El caso es que, sea cual sea la vía de aproximación, por debajo de los análisis de los estudiosos está el hecho de la espontánea naturalidad con que se asumen las contradicciones al parecer irresolubles del Quijote en la realidad de cada día. Acaso ese soñador, o mejor, esos soñadores contrapuestos de distinto signo [idealista, realista], conforman un sutil paradigma de lo que nutre en lo más hondo la propia naturaleza del ser humano, un ser que sueña y que ha hecho desde los sueños lo más glorioso y lo más deleznable de su obra y de su historia. En definitiva, todo el equilibrio y todo el desorden individual y social de nuestra especie están en la capacidad para inventar sueños en la esfera de la imaginación y ser capaces de llevarlos a término en la realidad de la vigilia. Hay sueños que quieren ignorar que conducen a la desdicha de muchos, y hay sueños que pretenden la felicidad general. Hay toda clase de sueños, individuales y colectivos, y entre ellos acaso uno de los más hermosos sea el del arte y la literatura. Pero nuestra sustancia de soñadores de lo sublime y de lo grotesco nos identifica fácilmente con don Quijote, y también con ese escudero suyo que sueña a ras de tierra.
Quizá la medular dualidad que presenta el libro nos afecta de una manera tan profunda porque es un misterioso reflejo de esa “simetría bilateral” que determina nuestra propia constitución física. Somos un ser doble, unido por el espinazo, como don Quijote y Sancho presentan una duplicidad unida por el espinazo de sus contrapuestas quimeras.
Selección de fragmentos de Ficción continua; Ecos y sombras del delirio quijotesco; José María Merino
Antonio Muñoz Molina
Del prólogo a la edición de don Quijote de la Mancha , Espasa Calpe 1996
La higuera, don Quijote, el verano; Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante]
Aniversario íntimo, Antonio Muñoz Molina [El País, 28 de abril de 1990]
La higuera, don Quijote, el verano; Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante]
Aniversario íntimo, Antonio Muñoz Molina [El País, 28 de abril de 1990]
Transmite inmediatamente su mensaje e impregna innumerables libros en que el héroe, en cierto modo, viene a ser “valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos” como decía de sí mismo el ingenioso hidalgo cuando consideraba el resultado de haber llegado a ser caballero andante.
Jim Hawkins, Tom Sawyer, el capitán de quince años, Guillermo Brown, La hija del capitán, Las aventuras de Huckleberry Finn y el esclavo negro Jim, Las aventuras del joven Kim O´Hara, Pickwick
Leopoldo Alas, Doña Berta, la historia de la alucinación senil de una señora que abandona la aldea en que ha vivido para partir hacia la lejana y peligrosa capital, con el propósito de desfacer un antiguo entuerto.
Benito Pérez Galdós, La desheredada, cuya protagonista vive una quimera y sueña contra la realidad, empujada por la equivocada idea de ser la descendiente de una casa noble, imbuida por su padrino, un canónigo pintoresco llamado Santiago Quijano-Quijada.
Centauros del desierto, John Ford.
El Quijote rompe la tradición de los espacios exóticos, lejanos, que inauguró la Odisea , y que en su día heredarían los libros de caballerías, llenos de ínsulas terribles, lagos encantados […] El Quijote cambia el sentido de los espacios dramáticos, los lleva de lo extraordinario y asombroso al pasar de cada día, inaugura una mirada diferente de los lugares domésticos, hace que todos los territorios puedan tener simultáneamente la inmediatez y la extrañeza de que se tiñe la Mancha en la novela, tan cercana a los lugares familiares del héroe y sin embargo capaz de sugerirle los sitios más misteriosos.
El tema del juego del autor apócrifo, tan ligado con lo que se ha dado en llamar “lo metaliterario”. Borges, que tanto conocía, señala que el escrito que se conserva dentro del escrito, en un círculo que escapa a la lógica formal y sólo puede ser aceptado en el mundo de la imaginación, proviene de la gran epopeya hindú Ramayana.
En El Quijote, lo metaliterario impregna toda la narración, en recursos de esta clase que pueden parecer burla pero que resultan invenciones o reinvenciones originalísimas. Ya en el momento del escrutinio de los libros, cuando el ingenioso hidalgo ha regresado a su casa tras la primera salida, aparece entre los libros que el cura y el barbero examinan La Galatea de Miguel de Cervantes, de quien el cura se declara gran amigo. El propio Cervantes entra en la novela al principio del capítulo IX, para explicar al lector cómo encontró casualmente en Toledo la continuación de la historia, en unos papeles escritos en árabe cuyo autor era Cide Hamete Benengeli. Claro que en los libros de caballerías se alude con frecuencia a los supuestos transmisores de las fabulosas historias, pero una enérgica vuelta de tuerca en esta línea de ficción, la entrada del recurso en la modernidad, la da Cervantes cuando, al principio de la segunda parte, hace que el bachiller Sansón Carrasco informe a Sancho Panza de que anda ya en libros la historia de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y éste se lo cuente a su amo.
Pensar que el propio Cervantes, burla burlando, se sintiese a sí mismo el sabio encantador que intervenía en las peripecias del desventurado hidalgo y su escudero, y hasta narraba su historia, nos llevaría a un punto muy interesante, pues cabría entonces la posibilidad de que Don Quijote tuviese razón, y los molinos fuesen verdaderos gigantes; y los rebaños, auténticos ejércitos; y las modestas ventas, soberbios castillos. Sería la intervención del mago, ese intermediario que, además, confiesa estar transmitiéndonos un texto ajeno, la que está manipulando la realidad de los sucesos. Quede ahí esa ambigüedad al menos como uno de los posibles efectos del juego de apócrifos y el espejo metaliterario, que aparecen en El Quijote de una manera revolucionaria, como un modo de elevar la novela hacia un “hiperespacio textual”, que tiene la extraordinaria ambición, no de poner el libro en la realidad de la vida, sino de meter la realidad de la vida dentro del libro.
En la misma segunda parte, en el capítulo XLIV, el autor señala, incidiendo en el juego del apócrifo, lo siguiente: “Dicen que en el propio original desta historia se lee que llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le había escrito…”
Esto es el colmo del artificio. Ya no se trata de que, en un momento determinado, Cervantes inmovilice a Don Quijote y al Vizcaíno con las espadas en alto porque confiesa no saber cómo continúa la historia, y que, tras rebuscar en el Alcaná de Toledo, encuentre unos papeles que le hacen conocer la solución, ni se trata de la remisión al autor verdadero, Cide Hamete Benengeli, que habría sido traducido por otro antes de que el texto llegase al autor que nos transmite la obra, sino que hay un texto anterior y superior a todos, el texto de verdad originario, donde no sólo están escritos don Quijote y Sancho y los personajes y lugares de sus hazañas, sino también Cide Hamete escribiendo El Quijote y su traductor traduciéndolo, e incluso siendo infiel al texto auténtico.
La imaginación de la cadena de textos que se van antecediendo puede hacernos sentir vértigo, pero desde luego ha sido fecundísima en esa tradición. […] Aunque no hay que olvidar que el gusto por el apócrifo, por el personaje fabuloso de que el autor es un mero intermediario, está firmemente asentada en la tradición ibérica, más que hispánica.
Juan de Mairena, Jusep Torres Campalans, los inventados por el portugués Fernando Pessoa.
También hay en El Quijote una asombrosa perspectiva metaliteraria, bastante conmovedora, cuando el lector escucha al héroe invocar al mago o al cronista que un día narrará sus hazañas y le hará famoso. [valor profético]. Puede que haya sido una mera fórmula para incrementar la idea de locura y arrogancia ridícula del caballero, pero desde la proyección actual es al menos sorprendente su segura insistencia en la fama de sus hazañas, que los siglos no se cansarán de pregonar. Si en ello se refugiaba una irónica satisfacción del escritor desconocido y menospreciado que fue Miguel de Cervantes entre los más notables colegas de su época, no cabe duda de que contenía una intuición clarividente.
Otro tema que aparece en El Quijote con mirada moderna y enorme capacidad de sugerencia es el del soñador y su sueño. También es asunto muy cercano a lo hispánico, transmitido desde la fuente indoeuropea a través de los árabes, el viejo tema del soñador de la mariposa.
Chuan Tzú, Abul Hassan Las mil y una noches, “Soñar despierto” de Agustín de Rojas Villandrando, La vida es sueño
El soñador soñado tiene mucho que ver con don Quijote: Alonso Quijano sueña ser Quijote y se convierte en don Quijote. Bien es verdad que cuando vuelve a recuperar el alma de Quijano no tiene dudas sobre su confusión, pero es que ya está en trance de muerte. Borges quedó fascinado por esa imagen profunda y certera, que le inspiró varios poemas: el soñador que se atreve a convertirse en su sueño, en un salto que prueba su coraje, su entereza. En alguna ocasión, Borges lamenta ser un Quijano que no se ha atrevido a convertirse en Quijote, a dar el salto transmutador. Pero aunque no nos atrevamos a dejar de ser Quijanos para convertirnos en Quijotes, en la propia posibilidad, en la incitación, hay ya una fuente permanente de estímulo y hasta una vía de consolación.
Además, en el paso de Alonso Quijano a su sueño hay una indudable fidelidad al mito. El sueño de Quijano y de don Quijote está relacionado con la nostalgia de la Edad de Oro, aquel tiempo vigoroso que sirve de motivo a uno de los más memorables discursos del ingenioso hidalgo. Quijano se hace Quijote para recuperar esa Edad de Oro, porque quiere que los viejos mitos que han dado fuerza e impulso a las cosas hermosas del mundo humano vuelvan a florecer, sobrevivan. Él es un defensor de los mitos, un soñador perdido en los mitos, que intenta recuperarlos. Los lectores sabemos que tras lo que su ridícula y anacrónica figura representa, hay un pálpito verdadero de belleza, de verdad y de justicia. Lo que sueña el estrambótico caballero es digno de ser soñado, de no ser olvidado, porque el mundo sigue necesitando que los débiles sean protegidos por el brazo de los héroes, que la fuerza y la soberbia de los poderosos sean doblegadas, que los entuertos individuales y sociales se desfagan y reparen. Sea o no capaz de ser su sueño, toda la gente de buena voluntad, por encima de la literatura, se siente algo heredera de aquel soñador. Volviendo al principio, en esa conexión con los sentimientos y los sueños cotidianos, y no en el éxito iconográfico, está otra de las razones profundas de que El Quijote sea un clásico. Acaso porque los clásicos son también aquellos libros que acaban formando parte inconsciente de la vida nuestra de cada día.
Otro aspecto importantísimo de El Quijote, éste acaso no previsto por su autor, es la irrupción en la modernidad del tema del doble, que tanta importancia tendrá más tarde, a partir del Romanticismo. Un asunto que, en El Quijote, se acaba consolidando por la propia fuerza de las circunstancias, como si también un mago malévolo se hubiese encargado de torcerle las cosas al propio Miguel de Cervantes. El mago malévolo ha sido en este caso real: el tordesillesco y apócrifo autor Alonso Fernández de Avellaneda, que mientras Cervantes se encuentra en el trance de escribir la segunda parte de las aventuras de su héroe, irrumpe en las librerías con la supuesta tercera salida del ingenioso hidalgo.
La novela de El Quijote está cristalizada en el dolor, y acaso sin ese dolor la obra no se habría cumplido tan hermosamente. Cervantes, como se ha recordado, es un escritor oscuro. En su vida ha publicado solamente la primera parte de La Galatea y, veinte años después, la primera parte de El Quijote. Sin duda la falta de éxito de La Galatea abortó la existencia de una segunda parte. Cervantes es un modesto cuasi-funcionario, lleno de trampas y problemas, a quien prácticamente ignoran o desprecian los escritores conocidos. Solamente ha conocido el éxito, un éxito popular pero que ha traspasado las fronteras españolas, con la primera parte de El Quijote, y ese éxito le ha permitido sacar del arcón y publicar todas las obras que tenía arrumbadas, sin duda por la imposibilidad de verlas publicadas antes: Las Novelas ejemplares, El viaje al Parnaso, las Comedias y Entremeses. El robo de su única obra conocida ha debido de ser para él una de las más amargas experiencias de su vida.
Sin embargo, tal robo origina que la segunda parte de El Quijote se escriba de una manera diferente de la prevista, que los itinerarios se modifiquen y que “el doble” aparezca por primera vez con toda naturalidad en la literatura moderna. Cervantes asume que existe otro Quijote, pero con una decisión extraordinaria en lo personal y en lo artístico, del mismo modo que ha convertido la supuesta publicación de la primera parte de las aventuras de su caballero en un factor más de la segunda, decide meter también en su novela al Quijote apócrifo. Recordemos el episodio del Caballero de los Espejos o del Bosque.
Utilizarlo para defender por contraste la autoría de su personaje y de su libro frente al plagiario, para demostrar la superior condición del suyo. Así, en la obra coexisten pacíficamente los dos Quijotes.
Don Quijote resulta un absoluto energúmeno y Sancho Panza un estúpido tragaldabas. Sin embargo, no se puede disfrutar completamente del libro de Cervantes sin conocer el de su ladrón, pues muchas alusiones se refieren a él. Por ejemplo, aquella jugosa charla en que, en una venta, se comparan ambos libros, y Sancho, instrumento sabihondo de la ironía metaliteraria de Cervantes, llega a decir lo siguiente.
Llevando las cosas aún más lejos, Cervantes hace entrar en su novela a don Álvaro de Tarfe, un personaje de la del tordesillesco autor.
Todos estos aspectos, el de la aventura misteriosa en lo cotidiano, el del apócrifo y su intrusión en el mundo real, el del texto que empieza a formar parte de sí mismo como elemento narrativo, la relación del soñador con sus sueños y delirios, el tema del doble, permitirían cierta lectura de El Quijote desde lo fantástico.
Lo familiar desindentificado: en la aventura de don Quijote en la cueva de Montesinos, o en la progresiva ambigüedad de las convenciones de lo real en las relaciones entre don Quijote y Sancho
Hay que remitirse otra vez a la consideración de Cervantes como gran manipulador: él controla el punto de vista, hace y deshace a su antojo, nos relata lo que quiere del libro de Cide Hamete Benengeli o del original previo. El mago escribe el texto y nosotros leemos lo que el mago quiere, no lo que verdaderamente está viendo y viviendo don Quijote.
Y es que El Quijote es más que un libro, es una mirada total, es una postura frente a la realidad y el sueño, y en él surge el embrión de muchos elementos de la imaginación literaria moderna. Incluso el gigantesco sarcasmo de que sea una novela contra las novelas, que supone su mejor seguro de supervivencia, la mayor garantía frente a todos los curas, barberos y bachilleres. Es el libro que nunca censurará ningún censor que censure todas las demás novelas, porque, aparentemente, es una novela contra las novelas. Los curas y los censores van a transmitir El Quijote convencidos de que traspasan un arma eficaz contra los peligros de la libre imaginación. Pero los lectores hemos ido sabiendo desactivar esa aparente espoleta antiliteraria que el libro contiene, y encontramos en él la médula de toda la gran literatura, esa invención maravillosa de la humanidad, que nos ha hecho entender el mundo y pensar que podemos hacerlo mejor o, al menos, soñar que lo intentamos.
Selección de fragmentos de Ficción continua; Ecos y sombras del delirio quijotesco; José María Merino
“Nunca hay que dar por leído al Quijote, nunca hay que darlo por supuesto. A muchas obras maestras reconocidas y santificadas les ocurre eso, que nos son tan familiares que nos creemos exculpados de la obligación de leerlas, y así resulta que algunos de los libros que más podrían hacer por nuestra felicidad y nuestra inteligencia apenas los frecuentamos, porque absurdamente los damos por sabidos. Pero no es algo que suceda sólo con la literatura.
Creemos, por ejemplo, que Las Meninas es un cuadro tan obvio que ya no puede reservarnos ninguna sorpresa, así que el día que entramos en El Prado y nos quedamos mirando esa pintura su visión nos sobrecoge como si nunca hasta entonces la hubiéramos tenido delante de los ojos, y lo que nos parecía más sabido se revela enigmático, y toda la niebla de las reproducciones y de los recuerdos inexactos se borra en un instante gracias a la maravilla urgente y material de ese cuadro. ¿Cuánto hace que no leemos Crimen y Castigo, Fortunata y Jacinta, Hamlet, Campos de Castilla, La Ilíada ?
¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que yo leí completo El Quijote, de la primera página a la última, desde la ironía ligera y triste del prólogo al –desocupado lector- hasta esos últimos episodios en los que la agonía y la muerte de Alonso Quijano alcanzan una categoría suprema de arte funeral, una tonalidad severa y serena de Réquiem?.
Hay que volver al Quijote no sólo para encontrar lo que ya conocemos, sino para descubrir lo que hasta ahora nos pasó inadvertido en todas las lecturas anteriores, para ponernos al día en un libro que parece estar cambiando siempre, que va más rápido que nosotros en nuestro aprendizaje de la vida y la literatura.
¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que yo leí completo El Quijote, de la primera página a la última, desde la ironía ligera y triste del prólogo al –desocupado lector- hasta esos últimos episodios en los que la agonía y la muerte de Alonso Quijano alcanzan una categoría suprema de arte funeral, una tonalidad severa y serena de Réquiem?.
Hay que volver al Quijote no sólo para encontrar lo que ya conocemos, sino para descubrir lo que hasta ahora nos pasó inadvertido en todas las lecturas anteriores, para ponernos al día en un libro que parece estar cambiando siempre, que va más rápido que nosotros en nuestro aprendizaje de la vida y la literatura.
Pedro Salinas, que leyó y amó tanto el Quijote, habla en alguna parte de “la novedad incesante de la tradición”. Ahora que la llamada vida cultural es una feria permanente de vanidades y de novedades, un supermercado en el que se nos acucia para estar al día, a la última, para no quedarnos anticuados sin remedio en quince minutos, el mejor antídoto contra la confusión de tanto fraude, de tantas cosas nuevas que al cabo de una temporada se han vuelto viejas o han dejado simplemente de existir, es procurar sustentarse con las novedades que vienen durando siglos, y no porque sean más rocosas y solemnes, más abrumadoramente catedralicias, sino porque a cada lector de cada generación de cada época le cuentan la misma historia y a la vez una historia distinta, se le presentan en la imaginación con una luz nueva que ya alumbró antes a otros muchos lectores, pero que siempre parece una luz recién originada, porque los grandes libros tienen la extraña virtud de parecer que fueron escritos para cada uno de nosotros, a la medida de cada una de nuestras edades, de cada estado de espíritu.
Antonio Muñoz Molina
Del prólogo a la edición de don Quijote de la Mancha , Espasa Calpe 1996
Este verano he vuelto al Quijote. Empecé queriendo releer la segunda parte. Pero a los pocos capítulos decidí empezar por el principio: por la dedicatoria, por el prólogo y los poemas burlescos, uno por uno. Tanto se ha escrito sobre el Quijote, tantas cosas inteligentes y apasionadas y también tantas tonterías, tanta hojarasca de discursos. Y sin embargo, basta abrir la novela y empezar el prólogo y lo asalta a uno su extraordinaria verdad, una voz que hasta entonces yo no creo que se hubiera escuchado en la literatura, la de un ser humano que interpela a otros, con la misma inmediatez con que Durero, por primera vez en la historia del Arte, nos mira directamente a los ojos desde su autorretrato, estremeciéndonos con su cercanía:
Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse…
No llevo ni una semana y ya estoy de nuevo tan golosamente enfermo del Quijote como lo estaba Alonso Quijano de sus libros de caballerías. Lo he leído tantas veces y ahora, este verano, es más nuevo que nunca: más cómico, más triste, más experimental, más lleno de amor por la literatura que nunca, más considerado con las vidas humanas, más tocado de ironía, de conocimiento supremo. Me dan ganas de ir dejando constancia aquí de cada descubrimiento, leyendo con un lápiz y un cuaderno a mano, pero más ganas me dan todavía de dejarme llevar por esa poderosa corriente que hay en el interior de cada novela verdaderamente grande, cada tarde, a la sombra de la higuera y del membrillo, en mi edén del verano.
La higuera, don Quijote, el verano; Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante]
Hace 374 años y unos pocos días se cerraron por última vez sus ojos, pero una parte de las cosas que vio y aun de las que no vio sigue viviendo en nosotros y hasta su propia mirada nos parece que se añade a la nuestra, y cuando leemos en voz alta sus palabras, cobijados en el silencio, muy entrada la noche, el metal de nuestra voz se hace más sosegado y más grave, como si fuera la suya, que sigue hablando a través de nosotros, igual que a través de él hablaron y respiraron otros hombres, el hidalgo enfermo de cólera y melancolía, el escudero cándido y codicioso, el galeote canalla que estaba escribiendo su autobiografía tan detalladamente que sólo podría darle fin unos minutos antes de que le llegara la muerte, los yangüeses, los disciplinantes, los cuadrilleros de la Santa Hermandad , los comediantes disfrazados de alegorías medievales, la muchedumbre que transita los caminos de La Mancha en un verano eterno de principios del siglo XVII y las páginas de un libro que no es tanto una novela como una apasionada y dolorosa declaración de amor a los libros y a las vidas, a la pluralidad de historias, miradas y voces que cada uno de nosotros encuentra en torno a sí con sólo abrir bien los ojos y aventurarse en el mundo y en el interior de su alma y de su memoria. Hace 374 años, un martes, 19 de abril, Miguel de Cervantes, tendido en el lecho de donde ya no se levantaría, dictó el prólogo del libro que más amaba entre todos los suyos, el Persiles, y calculó con extraña serenidad que su vida terminaría antes del siguiente domingo. "Tiempo vendrá quizá", escribió, "donde anudando este roto hilo diga lo que aquí me falta y lo que se convenía". Pero el tiempo se le había terminado: murió el viernes, seguramente en paz, sintiendo tal vez que si no había tenido la vida que le hubiera gustado vivir sí había escrito al menos los libros que su imaginación se merecía, y puede que cuando notara aproximarse el final se acordara de otra agonía inventada por él, la de su caballero Don Quijote, y que sospechara entonces algo que un novelista británico, Graham Greene, iba a escribir tres siglos más tarde: que el novelista ha de tener mucho cuidado con las historias que imagina porque algunas veces está vaticinando en ellas su propio porvenir.
Puede que aquel viernes de abril reviviera los instantes de cordura final en que su héroe reniega de la sinrazón, pero no del coraje, y decide llamarse de nuevo Alonso Quijano, y que pensara, también él, en abjurar de todas las fantasmagorías que le habían alimentado la vida, pero en lo más íntimo de sí sentiría con más fuerza el orgullo que la contrición, la serena certidumbre de haber legado a quienes le sobrevivían un arma de felicidad y de clarividencia, un libro que seguiría perpetuamente germinando en los libros y en los lectores futuros. Iba a morir, pero las cosas que él había mirado no serían negadas por la oscuridad cuando se cerraran sus ojos. Poetón viejo, hidalgo pobre, soldado manco, veterano de sucias cárceles y cómplice a su pesar de iniquidades sin excusa, erudito en casi todas las variedades del fracaso, intuiría que sólo gracias a la literatura se había salvado, a pesar de la pobreza, que nunca lo dejó de humillar, a pesar del desprecio de los literatos, que siempre lo habían mirado por encima del hombro, pues era un advenedizo, un urdidor de fatigosos versos torpemente rimados, de comedias nunca representadas o borradas por la indiferencia al cabo de unas pocas funciones. Pero nadie había amado la literatura tanto como él, aunque lo acusaran de no ser más que un mediocre bachiller que al filo de los 60 años tuvo la ocurrencia de publicar una novela desaliñada y arbitraria, un libro de risa que los entendidos desdeñaban y que sólo parecía digno de que lo leyeran los criados; nadie, desde la ingrata infancia, había sentido tan poderosamente la invitación de las palabras escritas, y no sólo de ellas, también de las historias que contaban los viajeros alrededor del fuego en la cocina de una venta o los pícaros en las escalinatas de las plazas, también de los jirones de aventuras y de misterios que se le aparecían a su inagotable asombro al andar sin rumbo por las calles de las ciudades y por los caminos de un país condenado a la decadencia y a la quiebra.
Leía siempre, siempre miraba y escuchaba, leía con el mismo fervor un papel roto que encontrara en la calle y un novelón de caballerías, y su amor por las mentiras de los libros era indiscernible del que lo atraía hacia todos los pormenores de la realidad. Amaba las cosas por el simple hecho de verlas existir, pero no amaba menos lo que nunca había existido. Le gustaba averiguar en las apariencias indudables su reverso de irrealidad y de fábula, y sabía que las cosas no siempre son como son, sino como decidimos que sean, como las recordamos o las inventamos. Una sórdida venta es también el castillo de una princesa embrujada y lasciva. La polvareda que levantan en los rastrojos del verano dos rebaños de ovejas puede ocultar la cabalgata de dos ejércitos hostiles. Un pobre hidalgo enloquecido y patético puede adquirir de pronto la dignidad de un héroe y hablar con la desengañada sabiduría de un filósofo antiguo. Una bacía de cobre herida por el sol fugaz de una mañana lluviosa relumbra instantáneamente como un yelmo de oro y es un yelmo de oro, y como alguien se empeña en jurar que no es yelmo sino bacía surge una tercera palabra que designa un objeto inexistente pero no imposible, el baciyelmo, que está hecho a medias con los materiales de la realidad y con las figuraciones de los sueños, como la sirena y los hipogrifos y los personajes de la literatura: como las personas que viven cerca de nosotros, porque cada una de ellas tiene un rostro visible y una conciencia que nos es tan ajena como las grutas del centro de la tierra, y aunque intentemos asiduamente saber quienes son de verdad las convertimos en figuras de nuestra imaginación y en sombras dibujadas por el deseo o tachadas por la indiferencia.
Nos enseñó al mismo tiempo a mirar y a desconfiar de la mirada, a dejarnos embeber por los libros y a prevenir la dulzura de su intoxicación: quien escribe, quien lee, está jugando, pero juega con fuego y corre peligro de abrasarse. Hace 374 años que se cerraron sus ojos, y nadie sabe cómo era su cara, porque todos sus retratos son falsos, pero cada vez que leemos su libro o que nos atrevemos a imaginar y a escribir es como si él estuviera mirándonos desde su lejanía de tres siglos con una sonrisa de ironía, de adivinación, de aliento, casi de piedad, como se miraría a sí mismo en los brumosos espejos de la vejez, como nos mira Velázquez desde el interior de Las meninas.
Aniversario íntimo, Antonio Muñoz Molina [El País, 28 de abril de 1990]
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