciar voluntariamente a la libertad. Dejar de ser uno mismo
por miedo al fracaso.
Tengo
un hijo de cuarenta y dos años ridículo. Ridículo porque es hijo mío,
encarcelado en su matrimonio debido a que yo huí del mío, la importancia que
eso ha tenido para él y la protesta contra mi vida personal que se ha obstinado
en hacer suya. La ridiculez es el precio que paga por haber sido transformado
demasiado pronto en un Telémaco, pequeño y heroico defensor de su madre
desatendida. No obstante, durante los tres años en que sufrí
accesos intermitentes de depresión, fui mil veces más ridículo que Kenny. ¿Qué quiero decir con la
palabra ridículo? ¿Qué es la ridiculez? Renunciar voluntariamente a tu
libertad, ésa es la definición de ridiculez. Si te quitan la libertad a la fuerza,
no hace falta decir que no eres ridículo, excepto para quien te la ha quitado
violentamente. Pero quien se deshace de su libertad, quien está deseando
deshacerse de ella, entra en la esfera de lo ridículo, que hace pensar en la
más famosa de las obras de Ionesco y que ha sido cantera de la comedia en toda
la historia de la literatura. Quien
es libre puede estar loco, ser estúpido, repelente, sufrir precisamente porque
es libre, pero no es ridículo. Tiene dimensión como ser. Yo mismo era bastante ridículo
con Consuelo. Pero ¿durante los años en que fui cautivo del monótono
melodrama de su pérdida? Mi hijo, conformado
por el desprecio hacia mi ejemplo,
decidido a ser responsable en el mismo aspecto en que yo fui negligente,
incapaz de liberarse de nadie, empezando por mí... mi hijo tal vez no desee
conocer más, pero yo voy por el mundo insistiendo en que yo sí y, aun así, lo
extraño se infiltra en mi vida. Los celos se infiltran. El apego se infiltra. El eterno problema del apego. No, ni siquiera el hecho de
joder puede mantenerse totalmente puro y protegido. Y es en esto en lo que
fallo. Soy el gran propagandista de la jodienda,
pero no puedo hacer las cosas mejor que Kenny. Por supuesto, no existe el tipo de pureza con la
que sueña Kenny, pero tampoco existe la pureza con la que yo sueño. Cuando dos
perros folian, parece que hay pureza. Ahí sí, entre las bestias, nos decimos,
hay pura jodienda. Pero si lo comentáramos con ellos, probablemente
descubriríamos que, incluso entre los perros, y en forma canina, existen las
alocadas distorsiones del anhelo, de la idolatría, de la posesión, incluso del
amor.
Esta
necesidad. Este trastorno mental. ¿Cesará alguna vez? Al cabo de un tiempo, ni
siquiera sé por qué estoy desesperado.
El
animal moribundo, Philip Roth
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