miércoles, 24 de abril de 2013

"vaya, por un libro cuánto revuelo"





Entrevista exclusiva a Rafael Chirbes por Lorenzo Rodríguez Garrido [microrevista, 9 de abril de 2013]

Las novelas se escriben contra la literatura; Entrevista a Rafael Chirbes por Javier Rodríguez Marcos [El País, 21 de junio de 2003]
En la orilla, reseña de Ricardo Menéndez Salmón [microrevista, 9 de abril de 2013]

La gran novela de la crisis en España; Entrevista a Rafael Chirbes por Javier Rodríguez Marcos [El País, 2 de marzo de 2013]
En folio y medio; Antonio Muñoz Molina [El País, 9 de octubre de 1996]
La podredumbre según Chirbes, Fernando Valls [El País, 28 de febrero de 2013]


En la orilla vendría a formar un díptico con Crematorio, su novela anterior. La segunda es un retrato de la especulación inmobiliaria y aquí se cuenta la caída, los rescoldos mefíticos de todo aquello.
   
Se puede ver así, pero la verdad es que yo no pienso nunca en ciclos ni en nada de eso. También me dicen que las anteriores podrían ser un tríptico o que La buena letra y Los disparos del cazador forman un díptico. Escribo por mis propios impulsos a partir de lo que me desazona, me duele o me asusta. Eso me hace coger la pluma y poco a poco me va saliendo algo en lo que ni siquiera pensaba. Cada novela es un viaje al fin de la noche. Hay autores que tienen una visión más lúcida, más clara, pero en mi caso creo que la novela surge de una mezcla de voluntad y de inconsciente. Hay mucho subconsciente metido en mis novelas que va saliendo a medida que las voy escribiendo.

Yo veo el conjunto de su obra como un todo, una especie de “comedia humana”. 
  
Sí. Cuando escribí Mimoun, en el año 85 u 86, era un momento en el que todo el mundo miraba a Europa y todo era una comedia ligera y feliz; pues yo volví el foco hacia el sur, miré hacia África y ya puse el primer personaje que sigue la ruta de los que han aparecido hasta hoy: el que no tuvo valor en la transición y le pegó una patada a sus ideales para ascender. Es un tema que aparece en todas mis novelas. En este caso, ese personaje sería Esteban, aunque es un personaje más complejo.

Por su literatura y sus opiniones se trasluce que Vd. es un pesimista antropológico.

Algo de eso tengo. Yo estudié Historia y he vivido 63 años. El bien es algo casi invisible. La historia es un desastre hasta la derrota final. Y en la vida cotidiana también es un bien escaso, es difícil encontrarlo. Yo creo que priman el egoísmo, la voracidad, la lucha por el poder, por el ascenso social, por el dinero, por el sexo… Uno no para de recibir lecciones en ese sentido y, cuando pretendes esquivarlo, te lo encuentras de frente. Valores como la fidelidad o la amistad se dan en lugares cerrados y de manera muy pequeña.

Cito de la novela: A la gente le da todo igual; mientras no le tiren la basura del otro lado de la tapia, ni le llegue el olor de podredumbre a la terraza, se puede hundir el mundo en mierda.

Hay una especie de sálvese quién pueda. Hemos vivido una etapa en la que todos querían participar de la gran tarta y ahora parece que reclamamos solidaridad o piedad hacia los que lo están pasando peor. Pero la mayoría llevamos una vida muy provisional y a casi nadie se le ocurre decir que esta familia se venga a vivir con nosotros, que tampoco sería la solución. Yo creo que ahora es de buen gusto estar indignado, tener corazón, apiadarse de los demás en estos momentos, pero en realidad todo sigue funcionando como funcionaba, porque debajo de esa indignación no parece que haya ningún proyecto político ni social, no hay un sujeto histórico que canalice todo esto. Hace unos años era la clase obrera la que nos iba a llevar al paraíso. Ésa ha desaparecido porque ahora no sabemos cómo nos llamamos los que no mandamos. Hay mucho cabreado, pero también por puro egoísmo. En general, esos movimientos de indignación pueden tener muy malos resultados, como conocemos por la Europa de los años veinte y treinta.

La novela se abre con un cadáver en un pantano y toda ella gira en torno a sus aguas. El pantano funciona como un elemento simbólico.

Cuando empecé a escribir, lo único que sabía era que tenía que haber un pantano. Me parecía que tenía fuerza. El pantano es lo que se ha quedado detrás de la especulación, detrás de la modernidad, lo que se ha quedado detenido a la vez puro y sucio.

El perro que aparece aquí me ha hecho recordar a ese otro que aparece en La larga marcha.

Sí, en la primera parte de La larga marcha hay un perro y la segunda parte termina con dos perros que se pelean en la basura. En ésta quise empezar donde terminaba Crematorio, que termina con un perro escarbando en la carroña.

En alguna ocasión ha dicho que cada libro que escribe lo hace pensando en otro. En el caso de Crematorio mencionó La Celestina y a Lucrecio. ¿Qué libros ha tenido en mente durante la escritura de En la orilla?
El matrimonio entre La Celestina y Lucrecio sigue estando aquí. El primero me parece un libro maravilloso y Lucrecio ya sabemos que es el padre de todos los materialistas. Yo quería que la novela fuera un pulpo que tuviera ventosas en muchas direcciones, para que no fuera la historia de un personaje, sino el retrato de un país. He pensado mucho en John Dos Passos, en la trilogía, en Manhattan Transfer. Eso me ha servido para tener el valor de colocar esos monólogos. Yo no quería hacer el artificio de colocarlos en una trama, porque me parecía que tenían más fuerza así, que eran un puñetazo más duro. También tenía en la cabeza el Tristam Shandy o Historia de una barrica de Swift, en los cuales la acción se va disolviendo en digresiones. La duda que tenía era cómo mantener la tensión del libro, y ha habido que hacer un ajuste de lengua, procurando que no se me bajara el ritmo del libro. Me gusta que el lector pase por el mismo calvario que el autor, que la novela sea para él una especie de descarnamiento, que sea capaz de escuchar cosas que no le apetece oír sobre sí mismo.

Supongo que estará un poco harto de la etiqueta de escritor realista.

El realismo cae en una polémica que califico ya de cansina. En España fue especialmente virulenta en los años 70. Se decía que cualquier realismo era vulgar, antiestético, que no tenía ninguna calidad literaria. Pero cualquier indagación sobre uno mismo es una indagación sobre el mundo. Yo no puedo hablar de Chirbes sin contar lo que está pasando en el pueblo donde vivo. Luego está la visión de los esteticistas, que pretenden que la literatura sea un mundo aparte. Proust es un escritor realista, nos está contando la Francia de su tiempo. Yo salgo de él, como salgo de Musil, de Döblin, de Marsé. En el realismo puedo emplear las técnicas que me dé la gana lo mismo que hacía Galdós; su Torquemada sueña, tiene fantasías. La literatura no se puede separar de la vida, es fruto de su tiempo.

En la novela menciona a Blasco Ibáñez.

Le hago un homenaje con una frase que saqué de Cañas y barro y que dice algo así como que el agua del pantano tiene reflejos de té. Fue un novelista extraordinario y luego muy despreciado precisamente por los esteticistas, pero tiene novelas espléndidas (Arroz y tartana, La barraca, La horda, El intruso, lectura muy útil sobre el País Vasco) y después una maraña de novelas malas que han enterrado a las otras. A Sender le ocurre igual. Imán es una de las mejores novelas sobre la guerra, brilla como ninguna otra novela de principios de siglo en España. Siete domingos rojos y los primeros tomos de Crónica del alba también están muy bien.

Quizá Sender es poco leído porque estuvo en el exilio. Lo mismo que Max Aub.

Sí. En el fondo, todas estas discusiones suelen tener un trasfondo político. En la Transición hubo una operación de barrido de todo lo que suponía la memoria histórica, que después intentaron recuperar con las tonterías de Zapatero, cuando los socialistas fueron los que hicieron todo el trabajo de la Movida, en la cual invirtieron millones y millones en financiar conciertos, cantantes, pintores, fotógrafos, etc. Todo porque íbamos a entrar en Europa y había que borrar que éramos un país cainita. Fue entonces cuando se desalojó a todos los del exilio. Y luego con el sambenito de que son antiguos y españoles, para qué queremos más; pero resulta que Galdós y Clarín son los autores más cosmopolitas de su tiempo, viajan a París y conocen las literaturas extranjeras. Y Max Aub escribe casi toda su obra en el extranjero, habla un montón de idiomas y está en contacto con escritores franceses y alemanes.

Hace poco, en una entrevista, mencionaba a Fernando Aramburu y la última novela de Andrés Trapiello. ¿Está muy al tanto de la literatura española actual?

La sigo a saltos y por temporadas. Leo todo lo que va publicando Anagrama porque me mandan los libros. Por cierto, ha sacado dos o tres libros seguidos que me han gustado mucho: En tiempos de luz menguante, de Ruge; Limónov, de Carrère y Dos historias nada decentes, de Alan Bennet. Me gusta muchísimo Mauvignier. Tiene una novela maravillosa, durísima y hermosísima que se titula Hombres. Y de los españoles pues me interesan Pombo (Contra natura es excelente), Barba… También me ha gustado El anarquista que se llamaba como yo.

Entrevista exclusiva a Rafael Chirbes por Lorenzo Rodríguez Garrido [microrevista, 9 de abril de 2013]


Su generación llegó al poder con unas ideas que quedaron en el camino.

¿Al poder? La mitad de mi generación está por ahí alcoholizada, en los bares, o viendo partidos de fútbol. En La larga marcha, un personaje dice: "Al poder siempre llegan los peores", porque llega el que pacta con el gran hermano, en este caso, el grupo que entendió que lo ineluctable iba a llegar.

¿Por eso se refiere a la transición como una larga traición?

Es lo que descubre Max Aub en los sesenta: no hay dos Españas, sólo hay una, la otra no existe. Toda aquella enseñanza de la Institución Libre y los ateneos obreros no nos había llegado. Habían llegado tres poemas de Alberti, pero no esa manera de ver el mundo que no era el crucifijo y el Cara al sol en las escuelas. Aunque recordar esto es crear un problema porque se supone que hemos llegado a un acuerdo y ahora debemos llevarnos civilizadamente. Pero el que ocupó las tierras se quedó con las tierras ocupadas y el que ocupó la cátedra con la camisa azul se quedó con ella. Hubo un pacto para no matarse, pero hay que saber que alguien había perdido.

¿Se abandonó esa memoria?
El PSOE se quería ganar a las clases medias provenientes del franquismo, y esa memoria no le servía para nada... hasta que pierde las elecciones. Cuando se descubre que el vaso natural de la otra memoria es el PP se quedan sin referentes porque, como decía Benjamin, la memoria es la apropiación de un hecho pasado. "¿Y ahora?", se dicen. Y empieza la eclosión de la novela de la guerra. Surge el problema de la legitimidad.

¿En qué consiste?
La cuestión es: ¿usted de quién procede?, ¿en nombre de quién ostenta el poder? Aznar afirma proceder de ese liberalismo que dice: "En la guerra se mataron los rojos y los azules. Yo soy el centro e inauguro a Max Aub y a Lorca", y la Residencia de Estudiantes se convierte en objetivo privilegiado porque se está saqueando una parte de la memoria que otros han dejado saquear. Los socialistas se lo hubieran impedido uniéndola a su carro triunfal, pero no lo hicieron.

¿Sólo "cuando se perdió el poder, se ganó la memoria"?
Sí, se dicen: "Sólo si volvemos a ser los hijos de los republicanos tenemos algo que ofrecer a nuestros votantes".

Usted tampoco escapa a la crítica. ¿Sólo se puede escribir contra uno mismo?
Tus propios libros terminan contándote cosas que no querías oír. Además, todos mis personajes son yo: egoístas, odiosos, bondadosos...

¿Por qué recurre en Los viejos amigos a una sucesión de monólogos?
Porque es una época de dispersión: esa gente vive sola y va a morir sola. No hay un superyo moral que organice todo eso. Ni siquiera me valían los diálogos, porque no hay un proyecto común.
Pero lo hubo: la revolución, el fantasma de su novela.
Un fantasma idealizado y absurdo.

¿En qué momento se produjo la resignación?
Lo he dejado oscuro porque los personajes ven cómo sus proyectos se degradan. Ninguno hace el trabajo que quería. El escritor vende chalets, el arquitecto se rinde a su suegro... Hay un momento en el que se acepta la vida provisional, o sea, no se renuncia a la revolución, pero se dice: "Yo de momento voy a hacer esto otro". El problema es el "de momento".

"Lo que sabíamos iba contra lo que necesitábamos", escribe. Lo que desactiva la revolución no es la represión...
Es el dinero, el desarrollo.

¿Hay un punto medio entre ser colaboracionista o marginal?
No sé. Éste no es un libro de teoría política. Se trata de que cada uno se pregunte dónde está. Contar eso, que la vida no se puede vivir provisionalmente porque uno no se queda embalsamado, sino que se degrada. La vida es muy corta: crees que estás madurando, y lo que pasa es que te estás muriendo.

¿Y qué podemos hacer para no dejarnos morir de uno en uno?
Cuando no tienes un proyecto común estás muerto.

¿Por qué?
La idea de la muerte se vuelve tremenda cuando no hay continuidad, cuando morir es un acontecimiento, porque en las edades de oro no se moría: quedaba la obra, el trabajo.

Se dice de usted que es un novelista social.
No sé si social. Lo que pasa es que no me gusta que me engañen. A lo mejor lo que soy es un novelista orgulloso, por ir contra las versiones oficiales.

Eso supone creer que las palabras pueden cambiar algo, sin embargo, usted sostiene que la literatura es inane.
Tengo una sensación rara, porque sospecho de la cultura como forma de dominación. No como saber más sino como saber más que, como una forma de tapar la boca al otro. Hemos tomado el poder los de la palabra, y los que realmente hacen cosas -casas que no se caen, carreteras que no se hunden- son los que mueven la sociedad, eso sí, al dictado de una serie de señores que nos hemos apropiado de sus cabezas.

También es muy crítico con la literatura "ligera".
Estoy contra la literatura que te deja feliz contigo mismo y pensando que los demás son menos que tú porque no han leído lo que tú lees, contra la literatura como sofá y como trono.

Otra de sus críticas: el arte por el arte es "negocio por el negocio".
Esa idea viene de Hermann Broch. El arte por el arte es falta de escrúpulos. Las novelas se escriben siempre contra la literatura, que es lo que hay, lo establecido.

¿Ve demasiada comodidad en el panorama español?
Los escritores que han entrado en los grandes grupos han acabado siendo iguales, mirando el mundo desde el mismo sitio. A sus columnas les puedes intercambiar la firma. Hay mucha caridad cristiana, mucho no al chapapote, no a la guerra, no a Aznar. Todo eso lo doy por supuesto.

Tan crítico con "los suyos", ¿no tiene miedo de que lo llamen conservador?
¿Conservador? ¿Crees que los del PP se tragan este libro?

No lo leerán.
Ahí voy. Yo escribo para mi público. Con el señor Fraga, que fue ministro del Interior mientras yo estaba preso en Carabanchel, no tengo ninguna discusión ideológica que hacer. Intento escribir desde donde creo que se puede crear, desde mi generación y desde los que vengan por ahí. ¿De qué vamos a hablar Rato y yo? Tendré que hablar conmigo ¿no?

Las novelas se escriben contra la literatura; Entrevista a Rafael Chirbes por Javier Rodríguez Marcos [El País, 21 de junio de 2003]


En el año 2007, Rafael Chirbes publicó su octava novela, Crematorio […] Aquella obra feroz y bellísima podía resumirse en una idea expresada por el personaje de Federico Brouard, notario de cierta idea de fatalidad: «Vivimos en un lugar que no es nada: derribo de lo que fue y andamio de lo que será». […]
Una crisis [económica] que, en manos de Chirbes, se convierte en radiografía del pantano en que navegamos y naufragamos día tras día, amenazando con transformar en tierra baldía algo más que un simple paisaje de grúas, adosados y residencias de ocio. […]
La anécdota de En la orilla es simple: un carpintero, Esteban, arruinado por una pésima decisión inversora, debe despedir a los cinco empleados de su empresa mientras observa cómo todo se desmorona. Esteban narra la degradación del entorno físico y moral que le rodea, y mientras lo hace, Chirbes cuenta setenta años de historia de España, desde la muerte de los ideales del abuelo y el padre del protagonista a manos del fascismo, hasta la quiebra del Estado del Bienestar por obra y gracia de políticos, oligarcas y esa nutrida provincia de ilusionistas cuya más perversa conquista ha consistido en la desideologización de quienes un día constituyeron la clase trabajadora a cambio de prometerles el (supuesto) paraíso de la clase media.

En la orilla, reseña de Ricardo Menéndez Salmón [microrevista, 9 de abril de 2013]

"La gente dice que va a pasear por el campo y lo que hace es caminar entre escombros. Miras a los lados del tren y ahí los tienes: váteres, cañerías, ladrillos”. El tren del que habla Rafael Chirbes es el que le ha traído hasta Valencia. Nacido en Tavernes de la Valldigna en 1949, vive en Beniarbeig, un pueblo de Alicante, y es imposible oírle hablar de los escombros que ve desde el cercanías y no pensar en los que llenan su nueva novela, En la orilla, que Anagrama publica la semana que viene. Escombros reales y personales: los que produce el cierre de una carpintería que, arrastrada por la codicia de su dueño y por la crisis de la construcción, pone en la calle a cinco empleados cuyos hijos tienen cuatro problemas: desayuno, comida, merienda y cena. Amarrados a los 400 euros del paro, a la beneficencia y a una rabia que crece —“vosotros lo tenéis todo, yo tengo una escopeta”—, sus voces se alternan con la del jefe, Esteban, consagrado a sus 70 años a camuflar el embargo de la empresa y a cuidar de su padre. Los obreros ven difícil llenar la nevera; el patrón, llenar lo que le queda de vida.
“Yo soy todos los personajes”, dice Chirbes, que cuenta que lo único que tenía claro al sentarse a escribir era esto: en la novela habría un pantano, el lugar al que durante décadas han ido a parar los residuos de las obras y la carroña de animales y hombres. La palabra carroña está en la primera frase de En la orilla y estaba en la última de su anterior novela, Crematorio, publicada en octubre de 2007 y premio de la Crítica la primavera siguiente. En el fondo, una es la cara B de la otra. Si Crematorio era el pelotazo y la burbuja inmobiliaria pilotados por un arquitecto valenciano que cambió ideales políticos por corrupción política, En la orilla es el largo y resacoso invierno que sigue a aquella fiesta. Y que todavía dura.
Escribo de lo que veo. La relación entre las novelas viene después. En cada libro empiezas de cero: lo que en uno fue un hallazgo en el siguiente es un lastre”, subraya el novelista. “En el fondo, el tema es una excusa para las digresiones de los personajes. Por eso digo que todos son yo. Además, ninguno es del todo bueno ni malo, incluso las víctimas tienen sus mezquindades. No me gusta que los malos sean, además, tontos. ¿Un díptico con Crematorio? Pues vale. Aquella me dejó arrasado y esta me ha salido así de brutal: es mi novela más amarga”. En 2011 Crematorio, corrosiva sucesión de monólogos escritos a cuchillo […] En una novela la tensión debe estar en el lenguaje y no en la trama. En el libro la corrupción está como está en la vida. Y no es ya la diferencia entre imagen y palabra, es que era televisión: el cine se puede permitir una película divagante de una sentada, pero en la tele, como no dejes a uno en este capítulo con el cuchillo en alto, al mes que viene ya no sales. Luego, cuando dicen una frase del libro, te pones colorado. Escuchas a Pepe Sancho diciendo ‘porque el bien solo tiene un camino”.
En las novelas de Rafael Chirbes la crítica social es evidente, pero no maniquea, una actitud que él ilustra con una imagen tomada de D. H. Lawrence, enemigo de los escritores que ponen el dedo en un platillo de la balanza para inclinarla según sus gustos o su idea de la justicia: “Cuando escribo me importa un carajo la ideología de los personajes, la mía ya saldrá, inevitablemente. Inclinar la balanza es ir contra la literatura, que si tiene algo es que nos hace plantearnos las cosas y corregir nuestra mirada. Si te pones del lado del que más odias descubres tus propias contradicciones. Para personajes de una pieza ya tenemos a los políticos. No me gusta tratar al lector como a un gato al que se le pasa la mano a favor del pelo. Hay que pasársela a la contra, para que se levante. ¿Contra quién escribo? Contra mí mismo”. Con una voz tallada a base de Ducados, Rafael Chirbes insiste en esa idea a lo largo de la charla: mientras camina desde la estación del Norte, delante de un arroz caldoso, de paseo por Valencia (en esta iglesia hay una copia del San Pedro de Caravaggio; en ese hotel se celebró en 1937 el Congreso de Intelectuales Antifascistas; ahí estaba la librería a la que vino Max Aub en 1969…).
Para el autor de ensayos como El novelista perplejo o Por cuenta propia, una novela tiene algo de “almacén de voces”. De ahí su idea del artista como “un pararrayos que atrae las tensiones de su época”. “¿De qué va lo que escribo? Del estado del alma humana a principios del siglo XXI. Si para Balzac el alma de su tiempo eran 8.000 libras de renta, echemos cuentas”. En su opinión, el escritor que huyendo de la Historia no quiere ser testigo de su época termina siendo síntoma de ella. “Si no lo hubiera usado ya Lérmontov, el título de En la orilla podría haber sido Un héroe de nuestro tiempo”, explica. Finalmente, se inclinó por “un título de poco aspaviento; luego tú le buscas el simbolismo: en la orilla de Caronte, en la del pantano, en la de la vida, en la de la Historia”.
La Historia es importante para Chirbes: “¿No decían que el arte te lleva al psiquiátrico y la Historia, a la cárcel?”. Él, hijo de familia republicana, estudió Historia en Madrid después de pasar por Ávila, León y Salamanca como interno en colegios para huérfanos de ferroviarios: su padre murió cuando él tenía cuatro años. “Nunca he vivido con mi familia y con mi hermana no he discutido jamás, pero es cierto, la familia no deja de aparecer en mis libros, y nunca queda muy bien parada. Tal vez porque ha sido un núcleo de la historia de España. Y vuelve a serlo. Uno de los personajes de En la orilla repite eso que ahora se oye tanto: ‘Si esto no explota es porque la familia está ahí, porque los parados viven de la jubilación de sus padres”.
Tras años de militancia antifranquista, Carabanchel incluido, el escritor en ciernes se marchó a dar clases a la universidad de Fez. En Marruecos, sin exotismo alguno, está ambientada Mimoun, finalista del Premio Herralde en 1988. Era la cuarta novela que escribía, pero la primera que publicaba. Otras ocho vendrían luego a retratar los fantasmas de su autor, los claroscuros de su generación y las sombras de un país borracho de dinero rápido. En 1992, ese año, Chirbes publicó La buena letra, una novela corta que, protagonizada por una mujer represaliada durante la posguerra, se adelantó una década a la ola de ficciones sobre la Guerra Civil. “Una voz de mujer que le devuelve el pasado al hijo que quiere convertir la incómoda casa familiar en un solar”, así ha descrito La buena letra su propio autor, al que le gusta “bromear” diciendo que, en el fondo, era un libro contra el Decreto ley de Ordenación y Medidas Económicas aprobado el 30 de abril de 1985 y bautizado popularmente como ley Boyer, por el ministro de Economía de Felipe González. Aquel decreto permitía, por una parte, transformar las viviendas en locales comerciales independientemente de la calificación que tuvieran en los planes urbanísticos; por otra, suprimía la prórroga forzosa de los contratos de alquiler. “En 1991, poco antes de que se publicara la novela apareció en EL PAÍS un artículo que hablaba de esa ley”, cuenta Chirbes. “Lo escribió Isabel Vilallonga [entonces portavoz de Izquierda Unida en la Asamblea de Madrid], y si lo lees ahora ves cómo anunciaba todo lo que vino luego: subida de los precios, expulsión de los pobres del centro de las ciudades, especulación”.
Pese a su calidad literaria, sociología aparte, una novela así era entonces la voz en un desierto en fase de recalificación. Malos tiempos para la memoria. Nadie necesitaba un aguafiestas. ¿Cómo se hubiese leído 10 años después? “Quizás hubiera sido parte del coro, nada más”, responde su autor. “El escritor tiene que ser pulga y liebre para que no te atrapen. En cuanto te descuidas, te han trincado. Dicen: Crematorio, ¡cómo anunciaba! ¡qué lucidez!’. Te atrapan, pero nadie se da por aludido. Todo son modas. ¿Quién habla ahora de las fosas?”.
Con todo, La buena letra está detrás de un argumento que se repite cada vez que se habla de Rafael Chirbes: tiene más lectores en Alemania que en España. “Fue mérito de Reich-Ranicki, no de los libros”, dice él refiriéndose al prestigioso crítico literario que proclamó en su programa de televisión que La larga marcha, su quinta novela, era “el libro que necesitaba Europa”. Algo más tarde, cosa rara en alguien que pocas veces recomendaba dos obras de un mismo autor, se deshizo en elogios hacia La buena letra. La novela, además, protagonizó la tercera edición del programa del ayuntamiento de Colonia Un libro para una ciudad. Vendió 50.000 ejemplares en una semana. Los dos autores que habían precedido al escritor español eran Orhan Pamuk y Haruki Murakami.
A aquella historia de una mujer vencida le siguió, dos años más tarde y con idéntica maestría, Los disparos del cazador, la novela de un vencedor, un padre que —“es otro de mis temas”— carga con el desprecio de su hijo por haber ganado dinero. En su caso, con la guerra. En el caso del protagonista de Crematorio, con la corrupción inmobiliaria. “Los desprecian pero aceptan su dinero”, avisa el escritor. Como dice una de las voces de En la orilla, durante la posguerra no todo fue represión, “hubo su parte de negocio”: tierras, puestos administrativos y cátedras cambiaron de manos. “La Transición no quiso revisar todo eso. Nadie devolvió nada. La memoria llevada a sus últimas consecuencias es una amenaza para el presente porque todo sale de un crimen originario. Puro Walter Benjamin”. Posguerra y Transición, padres e hijos recorren también novelas como La larga marcha (1996), La caída de Madrid (2000) y Los viejos amigos (2003), que retratan la llegada al poder de una generación que, según Chirbes, rebajó sus ideales con un disolvente: el dinero. “La izquierda llegó al poder diciendo ‘no se puede porque están los militares’ y terminó ‘esto es un chollo”. De la ideología a la economía, de la resistencia a la abundancia: “Fue un ministro socialista el que dijo que España era el país de Europa en el que se podía ganar más dinero en menos tiempo”. “De la gran ilusión a la gran ocasión”, se lee en la nueva novela. “Esa frase es de Gregorio Morán. El libro está lleno de homenajes”.
“Si para algo sirve el dinero es para comprarles inocencia a tus descendientes”, dice otro de los personajes de En la orilla, cuyo protagonista es hijo de una víctima del franquismo pero íntimo del hijo de una familia franquista, un crítico gastronómico un tanto fantasma al que Chirbes ha prestado parte de su experiencia. “Sí, podría ser yo, pero engrandecido”, dice con sorna el escritor, que llegó a dirigir la revista Sobremesa. Allí publicó los reportajes de viaje —Pekín, Halifax, Leningrado, Coimbra— que en 2004 formaron el volumen El viajero sedentario. “Entrar en la revista evitó que entrara en política”, explica. “Ya no viajo. Vivo solo en Beniarbeig, fuera del pueblo, con dos perros y dos gatos. Leo, apenas escribo. Cocino. Si cocinas manchas mucho. Lo limpio. Pasa el tiempo. Ya sé que tan solo te puedes volver majara”.
Dice Chirbes que para escribir hace falta un desparpajo que a él se le ha ido. Aunque matiza: “Están las novelas, cierto, pero como son mentira… Aun así, tengo miedo de que venga un carpintero y me diga: ‘en las serradoras no se apoya uno”. El escritor sostiene que entre los valores que le quedan está la defensa de “las cosas bien hechas”, pero admite que sus libros defienden todavía ciertas ideas: “Y sobre todo, repugnan ciertos comportamientos: no aguanto la doble moral, y me molesta el que llega arriba y desprecia al de abajo. Hay una especie de amor por los de abajo en todos mis libros. No me acabo de curar de eso. Será porque vengo de clase baja. Su culpa o su inocencia se la ganan con el sudor de su frente. Aunque a veces los odias”.
Si los libros de Chirbes no dejan títere con cabeza, En la orilla deja aún menos resquicios para la esperanza. “Es una novela de sexo y dinero porque todo ya es envoltorio, una estafa”, dice el novelista, que escribe sin concesiones, pero es todo cordialidad en el trato. Cuando habla pregunta, se pregunta, se revuelve, duda. Bien pensado, como en sus libros: “Siempre había tenido momentos de emoción con las novelas. Con Mimoun estaba feliz, y cuando acabé La buena letra pasé tres meses que lloraba todos los días. Ahora, ni un instante de emoción. Ni siquiera mientras corregía, que siempre dices: ‘esto me ha quedado bien’. Nada. Como si fuera de otro, esquinado. Eso es una putada. Si no escribo, leo y doy de comer a los perros. Ya está. Antes escribía cuadernitos, ideas, lo que estaba leyendo, tonterías. Ahora ni eso. Tampoco sé la posición que tengo ante las cosas. Por eso en mis novelas hay tantas voces. Es lo que permite ver la realidad como un prisma… uf, eso sí que queda cursi; digamos que viéndole las distintas caras. No sé qué pensar. Leo: ‘las redes sociales arden’. Y se me ponen los pelos de punta. Digo: ‘esto es la Inquisición’. Clandestina y extendida. Lo mejor, estar calladito y escondido, pero ¿no será una cobardía? Digamos que he renunciado a mi vida social, lo cual está en contradicción con el hecho de que estemos hablando ahora, así que eso me provoca otra contradicción más. Como tampoco trato con gente literata, pienso: ‘vaya, por un libro cuánto revuelo’'. O sea, que estoy raro”.

La gran novela de la crisis en España; Entrevista a Rafael Chirbes por Javier Rodríguez Marcos [El País, 2 de marzo de 2013]

“las novelas de Rafael Chirbes son un ejemplo de dignidad solitaria, de aprendizaje y talento, de absoluto empeño de escritor al margen de cualquier reclamo de alta o baja moda, que de las dos hay. Lo que su lector asiduo encuentra en La larga marcha es la suma de lo que ya estaba en Mimoun, en la nunca considerada ni entendida En la lucha final, y sobre todo en esas dos novelas breves, estremecedoras y perfectas que son La buena letra y Los disparos del cazador: el arte para contar las vidas y los sentimientos de los trabajadores, la proyección de los destinos de los personajes en el tiempo de la historia contemporánea de España, los efectos del paso de los años, la desilusión y la pérdida de lo mejor que hubo en cada uno, el modo en que el mundo de los hijos sucede y borra al de los padres. También una percepción singular de las formas más escondidas de la ternura, entre mujeres y hombres y entre hombres y hombres, una ternura más difícil de precisar y contar porque quienes la sienten carecen del lujo, de las palabras más selectas y no siempre saben explicarse a sí mismos.
En folio y medio; Antonio Muñoz Molina [El País, 9 de octubre de 1996]

Los lectores más exigentes se quejan a veces de que apenas se escriban relatos sobre el presente, ocupándose de la conflictiva realidad social. Rafael Chirbes, tras la excelente Crematorio (2007), aborda en su nueva novela la actual crisis, que no ha resultado ser solo económica, sino también social y ética. Así, nos muestra cómo se fue gestando la debacle y de qué forma ha ido afectándonos. La acción transcurre en Olba, un pequeño pueblo cercano a Benidorm, durante 2010. Sirviéndose de la primera y la tercera persona, el estilo indirecto libre y el monólogo, además de diversas voces que van tomando la palabra, nos ofrece un fresco variado y completo: un microcosmos representativo del conjunto del país.
A pesar de que la narración tenga mucho de coral, el peso recae sobre Esteban, un hombre de 70 años cuya ebanistería y negocios inmobiliarios acaban de irse al garete, dejando en el paro a los trabajadores. La novela está compuesta por las reflexiones del protagonista, aunque se presenten contrastadas por los puntos de vista de diversos allegados. Esteban rememora un pasado común, para comprender la historia personal, familiar y social; los fantasmas que componen una existencia. Y no está mal recordar aquí que para el autor “la historia es pura carnicería”. A lo largo de estas cavilaciones hacen su aparición las distintas edades del hombre, aunque se ocupe sobre todo de la muerte, de los numerosos contratiempos que acarrea la vejez, la degradación del cuerpo (“como los cuerpos, las ilusiones mueren y apestan”, se lee) y del poder destructor del dinero.
El protagonista, al igual que algunos personajes de Robert Musil o Álvaro Pombo, es un hombre sin atributos ni sustancia, hasta el punto de que en un momento dado afirma: “Soy un esclavo en busca de amo”. Ni quiso ser escultor de joven, ni ha sentido interés alguno, a diferencia de su padre, por el oficio de carpintero, solo quería vivir... Y en el terreno de los sentimientos, a pesar de que nunca ha llegado a sentir aprecio por su progenitor, a quien tacha de “oscuro murciélago”, han terminado compartiendo sus vidas, y él cuidándolo. Ni siquiera tuvo fortuna con las mujeres, pues las más cercanas se alejaron de él: ni con Leonor, que triunfa como cocinera Michelin, tras casarse con Francisco, periodista y escritor, su mejor amigo, pero a quien no estima (en algunos aspectos, álter ego del autor); ni tampoco con Liliana, la criada colombiana que atiende a Esteban y a su padre, a la que tiene que despedir porque ya no puede pagarle, y cuya voz, a veces zumbona, aporta los únicos toques de humor que aparecen en la narración.
Pero, aunque no sea necesario buscarle antecedentes nobles, sí me gustaría recordar que el lector avezado que es Chirbes reutiliza con sagacidad nuestra tradición literaria, haciéndola suya, sobre todo el motivo calderoniano de la existencia como representación teatral; y en el logrado desenlace, el tema del ubi sunt, remedando las coplas de Jorge Manrique. La obra, por lo que se refiere al tratamiento del cuerpo, a su envejecimiento y podredumbre, se nutre también de la pintura de Francis Bacon y Lucian Freud, como en su anterior obra.
Chirbes nos proporciona una visión crítica, pesimista, incluso corrosiva, pero también lúcida, de la condición humana, como antes lo hicieron Miguel Espinosa o Thomas Bernhard: de los perversos mecanismos que rigen el funcionamiento de la sociedad, del triunfo y del fracaso; y de las relaciones personales: de la lucha que mantenemos con la familia, los amigos y los subordinados. O de cómo el mundo aparece gobernado por los pecados capitales: la avaricia, la ira, la lujuria y la gula sobre todo. Por ello, podría emparentarse la narración con la pintura de El Bosco o con algunas obras de Brecht yKurt Weill. No sorprende, por tanto, que el texto aparezca salpimentado con frases entre lapidarias y sentenciosas, del tipo: “La vida es sucia, el placer y el dolor sudan, excretan, huelen”, “No hay hombre que no sea un malcosido saco de porquería”...
Esta obra es una buena muestra de las infinitas y todavía inexploradas posibilidades del realismo, aquí una estética con ribetes expresionistas que echa mano de lo simbólico cuando lo considera adecuado, tal y como ocurre en el tratamiento que se le da al pantano fangoso próximo a Olba. Además, Chirbes, como casi todos los grandes escritores, cuestiona los usos espurios del idioma, la lucha entre “el lenguaje ideológico que oculta y el enunciativo que desnuda”. En la orilla es una gran novela que no deberían dejar de leer quienes quieran entender mejor el terrorífico arranque del siglo XXI, un tiempo sin dioses, plagado de trepas y seres corruptos, en el que el capitalismo financiero, con la complicidad de los Gobiernos conservadores y la pasividad de los socialdemócratas, ha ido acabando con el Estado de bienestar.

La podredumbre según Chirbes, Fernando Valls [El País, 28 de febrero de 2013]


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