jueves, 21 de abril de 2016

Don Quixote or the Art of Becoming

En Don Quijote Cervantes siempre está apareciendo y desapareciendo. Se nos presenta en el prólogo de la primera parte mirándonos de frente, como Velázquez en Las meninas, aunque también sin vernos del todo, por encontrarse absorto en una contemplación interior. Velázquez tiene en las manos los instrumentos de su oficio, la paleta, el pincel, y se encuentra en lo que parece un espacioso taller. Cervantes se retrata con los signos del suyo: la pluma, la mesa donde escribe. El uno y el otro muestran una actitud de suspenso, la pausa reflexiva en la que todavía no se ha revelado el siguiente paso. Velázquez parece estar viendo de antemano en la imaginación el cuadro que será Las meninas. Cervantes no escribe: “…estando en suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete, y la mano en la mejilla, pensando lo que diría”.
Al copiar la cita me doy cuenta de la inexactitud de mi recuerdo: Cervantes no tiene la pluma en la mano, como Velázquez el pincel, sino en la oreja. Después de tantas lecturas, es la primera vez que me detengo en ese detalle clave, que desbarata toda la formalidad del retrato falso que ya no sabemos quitarnos de la cabeza, incapaces de aceptar un espacio en blanco irremediable: no sabemos cómo era Cervantes. Tenemos que esforzarnos en borrar los bustos de piedra o de bronce y el cuadro de Juan de Jáuregui. El escritor no posa para la posteridad: está solo, cansado de escribir, con la pluma en la oreja, como los carpinteros antiguos se ponían el lápiz. Y entonces queremos saber también qué hay detrás de esa figura en el autorretrato, cómo es la habitación, la casa en la que está, si tiene muebles, si hay una ventana que da a la calle y desde la que se oye un barullo urbano de 1604, si está ordenada o no, si hay polvo, papeles por el suelo, cosas colgadas en las paredes. Pero más allá de esa figura sentada y de esos pormenores visuales —la pluma, el codo en el bufete, la mano en la mejilla—, solo hay oscuridad, o esa penumbra abstracta, esa sugestión de espacio hondo y vacío que es el fondo de los retratos de Velázquez o Rembrandt.

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