Fragmentos de El pozo, Juan Carlos Onetti
Fragmentos de Como la sombra que se va, Antonio Muñoz Molina
Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en lugar de los vidrios. […]
Después me puse a
mirar por la ventana, distraído, buscando descubrir cómo era la cara de la
prostituta. Las gentes del patio me resultaron más repugnantes que nunca. […]
Seguí caminando, con
pasos cortos, para que las zapatillas golpearan muchas veces en cada paseo.
Debe haber sido entonces que recordé que mañana cumplo cuarenta años. Nunca me hubiera
podido imaginar así los cuarenta años, solo y entre la mugre, encerrado en la pieza.
Pero esto no me dejó melancólico. Nada más que una sensación de curiosidad por
la vida y un poco de admiración por su habilidad para desconcertar siempre. Ni
siquiera tengo tabaco. […]
Encontré un lápiz y
un montón de proclamas
abajo de la cama de Lázaro, y ahora se me importa poco de todo, de la mugre y
el calor y los infelices del patio. Es cierto que no sé escribir, pero escribo de
mí mismo. […]
Lo difícil es
encontrar el punto de partida. Estoy resuelto a no poner nada de la Infancia.
Como niño era un imbécil: sólo me acuerdo de mí años después, en la estancia o
en el tiempo de la Universidad. […]
Pero ahora quiero
algo distinto. Algo mejor que la historia de las cosas que me sucedieron. Me
gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en
que tuvo que mezclarse, queriendo o no. O los sueños. Desde alguna pesadilla,
la más lejana que recuerde, hasta las aventuras en la cabaña de troncos. […]
Lo curioso es que, si
alguien dijera de mí que soy "un soñador”, me daría fastidio. Es absurdo. He vivido como
cualquiera o más. Si hoy quiero hablar de los sueños, no es porque no tenga
otra cosa que contar. Es porque se me da la gana, simplemente. Y si
elijo el sueño de la cabaña de troncos, no es porque tenga alguna razón
especial. Hay otras aventuras más completas, más interesantes, mejor ordenadas.
Pero me quedo con la de la cabaña porque me obligará a contar un prólogo, algo que me sucedió en
el mundo de los hechos reales hace unos cuarenta años. También
podría ser un plan el ir contando un "suceso” y un sueño. Todos
quedaríamos contentos. […]
Lolita, Nabokov, Humbert Humbert, Annabel Leigh
Aquello pasó un 31 de
diciembre, cuando vivía en Capurro [un
barrio de la ciudad de Montevideo]. No sé si tenía 15 o 16 años; sería
fácil determinarlo pensando un poco, pero no vale la pena. La edad de Ana María
la sé sin vacilaciones: 18 años. 18 años, porque murió unos meses después y
sigue teniendo esa edad cuando abre por la noche la puerta de la cabaña y corre
sin hacer ruido, a tirarse en la cama de hojas. […]
yo estaba triste o
rabioso, sin saber por qué, como siempre que hacían reuniones y
barullo. Después de la comida los muchachos bajaron al jardín. (Me da gracia
ver que escribí bajaron y no bajamos.) Ya entonces nada tenía que ver con ninguno.
[…]
Puede parecer
mentira: pero recuerdo perfectamente que desde el momento en que reconocí a Ana
María —por la manera de llevar un brazo separado del cuerpo y la inclinación de
la cabeza— supe
todo lo que iba a pasar esa noche. Todo menos el final, aunque
esperaba una cosa con el mismo sentido. […]
Me levanté y fui
caminando para alcanzarla, con el plan totalmente preparado, sabiéndolo, como
el se tratara de alguna cosa que ya nos había sucedido y que era inevitable
repetir. Retrocedió un poco cuando la tomé del brazo; siempre me tuvo antipatía o miedo. […]
Le dije la mentira
sin mirarla, seguro de que iba a creerla. Le dije que Arsenio estaba en la
casita del jardinero, en la pieza del frente, fumando en la ventana, solo. […]
Pero entonces yo no
la miraba con deseo. Le tenía lástima, compadeciándola por ser tan estúpida,
por haber creído en mi mentira, por avanzar así, ridícula, doblada, sujetando
la risa que le llenaba la boca por la sorpresa que íbamos a darle a Arsenio.
[…]
Ahora estaba seria y
vacilaba, con una mano apoyada en el marco, como para tomar impulso y disparar. Si lo
hubiera hecho, yo tendría que quererla toda la vida. Pero entró; yo
sabía que iba a entrar y todo lo demás. Cerré la puerta. Había una luz de farol
filtrada por la ventana que sacaba de la sombra la mesa cuadrada, con un hule
blanco, la escopeta colgada en la pared, la cortina de cretona que separaba los
cuartos. […]
Yo creo que
comprendió todo de golpe, sin proceso, de la misma manera que yo lo había
concebido. Dio media vuelta y vino corriendo, desesperada, hasta la puerta. […]
Ana María era grande.
Es larga y ancha todavía cuando se extiende en la cabaña y la cama de hojas se
hunde con su peso. Pero en aquel tiempo yo nadaba todas las mañanas en la playa;
y la odiaba. Tuvo, además, la mala suerte de que el primer golpe me
diera en la nariz. La agarré del cuello y la tumbé. […]
No tuve nunca, en ningún momento, la intención de violarla;
no tenía ningún deseo por ella., Me levanté, abrí la puerta y salí afuera. Me
recosté en la pared para esperarla. Venía música de la casa y me puse a
silbarla, acompañándola. […]
En el mundo de los
hechos reales, yo no volví a ver a Ana María hasta seis meses después. Estaba
de espaldas, con los ojos cerrados, muerta, con una luz que hacía vacilar los
pasos y que le movía apenas la sombra de la nariz. Pero ya no tengo necesidad de tenderle trampas
estúpidas. Es ella la que viene por la noche, sin que yo la llame,
sin que sepa de dónde sale. Afuera cae la nieve y la tormenta corre ruidosa
entre los árboles. Ella abre la puerta de la cabaña y entra corriendo. Desnuda,
se extiende sobre la arpillera de la cama de hojas. […]