viernes, 30 de mayo de 2014

Veinte años de un amigo



Las gafas de Plá, de Lennon, de Woody Allen, de Onetti, de Buddy Holly, de Harry Potter, de Gandhi, las de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes, las de Clark Kent, las de Sofía Loren, las de Sue Lyon en Lolita, las de James Joyce, las de Pessoa y...

Las que me pongo para sonreír



¡Felicidades amigo!




¿Ya no te las pones?


Extraño el tiempo en que era
Gafotas
 
  ahora que soy mamá que tristemente reparte alguna colleja
 
¡Felicidades!

miércoles, 28 de mayo de 2014

Matarlos con la indiferencia




"A Perfect Day for Bananafish", J.D. Salinger The New Yorker, 1948
Joyce Maynard: Cambie de opinión, hombre, Elvira Lindo [El País, 9 de septiembre de 2018]


Un día perfecto para el pez plátano
J.D. Salinger
(EEUU, 1953)
En el hotel había noventa y siete publicitarios neoyorquinos, y monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia de tal manera que la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina de bolsillo leyó una nota titulada El sexo es divertido... o infernal. Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada al lado de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.

Era una chica a la que una llamada telefónica no le hacía gran efecto. Daba la impresión de que el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que ella alcanzó la pubertad.
Mientras el teléfono llamaba, con el pincelito del esmalte se repasó la uña del dedo meñique, acentuando el borde de la luna. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca,
tomó del asiento junto a la ventana un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de luz, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya tendida y -ya era la cuarta o quinta llamada- levantó el tubo del teléfono.

-Hola -dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de
la bata de seda blanca, que era lo único que tenía puesto, salvo las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.

-Su llamada a Nueva York, señora Glass -dijo la operadora.

-Gracias -contestó la chica, e hizo lugar en la mesita de luz para el cenicero.

A través del auricular llegó una voz de mujer:

-¿Muriel? ¿Eres tú?

La chica alejó un poco el auricular del oído.

-Sí, mamá. ¿Cómo estás? -dijo.

-
He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no llamaste? ¿Estás bien?

-Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos acá han...

-¿Estás bien, Muriel?

La chica aumentó un poco más el ángulo entre el auricular y su oreja.

-Estoy perfectamente. Con calor. Este es
el día más caluroso que ha habido en la Florida desde...

-¿Por qué no llamaste? Estuve tan preocupada...

-
Mamá, querida, no me grites. Puedo oírte perfectamente -dijo la chica-. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...

-Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿Estás bien, Muriel? Dime la verdad.

-Estoy perfectamente.
Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.

-¿Cuándo llegaron?

-No sé... el miércoles, a la madrugada.

-¿Quién manejó?

-Él -dijo la chica-. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.

-¿Manejó él?
Muriel, me diste tu palabra de que...

-Mamá -interrumpió la chica-, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el camino, ésa es la verdad.

-¿No trató de hacerse el tonto otra vez con los árboles?

-Vuelvo a repetirte que manejó muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... podía notarse. Entre paréntesis, ¿papá hizo arreglar el auto?

-Todavía no. Piden cuatrocientos dólares, sólo para...

-Mamá,
Seymour le dijo a papá que pagaría él. No hay motivo, entonces...

-
Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el auto y demás...

-Muy bien -dijo la chica.

-¿Siguió llamándote con ese horroroso...?

-No. Ahora tiene uno nuevo.

-¿Cuál?

-Mamá... ¡qué importancia tiene!

-Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...

-Está bien, está bien.
Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 -dijo la chica, con una risita.

-No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...

-Mamá -interrumpió la chica-, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Acuérdate... esos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...

-Tú lo tienes.

-¿Estás segura? -dijo la chica.

-Por supuesto.
Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había lugar en la... ¿Por qué? ¿El te lo pidió?

-No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el auto.
Me preguntó si lo había leído. -¡Pero está en alemán!

-Sí, querida. Ese detalle no tiene importancia -dijo la chica, cruzando las piernas-. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos...

-Espantoso. Espantoso. En verdad es triste. Anoche dijo tu padre.

.. -Un segundito, mamá -dijo la chica. Cruzó hasta el asiento junto a la ventana en busca de sus cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama-. ¿Mamá? -dijo, exhalando el humo.

-Muriel... mira, escúchame.

-Te estoy escuchando.

-
Tu padre habló con el doctor Sivetski.

-¿Ajá? -dijo la chica.

-
Le contó todo. Por lo menos, así me dijo... ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan hermosas de las Bermudas... todo.

-¿Y entonces...? -dijo la chica.

-En primer lugar,
dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta en el hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad... una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la cabeza. Te lo juro.


martes, 27 de mayo de 2014

Not everybody gets corrupted



¿Por qué la vida merece ser vivida? Bueno, supongo que hay cosas que hacen que la vida merezca la pena vivirse. Por ejemplo, Groucho Marx y Willie Mays; y el segundo movimiento de la Sinfonía Júpiter; y la grabación de Potatohead blues por Louis Armstrong; y las películas suecas; y La educación sentimental de Flaubert; y Marlon BrandoFrank Sinatra, las fabulosas manzanas y peras de Cézanne, los cangrejos de Sam Wo, y el rostro de Tracy…”
Isaac Davis en Manhattan, de Woody Allen [1979]



Creo que la película Manhattan expresa en su conjunto esas cosas que hacen que la vida merezca la pena vivirse. Pero desde un punto de vista concreto y muy particular: tener relaciones con una adolescente muy guapa, madura e inteligente que está apasionadamente enamorada y tiene las ideas muy claras; tener una aventura con la amante de nuestro mejor amigo y salir indemne; permitirse el lujo de abandonar un trabajo que no nos satisface para asumir el riesgo de escribir un libro; descubrir que el exmarido idealizado de tu amante es un hombre vulgar, que tu mayor preocupación sea que tu exmujer va a publicar un libro contando detalles de vuestra vida privada y descubrir que, al fin y al cabo, no era para tanto [incluso poder reírte con los amigos del retrato que ofrece de ti], pasear y vivir en una ciudad en la que nos sentimos a gusto, mostrando sólo su lado más romántico y amable; mantener una conversación de madrugada y descubrir que uno se está enamorando de quien creía aborrecer; alimentar el deseo con citas románticas [carreras bajo la lluvia, visitas a planetarios y museos, tabernas o cafés con encanto, conciertos], poder descubrir a tiempo que uno se había equivocado y contar con una segunda oportunidad,…

He improvisado mi lista de las cosas que hacen que la vida merezca la pena:

Por los pocos momentos en los que sentimos la libertad de elección, por la satisfacción que provoca el trabajo bien hecho, por los momentos en los que a uno le asalta la idea de que ha hecho cuanto ha podido en un asunto concreto, por poder compartir momentos de alegría o belleza con seres queridos, por tener un hijo y/o contribuir en la educación o enriquecimiento de alguien, por la experiencia de enamorarse [aunque el amor no sea correspondido], por la experiencia de contemplar, escuchar o leer una obra de arte, o no necesariamente una obra maestra; basta con sentir asombro y curiosidad y que aquello que se admira encierra un mensaje que nos atañe y conmueve; por el entusiasmo e ilusión compartidos en algún proyecto; por los momentos de serenidad de espíritu, por practicar sexo después de haber alimentado el deseo durante horas; por sentirse amigo o advertir afinidad y señales de confianza y lealtad con otras personas; por sentirse en casa o en el lugar donde uno se encuentra cómodo o cree que es el adecuado, por la contemplación de ciertos paisajes o acontecimientos naturales, por los momentos en los que se consigue vencer el miedo; por los momentos de superación de objetivos y recompensa,…



lunes, 26 de mayo de 2014

Un tanque de tiburones



Era uno de esos domingos de mitad de verano en que todo el mundo repite: «Anoche bebí demasiado.» Lo susurraban los feligreses al salir de la iglesia, se oía de labios del mismo párroco mientras se despojaba de la sotana en la sacristía, así como en los campos de golf y en las pistas de tenis, y también en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufría los efectos de una terrible resaca.

—Bebí demasiado —decía Donald Westerhazy.

—Todos bebimos demasiado —decía Lucinda Merrill.

—Debió de ser el vino —explicaba Helen Westerhazy—. Bebí ¡demasiado clarete.

El escenario de este último diálogo era el borde de la piscina de los Westerhazy, cuya agua, procedente de un pozo artesano con un alto porcentaje de hierro, tenía una suave tonalidad verde. El tiempo era espléndido. Hacia el oeste se amontonaban las nubes, tan parecidas a una ciudad vista desde lejos —desde el puente de un barco que se aproximara— que podían haber tenido un nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba. Neddy Merrill, sentado en el borde de la piscina, tenía una mano dentro del agua, y sostenía con la otra una copa: ginebra. Neddy era un hombre enjuto que parecía conservar aún la peculiar esbeltez de la juventud, y, aunque los días de su adolescencia quedaban ya muy lejos, aquella mañana se había deslizado por el pasamanos de la escalera, y en su camino hacia el olor a café que salía del comedor, había dado un sonoro beso en la broncínea espalda a la Afrodita del vestíbulo. Podría habérselo comparado con un día de verano, en especial con las últimas horas de uno de ellos, y aunque le faltase una raqueta de tenis o una vela hinchada por el viento, la impresión era, decididamente, de juventud, de vida deportiva y de buen tiempo. Había estado nadando y ahora respiraba hondo, como si fuera capaz de almacenar en sus pulmones los ingredientes de aquel momento, el calor del sol, y la intensidad de su propio placer. Era como si todo le cupiera dentro del pecho. Doce kilómetros hacia el sur, en Bullet Park, estaba su casa, donde sus cuatro hermosas hijas habrían terminado de almorzar y quizá jugasen al tenis en aquel momento.
Fue entonces cuando se le ocurrió que si atajaba por el suroeste podría llegar nadando hasta allí.

No había nada de opresivo en la vida de Neddy, y el placer que le produjo aquella idea no puede explicarse reduciéndola a una simple posibilidad de evasión. Le pareció ver, con mentalidad de cartógrafo, la línea de piscinas, la corriente casi subterránea que iba describiendo una curva por todo el condado. Se trataba de un descubrimiento, de una contribución a la geografía moderna, y le pondría el nombre de Lucinda, en honor a su esposa. Neddy no era ni estúpido ni partidario de las bromas pesadas, pero tenía una clara tendencia a la originalidad, y se consideraba a sí mismo —de manera vaga y sin darle apenas importancia— una figura legendaria.
El día era realmente maravilloso, y le pareció que un baño prolongado serviría para acrecentar y celebrar su belleza.

Se desprendió del suéter que le colgaba de los hombros y se tiró de cabeza a la piscina.
Neddy sentía un inexplicable desprecio por los hombres que no se tiran de cabeza. Nadó a crol pero de forma poco organizada, respirando unas veces con cada brazada y otras sólo en la cuarta, y sin dejar de contar, de manera casi subconsciente, el un-dos, un-dos, del movimiento de los pies. No era un estilo muy apropiado para largas distancias, pero la utilización doméstica de la natación ha grabado ese deporte con ciertas costumbres, y en la parte del mundo donde habitaba Neddy, el crol era lo habitual. Sentirse abrazado y sostenido por el agua verde y cristalina, más que un placer, suponía la vuelta a un estado normal de cosas, y a Neddy le hubiese gustado nadar sin bañador, pero eso no resultaba posible, debido a la naturaleza de su proyecto. Salió a pulso de la piscina por el otro extremo —nunca usaba la escalerilla—, y comenzó a cruzar el césped. Cuando Lucinda le preguntó que adonde iba, respondió que iría nadando hasta casa.

Sólo podía utilizar mapas imaginarios o sus recuerdos de los mapas reales, pero eso era suficiente. Primero estaban los Graham, y a continuación los Hammer, los Lear, los Howland, y los Crosscup. Cruzaría Ditmar Street para llegar a casa de los Bunker y después de andar un poco pasaría por casa de los Levy y de los Welcher, para utilizar así también la piscina pública de Lancaster. Luego venían los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era estupendo, y vivir en un mundo con tan generosas reservas de agua parecía poner de manifiesto la misericordia y la caridad del universo. Neddy se sentía en plena forma, y atravesó el césped corriendo.
Volver a casa utilizando un camino desacostumbrado lo hacía sentirse peregrino, explorador; lo hacía sentirse un hombre con un destino, y estaba seguro de encontrar amigos a lo largo de todo el trayecto; no tenía la menor duda de que sus amigos ocuparían las orillas del río Lucinda.

Atravesó el seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la de los Graham, anduvo bajo algunos manzanos en flor, pasó junto al cobertizo que albergaba la bomba y el filtro y salió al lado de la piscina de los Graham.

—¡Hola, Neddy! —dijo la señora Graham—, ¡qué agradable sorpresa! Me he pasado toda la mañana tratando de hablar contigo por teléfono. Déjame que te prepare algo de beber.

Neddy comprendió entonces que, como cualquier explorador,
necesitaría hacer uso de toda su diplomacia para conseguir que la hospitalidad y las costumbres de los nativos no le impidieran llegar a su destino. No deseaba desconcertar a los Graham ni mostrarse antipático, pero tampoco disponía de tiempo para quedarse allí. Hizo un largo en la piscina y se reunió con ellos al sol; unos minutos más tarde, la llegada de dos automóviles cargados de amigos que venían de Connecticut le facilitó las cosas. Mientras todos se saludaban efusiva y ruidosamente, Neddy pudo escabullirse. Salió por la puerta principal de la finca de los Graham, pasó por encima de un seto espinoso y cruzó un solar vacío para llegar a casa de los Hammer. La dueña de la casa, al levantar la vista de las rosas, vio a alguien que pasaba nadando, pero no llegó a saber de quién se trataba. Los Lear lo oyeron cruzar la piscina a nado a través de las ventanas abiertas de la sala de estar. Los Howland y los Crosscup habían salido. Al dejar la casa de los Howland, Neddy cruzó Ditmar Street y se dirigió hacia la finca de los Bunker, desde donde, ya a aquella distancia, le llegaba el alboroto de una fiesta.

El agua devolvía el sonido de las voces y de las risas, y daba la impresión de dejarlas suspendidas en el aire. La piscina de los Bunker estaba en alto, y Neddy tuvo que subir unos cuantos escalones hasta llegar a la terraza, donde unas veinticinco o treinta personas charlaban y bebían. Rusty Towers era el único que se hallaba dentro del agua, flotando sobre una balsa de goma. ¡Qué hermosas eran las orillas del río Lucinda y qué maravillosa vegetación crecía en ellas! Acaudalados hombres y mujeres se reunían junto a sus aguas color zafiro, mientras serviciales criaturas de blancas chaquetas les servían ginebra fría. Sobre sus cabezas, una avioneta roja de las que se utilizaban para dar clases de vuelo daba vueltas y más vueltas, y sus evoluciones hacían pensar en el regocijo de un niño subido en un columpio. Ned sintió un momentáneo afecto por aquella escena, una ternura que era casi como una sensación física, motivada por algo tangible. Oyó un trueno a lo lejos. Enid Bunker se puso a gritar nada más verlo.
—¡Mirad quién está aquí! ¡Qué sorpresa tan maravillosa!
Cuando Lucinda dijo que no podías venir, creí que iba a morirme.

Neddy se abrió camino entre la multitud en su dirección, y cuando terminaron de besarse, Enid lo llevó hacia el bar; avanzaron lentamente porque Ned tuvo que pararse para besar a otras ocho o diez mujeres y estrechar la mano de otros tantos hombres. Un barman sonriente que había visto ya antes en un centenar de fiestas le dio una ginebra con tónica, y
Ned se quedó allí un instante, temeroso de tener que participar en alguna conversación que pudiera retrasar su viaje. Cuando parecía que iba a verse rodeado, se tiró a la piscina y nadó pegado al borde para evitar la balsa de Rusty. Al salir por el otro lado se cruzó con los Tomlinson; los obsequió con una cordial sonrisa, y echó a andar rápidamente por el sendero del jardín. La grava le hacía daño en los pies, pero ésa era la única sensación desagradable. La fiesta se celebraba únicamente en los alrededores de la piscina y, al llegar junto a la casa, Ned notó que se había debilitado el sonido de las voces. En la cocina de los Bunker alguien oía por la radio un partido de béisbol. Domingo por la tarde. Tuvo que avanzar en zigzag entre los coches aparcados y llegó hasta Alewives Lane siguiendo el césped que bordeaba el camino de grava de los Bunker. Ned no quería que lo vieran en la carretera en traje de baño, pero no había tráfico y cruzó en seguida los pocos metros que lo separaban del sendero de grava de los Levy, con un cartel de Propiedad Privada y un recipiente cilíndrico de color verde para el New York Times. Todas las puertas y las ventanas de la amplia casa estaban abiertas, pero no había signos de vida; ni siquiera un perro que ladrara. Ned rodeó el edificio y al llegar a la piscina vio que los Levy acababan de marcharse. Sobre una mesa al otro extremo de la piscina, cerca de un cenador adornado con linternas japonesas, había una mesa con vasos, botellas y platos con cacahuetes, almendras y avellanas. Después de atravesar la piscina a nado, Ned se sirvió ginebra en un vaso. Era la cuarta o la quinta copa, y había nadado aproximadamente la mitad del curso del río Lucinda. Se sentía cansado, limpio, y, en ese momento, satisfecho de encontrarse solo; satisfecho con el mundo en general.

Iba a haber una tormenta. La masa de nubes —aquella ciudad— se había elevado y oscurecido, y mientras descansaba allí un momento, oyó otra vez el retumbar de un trueno. La avioneta roja seguía dando vueltas, y a Ned casi le parecía oír la risa placentera del piloto flotando en el aire de la tarde; pero al oír el fragor de otro trueno se puso de nuevo en movimiento. El pitido de un tren lo hizo preguntarse qué hora sería. ¿Las cuatro, las cinco? Se imaginó la estación local, donde, en ese momento, un camarero con el esmoquin oculto bajo un impermeable, un enano con un ramo de flores envuelto en papel de periódico y una mujer que había llorado esperarían el tren de cercanías. Estaba oscureciendo de pronto; era el instante en que los pájaros más estúpidos parecían transformar su canto en un anuncio, preciso y bien informado, de la proximidad de la tormenta. Se produjo entonces un agradable ruido de agua cayendo desde la copa de un roble, como si alguien hubiera abierto una espita. Después, el ruido como de fuentes se extendió a las copas de todos los árboles altos. ¿Por qué le gustaban las tormentas? ¿Por qué se animaba tanto cuando las puertas se abrían con violencia y el viento que arrastraba gotas de lluvia trepaba a empellones por las escaleras? ¿Por qué la simple tarea de cerrar las ventanas de una casa antigua le parecía tan necesaria y urgente? ¿Por qué los primeros compases húmedos de un viento de tormenta constituían siempre el anuncio de alguna buena nueva, de algún suceso reconfortante y alegre? En seguida se oyó una explosión, acompañada de un olor como de pólvora, y la lluvia azotó las linternas japonesas que la señora Levy había comprado en Kyoto dos años antes, ¿o hacía sólo un año?

Ned se quedó en el cenador de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había enfriado el aire, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. La fuerza del viento había arrancado las hojas secas y amarillas de un arce y las había esparcido sobre la hierba y el agua. Como estaban aún a mitad de verano, Ned supuso que el árbol se hallaba enfermo, pero sintió una extraña tristeza ante ese signo del otoño. Hizo unos movimientos gimnásticos, apuró la ginebra y se dirigió hacia la piscina de los Welcher. Eso significaba cruzar el picadero de los Lindley, y le sorprendió encontrar la hierba demasiado crecida y los obstáculos desmantelados. Se preguntó si los Lindley habrían vendido sus caballos o si se habrían ausentado durante el verano, dejando sus animales al cuidado de otras personas.
Le pareció recordar que había oído algo acerca de los Lindley y de sus caballos, pero no sabía exactamente qué. Siguió adelante, notando la hierba húmeda contra los pies descalzos, en dirección a la casa de los Welcher, donde se encontró con que la piscina estaba vacía.

Esa ruptura en la continuidad de su río imaginario le produjo una absurda decepción, y se sintió como un explorador que busca las fuentes de un torrente y encuentra un cauce seco. Ned notó que lo dominaba el desconcierto y la decepción. Era bastante normal que los vecinos de aquella zona se marcharan durante el verano, pero nadie vaciaba la piscina. Los Welcher se habían ido definitivamente. Las sillas, las mesas y las hamacas de la piscina estaban dobladas, amontonadas y cubiertas con lonas. Los vestuarios, cerrados, y lo mismo sucedía con todas las ventanas de la casa, y cuando la rodeó hasta llegar al camino de grava que llevaba hasta la puerta principal se encontró con un cartel que decía: «Se Vende», clavado en un árbol. ¿Cuándo había oído hablar de los Welcher por última vez? ¿Cuándo —habría que decir, más exactamente— Lucinda y él se habían disculpado por última vez al recibir una invitación suya para cenar? No daba la impresión de que hubiese transcurrido más de una semana. ¿Le fallaba la memoria o la tenía tan disciplinada contra los sucesos desagradables que llegaba a falsear la realidad? A lo lejos oyó que alguien jugaba un partido de tenis. Aquello lo animó, disipando todas sus aprensiones, y permitiéndole enfrentarse con indiferencia al cielo oscurecido y al aire frío. Aquél era el día en que Neddy Merrill iba a atravesar a nado el condado. ¡Aquel día, precisamente! De inmediato inició la etapa más difícil de su viaje.
Alguien que hubiese salido a pasear en coche aquella tarde de domingo podría haberlo visto, casi desnudo, en la cuneta de la autopista 424, esperando una oportunidad para cruzar al otro lado. Podría habérsele creído la víctima de alguna apuesta insensata, o una persona a quien se le ha estropeado el coche, o, simplemente, un chiflado. Junto al asfalto, con los pies descalzos —entre latas de cerveza vacías, trapos sucios y parches para neumáticos desechados—, expuesto al ridículo, resultaba penoso. Ned sabía desde el principio que aquello era parte de su recorrido, que figuraba en sus mapas, pero al enfrentarse con las largas filas de coches que culebreaban bajo la luz del verano, descubrió que no estaba preparado psicológicamente. Los ocupantes de los automóviles se reían de él, lo tomaban a broma, y llegaron incluso a tirarle una lata de cerveza, y él no tenía ni dignidad ni humor que aportar a aquella situación. Podría haberse vuelto atrás, regresar a casa de los Westerhazy, donde Lucinda estaría aún sentada al sol. No había firmado nada, no había prometido nada, no se había apostado nada, ni siquiera consigo mismo. ¿Por qué, creyendo como creía que toda humana testarudez era susceptible de ceder ante el sentido común, se sabía incapaz de volver atrás? ¿Por qué estaba decidido a terminar el recorrido, aun a costa de poner en peligro su vida? ¿En qué momento aquella travesura, aquella broma, aquella payasada se había convertido en algo muy serio? No estaba en condiciones de volver atrás, ni siquiera recordaba con claridad las verdes aguas de la piscina de los Westerhazy, ni el placer de aspirar los componentes de aquel día, ni las serenas y amistosas voces que se lamentaban de haber bebido demasiado. En una hora aproximadamente, Ned había cubierto una distancia que hacía imposible el regreso.

Un anciano que conducía a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar hasta la mediana de la autopista, donde había una tira de césped. Allí se vio expuesto a las bromas del tráfico que avanzaba en dirección contraria, pero al cabo de unos diez minutos o un cuarto de hora consiguió cruzar. Desde allí sólo tenía que andar un poco para llegar al centro recreativo situado a las afueras de Lancaster, que disponía de varios frontones y de una piscina pública.

La peculiar resonancia de las voces cerca del agua, la sensación de brillantez y de tiempo detenido eran las mismas que anteriormente en casa de los Bunker, pero aquí los sonidos resultaban más fuertes, más agrios y más penetrantes, y
tan pronto como entró en aquel espacio abarrotado de gente, Ned tuvo que someterse a las molestias de la reglamentación: «Todos los bañistas tienen que ducharse antes de usar la piscina. Todos los bañistas deben utilizar el pediluvio. Todos los bañistas deben llevar la placa de identificación.»

Ned se duchó, se lavó los pies en una oscura y desagradable solución y llegó hasta el borde de la piscina. Apestaba a cloro y le recordó a un fregadero. Sendos monitores, desde sus respectivas torres, hacían sonar sus silbatos a intervalos aparentemente regulares,
insultando además a los bañistas mediante un sistema de megafonía. Ned recordó con nostalgia las aguas color zafiro de los Bunker y pensó que podía contaminarse —echar a perder su prosperidad y disminuir su atractivo personal— nadando en aquella ciénaga, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que aquello no pasaba de ser un remanso de aguas estancadas en el río Lucinda. Se tiró al cloro con ceñuda expresión de disgusto y no le quedó más remedio que nadar con la cabeza fuera para evitar colisiones, pero incluso así lo empujaron, lo salpicaron y le dieron codazos. Cuando llegó al lado menos profundo de la piscina, los dos monitores le estaban gritando:

—¡A ver, ése, ese que no lleva placa de identificación, que salga del agua!

Ned lo hizo así, pero los otros no estaban en condiciones de perseguirlo, y, dejando atrás el desagradable olor de las cremas bronceadoras y del cloro, saltó una valla de poca altura y atravesó los frontones. Le bastó cruzar la carretera para entrar en la parte arbolada de la propiedad de los Halloran. Nadie se había preocupado de arrancar la maleza que crecía entre los árboles, y tuvo que avanzar con grandes precauciones hasta llegar al césped y al seto de hayas recortadas que rodeaba la piscina.

Los Halloran eran amigos suyos; se trataba de unas personas
de edad avanzada y enormemente ricos, que se sentían felices cuando alguien los consideraba sospechosos de filocomunismo. Eran reformadores llenos de celo, pero no comunistas; sin embargo, cuando alguien los acusaba de subversivos, como sucedía a veces, parecían agradecerlo y sentirse rejuvenecidos. Las hojas del seto de haya también se habían vuelto amarillas, y Ned supuso que probablemente padecían la misma enfermedad que el arce de los Levy. Gritó «¡hola!» dos veces para que los Halloran advirtieran su presencia y de esa forma la invasión de su intimidad no resultara demasiado brusca. Los Halloran, por razones que nunca le habían sido explicadas, no utilizaban trajes de baño. En realidad, no hacía falta ninguna explicación.

Su desnudez era un detalle de su celo reformista libre de prejuicios, y Ned se quitó cortésmente el bañador antes de entrar en el espacio limitado por el seto de hayas.
La señora Halloran, una mujer corpulenta de cabello blanco y expresión serena, leía el Times. Su marido sacaba hojas de haya de la piscina con una red. No parecieron ni sorprendidos ni disgustados al verlo. Su piscina era quizá la más antigua del condado, un rectángulo construido con piedras cogidas del campo, alimentado por un arroyo. Carecía de filtro o de bomba, y sus aguas tenían la dorada opacidad de la corriente.

—Estoy atravesando a nado el condado —dijo Ned.

—Vaya, no sabía que se pudiera hacer eso —exclamó la señora Halloran.

—Bueno, he empezado en casa de los Westerhazy —dijo Ned—. Debo de haber recorrido unos seis kilómetros.

Dejó el bañador junto al extremo más hondo de la piscina, fue andando hasta el otro lado y nadó aquella distancia. Mientras salía a pulso del agua, oyó decir a la señora Halloran:

—Sentimos mucho que te hayan ido tan mal las cosas, Neddy.

—¿Lo mal que me han ido las cosas? No sé de qué me está usted hablando.

—¿No? Hemos oído que has vendido la casa y que tus pobres hijas…

—No recuerdo haber vendido la casa —dijo Ned—. En cuanto a las chicas, no les ha pasado nada, que yo sepa.

—Sí —suspiró la señora Halloran—. Claro…

Su voz llenaba el aire con una melancolía intemporal, y Ned la interrumpió precipitadamente:

—Gracias por el baño.

—Que tengas una travesía agradable —dijo la señora Halloran.

Al otro lado del seto, Ned se puso el bañador y tuvo que apretárselo. Le estaba un poco grande, y se preguntó si era posible que hubiera perdido peso en una tarde. Tenía frío, estaba cansado, y la desnudez de los Halloran y el agua oscura de su piscina lo habían deprimido.
Aquella travesía era demasiado para sus fuerzas, pero ¿cómo podía haberlo previsto mientras se deslizaba aquella mañana por el pasamanos de la escalera o cuando estaba sentado al sol en casa de los Westerhazy? Los brazos no le respondían. Las piernas parecían de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor de todo era el frío en los huesos y la sensación de que nunca volvería a entrar en calor. Caían hojas de los árboles y el viento le trajo olor a humo. ¿Quién podía estar quemando hojarasca en aquella época del año?

Necesitaba un trago. El whisky lo calentaría, le levantaría el ánimo, lo sostendría hasta el final de su viaje, renovaría su convicción de que atravesar a nado aquella zona era un proyecto original que exigía valor.
Los nadadores que recorren grandes distancias toman coñac. Necesitaba un estimulante. Cruzó la zona de césped delante de la casa de los Halloran, y siguió andando hasta el pabellón que habían construido para Helen, su única hija, y para su marido, Erich Sachs. Ned encontró a los Sachs en su piscina, que era bastante pequeña.

—¡Neddy! —exclamó Helen—. ¿Has almorzado en casa de mi madre?

—No exactamente —dijo Ned—. He entrado un momento a saludar a tus padres. —No parecía que hiciese falta dar más explicaciones—. Siento mucho presentarme así de sorpresa, pero me ha dado un escalofrío de pronto y me preguntaba si podríais ofrecerme una copa.

—Me encantaría hacerlo —dijo Helen—, pero no tenemos nada para beber desde la operación de Eric. Y de eso hace ya tres años.

¿Estaba perdiendo la memoria, o era acaso que su capacidad para ignorar acontecimientos penosos le había permitido olvidarse de la venta de su casa, de las dificultades de sus hijas, y de la enfermedad de su amigo Eric? La mirada de Ned se desplazó del rostro de Eric a su vientre, donde vio tres cicatrices antiguas, más blancas que el resto de la piel, dos de ellas de treinta centímetros de largo por lo menos. El ombligo había desaparecido, y Ned pensó en el desconcierto de una mano inquisitiva que, al buscar en la cama a las tres de la mañana los atributos masculinos, se encontrara con un vientre sin ombligo, sin unión con el pasado, sin continuidad en la sucesión natural de los seres.

—Estoy segura de que encontrarás algo de beber en casa de los Biswanger—dijo Helen—. Dan una fiesta por todo lo alto. Se los oye desde aquí. ¡Escucha!

Helen alzó la cabeza, y desde el otro lado de la carretera, desde el otro lado de los jardines, de los bosques, de los campos, Ned oyó de nuevo el ruido, lleno de resonancias, de las voces cerca del agua.

—Bueno, voy a darme un remojón —dijo,
notando que carecía aún de libertad para decidir sobre su manera de viajar. Se tiró de cabeza al agua fría y faltándole el aliento, casi a punto de ahogarse, cruzó la piscina de un extremo a otro—. Lucinda y yo tenemos muchas ganas de veros —dijo vuelto de espaldas, con el cuerpo orientado ya hacia la casa de los Biswanger—. Sentimos mucho que haya pasado tanto tiempo sin vernos, y os llamaremos cualquier día de éstos.

Ned tuvo que cruzar algunos campos hasta la casa de los Biswanger y los sonidos festivos que salían de ella. Sería un honor para los dueños ofrecerle una copa, se sentirían felices de darle de beber. Los Biswanger los invitaban a cenar —a Lucinda y a él— cuatro veces al año con seis semanas de anticipación.
Ellos nunca aceptaban, pero los Biswanger continuaban enviando invitaciones como si fueran incapaces de comprender las rígidas y antidemocráticas normas de la sociedad en la que vivían. Pertenecían a ese tipo de personas que hablan de precios durante los cócteles, que se hacen confidencias sobre inversiones bursátiles durante la cena y que después cuentan chistes verdes cuando están presentes las señoras. No pertenecían al grupo de amistades de Neddy; ni siquiera figuraban en la lista de personas a las que Lucinda enviaba felicitaciones de Navidad. Se dirigió hacia la piscina con sentimientos a mitad de camino entre la conciencia de su superioridad y el deseo de mostrarse amable, y también con algún desasosiego porque parecía que estaba oscureciendo y, sin embargo, aquéllos eran los días más largos del año. La fiesta era ruidosa y había mucha gente. Grace Biswanger pertenecía al tipo de anfitriona que invitaba al óptico, al veterinario, al corredor de fincas y al dentista. No había nadie nadando en la piscina, y el crepúsculo, al reflejarse en el agua, despedía un brillo invernal. Ned se dirigió hacia el bar. Cuando Grace Biswanger lo vio, avanzó hacia él, pero no con gesto afectuoso, como él había esperado, sino de la forma más hostil imaginable.

—Vaya, en esta fiesta hay de todo —comentó alzando mucho la voz—, incluso personas que se cuelan.

Grace no estaba en condiciones de hacerle un feo social, no tenía ni la más remota posibilidad, de manera que Ned no se echó atrás.

—En mi calidad de gorrón —preguntó cortésmente—, ¿tengo derecho a tomar una copa?
—Haga lo que guste —dijo ella—. No parece que las invitaciones signifiquen mucho para usted.
Le dio la espalda y se reunió con otros invitados. Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman se lo sirvió, pero de forma descortés.
El mundo de Ned era un mundo en el que los camareros estaban al tanto de los matices sociales, y verse desairado por un barman a media jornada significaba haber perdido puntos en la escala social. O quizá aquel hombre era novato y le faltaba información. En seguida oyó cómo Grace decía a su espalda:

—Se arruinaron de la noche a la mañana; no les quedó más que su sueldo, y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestáramos cinco mil dólares…
Siempre hablando de dinero. Aquello era peor que llevarse el cuchillo a la boca. Ned se zambulló en la piscina, hizo un largo y se marchó.

La siguiente piscina de la lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si había sufrido alguna herida en casa de los Biswanger, aquél era el lugar ideal para curarla.
El amor —los violentos juegos sexuales, para ser más exactos— era el supremo elixir, el remedio contra todos los males, la píldora mágica capaz de rejuvenecerlo y de devolverle la alegría de vivir. Habían tenido una aventura la semana pasada, o el mes último, o el año anterior. No se acordaba. Pero había sido él quien había decidido acabar, y eso lo colocaba en una situación privilegiada, de manera que cruzó la puerta de la valla que rodeaba la piscina de Shirley repleto de confianza en sí mismo. En cierta forma, era como si la piscina fuese suya, porque la persona amada, especialmente si se trata de un amor ilícito, goza de la posesión de la amante con una plenitud desconocida en el sagrado vínculo del matrimonio. Shirley estaba allí, con sus cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua de color azul intenso, iluminada por la luz eléctrica, no despertó en él ninguna emoción profunda. No había sido más que una aventurilla, pensó, aunque Shirley lloraba cuando él decidió romper. Pareció turbada al verlo, y Ned se preguntó si se sentiría aún herida. ¿Acaso iba, Dios no lo quisiera, a echarse a llorar de nuevo?

—¿Qué quieres? —le preguntó ella.

—Estoy nadando a través del condado.

—¡Santo cielo! ¿Te comportarás alguna vez como una persona adulta?

—¿Se puede saber qué te pasa?

—Si has venido buscando dinero —dijo ella—, no voy a darte ni un centavo.

—Puedes darme algo de beber.

—Puedo, pero no quiero. No estoy sola.

—Bueno, me marcho en seguida.

Ned se tiró al agua e hizo un largo, pero cuando intentó alzarse hasta el borde para salir de la piscina, descubrió que sus brazos y sus hombros no tenían fuerza; llegó como pudo a la escalerilla y salió del agua. Al mirar por encima del hombro, vio a un hombre joven en los vestuarios iluminados. Al cruzar el césped —ya se había hecho completamente de noche— le llegó un aroma de crisantemos o de caléndulas, decididamente otoñal, y tan intenso como el olor a gasolina. Levantó la vista y comprobó que habían salido las estrellas, pero
¿por qué tenía la impresión de ver Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de pleno verano? Ned se echó a llorar.

Era probablemente la primera vez que lloraba en toda su vida de adulto, y desde luego la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y tan desconcertado. No entendía los malos modos del barman ni el mal humor de una amante que se había acercado a él de rodillas y le había mojado el pantalón con sus lágrimas. Había nadado demasiado, había pasado demasiado tiempo bajo el agua, y tenía irritadas la nariz y la garganta. Necesitaba una copa, necesitaba compañía y ponerse ropa limpia y seca, y aunque podría haberse encaminado directamente hacia su casa por la carretera, se fue a la piscina de los Gilmartin. Allí, por primera vez en su vida, no se tiró, sino que descendió los escalones hasta el agua helada y nadó dando unas renqueantes brazadas de costado que quizá había aprendido en su adolescencia. Camino de casa de los Clyde, se tambaleó a causa del cansancio y, una vez en la piscina, tuvo que detenerse una y otra vez mientras nadaba para sujetarse con la mano en el borde y descansar. Trepó por la escalerilla y se preguntó si le quedaban fuerzas para llegar a casa. Había cumplido su deseo, había nadado a través del condado, pero estaba tan embotado por la fatiga que su triunfo carecía de sentido. Encorvado, agarrándose a los pilares de la entrada en busca de apoyo, Ned torció por el sendero de grava de su propia casa.

Todo estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que ya se habían ido a la cama? ¿Se habría quedado su mujer a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Habrían ido las chicas a reunirse con ella o se habrían marchado a cualquier otro sitio? ¿No se habían puesto previamente de acuerdo, como solían hacer los domingos, para rechazar las invitaciones y quedarse en casa? Ned intentó abrir las puertas del garaje para ver qué coches había dentro, pero la puerta estaba cerrada con llave y se le mancharon las manos de orín. Al acercarse más a la casa vio que la violencia de la tormenta había separado de la pared una de las tuberías de desagüe para la lluvia. Ahora colgaba por encima de la entrada principal como una varilla de paraguas, pero no costaría arreglarla por la mañana.
La puerta de la casa también estaba cerrada con llave, y Ned pensó que habría sido una ocurrencia de la estúpida de la cocinera o de la estúpida de la doncella, pero en seguida recordó que desde hacía ya algún tiempo no habían vuelto a tener ni cocinera ni doncella. Gritó, golpeó la puerta, intentó forzarla golpeándola con el hombro; después, al mirar a través de las ventanas, se dio cuenta de que la casa estaba vacía.
El nadador, John Cheever


La figura pública del escritor y su obra conocida y celebrada adquieren una profundidad nueva en la que descubrimos los manantiales secretos de su inspiración, el peso terrible de la vergüenza, el remordimiento y la culpa, la sensación permanente de extranjería y de impostura, el pozo negro del alcohol.
El diario de Cheever, como el de Pavese o el de Márai, es una noche oscura del alma en la que no conviene internarse durante demasiadas páginas seguidas. Yo casi siempre lo tengo a mano, pero pocas veces he leído más de unas pocas anotaciones seguidas. Muy pronto se vuelve irrespirable. Parece que me contagiara algo de la toxicidad de la nicotina y el alcohol con los que Cheever se estaba envenenando mientras escribía. Escribía tan borracho que apenas acertaba a golpear las teclas de manera que formaran palabras coherentes y también cuando había dejado de beber y contaba con perverso sarcasmo el aspecto de derrota de sus compañeros en las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Escribía ensañándose en su inseguridad sobre el valor de su literatura y en un sentimiento de inferioridad y de miedo al fracaso y a la humillación que no lo abandonó ni cuando tuvo un éxito indudable, en aquellos años finales en que su cara aparecía en las portadas de los semanarios influyentes y sus libros escalaban en las listas de ventas.
En su ánimo no cabían los estados intermedios: celebraba la maravilla de una mañana luminosa o de un paseo por un bosque de la mano de uno de sus hijos y a continuación se hundía en lo más lóbrego de la resaca o del resentimiento conyugal. En un parque de Boston llegó a implorarle un trago de su botella a un mendigo borracho. Se pasó una gran parte de la vida angustiado y avergonzado por sus impulsos homosexuales y en sus últimos años disfrutó con desenvoltura del amor con hombres jóvenes. Y casi cada día, durante cuarenta años, sobrio o borracho, desesperado o feliz, se sentó delante de la máquina para escribir en su diario. La última anotación termina con una despedida: "...me arranco la ropa, la dejo amontonada en el suelo, apago la luz, y caigo en la cama".
Noche oscura de Cheever, Antonio Muñoz Molina [El País, 11 de septiembre de 2010]


El lector de esa obra maestra que son los Diarios de Cheever ya sabe de su aspiración a la respetabilidad, y también sabe cómo ésta entraba constantemente en conflicto con su tormentosa vida interior. El buen vecino, el ciudadano de orden, el marido modélico y padre ejemplar era también un alcohólico compulsivo y un ardoroso homosexual secreto. La colisión entre las diferentes facetas de su compleja personalidad era inevitable, y el escritor, uno de los que con más entusiasmo han celebrado en sus páginas la dicha y el gozo de estar vivos, fue muchas veces una fuente de infelicidad y sufrimiento para su mujer y sus tres hijos. Cheever, que se veía a sí mismo como un paterfamilias clásico, que se decía preocupado por "dar sentido, orden y valor" a su vida, que aspiraba sobre todas las cosas a "amar lo adecuado", que exigía delicada feminidad a su hija Susie y recia virilidad a sus hijos Ben y Fred, etcétera, era un hombre que justo después se abalanzaba sobre el cuerpo desnudo de un conocido en una sauna o invitaba a algún estudiante o admirador de sus libros a masturbarle. Mary, su mujer, pasaba largas temporadas sin dirigirle la palabra, y eso alimentaba en el corazón de Cheever oscuros rencores que hacían más difícil la convivencia. Ya viuda, y tratando quizás de ponderar la contribución de su marido a la armonía doméstica, Mary declaró: "Puede que fuera infiel, puede que fuera borracho, pero siempre estaba en casa a la hora de cenar".
No hubo en la vida de Cheever grandes peripecias ni fue testigo de magnos acontecimientos históricos (la Segunda Guerra Mundial la vivió lejos del frente, la mayoría de los viajes los hizo como escritor invitado), pero es tal la complejidad de su figura que la lectura de esta biografía resulta sencillamente apasionante. Blake Bailey tiene la delicadeza de no juzgar nunca al personaje. Con alguien como Cheever sería demasiado fácil, pero sobre todo sería injusto, porque el propio Cheever ya se juzgaba a sí mismo con bastante severidad. Su literatura se construye, de hecho, sobre una tensión constante entre la caída en la tentación y el ansia por redimirse. Una tensión que es también la que existe entre impostura y verdad. "Nací en una familia de medio pelo y, muy pronto en la vida, decidí colarme en la clase media, como un espía", reconoció en algún momento el falso caballero de Nueva Inglaterra, alguien que también admitía que, en las reuniones de clase de alta, pensaba en sí mismo "como un paria, como un falsario sucio e insignificante, como un marginado que merece su suerte, como un impostor espiritual y sexual". La conciencia de su propia impostura, sin embargo, no hizo de Cheever una persona más fuerte sino más vulnerable, y por todas partes percibía ofensas reales o imaginarias contra las que no encontraba defensa posible. Pero sus fantasías de gozo y perfección siguieron vivas en su alma hasta en las etapas de mayor ímpetu autodestructivo, en la época en la que se despertaba en mitad de la noche recitando como una jaculatoria: "¡Valor, Amor, Virtud, Compasión, Esplendor, Bondad, Sabiduría, Belleza, Vigor!". Eso y nada más que eso era lo que el bueno de Cheever le exigía a la vida.
Un caballero de Nueva Inglaterra, Ignacio Martínez de Pisón [El País, 11 de septiembre de 2010]


Uno quisiera ser capaz de escribir alguna vez un cuento a la manera de John Cheever. Un cuento no muy largo, entre diez y quince páginas, sin un argumento muy preciso aunque con personajes que dieran en seguida una impresión a la vez de rareza y de familiaridad, con una voz narradora cercana a ellos pero también poseedora de secretos que ellos ignoran y que los lectores no llegarán a conocer del todo, una voz que mantendrá el mismo tono cálido en la tercera que en la primera persona. El punto de partida no será muy llamativo; la superficie de la historia se mantendrá tersa hasta el final; habrá observaciones agudas sobre los gestos y los sentimientos de las personas, instantáneas sobre un paisaje o sobre la luz de una ciudad que tendrá una precisión trémula de polaroids; y poco a poco, según avance el relato, lo que parecía una observación realista de hechos comunes se habrá convertido en una fábula ligeramente siniestra o del todo pavorosa, o fantástica, y la claridad primera de los propósitos y de las vidas habrá derivado de manera más o menos visible hacia un abismo de ruina. En esas diez o quince páginas cabrá el arco entero de un destino; habrán sido la crónica de unos personajes suspendidos desde ahora en un recuerdo sin tiempo y sin embargo servirán como testimonio de una época recién pasada y ya remota.
John Cheever murió en 1982, pero su literatura pertenece a unos años que se han quedado mucho más lejos, los cincuenta, sobre todo, que ahora, gracias al cine, se han vuelto modernos; los años cincuenta en Estados Unidos, no la torva prolongación de la posguerra en la que algunos de nosotros nacimos. Cada época parece elegir la revisión visual de un pasado, la nostalgia de un periodo particular cuyos pormenores se vuelven poco a poco familiares en las películas y acaban filtrándose en parte a la vida cotidiana: después de The hours y Far from heaven los cincuenta han regresado plenamente a la imaginación contemporánea con el éxito de Revolutionary Road; y junto a las faldas de vuelo de campana, los cócteles y los cigarrillos, los coches de carrocerías fantasiosas, las amas de casa perfectamente peinadas y frustradas, vuelve también una parte de la literatura americana de entonces, al mismo tiempo que aquellos muebles y lámparas que ya nos parecían antiguos en los tebeos de nuestra infancia. Richard Yates, que murió pobre, olvidado y alcohólico en 1992, ha regresado a los anaqueles de novedades de las librerías gracias a la celebridad cinematográfica de Leonardo DiCaprio y Kate Winslet. Cuando John Cheever murió estaba en la plenitud de su prestigio, y si con los años su figura se había desdibujado un poco, su vuelta tiene en los últimos tiempos el vigor de una resurrección, de un ingreso perdurable en las historias de la literatura.
Dos tomos de sus historias y novelas acaban de aparecer en la formidable Library of America, lo cual equivale a una cierta canonización. Un volumen suculento de sus diarios que ya se había publicado en los años noventa vuelve a editarse en bolsillo. Y la última novedad es una biografía de casi ochocientas páginas escrita por Blake Bailey, que también, por cierto, es el biógrafo de Richard Yates. La cultura literaria en Estados Unidos adquiere un aire cada vez más crepuscular, según van debilitándose la palabra escrita y el hábito de la lectura, y los fantasmas tienen una presencia más poderosa que los vivos: en The New Yorker de esta semana la reseña de la biografía de Cheever viene firmada por John Updike, que debió de enviarla muy poco antes de morir.
Dice Updike: "Sus protagonistas errantes se mueven, en sus frágiles simulacros suburbanos del Paraíso, de una isla de momentánea de felicidad amenazada a otra". En la vida americana los simulacros de paraíso, suburbanos o no, tienen una vehemencia más exagerada que en ninguna otra parte, y uno no sabe qué le asombra más, si la distancia entre el simulacro y la realidad o el fervor con que las personas que lo practican se empeñan en creérselo, o al menos en fingir que no se dan cuenta de su inverosimilitud. Hay una perfección americana de las apariencias que ya es en sí misma una forma íntimamente exasperada de sinceridad; una impostura sostenida tan de corazón que parecería miserable desconfiar de ella. Uno la reconocería en las fotos familiares de John Cheever aunque no supiera nada de los horrores negros de su vida, aunque no hubiera leído el testimonio extraordinario de su hija Susan -Home before dark- o explorado esas páginas de los diarios en las que uno siente que está vulnerando secretos demasiado tristes y sórdidos, respirando el aire tóxico de un pozo. En algunas fotos la familia Cheever exhibe una normalidad tan perfecta, tan luminosa, que sólo puede ser una falsificación: el padre maduro y gallardo, con jerséis ligeros, con pantalones claros de lona; la madre sonriente, bien conservada, atractiva; los tres hijos de estaturas escalonadas, nacidos con los intervalos adecuados, con camisas de cuellos anchos y melenas de prudente modernidad de los años sesenta; y al fondo, al final de la ondulación del césped, entre los árboles, la casa noble pero no ostentosa del siglo XVIII, tan lejos de Nueva York como para asegurar una vida saludable en el campo, tan cerca como para encontrarse en la vibración de la ciudad tras un viaje confortable en coche o en tren.
Dice Ben Cheever que su padre era como un espía en su propio mundo. Acataba aquella normalidad con la fe que sólo sienten los grandes impostores y al mismo tiempo que se sentía encarcelado por ella vivía con el miedo de perderla si lo desenmascaraban. La casa no era del siglo XVIII, sino una imitación hecha en los años veinte; era verdad, según le gustaba recordar, que su familia se remontaba a los primeros colonizadores, e incluía clérigos eruditos y capitanes de veleros mercantes, pero también que su bisabuelo, su abuelo y su padre habían sido borrachos fracasados; amaba sinceramente la vida familiar, patinaba con gracia y ligereza y se enorgullecía de su destreza cortando el césped, pero al mismo tiempo era un borracho y un adúltero; cultivaba una austera elegancia de varón mujeriego y en sus diarios confesaba sus aventuras homosexuales. Updike, que fue amigo suyo, cuenta que Cheever sentía que su vida era una equivocación, un pecado. Según su hija Susan, la mesa del comedor familiar parecía un tanque de tiburones.
Pero en su vida, como en sus cuentos, el espanto no es la única verdad, y si la negrura nos afecta en ellos como una desgracia personal es porque siempre sucede en la cercanía de instantes de felicidad o belleza, o de posibilidades tan hermosas que no pierden su brillo aunque no lleguen a cumplirse. En El nadador un hombre ve en el cielo una montaña de cúmulos y piensa que parecen una ciudad vista desde lejos, a la que se llega en un barco, y piensa un nombre, Lisboa. Quien escribe unas líneas así es que ha conocido el paraíso.
Islas momentáneas de felicidad, Antonio Muñoz Molina [El País, 21 de marzo de 2009]


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