En
Don
Quijote
Cervantes siempre está apareciendo y desapareciendo. Se nos presenta
en el prólogo de la primera parte mirándonos de frente, como
Velázquez en Las
meninas,
aunque también sin vernos del todo, por encontrarse absorto en una
contemplación interior. Velázquez tiene en las manos los
instrumentos de su oficio, la paleta, el pincel, y se encuentra en lo
que parece un espacioso taller. Cervantes se retrata con los signos
del suyo: la pluma, la mesa donde escribe. El uno y el otro muestran
una actitud de suspenso, la pausa reflexiva en la que todavía no se
ha revelado el siguiente paso. Velázquez parece estar viendo de
antemano en la imaginación el cuadro que será Las
meninas.
Cervantes no escribe: “…estando en suspenso, con el papel
delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete, y la mano en la
mejilla, pensando lo que diría”.
Al
copiar la cita me doy cuenta de la inexactitud de mi recuerdo:
Cervantes no tiene la pluma en la mano, como Velázquez el pincel,
sino en la oreja. Después de tantas lecturas, es la primera vez que
me detengo en ese detalle clave, que desbarata toda la formalidad del
retrato falso que ya no sabemos quitarnos de la cabeza, incapaces de
aceptar un espacio en blanco irremediable: no
sabemos cómo era Cervantes.
Tenemos que esforzarnos en borrar los bustos de piedra o de bronce y
el cuadro de Juan de Jáuregui. El escritor no posa para la
posteridad: está
solo, cansado de escribir,
con la pluma en la oreja, como los carpinteros antiguos se ponían el
lápiz. Y entonces queremos saber también qué hay detrás de esa
figura en el autorretrato, cómo
es la habitación,
la casa en la que está, si tiene muebles, si hay una ventana que da
a la calle y desde la que se oye un barullo urbano de 1604,
si está ordenada o no, si hay polvo, papeles por el suelo, cosas
colgadas en las paredes. Pero más allá de esa figura sentada y de
esos pormenores visuales —la pluma, el codo en el bufete, la mano
en la mejilla—, solo hay oscuridad, o esa
penumbra abstracta, esa sugestión de espacio hondo y vacío que es
el fondo de los retratos de Velázquez o Rembrandt.